Capítulo 4

Una semana después, cuando el ventoso noviembre abatía su gélida garra otoñal sobre Manhattan y cubría el East River de níveos festones de espuma, Gregson experimentaba la frustración de una forzada inactividad, hecha aún más tediosa por el súbito traslado de Wellford a las oficinas londinenses del Departamento de Seguridad. Parecía como si los valorianos se hubiesen retirado a las profundidades del espacio, de las que habían surgido, abandonando la Tierra a la agonía que representaba la epidemia de los alaridos.

La pronta reacción de las fuerzas que defendían el edificio del Secretariado ante el intento de asesinato demostraron muy a las claras, por supuesto, que no era fácil coger desprevenido al Cuartel General del Departamento de Seguridad. Y para que esto quedase aún más claro, el destacamento de guardas internacionales fue triplicado en sus efectivos, al tiempo que en las plantas superiores abandonadas se instalaba armamento pesado en gran cantidad.

Gregson suponía que el hecho de que la sede central del Departamento se hubiese convertido en una fortaleza, se debía a prudencia política. El Congreso se hallaba estudiando una legislación especial que duplicaría los créditos asignados por los Estados Unidos a la agencia internacional. Y no sería prudente presentar a los contribuyentes norteamericanos la imagen de un Departamento de Seguridad de recursos cada vez mayores y dispuesto en apariencia a repeler una amenaza física inexistente… es decir, un enclave armado.

La secretaria de Gregson apareció en el umbral.

—Hay una llamada urgente en el convisor… de Pensilvania.

Él accionó el interruptor y el rostro asustado y bañado en llanto de una joven rubia apareció en la pantalla.

—¡Helen! ¿Qué pasa?

—¡Oh, Greg! ¡Se trata de tío Bill! ¡Acaba de contraer la epidemia! ¡Tengo que ir a reunirme con él, y no podemos hacer venir la escuadra de recogida aquí!

Gregson palideció cuando cruzó por su mente la imagen de Bill Forsythe muriendo entre espantosos alaridos, completamente solo en su granja… sin nadie que pudiera prestarle ayuda.

—¿No se ha inyectado?

—No. No llevaba su hipodérmica encima. ¡Y yo no puedo hacerle llegar una!

La joven dio media vuelta para salir corriendo de la habitación pero antes su mano se levantó para desconectar la comunicación. Poco antes de que la pantalla se apagase, Gregson oyó los gritos lejanos de Forsythe.

Intentó dos veces restablecer la comunicación. Pero no le respondieron. Luego marcó varias veces el número del Instituto de Aislamiento del Condado de Monroe antes de obtener respuesta. Cuando la obtuvo, les dio parte de lo sucedido.

Su secretaria volvió a aparecer a la puerta para decirle:

—He pedido a Transporte Aéreo que le faciliten un avión. Pero en Operaciones me han dicho que, pese a la emergencia, tendrá que soslayar la zona metropolitana.

Pero cuando estuvo en el aire, puso inmediatamente rumbo a Manhattan, cruzó sobre los barrios industriales de Nueva Jersey, arrasados por el bombardeo, y prosiguió hacia Pensilvania, sin hacer el menor caso de la advertencia.

Bill Forsythe, un aullador, incapaz de obtener ayuda. Y Gregson se preguntaba hasta qué punto podía él considerarse responsable, incluso antes de que ocurriese el accidente a bordo de la estación de tránsito Vega, Gregson le había seguido la corriente al viejo, que se empeñaba en seguir siendo un ingeniero especialista en satélites, mucho después de que sus reflejos ya se habían embotado. Y, después del accidente, insistió para que ambos invirtiesen en la finca rústica del Este de Pensilvania. A la razón le pareció una idea excelente. Pero ahora Forsythe había contraído la terrible enfermedad. Y allí, en aquellas rústicas soledades, su sobrina se veía imposibilitada de administrarle la inyección que podría salvarle la vida.

Al cabo de otros diez minutos, Gregson cruzó la frontera del estado y desvió bruscamente su rumbo para dirigirse al Instituto de Aislamiento Monroe, que se hallaba en las afueras de Stroundburg. En la recepción, sin embargo, no tenían noticia de que hubiese ingresado un tal William Forsythe. Otro empleado le aseguró que, efectivamente, el instituto había enviado un coche de la escuadra de recogida a consecuencia de sus llamadas. Calculaban que para entonces ya debía de estar en la granja. No, no disponían de convisor para llamar allí.

Ascendiendo verticalmente en el cielo radiante y claro de la mañana, pensó en Helen por primera vez y compadeció a la muchacha… sólo le faltaba aquel último golpe, que venía a sumarse a todas las tragedias anteriores que se habían abatido sobre ella. No fue suficiente que su novio hubiese contraído la enfermedad tres años antes y hubiese tomado el camino del suicidio. Un año después de esto, sus parientes más próximos perecieron en la explosión nuclear que sepultó a Cleveland bajo un brazo del lago Erie. Y ahora, con su tío también víctima del terrible flagelo, ¿qué haría la pobrecilla? Dos meses antes, Gregson le hubiera ofrecido la inmediata solución para todos sus problemas. Pero ahora no podía… después de haber dado sus primeros e irrevocables pasos por el camino de la enfermedad.

Al llegar sobre la granja, descendió verticalmente en el centro mismo de la diana y cerró sus reactores. Descendió de un salto del aparato y respiró profundamente, pero sin saborearlo como solía hacer, el aire que olía a ganado y a la fuerte fragancia de la cosecha.

Se dirigió corriendo a la casa y se detuvo a la puerta de la cocina, disponiéndose a llamar a Helen. Pero en vez de a ésta vio a Bill… sentado junto a la mesa y con el pie derecho metido en un barreño de agua humeante.

—¿Greg, tú aquí? —dijo el viejo, mudo de asombro.

—¡Estás bien!

—No dirías eso, si estuvieses en mi lugar.

Forsythe movió el pie e hizo una mueca de dolor. Era un hombre de pequeña estatura, de tez sonrosada y saludable, coronada por una espesa mata de níveos cabellos. Era un hombre de aspecto rollizo y jovial. Pero con su rostro contraído de dolor, no parecía estar para chanzas en aquel momento.

—¿Pero qué ha pasado? —preguntó Gregson.

Helen apareció en el vestíbulo y se quedó mirando a la puerta. Había reparado los desperfectos de su cara, y, a pesar de que aún tenía los ojos hinchados de llorar, desprendía un atractivo tan sutil como la última vez que Gregson la había visto.

—Pues verás, lo que pasó fue que… —empezó a decir.

Forsythe la interrumpió con un bufido, y, con fingida severidad, dijo:

—Tienes derecho a darle los diez primeros azotes, Greg. Luego me la sujetas para que la azote yo.

Ella entró entonces en la cocina, con un porte y una gracia que no cuadraban en absoluto en aquel rústico ambiente.

—Pero, tío Bill… —protestó.

Forsythe depuso su enojo con un gesto exagerado de perdón.

—Pensándolo bien, quizá la culpa haya sido mía. La verdad es que lanzaba unos berridos que ni un elefante herido… y como tenía la ducha puesta, no pude oír lo que decía Helen.

Finalmente Gregson sintió que su tensión disminuía.

—Bueno, pero ¿qué pasó, vamos a ver?

—Pues que resbalé en la ducha y me partí la uña del dedo gordo.

—Traté de llamarte otra vez, así que él se calmó —dijo Helen, alisándose la falda sobre sus perfectas piernas.

—Puedes creerme si te digo —añadió Forsythe en tono zumbón— que me hallaba dispuesto a darle esos diez azotes sin ayuda de nadie. Pero como no puedo ver…

Bill, por desgracia, nunca recuperaría la visión.

Ése fue el veredicto después de meses de operaciones que no dieron ningún resultado.

Gregson llamó al Cuartel General para comunicar que estaría ausente durante el resto del día, pero que se presentaría el sábado por la mañana. Helen preparó entonces un almuerzo consistente en bistecs de jamón y patatas fritas, charlando con él mientras se ocupaba de estos menesteres domésticos. Era evidente que trataba de evitar cualquier alusión a su prolongada ausencia de la granja. Y él le agradeció su tacto, porque no quería tener que verse obligado a darle una explicación.

Más tarde, ella se puso un grueso suéter de punto que parecía acentuar la esbeltez de su talle, mientras su cuello de cisne impartía un aspecto casi de adolescente a sus atractivas facciones. Si Gregson no la hubiese conocido mejor, tal vez hubiese sospechado que su invitación a ir a dar un paseo formaba parte de un plan preconcebido.

Él accedió al paseo. Pero se propuso firmemente no dejarse envolver en ninguna clase de redes amorosas. Y si como resultado de esta resolución tenía que mostrarse frío, tenía que confiar en que esto a ella no le dolería.

Siguieron el vallado, hablando de cosas insignificantes mientras ella se agachaba de vez en cuando para arrancar una florecilla silvestre, que luego hacía bailotear distraídamente entre sus dedos.

Pero fue al grano sin ambages:

—Tío Bill y yo esperábamos que vendrías a establecerte definitivamente en la granja.

—Algún día quizá lo haga —repuso él con indiferencia. Sólo dos meses antes, hubiera bailado de gozo al oír aquellas palabras. Pero ahora, no.

—Las cosas van a ser diferentes —prosiguió ella—. Por todas partes se está reconstruyendo. Vuelven a instalarse mercados. Y la demanda de productos agrícolas se está organizando. Y puede resultar incluso rentable. Es extraordinario: este otoño no nos han saqueado los campos ni una sola vez.

Ambos se detuvieron al pie de un árbol y ella se recostó en el tronco, apoyando en él su cabeza mientras el viento agitaba sus rubios cabellos, que rozaban la corteza oscura.

—Sí —asintió él—. Puede resultar rentable… siempre que pueda pagar braceros.

—¿Por qué no dejas el Departamento de Seguridad? No estás hecho para ese trabajo. Y es muy peligroso.

Él la miró de hito en hito. ¿Cómo podría decírselo?

—El Departamento se encarga de cumplir las funciones más importantes en el mundo actual —dijo con tono envarado, para disimular la verdadera razón que le impedía dar un sesgo más íntimo a su conversación.

—Hay quien le acusa de asumir demasiadas funciones; de tener una gran tendencia hacia la tiranía, pues su control cada vez se extiende a más zonas.

—Quienes eso dicen, no saben de qué hablan. Nos enfrentamos con un azote de alcance mundial, y para luchar contra él no tenemos más remedio que asumir una autoridad también a escala mundial. Y al asumir esa responsabilidad, naturalmente, nos vemos obligados a practicar una política de intervención, absolutamente necesaria.

Ella suspiró, pero su suspiro se trocó en una sonrisa.

—¡Oh, no hablemos más del Departamento!, lo único que yo me proponía era… en fin, responder a tu pregunta.

Este súbito ataque le pilló desprevenido y desvió la mirada para no ver la ansiedad que brillaba en sus ojos.

—¡Arthur Gregson! —exclamó ella, con fingida exasperación—. Hace un año me pediste que me casara contigo. Yo te contesté que me lo pedías únicamente por compasión, porque yo te daba pena. Hace seis meses, volviste a pedírmelo. Yo te di las gracias por ser tan generoso y gentil. En agosto me lo pediste por tercera vez. Y yo te dije entonces: «Tal vez… más adelante… cuando esté preparada». Pues bien —añadió, abriendo los brazos—, ya estoy preparada.

Él ya se temía algo así… desde que sufrió su primer ataque de alaridos. No supo hacer otra cosa sino agachar la cabeza.

La sonrisa se borró de los labios de Helen y miró a un lado.

—Parece ser que ahora es a mí a quien le toca ser rechazada.

Él comprendió que la había herido en lo más íntimo, y se sintió casi tan dolido como ella. Sin poderse contener, la abrazó y la besó, pero lamentó inmediatamente haberlo hecho, pues temió que ella interpretase mal su gesto.

Y así ocurrió, en efecto, pues ella inmediatamente se separó para preguntarle:

—¿Quiere esto decir que dejarás el Departamento?

Tras una pausa, él denegó resueltamente con la cabeza.

Helen frunció el ceño.

—Francamente, no lo entiendo.

Y él no podía explicárselo… no podía decirle que había sufrido varios ataques de alaridos.

—Tengo entre manos muchos e importantes asuntos oficiales, que ahora no puedo abandonar.

—¿Y cuando los hayas resuelto?

Era inútil seguir contestando con evasivas. Si en aquel momento rompían completamente, ella quizá no llegara a enterarse, el día en que lo confinasen en un instituto de aislamiento.

—Esos asuntos me van a retener aún mucho tiempo.

—Greg, ¿es que hay otra mujer?

Sin contestar a esa pregunta, él se limitó a dar media vuelta y a emprender el camino de regreso a la casa.

A juzgar por el rostro serio y callado de Helen durante la cena, Gregson sacó la conclusión de que había conseguido hacerle perder sus ilusiones. Esto no le llenó de gozo, sino de desesperación, y estaba de talante muy sombrío cuando se sentó con Bill en el living room después de cenar.

—¿Las cosas de Nueva York? —dijo Forsythe con su tono despreocupado y según su costumbre de dejar informulado el principio de las preguntas.

—Aquello es un infierno. Hay escasez de todo, racionamiento, colas interminables. Constantemente cae gente víctima de la epidemia. Los coches de las escuadras de recogida no paran. No sabéis la suerte que tenéis de vivir aquí.

—Últimamente he reflexionado mucho sobre los alaridos, Greg. Quizá no sea una enfermedad, a fin de cuentas.

—¿Qué otra cosa puede ser si no?

—Pues no lo sé. Hasta ahora me parecía algo horrible… toda esa gente gritando hasta morir y diciendo que tienen «luces» en la cabeza. —Dejó escapar un suspiro de frustración—. ¡Y yo que daría mi brazo derecho por ver luz… cualquier clase de luz!

Gregson recordó sus propios ataques, pensó en las personas que habían sido muertas para poner fin a sus sufrimientos, en el asesinato que presenció en la Via dei Fori Imperiali. Sintió ganas de llamar estúpido a Forsythe por lo que acababa de decir, tan lleno de egoísmo. Pero enterró sus resentimientos y su compasión en un número de tres semanas atrás del Monroe County Clarion. Unos grandes titulares a cuatro columnas que se destacaban en lo alto de la segunda página llamaron su atención:

REAPARECE LA OBSESIÓN DE LOS EXTRATERRESTRES ENTRE NOSOTROS.

YA ESTÁN AQUÍ DE NUEVO LOS HOMBRECITOS VERDES.

Era, por supuesto, un artículo lleno de tópicos, semejante a otros muchos, repletos de chanzas fáciles, que se publicaron durante los dos últimos años, en los que se aprovechaba la menor ocasión para distraer un poco al público y hacerle olvidar la hecatombe nuclear del 95, los alaridos y la reconstrucción. El articulista se basaba en una reciente resurrección local de los rumores propalados por los mensajes de la Nina. Efectuó una encuesta sobre la opinión y luego hizo humorísticos comentarios acerca de las supersticiones que aún subsistían en zonas atrasadas del país.

Gregson se disponía a dejar el periódico cuando leyó casualmente una observación que había hecho un tal Enos Cromley, agricultor, que precisamente no vivía lejos de la casa de Forsythe.

Cromley aseguraba «saberlo de buena fuente». Efectivamente, los extraterrestres estaban entre nosotros, porque él había hablado con ellos. Querían salvar a la humanidad de un destino peor que los alaridos y la guerra nuclear. Y le habían pedido que reclutase otros colaboradores para esta tarea.

Gregson se enderezó en su butaca. Primero… había, por supuesto, extraterrestres entre nosotros. Segundo… se las habían arreglado para atraer a su causa a cierto número de incautos. En consecuencia debían de disponer de algún sistema de reclutamiento para atraerse a los seres humanos.

Y de ahí se desprendían varias deducciones lógicas: primera… las células compuestas de extraterrestres y seres humanos no tenían que estar necesariamente localizadas en las ciudades ni cerca de los puntos que se proponían atacar. Esto hubiera sido demasiado arriesgado. Se hubieran hallado demasiado expuestos a ser descubiertos. Segunda… las zonas rurales próximas a esos objetivos ofrecerían las mejores oportunidades para el reclutamiento y la preparación de adeptos.

—Oye, Bill, el doctor Holt es quien dirige y edita el Clarion, ¿no es eso?

—Sí, él lo dirigía. Lo hacía todo, desde escribirlo a imprimirlo.

—¿Lo hacía, dices? ¿Es que ya no lo hace?

Forsythe movió negativamente la cabeza.

—Cesó hace quince días. Vendió su periodiquillo a Secondary Publications. Tengo entendido que le pagaron un buen precio por él. Luego hizo las maletas y se largó en compañía de su esposa.

Secondary Publications, recordó Gregson, era una organización al servicio del público dependiente de la División de Comunicaciones del Departamento de Seguridad. Allí tenía otro ejemplo de los incansables esfuerzos del Departamento por mantener de pie los pilares de la civilización. Eran muchos los periódicos que dejaban de publicarse, privando así a las poblaciones rurales de su derecho a la información. Entonces intervenía el Departamento para evitar que esto ocurriese, en espera de que la empresa periodística privada fuese capaz de continuar haciendo frente a sus obligaciones.

Forsythe salió de su aislamiento de invidente para recordarle:

—El día de Acción de Gracias cae la semana próxima. Prometiste que lo pasarías con nosotros.

—Y lo pasaré —le aseguró Gregson—. Ese Enos Cromley… ¿es el granjero que vive a unos tres kilómetros de aquí, junto a esta misma carretera?

—El mismo. Aunque yo no me atrevería a llamarle granjero. Tiene la granja más abandonada de la zona. Aunque no es extraño. Empezó a dedicarse a la agricultura después de la guerra. Antes era vigilante en el pabellón de caza Wilson.

La hierba aún estaba cubierta de rocío cuando a la mañana siguiente Gregson descendió hacia la diana, casi borrada, situada frente a la granja de Enos Cromley. Pero incluso antes de tomar tierra ya comprendió que aquel lugar estaba abandonado. Sin embargo, después de llamar varias veces, penetró cautelosamente en el decrépito caserón.

Las habitaciones estaban muy mal amuebladas y todo se hallaba cubierto por una espesa capa de polvo. Pero las luces del vestíbulo y la cocina estaban encendidas, lo que daba a entender que la compañía aún no había cortado la electricidad por falta de pago.

En la cocina encontró pruebas más que evidentes de lucha… muebles derribados y quemaduras de rayos láser en paredes y techo. Al pie de la mesa había un periódico arrugado que tal vez fue tirado allí en un gesto de cólera. Cuando lo alisó vio que estaba abierto por la página que contenía el artículo sobre «los extraterrestres entre nosotros». Y brillando bajo los rayos del sol matinal, que entraban por la puerta trasera abierta, vio una larga uña falsa… lo que por sí solo justificaba sobradamente la intuición que le llevó a visitar la casa de Cromley.

Volviendo al avión, llamó a Operaciones de Agentes Especiales para dar parte de lo que había descubierto. Comunicó su intención de seguir a pie hasta el pabellón de caza Wilson y describió su situación. Luego pidió que le enviasen lo antes posible una patrulla de guardas internacionales.

Después de escuchar su informe, el oficial de operaciones le dijo:

—Sea lo que sea lo que usted tenga entre manos, termínelo cuanto antes. Acaban de llegar órdenes urgentes de Radcliff para usted, desde Inglaterra. Ha convocado una conferencia especial para los agentes en Londres, el lunes por la mañana.

—¿Ha trascendido algo de esto al exterior?

—No lo sé. Radcliff es muy reservado.

Cuando llegó al pabellón de caza media hora después, Gregson avanzó cuidadosamente entre la espesura hasta la cabaña del vigilante, de cuya chimenea se escapaba una voluta de humo. Oyó el chasquido de una ramita a su espalda, pero antes de que pudiera sacar su pistola láser, un golpe que parecía la coz propinada por un caballo estalló contra su sien y él se hundió en un pozo de negrura.

Al recuperar el conocimiento, trató de incorporarse. Pero una mano firme se posó en su pecho y le hizo erguirse en la silla. Abrió los ojos y se encontró mirando al cañón de su propia pistola láser, empuñada por un hombre corpulento de unos cuarenta y cinco años, con cabello negro que blanqueaba en las sienes. A su lado estaba otra persona mucho más pequeña y vieja, que se dedicaba a registrar la cartera de Gregson.

—No lleva nada más que una licencia de piloto de avión, expedida en Nueva York —dijo el vejete—. Se llama Gregson… Arthur Gregson. De treinta y un años de edad.

—Ya averiguaremos lo que deseamos saber —dijo el otro, agarrando a Gregson por las solapas—. ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?

Gregson movió la cabeza para despejarse un poco.

—Leí el artículo del Clarion… Creí lo que decía y…

Le interrumpió el puñetazo que el fornido sujeto le lanzó a la mejilla.

—Eso no sirve. Vienes de Nueva York para leer ese artículo y luego te presentas aquí.

—Me hallaba de paso en Stroundburg.

—¿Y por qué dejaste el avión en la granja y viniste a pie aquí por el bosque, en vez de tomar por la carretera?

—Es que no encontré un sitio para un aterrizaje vertical.

Esta respuesta le valió otro puñetazo.

—Pues ahí fuera hay un campo muy apropiado.

—Yo no lo sabía.

—Pero sabías lo bastante sobre este sitio, para venir en busca de Cromley, ¿no?

—¿Es usted Cromley?

El puñetazo que recibió esta vez fue tremendo. Gregson se pasó la lengua por los labios manchados de sangre.

—Cromley es ése —dijo el que le interrogaba, señalando con la pistola al viejo.

Gregson se dirigió entonces directamente a Cromley:

—Usted declaró en el periódico lo que yo ya sospechaba. Dijo que deseaba ayuda. Yo quería ayudar… hasta ahora, al menos.

—Eso fue una equivocación —repuso Cromley—. Luego me dijeron que no debía haberlo hecho… quiero decir hablar con el doctor Holt. Esto descubrió demasiado nuestros planes y…

—¡Basta! —le ordenó el hombre fornido, y, volviéndose a Gregson, dijo—: Te lo pregunto otra vez: ¿quién eres? ¿Quién te envió aquí? ¿Qué es lo que quieres?

—Lo que quiero es ayudar —y, bajo una súbita inspiración, Gregson añadió—: Quiero hacer lo que sea para evitar que el Departamento de Seguridad les descubra antes de que sea demasiado tarde.

Cromley y el otro sujeto cambiaron miradas de incertidumbre.

Pero precisamente entonces, se oyeron unas precipitadas pisadas en la cabaña, que se dirigían a la habitación donde se celebraba el interrogatorio. Y una voz alarmada gritó:

—¡Es del Departamento de Seguridad! ¡Es un agente especial!

El interrogador se volvió con gesto vehemente hacia Gregson, cuando el que hablaba apareció en el umbral. Vestido con una bata y zapatillas, era inconfundiblemente un valoriano; no le faltaba ni el detalle de las yemas de los dedos redondeadas y desprovistas de sus falsas uñas.

El hombre que empuñaba la pistola láser la levantó para apuntar a la cara de Gregson.

Pero el valoriano gritó:

—¡No… espere! Es el que la joven Forsythe dijo que era…

Entonces sus finas y severas facciones se tensaron con una expresión de temor, al exclamar:

—¡Dios mío! ¡He estado zylfando en la dirección equivocada! ¡Vienen hacia aquí! ¡Ya llegan!

Fundiendo instantáneamente el vidrio y el postigo de la ventana, un grueso rayo láser penetró en la habitación, atravesando el pecho del hombre que amenazaba a Gregson.

Otros dos rayos, enfocados sólo para paralizar, alcanzaron a Cromley y al valoriano, que cayeron en redondo.

Unos momentos después, varios guardas internacionales irrumpieron en la guarida, encabezados por el jefe de Operaciones de Agentes Especiales.

—Ha sido un rescate más bien melodramático, ¿verdad? —dijo este último, mirando al valoriano inconsciente.

Pero Gregson guardaba un preocupado silencio. ¿Por qué el extraterrestre había mencionado el apellido de Helen? ¿Y cómo conocía el valoriano su propia identidad? ¿Y cómo sabía que los guardas estaban fuera de la cabaña?

—Pensé que esta situación requería un ataque por sorpresa —dijo el jefe—. ¿Está usted bien?

Gregson se frotó su lastimada mejilla.

—Me gustaría asistir al interrogatorio de esos dos.

—Lo siento. Tengo órdenes de poner inmediatamente a todos los prisioneros en cuarentena.