Desde su oficina situada en el antiguo edificio del Secretariado de la ONU, Gregson contemplaba la clara mañana otoñal. Bajo su perpetuo manto de aviones que iban y venían, Manhattan siempre le había impresionado, pues lo comparaba a un enorme campo de cadáveres erguidos, en torno a los cuales zumbaban moscas ávidas de carroña. Pero a la sazón no se veían aviones, del mismo modo como la circulación era casi inexistente en las calles de la época post-Intercambio Nuclear.
En algún punto de la ciudad la sirena de una jeringuilla hipodérmica lanzó su frenético alarido, para atraer a la escuadra de recogida más próxima.
Wellford entró con paso desgarbado en el despacho y se sentó a medias en la mesa.
—De modo que aquí estamos mano sobre mano, esperando en nuestras lujosas oficinas… pero esperando, ¿qué?
Gregson tuvo que admitir que el Cuartel General del Departamento de Seguridad era verdaderamente lujoso. Barridos por la terrible onda expansiva provocada por la explosión que destruyó Yonkers y creó una nueva bahía para el río Hudson, las últimas plantas del edificio de la ONU tuvieron que ser demolidas. Pero el resto de la estructura, que fue reacondicionada, servía a la sazón admirablemente como centro administrativo para el esfuerzo coordinado de reconstrucción mundial y la lucha contra el flagelo de los alaridos.
—Te pregunto qué esperamos —repitió Wellford.
—Si Radcliff acierta en sus presunciones, creo que no tendrás que esperar mucho más.
—Cuanto menos tenga que esperar, mejor. Así uno se pone menos nervioso.
—Pero ten en cuenta que el Departamento empieza ya a tener algunas pistas.
—¿Te refieres a lo que sucedió en los Pirineos la semana pasada? Eso y nada es lo mismo. ¿De qué sirve destruir una base ya evacuada, para luego dejar escapar al avión que te condujo a ella?
Gregson se inclinó para obtener una mejor vista de la Primera Avenida. Su atención fue atraída por un antiguo automóvil que cruzaba lentamente frente al edificio del Secretariado. Cuando parecía que iba a detenerse, aceleró de nuevo y giró a la izquierda, para enfilar la calle Cuarenta y Cuatro.
—Todo este asunto me parece ridículo… una cultura agresiva que ha dominado el viaje interestelar y ha incluido a la Tierra en sus planes, pero que prefiere infiltrarse subrepticiamente entre nosotros y limitarse a darnos pellizquitos.
—Quizá no sea posible medir la estrategia valeriana con la lógica humana —observó Gregson, mirando con mayor atención a la calle.
—Yo diría que todos los sistemas lógicos deben ser equivalentes. Oye… ¿qué miras con tanta atención ahí abajo?
—Ese coche. ¿No observas nada raro en él?
—Pues la verdad, no. Parece ir tirando únicamente a fuerza de hígado y gasolina de bajo octanaje. Y parece bastante interesado por el edificio del Secretariado.
—Eso mismo, bastante interesado. Es la tercera o cuarta vez que da la vuelta a la manzana. Allá va de nuevo… por la calle Cuarenta y Cuatro.
—En tal caso —dijo el larguirucho inglés—, creo que no estará de más que nos fijemos bien en él cuando reaparezca por quinta vez.
Una vez fuera del edificio, Gregson y Wellford se abrieron paso entre el cordón de guardas internacionales uniformados de azul. Cruzaron el césped que bordeaba la avenida de acceso, coincidiendo con la llegada de la limousine del director del Departamento de Seguridad.
Wellford contempló el rutilante automóvil cuando éste se detuvo.
—Ese sujeto que acompaña al director… me parece familiar.
—Es natural. Se trata de Frederick Armister, gobernador de Nueva York.
—¡Oh, por supuesto! Es un tipo notable, según tengo entendido. Es un exaullador, ¿no?
Gregson inclinó afirmativamente la cabeza, acordándose de la campaña del año anterior. El eslogan de Armister era memorable: «El electorado no puede permitirse el lujo de prescindir de un exaullador para el puesto de gobernador de la ciudad. Mi candidatura es la única que garantiza una continuidad administrativa pues no hay peligro de que vuelvan a enviarme a un instituto de aislamiento».
Pero después aquel mismo argumento se convirtió en eficaz arma política para muchos otros candidatos que habían pasado con éxito la barrera de la enfermedad. Y asimismo, las empresas deseosas de estabilizar sus más altos puestos directivos tenían ya costumbre de colocar en los lugares ejecutivos a exaulladores.
Apeándose de la limousine, el director abrió la portezuela para que de ella descendiese Armister; era un hombrecillo de aspecto vulgar, de tez cetrina y mejillas chupadas. Pero al instante siguiente, Radcliff palideció y volvió a meter al gobernador en el coche de un empellón, lanzándose de cabeza en su seguimiento. El desconocido automóvil apareció de repente. Montó sobre la acera y empezó a cruzar el césped con un anticuado rifle automático asomando por su ventanilla derecha. Gregson con un tremendo empujón, apartó a Wellford de la línea de fuego. El rifle disparó un peine entero de balas. Pero Radcliff había tenido tiempo de cerrar la puerta de la limousine, y los proyectiles rebotaron en los vidrios a prueba de balas. El coche atacante completó su semicírculo y regresó a la calle… mientras media docena de rayos láser cortaban el aire en su seguimiento.
Uno de los guardas consiguió inutilizar con su rayo el neumático posterior izquierdo y el vehículo chocó con un camión que salía. Sus dos ocupantes se apearon y emprendieron la huida por la calle Cuarenta y Tres.
Con el inglés pisándole los talones, Gregson partió en su persecución, espoleado por el hecho de que el conductor del automóvil tenía facciones casi idénticas a las del valoriano muerto en Roma… tez olivácea, cara delgada de labios apretados y barbilla puntiaguda, y escasísimos cabellos en el cráneo.
Penetró a todo correr en la calle Cuarenta y Tres, distinguiendo inmediatamente a la pareja de fugitivos. Éstos subían velozmente y estaban a la mitad de la manzana, siguiendo la acera en la que empezaban a circular los oficinistas que salían de sus despachos al mediodía.
Sin duda incapaz de mantener el tren impuesto por su cómplice, que era ciertamente un ser humano, el valoriano iba quedándose rezagado. Al llegar a la esquina de la Segunda Avenida, se desvió bruscamente a la derecha, dejando que el otro continuase huyendo por la Cuarenta y Tres.
Al llegar al chaflán, Gregson vio que el extraterrestre no había logrado confundirse entre los transeúntes de la Segunda Avenida. Partió en persecución del valoriano, indicando por señas a Wellford que siguiese tras el otro fugitivo.
Un momento después el extraterrestre tropezó con un viandante, dio un traspiés y chocó con otro antes de darse de bruces contra un muro. Pero cuando vio que su perseguidor le caía encima, huyó dando traspiés. Llegó a la intersección de la Segunda Avenida y la calle Cuarenta y Cuatro y tropezó con el bordillo, cayendo de rodillas. Nuevamente volvió a ponerse en pie, miró frenéticamente hacia atrás y cruzó la calle, se dirigió por la Cuarenta y Cuatro y se encaminó hacia el río.
Aunque por la acera circulaban muchos menos transeúntes, prefirió correr por la calzada, avanzando con paso inseguro entre las líneas del tránsito. Estuvo a punto de ser atropellado por un automóvil; chocó con el parachoques de otro que tuvo que dar un brusco frenazo, y así consiguió llegar, a duras penas, a la acera opuesta.
Cuando apenas separaban ya veinte metros a Gregson del valoriano, éste aceleró aún más, pero no obstante, el primero consiguió pasar entre varios peatones y acercarse más a su presa.
El delgado individuo parándose se apoyó con gesto desesperado contra una pared, jadeando ansiosamente, y mirando con angustia a su alrededor en busca de una escapatoria. Luego, introdujo con gesto deliberado una mano en el bolsillo de su chaqueta y esto pareció darle nuevos ánimos. Al instante siguiente volvía a correr, tan fresco y descansado como al principio. Esquivó con destreza a los transeúntes, se metió de nuevo en la calzada, donde hizo prodigios de habilidad para no ser atropellado y continuó huyendo por la acera opuesta.
Entonces fue cuando Gregson se encontró exhausto y notó que iba rezagándose.
Un poco adelante, un automóvil empezó a zigzaguear de un carril de tránsito a otro y terminó chocando con un vehículo que venía en dirección contraria. Su conductor se asomó por la ventanilla y empezó a vociferar como un poseído; mientras Gregson pasaba corriendo por su lado, alguien se dedicó a poner una inyección al nuevo aullador. Entonces volvió a ver al fugitivo… en el mismo instante en que el valoriano se escabullía por un callejón. La persecución se vio obstaculizada por dos personas que acababan de sufrir el ataque en poco espacio de tiempo, y que se debatían tendidas en la acera. Saltó sobre el segundo caído, y, entrando en el callejón, vio que el valoriano tenía el paso cerrado por un montón de ruinas.
Con un paso calculado, Gregson siguió avanzando, aunque la cautela le obligó a hacerlo con gran lentitud. A su espalda, un trío de sirenas llenaba con sus lúgubres alaridos la calle Cuarenta y Cuatro.
El valoriano, a quien el temor había acentuado aún más la severidad de sus facciones, trató de ocultarse entre dos casas en un rincón de la derecha.
Entonces Gregson cayó bruscamente de rodillas y se tapó la cara con las manos.
«¡Oh, Dios mío!», pensó. «¡No, ahora, no! ¡Ahora no puedo tener un ataque!».
Pero toda la malévola y abrasadora luz nacida en un universo lleno de odio y que tenía billones de años de existencia, le estaba quemando el cerebro. Aunque no era luminosidad, sino algo espantoso, terrible, que le causaba una agonía de dolor. Era como si una débil barrera hubiese sido rasgada, para dejarlo expuesto a la brutal acometida.
Postrado de hinojos, luchando desesperadamente contra el ataque, por último se dio cuenta de que en su angustia estaba gritando. Y como en sueños se percató también de que sus propias manos intentaban abrir torpemente la tapa de su botiquín. Sin saber cómo, consiguió sacar la voluminosa jeringuilla hipodérmica. Pero casi dejó caer el instrumento cuando una nueva oleada de fuego barrió sus sentidos, entenebreciendo su consciencia y enviando grandes ríos de lava en coléricos y espumantes torrentes hacia su cerebro.
¡Pero él no podía volverse aullador! Tenía que resistir. Porque si se rendía ante el ataque, estaba seguro de que aquél sería su último acto voluntario y consciente.
Poco a poco, los fuegos fueron menguando. Luego, como si hubiese logrado restablecer la barrera que lo separaba de la tortura y la demencia, el ataque pasó y él quedó sentado en el sucio suelo del callejón, presa de sollozos incontenibles, que eran los efectos finales del ataque. Por un momento ocultó su desesperación tras la creciente esperanza de que quizás el flagelo podría ser rechazado, podría ser resistido por la simple fuerza de una voluntad indomable. ¿Podría continuar resistiendo así… indefinidamente?
Acordándose entonces del valoriano, se levantó y empezó a caminar con unas piernas que apenas podían sostener su cuerpo.
A la derecha del montón de ruinas, en el fondo del oscuro y angosto espacio que separaba a los dos edificios, descubrió acurrucado al valoriano. Pero se detuvo con suspicacia. ¿Qué táctica le opondría el desconocido? ¿Qué facultades de ataque y defensa poseería su raza? ¿Cómo podía prever la capacidad de ataque del extraterrestre, lo mismo que sus limitaciones? ¿Cómo se podía enfrentar con un ser cuya fuerza, habilidades y reflejos eran una incógnita?
Por un momento ambos se miraron con indecisión, mientras Gregson se maldecía por encontrarse desarmado en una coyuntura como aquélla. Entonces se dio cuenta de que aún tenía en la mano la jeringuilla hipodérmica. Pero… ¿causaría efecto la inyección en el valoriano?
Súbitamente se abalanzó sobre éste, asestándole una estocada con la aguja, como si ésta fuese una espada. Pero el valoriano saltó ágilmente a un lado y la jeringuilla le resbaló por el hombro, sin producirle el daño.
Gregson recuperó el equilibrio, volvió a hacerse atrás y trató nuevamente de clavarle le aguja. Pero su enemigo también se hallaba preparado esta vez, y esquivó con facilidad el ataque.
Cuando finalmente su disgusto se sobrepuso a su cautela, Gregson se abalanzó sobre el extraterrestre y le aferró la cabeza con un brazo. Más, como si su adversario hubiese previsto el movimiento se escabulló fácilmente de lo que para cualquier otro hubiera sido una presa imposible de eludir. Al propio tiempo levantó la mano para sujetar el otro brazo de Gregson y hacerle proseguir el semicírculo que ya había iniciado.
Aquel movimiento tenía por objeto hundir la aguja en el cuello del Valeriano, pero como la cabeza de éste ya no se encontraba sujeta por su presa, Gregson dio un respingo cuando la aguja se hundió en su propio bíceps izquierdo.
La sirena se disparó instantáneamente y el extraterrestre dio un paso atrás, dejando que Gregson cayese al suelo inconsciente.
Como si le llegase de las infinitas profundidades del espacio, oyó la voz resonante, pero muda, de Manuel. Temblando en su incoherencia, las palabras se esforzaban por expresar conceptos extraños y subyugantes. Más, eran conceptos que no podían manifestarse con palabras. Así lo que afluía a su cerebro no era un lenguaje informulado sino ideas puras, que resultaban terroríficas por el carácter incomprensible de su significado.
No era la primera vez que Arthur Gregson experimentaba una efímera unión telepática con su hermano gemelo. Ocurrió durante el viaje de prueba a Plutón, efectuado por la Nina, antes de que su transmisor cósmico estuviese instalado a bordo. Los aceleradores iónicos sufrieron un desfase. En aquel momento en que el desastre se cernía sobre la nave, él supo que Manuel estaba en peligro.
Esta vez Gregson sintió que se trataba de una emoción distinta a la de Manuel la que estaba experimentando…; algo tan profundamente extraño que no correspondía a ninguna de las categorías de la experiencia humana. Le llegaron indescriptibles reflejos de sus sensaciones, como si éstas proviniesen de la mente en agonía de un aullador.
Sin embargo, Manuel parecía querer decirle que no temiese, pues las sombras creadas por el aislamiento y la ignorancia huían ante el radiante resplandor de la verdad y pronto lo que parecía extraño sería familiar. Una y otra vez, como si su mente se los gritase, se repetían los símbolos zylfar y rault. Pero estas palabras encerraban conceptos desprovistos para él de todo significado; eran irritantes fragmentos de un enigma semántico.
Una calma casi desconocida aplacó los hirvientes pensamientos de Gregson y se convenció de que el contacto parapsicológico con Manuel había sido una simple fantasía. ¿De veras lo había sido? El puente telepático que alguna vez los había unido… ¿podía salvar billones de kilómetros? ¿O era tal vez posible que su hermano se encontrase en algún lugar de la Tierra, cautivo tal vez de un ser como aquél con el que se acababa de enfrentar en el desierto callejón?
El recuerdo del valoriano victorioso le obligó a levantar bruscamente la cabeza de la almohada y se quedó mirando a la cara de Wellford, cuya expresión preocupada fue sustituida por una sonrisa.
—Bienvenido de nuevo a las filas de los preaulladores —le dijo el inglés, con su característico humor británico—. No sabes lo que nos costó convencer a la escuadra de recogida de que te habían gastado una broma pesada. Te salvamos por los pelos de ir a dar con tus huesos a un instituto de aislamiento, ¿sabes?
Gregson vio que se encontraba en la enfermería del antiguo Secretariado de la ONU.
—¿Qué sucedió?
—Yo esperaba que fueses tú quien nos lo dijese.
—Pues… conseguí pescarlo. Pero el maldito hizo que me inyectara yo mismo.
—Eso es lo que supusimos. Es un asunto inquietante, esta conjura humana-valoriana.
Wellford volvió a poner en su sitio, meticulosamente, una greña de sus rubios cabellos, y luego se señaló con el índice su ojo izquierdo, que estaba amoratado.
—Inquietante, pero sus miembros no son mancos —añadió con tono incisivo—. El que tú me ordenaste seguir no se atuvo en absoluto a las reglas dictadas por el marqués de Queensberry.
—¿De modo que ambos regresamos con las manos vacías?
—Nada de eso. Yo le eché el guante… hasta que los guardas vinieron a hacerse cargo de ese pájaro.
Gregson pegó un brinco en su cama.
—¿Quieres decir que lo tenemos… aquí?
Wellford inclinó afirmativamente la cabeza.
—Hace ya un par de horas que está en manos de Radcliff y su equipo especial de interrogadores. A propósito, el director acaba de llamarnos. Quiere vernos en su despacho así que tú puedas tenerte en pie.
Mucho después de que Gregson y Wellford se sentaran ante su mesa para explicarle las incidencias de su persecución, Radcliff aún seguía paseando frente a su ventana, desde la que se dominaba el East River. Su rostro se hallaba cruzado por arrugas de preocupación.
Por último rompió su mutismo para decir:
—Les recomendaré para un ascenso.
—Pero si… —empezó a decir Gregson, como si quisiera disculparse de algo.
—Lo sé. El valoriano escapó. Pero no dejen que eso les haga mala sangre. Estoy seguro de que su informe servirá para llenar grandes lagunas que tenemos en nuestros datos sobre los extraterrestres. Esta misma mañana me han notificado un incidente casi idéntico, ocurrido en Baviera. Pero en este caso, nuestro agente volvió contra sí mismo una pistola láser en vez de una jeringuilla. Así que ya ve usted que tuvo suerte.
—¿Hemos averiguado algo gracias al prisionero?
—Hasta ahora no mucho, lo siento. Empezó a proferir incoherencias durante el interrogatorio. Diríase que lo han condicionado para que reaccione de una manera irracional en semejantes circunstancias.
—¿Podríamos verlo? —inquirió Wellford.
—Ya no lo tenemos aquí. Me ha parecido más prudente mantener totalmente incomunicados a los prisioneros que capturemos.
—Pero —protestó el inglés— nosotros somos muy curiosos. Y creo que tenemos derecho a saber cualquier información que se obtenga, pues ésta puede sernos de gran ayuda…
—Es cierto. Y así que podamos obtener algún indicio racional o informes útiles mediante nuestros esfuerzos colectivos, se los comunicaremos inmediatamente a ustedes. Entre tanto, quizás les interese oír algo de lo que dijo su prisionero.
Se acercó a un magnetófono que tenía encima de su mesa.
—Oirán algunos fragmentos de la grabación, pero les recuerdo que el resto de ella es igualmente irracional.
La voz grabada resonó en la habitación, profiriendo una retahíla de vehementes invectivas.
—Es el mismo que viste y calza —observó Wellford con ironía—. Es poco más o menos lo mismo que me dijo cuando lo tenía bien agarrado.
Radcliff hizo pasar parte de la cinta y prosiguió cuando la voz decía:
«¡Son buenos, les digo! ¡Los valorianos son buenos! ¡Y ustedes lo saben! ¡Están aquí para salvarnos! ¡Tienen que dejar de perseguirlos! ¡Tienen que…!».
Se oyeron luego más maldiciones e improperios, proferidos con una voz ronca y desesperada.
Radcliff paró el magnetófono.
—Contra esto es contra lo que luchamos. ¿Se dan ustedes cuenta? Ese infeliz se halla convencido de que los valorianos son benévolos.
—Es un caso de demencia total —manifestó Wellford.
—¿Dijo algo más sobre la epidemia? —preguntó Gregson.
—Sólo que los valorianos, si se les permite, le pondrán fin inmediato. Pero tenga usted en cuenta esto, Greg: por el camino que siguió el valoriano perseguido por usted esta mañana, tres personas contrajeron la enfermedad.
Al cabo de un momento, Radcliff agregó:
—Creo que resulta evidente el hecho de que hay una conexión muy clara entre los valorianos y la epidemia… a pesar de que ésta estalló catorce años antes de que descubriésemos la presencia de esos extraterrestres entre nosotros.