Dos husos horarios al oeste de Moscú el clima era muy distinto, el cielo de un azul intenso y la temperatura apenas dos grados bajo cero mientras el Mecánico atravesaba el bosque hacia la casa solariega.
Los preparativos para su viaje por Europa habían sido tan meticulosos como siempre. El Mecánico había preferido ir en coche. Armas y grandes reactores no congenian, pero un coche tiene muchos escondrijos. Su Volvo con matrícula de Moscú no había llamado la atención al pasar por Bielorrusia y Polonia y según sus papeles era un hombre de negocios ruso que se dirigía a una convención en Alemania. Un registro del coche no lo habría desmentido.
Una vez en Alemania, donde la mafia rusa estaba bien establecida, cambió el Volvo por un Mercedes con matrícula alemana y compró sin mayores problemas el fusil de caza con munición hueca y mira telescópica antes de proseguir hacia el oeste.
Bajo la nueva administración de la Comunidad Europea, las fronteras prácticamente habían desaparecido. Él pasó, en medio de una columna de vehículos, ante el gesto aburrido del solitario inspector de aduanas francés.
Había adquirido un mapa de carreteras de la zona de Francia que le interesaba. En él identificó el pueblo más cercano al objetivo y luego la casa solariega en cuestión. Dejando atrás el pueblo había seguido las indicaciones hasta la entrada de la corta avenida particular y, tras divisar el rótulo que confirmaba la dirección que buscaba, había pasado de largo.
Había pernoctado en un motel a unos ochenta kilómetros de allí. Antes del alba regresó en coche, aparcó a tres kilómetros de la casa e hizo el resto del camino a pie, entre los bosques, hasta la parte posterior de la finca. Mientras el tímido sol invernal hacía su aparición, tomó posiciones tras el tronco de un abedul grande y se dispuso a esperar. Desde donde estaba podía ver la casa y su patio a unos trescientos metros. Mientras el paisaje cobraba vida, un faisán macho se acercó hasta unos metros de él, le miró colérico y se escabulló. Dos ardillas grises jugaban en el abedul encima de su cabeza.
A las nueve un hombre apareció en el patio. El Mecánico enfocó sus prismáticos ligeramente hasta que la silueta pareció estar a unos tres metros. No era su blanco, sólo un sirviente que iba por leña al cobertizo que había al pie del muro y volvía a entrar en la casa.
En un lado del patio había una serie de cuadras. Las cabezas de dos caballos, un bayo y un castaño, asomaban a la media puerta. Alrededor de las diez una muchacha fue a llevarles heno y luego volvió a la casa.
Poco antes del mediodía un hombre mayor cruzó el patio y se detuvo a acariciar los hocicos de los caballos. El Mecánico estudió el rostro con sus prismáticos y cotejó la fotografía que yacía a su lado sobre la hierba escarchada. A continuación levantó el cañón del fusil y miró por la mira telescópica. La chaqueta de tweed llenó el círculo. El hombre estaba de cara a los caballos, de espaldas a la loma. Quitó el seguro, apoyó el rifle en el hombro y apretó el gatillo.
El estampido del disparo resonó en el valle. En el patio, el hombre de la chaqueta de tweed salió despedido contra la puerta blanca del establo. El agujero en su espalda, a la altura del corazón, se perdió en el dibujo de la tela. Las rodillas cedieron y el hombre se desplomó poco a poco, dejando una mancha roja en la puerta. El segundo disparo le arrancó casi media cabeza.
El Mecánico se puso en pie, introdujo el fusil en su funda forrada de cabritilla, se la echó al hombro y empezó a andar a trote corto. Había memorizado el camino hasta el coche, y eso le permitió avanzar deprisa.
Nadie se extrañaría de oír disparos una mañana de invierno en pleno campo. Un cazador de conejos o de cuervos… Luego alguien se asomaría a la ventana y correría al patio. Habría gritos, incredulidad, inútiles intentos de revivir al hombre. Después vuelta a la casa, llamar a la policía, balbucir una explicación, las mesuradas preguntas oficiales. Posteriormente llegaría un coche de policía, y finalmente se organizaría el bloqueo de las carreteras.
Demasiado tarde. Un cuarto de hora después el Mecánico se hallaba en su coche, y cinco minutos más tarde estaba de camino. Media hora después de los disparos estaba ya en la autovía más cercana, un coche entre cientos. Para entonces la policía rural había tomado declaración a la chica y el sirviente y estaba pidiendo que mandaran algún inspector de Homicidios desde la ciudad más próxima.
Sesenta minutos después de los disparos el Mecánico había arrojado el arma con su funda sobre el parapeto del puente que había seleccionado previamente y la veía desaparecer bajo la negra superficie de agua. Le esperaba un largo viaje de vuelta.
Los primeros faros aparecieron antes de las siete, avanzando despacio en la oscuridad hacia el bien iluminado complejo de edificios del centro de televisión de Ostankino. Jason Monk estaba al volante de su coche con el motor en marcha para que la calefacción funcionara.
Había aparcado junto al bulevar Akademika Koroleva, en una calle lateral; el principal edificio de oficinas quedaba delante del parabrisas al otro lado de la avenida, y la aguja de la torre de transmisiones a su espalda. Al ver que esta vez las luces no eran de un coche solitario sino de una columna de camiones, apagó el motor y la delatora columna de humo del tubo de escape se extinguió.
Eran unos treinta camiones, pero sólo tres se aproximaron al aparcamiento del edificio principal, una mole enorme con una base de cinco plantas y trescientos metros de anchura, con dos entradas principales, y por encima dieciocho plantas de cien metros de ancho. Normalmente trabajaban allí ocho mil personas, pero en Nochevieja apenas quedaban quinientos empleados para asegurar la continuidad del servicio durante la noche.
Unos hombres armados y vestidos de negro saltaron de los tres camiones y corrieron hacia las dos zonas de recepción. En pocos segundos el asustado personal del vestíbulo fue puesto contra la pared posterior a punta de pistola, lo que se distinguía claramente desde la oscuridad exterior. A continuación Monk vio que se los llevaban al interior del edificio.
Guiados por un aterrado conserje, los asaltantes fueron directamente a la centralita, sorprendiendo a los telefonistas, y uno de ellos, antiguo técnico de Telekom, desconectó todas las líneas de entrada y de salida. Luego, un guardia negro salió del edificio e hizo señales con una linterna al resto del convoy, que entonces avanzó hasta llenar el aparcamiento y rodear el bloque de oficinas formando un anillo de defensa. Varios centenares de guardias negros saltaron de los camiones y entraron corriendo en el edificio.
Aunque Monk sólo podía ver siluetas difusas en las ventanas de los pisos superiores, los guardias, siguiendo las instrucciones, estaban dispersándose por todas las plantas, requisando los teléfonos móviles del aterrorizado personal nocturno y arrojando los aparatos a unas bolsas de lona.
A la izquierda de Monk, dentro del complejo de televisión, había un edificio más pequeño reservado para contables, programadores y ejecutivos que en aquellos momentos estaban en sus casas celebrando el Año Nuevo.
Monk cogió el teléfono del coche y marcó un número que sabía de memoria.
—Petrovsky.
—Soy yo.
—¿Dónde está?
—Chupando frío en un coche delante de Ostankino.
—Pues yo estoy en un cuartel bastante caldeado, con un millar de jóvenes al borde del motín.
—Tranquilícelos. Estoy viendo cómo la Guardia Negra asalta todo el complejo.
Hugo un silencio.
—Vamos, no diga sandeces. Seguro que se equivoca.
—Está bien. Un millar de hombres armados y vestidos de negro acaba de llegar en treinta camiones con los faros amortiguados, se supone que para tomar Ostankino y mantener a raya al personal. Es lo que estoy viendo por el parabrisas de mi coche a doscientos metros de distancia.
—Santo Dios. Entonces va en serio.
—Ya le dije que Komárov estaba loco. O quizá no tanto. Podría salirle bien. ¿Hay en Moscú gente lo bastante sobria para defender el Estado?
—Deme su número, yanqui.
Monk se lo dijo.
—Otra cosa, general. No van a interrumpir la programación habitual. Todavía no. Irán emitiendo programas grabados, hasta que todo esté a punto.
—Eso ya lo sé. Ahora mismo estoy viendo unas danzas cosacas en el canal Uno.
—Es un espectáculo grabado. Todo está pregrabado hasta la hora de las noticias. Bien, creo que usted debería hacer unas cuantas llamadas telefónicas.
Pero el general Petrovsky acababa de colgar. Aunque no lo sabía en ese momento, su cuartel iba a ser atacado antes de una hora.
Había demasiada calma. Quienquiera que hubiese planeado el asalto a Ostankino lo había hecho muy bien. A ambos lados de la avenida había bloques de apartamentos, la mayoría con las luces encendidas, sus moradores ya con un vaso en la mano, viendo la misma televisión que en aquellos momentos estaba siendo secuestrada a apenas unos metros de allí.
Monk había examinado el mapa de carreteras del distrito de Ostankino. Salir a la avenida principal sería buscarse problemas. Pero a sus espaldas había un laberinto de calles secundarias entre viviendas a medio construir que desembocaban finalmente hacia el sur y el centro de la ciudad.
Lo lógico habría sido atajar por Prospekt Mira, la principal vía de acceso al centro de Moscú, pero intuía que tampoco en esa carretera había lugar para Jason Monk. Así pues, tomó una decisión desesperada. Sin encender las luces, hizo un giro de 180 grados en la calzada, salió del coche, se agazapó y vació el cargador de su automática contra los camiones y el edificio de televisión.
A doscientos metros de distancia una pistola suena como un petardo de feria, pero las balas cumplen su cometido. Tres ventanas del edificio quedaron hechas añicos, el parabrisas de un camión se resquebrajó y una bala hirió a un guardia negro en la oreja. Uno de sus compañeros perdió los estribos y roció la noche con su fusil Kalashnikov.
Debido al intenso frío, en Moscú los edificios suelen tener cristales dobles; gracias a eso y al sonido de los televisores, muchos inquilinos no oyeron los disparos. Pero el Kalashnikov rompió ventanas de tres pisos y la gente empezó a asomarse presa del pánico. Algunos corrieron al teléfono para llamar a la policía.
Varios guardias negros empezaron a avanzar hacia Monk, que subió al coche y salió de estampida. No encendió los faros, pero los guardias oyeron el rugido del motor y le dispararon varias ráfagas mientras huía.
En la sede del MVD en la plaza Zhitnaya el primer oficial de servicio era el comandante del regimiento OMON, general Iván Koslovsky, que estaba en su despacho en el cuartel de sus tres mil malhumorados hombres, a quienes se había visto obligado a suspender el permiso. El hombre que desde la calle Shabolovka a cuatrocientos metros de allí le había convencido de tomar esa impopular medida estaba otra vez al teléfono, y Koslovsky le estaba chillando.
—¡Tonterías! Estoy mirando la jodida tele ahora mismo. Ya, ¿quién lo dice? ¿Qué le han informado? Espere un momento…
El otro teléfono estaba sonando. Levantó bruscamente el auricular y gritó:
—¡Diga!
Un nervioso telefonista dijo:
—Siento molestarle, general, pero usted es el oficial de mayor graduación en el edificio. Al teléfono hay alguien que vive en Ostankino y dice que hay tiros en las calles. Una bala ha destrozado la ventana de su casa.
El tono de Koslovsky adquirió una súbita calma y claridad.
—Pídale todos los detalles y vuelva a llamarme.
Por el otro teléfono dijo:
—Valentín, puede que tengas razón. Alguien acaba de llamar para informar que hay un tiroteo. Voy a alerta roja.
—Yo también. A propósito, antes he telefoneado al general Korin. Ha accedido a poner algunas unidades de guardias presidenciales en estado de alerta.
—Buena idea. Yo también le telefonearé.
Hubo ocho llamadas más desde la zona de Ostankino para informar de tiros en las calles, y luego otra de un ingeniero que vivía en un apartamento en frente del centro de televisión. Le pasaron con el general Koslovsky.
—Lo veo todo desde aquí arriba, general —dijo el ingeniero, que como todo varón ruso había hecho su servicio militar—. Un millar de hombres armados, un convoy de más de veinte camiones. Dos vehículos de transporte personal en el aparcamiento principal. Creo que son BTR 80 clase A.
«Menos mal —pensó Koslovsky— que hay ex militares». Si aún tenía alguna duda, había quedado suficientemente disipada. El BTR 80 A es un vehículo blindado de transporte provisto de ocho ruedas y armado con un cañón de 30 mm; lleva un comandante, un conductor, un artillero y un escuadrón de seis hombres. Si los atacantes iban vestidos de negro, no eran del ejército. Sus tropas del OMON vestían de negro, pero estaban concentradas en la planta baja. Hizo llamar a sus jefes de unidad.
—A los camiones y rápido —ordenó—. Quiero dos mil hombres en las calles y que otros mil permanezcan aquí para defender el edificio.
Si estaba teniendo lugar un golpe de Estado, los atacantes tendrían que neutralizar el Ministerio del Interior y su cuartel. Afortunadamente era una especie de fortaleza.
En el exterior había ya tropas en movimiento, pero no obedecían órdenes de Koslovsky. La fuerza de choque Alfa estaba acercándose al ministerio.
A las ocho y media, dos mil comandos del OMON dejaban sus barracones en una caravana de vehículos blindados. Apenas se hubieron marchado, el resto de la tropa cerró a cal y canto la fortaleza y tomó posiciones defensivas. A las nueve fueron atacados, pero los agresores habían perdido el factor sorpresa. La fiera respuesta de los defensores hizo que los hombres del Grupo Alfa tuvieran que parapetarse en la plaza Zhitny y anhelaran disponer de artillería.
—¿Americano?
—Sí.
—¿Dónde está ahora?
—Intentando salvar el pellejo. Me dirijo al sur desde el centro de televisión, evitando Prospekt Mira.
—Hay tropas leales de camino. Dos mil hombres del OMON.
—¿Puedo hacerle una sugerencia?
—Adelante.
—Ostankino es sólo uno de los objetivos. Si usted fuera Grishin, ¿cuáles serían sus restantes objetivos?
—El MVD, Lubyanka…
—MVD sí. Lubyanka no. No creo que sus antiguos colegas del Segundo Directorio le planteen ningún problema.
—Quizá. ¿Qué más?
—Por supuesto la sede del gobierno en Staraya Ploschad, y también la Duma, para salvar una apariencia de legitimidad. Y sitios donde podría haber resistencia: el GUVD, los paracaidistas del aeródromo de Khodinka y el Ministerio de Defensa. Pero sobre todo el Kremlin. Grishin tiene que tomar el Kremlin.
—Eso no es problema. El general Korin está al corriente y ha puesto a sus hombres en estado de máxima alerta. No sabemos cuántas tropas tiene Grishin.
—Treinta o cuarenta mil hombres.
—Coño, nosotros no tenernos ni la mitad.
—Pero mejores. Y él ha perdido el cincuenta por ciento.
—¿A qué se refiere?
—Al factor sorpresa. ¿Qué hay de los refuerzos?
—El general Korin ha de estar hablando ahora con los de Defensa.
El coronel general Sergei Korin, jefe del Cuerpo de Seguridad del Presidente, había llegado al cuartel situado en el interior del Kremlin y atrancado la puerta Kutafya de multidefensa poco antes de que la principal columna de Grishin entrara en la plaza Manege. Al otro lado de la Kutafya está la torre de la Trinidad, y en el interior de ésta, a mano derecha, el cuartel de la Guardia de Seguridad del Presidente. El general Korin estaba en su despacho telefoneando al Ministerio de Defensa.
—¡Póngame con el oficial de mayor graduación! —gritó. Hubo una pausa y una voz que conocía se puso al teléfono.
—Aquí el viceministro de Defensa Butov.
—Gracias a Dios está usted ahí. Tenemos una crisis. Un intento de golpe. Ostankino ha caído. El MVD está siendo atacado en estos momentos y hay una columna de blindados a las puertas del Kremlin. Necesitamos ayuda.
—La tendrán. ¿Qué necesita?
—Lo que sea. ¿Y la Dzerzhinsky?
—Se refería a una división especial de infantería mecanizada, creada específicamente como unidad antigolpes de Estado tras la intentona de 1991.
—Está acantonada en Ryazan. Puedo ponerla en marcha antes de una hora y en tres la tendrá ahí.
—Bien. ¿Qué me dice de los VDV? —Sabía que a menos de una hora en avión había un brigada paracaidista de élite que podría saltar sobre Khodinka si alguien señalizaba la zona habilitada al efecto en el aeródromo.
—Tendrá todo cuanto pueda conseguirle, general. Resista.
Un grupo de guardias negros corrió bajo el fuego de cobertura de sus propias ametralladoras y alcanzó el refugio de la puerta Borovitsky. Una carga de explosivo plástico fue colocada en cada uno de los cuatro goznes. Mientras el grupo se retiraba, dos de ellos fueron abatidos desde lo alto de los muros. Segundos después las cargas hacían explosión. Las puertas de madera de veinte toneladas se estremecieron al saltar sus goznes, y luego se balancearon y cayeron al suelo estruendosamente.
Inmune al fuego de las armas ligeras, un vehículo blindado de transporte avanzó por la vía de acceso y ganó el abrigo de la arcada. Más allá había una gran reja de acero. Del otro lado, en el aparcamiento por donde solían pasear los turistas, un guardia presidencial intentó apuntar con un lanzagranadas desde los barrotes. Antes de que pudiera disparar el cañón del vehículo blindado lo destrozó.
Guardias negros saltaron de la panza del vehículo de transporte y colocaron cargas explosivas en la reja de acero. Los atacantes regresaron al blindado, que se retiró unos metros y esperó a que las cargas hicieran explosión. La reja quedó colgando de un solo gozne y el vehículo arremetió contra ella, arrancándola del todo.
Bajo una lluvia de disparos, los guardias negros entraron corriendo en la fortaleza, superando ampliamente en número a los presidenciales. Los defensores se retiraron hacia los bastiones y reductos que forman los muros del alcázar. Otros se dispersaron por los setenta y tres acres de palacios, armerías, catedrales, jardines y plazas del Kremlin. En algunos puntos se luchaba cuerpo a cuerpo. La Guardia Negra empezaba a tomar ventaja lentamente.
—Jason, ¿qué diablos está pasando? —Era Umar Gunáyev por el teléfono del coche.
—Grishin está tratando de tomar Moscú y toda Rusia, amigo mío.
—¿Se encuentra bien?
—De momento sí.
—¿Dónde está ahora?
—Voy hacia el sur desde Ostankino, tratando de evitar la plaza Lubyanka.
—Uno de mis hombres acaba de pasar en coche por Tverskaya. Una pandilla de gamberros del Movimiento Nueva Rusia está forzando las oficinas del alcalde.
—¿Sabe qué opinión tiene de usted y los suyos el MNR?
—Vaya si lo sé.
—¿Por qué no envía a algunos muchachos para que les den una lección? Esta vez nadie se interpondrá.
Una hora más tarde trescientos chechenos llegaban a Tverskaya, donde las bandas callejeras del MNR estaban cebándose en la sede del consistorio moscovita. Al otro lado de la calle la estatua de granito de Yuri Dolgoruki, el fundador de Moscú, miraba con desdén a horcajadas de su caballo. La puerta del ayuntamiento estaba totalmente destrozada.
Los chechenos esgrimieron sus largos cuchillos caucasianos, sus pistolas y sus mini Uzis y entraron en la alcaldía. Todos recordaban la destrucción de la capital chechena, Grozny, en 1995 y el saqueo de Chechenia en los dos años siguientes. Al cabo de diez minutos se había acabado la lucha.
La Casa Blanca, sede de la Duma, había caído en manos de los mercenarios de las «empresas de seguridad» sin apenas resistencia, puesto que en ella había sólo unos pocos conserjes y vigilantes nocturnos. Pero en Staraya Ploschad los mil hombres de las SOBR combatían calle a calle y sala a sala contra el resto de los mafiosos de «seguridad». El mejor armamento de la Fuerza de Intervención Rápida de la milicia de Moscú compensaba el mayor número de efectivos de sus contrincantes.
En el aeródromo de Khodinka los comandos Vympel encontraron una inesperada y férrea resistencia por parte de los pocos paracaidistas y oficiales de inteligencia de la GRU que, advertidos a tiempo, se habían parapetado en el interior.
Monk dobló por la plaza Arbátskaya y detuvo el coche. En el lado oriental del triángulo, el bloque de granito gris del Ministerio de Defensa se veía desierto y en silencio. No había guardias negros, ni tiroteo, ni señales de asalto. De todas las instalaciones que un golpista, en Moscú y en cualquier otra capital, necesitaba tomar y rápidamente, el Ministerio de Defensa encabezaba la lista. A quinientos metros de allí, en la dirección de la calle Znamenka y plaza Borovitsky, oyó el crepitar de unos disparos a medida que arreciaba la batalla por el Kremlin.
¿Por qué no estaban asediando el Ministerio de Defensa? Desde el bosque de antenas que había en su tejado, los mensajes solicitando ayuda al ejército debían de estar llegando a toda Rusia. Monk consultó su agenda de direcciones y marcó un número en el teléfono del coche.
En su alojamiento privado, a doscientos metros de la entrada principal de la base Kobyakova, el general de división Misha Andreiev se ajustaba la corbata disponiéndose a marchar. Con frecuencia se preguntaba por qué se ponía el uniforme para presidir la Nochevieja en el club de oficiales. Por la mañana lo tendría tan manchado que habría de llevarlo a la lavandería. Los tanquistas se consideraban expertos en las celebraciones de Año Nuevo.
Sonó el teléfono. Sería su oficial ejecutivo para decirle que se apresurara, quejándose de que los muchachos querían empezar la juerga; primero el vodka y los inacabables brindis, luego la comida y el champán para medianoche.
—Ya voy, va voy —dijo mientras se dirigía al teléfono.
—¿General Andreiev? —La voz no le resultó conocida.
—Sí.
—Usted no me conoce. Pero su difunto tío me conocía.
—¿Y bien?
—Era un hombre bueno.
—Por supuesto.
—Hizo lo que pudo para denunciar a Komárov en aquella entrevista.
—Oiga, ¿adónde quiere ir a parar, y quién es usted?
—Igor Komárov está intentando un golpe militar en Moscú. Esta noche. Al mando de las tropas está su perro faldero, el coronel Grishin. La Guardia Negra está tomando Moscú, primer paso para tomar Rusia.
—Bien, su broma es muy divertida. Siga con el vodka y cuelgue el auricular.
—General, si no me cree, llame a algún colega suyo que esté en el centro de Moscú.
—¿Para qué?
—Los tiroteos se suceden ininterrumpidamente. Media ciudad puede oírlos. Además, ha de saber que fue la Guardia Negra la que mató a Tío Kolya, por orden del coronel Grishin —agregó Monk, y colgó.
Misha Andreiev se quedó mirando el teléfono y oyendo el tono. De pronto se encolerizó. ¿Qué significaba aquella intromisión en su vida privada y aquella mención a su tío? Si algo grave estaba pasando en Moscú, el Ministerio de Defensa alertaría de inmediato a las unidades del ejército acantonadas en un radio de cien kilómetros.
La gran base de Kobyakovo, a apenas cuarenta y seis kilómetros del Kremlin, era el asiento de la unidad que se enorgullecía de mandar, la división Tamanskaya, tanquistas de élite conocidos como Guardias Taman.
Colgó el auricular. El teléfono volvió a sonar de inmediato.
—Vamos, Misha, estamos esperando para empezar. —Era su oficial ejecutivo, que le llamaba desde el club.
—Ya voy, Konni. Sólo he de hacer un par de llamadas.
—Bueno, pero no tardes o empezaremos sin ti.
Marcó otro número.
—Ministerio de Defensa —dijo una voz.
—Póngame con el oficial de servicio.
Otra voz contestó rápidamente:
—¿Quién es?
—General de división Andreiev, comandante en jefe de la Tarnanskava.
—Soy el viceministro de Defensa Butov.
—Oh, lamento molestarle, señor. ¿Va todo bien en Moscú?
—Pues claro. ¿Por qué lo pregunta?
—Lo siento, señor. Es que he recibido noticias… extrañas. Yo podría movilizarme si…
—Quédese en la base, general. Es una orden. Todas las unidades deben permanecer en sus bases. Vuelva al club de oficiales.
—Sí, señor.
Colgó. ¿El viceministro de Defensa en la centralita del ministerio y a las diez de una Nochevieja? ¿Por qué no estaba con su familia o tirándose a su querida en algún pueblo de los alrededores? Se devanó los sesos buscando un nombre perdido en su memoria, un compañero de la Academia de Estado Mayor que ocupaba un cargo en inteligencia, los espías de la GRU. Finalmente buscó en una guía telefónica militar de carácter reservado y marcó un número.
Estuvo escuchando un buen rato el tono de llamada. Consultó su reloj: las once menos diez. Todos borrachos, naturalmente. El teléfono del aeródromo contestó. Antes de que pudiera decir nada, una voz exclamó:
—¡Sí, diga!
Detrás de la voz se oía un castañeteo.
—¿Quién es? —preguntó Andreiev—. ¿Está el coronel Demidov?
—¿Cómo quiere que lo sepa? —gritó la voz—. Estoy tumbado en el suelo esquivando balas. ¿Es usted el ministro de Defensa?
—No.
—Oiga, amigo, llámelos para que se den prisa con los refuerzos. No podremos aguantar mucho.
—¿A qué refuerzos se refiere?
—El ministerio nos envía tropas desde fuera de la ciudad. ¡Esto es un infierno!
La línea enmudeció bruscamente.
El general Andreiev permaneció con el auricular en la mano. «No, desde luego que no —pensó—, el ministerio no va a enviar fuerzas».
Sus órdenes eran terminantes y procedían de un general de cuatro estrellas y ministro del gobierno: quedarse en la base. Si las obedecía, su carrera quedaría limpia como una patena. Contempló los cuarenta metros de grava cubierta de nieve y las iluminadas ventanas del club de oficiales, de donde llegaban risas y buen humor. De pronto visualizó en la nieve una figura alta y erguida con un pequeño cadete a su lado. «Sean cuales sean las promesas que te hagan —decía el hombre alto—, el dinero, los ascensos o los honores que te ofrezcan, quiero que nunca traiciones a estos hombres».
Pulsó la horquilla y cortó la comunicación, luego marcó dos números. Su oficial ejecutivo se puso al teléfono con un fondo de carcajadas.
—Konni, me da igual cuántos T-80 o BTR estén listos para ponerse en marcha; quiero que todo lo que pueda moverse se disponga para salir, y todos los soldados que se tengan en pie deberán estar preparados antes de una hora.
Hubo un silencio de varios segundos.
—Jefe… ¿va en serio?
—Sí, Konni, muy en serio. La Tamanskaya parte hacia Moscú.
A las doce y un minuto de la noche, año de gracia de 2000, el primer carro de combate de los Guardias Taman salía de la base de Kobyakova y enfilaba la autopista de Minsk camino de las puertas del Kremlin.
La estrecha carretera secundaria que enlazaba la autopista con la base tenía una extensión de tres kilómetros, y la columna de ventiséis carros T-80 y cuarenta vehículos blindados de asalto BTR 80 hubo de recorrerla en fila india y a poca velocidad.
Una vez en la carretera principal, el general Andreiev dio orden de ocupar ambos carriles y aumentar al máximo la velocidad de crucero. Las nubes del anochecer se habían hecho jirones y las estrellas titilaban huidizas. A cada lado de la ruidosa columna de tanques los pinares crepitaban de frío.
Eran cuarenta y tres kilómetros hasta las puertas del Kremlin, y marchaban a más de sesenta por hora. Más adelante se les aproximó un coche en dirección contraria, pero cuando sus faros iluminaron la mole de acero gris que se abalanzaba sobre él, el conductor se salió del arcén y derrapó entre los árboles.
A diez kilómetros de la capital la columna llegó al puesto que señalaba la frontera. Dentro de la garita, cuatro milicianos se asomaron a las ventanas, vieron la columna y volvieron a agazaparse, abrazados unos a otros y a sus botellas de vodka mientras el puesto entero se estremecía al paso del convoy.
Andreiev viajaba en el carro de cabeza y fue de los primeros en ver los camiones atravesados en las calles. Varios coches particulares se habían acercado a los bordillos durante la noche y, tras esperar un rato, habían dado media vuelta. La columna no tenía tiempo para detenerse.
—Fuego a discreción —ordenó Andreiev.
Su artillero parpadeó una sola vez y abrió fuego con el cañón de 125 mm montado en la torreta. A una distancia de cuatrocientos metros, el proyectil conservaba todavía la velocidad inicial. Impactó en el camión y lo destrozó. Junto al carro de Andreiev, su oficial ejecutivo, que ocupaba el otro carril de la calzada, lo imitó y despedazó el segundo camión.
Del otro lado de la barricada se produjo un tímido fuego de armas ligeras desde las posiciones de emboscada.
Desde el interior de la cúpula de la torreta el ametrallador de Andreiev barrió su lado de carretera con su ametralladora de 12.7 mm y los disparos del enemigo cesaron por completo.
Mientras la columna se abría paso a toda velocidad, los Jóvenes Combatientes miraron incrédulos los catastróficos resultados de su bloqueo y emboscada y luego se dispersaron rápidamente en la noche.
Seis kilómetros más adelante, Andreiev hizo reducir la marcha y ordenó dos maniobras de diversión. Cinco tanques y diez vehículos de transporte fueron enviados hacia la derecha para socorrer a la guarnición asediada en el aeródromo de Kbodinka, y de pura corazonada otros cinco tanques y diez transportes fueron enviados al nordeste a fin de ocupar el complejo de televisión de Ostankino.
Una vez en la carretera de circunvalación, Andreiev ordenó a sus restantes dieciséis T-80 y veinte BTR 80 que torcieran a la derecha hasta la plaza Kudrinskaya, y luego a la izquierda hacia el Ministerio de Defensa.
Los tanques iban de nuevo en fila india y a veinte kilómetros por hora; sus pesadas orugas arrancaban trozos de asfalto a medida que avanzaban hacia el Kremlin.
En la sala de comunicaciones del sótano del Ministerio de Defensa el viceministro Butov oyó aquel rumor sordo sobre su cabeza y supo que en una ciudad en guerra sólo había una cosa que podía provocarlo.
La columna marchó por la plaza Arbátskaya y pasó por delante del ministerio, encaminándose en línea recta hacia la plaza Borovitsky y los muros del Kremlin. Ninguno de los que iban a bordo de los tanques y los blindados de asalto reparó en un coche, aparcado como otros junto a la plaza, ni en la figura con chaqueta acolchada y botas que abandonó el vehículo y empezó a correr detrás de ellos.
En el pub Rosy O’Grady, la colonia irlandesa de la capital rusa estaba esforzándose a conciencia para festejar debidamente el Año Nuevo y esperando el consabido petardeo de los fuegos artificiales procedentes del Kremlin al otro lado de la plaza, cuando el primer T-80 pasó rugiendo frente a las ventanas del local.
El agregado cultural irlandés levantó la cabeza de su Guinness, echó un vistazo al exterior y le dijo al barman:
—Oye, Pat, ¿eso no era un jodido tanque?
En frente de la puerta Borovitsky había un BTR 80 de la Guardia Negra, barriendo con su ametralladora los muros a los que se habían encaramado los últimos guardias presidenciales. Durante cuatro horas habían luchado en los terrenos del Kremlin esperando refuerzos, sin saber que las restantes tropas del general Korin habían caído en una emboscada a las afueras de Moscú.
Hacia la una de la madrugada la Guardia Negra lo ocupaba todo excepto la parte superior de los muros, una extensión de 2.235 m2 lo bastante ancha como para marchar de cinco en fondo. Allí se habían refugiado los últimos centenares de guardias presidenciales, cubriendo la estrecha escalinata de piedra y negando a los hombres de Grishin la conquista definitiva.
Desde el lado oeste de la plaza Borovitsky el tanque de Andreiev salió a espacio abierto y divisó el BTR. A aquella distancia bastó un solo disparo para pulverizar el vehículo. Cuando los carros pasaron sobre sus restos, los fragmentos apenas eran mayores que tapacubos de coche.
A la una y cuatro minutos, el T-80 del general Andreiev enfiló el paseo arbolado de acceso a la Torre y la Verja, pasó bajo la arcada cuya puerta y reja habían sido destruidas y se adentró en el Kremlin. Como su tío en otros tiempos, Andreiev aborrecía protegerse en una torreta cerrada y atisbar por el periscopio. La tapa de su torreta se abrió y la cabeza y el torso del general emergieron al frío nocturno; el casco acolchado y los anteojos ocultaban sus facciones.
Uno a uno los T-80 pasaron por delante del Gran Palacio y las acribilladas catedrales de la Anunciación y el Arcángel, dejando atrás la Campana del Zar para entrar en la plaza Ivanóvskava, donde antiguamente el pregonero público anunciaba los decretos del monarca.
Dos transportes de la Guardia Negra trataron de cerrarle el paso, pero ambos quedaron reducidos a astillas de metal caliente.
Detrás de él la ametralladora de 7.62 mm y su hermana mayor de 12.7 mm emitían un continuo tableteo mientras el reflector del tanque iba iluminando a los golpistas en su huida.
Había aún más de tres mil guardias negros bien pertrechados sitiando los setenta y tres acres del Kremlin, y habría sido inútil que los escuadrones de infantería de Andreiev hubieran abandonado sus vehículos. A pecho descubierto aquellos doscientos hombres no habrían podido hacer nada, pero dentro de sus transportes blindados no estaban a pecho descubierto.
Grishin no había previsto la presencia de vehículos blindados y carecía de armas anticarro. Más ligeros, los vehículos de transporte de personal de la Tamanskaya podían entrar por los estrechos callejones donde los tanques debían detenerse. En el exterior, los tanques esperaban con sus ametralladoras, impenetrables al fuego enemigo.
Pero lo más importante era el efecto psicológico. Para el soldado de a pie, el carro de asalto es una especie de monstruo, con su tripulación invisible tras el cristal blindado y sus ametralladoras moviéndose sin pausa en busca de nuevos blancos indefensos.
En menos de una hora la Guardia Negra se vio reducida a huir por piernas hacia el recinto de iglesias, palacios y catedrales. Algunos lo lograron; otros fueron cazados por la ametralladora de los BTR o las de los tanques.
En otros puntos de la capital se libraban batallas en diversas fases de resolución. Los comandos Alfa estaban a punto de asaltar el cuartel del OMON en el Ministerio del Interior cuando de pronto captaron un pedido de ayuda por radio. Era un aterrorizado guardia negro que suplicaba que acudieran al Kremlin, pero cometió el error de mencionar la presencia de los T-80. La noticia corrió de boca en boca en el Grupo Alfa y sus comandos decidieron retirarse. La cosa no evolucionaba como Grishin había prometido. El coronel había garantizado sorpresa total, superioridad de potencia de fuego y un enemigo desamparado. Nada de eso había ocurrido. Así pues, retrocedieron y buscaron sitios donde ponerse a salvo.
En el ayuntamiento las bandas de gamberros del Movimiento Nueva Rusia habían sido ya neutralizadas por los chechenos.
En Staraya Ploschad, las tropas del OMON apoyadas por los hombres de las SOBR al mando del general Petrovsky empezaban a desalojar de la sede del gobierno a los mercenarios de las «empresas de seguridad» de la mafia Dolgoruki.
En el aeródromo de Khodinka las cosas estaban cambiando. Cinco tanques y diez BTR habían atacado a la unidad de Vympel por el flanco, y sus hombres, peor armados, estaban siendo perseguidos por el laberinto de hangares y almacenes de la base.
El parlamento seguía ocupado por el resto de los corsarios de las «empresas de seguridad», pero no tenían donde esconderse ni otra cosa que hacer salvo escuchar por radio las noticias que llegaban de otros puntos. También ellos oyeron el pedido de ayuda desde el Kremlin y, calculando el posible efecto de los tanques, empezaron a abandonar el edificio, tratando de convencerse individualmente de que con un poco de suerte nadie podría identificarlos.
Ostankino seguía en manos de Grishin, pero el anuncio triunfal que proyectaba emitir en las noticias de la mañana estaba en cuarentena mientras dos mil guardias negros miraban desde las ventanas cómo los carros T-80 avanzaban implacablemente por la avenida y sus propios camiones resultaban destruidos y eran pasto de las llamas uno tras otro.
El Kremlin se levanta sobre un peñasco desde el que se domina el río. Las cuestas están sembradas de árboles y arbustos, muchos de ellos de hoja perenne. Al pie del muro de poniente se encuentran los jardines Alexandrovskv. Entre los árboles, dos senderos conducen a la puerta Borovitsky. Ninguno de los combatientes vio desde el interior la solitaria figura que se aproximaba entre la espesura hacia la puerta abierta, como tampoco le vieron trepar la última cuesta hasta la rampa y colarse dentro.
En el momento en que Monk se protegía bajo la arcada, el foco de un T-80 lo iluminó, pero los tripulantes creyeron que era uno de los suyos. Su chaqueta acolchada recordaba a sus propios chaquetones, y el gorro redondo de piel se parecía más a sus tocados que a los cascos negros de acero de los hombres de Grishin. Quienquiera que estuviese tras el foco supuso que se trataba de un tanquista de un vehículo inutilizado que buscaba refugio bajo la arcada. La luz fluctuó por encima de él y se alejó. En ese instante Monk abandonó la arcada y corrió al resguardo los pinos hacia el lado derecho de la puerta. Amparado en la oscuridad, observó y esperó.
En el perímetro del Kremlin hay diecinueve torres pero sólo tres tienen puertas practicables. Los turistas entran y salen por la Borovitsky o la Trinidad, y las tropas por la Spassky. De las tres, sólo una estaba totalmente abierta y Monk estaba a un paso de la misma.
El que optara por ponerse a salvo tendría que abandonar el recinto amurallado. Al amanecer las fuerzas leales al Estado harían salir a los vencidos que se ocultaban, sacándolos de todos los portales y sacristías, despensas y armarios, incluso de los aposentos secretos del puesto de mando bajos los jardines Spassky. Todos los golpistas que quisieran conservar la vida y no pudrirse en la cárcel no tardarían en comprender que lo mejor era salir cuanto antes por la única puerta abierta.
Al otro lado de donde se encontraba, Monk distinguió la puerta de la armería, tesoro de un milenio de historia rusa, medio arrancada después de que la trasera de un tanque la hubiera destrozado. Las llamas de un vehículo de personal de la Guardia Negra incendiado arrojaban luz sobre la fachada.
El núcleo de la batalla parecía alejarse hacia el Senado y el arsenal, en el sector nororiental de la fortaleza. El vehículo en llamas crepitaba.
A las dos Monk observó movimiento junto al muro del Gran Palacio, y luego un hombre de negro se aproximó corriendo, agachándose para ocultarse pero sin dejar de moverse con rapidez frente a la Armería. Al llegar junto al vehículo incendiado, se detuvo para comprobar si le perseguían. El fuego prendió en un neumático, haciendo que el fugitivo se diera la vuelta rápidamente. A la luz de las llamas Monk pudo verle la cara. Sólo la había visto una vez en fotografía, en una playa de Sapodilla Bay en las islas Caicos. Monk salió de su escondite y exclamó:
—¡Grishin!
El ruso alzó la cabeza y escudriñó la oscuridad bajo los pinos. Entonces vio al hombre que le había llamado Grishin llevaba un fusil Kalashnikov AK-74. Monk vio alzarse el cañón y se protegió tras un abeto. Sonó una descarga que arrancó trozos de la corteza del árbol. Luego silencio.
Monk se asomó. Grishin había desaparecido. Había estado a cincuenta metros de la puerta, pero Monk sólo estaba a diez. Grishin no había podido escapar.
Entonces vio asomar la boca del AK-74 por la destrozada puerta. Se protegió nuevamente y al punto las balas horadaron el robusto abeto. Medio cargador, calculó Monk, saliendo de detrás del árbol y cruzando la calzada a la carrera para pegarse contra la pared ocre del museo. Tenía su Sig Sauer preparada.
El cañón del rifle de asalto volvió a asomar por el portal mientras Grishin buscaba un blanco al otro lado de la calle. Al no ver nada, el coronel dio un paso al frente.
La bala de Monk impactó en la culata del AK y la arrancó de manos de Grishin. El arma cayó al pavimento, fuera de su alcance. El ruso echó a correr frenéticamente por el suelo de piedra. Segundos después había salido del resplandor del vehículo en llamas y estaba agazapado en la oscuridad del vestíbulo de la Armería.
El museo ocupa dos plantas y consta de nueve grandes salones con cincuenta y cinco vitrinas. En éstas hay objetos históricos por valor de miles de millones de dólares, pues tanta había sido la riqueza y el poder de Rusia que todas las pertenencias de los zares —sus coronas, tronos, armas, vestimentas e incluso las bridas de los caballos— estaban tachonados de plata, oro, diamantes, esmeraldas, rubíes, zafiros y perlas.
A medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, Monk distinguió ante él la forma difusa de la escalera que llevaba al piso superior. A su izquierda estaba el arco abovedado que daba acceso a los cuatro salones de la planta baja. De esa dirección oyó un ligero golpe sordo, como si alguien hubiera chocado con una vitrina.
Monk inspiró hondo y cruzó la bóveda rodando sobre sí al estilo comando, sin dejar de girar en la oscuridad en dirección a una pared. Al pasar por el umbral le pareció ver un destello blanco azulado y disparó sin vacilar, pero sólo lo salpicaron fragmentos de cristal cuando la bala rompió una vitrina.
El salón era largo y estrecho, aunque él no podía verlo. Había largas vitrinas de cristal a ambos lados y una única zona de exposición en el centro, también rodeada de cristal protector. Dentro, a la espera de la luz eléctrica y de los turistas arrobados, estaban las inapreciables vestimentas de la coronación, rusas, turcas y persas, de todos los príncipes Rurik y Romanov. Con el valor de un metro cuadrado de cualquiera de ellas —y las joyas que llevaba prendidas— un trabajador podía subsistir varios años.
Cuando el último fragmento de cristal dejó de tintinear, Monk aguzó el oído y consiguió oír a Grishin soltar el aire tratando de no jadear. Agarró un trozo de cristal cilindrado y lo lanzó a la negrura de donde procedía el sonido.
El objeto chocó con una vitrina y al instante se produjo otra estrepitosa ráfaga de Kalashnikov y luego ruido de pasos que escapaban entre los ecos de la detonación. Monk se puso en cuclillas y se lanzó hacia adelante, refugiándose detrás de la vitrina central hasta que comprendió que Grishin había retrocedido hacia la siguiente sala y le estaba esperando.
Monk avanzó hacia el arco que comunicaba ambas salas con otro trozo de cristal en la mano. Lo arrojó hacia el fondo de la estancia, atravesó el arco e inmediatamente se parapetó tras un armario. Esta vez no hubo disparos.
Habituada su visión a la oscuridad, advirtió que se hallaba en una sala más pequeña donde había tronos engalanados de joyas y marfil. Aunque no lo sabía, el trono de la coronación de Iván el Terrible estaba unos metros a su izquierda, y el de Boris Godunov un poco más allá.
Grishin debía de haber corrido un largo trecho, ya que mientras la respiración de Monk tras su descanso en los árboles era regular y mesurada, algo más allá se oían los jadeos con que el ruso intentaba recuperar el resuello.
Alargando el brazo, golpeó ligeramente la vitrina que tenía encima con el cañón de su automática, y luego bajó la mano. Vio el destello del Kalashnikov en la oscuridad y respondió rápidamente al fuego. Sobre su cabeza hubo más cristales hechos añicos, y una bala de Grishin arrancó una lluvia de brillantes del trono diamantino del zar Alexei.
Las balas de Monk debían de haberse aproximado al blanco, pues Grishin corrió hacia la sala siguiente que, aunque Monk lo ignoraba y Grishin debía de haber olvidado, era la última: un callejón sin salida, la sala de los carruajes antiguos.
Monk avanzó a toda prisa en previsión de que Grishin pudiera encontrar una nueva posición de tiro. Entró en la última sala y se refugió tras un recargado carruaje del siglo XVI con relieves de frutas doradas. Al menos los carruajes servían de refugio, pero también para Grishin. Todos los coches estaban puestos sobre estrados y preservados del público mediante cuerdas borladas sujetas a soportes verticales.
Se asomó desde el coche regalado en el año 1600 por Isabel I de Inglaterra a Boris Godunov, intentando divisar a su enemigo, pero la oscuridad era total y los coches sólo se distinguían vagamente. Mientras estaba mirando, las nubes que asomaban a los altos y estrechos ventanales se separaron un poco y la luz de la luna se filtró breve y difusamente por aquellas ventanas a prueba de robos y con cristal doble, Pero algo resplandeció. Un punto en medio de la penumbra detrás de la rueda dorada del coche de la zarina Elizabeth.
Monk recordó las enseñanzas de Sims en Castle Forbes: «Con las dos manos, muchacho, y el pulso bien firme. Olvídese del Jesse James; eso es pura ficción».
Monk levantó su Sig Sauer con ambas manos y apuntó hacia un espacio situado diez centímetros más arriba del destello. Inspiró lentamente, el pulso firme, y disparó.
La bala pasó entre los radios de la rueda y dio a algo que había detrás. Mientras el eco se perdía en la sala y sus oídos dejaban de zumbar, Monk oyó el ruido sordo de un pesado objeto al caer en el suelo. Podía ser una treta, de modo que esperó unos minutos hasta comprobar que la borrosa silueta que había en el suelo junto al carruaje no se movía. Saliendo de su escondite y parapetándose tras los viejos carruajes de madera, se acercó hasta que pudo distinguir un torso y una cabeza, de cara al suelo. Sólo entonces se aproximó y, con el arma amartillada, puso el cuerpo boca arriba.
La bala había dado sobre el ojo izquierdo del coronel Anatoli Grishin. Como Sims habría dicho, «eso les para un poco los pies». Jason Monk miró al hombre al que tanto aborrecía y no sintió nada. Había que acabar con él y lo había hecho. Guardándose la pistola, se agachó y vio algo en la mano izquierda del coronel. El pequeño objeto estaba en la palma de su mano, y era la plata americana que había brillado al claro de luna, la luminosa turquesa arrancada de las colinas por los ute o los navajos. Un anillo venido de las tierras altas de Estados Unidos, regalado a un hombre valiente en un parque de Yalta y arrancado del dedo de un cadáver en un patio del penal de Lefortovo.
Monk se guardó el anillo y regresó andando a su coche. La batalla de Moscú había terminado.