18

El coronel Anatoli Grishin pasó el resto de la mañana, la hora del almuerzo y parte de la tarde encerrado en su despacho escuchando la grabación de la entrevista entre el patriarca Alexei II y Jason Monk. Había ciertos pasajes confusos, tintineo de tazas al ser removido el café, pero en general se oía con bastante claridad.

La cinta empezaba con el sonido de una puerta al abrirse, el padre Máxim entrando con el café. Los sonidos se oían amortiguados porque en ese momento la grabadora estaba en un bolsillo de su sotana. Grishin oyó la bandeja al ser depositada en la mesa, y luego una voz que decía: «No se moleste». Había una respuesta igualmente amortiguada al arrodillarse el padre Máxim para recoger los terrones de azúcar.

La calidad de sonido mejoraba cuando Máxim colocaba la diminuta grabadora bajo el escritorio. La voz del patriarca se oía con claridad diciéndole al sacerdote: «Gracias, padre, puede retirarse». Luego, silencio hasta que se oía cerrarse una puerta, el informador que se iba. Después el patriarca: «Bien, ahora ya puede explicar el motivo de su visita». Monk empezaba a hablar. Grishin pudo distinguir el ligero acento nasal del norteamericano en su ruso perfecto. Empezó a tomar notas. Escuchó tres veces la conversación antes de redactar una transcripción literal. Aquél no era trabajo para ningún secretario, por más fiable que fuera. Grishin fue llenando página tras página con su pulcra caligrafía cirílica. A veces hacía una pausa, retrocedía, aguzaba el oído y reanudaba sus anotaciones. Cuando estuvo seguro de tenerlo todo, dejó de escribir.

Se oía el arrastrar de una silla, y luego la voz de Monk diciendo: «No creo que volvamos a vernos, Santidad. Sé que hará cuanto esté en su mano por el país y el pueblo a los que tanto ama». Pisadas cruzaban la alfombra. De lejos, cuando llegaban a la puerta, se oía la respuesta del patriarca: «Con la gracia de Dios, lo intentaré». La puerta debió de cerrarse al salir Monk. Grishin oyó cómo Alexei volvía a tomar asiento. Diez segundos después, la cinta llegaba al final.

Grishin se retrepó en su sillón y meditó sobre lo que había estado escuchando. Las noticias eran todo lo malas que uno podía imaginar. Cómo un solo hombre, se preguntó, podía ocasionar tantos perjuicios era algo difícil de entender. La clave, por supuesto, era la estupidez del difunto N. I. Akópov al dejar manifiesto al alcance de un ladrón. El daño producido por aquel único fallo era incalculable.

Monk, era obvio, había llevado la voz cantante. Las primeras intervenciones de Alexei II habían sido para señalar que comprendía y aprobaba. Su contribución personal aparecía hacia el fin de la cinta.

El norteamericano no había estado ocioso. Decía que inmediatamente después de Nochevieja se iniciaría una campaña destinada a destruir las posibilidades electorales de Igor Komárov, por todo el país mediante un proceso de desacreditación masiva. Tal proceso constaba de tres elementos básicos, promovidos por Monk.

Primero, el general Nikolai Nikoláiev ofrecería una serie de entrevistas en radio, prensa y televisión en las cuales iba a criticar a la UFP, haciendo un llamamiento a todos los militares y exmilitares para que votasen a otro partido. Había veinte millones de veteranos entre los ciento diez millones de votantes censados. El daño que aquel hombre podía originar era inimaginable.

Segundo, la suspensión de toda la publicidad favorable a Komárov ejercida por las dos cadenas comerciales de televisión; ésta era obra de los banqueros, de los cuales tres de cada cuatro eran judíos, y el líder e inspirador era Leonid Bernstein, del Moskovsky Federal.

La tercera contribución de Monk tenía que ver con la mafia Dolgoruki. Grishin los consideraba desde siempre pura escoria y futura carne de cañón para los campos de trabajo. Pero, de momento, su respaldo financiero era vital. Ningún político podía aspirar a la presidencia de Rusia sin una campaña a nivel nacional que costaba trillones de rublos. El pacto secreto con la más poderosa y próspera mafia al oeste de los Urales había significado una mina de oro, excediendo con mucho a todo lo que cualquier otro candidato podía conseguir. Algunos habían arrojado ya la toalla, incapaces de hacer frente al despliegue de la UFP.

Las seis redadas efectuadas al amanecer del día anterior habían sido desastrosas para el clan Dolgoruki, pero ninguna tanto como el hallazgo de los documentos financieros. El GUVD difícilmente podía haber accedido a esa información. La traición de una mafia rival parecía la respuesta más obvia, pero en el mundo cerrado de los gángsters nadie, pese a las luchas intestinas, habría sido capaz de chivarse al GUVD. Y sin embargo ahí estaba Monk informando al patriarca sobre el origen de la filtración, un repugnante oficial renegado de alta graduación perteneciente a la Guardia Negra.

Si los Dolgoruki llegaban a probar semejante cosa —y Grishin sabía que corrían rumores, rumores que él había negado tajantemente, la alianza podía darse por terminada—. Para empeorar las cosas, la cinta revelaba que un equipo de contables había comenzado ya a trabajar en los papeles encontrados en el casino, y que para Nochevieja confiaban poder demostrar los vínculos económicos entre mafia y UFP. El informe iría directamente al despacho del presidente en funciones. Durante el mismo período, el general Petrovsky, hombre imposible de sobornar o intimidar, seguiría presionando a la mafia Dolgoruki con sucesivas redadas. Si estas redadas de la milicia se producían, nada iba a convencer al clan Dolgoruki de que detrás del GUVD no había una fuente de la Guardia Negra.

La intervención del patriarca, tal como se anunciaba hacia el final de la cinta, era quizá la más potencialmente peligrosa. El presidente en funciones, Iván Markov, celebraría el Año Nuevo con su familia lejos de Moscú y regresaría el 3 de enero. Ese mismo día recibiría al patriarca, quien pretendía interceder personalmente para que Markov invalidara la candidatura de Igor Komárov por considerarlo «persona indigna». Con la evidencia del vínculo con el hampa proporcionada por Petrovsky y la intervención personal del patriarca de Moscú Todas las Rusias, el presidente entonces no tendría el menor inconveniente en acceder. No había que olvidar que él mismo era candidato y no le hacía ninguna gracia enfrentarse a Komárov en las urnas.

Cuatro traidores, meditó Grishin. Cuatro traidores a la Nueva Rusia que debía ver la luz a partir del 16 de enero, con él mismo a la cabeza de un cuerpo de élite formado por doscientos mil guardias negros dispuestos a cumplir las órdenes del líder. Muy bien, él se había pasado la vida atrapando traidores; sabía cómo tratarlos.

Escribió a máquina una copia de su propia transcripción a mano y pidió al presidente Komárov dos horas ininterrumpidas de su tiempo para aquella misma tarde.

Jason Monk había dejado el piso del parque Sokolniki y estaba instalado en otro desde cuyas ventanas podía ver la media luna en lo alto de la mezquita donde había conocido a Magomed, el hombre que ahora se ocupaba de protegerlo pero que aquel día habría podido matarle fácilmente.

Monk tenía que enviar un mensaje a sir Nigel Irvine, el antepenúltimo según el plan del anciano inglés. Lo tecleó en su ordenador portátil, como había hecho con los mensajes anteriores. Al terminar, pulsó el botón «codificar» y el mensaje desapareció de la pantalla, encriptado en los bloques de números del one time pad y archivado en el disco flexible a la espera de que pasase el satélite de InTelCor.

Monk no necesitaba estar pendiente de ello, Las pilas estaban cargadas y el ordenador conectado, esperando la conexión con el ComSat que surcaba el espacio.

No conocía a Ricky Taylor, natural de Columbus Ohio ni le conocería nunca. Pero aquel granujiento adolescente le salvó probablemente la vida.

Ricky tenía diecisiete años y era un apasionado de los ordenadores, uno de esos jóvenes con disfunciones producto de la era la informática que se pasan la vida ante una pantalla fluorescente. Desde su primer PC a los siete años, Ricky había ido superando los diversos estadios de aprendizaje hasta que los desafíos admitidos se le agotaron y ya solo lo prohibido por la ley despertaba en él estímulo suficiente, ese «colocón» periódico de todo verdadero adicto. Para Rycky no existía el suave ritmo del paso de las estaciones, ni la camaradería de entre compañeros, ni siquiera interés por las chicas. La fijación de Ricky era piratear en sus bases de datos más celosamente guardadas.

En 1999 InTelCor no solamente era uno de los líderes en comunicaciones de uso estratégico, diplomático o comercial; destacaba también como inventor y distribuidor de los juegos de ordenador más complicados.

Ricky era un experto cibernauta aburrido de Internet. Lo que ansiaba era medirse con los programas Ultra de InTelCor. Pero sabía un problema: acceder legalmente al sistema costaba dinero. Así, había empleado semanas tratando de penetrar el mainframe de InTelCor por la puerta de atrás. Y tras todo aquel esfuerzo, Ricky creía estar ahora a punto de lograrlo. Ocho husos horarios al oeste de Moscú, su pantalla dio por enésima vez: «Código de receso, por favor». Tecleó lo que pensaba que podía servir. Y de nuevo la pantalla anunció: «Acceso denegado».

En algún punto del espacio al sur de las montañas de Anatolia, el ComSat de InTelCor seguía un rumbo norte, camino de Moscú.

Al diseñar el emisor/receptor de Monk los técnicos de la multinacional habían incluido, siguiendo instrucciones, un código de borrado total formado por cuatro dígitos. Era para protegerle en caso de captura, siempre y cuando Monk pudiera introducir el código antes de ser apresado. Pero si la máquina era capturada intacta, había argumentado el jefe del equipo (un ex criptógrafo de la CIA sacado especialmente del retiro para ese trabajo), el enemigo podía emplearla para enviar mensajes falsos. Así que, para demostrar su autenticidad, Monk debía incluir ciertas palabras puestas en secuencia. Si llegaba una transmisión sin esas palabras, el ex criptógrafo de la CIA sabría que quien enviaba el mensaje no era de los suyos. Llegado a ese punto podría utilizar el ordenador central Compuserve para acceder al portátil de Monk vía satélite y usar esos mismos cuatro dígitos para rechazar sus mensajes y borrar su memoria, dejando al enemigo con las manos vacías.

Rick Taylor había conseguido entrar en el ordenador central cuando pulsó por azar aquellos cuatro dígitos de borrado total. El satélite sobrevoló Moscú y mandó su señal de «¿Estás ahí?». El portátil respondió «Sí» y el satélite, obediente a sus instrucciones, lo fulminó.

La primera noticia la tuvo Monk al ir a examinar la máquina y encontrarse con su mensaje de nuevo en la pantalla. Lo cual significaba que había sido rechazado. Anuló manualmente el mensaje, a sabiendas de que algo había ido mal y ya no tenía contacto.

Sir Nigel Irvine le había dado una dirección poco antes de partir de Londres. Monk no sabía dónde caía ni a quién pertenecían las señas. Pero no disponía de otra cosa. Ya no podría recibir ningún mensaje. Por primera vez, Monk estaba totalmente solo. No habría más informes sobre el avance de la operación, ni confirmaciones sobre las acciones llevadas a cabo. Inutilizada su costosa tecnología, sólo podía fiarse de los antiguos elementos del Gran Juego: instinto, sangre fría y suerte. Rezó para que no le abandonaran.

Igor Komárov terminó la lectura de la transcripción y levantó la vista. Nunca había sido un hombre de color saludable, pero Grishin notó que ahora su rostro era como una hoja de papel blanco.

—Esto no me gusta —dijo Komárov.

—Desde luego, señor presidente.

—Debería usted haberle capturado hace tiempo.

—La mafia chechena le ampara. De eso podemos estar seguros. Viven como ratas en su mundo subterráneo.

—Las ratas se pueden exterminar.

—Desde luego, señor presidente. Y las exterminaremos, cuando usted sea el líder indiscutible de este país.

—Hay que hacérselo pagar.

—Lo pagarán. Hasta que no quede ninguno de ellos. Komárov seguía mirando a Grishin con sus ojos avellanados, pero tenía la mirada descentrada como si estuviera contemplando otro tiempo y otro lugar, un tiempo futuro, un lugar donde podría ajustar las cuentas a sus enemigos. Los dos puntitos rojos brillaban sobre sus pómulos.

—Venganza. Quiero venganza. Me han atacado a mí, han atacado a Rusia, a la Madre Patria… Canallas como éstos no merecen clemencia… —Su voz estaba subiendo de tono y las manos empezaban a temblar a medida que la rabia resquebrajaba el autodominio. Grishin sabía que si conseguía plantear las cosas con habilidad se saldría con la suya. Se inclinó sobre el escritorio, obligando a Komárov a mirarle a los ojos. Lentamente, la rabia demoníaca fue menguando hasta que Grishin supo que había llamado su atención.

—Escuche, señor presidente. Por favor. Lo que sabemos me permite volver completamente las tornas. Tendrá la venganza que me pide. Sólo tiene que dar la orden.

—¿A qué se refiere, Anatoli Grishin?

—La clave del contraespionaje, señor presidente, es el conocimiento de las intenciones del enemigo. Ya estamos haciendo algo al respecto. Dentro de unos días no habrá ningún candidato al trono de Todas las Rusias. Ahora tenemos una nueva revelación acerca de sus intenciones. Una vez más debo proponer la eliminación total.

—¿Los cuatro hombres?

—No hay otra alternativa.

—Debe hacerse sin dejar el menor rastro. Es demasiado pronto para dejar pistas.

—No quedará ninguna. En cuanto al banquero, ¿cuántos han sido asesinados en los últimos diez años? Por lo menos cincuenta. Hombres enmascarados, un ajuste de cuentas. Eso está a la orden del día.

»En cuanto al policía, la banda Dolgoruki se alegrará de ocuparse de ese trabajo. ¿Cuántos policías han sido liquidados? Ocurre constantemente.

»En cuanto a ese imbécil de general, podría ser un robo que se complica y acaba en asesinato. Nada resultaría más normal. Y lo mismo en lo que respecta al patriarca.

—¿La gente se lo creerá en el caso de este último?

—Tengo un informador en la residencia que jurará que así ocurrió.

Komárov miró los papeles que acababa de leer y la cinta que había a un lado. Esbozó una sonrisa.

—Hágalo. Pero recuérdelo: no quiero saber nada más de este asunto. Absolutamente nada.

—Gracias, señor presidente. Es cuanto necesitaba saber.

Una habitación del hotel Spartak estaba reservada a nombre del señor Kuzichkin, y un hombre que así se llamaba se había registrado efectivamente en el hotel. Luego de hacerlo el hombre volvió a salir y veladamente le entregó la llave de su habitación a Jason Monk. Los guardias chechenos se dispersaron por el vestíbulo, los rellanos de la escalera y el acceso a los ascensores mientras Monk subía. Era un método seguro para hablar veinte minutos por un teléfono que, caso de ser localizado, sólo revelaría una habitación de un hotel no controlado por los chechenos y lejos del centro urbano.

—¿General Petrovsky?

—¿Otra vez usted?

—Al parecer ha removido usted el avispero.

—No sé de dónde saca la información, americano, pero diría que es buena.

Gracias. Claro que Grishin y Komárov no se quedarán de brazos cruzados.

—¿Y la banda Dolgoruki?

—El verdadero peligro está en Grishin y sus guardias negros.

—¿Fue usted el que difundió el rumor de que la fuente era un oficial de la Guardia Negra?

—Unos amigos míos.

—Muy hábil. Pero peligroso.

—El punto débil de Grishin son esos documentos que usted requisó. Creo que demuestran que la mafia ha financiado a Komárov todo el tiempo.

—Están siendo examinados.

—Igual que usted, general.

—¿Qué quiere decir?

—¿Su esposa y Tatiana están ahí todavía?

—Sí…

—Preferiría que las sacara de la ciudad. Esta misma noche. Llévelas a algún sitio seguro, lejos de aquí. Usted también, general. Váyase a vivir al cuartel de las SOBR.

Hubo una pausa.

—¿Sabe usted algo que yo deba saber, americano?

—Siga mi consejo, general. Váyase de su casa mientras pueda hacerlo.

Monk colgó el auricular, esperó unos minutos y marcó otro número. La llamada sonó en la mesa de Leonid Bernstein en su despacho del Moskovsky Federal. Era por la noche y respondió un contestador automático. Como no tenía el número particular del banquero, Monk sólo podía confiar en que Bernstein escuchara sus mensajes en las próximas horas.

—Señor Bernstein, soy el hombre que le trajo a la memoria Babi Yar. No vaya a la oficina, por favor, aunque tenga asuntos muy urgentes. Komárov y Grishin saben ya quién está detrás de que la televisión les niegue espacios. Usted tiene a su familia fuera del país; reúnase con ellos hasta que pase el peligro.

Colgó. Aunque Monk no lo supo, una luz parpadeó en la consola de una casa fuertemente protegida a varios kilómetros de distancia, y Leonid Bernstein escuchó el mensaje en silencio.

La tercera llamada fue a la residencia.

—¿Sí?

—¿Su Santidad?

—Sí.

—¿Conoce mi voz?

—Por supuesto.

—Debería irse al monasterio de Zagorsk. Quédese allí y no salga bajo ninguna circunstancia.

—¿Por qué?

—Su vida corre peligro. Las cosas se han torcido.

—Mañana he de celebrar misa en el Danilovsky.

—El metropolitano puede sustituirlo.

—Pensaré en lo que me ha dicho.

El teléfono enmudeció. La cuarta llamada fue respondida a la décima señal por una voz malhumorada.

—Diga.

—¿General Nikoláiev?

—¿Quién es…? Un momento, a usted le conozco. Es el maldito yanqui.

—El mismo.

—No más entrevistas. Hice lo que usted quería pero se ha acabado. ¿Me oye?

—Se lo diré en pocas palabras. Debería usted marcharse inmediatamente a pasar una temporada con su sobrino en la base.

—¿Por qué?

—A ciertos matones no les agradaron sus declaraciones. Creo que tal vez intenten hacerle una visita.

—Matones, ¿eh? Bah, que los jodan. Jamás me he batido en retirada, muchacho. Demasiado tarde para empezar ahora.

El general colgó. Monk suspiró con resignación y consultó su reloj. Veinticinco minutos. Tenía que irse. De vuelta a las ratoneras del inframundo checheno.

Dos noches después, 21 de diciembre, cuatro grupos de asesinos pasaron a la acción.

El más numeroso y mejor armado de los cuatro tomó la dacha de Leonid Bernstein. Había una docena de guardias de servicio y cuatro de ellos fueron abatidos en el tiroteo. También cayeron dos guardias negros. La puerta principal fue volada con una carga explosiva y los hombres de negro, con la cara oculta por pasamontañas, registraron toda la casa.

Los guardias y personal superviviente fueron rodeados y encerrados en la cocina. El jefe de seguridad fue brutalmente apaleado pero sólo reveló que su patrón había volado a París dos días antes. El resto del personal confirmó este punto. Finalmente los hombres de negro regresaron a sus camiones, llevándose a sus muertos.

El segundo asalto fue al bloque de pisos de Kutuzovsky Prospekt. Un Mercedes negro pasó bajo la arcada y se detuvo ante la barrera. Uno de los dos guardias del OMON salió de su garita para examinar los papeles. Dos hombres que iban ocultos en la trasera del Mercedes se abalanzaron sobre él armados de automáticas con silenciador y le dispararon en la base del cráneo justo encima del chaleco antibalas. El segundo guardia fue abatido antes de que pudiera salir de la garita. En el vestíbulo de la planta baja el hombre de seguridad que había en recepción corrió la misma suerte. Cuatro guardias negros se quedaron a vigilar el vestíbulo mientras otros seis subían en ascensor. Esta vez no había ningún hombre en el pasillo. La puerta del apartamento, pese a ser blindada, fue derribada con doscientos gramos de explosivo plástico. El sirviente de chaqueta blanca hirió a uno de los seis asaltantes en el hombro antes de ser abatido. Pero en el apartamento no había nadie más, y el escuadrón se marchó con las manos vacías. De vuelta en la planta baja intercambiaron disparos con otros dos guardias OMON que habían salido del área de recreo en la parte posterior del bloque, mataron a uno y perdieron a uno de los suyos. Hubieron de retroceder hacia la avenida y partieron a todo gas en tres jeeps GAZ que les esperaban.

En la residencia del patriarca el operativo fue más sutil. Un hombre llamó a la puerta de la calle mientras otros seis aguardaban a ambos lados lejos del campo visual.

El guardia cosaco miró por la mirilla y utilizó el interfono para preguntar quién era. El que había llamado mostró una placa identificativa de la milicia y dijo:

—Policía.

El cosaco abrió la puerta y fue abatido sin más; arrastraron su cuerpo escaleras arriba. El plan consistía en matar al secretario privado del patriarca con el arma del cosaco y luego matar al primado con la misma arma con que habían liquidado al cosaco. La pistola sería después colocada en la mano del secretario muerto, que yacería detrás del escritorio. El padre Máxim sería obligado a jurar que el cosaco y el patriarca habían descubierto al secretario desvalijando los cajones del escritorio y que en el tiroteo subsiguiente los tres habían resultado muertos. Aparte del previsible escándalo eclesiástico, la milicia se encargaría de cerrar el caso. Pero los asesinos se encontraron con un cura rollizo en camisa de dormir gritándoles desde lo alto de la escalera:

—¿Qué están haciendo?

—¿Dónde está Alexei? —rugió uno de los guardias negros.

—Se ha ido —balbució el sacerdote—, se ha ido al monasterio de la Trinidad-San Sergio.

El registro de los aposentos privados de Alexei confirmó que el patriarca y las dos monjas no estaban allí. Pasando por encima del cadáver del cosaco, los asesinos se marcharon de la residencia.

Únicamente cuatro hombres fueron enviados al solitario chalet próximo a la autopista de Minsk. Salieron del coche y mientras uno se acercaba a la puerta los otros aguardaron en la oscuridad de los árboles. Fue el viejo Volodva quien abrió la puerta. Tras abatirlo de un tiro en el pecho, los cuatro hombres penetraron en la casa. El wolfhound se abalanzó sobre ellos desde la sala de estar, saltando a la yugular del que iba en cabeza, pero el guardia negro levantó un brazo y los colmillos del perro se hundieron en él. Un asaltante le voló la cabeza de un disparo. Junto a las brasas del hogar un anciano de erizado bigote blanco apuntó con un Makarov del ejército al grupo que apareció en el umbral, haciendo fuego dos veces. Una bala se alojó en la jamba y la otra en el hombre que acababa de matar a su perro. Acto seguido, el viejo general recibió en el pecho tres balas disparadas en rápida sucesión.

Umar Gunáyev llamó poco después de las diez de la mañana.

—Acabo de llegar a mi oficina. Hay un follón de mil demonios.

—¿Qué ocurre?

—Han bloqueado Kutuzovsky Prospekt. La milicia está por todas partes.

—¿Por qué?

—Anoche fue asaltado un bloque donde viven oficiales de la milicia.

—Se han dado mucha prisa. Necesitaré un teléfono seguro.

—¿No dispone de uno ahí donde está?

—No es seguro.

—Deme media hora. Enviaré unos hombres a recogerle.

Hacia las once Monk fue instalado en un pequeño despacho en un almacén lleno de licores de contrabando. Un especialista en teléfonos estaba acabando su trabajo.

—Está conectado a dos disyuntores —dijo señalando el aparato—. Si alguien intenta localizar su llamada, acabará en una cafetería a tres kilómetros de aquí. Es uno de nuestros locales. Si pasa de ahí, irán a parar a una cabina que hay en la acera. Para entonces, ya lo sabremos.

Monk empezó por el número particular del general Nikoláiev, respondió una voz masculina.

—Quiero hablar con el general Nikoláiev —dijo Monk.

—¿Quién es? preguntó la voz.

—Lo mismo podría preguntar yo.

—El general no puede responder. ¿Quién le llama?

—General Malenkov, del Ministerio del Defensa. ¿Qué ocurre?

—Lo siento general. Soy el inspector Novikov, de Homicidios, milicia de Moscú. Me temo que el general Nikoláiev ha muerto.

—¿Qué? Pero…

—Anoche su casa fue asaltada. Al parecer eran ladrones. Mataron al general, su ayudante y al perro. La mujer de la limpieza encontró los cadáveres a las ocho.

—No sé qué decir, el general era amigo mío.

—Lo siento general Malenkov. En los tiempos que corren…

—Siga con su trabajo, inspector. Se lo comunicaré al ministro.

Monk colgó. De modo que Grishin había perdido el juicio. Era lo que Monk esperaba, pero maldijo la tozudez del viejo general. Luego telefoneó al cuartel del GUVD en la calle Shabolovka.

—Con el general Petrovsky.

—Está ocupado. ¿Quién le llama? —dijo el telefonista.

—Interrúmpale. Dígale que se trata de Tatiana.

Petrovsky contestó diez segundos después. Su voz tenía un deje de temor.

—Aquí Petrovsky.

—Soy el visitante nocturno.

—Maldita sea, creí que le había pasado algo a mi hija.

—¿Han salido las dos de la ciudad?

—Sí, está lejos.

—He oído que hubo un ataque.

—Diez enmascarados armados hasta los dientes. Mataron a cuatro guardias del OMON y a mi propio sirviente.

—Le buscaban a usted.

—Naturalmente. Seguí su consejo y me mudé al cuartel. ¿Quiénes eran esos cabrones?

—Gángsters no. Eran de la Guardia Negra.

—Los gorilas de Grishin. Pero ¿por qué?

—Temen que esos papeles que tiene usted puedan probar la relación entre la mafia y la UFP.

—Pues se equivocan. Es todo inservible, recibos del casino, cosas así.

—Grishin no lo sabe, general. Él se teme lo peor. ¿Se ha enterado de lo de Tío Kolya?

—El general de tanques. ¿Qué pasa con él?

—Lo mataron anoche. Otro escuadrón negro.

—Mierda.

—Él denunció a Komárov, ¿se acuerda?

—Claro. Pero nunca pensé que llegarían tan lejos. Cerdos. Menos mal que yo no me ocupo de la política. Lo mío son las bandas y los mafiosos.

—Ya no. ¿Tiene algún amigo en el cuerpo colegiado?

—Por supuesto.

—Cuénteselo. Diga que tiene un contacto en el hampa que le ha pasado la información.

Monk colgó y llamó al Moskovsky Federal.

—¿Está Ilya, el ayudante personal del señor Bernstein?

—Espere un momento.

Ilya se puso al teléfono.

—¿Quién es?

—Digamos que el otro día estuvo a punto de meterme una bala en la nuca —contestó Monk en inglés.

Se oyó una carcajada.

—Tiene razón.

—¿El jefe está a salvo?

—A muchos kilómetros de aquí.

—Dígale que se quede donde está.

—Tranquilo. Anoche atacaron su residencia particular.

—¿Víctimas?

—Cuatro de los nuestros muertos, y dos de los suyos, creemos. Pusieron todo patas arriba.

—¿Sabe quiénes eran?

—Creemos que sí.

—La Guardia Negra. Y está claro que el motivo era la venganza por la suspensión de la propaganda de Kamárov en la televisión.

—Se lo haremos pagar. El jefe tiene mucha influencia.

—La clave son las compañías de televisión comercial. Sus reporteros deberían hablar con un par de mandos de la milicia y averiguar si tienen intención de interrogar al coronel Grishin acerca de los rumores que corren, etcétera, etcétera.

—Pues sin pruebas no lo veo viable.

—Para eso están los reporteros; ellos husmean, excavan en busca de noticias. ¿Puede ponerse en contacto con el jefe?

—Si hace falta.

—¿Y si lo decide él? Adiós.

Su siguiente llamada fue al diario de cobertura nacional Izvestia.

—Redacción.

Monk fingió mal humor.

—Póngame con Repin.

—¿Y usted quién es?

—El general Nikolai Nikoláiev necesita hablar urgentemente con él.

Repin era el periodista que había entrevistado al general en el club de oficiales. Se puso al teléfono.

—¿Sí, general? Soy Repin.

—No soy el general Nikoláiev —dijo Monk—. El general ha muerto. Fue asesinado anoche.

—¿Qué…? ¿Quién es usted?

—Un ex tanquista, nada más.

—¿Cómo lo ha sabido?

—Da lo mismo. ¿Sabe dónde vivía?

—No.

—Tenía una casa cerca de la autopista de Minsk, junto al pueblo de Kobyakovo. ¿Por qué no coge un fotógrafo y va allí? Pregunte por el inspector Novikov.

Colgó. El otro periódico importante era Pravda, el antiguo órgano del partido comunista, que respaldaba a los neocomunistas del Partido de Unión Socialista. Pero para demostrar su nueva línea acorde con los tiempos, el partido había estado cortejando a la Iglesia ortodoxa. Monk había memorizado el nombre del jefe de la sección de sucesos.

—Páseme al señor Pamfilov, por favor.

—No está en su despacho.

Seguramente estaba en Kutuzovsky Prospekt con el resto de la prensa recabando detalles del ataque al apartamento Petrovsky.

—¿Tiene teléfono móvil?

—Claro. Pero no puedo proporcionarle el número. ¿Puede llamarle él a usted?

—No. Contacte con Pamfilov y dígale que una de sus fuentes en la milicia necesita hablar con él. Se trata de algo muy importante. Volveré a llamar dentro de cinco minutos.

A la segunda consiguió el número del teléfono móvil de Pamfilov. Lo pilló saliendo del edificio de apartamentos para oficiales de la milicia.

—¿Señor Pamfilov?

—Sí, ¿quién es?

—He tenido que mentir para conseguir su número. No nos conocemos pero tengo algo que puede interesarle. Anoche hubo otro ataque, esta vez contra la residencia del patriarca. Intentaron asesinarlo.

—¿Qué dice? ¿El patriarca? No veo qué motivo podía haber.

—Para la mafia ninguno, desde luego. ¿Por qué no va y lo comprueba?

—¿Al monasterio Danilovsky?

—Él no vive allí sino en Chisti Perculok, número cinco.

Pamfilov se quedó sentado en su coche oyendo el zumbido de la línea desconectada. Estaba perplejo. Conque sólo hubiera parte de verdad, sería la noticia más impactante que jamás iba a caer en sus manos.

Cuando llegó al callejón lo encontró bloqueado. Habitualmente le bastaba con enseñar su pase de prensa para salvar el cordón policial. Esta vez no. Afortunadamente vio a un detective de la milicia al que conocía y le llamó a gritos. El inspector se acercó al cordón.

—¿Qué ha pasado? —preguntó el periodista.

—Ladrones.

—Usted es de Homicidios.

—Mataron al vigilante nocturno.

—¿El patriarca Alexei está fuera de peligro?

—¿Cómo coño sabe que vive aquí?

—No importa. ¿Está a salvo?

—Sí, ahora está en un monasterio. Mire, sólo ha sido un robo que se complicó.

—Me han dicho que iban por el patriarca.

—Tonterías. Eran ladrones.

—¿Y qué podían robar?

El detective frunció el entrecejo.

—¿De dónde ha sacado la información?

—No importa. ¿Robaron algo o no?

—No. Sólo mataron al guarda, registraron la casa y se largaron.

—O sea que estaban buscando a alguien. Y ese alguien no se encontraba aquí. Menuda historia.

—Tenga cuidado con lo que publica —le advirtió el detective—. No hay ninguna prueba.

Pero cada vez estaba más inquieto. Y lo estuvo más cuando un miliciano le hizo señas desde su coche. Al teléfono estaba todo un general del Presídium. Pocas frases después empezó a olerse lo mismo que le había sugerido el periodista.

El 23 de diciembre los medios informativos estaban alborotados. Las primeras ediciones de los diarios hacían hincapié en las historias que Monk les había instado a investigar. A medida que los periodistas leían sus respectivas crónicas, volvían a redactar sus artículos estableciendo relaciones entre los cuatro ataques nocturnos.

El telediario de la mañana informó de cuatro tentativas de asesinato, una de ellas con éxito. En las otras tres, se decía, sólo un golpe de suerte había salvado a las presuntas víctimas.

Nadie daba crédito a la idea de que habían sido robos con complicaciones. Los analistas se esmeraban por señalar que no tenía sentido robar en la casa de un general pensionista, ni en el piso de un oficial de milicia ignorando todos los demás pisos del bloque, ni en la residencia del patriarca. El móvil del robo podía explicar el ataque a la casa del banquero Leonid Bernstein, pero sus guardias testificaron que el asalto había tenido todas las trazas de un operativo militar. Y agregaron que los atacantes buscaban concretamente al banquero.

Había otras posibilidades, por ejemplo, el secuestro. En dos casos no tenía sentido el secuestro, y en el del general ni siquiera lo habían intentado. Las sospechas apuntaban sin embargo a que los autores debían de ser gángsters, puesto que el hampa siendo la causa de centenares de muertes y secuestros. No obstante, dos comentaristas fueron más lejos, señalando que si bien el crimen organizado podía tener motivos para odiar al general Petrovsky del GUVD, y algunos podían tener alguna cuenta pendiente con el banquero Bernstein, ¿quién podía odiar a un triple héroe nacional, o al patriarca de Moscú y Todas las Rusias?

Los editorialistas deploraban por enésima vez los niveles intolerables de criminalidad que padecía el país y dos de ellos instaban al presidente en funciones precisamente a eso —a ejercer sus funciones— para impedir un descalabro absoluto de la ley y el orden antes de las elecciones que debían celebrarse dentro de veinticuatro días.

Monk inició su segundo día de llamadas anónimas al mediodía, cuando los periodistas, exhaustos tras una jornada de mucho trabajo, empezaron a llegar a sus respectivas redacciones.

Un pañuelo disimuló su voz para que nadie la reconociera como la del hombre que había llamado el día anterior. A cada uno de los principales columnistas de los siete periódicos que seguían la noticia de los cuatro intentos de asesinato les dejó el mismo mensaje, empezando por Pamfilov de Pravda y Repin de Izvestia.

—Usted no me conoce, y no puedo decirle mi nombre. Está en juego algo más que mi vida. Pero de ruso a ruso, le pido que confíe en mí. Soy un oficial de alta graduación perteneciente a la Guardia Negra, pero también soy cristiano practicante. Desde hace muchos meses me vienen inquietando los sentimientos cada vez más anticristianos que se aprecian en el núcleo de la UFP, especialmente los expresados por Komárov y Grishin. Al margen de lo que puedan decir en público, ellos odian a la Iglesia y la democracia, pretenden instaurar un estado de partido único y gobernar como los nazis.

»Mire, ya no puedo más. Necesito contárselo a alguien. Fue el coronel Grishin quien sentenció a muerte al viejo general, porque Tío Kolya sabía quién es en realidad Komárov y tuvo la valentía de denunciarlo. También intentó acabar con el banquero porque tampoco él se dejó engañar. Puede que no lo sepa, pero Bernstein utilizó su influencia para que las cadenas de televisión dejaran de emitir sus programas de propaganda. Y también lo intentó con el patriarca porque éste rechaza la ultraderecha y estaba a punto de hacerlo público. Y finalmente con el general del GUVD porque hostigaba a la mafia Dolgoruki, que son quienes financian a la UFP. Si no me cree, investíguelo. Fue la Guardia Negra quien organizó esos cuatro ataques.

Dicho esto colgó, dejando boquiabiertos a siete periodistas moscovitas. Cuando éstos se recobraron de la sorpresa, empezaron a hacer indagaciones.

Leonid Bernstein estaba fuera del país, pero los dos canales comerciales de televisión admitieron que el cambio de política respecto a la UFP había sido promovido por el consorcio bancario con el que estaban endeudados.

El general Nikoláiev había muerto, pero Izvestia publicó extractos de su última entrevista bajo el siguiente titular: «¿Fue ésta la causa de su muerte?».

Las seis redadas efectuadas por el GUVD a los almacenes, arsenales y casino del clan Dolgoruki eran del dominio público. Sólo el patriarca permanecía enclaustrado en Trinidad-San Sergio y no podía confirmar que también él estaba en el punto de mira de la UFP.

A media tarde el cuartel general de Igor Komárov junto al bulevar Kiselny había sido asediado por la prensa. Dentro, el ambiente rozaba el pánico. En su despacho el jefe de propaganda, Boris Kuznetsov estaba en mangas de camisa, sudando copiosamente y fumando sin parar los cigarrillos a los que había renunciado dos años atrás, mientras trataba de aclararse con una batería de teléfonos que no paraban de sonar.

—No, eso no es verdad —respondía a las constantes preguntas—. Es un maldito embuste, una burda calumnia, y tomaremos medidas judiciales contra todo aquel que siga divulgando esos embustes. No hay relación alguna entre nuestro partido y ninguna banda mafiosa, sea financiera o de otra clase. El señor Komárov ha declarado públicamente más de una vez que él limpiará este país… ¿Papeles que está investigando el GUVD…? No tenemos nada que temer… Sí, el general Nikoláiev expresó sus reservas sobre nuestro proyecto político, pero era un hombre muy viejo. Su muerte ha sido trágica pero no tiene nada que ver con… Oiga, cualquier comparación entre el señor Komárov y Hitler conseguirá por respuesta una inmediata demanda judicial… ¿A qué oficial de la Guardia Negra se refiere…?

El coronel Anatoli Grishin estaba en su despacho bregando con sus propios problemas. Como veterano del Segundo Directorio del KGB, su trabajo siempre había consistido en perseguir espías. Ese Monk le había causado problemas, problemas gordos sin duda. Pero las nuevas acusaciones eran aún peores; ¿un oficial de su propia élite, fiel a carta cabal, un guardia negro de pronto convertido en un renegado traidor? El los había seleccionado todos personalmente, a los seis mil. Los oficiales de mayor graduación los nombraba él. ¿Y ahora resultaba que uno de ellos error cristiano practicante, un cretino con mala conciencia cuando la cúspide del poder estaba al alcance de la vista? No, imposible.

Pero recordaba algo que solían decir los jesuitas: «Dadme al niño hasta los siete años y yo os entregaré al hombre». ¿Acaso uno de sus mejores hombres había sufrido una regresión al monaguillo de su infancia? Tendría que averiguarlo. Sería preciso pasar por un fino cedazo los currículums de todos los oficiales de alta graduación… Pero qué significaba «alta graduación». ¿Cuánto de alta? Podían ser diez hombres o cuarenta, o casi un centenar. Investigarlos llevaría mucho tiempo, y si algo no tenía Grishin era tiempo. De momento tendría que purgar a todo el escalafón superior, secuestrarlos en lugar seguro y quedarse sin sus más experimentados oficiales. Algún día, se prometió, los responsables de la catástrofe lo pagarían con creces. Empezando por Jason Monk. Sólo pensar en el nombre de aquel maldito americano hizo que sus nudillos palidecieran sobre el canto de la mesa.

Poco antes de las cinco Boris Kuznetsov se aseguró una entrevista con Komárov. Desde hacía dos horas venía pidiendo una oportunidad para ver al hombre al que veneraba con el propósito de comunicarle las medidas que consideraba oportunas.

Durante su estancia en Estados Unidos Kuznetsov había estudiado y quedado impresionado de cómo unas relaciones públicas llevadas con habilidad y competencia podían generar el apoyo de las masas incluso a la más estrepitosa tontería. Aparte de su ídolo Igor Komárov, Kuznetsov veneraba el poder de la oratoria para persuadir, disuadir y por último vencer toda oposición. Que el mensaje fuera mentira era irrelevante. Como los políticos y los abogados, él era un hombre de palabras, convencido que no existía problema que éstas no pudieran resolver. La idea de que pudiese llegar un día en que sus palabras se agotaran y dejaran de convencer, de que otras y mejores palabras pudieran desbancar a las suyas, que él y su líder ya no fueran creíbles, semejante idea era inaceptable para Boris Kuznetsov.

En Estados Unidos lo llamaban relaciones públicas, una industria multimillonaria que podía convertir en celebridad al más lerdo, en sabio al más tonto y en estadista a un mero oportunista. En Rusia lo llamaban propaganda, pero en el fondo era la misma herramienta. Los medios de comunicación rusos, habituados a la cruda y pedestre propaganda de su juventud comunista, habían sido crédulas criaturas enfrentadas a las hábiles y persuasivas campañas que él había organizado para Komárov. Y ahora algo había salido mal, rematadamente mal.

Había otra voz, la de un volcánico sacerdote, que resonaba por toda Rusia a través de las ondas de radio y televisión, medios que Kuznetsov consideraba su feudo personal, instando a creer en Dios y al retorno de un nuevo icono. Detrás del sacerdote estaba el hombre del teléfono —Kuznetsov había sido informado de la serie de llamadas anónimas— susurrando mentiras, mentiras muy persuasivas, a los oídos de periodistas y comentaristas que él creía conocer y tener a sus pies.

Para Boris Kuznetsov la respuesta seguía estando en las palabras de Igor Komárov, palabras que siempre convencían, que jamás habían fallado.

Cuando entró en el despacho del líder le sorprendió verlo transformado. Komárov estaba sentado a su mesa como aturdido. Los periódicos del día estaban diseminados por el suelo, con sus titulares acusatorios en las primeras planas. Kuznetsov los había leído ya todos. Nadie había osado jamás hablar de Igor Komárov de aquella manera. Afortunadamente, Kuznetsov sabía lo que había que hacer. Si Igor Komárov se decidía a hablar, todo iría bien.

—Señor presidente, debo rogarle encarecidamente que celebre mañana una conferencia de prensa de alto nivel.

Komárov lo miró por un momento como si tratara de comprender sus palabras. A lo largo de su carrera política, y con la aprobación de Kuznetsov, había evitado siempre las ruedas de prensa. Eran impredecibles. Prefería las entrevistas preparadas, el discurso preparado, las masas sumisas.

—Yo no celebro conferencias de prensa —espetó.

—Señor presidente, es la única manera de acabar con los rumores. Las especulaciones de los medios informativos se están desmandando. Ya no puedo controlarlos. Nadie puede.

—Odio las ruedas de prensa, Kuznetsov. Y usted lo sabe.

—Pero usted sabe tratar a la prensa, señor presidente. Es razonable, sereno, persuasivo… Ellos le escucharán. Sólo usted puede denunciar las mentiras y los rumores.

—¿Qué vaticinan las encuestas de opinión?

—Cuenta usted con el cuarenta y cinco por ciento del electorado. Ha bajado del setenta por ciento de hace ocho semanas. Ziugánov tiene el veintiocho y está subiendo. El presidente en funciones, diecinueve por ciento, subiendo ligeramente. Eso no incluye a los indecisos. Debo decir, señor presidente, que lo ocurrido estos dos últimos días podría costarnos otro diez por ciento, quizá más, cuando los sondeos lo reflejen.

—¿Por qué he de ofrecer una conferencia de prensa?

—La cobertura será nacional, señor presidente. Las principales cadenas de televisión estarán pendientes de sus palabras. Ya sabe que cuando habla nadie se le resiste.

Finalmente Komárov asintió con la cabeza.

—Organícelo todo. Yo redactaré el discurso.

La conferencia de prensa se celebró en el salón de banquetes del hotel Metropol a las once de la mañana siguiente. Kuznetsov empezó dando la bienvenida a la prensa nacional y extranjera y no perdió la ocasión de señalar que en los dos días anteriores habían sido vertidas ciertas acusaciones de indescriptible vileza respecto de las actividades de la Unión de Fuerzas Patrióticas. Era para él un privilegio, a fin de ofrecer una completa y convincente refutación de tan innobles calumnias, presentar al «próximo presidente de Rusia, el señor Igor Komárov».

El líder de la UFP salió de entre las cortinas al fondo del estrado y avanzó hacia el atril. Empezó, como siempre que se dirigía a sus partidarios, por hablar de la Nueva Rusia que pretendía crear cuando el pueblo le honrara con la presidencia del país. Cinco minutos después el silencio de la sala le desconcertó. ¿Dónde estaba la reacción enfervorizada? ¿Dónde los aplausos? ¿Dónde las animadoras? Alzó los ojos hacia el vacío y evocó con palabras grandilocuentes la gloriosa historia de la nación, ahora en manos de la banca extranjera, los estraperlistas y los criminales. Su perorata resonó en el salón, pero nadie se puso en pie ni levantó la mano derecha haciendo el saludo de la UFP. Cuando dejó de hablar, el silencio continuaba.

—¿Hay alguna pregunta? —dijo Kuznetsov.

Fue un error. Un tercio del público estaba formado por la prensa extranjera. El corresponsal del New York Times hablaba correctamente el ruso, así como los del Times de Londres, el Daily Telegraph, el Washington Post, la CNN y varios más.

—Señor Komárov —dijo el corresponsal del Los Angeles Times—, estimo que usted ha gastado unos doscientos millones de dólares en su campaña. Esa suma probablemente sea récord mundial. ¿Cómo ha obtenido tanto dinero?

Komárov lo fulminó con la mirada. Kuznetsov le dijo algo al oído.

—De suscripciones públicas del pueblo ruso —contestó.

—Eso representa casi un año del salario de todos los hombres de Rusia. ¿Cómo lo ha obtenido en realidad?

Intervinieron otros periodistas:

—¿Es cierto que pretende abolir todos los partidos de la oposición y crear una dictadura de partido único?

—¿Sabe usted por qué el general Nikoláiev fue asesinado apenas tres semanas después de haberle criticado?

Las preguntas embarazosas se sucedían.

—¿Niega usted que la Guardia Negra estuvo detrás de los intentos de asesinato perpetrados hace dos noches?

Las cámaras y micrófonos de la televisión estatal y las dos cadenas comerciales iban y venían por la sala recogiendo las preguntas de los impertinentes extranjeros… y las balbucientes respuestas de Komárov.

El corresponsal del Daily Telegraph, cuyo colega Mark Jefferson había sido asesinado en julio, había recibido también una llamada anónima. Al levantarse, las cámaras lo enfocaron.

—Señor Komárov, ¿ha oído hablar alguna vez de un documento secreto llamado Manifiesto Negro?

Se produjo un silencio absoluto. Ni los periodistas rusos ni los extranjeros sabían qué era aquello. En realidad, el del Daily Telegraph tampoco. Igor Komárov, agarrándose al atril y a lo que le quedaba de autodominio, se puso lívido.

—¿Qué manifiesto?

Otro error.

—Según mi información, señor Komárov, ese manifiesto recoge sus proyectos para la creación de un estado de partido único, la reinstauración del Gulag para sus adversarios políticos, el gobierno del país en manos de doscientos mil guardias negros y la invasión de las repúblicas vecinas.

El silencio fue ensordecedor. Cuarenta de los corresponsales presentes en la sala procedían de Ucrania, Bielorrusia, Letonia, Lituania, Estonia, Georgia y Armenia. Media prensa rusa respaldaba a los partidos destinados a ser abolidos, con sus líderes deportados a los campos de trabajo, si aquel inglés estaba en lo cierto. Todos los presentes miraron a Komárov, expectantes. Fue ahí donde empezó el verdadero alboroto.

Entonces Komárov cometió su tercer error: perdió los estribos.

—¡No pienso quedarme aquí para escuchar más sandeces! —gritó, y abandonó el estrado, seguido por el desventurado Kuznetsov.

Al fondo del salón el coronel Grishin permanecía a la sombra de una cortina, mirando a los corresponsales con verdadero odio. No por mucho tiempo, se prometió a sí mismo, no por mucho tiempo.