La mañana del 1 de enero Moscú y Rusia entera despertaron con la terrible noticia de lo acaecido en la capital. Las cámaras de televisión llevaron las imágenes a todos los rincones del extenso país y la nación entera se sintió acongojada y horrorizada.
El interior del Kremlin era la imagen de la devastación. Las fachadas de la Anunciación, la Asunción y el Arcángel se veían acribilladas. La nieve y el hielo refulgían de cristales rotos. Las manchas negras de vehículos incendiados desfiguraban el exterior de los palacios Terem y Facets, mientras que el del Senado y el Gran Palacio mostraban las cicatrices del fuego de las ametralladoras. Dos cuerpos yacían inertes al pie del Cañón del Zar y los equipos de rescate sacaron a otros del arsenal y del Palacio de Congresos, adonde habían ido a refugiarse en los últimos minutos de su vida. Por todas partes, camiones y vehículos blindados de la Guardia Negra humeaban y ardían lentamente en la luz matinal. Las llamas habían derretido pedazos de asfalto que con el frío habían adoptado formas de olas marinas.
El presidente en funciones Iván Markov suspendió inmediatamente sus vacaciones y llegó a Moscú al mediodía. A media tarde recibía en audiencia privada al patriarca de Moscú y Todas las Rusias.
Alexei II hizo su primera y última intervención en la arena política de Moscú. Insistió en que seguir planteando unas elecciones presidenciales para el 16 de enero era descabellado, y que esa fecha debía reservarse para un referéndum sobre la restauración de la monarquía.
Curiosamente, Markov se mostró muy receptivo. De entrada no era ningún tonto. El difunto presidente Cherkassov le había nombrado primer ministro por ser un hábil administrador, un hombre gris con una sólida y anónima trayectoria en la industria petrolífera. Pero con el tiempo Markov había aprendido a sentirse cómodo en su cargo político, incluso en un sistema donde la mayor parte del poder estaba en manos del presidente y muy poco en las del primer ministro. En los seis meses transcurridos desde el ataque cardíaco de Cherkassov había aprendido a apreciar y valorar el esplendor de los altos cargos.
Con la Unión de Fuerzas Patrióticas fuera de combate desde el punto de vista electoral, Markov sabía que el vencedor iba a estar entre él y los neocomunistas de la Unión Socialista. Sabía también que probablemente le esperaba el segundo lugar. Pero un monarca constitucional necesitaría, casi como primer acto oficial, recurrir a un político experimentado para la formación de un gobierno de unidad nacional. Quién mejor que él mismo, se decía Iván Markov.
Aquella tarde, en su calidad de presidente en funciones, hizo llamar a Moscú a todos los diputados de la Duma para una sesión de urgencia de la cámara. El 3 de enero la mayoría de diputados hubo de viajar desde los más remotos parajes de Siberia y desde las landas septentrionales de Arkangel.
La sesión de urgencia del parlamento fue celebrada el 4 de enero en la casi intacta Casa Blanca. El ambiente era de pesimismo, más aún entre los diputados de la UFP que se empeñaban en contar a todo el mundo que nunca habían tenido la menor idea de lo que Igor Komárov había preparado para Año Nuevo.
La sesión fue dirigida por el presidente en funciones, quien propuso que se consultara a toda la nación el 14 de enero sobre la restauración de la monarquía. Como Markov no era miembro de la Duma, no podía proponer oficialmente el referéndum. Eso lo hizo el presidente de la cámara, un miembro del Partido de Alianza Democrática liderado por Markov.
Los neocomunistas, viendo que se les escapaba de las manos el poder presidencial, votaron unánimemente contra la moción. Pero Markov había jugado sus cartas con inteligencia.
Los miembros de la UFP, que temían por su propia seguridad, habían sido entrevistados previamente uno por uno esa misma mañana. La impresión que se llevaron fue que si apoyaban al presidente Markov, el espinoso punto del levantamiento de su inmunidad parlamentaria podría ser aparcado. De esa manera los diputados ultraderechistas podrían conservar sus escaños.
Los votos de Alianza Democrática sumados a los de la UFP superaron a los neocomunistas. El referéndum fue aprobado.
Técnicamente el cambio no era muy difícil de instrumentar. Las urnas estaban ya instaladas. Sólo había que imprimir y distribuir otros ciento cinco millones de papeletas con la sencilla pregunta y dos casillas, una para el «sí» y otra para el «no».
El 5 de enero, en el pequeño puerto de Vyborg al norte del país, un agente de seguridad portuaria llamado Pyotr Gromov aportó su granito de arena en la historia. Amanecía cuando Gromov contempló al mercante sueco Ingrid B disponiéndose a zarpar para Goteburgo.
El miliciano estaba a punto de volver a su garita para desayunar cuando dos hombres con sendas chaquetas de lanilla azul salieron de detrás de unos cajones y echaron a andar hacia la pasarela, cuando ésta aún no había sido izada a bordo. Un presentimiento le hizo darles el alto.
Los dos hombres vacilaron un momento y luego corrieron hacia la pasarela. Gromov sacó su pistola e hizo un disparo de advertencia al aire. Era la primera vez que usaba el arma en los tres años que llevaba en los muelles, y hacerlo le proporcionó un gran placer. Los dos hombres se detuvieron.
Según sus papeles ambos eran suecos. El más joven hablaba inglés, idioma del que Gromov conocía algunas palabras. Pero su experiencia en la zona portuaria le había enseñado bastante sueco. Al mayor de los dos le espetó:
—¿A qué viene tanta prisa?
El otro no dijo nada. Ninguno de los dos había entendido su pésima pronunciación. De un tirón arrancó al mayor de los dos el gorro de piel que le cubría la cabeza. La cara le resultó vagamente familiar. La había visto alguna vez. El policía y el ruso en fuga se miraron a los ojos. Aquella cara… en un podio… gritando a la multitud enfervorizada.
—Le conozco… —dijo Gromov—. Usted es Igor Komárov.
Komárov y Kuznetsov fueron arrestados y devueltos a Moscú. El ex líder de la Unión de Fuerzas Patrióticas fue acusado de alta traición y detenido para ser sometido a juicio. Irónicamente, su nuevo domicilio fue el penal de Lefortovo.
Durante diez días el debate nacional mantuvo ocupados a periódicos, revistas, emisoras de radio y cadenas de televisión a medida que los implicados iban ofreciendo sus opiniones.
La tarde del viernes 14 de enero, el padre Gregor Rusákov celebró un mitin religioso en el estadio olímpico de Moscú. Como la vez en que Komárov había hablado allí, su discurso fue transmitido a todo el país. Posteriormente la audiencia se estimó en ochenta millones de rusos.
Su argumento fue claro y simple. Durante setenta años el pueblo ruso había venerado a los dioses del materialismo dialéctico y el comunismo, siendo traicionado por ambos. Durante otros quince los rusos habían asistido al templo del capitalismo republicano sin que sus esperanzas se vieran colmadas. El padre Gregor instaba a su pueblo a volver al Dios de sus padres, a ir a la iglesia y rezar.
Los observadores extranjeros han tenido desde siempre la impresión de que tras setenta años de industrialización comunista los rusos deben de ser en su mayoría gente de ciudad. Es una suposición errónea. Incluso en 1999 un cincuenta por ciento de ellos vivía aún en pueblos, aldeas y zonas rurales, esa vasta extensión de tierra que va de Bielorrusia a Vladivostok, diez mil kilómetros de extremo a extremo y nueve husos horarios. En esa tierra anónima se encuentran las cien mil parroquias de que constan los cien obispados de la Iglesia ortodoxa, cada una con su grande o pequeña parroquia con cúpula de cebolla.
Fue justamente a esas iglesias adonde el cincuenta por ciento de los rusos se dirigió en la gélida mañana del domingo 16 de enero, y desde sus respectivos púlpitos cada párroco leyó la Carta del Patriarca.
Conocida después como la Gran Encíclica, era probablemente el más conmovedor de los mensajes a los fieles jamás emitidos por Alexei II. Había sido aprobada la semana anterior en un cónclave a puerta cerrada de los obispos metropolitanos, el resultado de cuya votación, aunque no unánime, fue de amplia mayoría.
Tras salir de las iglesias, los rusos se encaminaron a las urnas. Dada las dimensiones del país y la falta de tecnología electrónica en los distritos rurales, el recuento de los votos duró dos días. De los votos válidos, el resultado fue sesenta y cinco por ciento a favor.
El 20 de enero la Duma aceptaba y ratificaba el resultado del referéndum, aprobando asimismo otras dos mociones. Una para extender el interrégnum de Iván Markov hasta el 31 de marzo; la segunda para instituir un comité constitucional que convirtiera en ley el veredicto del referéndum popular.
El 20 de febrero la Duma de Todas las Rusias y el presidente en funciones enviaban una invitación a un príncipe residente fuera de Rusia para que aceptara el título y las funciones —en el marco de una monarquía constitucional— de zar de Todas las Rusias.
Diez días después un avión de pasajeros ruso aterrizaba en el aeropuerto de Vnukovo, Moscú, tras un largo vuelo.
El invierno tocaba a su fin. La temperatura había subido varios grados sobre cero y brillaba el sol. De los bosques de pino y abedul que había detrás del pequeño aeropuerto reservado para vuelos especiales llegaba una fragancia a tierra húmeda y brotes nuevos.
Delante de la terminal, Iván Markov encabezaba una numerosa delegación formada por el presidente de la Duma, líderes de todos los partidos importantes, jefes del Estado Mayor conjunto y el patriarca Alexei II.
Del avión descendió el hombre de cincuenta y siete años al que la Duma había invitado a convertirse en zar, el príncipe de la inglesa Casa de Windsor.
Muy lejos de allí, en una antigua cochera a las afueras del pueblo de Langton Matravers, sir Nigel Irvine contemplaba la ceremonia por televisión. Lady Irvine estaba en la cocina fregando los platos del desayuno, algo que siempre hacía antes de que llegase la señora Moir para hacer la limpieza.
—¿Qué estás viendo, Nigel? —preguntó ella mientras echaba el agua jabonosa por el sumidero de la pila—. Nunca ves la tele por la mañana.
—Algo que está pasando en Rusia, cariño.
A su entender, había sido una contienda muy reñida. Frente a un adversario más rico, más fuerte y más numeroso, él había sido fiel a sus principios empleando las mínimas fuerzas, algo que sólo podía coronarse con éxito mediante el engaño y la astucia.
El primer paso había consistido en hacer que Jason Monk creara alianzas con aquellas personas que podían temer o despreciar a Igor Komárov tras la lectura del Manifiesto Negro. En la primera categoría estaban aquellos a quienes el nazi ruso pensaba destruir: chechenos, judíos y la milicia que hostigaba a la mafia aliada de Komárov. En la segunda estaban la Iglesia y el ejército, representados respectivamente por el patriarca y por el general más prestigioso, Níkolai Nikoláiev.
El siguiente paso había sido infiltrar a un informador en campo enemigo, no para obtener información fidedigna sino para confundirles con desinformación.
Mientras Monk seguía con su instrucción en Castle Forbes, el anciano jefe de espías había hecho su primera visita secreta a Moscú para reactivar a viejos sleepers de bajo nivel que había reclutado años atrás. Uno de éstos era el ex profesor de la Universidad de Moscú cuyas palomas mensajeras habían resultado tan útiles en otro tiempo. Pero al perder el profesor su empleo por haber propuesto reformas democráticas bajo el régimen comunista, su hijo se había quedado sin plaza en el instituto y sin oportunidad de acceder a la universidad. El joven había acabado en la iglesia, y tras breves y mediocres estancias en diversas parroquias había sido contratado finalmente como ayudante del patriarca Alexei II. El padre Máxim Klimovsky había sido autorizado a delatar a Irvine y Monk en cuatro ocasiones distintas. El motivo no era otro que acreditar su fiabilidad como informador del coronel Grishin en el corazón mismo del campo enemigo. Por dos veces Irvine y Monk habían podido escapar antes de la aparición del jefe de la Guardia Negra, pero eso no había sido posible en las dos últimas, y habían tenido que plantar cara.
El tercer paso de sir Nigel no fue tratar de convencer a su enemigo de que no existía una campaña en su contra, lo que habría sido imposible, sino convencerlo de que el peligro estaba en otra parte y que, una vez eliminado, dejaba de existir.
Tras su segunda visita a la residencia del patriarca, Irvine se había visto forzado a quedarse en Moscú para dar tiempo a Grishin y sus matones de registrar su habitación durante su ausencia, descubrir el maletín y fotografiar la carta incriminatoria.
Dicha carta era una falsificación creada en Londres en auténtico papel de carta del patriarcado y con muestras de la letra del propio Alexei, que el padre Máxim había obtenido y entregado a Irvine en su visita previa.
En la falsa carta, el patriarca le decía a su corresponsal que apoyaba calurosamente la idea de una restauración de la monarquía rusa (posibilidad que de hecho sólo estaba sopesando) y que haría lo posible para que el receptor de la carta fuese el hombre escogido para el cargo.
Por desgracia, la carta no iba dirigida al pretendiente adecuado sino al príncipe Semyon, que vivía en su casa solariega en Normandía con sus caballos y su novia. Semyon había sido considerado material eliminable.
Fue la segunda visita de Monk al patriarca la que desencadenó el cuarto paso: estimular al enemigo para que reaccionara con desmedida violencia ante una amenaza palpable pero inexistente. Esto lo había conseguido la grabación de la supuesta conversación de Jason Monk con Alexei II.
Irvine había obtenido muestras de la voz del patriarca en su primera visita, pues su intérprete, Brian Vincent, se había ocupado de ello. Anteriormente, Monk había grabado varias horas de cinta con su propia voz durante su estancia en Castle Forbes.
En Londres, un mimo y actor ruso había proporcionado las palabras que aparentemente Alexei II pronunciaba en la grabación. Utilizando tecnología informatizada se había creado una cinta donde podían oírse incluso las cucharillas removiendo el café. El padre Máxim, a quien Irvine había pasado la cinta al cruzarse con él en el vestíbulo, se había limitado a reproducirla en la grabadora que le había dado Grishin.
Todo lo que sonaba en la cinta era falso. El general Petrovsky no podía haber continuado sus redadas contra el clan Dolgoruki porque Monk le había pasado ya toda la información recogida de los chechenos sobre la mafia rival. Es más, los papeles hallados en el casino no contenían pruebas de que la mafia hubiese financiado la campaña electoral de la UFP.
El general Nikoláiev no tenía ninguna intención de seguir denunciando a Komárov en entrevistas concedidas a la prensa a partir del día de Año Nuevo. Ya había hecho su papel, y con una vez bastaba.
Pero lo más importante era que el patriarca no tenía intención de interceder ante el presidente en funciones para que Komárov fuese declarado persona indigna. Alexei había dejado claro que no iba a meterse en política.
Pero ni Grishin ni Komárov lo sabían. Creyendo conocer las intenciones de sus oponentes y temiendo estar en grave peligro, su reacción exagerada fue organizar los cuatro intentos de asesinato. Monk, sospechando esa posibilidad, había advertido a los cuatro blancos. Sólo uno desoyó el aviso. Hasta la noche del 21 de diciembre, y posiblemente incluso después, Komárov podía haber ganado las elecciones por amplia mayoría.
Tras el 21 de diciembre vino el paso cinco. La reacción de Grishin fue explotada por Monk para incrementar los sentimientos de hostilidad hacia Komárov hasta conseguir que los medios de comunicación vertieran un torrente de críticas contra el líder de la UFP. Fue aquí donde Monk filtró elementos de desinformación en el sentido de que la fuente del progresivo descrédito de Komárov era un oficial de alta graduación de la Guardia Negra.
En política, como en muchos asuntos humanos, el éxito engendra más éxito pero el fracaso genera también más fracaso. A medida que las críticas contra Komárov aumentaban, también lo hacía la paranoia latente en todo tirano. La última jugada de Irvine había sido sacar partido de esa paranoia y confiar en que el inadecuado padre Máxim no le fallara.
Cuando el patriarca regresó del monasterio, no se reunió con el presidente en funciones. Cuatro días antes de Año Nuevo, el gobierno ruso no tenía el menor propósito de caer sobre la Guardia Negra y arrestar a Komárov en Nochevieja.
Valiéndose del padre Máxim, Irvine utilizó el viejo precepto de hacer creer al enemigo que sus oponentes son más numerosos y arrojados de lo que en realidad son. Persuadido por este segundo engaño, Komárov, espoleado por Grishin, decidió atacar primero. Y el Estado ruso, prevenido por Jason Monk, se aprestó a defenderse.
Aunque no era muy adepto a visitar iglesias, sir Nigel Irvine sí era un asiduo lector de la Biblia, y de todos los personajes su favorito era Gedeón, el guerrero hebreo. Como se lo había explicado a Jason Monk en las Highlands escocesas, Gedeón fue el primer comandante de fuerzas especiales y el primer paladín del ataque nocturno por sorpresa. Disponiendo de diez mil voluntarios, Gedeón escogió sólo a trescientos, los mejores y más vigorosos. En su ataque nocturno contra los madianitas acampados en el valle de Jezreel, empleó la triple táctica del despertar violento, la luz cegadora y el ruido desconcertante para desorientar y espantar a un enemigo más numeroso.
—Lo que hizo Gedeón, mi querido amigo, fue convencer a los medio dormidos madianitas de que estaban ante un adversario colosal y muy peligroso. De ahí que se amilanaran y echaran a correr.
No sólo corrieron sino que en la oscuridad empezaron a matarse entre ellos. Por otra clase de desinformación, Grishin creyó que debía arrestar a todo su alto mando.
En ese momento entró lady Irvine y apagó el televisor.
—Levántate, Nigel, hace un día precioso y hemos de plantar las primeras patatas.
El viejo jefe de espías se puso en pie.
—Pues claro —dijo—, las primeras de la primavera. Voy por mis botas.
Detestaba la horticultura, pero quería mucho a Penny Irvine.
Era poco más de mediodía en el Caribe cuando el Foxy Lady salió de Turtle Cove con rumbo a Wheeland Cut.
A medio camino del arrecife el Silver Deep de Arthur Dean se puso a su altura. Llevaba a dos turistas buceadores en la popa.
—Eh, Jason, te creía fuera.
—Sí, He estado una temporada en Europa.
—¿Cómo ha ido?
Monk meditó la pregunta.
—Interesante —dijo.
—Me alegro de que hayas vuelto. —Dean echó un vistazo a la cubierta de popa del Foxy Lady—. ¿Hoy no tienes cliente?
—No. Creo que hay wahoos a diez millas de la punta. Voy a ver si pesco algunos.
Arthur Dean sonrió.
—Buena pesca, Jason.
El Silver Deep se alejó con celeridad. El Foxy Lady cruzó el arrecife y Monk notó el empuje del mar abierto bajo sus pies, y en su cara el viento salobre de agradable aroma.
Aumentando la potencia del motor, Monk dejó atrás las islas y se dirigió mar adentro hacia la soledad del horizonte.
F I N