Gregson condujo su dañado avión hasta el aeródromo para reactores de Nueva Aprilia, al sur de Roma, donde efectuó un aterrizaje de emergencia. El primitivo aeropuerto, que se había encontrado en las inmediaciones, no era en la actualidad más que un gigantesco cráter en cuyas laderas, pese a haber transcurrido dos años, aún trabajaban los equipos de descontaminación. Las defensas antimisiles impidieron, por supuesto, que el Intercambio Nuclear del 95 borrara del mapa la mayoría de los centros de población mundial. Y la utilización de bombas «limpias» mantuvo las posibilidades de recuperación de terrenos dentro de límites tolerables. Pero las cicatrices de aquel terrible cataclismo eran ya unos rasgos geográficos permanentes.
Cuando Gregson conducía el avión hasta la zona de aparcamiento, el altavoz de la cabina rompió a hablar para decir que el Departamento de Seguridad comunicaba a la Torre de Control que tendrían que emplear transporte de superficie para ir a Roma, puesto que habían quedado prohibidos los vuelos de aparatos del Departamento sobre la Ciudad Eterna.
—Esto debe de ser a consecuencia de aquel avión que se estrelló en la Vía del Corso la semana pasada —comentó Wellford—. Murieron cincuenta personas en la catástrofe. Me imagino que debieron de suponer que el piloto sufrió un ataque de alaridos.
Pocos minutos después un chofer italiano, conduciendo con un elegante abandono, los llevaba por la autopista elevada. Bajo ellos a ambos lados, los antiguos monumentos que bordeaban la Vía Apia parecían pasar como exhalaciones. Y Gregson no pudo por menos de pensar que en el tiempo que un centurión romano tardaría en recorrer doscientos cubitos por la Vía Apia, Antonio, su chofer, ya los había llevado hasta el mismo corazón de la ciudad.
Sentado en el borde del asiento y tambaleándose a causa de los bandazos que daba el coche al avanzar zigzagueando entre los demás, protestó:
—¡Oiga, que no tenemos tanta prisa!
—¡Per Baccho, signore! ¡Pero Antonio sí la tiene! —El chofer se volvió hacia ellos, descubriendo su blanquísima dentadura al sonreír—. No me gusta andar por la autopista con los aulladores sueltos. Ayer hubo tres.
Alzó tres dedos de una mano para indicar el número, mientras con la otra imitaba los movimientos desordenados de un vehículo sin control, consiguiendo hacerse de nuevo con el volante antes de que chocasen contra la protección lateral.
—Vamos rápido ¿no? —exclamó, risueño.
—Sí, desde luego —asintió Wellford sin tenerlas todas consigo—. Espero que llegaremos. Por lo visto, a Roma le dieron un buen vapuleo en el 95.
Gregson contempló la gran ciudad, cuando el coche salió de una curva. La metrópoli, famosa por sus antiguas ruinas, había evidentemente adquirido unas cuantas más, mucho más modernas.
—Ah, sí, signore —asintió el chofer, contrito—. Recibimos tres… ¡Bum, bum, bum! Pero dispusimos de algún tiempo para la evacuación. Ahora nuestras mayores preocupaciones son el trabajo y dónde hallar comida y vestidos.
—Verá usted como todo se arreglará —le aseguró Gregson—. El Departamento de Seguridad lo está reorganizando todo.
—¡El Departamento de Seguridad… bah! —rezongó Antonio. Pero antes de que pudiese dar expresión a su impulsivo pensamiento, se inclinó hacia adelante y señaló—. ¡Allí! ¿Lo ven? ¿Se lo dije o no se lo dije?
Aún antes de que llegasen frente al parapeto roto, Gregson oyó el ulular de la sirena hipodérmica de fabricación italiana. El lamentable alarido venía de abajo. Sin duda la nueva víctima de la epidemia se había inyectado a sí mismo antes de perder el control de su vehículo.
El Instituto Central de Aislamiento, situado en el corazón de Roma, era un sólido edificio de cristal y acero, construido después del 95, que se sostenía sobre desnudas columnas de diez metros antes de convertirse en un edificio completo, que luego se alzaba hasta alturas de vértigo. Como una solícita clueca, parecía empollar con gesto protector las ruinas del Foro Trajano, intactas durante siglos, albergando en sus niveles inferiores la majestuosa columna ornada conmemorativa de las Guerras Dacias.
Al tiempo que lanzaba una sarta de pintorescas exclamaciones en italiano, Antonio frenó bruscamente a una manzana del edificio, provocando una desbandada entre una serie de personas que hacían cola frente a un centro de distribución de alimentos.
—Aquí me quedo… —gritó—. Ustedes se apean aquí, ¿no? Más allá está otro… de ésos. Lo que es yo no voy.
La agitación recorría la calle como una oleada, que iba a romper casi frente al Instituto. Una colérica y gesticulante muchedumbre parecía ejercer una atracción magnética sobre docenas de romanos que corrían y gritaban, la mayoría vestidos con harapos.
Wellford intentó discutir con el ceñudo conductor, pero Antonio repitió que no se movía de allí. Y remachó sus palabras abriendo la puerta e invitando a sus pasajeros a apearse.
Impulsado por la curiosidad, Gregson se metió entre el gentío. Dominando las voces de indignación escuchó los agónicos alaridos de un aullador.
—¿Por qué no avisan a la escuadra de recogida? —preguntó Wellford a los que tenía más cerca—. ¡El Instituto está al otro lado de la calle, como quien dice a dos pasos!
Abriéndose paso a codazos, encontraron al aullador tendido boca arriba sobre una carreta descubierta. Cada uno de sus alaridos y convulsiones, estaban acompañados por airadas protestas de la multitud, temerosa de la contaminación. Solamente una mujer que blandía un cuchillo y un viejo armado de una horqueta mantenían a la gente a raya.
Wellford se acercó a la carreta y sacó la jeringuilla hipodérmica de su estuche. Cuando la mujer vio brillar la aguja, le invitó ansiosamente a acercarse al aullador.
Aunque parezca irónico, lo que desencadenó el pánico fue el súbito alarido de la sirena. Y Gregson se vio barrido a un lado por la enfurecida muchedumbre. Incapaz de intervenir, vio como la horqueta se alzaba una y otra vez. El gemebundo alarido de la sirena se interrumpió de pronto y la multitud empezó a dispersarse, mientras la pobre mujer se quedaba llorando sobre el cadáver de su marido, muerto a manos del gentío.
Así era Roma a finales de octubre de 1997… catorce años después de que el primer ser humano se volviera aullador en el territorio tribal swahili de Zanzíbar; dos años después, sufrió la misma suerte un ruso cuya única misión consistía en estar siempre dispuesto a pulsar con el dedo el botón que lanzaba un proyectil nuclear desde un submarino oculto en aguas del Ártico.
Mientras subían en uno de los ascensores de plexiglás del Instituto Central de Aislamiento, Gregson seguía con la mirada las espirales ascendentes que formaba la banda helicoidal de la columna de Trajano, para contemplar finalmente las nobles facciones de bronce del antiguo emperador, cuya efigie remataba la columna.
En las oficinas de la administración, que se encontraban en el piso cuarenta, una morena recepcionista les dijo que esperaran junto a la ventana de observación, mientras ella iba en busca del director del Departamento de Seguridad.
A sus pies, la anchurosa Vía dei Fori Imperiali permanecía sumida en la sombra de los numerosos rascacielos. Los edificios de la derecha se alzaban casi todos sobre pilares, para preservar las ruinas del Foro Romano que se extendía bajo ellos. Y al fondo de la calle, el Coliseo se alzaba en todo su antiguo esplendor, riéndose de cualquier intento de reconstrucción, como se había hecho con otros vestigios de la antigüedad que conservaba la urbe.
Mientras esperaban que Radcliff los recibiese, Gregson pensaba que bajo la corteza superficial de la arquitectura romana se ocultaban los restos de una tiranía que antaño señoreó en el mundo entero. Y confiaba en que el terror que representaba el flagelo de los alaridos también sería vencido por el ingenio del hombre. Pero luego frunció el ceño, al percatarse de que de ser cierta su analogía, a la caída del Imperio Romano siguió el tenebroso milenio de la Edad Media.
La recepcionista le hizo volver bruscamente a 1997.
—Mr. Radcliff les recibirá a ustedes en el Laboratorio 271-B.
En el umbral del laboratorio les asaltó el acre y sofocante olor de vapores de formaldehído. Se encontraban en una gran estancia, abarrotada de equipo químico y ocupada por técnicos que trabajaban ante mostradores de acero inoxidable. Ante la mesa más próxima, un tipo bajito, de cabello ralo y que llevaba una bata llena de manchones, se hallaba inclinado sobre un cerebro humano.
—Si ustedes dos son Gregson y Wellford —dijo, sin levantar la vista para mirarles—, Radcliff estará aquí dentro de un minuto. Yo soy McClellan… de Investigación.
Introdujo su escalpelo en una incisión del cerebro.
—Nos ocupamos de cerebros —dijo, con una sonrisa abstracta—, o sea de ese órgano que parece arderles a los aulladores, según ellos manifiestan. Pero en éste no veo la menor señal de incendio.
Se volvió entonces hacia Wellford:
—Hablando en serio: ¿no cree usted que esa sensación de «arderles el cerebro» es principalmente psíquica?
—¿Cómo dice usted? —repuso el inglés, divertido.
—¿Pero es que todo el dolor no es psíquico, en cierto sentido? No es la mano la que siente el dolor, sino el cerebro. Pero el cerebro no experimenta el dolor lancinante que se siente al aplastarse un pulgar; se limita a registrarlo.
Gregson se volvió hacia la ventana y se puso a mirar el Coliseo, pues temía que cualquier conversación sobre la epidemia pudiera tener las mismas consecuencias que tuvo en el avión.
Con un bostezo, McClellan, dijo:
—Dejémonos de especulaciones abstractas. Creo que nunca conseguiremos descubrir la causa de la epidemia. ¿A qué se debe esa llegada de agentes de nuestro Departamento de Seguridad a Roma?
—Se debe a Weldon Radcliff —replicó Gregson secamente—. Y barrunto que usted ya sabe por qué nos ha convocado.
—Por desgracia, así es. Es algo así como eso de que si Mahoma no puede ir a la montaña, la montaña no irá a Mahoma. La montaña, a falta de nombre mejor, está aquí dentro. —Y señaló un bocal cuyo contenido se hallaba oculto bajo una funda de plástico—. O al menos, parte de ella. ¿Cómo está la situación en Norteamérica, por lo que respecta a alaridos?
—Mal —repuso Gregson, regresando rápidamente junto a la ventana.
—¿Se ha logrado algún progreso en las investigaciones? —preguntó Wellford.
—¡Nada, lo que se dice absolutamente nada! Seguimos perdiendo a novecientos noventa y nueve sobre mil casos. Si no se matan al sufrir el ataque, a causa del espanto o el dolor, lo hacen cuando se les pasa el efecto de los sedantes.
—¿Por qué no intentan alguna técnica basada en la hibernación, por ejemplo?
—No comprende usted el asunto. Nuestro objeto no es sencillamente mantenerlos inconscientes durante dos años. Hay que mantenerlos activos. Dejarles que vengan por aquí de vez en cuando para luchar contra los efectos, creando así una inmunidad en pequeñas dosis.
Weldon Radcliff irrumpió como una tromba en el laboratorio, masculló «estoy con ustedes dentro de un momento» a Gregson, y luego siguió en dirección a McClellan.
Pero de pronto se detuvo y regresó hacia los dos agentes especiales. Era un verdadero gigante de hombre, extraordinariamente ancho de cintura para arriba. Saltaba a la vista que lo animaba una voluntad de hierro y poseía una enorme energía. Aunque su mirada era muy perspicaz, las arrugas que cruzaban su rostro de firmes facciones eran más profundas de lo que cabría esperar en un hombre que acababa de cumplir los cincuenta años.
—Me he enterado de que han pasado ustedes muy mal rato sobre el Mediterráneo.
—Fue una mezcla de viejo y nuevo —comentó Wellford, con indiferencia—. Rayos láser sazonados con proyectiles del calibre 50. Perdimos la punta de un ala y un motor. Creo que debería usted equipar a sus aparatos con algunos chismes para poder replicar adecuadamente.
—Eso es lo que vamos a hacer. Mañana mismo empezarán a hacerse las debidas modificaciones.
Gregson frunció el ceño…
—¿Quiere eso decir, pues, que alguien se dedica a atacar deliberadamente a nuestros aviones?
—Mucho me temo que sí —dijo Radcliff, mirándose las manos—. A nuestros aviones, en algunos casos a nuestro personal e incluso a nuestras instalaciones. Ayer mismo, en Teherán, nos destruyeron con fuego de mortero una estación generadora nuclear…
—Pero… ¿Quién lo hace? ¿Y por qué…?
—Conocemos algunos detalles —repuso el director, ceñudo—. Y ésta es la razón de que les hayamos convocado a ustedes. Ha ocurrido algo que presta nuevas dimensiones a la misión que tiene asignada el Departamento de Seguridad.
Se volvió hacia McClellan para preguntarle:
—¿Aún está tratando de descubrir todo lo relacionado con la célula glial?
El técnico, que en aquel momento estaba agachado sobre un microscopio, hizo un gesto de asentimiento sin levantar la cabeza.
—Basándome en una remotísima presunción —se enderezó—, casi he llegado a la conclusión de que, efectivamente, existe una ligera distensión.
—¿Y eso qué significa?
—Verá usted; las células gliales, las neuroglias, se encuentran en una posición anatómica estratégica, lo que las convierte en un factor decisivo en los ataques de alaridos. En los procesos gliales tenemos tejidos sustentaculares, probablemente de origen epiblástico, que…
—Déjese de tecnicismos.
—Muy bien. Las células gliales recubren todas las neuronas del cerebro. Se hallan presentes en todas las zonas. Y si hay distensión de dichas células, entonces la construcción de las neuronas puede ser responsable de cualquier tipo de alucinación. La que ustedes quieran.
—¿Y adónde vamos a parar con todo esto?
—Pues a la posibilidad de que los alaridos estén causados por distensión glial.
Radcliff se mostraba escéptico.
—¿No podría tal distensión ser un resultado de la enfermedad, y no su causa?
—Eso mismo es lo que sospecha el doctor Elkhart. Considera que estoy perdiendo el tiempo siguiendo esta línea de investigación, pues dice que la distensión no es lo bastante pronunciada. ¿Qué opina usted de ello?
—Tengo la mayor confianza en Elkhart. Y le aconsejaría a usted que hiciera caso de su sugerencia.
El director del Departamento de Seguridad llamó con un ademán a Gregson y Wellford, y se los llevó al otro extremo de la mesa de trabajo. Una vez allí, retiró la funda de plástico del bocal que, según había dicho McClellan, contenía parte de los motivos que les habían hecho acudir a Roma.
Gregson tardó unos momentos en reconocer los objetos inmersos en formaldehído.
—Dos corazones.
—Mire con más atención, por favor —le dijo Radcliff.
Wellford se inclinó para escrutar el recipiente.
—¡Están soldados! ¿Ves? De ahí sale la aorta, que luego se bifurca y envía una rama a cada ventrículo izquierdo. ¡Todas las venas y arterias se ramifican para formar una red doble!
—No lo entiendo —dijo Gregson—. ¿Es sencillamente un fenómeno, o el resultado de una operación?
Radcliff les condujo hacia la puerta.
—Quería sólo que lo viesen, antes de pasar al depósito de cadáveres. Recuérdenlo bien, pues forma parte de un todo. Ahora voy a proporcionarles el resto de los detalles… al menos, los que están disponibles.
Mientras esperaban el ascensor, el director se pasó un pañuelo cuidadosamente doblado por la cara, que de pronto adquirió una expresión cansada.
—Hemos dedicado muchas horas a escuchar las grabaciones de la Nina, Greg. Tengo entendido que usted tuvo acceso a ellas porque su hermano pertenecía a la dotación de esa nave.
—Fue precisamente Manuel quien envió los dos últimos mensajes —repuso Gregson.
Llegó el ascensor. Entraron todos y Radcliff pulsó el botón del descenso.
—Habló de una nave… una «gran esfera resplandeciente»… y de unas «presencias»… cuando se hallaban a un décimo de un año luz fuera del sistema.
La mirada de Wellford pasó rápidamente de Gregson al director. Luego se echó a reír.
—Por si usted no lo sabía, le diré que Greg tiene la obsesión de que hay extraterrestres entre nosotros. Usted no hace más que darle nuevas ínfulas.
Pero la expresión de Radcliff se mantuvo seria.
—Tal vez Manuel no estuviese tan… trastornado como imaginábamos.
Wellford se dio cuenta de pronto de que el ambiente no estaba para bromas.
El ascensor se detuvo y salieron a un piso en el que resonaban espeluznantes sonidos, que apartaron los pensamientos de Gregson de su hermano, la Nina y los dos corazones gemelos que había visto en el laboratorio de McClellan. Del corredor de la izquierda surgía una sucesión casi ininterrumpida de alaridos emitidos por muchas gargantas, y sólo atenuados por una serie de puertas cerradas. Por otro corredor desfilaba una fúnebre procesión de enfermeras, que empujaban cuerpos tapados por sudarios, que hacían pasar a través de puertas dobles.
Radcliff les precedía en silencio. En el corredor siguiente encontraron a una mujer demacrada, en bata y zapatillas, que murmuraba entre dientes en italiano, idioma que Gregson conocía:
—¡Sé lo que son los alaridos! ¡Sé lo que son! —no cesaba de repetir.
Señalándola con la cabeza, el director observó:
—Son bastantes los que dicen que «saben lo que son los alaridos» cuando terminan el tratamiento a base de sedantes: la maldad de los hombres que se ha apoderado de ellos; la segunda venida del Señor; bacterias importadas de las bases lunares o marcianas antes de que abandonásemos aquellas instalaciones… cuando no son sombras monstruosas del espacio que les devoran el cerebro.
Sin dejar de murmurar, la mujer se detuvo ante una ventana del fondo del pasillo.
Radcliff se detuvo cuando llegaron ante la puerta del depósito de cadáveres.
—Lo que van ustedes a ver es el cadáver de un asesino en potencia. Hace dos días trató de atentar contra la vida del presidente provisional de Italia, que es miembro también del Consejo Asesor del Departamento de Seguridad. Este individuo fue muerto a tiros cuando intentaba escapar. Con él pereció un siciliano.
Penetraron en el depósito y se detuvieron ante el cajón etiquetado más próximo, de una de las muchas hileras que llegaban hasta el techo.
—El asesino murió inmediatamente —prosiguió Radcliff—. Pero pudimos interrogar al siciliano antes de que falleciese. Casi todo cuanto dijo nos pareció incoherente… hasta que examinamos el cadáver del asesino.
Después de estas palabras, tiró del cajón.
Gregson contempló a regañadientes las pálidas y rígidas facciones de un hombre de media edad que era casi completamente calvo. Tenía una nariz fina y larga. Los labios, pequeños y apretados, parecían suavizar lo aguzado de su mentón puntiagudo. Su tez era olivácea, y la muerte le había dado un tinte ceniciento.
—He aquí otra prueba del sumario.
Radcliff buscó junto al cadáver y les mostró cuatro uñas falsas.
Luego hizo pasar a los agentes al otro lado para señalarles la mano del muerto. No tenía uñas… sólo una incisión en forma de media luna en la superficie terminal de cada dedo. Era evidente que las uñas artificiales servían para insertarse en aquellas hendiduras, practicadas quirúrgicamente.
—¡Santo Dios! —exclamó Wellford.
—Este ser —prosiguió Radcliff— decía ser un «valoriano»… según reveló el siciliano que le acompañaba. Pero el siciliano murió antes de que pudiéramos sacarle mucho más. Nuestra experiencia, sin embargo, nos permite llegar razonablemente a ciertas conclusiones. La primera de ellas es que deben de haber bastantes valorianos entre nosotros. Ayer mataron a otro, durante el ataque contra nuestra estación generadora en Teherán. Hace quince días mataron también a uno que trataba de interceptar un avión de abastecimientos.
—Parece, pues, que se trata de una base bastante amplia de acción —observó Wellford.
El director asintió.
—Y parece ser que también se hallan complicados seres humanos en el asunto.
—¿Quiere usted decir que hay personas capaces de conspirar con… ésos? —dijo Gregson, señalando al cadáver.
—Nos ha conducido justamente a otra de las conclusiones que hemos sacado: los valorianos deben de ser muy persuasivos. Aunque no sabemos cómo, evidentemente disponen de medios, por la fuerza o como sea, para asegurarse nuestra cooperación. El siciliano, por ejemplo, creía que ayudaba a los valorianos a «salvar a la humanidad».
—¿Salvarla, de qué?
Radcliff se encogió de hombros.
—Podría ser de «sí misma», de «los alaridos»… e incluso dijo, en un momento, del Departamento de Seguridad.
Wellford apartó finalmente su atención del cadáver para mirar al director.
—¿Pero qué se proponen hacer aquí los valorianos?
—Tratar de averiguar la respuesta a esa pregunta será la misión primordial de todos los agentes especiales del Departamento.
—Lo que a mí me parece —dijo el inglés—, es que lo más urgente sería echarle el guante a un valoriano para poder interrogarle.
El director enarcó las cejas con expresión perspicaz.
—En efecto. Pero ahí es donde tropezamos con nuestras mayores limitaciones. Sabemos que los valorianos son extraordinariamente persuasivos. Por ello, y encima de todo, debemos estar en guardia para no dejarnos engañar… como lo han sido, por lo visto, tantos semejantes nuestros que ahora forman parte de las células valorianas-humanas.
Gregson le miró a su vez.
—¿Así, todo esto es clandestino?
—Naturalmente. No queremos decir nada al público hasta que nos encontremos en posición de hacer declaraciones tranquilizadoras. De momento quiero que ustedes dos trabajen juntos desde Nueva York. Si todo este asunto es un reto contra la autoridad mundial, tarde o temprano su acción se dirigirá contra el Cuartel General del Departamento de Seguridad. Y eso significa Nueva York.
Del corredor les llegó ruido de vidrios rotos y un frenético chillido que se iba amortiguando al alejarse. Gregson fue el primero en salir al pasillo. Ante la ventana hecha añicos encontró a un enfermero, que miraba demudado hacia abajo.
—No paraba de decir que ella sabía lo que eran los alaridos —murmuró con desconsuelo—. Y cuando vi que iba a suicidarse, llegué demasiado tarde para impedírselo.