Capítulo 1

Después de salir con la velocidad del rayo de los cúmulos que cubrían el litoral, el aparato del Departamento de Seguridad comprobó su posición sobre la ciudad de Niza, desventrada e incendiada, para ascender a continuación rumbo al Sudeste sobre el Mediterráneo.

Arthur Gregson, que se hallaba a los mandos, puso el piloto automático y luego se recostó en su mullido asiento. Pero sólo momentáneamente, porque la unidad servo horizontal no tardó en volverse loca y la nave empezó a reaccionar como un sabueso que hubiese olfateado el rastro de una liebre. Contrariado, volvió al mando manual y le pareció oír una risita en el asiento contiguo. Sin embargo, el desgarbado inglés parecía dormitar, como cuando salieron de Londres.

Si no fuese por su tez descolorida, Gregson pudiera haber pasado muy bien por un cultivador de plancton americano. Su espeso cabello negro, despeinado con negligencia, le daba aire de marino, lo mismo que sus callosas manos, que podían haberse hecho fuertes jalando con el cabrestante las redes de acero rebosantes de acumulaciones marinas microbiológicas. Incluso sus ojos, de mirada intensa, parecían desafiar los embates del viento cargado de espuma salobre.

Su tez pálida se debía, por supuesto, a treinta meses pasados en órbita como ingeniero proyectista encargado de los sistemas a bordo de la estación de tránsito Vega. Y desde que abandonó aquel puesto, se le presentaron muy pocas ocasiones de tomar baños de sol.

Se puso bruscamente en tensión y escrutó la radiante mañana. Allí estaba de nuevo… Una motita plateada, casi imperceptible, situada a gran altura de la deshilachada capa de cirrus, como si se hallase al acecho bajo el resplandor solar.

El regular zumbido de la combustión empezó a fallar en uno de los motores, y esto despabiló del todo a Kenneth Wellford. Dirigió una mirada furiosa al motor de estribor y masculló:

—¡Condenado combustible! No me sorprendería saber que lo destilan en cubas para ginebra.

—Quizás no se trate únicamente de la mala calidad del combustible.

—Sí, las desgracias nunca vienen solas —observó flemático el larguirucho inglés—. Confío en que el problema del combustible se resolverá tarde o temprano… cuando el Departamento de Seguridad vuelva a poner en producción algunas más de nuestras plantas de procesamiento.

Gregson se le quedó mirando fijamente. Wellford, que había sido piloto de una navecilla de enlace con la estación de tránsito Vega hasta que la Nina partió en su expedición interestelar, tenía un rostro de facciones sencillas y agradables. Sus ojos azules, más que mirar, parecían analizar. Pero eran unos ojos que siempre buscaban el humor de cualquier situación.

—Ahí tenemos compañía —manifestó Gregson.

Frunció el ceño, Wellford escrutó el cielo.

—¿Dónde? —Luego sonrió—. ¿Estás seguro de que no sufres un ataque de pánico? Sueles tener tendencia a sentirlos, ¿no?

—El Departamento de Seguridad perdió dos aparatos la semana pasada sobre los Estados Unidos —le recordó Gregson.

—Vamos, hombre. No irás a pretender que se trata de un ataque organizado contra el Departamento.

—Y dispararon contra otro que sobrevolaba los Alpes. Y debe de haber más casos que no sabemos.

Wellford meneó la cabeza dubitativamente.

—Admito que puede haber algunos grupos intensamente nacionalistas a quienes moleste la autoridad asumida provisionalmente por el Departamento durante una crisis mundial. Pero tratar de generalizar basándose en unos cuantos casos aislados…

—¡Allí está! —exclamó Gregson, señalándolo.

—Perdona, chico. En efecto, hay un ángel a las once —confirmó el inglés—. Pero no me preocupa demasiado. Al fin y al cabo, no lo tenemos detrás ni parece seguirnos.

—Pero sigue un rumbo idéntico al nuestro.

—No creo que seamos el único aparato que está volando en estos momentos.

—¿Y por qué no tendríamos que serlo? Exceptuando a los aparatos del Departamento, la aviación ha muerto prácticamente desde que aquel aullador pulsó el botón de la guerra nuclear en el 95.

—Pero debe de haber muchos de los nuestros esta mañana, después de que Radcliff ha convocado a todos los agentes especiales en Roma para comunicarles instrucciones individuales.

Estas palabras tranquilizadoras, sin embargo, no consiguieron disipar la preocupación que sentía Gregson.

—Podríamos comunicar con él para saber cómo está la situación respecto a los aulladores en esta parte del mundo —propuso Wellford.

—No creo que sea necesario.

—O podríamos pedir al Departamento de Seguridad de Córcega que nos enviase una escolta armada.

—No, de eso ni hablar.

Las manos de Gregson se aflojaron sobre los mandos y las palmas se le enfriaron de pronto, cuando el aire que circulaba por la cabina empezó a evaporar la película de sudor. Wellford tenía razón, por supuesto. ¿Quién se atrevería, en estos tiempos terribles de la postguerra nuclear, quién se atrevería a desafiar al Departamento de Seguridad, que, si había asumido la pesada carga de gobernar el planeta, lo había hecho muy a pesar suyo y porque no tenía otra elección?

La tarea de reconstrucción, de limpieza y desaparición de los restos atómicos, de descontaminación y asistencia de las poblaciones diezmadas, requería todas las energías de todos los gobiernos de la Tierra que participaron en la hecatombe termonuclear del 95. Y los recursos nacionales restantes tenían que reunirse para hacer frente a la devastadora epidemia de los alaridos.

En opinión de Gregson no había la menor duda de que, sin el Departamento de Seguridad, la civilización ya hubiera revertido hacía tiempo al salvajismo. La verdad era que la Guardia Internacional del Departamento era la que mantenía el orden interno en casi todas las naciones, dedicándole al propio tiempo a la tarea de poner de nuevo en funcionamiento las fuentes de abastecimientos. Su moneda había reemplazado a la de los distintos países en casi todo el mundo. Los miembros uniformados de azul de sus escuadras para la captura de aulladores patrullaban las calles de todas las ciudades, haciéndose cargo de las víctimas de la epidemia, que eran confinadas en las instituciones de aislamiento del Departamento de Seguridad.

—Ahí está de nuevo nuestro ángel —anunció Wellford—. Por las tres.

El avión no identificado había reducido la velocidad y descendió para situarse a su misma altura. Pero seguía siendo una simple motita rutilante en el azul del cielo.

—Vamos a llamarle con la frecuencia del Departamento —propuso Gregson.

Wellford habló animadamente por su micrófono:

—Vuelo LR303 del Departamento de Seguridad. A cuarenta y dos cincuenta Norte y nueve treinta y seis Este. Llamando a aparato situado a cuarenta mil pies en esta zona. Le rogamos que se identifique y responda.

Pero no se recibió respuesta.

Las manos de Gregson volvieron a apretar el volante.

—No corramos riesgos innecesarios, Ken. Pasa a la frecuencia de alarma y pide a Córcega que nos envíen una escolta armada.

—De acuerdo.

Pero cuando el inglés hubo transmitido la petición, volvió a demostrar su aplomo haciendo esta observación jocosa:

—Sigo creyendo que tienes prevención a emplear la caja de Pandora como si fuese una cesta de la compra. Cuando no te retuerces las manos a causa de un complot organizado contra el Departamento, lloras a moco tendido a causa de la epidemia de alaridos.

—Mucha gente se ha estado retorciendo las manos a causa de la epidemia… desde hace catorce años.

—En eso creo que tienes razón. Desde luego, es algo que está de moda. A lo que parece, todos rivalizan por convertirse en aulladores.

Gregson dirigió la mirada a la superficie del mar, dejando que el centelleo del sol en las ondas se clavase en sus ojos, como si con ello lograra apartar sus pensamientos de la epidemia. Pero era un tema que nunca podría enterrarse profundamente bajo la superficie de la mente. Particularmente de la suya. Y particularmente… entonces.

Todo empezó con dos aulladores en 1983. Al año siguiente, aún eran solamente un puñado. Unos cuantos centenares en el 85… que pasaban desapercibidos entre los millones de habitantes del globo. Unos cuantos miles en el 86. En 1990 eran ya varios cientos de miles. Vino luego el amedrentador impacto de las estadísticas médicas, que reconocían la impotencia de la ciencia para diagnosticar la causa. Por último, no hubo más remedio que reconocer que sólo uno de cada mil casos tenía curación.

En 1993 ya eran dos millones. Se produjo entonces el síndrome de la reacción social: establecimientos de reclusión: escuadras para la recogida de aulladores recorriendo las calles; botiquines con sedantes de urgencia cuyas jeringuillas hipodérmicas al funcionar, ponían en acción una sirena cuyo lamentable alarido podía oírse desde varias manzanas de distancia.

Fue aquél el año en que la ONU decidió, a pesar de todo, apresurar los preparativos de la primera expedición interestelar… a fin de apartar la atención general de la epidemia. Era también algo de que enorgullecerse, pues la humanidad, con sus pies hundidos en el barro de la espantosa epidemia, aún seguía teniendo la cabeza en las estrellas.

Los motores empezaron a ratear y esto apartó a Gregson de sus pensamientos. Mientras efectuaba varios ajustes en los mandos, observó:

—Dime, Ken ¿quién podrá querer atacar al Departamento?

—¡Vaya pregunta! —exclamó Wellford—. Es exactamente lo mismo que yo me digo. El Departamento de Seguridad es lo único que queda de las Naciones Unidas. El único factor que mantiene la coherencia de la civilización.

—¿Y si existiese una fuerza dispuesta a destruir el Departamento… a poner fin a todas las esperanzas de orden y unidad, de gobierno mundial permanente?

El inglés enarcó una ceja y luego se echó a reír:

—Ahí está de nuevo tu obsesión favorita… la de que hay extraterrestres entre nosotros. Vamos hombre…

—¿Y esos informes que envió mi hermano desde el Nina… cuando la nave ya hacía un mes que había salido del sistema solar?

—¿Pero es que aún no lo entiendes? Esos mensajes no se pueden tomar al pie de la letra. Por lo visto, alguno de los tripulantes propagó la epidemia entre sus compañeros. Y, como tú sabes, ningún aullador se halla en sus cabales.

—Oí las grabaciones de esos informes. Manuel estaba perfectamente cuerdo.

—Muy bien —admitió el inglés a regañadientes—. Vamos a conceder que no se había vuelto un aullador todavía, como el resto de la tripulación. Pero en tal caso, debes reconocer que debía de hallarse bajo una tensión enorme, ¿no? Por lo tanto, sus impresiones no podían ser exactas.

¡Hay algo ahí fuera! —fue lo que dijo, recordó Gregson, pensativo—. Tal vez es una nave. ¡Siento su presencia! Una enorme esfera resplandeciente… a miles de millas de distancia… llena de horribles presencias… que esperan… ¡que vienen!

Wellford asintió con la cabeza.

—Lo recuerdo perfectamente. En realidad, fueron esos informes del Nina los que desencadenaron ésa manía de que hay extraterrestres entre nosotros. Pero cuando se tiene que soportar algo tan espantoso como la epidemia de alaridos, supongo que es muy humano buscar la explicación de que algo de fuera de la Tierra introdujo este virus entre nosotros para destruirnos.

—¿Quiere decir eso que no crees en la existencia de la vida extraterrestre?

—Naturalmente que creo en ella. Forzosamente tiene que existir. Imagínate: diez mil millones de estrellas. Cien mil millones de planetas. Sería una estupidez pensar que nosotros somos los únicos. Pero también sería estúpido suponer que, en todos esos millones de años, ellos nos han descubierto en el preciso momento en que nosotros hemos adquirido la capacidad de descubrirlos a ellos.

—Pudiera ser que podamos permanecer ocultos en nuestro sistema el tiempo que deseemos, pero así que salgamos hacia las estrellas, atraigamos la atención de quienquiera que se encuentre allí.

Wellford examinó las demacradas facciones de Gregson.

—¿No irás a decir que el viaje del Nina, la epidemia y la obsesión sobre la presencia de extraterrestres entre nosotros, son todo parte de la misma manifestación? No olvides que ya sufrimos la epidemia desde hace catorce años, y el Nina sólo se perdió hace dos años.

El tema siempre volvía a la epidemia. Dos meses antes, aquel sesgo inevitable de todas las conversaciones no le hubiera importado a Gregson. Pero entonces…

Se volvió para que su compañero no advirtiera su aprensión y no pudiera darse cuenta de que a su lado tenía un caso incipiente de la enfermedad.

Algunos se volvían aulladores súbitamente y sin remedio… en una brusca explosión del cuerpo y el espíritu que culminaba en un paroxismo de miembros que se debatían, mientras sus horripilantes alaridos sembraban el pánico entre los que se hallaban cerca. Otros se encerraban en sí mismos, luchando desesperadamente, consiguiendo a veces resistir un primero, un segundo y hasta un sexto o séptimo ataque antes de caer al abismo.

Mientras pudiese elegir, Gregson había decidido, después de su primer encuentro con las «luces rugientes», que él también lucharía palmo a palmo. No iría a una institución de aislamiento… mientras pudiese evitarlo.

El sudor cubría su rostro y sus hombros temblaban al empuñar el volante. Iba a ocurrirle… ¡precisamente entonces!

Oyó vagamente la voz ansiosa de Wellford a su derecha, que decía:

—Nuestro ángel parece estar acortando distancia. Quizá valdría la pena que comprobases si nos mandan esa escolta armada.

Gregson abandonó trabajosamente su asiento.

—Toma tú el mando, Ken —consiguió articular, pese a tener la garganta reseca—. Voy a comprobar si el compartimiento de equipajes está bien asegurado.

—¿Qué dices? —le preguntó el otro sin apartar la vista del aparato que se acercaba con rapidez.

Gregson consiguió llegar al compartimiento trasero, y, una vez allí se recostó en la escotilla, apretando los puños. Como preparativo final para lo inevitable, desató el botiquín con la jeringuilla hipodérmica que llevaba al cinto y lo tiró cuan lejos le fue posible. Las ordenanzas del Departamento de Seguridad estipulaban que era obligatorio llevar la jeringuilla provista de sirena. Pero ninguna ordenanza podía obligarle a inyectarse el calmante.

El ataque le sobrevino con una furia tremenda. Su cerebro pareció estallar como si lo hubiesen arrojado al interior de un enorme y rugiente horno. Y los fuegos de las más profundas simas del Averno destruyeron sus facultades… hasta que consiguió aferrarse a la cordura asiéndose al borde mismo de la consciencia.

En varias ocasiones, durante aquel interminable ataque, perdió el conocimiento. Brevemente, mientras el acceso se hallaba en una de sus fases menos severas, notaba el duro piso de metal ondulado contra su espalda, que se debatía, y eso le dijo que se había caído al suelo.

Pero el ataque terminó tan bruscamente como había comenzado. Fue como si por último hubiese conseguido correr un telón sobre sus lancinantes efectos y la implacable angustia que le había poseído.

Se levantó, aún tembloroso, y se secó con un pañuelo el hilillo de sangre que le salía por la comisura de los labios. La lengua ya se le empezaba a hinchar en el sitio donde se la había mordido cuando cerró las mandíbulas como unas tenazas, para ahogar sus alaridos.

Éste era el carácter que revestía un ataque de la enfermedad. Esto mismo era lo que habían experimentado millones de personas en todo el mundo, sin olvidar a la veintena de tripulantes de la astronave Nina. El hecho de que casi la totalidad de aquellos millones de seres humanos se hubiesen muerto, ya fuese por su propia mano o asesinados por los atemorizados espectadores de los primeros tiempos, era algo que tenía más de una solución benévola que de una tragedia compuesta.

El Departamento de Seguridad y los gobiernos nacionales que cooperaban con él apenas podían hacer nada para evitar los casos de eutanasia de quienes padecían la enfermedad. Pero quizás esta impotencia para impedir estas muertes, motivadas muchas veces por la compasión, era en cierto modo una solución al problema, brutal pero necesaria. Pues había que tener en cuenta que las instituciones de aislamiento del Departamento, no podían atender ya a los millones de víctimas de la epidemia.

Gregson notó de pronto, al tener que apoyarse en el mamparo, que el aparato empezaba a dar bandazos. Consiguió abrir la escotilla y penetró dando traspiés en la cabina de mando. Lo primero que vio al entrar allí fue el caliginoso horizonte del Mediterráneo cruzando verticalmente la proa del avión.

Wellford hacía ejecutar al aparato un cerrado viraje que impulsó violentamente a Gregson contra el almohadón cuando regresó a su asiento.

El inglés sonrió.

—¿Dónde te has metido? Te has perdido algo muy divertido.

Hizo recuperar la horizontal al aparato, levantó la proa y luego viró bruscamente a estribor… con el tiempo justo de esquivar un rayo láser que sólo consiguió cortarle la punta del ala de babor.

Entonces Gregson vio al aparato que los atacaba. Era una verdadera caricatura aeronáutica. La configuración de los planos sustentadores era la propia de un avión de transporte ruso, el Vorashov II, mientras los reactores eran al parecer británicos. Su fuselaje era decididamente de origen francés modificado… pertenecía a una época primitiva, anterior al Intercambio Nuclear. Bajo la ventanilla del piloto campeaba un tosco sol naciente, que recordaba el emblema imperial japonés del principio de los años 40. Volvió a ponerse en posición de ataque y disparó otro rayo láser. Pero la intensidad del mismo se había evidentemente debilitado. Aunque alcanzó a la nave del Departamento de Seguridad en su parte central, sólo le causó daños insignificantes.

—¡Se les ha descargado el rayo láser! —exclamó Wellford con una risita—. Ya nada podrá cortarnos el paso, si es que esa gente no tiene otros ases en la manga. Me gustaría saber por qué se retrasa tanto nuestra escolta.

—Volveré a llamar a Córcega.

—No vale la pena. Esta situación se resolverá por sí misma dentro de los próximos minutos. Pero me gustaría disponer de armamento a bordo. Recuérdame mencionárselo a Radcliff cuando lleguemos a Roma.

Pero resultó que el «ángel» aún se guardaba algunos triunfos en la manga. A la siguiente pasada —que Wellford no consiguió esquivar— les lanzó una ráfaga con una antigua ametralladora del calibre 50. Los proyectiles alcanzaron el motor de estribor del avión, que cesó inmediatamente de funcionar, después de una tremenda explosión.

Wellford empujó hacia adelante la palanca de mando, y el avión picó hacia las rutilantes aguas.

—¿Quieres tomar el mando para divertirte también un poco?

—Lo haces muy bien. Lo que haré será tratar de llamar nuevamente a nuestra escolta.

Pero cuando Gregson iba a llevarse el micrófono a la boca, el altavoz de la cabina pronunció estas palabras:

—Vuelo LR303 del Departamento de Seguridad: hemos establecido contacto visual con ustedes y su ángel. Les habla su escolta. Desciendan a la altitud mínima… y apártense de nuestro camino.

Poco después de esto, Gregson vio como el aparato que los había atacado caía, envuelto en llamas, en el mar.