19

En el extremo sudoccidental de la zona centro de Moscú, en una protuberancia formada por el río Moscova al describir una curva en horquilla, se halla el convento medieval de Novodevichi, y a la sombra de sus muros el gran cementerio de la ciudad.

Sus veinte acres de tierra, sombreada por pinos, abedules, sauces y tilos, albergan veintidós mil sepulturas en las que yacen los notables de Rusia de los dos últimos siglos.

El cementerio está dividido en once jardines principales. Del uno al cuatro cubren el siglo XIX, limitados por las paredes del convento a un lado y la divisoria central al otro. Del cinco al ocho se encuentran entre la divisoria y el perímetro del cementerio, al otro lado del cual pasan los camiones por el Khamovnitcheskv Val. Aquí descansan los grandes y los malos de la era comunista. Mariscales, políticos, científicos, académicos, escritores y astronautas flanquean los senderos y callejones; las losas van de la mayor sencillez a la grandiosidad de la autoadoración. El astronauta Gagarin, muerto mientras pilotaba un avión experimental borracho de vodka, descansa aquí a pocos metros de la efigie de piedra de Nikita Jruschov. Maquetas de aeroplanos, cohetes y armas dan fe de lo que estos hombres hicieron en vida; otras figuras miran heroicamente al pasado, con sus torsos tachonados de medallas de granito.

Siguiendo el sendero central hay otra pared en la que se ha practicado una angosta entrada que conduce a tres jardines más pequeños, los números nueve, diez y once. Debido a la demanda de espacio apenas quedaban huecos en el invierno de 1999, pero se había reservado uno para el general del ejército Nikolai Nikoláiev, y allí, el 26 de diciembre, Tío Kolya fue enterrado por su sobrino Misha Andreiev.

Procuró hacerlo tal como el anciano se lo había pedido en su última cena juntos. Asistieron veinte generales, incluido el ministro de Defensa, y uno de los dos obispos metropolitanos de Moscú ofició el sepelio. El viejo militar había pedido toda la parafernalia religiosa, de modo que los acólitos columpiaron sus incensarios y el aromático humo formó nubecillas en el aire helado. Grabada en granito, la lápida mortuoria tenía forma de cruz pero no había efigie del fallecido, sólo su nombre y debajo estas palabras: «Russky soldat» (un soldado ruso).

El general de división Andreiev pronunció el panegírico. Y fue breve. Tío Kolya había decidido ir a la tumba como un cristiano, pero odiaba a la gente que hablaba a borbotones. Cuando hubo terminado, y mientras el obispo pronunciaba unas palabras finales, Andreiev depositó los tres galones magenta y placas doradas del Héroe de la Unión Soviética sobre el ataúd. Ocho soldados de su antigua división Tamanskaya que habían portado el féretro lo bajaron lentamente. Andreiev se retiró unos pasos y saludó marcialmente. Dos ministros y los otros dieciocho generales hicieron lo mismo.

Mientras regresaban por el camino central hacia la entrada y el cortejo de coches y limusinas, el viceministro de Defensa, general Butov, apoyó una mano en su hombro.

—Terrible —dijo—. Qué manera más injusta de morir.

—Algún día encontraré a los culpables y se lo haré pagar —repuso Andreiev.

Butov estaba claramente incómodo. Era de los nombrados a dedo, un hombre de despacho que jamás había mandado tropas en combate.

—Bueno, la milicia está haciendo todo lo que puede —dijo.

Ya en la acera, los generales le estrecharon solemnemente la mano, uno a uno, para subir después a sus respectivos coches. El general de división Andreiev regresó a la base.

A ocho kilómetros de distancia, mientras la luz invernal se extinguía en la tarde, un sacerdote de baja estatura con sotana y chistera corrió por la nieve y entró a hurtadillas en la iglesia con cúpula de cebolla de la plaza Slavyansky. Cinco minutos después estaba hablando con el coronel Anatoli Grishin.

—Parece usted muy nervioso —dijo quedamente el coronel.

—Estoy muy asustado —dijo el religioso.

—No tiene por qué, padre Máxim. Hemos tenido reveses, pero nada que yo no pueda arreglar. Dígame, ¿por qué se marchó el patriarca tan intempestivamente?

—No lo sé. La mañana del día veintiuno recibió una llamada del monasterio de la Trinidad-San Sergio. Yo no sabía nada. Fue el secretario privado quien contestó. Y poco después me dijo que preparase una maleta.

—¿Por qué allí precisamente?

—Eso lo averigüé después. El monasterio había invitado al padre Gregor a pronunciar un sermón y el patriarca quería asistir.

—Y así dar su tácita aprobación a Gregor y sus despreciables prédicas —replicó Grishin con aspereza—. Sin mojarse. Por el mero hecho de estar allí.

—En fin, le pregunté si yo también iría. El secretario dijo que no. Su Santidad llevaría a uno de los cosacos como chófer y a su secretario. A las monjas se les concedió dos días libres para visitar familiares.

—Usted no me dijo nada de eso, padre.

—¿Cómo podía yo saber que esa noche iban a atacarnos? —preguntó lastimeramente el cura.

—Prosiga.

—Bien, cuando pasó todo llamé a la policía. El cuerpo del cosaco yacía en el rellano de arriba. Por la mañana telefoneé al monasterio y hablé con el secretario de Su Santidad. Le dije que habían entrado ladrones y que había habido un tiroteo. Pero la milicia alteró la información. Dijeron que esos hombres querían matar a Su Santidad.

—¿Y luego?

—El secretario me llamó diciendo que el patriarca estaba muy preocupado. Abrumado, dijo textualmente, sobre todo por la muerte del guardia cosaco. El caso es que se quedó en el monasterio, hasta que ayer regresó a la residencia para oficiar el funeral del cosaco antes de que el cadáver fuera entregado a sus parientes de la región del Don.

—O sea que ha vuelto. ¿Me ha hecho venir sólo para esto?

—Claro que no. Se trata de las elecciones.

—De eso no tiene que preocuparse, padre Maxim. A pesar de lo ocurrido, el presidente en funciones no pasará de la primera ronda. Y en la segunda el comunista Ziugánoy no será rival para Igor Románov.

—A eso iba, coronel. Esta mañana Su Santidad ha ido a Staraya Ploshad. El propio presidente había solicitado una entrevista privada con él. Parece que estaban presentes dos generales de la milicia, además de otros.

—¿Cómo lo ha sabido?

—Llegó a tiempo de almorzar. Lo hizo en su despacho, a solas con su secretario. Yo mismo les serví, pero no me prestaron atención. Hablaban de la decisión que Iván Markov había tomado finalmente.

—¿Y cuál es?

El padre Maxim temblaba como una hoja. La llama del cirio que sostenía reflejaba su pálida y oscilante luz en la cara de la Virgen y el Niño pintados en la pared.

—Cálmese, padre.

—No puedo. Coronel, tiene que entenderme. He hecho todo lo posible para ayudarle, porque creo en la idea de la Nueva Rusia del señor Komárov. Pero no puedo continuar. El ataque a la residencia, la reunión de hoy… Todo esto es demasiado peligroso.

El padre dio un respingo al notar que una mano de hierro le agarraba el brazo.

—Está demasiado metido en esto para echarse atrás, padre Máxim. No tiene a donde ir. O vuelve a servir mesas, pese a la sotana y las órdenes sagradas, o espera veintiún días a que Igor Komárov y yo mismo triunfemos y alcanza una posición que jamás ha soñado. Bueno, ¿qué se dijo en la reunión con el presidente en funciones?

—No va a haber elecciones.

—¿Qué?

—Bueno, si las habrá. Pero no con el señor Komárov.

—No se atreverá —susurró Grishin—. Markov no puede declarar fuera de la ley a Igor Komárov. Más de la mitad del país nos apoya.

—No es eso, coronel. Parece que los generales han tomado una postura firme. Por lo visto la muerte de Nikoláiev y los intentos de asesinar al banquero, al policía y sobre todo al patriarca los han decidido.

—¿A qué?

—El uno de enero, el día de Año Nuevo. Creen que ustedes lo celebrarán en la forma tradicional, de modo que no serán capaces de una respuesta concertada.

—¿Quiénes son «ustedes»? ¿De qué respuesta habla? Explíquese, maldita sea.

—Me refiero a sus hombres. Los que usted manda. El uno de enero serán incapaces de defenderse. Por eso están preparando una fuerza de cuarenta mil hombres. Guardia Presidencial, Fuerzas de Intervención Rápida y del OMON, varias unidades de la Spetsnaz y la flor y nata de las tropas del MVD acantonadas en Moscú.

—¿Con qué fin?

—Arrestarlos a todos ustedes, acusados de conspirar contra el Estado, y aplastar a la Guardia Negra, ya sea arrestándolos o aniquilándolos en sus barracones.

—No pueden hacerlo. No tienen pruebas.

—Al parecer hay un oficial de la Guardia Negra dispuesto a contarlo todo bajo juramento. Oí que el secretario privado de Su Santidad hacía esa misma observación, y el patriarca le dio esta respuesta.

Grishin parecía haber recibido una descarga eléctrica. Parte de su cerebro le decía que aquellos cobardes no tenían agallas para hacer semejante cosa. Otra parte le decía que podía ser verdad. Igor Komárov nunca se había dignado a descender a la arena de la Duma. Siendo líder del partido pero no miembro de la cámara, carecía de inmunidad parlamentaria. Tampoco él, Anatoli Grishin, la tenía.

Si realmente había un maldito oficial de alta graduación dispuesto a irse de la lengua, el fiscal del Estado podría expedir los mandatos de busca y captura y tenerlos detenidos hasta el día de las elecciones.

Su experiencia como interrogador le había enseñado lo que un hombre es capaz de hacer llevado por el pánico: lanzarse desde un edificio, ponerse delante de un tren, arremeter contra alambradas. Si el presidente en funciones y su guardia pretoriana, los generales y los mandos de la milicia, habían entendido lo que les esperaba cuando Igor Komárov llegase al poder, debían de haber alcanzado ese estado de pánico.

—Vuelva a la residencia, padre —dijo Grishin al fin—, y recuerde lo que le he dicho. Ha ido usted demasiado lejos como para esperar el perdón por parte del régimen actual. Si quiere salvarse, la UFP ha de ganar. Quiero saber todo lo que pasa, todo lo que oiga, cada movimiento, cada reunión, cada llamada telefónica. Hasta el día de Año Nuevo.

El aterrorizado sacerdote se marchó a toda prisa. Seis horas después su anciana madre había contraído una pulmonía aguda. Máxim solicitó al bondadoso patriarca permiso —que le fue concedido— para ausentarse hasta que ella se recobrara. Al caer la noche se encontraba ya a bordo del tren rumbo a Zhitomir. Había hecho todo cuanto se le había pedido, y más. Pero ni Miguel ni todos sus ángeles habrían conseguido retenerlo en Moscú ni día más.

Esa misma noche Jason Monk escribió su último mensaje para Occidente. Como no tenía ordenador escribió de puño y letra en mayúsculas hasta completar dos folios. Luego, valiéndose de una lámpara de mesa y la pequeña cámara que le había procurado Umar Gunáyev, los fotografió varias veces y a continuación los quemó, arrojando las cenizas a la taza del váter. A oscuras retiró el carrete de la cámara y lo introdujo en su diminuto recipiente, no mayor que la articulación superior de su dedo meñique.

A las nueve y media Magomed y sus otros dos guardaespaldas lo condujeron a la dirección que les había dado, un humilde chalet, o izba, en los suburbios del sudeste de Moscú, en el distrito de Nagatino.

El anciano que abrió la puerta iba sin afeitar y vestía un raído jersey de lana. Monk ignoraba que antaño había sido un renombrado catedrático de la Universidad de Moscú, hasta que había roto con el régimen comunista y publicado un artículo para sus alumnos donde clamaba por la restauración de la democracia. Eso había ocurrido mucho antes de las reformas. La rehabilitación le había llegado demasiado tarde, y con ella una pequeña pensión del estado. Suerte tuvo de no acabar en un campo de trabajo. Le habían dejado sin su cargo en la universidad, por supuesto y sin piso. Se habla visto obligado a trabajar de barrendero. Así se hacían las cosas cuando gobernaban los comunistas. Si el culpable no iba a dar con sus huesos en los campos para convictos de actividades antisoviéticas, las autoridades simplemente le despojaban de todo medio de vida. Sin ir más lejos, el primer ministro checo instigador de la Primavera de Praga, Alexander Dubcek, había acabado cortando troncos.

Si el profesor logró sobrevivir fue gracias a una persona de su misma edad que un día se le había acercado por la calle, hablando en ruso aceptable pero con acento inglés. Nunca llegó a saber que se llamaba Nigel Irvine y se limitaba a llamarle lisa (zorro). Nada del otro mundo, decía el espía de la embajada. Les echaba una mano de vez en cuando. Cosas pequeñas, poco riesgo. Los ocasionales billetes de cien dólares le daban al profesor ruso para subsistir.

Aquella noche invernal, veinte años después, el ex profesor miró al hombre que había llamado a la puerta y dijo:

Si.

Tengo algo para Zorro dijo Monk.

El anciano asintió y extendió la mano. Monk le entregó el diminuto carrete de fotografía, él lo cogió y, sin más, cerró la puerta. Monk volvió andando al coche.

A medianoche, la pequeña Martii fue puesta en libertad con el carrete atado a una pata. Mitch y Ciaran la habían llevado a Moscú semanas atrás en su largo y viaje desde Finlandia.

Martii permaneció un momento en su repisa, extendió las alas y se elevó en espirales hacia la gélida noche moscovita. Subió hasta trescientos metros, allí donde el frío habría convertido a un ser humano en un carámbano de hielo.

En ese momento uno de los satélites de InTelCor estaba iniciando su trayecto por el cielo de las heladas estepas rusas. Fiel a sus instrucciones, el satélite empezó a emitir su mensaje cifrado «¿Estás ahí?», ajeno a que previamente había destruido a su criatura electrónica. En las afueras de la capital, los escuchas del FAPSI escudriñaban sus ordenadores en busca del sonido delator que indicaría que el agente extranjero buscado por el coronel Grishin había transmitido, de manera que los trianguladores pudieran fijar la fuente de la transmisión en un solo edificio. Pero el satélite pasó y no hubo ningún bip.

Un impulso magnético en su pequeña cabeza le dijo a Martti que su hogar, el sitio donde tres años atrás el polluelo había roto el cascarón, estaba hacia el norte. Y hacia el norte viró, contra el viento cortante, hora tras hora en la fría oscuridad, impulsada por el deseo de volver a casa. Nadie vio a Martti dejar la ciudad ni cruzar la costa con las luces de San Petersburgo a su derecha. Siguió volando y volando con su mensaje y su anhelo instintivo. Dieciséis horas después de partir de Moscú, aterida y exhausta, la paloma aterrizó en un pajar a las afueras de Helsinki. Unas manos cálidas le quitaron el carrete que llevaba prendido en la pata y al cabo de tres horas sir Nigel Irvine estaba leyendo en Londres los dos folios fotografiados.

Sonrió. La cosa había llegado al extremo buscado. Jason Monk tenía aún una misión que cumplir y luego debería ocultarse hasta que fuera seguro salir a la superficie. Pero ni siquiera Irvine podía predecir lo que aquel rebelde virginiano tenía en mente.

Mientras Martti volaba sin ser vista sobre sus cabezas, Igor Komárov y Anatoli Grishin estaban conferenciando en el despacho de aquél. El resto de la pequeña mansión que constituía el cuartel general estaba desierto, salvo los guardias que había en la planta baja. Fuera, la oscuridad amparaba a los perros de vigilancia.

Komárov estaba ante su escritorio, pálido como la ceniza a la luz de la lámpara. Grishin acababa de comunicar al líder de la Unión de Fuerzas Patrióticas la noticia que había sabido por el padre Máxim. Mientras se lo decía, Komárov había dado la impresión de encogerse. Lentamente había perdido su gélido autodominio y su firmeza inquebrantable había ido abandonándolo como la sangre en una hemorragia.

Grishin conocía el fenómeno. Les ocurría a los más temibles dictadores cuando se los despojaba repentinamente de su poder. Mussolini, el presuntuoso Duce, se había convertido de la noche a la mañana en un asustado hombrecillo que huía de todos. Los magnates de los negocios, cuando se les confiscaba el avión privado, se les embargaba la limusina, se les retiraban las tarjetas de crédito, les abandonaba el personal y el castillo de naipes se venía abajo, menguaban realmente de tamaño y su antigua mordacidad se volvía nueva jactancia. Grishin lo sabía porque más de una vez había visto a generales y ministros acurrucados de miedo en sus celdas, antiguos hombres fuertes del aparato reducidos a esperar el inmisericorde juicio del partido.

Todo se estaba derrumbando, agotados los días y las palabras. También a él le había llegado la hora. Siempre había despreciado a Kuznetsov y su universo de imágenes y palabras, su pretensión de que el poder procedía de un comunicado oficial. En Rusia el poder salía del cañón de un arma; siempre había sido así. Irónicamente, había tenido que ser el hombre a quien más aborrecía, la pimpinela escarlata, el americano, quien provocara aquella situación. Y ahora el presidente de la UFP, desprovisto al parecer de toda fuerza de voluntad, estaba casi a merced de Grishin, quien no estaba dispuesto a conceder la victoria a la milicia del presidente Iván Markov. No podía prescindir de Igor Komárov, pero sí podía salvar el pellejo y alcanzar luego un cargo como jamás había soñado poseer.

Ensimismado en su propio mundo interior, Komárov parecía un Ricardo II divagando sobre la catástrofe que le había sobrevenido en tan breve lapso de tiempo. No conseguía comprender del todo aquella transformación, aunque sí percibir de qué manera se había ido produciendo. A principios de noviembre parecía que nada podía impedir su victoria en las elecciones de enero. Su organización política era dos veces más eficaz que cualquier otra del país; su oratoria hipnotizaba a las masas. Las encuestas de opinión aseguraban que Komárov conseguiría el setenta por ciento del voto nacional, suficiente para barrer en la primera vuelta. Sus adversarios políticos estaban en plena desbandada, bien retirándose de la carrera electoral por falta de fondos, bien abatidos ante la magnitud de la ventaja de Komárov. Quienes trataban de asegurarse favores tras su segura victoria empezaban a adularle. Su triunfo político parecía fuera de toda duda.

El robo del Manifiesto Negro había sido inquietante en su momento pero, siendo que nada sucedía de mediados de julio en adelante, Komárov se había tranquilizado. Los culpables habían sido castigados, y silenciado el periodista británico que se pasaba de listo. Luego, durante meses, había reinado la calma. Su marcha hacia la cima del poder en Rusia continuaba sin contratiempos.

Ahora bien, el que un solo agente extranjero cuya cara había visto en fotografía, pudiera frustrar su ascensión al poder era algo sencillamente inimaginable. La destrucción de sus prensas, con el subsiguiente silencio de su periódico y su revista, habían sido motivo de furia pero nada más. Sabotaje y violencia eran parte integrante de la vida rusa, pero hasta entonces siempre habían sido administrados por el coronel Grishin siguiendo órdenes suyas. Sin embargo, la suspensión de sus programas televisivos de propaganda había actuado de catalizador para lo que luego le había enfurecido y desconcertado al mismo tiempo.

Komárov desdeñaba a la Iglesia y el clero, de modo que no concebía que el patriarca pudiera ser tomado en serio por parte de los órganos del Estado con sus locuras sobre una restauración monárquica. Y tampoco podía creer que Alexei II pudiera tener la menor influencia sobre el pueblo ruso. ¿Acaso el pueblo no vibraba con él, con Komárov? ¿No era de él de quien esperaban la salvación, una nueva disciplina, una limpieza a fondo de la patria? ¿Qué falta les hacía Dios cuando tenían a Igor Viktorovich Komárov?

Entendía las razones del judío Bernstein para volverse contra él. Si el maldito americano le había mostrado el manifiesto, era normal que hubiera reaccionado como lo hizo. Pero ¿y el viejo general? ¿Por qué le había denunciado Nikolai Nikoláiev? ¿No había comprendido el glorioso futuro que esperaba al ejército de Rusia? ¿Le preocupaban realmente al héroe de Kursk y Bagration unos cuantos judíos o chechenos?

Había sido el doble golpe de la entrevista concedida por el general a Izvestia y la suspensión de sus programas televisivos lo que al fin le había hecho ver la fuerza y amplitud de la alianza que alguien había formado en su contra. Y luego, encima, la mafia Dolgoruki, enardecida por las redadas en sus locales, y después la prensa.

De cualquier forma, todos estaban destinados a perecer. Iglesia, mafia, prensa libre, judíos, chechenos, extranjeros a todos les llegaría el momento de pagar sus tropelías.

—El intento de acabar con nuestros enemigos fue un error —dijo al fin.

—Con todos los respetos, señor presidente, teóricamente era perfecto. Sólo la más detestable de las suertes hizo que tres de ellos no estuvieran en sus domicilios aquella noche.

Komárov gruñó. La suerte podía haber sido mala, pero las consecuencias eran peores aún. ¿De dónde habían sacado los periodistas que él podía estar detrás de todo aquello? ¿Quién lo había filtrado? Los periodistas siempre habían escuchado atentamente sus palabras; sin embargo, ahora le insultaban. La conferencia de prensa había sido un desastre. Jamás había sido objeto de tanta insolencia. De eso se encargaba Kuznetsov. Sólo se concedían entrevistas privadas, donde era tratado con respeto y sus opiniones escuchadas con atención. Pero el muy tonto le había propuesto aquella conferencia de prensa…

—¿Está seguro de su fuente, coronel?

—Sí, señor presidente.

—¿Confía usted en él?

—Claro que no. Me fío de sus apetitos. Es venal y corrupto, pero ese hombre codicia ascensos y una vida de voluptuosidad, cosas que le he prometido. Nos reveló las dos visitas del espía inglés al patriarca, las dos del agente americano. Ya leyó usted la transcripción de la segunda entrevista con Monk, las amenazas que me obligaron a sugerir la medida de silenciar para siempre a la oposición.

—Pero esta vez… ¿cree que tendrían agallas para atacarnos?

—No podemos descartarlo —contestó Grishin, sabiendo que el ataque ya estaba planificado y organizado—. Por utilizar un término pugilístico, es un combate sin guantes. Nuestro imbécil presidente en funciones sabe que no puede competir con usted, pero tal vez sí con Ziugánov. Los altos mandos de la milicia se han dado cuenta a tiempo de la clase de purga que usted les tenía preparada. Valiéndose de las acusaciones de un vínculo financiero entre la UFP y la mafia, algunos altos cargos podrían maquinar contra nosotros. Sí, creo que pueden intentarlo.

—Si estuviera usted en su situación, ¿qué haría, coronel?

Grishin consideró llegado el momento para conseguir su objetivo: un ataque por sorpresa que se anticipara al previsto por el gobierno para Año Nuevo.

—Exactamente lo mismo. Cuando el sacerdote me contó de qué hablaba el patriarca, pensé que no podía ser verdad. Pero cuantas más vueltas le doy, más sentido le veo. La madrugada del 1 de enero es un momento adecuado. ¿Quién no tendrá resaca de la noche anterior? ¿Qué guardias estarán despiertos? ¿Quién será capaz de reaccionar con rapidez y firmeza? El uno de enero la mayoría de los rusos no puede ni tenerse en pie. Si, tiene sentido.

—¿Qué pretende decirme? ¿Que estamos acabados? ¿Que todo lo que hemos hecho ha sido en vano, que nunca habrá una Nueva Rusia por culpa de un político aterrorizado y ambicioso, un cura fantasioso y unos policías con exceso de celo?

Grishin se puso en pie y se inclinó sobre el escritorio.

—No hemos llegado tan lejos para esto, señor presidente. La clave del éxito es conocer las intenciones del enemigo. Eso lo sabemos. No nos dejan más que una alternativa: el ataque anticipado.

—¿Ataque? ¿Contra quién?

—Tomar Moscú, señor presidente. Tomar Rusia. Ambas pueden ser suyas en quince días. En Nochevieja nuestros enemigos estarán celebrando la fiesta, y sus tropas encerradas en los cuarteles hasta el amanecer. Yo puedo reunir una fuerza de ochenta mil hombres y apoderarme de Moscú durante la noche. Y Moscú significa Rusia.

—¿Un golpe de Estado?

—No sería la primera vez. Toda la historia de Europa y de Rusia es la de hombres con visión de futuro y determinación capaces de aprovechar la ocasión y hacerse con el Estado. Mussolini tomó Roma y toda Italia. Los coroneles griegos tomaron Atenas y toda Grecia. Sin guerra civil. Sólo un golpe rápido. Los vencidos huyen, sus partidarios se ponen nerviosos y buscan alianzas. Para Año Nuevo, Rusia puede ser suya, señor presidente.

Komárov reflexionó. Ocuparía los estudios de televisión y se dirigiría al país. Diría que había actuado para impedir una conspiración. El pueblo le creería. Los generales serían arrestados y los coroneles buscarían el ascenso cambiando de bando.

—¿Podría usted hacerlo?

—Señor presidente, en un país corrupto todo está en venta. Por eso la patria necesita a Igor Komárov, para limpiar esta pocilga. Con dinero puedo comprar todas las tropas que necesito. Déme la orden y yo le colocaré en los aposentos del Kremlin a mediodía de Año Nuevo.

Igor Komárov contempló el cartapacio con la barbilla apoyada en las manos. Tras unos minutos alzó la vista y miró a los ojos al coronel Grishin.

—Hágalo —dijo.

Si a Grishin le hubieran pedido que organizase una fuerza armada para, partiendo de cero, conquistar Moscú en cuatro días, nunca habría sido capaz de conseguirlo. Pero él no empezaba de cero. Desde hacía meses sabía que tras la victoria presidencial de Komárov la transferencia de todos los poderes del Estado a la UFP empezaría de inmediato.

El aspecto político de la victoria, la abolición formal de los partidos de oposición, sería asunto de Komárov. La tarea del coronel sería subyugar y desmantelar todas las unidades armadas del Estado.

En previsión de esa tarea, él había decidido ya cuales serían sus aliados naturales y cuáles sus enemigos más obvios. Entre estos últimos, el principal era la Guardia de Seguridad del Presidente, una fuerza compuesta por treinta mil hombres de los que seis mil estaban estacionados en Moscú, y mil en el propio Kremlin. Al mando del general Sergei Korin, sucesor del célebre Alexandr Korzhakov nombrado por Yeltsin, tenían como oficiales a hombres propuestos por el difunto presidente Cherkassov. Lucharían por la legitimidad del Estado y contra los golpistas.

Después estaba el Ministerio del Interior con su propio ejército de ciento cincuenta mil hombres. Por fortuna para Grishin, la mayor parte de ese contingente estaba esparcida a lo largo y ancho de Rusia, con sólo cinco mil hombres en la capital. Los generales del Presídium del MVD no tardarían en darse cuenta de que iban a estar en los primeros vagones con destino al Gulag, conscientes, como la guardia presidencial, de que en la Nueva Rusia no había sitio para ellos y los Guardias Negros de Grishin.

En tercer lugar, una exigencia irrenunciable de la mafia Dolgoruki: el arresto e internamiento de las dos brigadas antibandas, los federales dirigidos desde la sede del MVD en la playa Zhitny y la unidad de Moscú, el GUVD dirigida por el general Petrovsky desde la calle Shabolovka. Ambas brigadas, y sus Fuerzas de Intervención Rápida, sabrían sin duda que el único lugar para ellos en la Rusia de Grishin sería un campo de trabajo o el patio de ejecución.

Pero en el crisol de ejércitos gubernamentales o privados que poblaban la caótica Rusia de 1999, Grishin sabía que también tenía aliados naturales o sobornables. La clave para la victoria era mantener al ejército confuso e ignorante de la situación, reñido consigo mismo y en última instancia impotente.

Las fuerzas con que podía contar de forma inmediata eran los seis mil guardias negros y los veinte mil jóvenes combatientes. Los primeros constituían un cuerpo de élite que él mismo había creado a lo largo de los años. Los mandos comprendían ex miembros de las fuerzas especiales, de paracaidistas, infantes de marina y hombres del MVD que habían tenido que demostrar en brutales ceremonias de iniciación tanto su crueldad como su devoción a la ultraderecha.

Sin embargo, entre los cuarenta oficiales de mayor graduación debía de haber un traidor. Era evidente que alguien había estado en contacto con las autoridades y los medios informativos para denunciar los cuatro intentos de asesinato del 21 de diciembre como obra de la Guardia Negra. La cosa había sido demasiado rápida para ser espontánea. A Grishin no le quedaba otro remedio que arrestar y mantener aislados a esos cuarenta oficiales, y así se hizo el 28 de diciembre. Los interrogatorios intensivos y el desenmascaramiento del traidor vendrían después. Para mantener alta la moral, se cubrieron los puestos ascendiendo a oficiales de menor graduación con la excusa de que sus superiores estaban haciendo un curso fuera de la capital.

Sobre un plano a gran escala de Moscú Oblast, Grishin preparó su plan de ataque para la Nochevieja. Contaría con la gran ventaja de que las calles estarían casi desiertas.

En Rusia las fiestas del Año Nuevo son de gran importancia. Prácticamente nadie trabaja la tarde de Nochevieja pues los moscovitas se van a sus casas o a fiestas particulares con su provisión de alcohol para pasar la noche. Oscurece a eso de las tres y media de la tarde y después de esa hora sólo los desesperados por conseguir mas alcohol se aventuran a salir a la noche helada.

Todo el mundo festeja la Nochevieja, incluyendo los vigilantes y el personal de servicios mínimos que no pueden tomarse el día libre. Pero ellos se llevan al trabajo sus propias provisiones de licor.

Hacia las seis de la tarde, calculaba Grishin. Las calles serían suyas. A esa hora todos los ministerios y principales edilicios del gobierno estarían vacios, salvo el personal de vigilancia, y hacia las diez de la noche incluso ellos y los soldados que permanecían en los cuarteles serían incapaces de defenderse.

Medida prioritaria, una vez que sus fuerzas estuvieran en la ciudad, sería bloquear Moscú para que no recibiera ayuda. Eso se lo encargaría a los Jóvenes Combatientes. Había cincuenta y dos calles importantes en Moscú, y para bloquearlas sólo necesitaría ciento cuatro camiones pesados, repletos de grava de hormigón.

Dividió a los jóvenes Combatientes en los grupos necesarios, cada uno al mando de un guardia negro con experiencia. Los camiones los conseguiría alquilándolos a transportistas de fuera de la ciudad o robándolos a punta de pistola en la mañana del 31 de diciembre. A la hora prevista cada grupo ocuparía su posición avanzando desde los cruces hasta quedar atravesados en todas las calzadas.

En todos los accesos importantes de Moscú, la frontera entre Moscú Oblast y la provincia vecina esta señalizada por un puesto de la milicia. Una pequeña garita con varios aburridos soldados rasos y un teléfono además de un vehículo blindado de transporte de personal. Este estaría desatendido la noche del golpe pues la tripulación estaría celebrando en la garita. En el caso de la única carretera que Grishin necesitaba para entrar en la ciudad, este puesto sería sencillamente eliminado. En todos los demás, los jóvenes Combatientes aparcarían sus camiones atravesados en la calzada en el siguiente cruce dentro ya de la ciudad, y dejarían que los milicianos se emborracharan como de costumbre. Acto seguido, los doscientos jóvenes combatientes por grupo organizarían sus emboscadas protegidos por los camiones e impedirían que ninguna columna de refuerzo entrara en Moscú.

Dentro de la capital necesitaba tomar siete objetivos, cinco secundarios y dos principales. Como su Guardia Negra estaba acuartelada en cinco bases rurales sólo contaba con un pequeño cuartel dentro de la ciudad desde donde suministraba personal para la casa de Komárov, lo más fácil sería entrar por cinco ejes. Pero para una buena coordinación sería necesario un torrente de transmisiones radiofónicas, y él prefería el silencio. Así que decidió organizar un solo convoy de camiones.

Como su base principal estaba al nordeste de Moscú, Grishin decidió llevar allí al conjunto de sus seis mil hombres, pertrechados y en sus vehículos, el 30 de diciembre, e invadir la ciudad por la principal autopista, que empieza llamándose Yaroslavskovt Chaussere para convertirse en Prospekt Mira (avenida de la Paz) a medida que se aproxima a la carretera de circunvalación.

Uno de sus objetivos prioritarios, el gran complejo televisivo de Ostankino, quedaba a unos cuatrocientos metros de esa carretera, y a tal efecto pensaba destacar allí a un tercio de sus seis mis hombres. Con los restantes cuatro mil, mandados por él mismo se dirigiría al sur más allá del Estadio Olímpico, cruzaría el Ring Road y penetraría en el corazón de la ciudad en busca del objetivo crucial: el mismísimo Kremlin.

Aunque Kremlin significa simplemente «fortaleza» y toda ciudad antigua de Rusia tiene su fortaleza en el centro de la misma ciudad amurallada, el Kremlin de Moscú es desde hace mucho el símbolo del poder supremo y la ostentación visible de ese poder. El Kremlin tenía que ser suyo antes del amanecer, sometida su guarnición e inutilizadas sus instalaciones de radio, o de lo contrario el péndulo oscilaría hacia el otro lado.

La intención de Grishin era delegar la toma de los cinco objetivos secundarios a los cuatro cuerpos armados que confiaba poder organizar, pese al breve tiempo de que disponía.

Los objetivos eran las oficinas del alcalde en la calle Tverskaya, con una sala de comunicaciones desde donde se podía pedir socorro; el Ministerio del Interior en la plaza Zlritnava, y su red de comunicaciones con el ejército que el NVD tenía por toda Rusia, así como el cuartel anexo del OMON; el complejo de edificios presidenciales y ministeriales en y cerca de Staraya Ploschad; el aeródromo de Khodinka con su cuartel de la GRU, una zona perfecta para lanzar paracaidistas si estos eran requeridos para salvar al Estado; y la sede del parlamento, la Duma.

En 1993, cuando Boris Yeltsin dirigió los cañones de sus tanques contra la Duma para obligar a los congresistas insurrectos a salir con las manos en alto, el edificio sufrió daños considerables. Durante cuatro años la cámara se había trasladado a las viejas oficinas del Gosplan en la plaza Manege, pero una vez reparados los daños el parlamento ruso había vuelto a la Casa Blanca en Novy Arbat, a orillas del río.

Las oficinas del alcalde, la Duma y los edificios ministeriales de Starava Ploschad estarían desiertos durante la Nochevieja. Con las puertas destrozadas por cargas explosivas, la ocupación sería fácil. Podían encontrar resistencia en el cuartel del OMON en la base de Khodinka si las tropas de Petrovsky o los pocos paracaidistas y oficiales del espionaje militar que había en el viejo aeródromo decidían cumplir con su deber. Esos dos objetivos habría de encomendarlos a las Fuerzas Especiales que tenía intención de comprar.

Como octavo objetivo, e indiscutible en cualquier golpe militar, estaba el Ministerio de Defensa. El enorme bloque de piedra gris situado en la plaza Arbátskaya tampoco plantearía problemas, pero en su interior estaba el centro general de comunicaciones que podía dar aviso instantáneamente a cualquier base del ejército, la armada o las fuerzas aéreas. Grishin no asignó tropas para el asalto al ministerio, pues le reservaba planes muy especiales.

No era difícil encontrar en Rusia aliados naturales para un golpe de extrema derecha. Entre ellos destacaba el Servicio Federal de Seguridad o FSB, heredero del antaño poderosísimo Segundo Directorio del KGB, el vasto organismo que mantenía la represión interna en la URSS a los niveles exigidos por el Politburó. Desde la llegada de la zaherida democracia, sus antiguos poderes se habían ido desvaneciendo.

El FSB, con sede en la célebre central del KGB en la plaza Dzerzhinsky, ahora plaza Lubyanka, y con la igualmente famosa y temida cárcel de Lubyanka detrás, seguía siendo responsable del contraespionaje, además de tener una división dedicada a combatir el crimen organizado. Pero este cuerpo no era ni la mitad de efectivo que el GUVD de Petrovsky y, por tanto, no había provocado exigencias de venganza desde la mafia Dolgoruki.

El FSB contaba con el apoyo de dos cuerpos de tropas de intervención rápida, el Grupo Alfa y el Vympel (estandarte). Ambos grupos habían sido antiguamente las más selectas y temidas unidades de élite rusas, comparadas a veces —con excesivo optimismo— al SAS británico. La crisis se había producido por una cuestión de lealtad.

En 1991 el ministro de Defensa Yazov y el presidente del KGB Kryuchkov prepararon un golpe contra Gorbachov. El golpe fracasó aunque propició la caída de Gorbachov y la subida al poder de Yeltsin. En principio el Grupo Alfa formaba parte de la operación; pero a media intentona cambió de parecer y permitió que Yeltsin saliera de la Duma, saltara a un carro de combate y se convirtiera en héroe a ojos del mundo. Para cuando un apesadumbrado Gorbachov pudo salir de su arresto domiciliario en Crimea y volar a Moscú para encontrarse con su enemigo Yeltsin detentando el poder, en el aire flotaban ya graves interrogantes sobre el Grupo Alfa. Y lo mismo se aplicaba al Vympel.

En 1999 ambas unidades de élite, con su moderno armamento y su fama de duros combatientes, seguían desacreditados. Pero para Grishin contaban con dos grandes ventajas. Primero, contaban con muchos oficiales y suboficiales simpatizantes de la extrema derecha: antisemitas, antiminorías étnicas y antidemócratas. Segundo, hacía seis meses que no cobraban sus salarios.

La propuesta de Grishin fue como un canto de sirena: restauración de los viejos poderes del KGB, instauración del trato preferente que merecía un verdadero cuerpo de élite, e incremento del ciento por ciento de los sueldos a partir de ese mismo día.

El día de Nochevieja las tropas del Vympel recibieron orden de armarse, dejar los barracones, dirigirse al aeródromo y la base de Khodinka y ocupar ambas cosas. Al Grupo Alfa le tocó el Ministerio del Interior y el cuartel del OMON, mientras otro destacamento tomaba el cuartel de las SOBR en la calle Shabolovka.

Antes, el 29 de diciembre, el coronel Anatoli Grishin asistió a una reunión en la suntuosa dacha que la mafia Dolgoruki tenía a las afueras de Moscú. Allí pudo hablar con el Skhod, el consejo supremo que gobernaba el clan. Para él fue un encuentro crucial. En opinión de la mafia, Grishin tenía muchas aclaraciones que hacer. Las redadas del general Petrovsky todavía les dolían. Pero el estado de ánimo fue cambiando a medida que Grishin daba explicaciones. Cuando les reveló que había habido un plan para declarar a Komárov persona indigna para las próximas elecciones, la alarma pudo más que los sentimientos agresivos. Los Dolgoruki habían apostado muy fuerte por su éxito electoral. El golpe de gracia fue la revelación de que el gobierno pretendía arrestar a Komárov y aplastar a la Guardia Negra. Antes de transcurrida una hora los propios mafiosos estaban pidiendo consejo a Grishin. Cuando éste les anunció lo que tenía en mente, se quedaron pasmados. Ellos estaban especializados en gangsterismo, fraude, estraperlo, extorsión, drogas, prostitución y asesinato. Un golpe de Estado era apuntar demasiado alto.

—No es más que un robo a gran escala, el robo de la República Federal —dijo Grishin—. Si se niegan, volverán a ser acosados por el MVD, el FSB, en fin, por todos. Si aceptan, el país será nuestro. —Empleó la palabra zemlya, que significa la tierra, el país con todas sus riquezas.

En la cabecera de la mesa, un viejo vor zacone (ladrón por derecho), nacido en el seno del hampa como su padre y todo su clan y que entre los Dolgoruki era el equivalente del Don de Dones siciliano, se quedó mirando a Grishin en silencio. Había una gran expectación. Entonces el gángster empezó a asentir con la cabeza, subiendo y bajando el arrugado cráneo como un lagarto viejo, dando a entender su consentimiento. Se llegó a un pacto sobre la última suma de dinero que Grishin necesitaba. También se acordó el préstamo de la tercera fuerza armada del país. Doscientas de las más de ochocientas «empresas de seguridad» en Moscú eran tapaderas de la Dolgoruki. Ellas aportarían dos mil hombres, ex soldados o espías del KGB, todos ellos bien armados. Ochocientos para asaltar, tomar y defender la desierta Casa Blanca, sede de la Duma, y otros mil doscientos para la oficina presidencial y los ministerios relacionados, asimismo vacíos por Nochevieja, agrupados en torno a Staraya Ploschad.

Ese mismo día Jason Monk telefoneó al general Petrovsky de la milicia. Aún estaba viviendo en el cuartel de los SOBR.

—¿Sí?

—Soy vo otra vez. ¿Qué está haciendo?

—¿Y a usted qué le importa?

—¿Está preparando el equipaje?

—¿Cómo lo ha sabido?

—Todos los rusos quieren pasar las fiestas con sus familias.

—Oiga, mi avión sale dentro de una hora.

—Creo que debería cancelar su billete. Ya habrá otras Nocheviejas.

—¿De qué está hablando?

—¿Ha leído los periódicos de la mañana?

—No demasiado. ¿Por qué?

—Los últimos sondeos de opinión, los que recogen las revelaciones de la prensa sobre la UFP y la conferencia de prensa de Komárov, le dan un cuarenta por ciento.

—Bueno, pues perderá las elecciones. Tendremos a Ziugánov, el neocomunista. ¿Qué quiere que haga?

—¿Cree que Komárov lo aceptará? Ya se lo dije, ese hombre es un enfermo.

—Pues tendrá que aceptarlo. Si pierde dentro de quince días, se acabó Komárov.

—Aquella noche usted me dijo algo.

—¿El qué?

—Dijo: «Si alguien ataca al Estado ruso, el Estado sabrá defenderse».

—Vamos a ver, ¿qué sabe usted que yo no sé?

—Saber, no sé nada. Sólo sospecho. ¿No sabía que sospechar es una especialidad de los rusos?

Petrovsky miró el auricular y luego a su maleta a medio hacer sobre la estrecha litera del cuartel.

—Komárov no se atrevería —dijo escuetamente—. Nadie se atrevería.

—Yazov y Kryuchkov lo intentaron.

—Eso fue en 1991. No compare.

—Pero porque se equivocaron. ¿Por qué no se queda unos días en la ciudad, general? Por precaución.

El general Petrovsky colgó y empezó a deshacer la maleta.

Grishin se aseguró su último aliado en una entrevista en una cervecería el 30 de diciembre. Su interlocutor era un cretino barrigudo, mano derecha del jefe de las bandas callejeras del Movimiento Nueva Rusia. Pese a su portentoso nombre, el MNR era poco más que una deslavazada reunión de matones ultraderechistas tatuados y de cabeza rapada que obtenían ingresos y placer, respectivamente, de robar y apalizar judíos, ambas cosas, como no dejaban de gritar a los transeúntes, en nombre de Rusia.

El fajo de dólares que Grishin había sacado estaba sobre la mesa, y el gordo del MNR lo miraba con ansia.

—Puedo conseguir quinientos chicos cuando me dé la gana —dijo—. ¿Cuál es el trabajo?

—Cinco de mis guardias negros estarán al mando. O acepta sus órdenes de combate o no hay trato.

Órdenes de combate sonaba muy bien, a militar. Los del MNR se consideraban soldados de la Nueva Rusia, aunque nunca se habían mezclado con la Unión de Fuerzas Patrióticas. No les gustaba mucho la disciplina.

—¿Cuál es el objetivo?

—Nochevieja, entre las diez y la medianoche. Asaltar, tomar y defender las oficinas del alcalde. Y cuidado: nada de alcohol hasta el amanecer.

El segundo de a bordo del MNR ponderó la propuesta. Por más duro de mollera que fuese, podía entender que la UFP se estaba jugando el todo por el todo. Bueno, ya era hora. Se inclinó sobre la mesa al tiempo que ponía su manaza sobre el fajo de billetes.

—Cuando todo esto acabe, de los judíos nos encargaremos nosotros.

Grishin sonrió:

—Será mi regalo personal.

—Trato hecho.

Fijaron los detalles para que la banda se reuniera en los jardines de la plaza Pushkinskaya, a trescientos metros de la mansión que albergaba el ayuntamiento de Moscú. No desentonarían mucho. La plaza estaba delante del principal MacDonald’s de la ciudad.

Llegado el momento, meditó Grishin mientras se alejaba en coche, los judíos de Moscú recibirían su merecido, pero también la escoria del MNR. Sería divertido meterlos en los mismos trenes rumbo al este, camino de la lejana Vorkhuta.

El 31 por la mañana Jason Monk llamó de nuevo al general Petrovsky. Este se encontraba en su oficina del semidesierto cuartel general del GUVD en la calle Shabolovka.

—¿Todavía al pie del cañón?

—Sí, maldita sea.

—¿El GUVD tiene algún helicóptero?

—Por supuesto.

—¿Puede volar con este tiempo?

Petrovsky miró las bajas nubes plomizas desde la ventana con barrotes.

—Hasta ahí arriba no. Pero creo que por debajo no habría problema.

—¿Sabe dónde están ubicados los campamentos de la Guardia Negra alrededor de Moscú?

—No; pero puedo averiguarlo. ¿Por qué lo pregunta?

—Sugiero que se dé un paseo en helicóptero y eche un vistazo.

—¿Qué motivo podría tener para hacerlo?

—Si fueran ciudadanos amantes de la paz, lo normal es que las luces de los barracones estuvieran encendidas y los hombres dentro tomando un aperitivo antes del almuerzo y preparando una noche de festejos. Vaya a ver. Le llamaré dentro de cuatro horas.

Cuando Monk lo hizo, Petrovsky estaba muy serio.

—Cuatro de ellos parecían cerrados. Su campamento personal, al nordeste de aquí, era como un hormiguero. Había unos cien camiones. Parece que han trasladado toda la fuerza a un solo campamento.

—¿Por qué lo habrán hecho, general?

—Dígamelo usted.

—No lo sé, pero no me gusta. Huele a maniobras nocturnas.

—¿En Nochevieja? No diga tonterías. Todo el pueblo ruso se dedica a emborracharse.

—A eso iba. A medianoche no habrá un soldado en todo Moscú que se tenga en pie. A menos que reciba la orden de estar sobrio. No será una orden recibida con vítores, pero como le he dicho habrá otras Nocheviejas. ¿Sabe quién es el jefe del regimiento OMON?

—Naturalmente. El general Koslovsky.

—¿Y el jefe del Escuadrón de Seguridad del Presidente?

—El general Korin.

—Estarán los dos con sus respectivas familias, ¿no?

—Supongo.

—Mire, de hombre a hombre, si ocurriera lo peor, si al final ganase Komárov, ¿qué les pasaría a usted, a Tatiana y a su esposa? ¿No merece una noche en vela, unas cuantas llamadas telefónicas?

Después de colgar, Jason Monk cogió un plano de Moscú y sus alrededores. Recorrió con el dedo la zona nororiental de la ciudad. Petrovsky había dicho que ahí debía encontrarse la principal base de la UFP y la Guardia Negra. Desde el nordeste la principal arteria era el Yaroslavskoye Chaussee, que luego adoptaba el nombre de Prospekt Mira y pasaba junto al complejo de Ostankino. Monk hizo otra llamada.

—Umar, amigo mío. Necesito un último favor. Sí, juro que será el último. Un coche con teléfono y un número donde pueda encontrarle esta noche… No, no hace falta que envíe a Magomed. Eso les estropearía la fiesta de Nochevieja. Con el coche y el teléfono me basta. Ah, y una pistola. Si no representa un gran problema.

Monk oyó la carcajada de Umar.

—¿Si quiero alguna en especial? Pues… —Volvió mentalmente a Castle Forbes—. ¿Puede conseguirme una Sig Sauer suiza?