17

El coronel Grishin ordenó a su chófer que aparcara cien metros más allá de Okhotny Kyad, en el lado noroccidental de la plaza Manege, donde está situado el hotel National. Desde el coche vio los dos vehículos de su equipo de vigilancia aparcados cerca de unas galerías comerciales, frente a la fachada del hotel.

—Espere aquí —le dijo al chófer y se apeó.

Sólo eran las siete de la tarde pero estaban ya a casi veinte grados bajo cero. Tres o cuatro figuras encorvadas pasaron a toda prisa. Cruzó la calzada y tocó con los nudillos en la ventanilla del conductor de uno de los coches de vigilancia. La ventanilla crujió en el frío al ser accionada eléctricamente desde dentro.

—Sí, mi coronel.

—¿Dónde está?

—Supongo que dentro, lo estaba antes de llegar nosotros. No ha salido nadie que se le parezca.

—Llame al señor Kuznetsov. Dígale que le necesito aquí. El jefe de propaganda llegó a los veinte minutos.

—Necesito que haga otra vez de turista americano —dijo Grishin. Sacó una fotografía del bolsillo y se la mostró a Kuznetsov.

—Ése es el hombre que busco —le dijo—. Pruebe con los nombres de Trubshaw e Irvine.

Kuznetsov regresó a los diez minutos.

—Se ha registrado bajo el nombre de Irvine. Está en su habitación.

—¿Número?

—Dos cinco dos. ¿Eso es todo?

—De momento sí.

Grishin volvió a su coche y utilizó el teléfono móvil para llamar al ganzúa profesional que había apostado a la vuelta de la esquina en el vestíbulo del Intourist.

—¿Estás listo?

—Sí, coronel.

—Permanece a la escucha. Cuando yo dé la orden, has de registrar la habitación dos cinco dos. No te lleves nada, pero registra a fondo. Uno de mis hombres está en el vestíbulo. El te acompañará.

—Entendido.

A las ocho, uno de los dos hombres que Grishin había apostado en el vestíbulo salió del hotel. Hizo una seña a sus compañeros que esperaban en un coche al otro lado de la calle y luego se marchó.

Minutos después aparecieron dos siluetas con gruesos abrigos de invierno y gorros de piel. Grishin pudo ver mechones de pelo blanco asomar por uno de los gorros. Los hombres torcieron a la izquierda, calle arriba en dirección al Bolshoi.

Grishin telefoneó a su ratero particular.

—Acaba de salir del hotel. La habitación está libre.

Uno de los coches de Grishin empezó a seguir lentamente a los dos hombres de a pie. Otros dos vigilantes, que habían estado en la cafetería de la planta baja, salieron del hotel y fueron tras los ingleses. Había cuatro andando por la calle y cuatro más en los coches. El chófer de Grishin dijo:

—¿Los cogemos, coronel?

—No, antes quiero ver adónde van.

Cabía que Irvine tomase contacto con el norteamericano, con Monk. En tal caso Grishin los atraparía a todos.

Los ingleses se detuvieron en el semáforo donde la calle Tverskaya parte de la plaza. Esperaron el verde y cruzaron. Segundos después el ratero doblaba la esquina de Tverskaya.

Era un hombre muy experimentado y siempre se hacía pasar por un ejecutivo extranjero, prácticamente la única casta que podía permitirse pagar los hoteles caros de Moscú. Su abrigo y su traje eran de Londres, ambos robados, y su aire de confiada desenvoltura engañaría a cualquier empleado de hotel.

Grishin le vio entrar por la puerta giratoria y desaparecer en el interior. Nigel Irvine, como había advertido el coronel, no llevaba portafolios. Caso de tener uno, estaría en su habitación.

—Adelante —le dijo al chófer.

El Mercedes se apartó del bordillo y se situó a unos cien metros de los ingleses.

—Sabe que nos están siguiendo, ¿verdad? —dijo Vincent con naturalidad.

—Dos transeúntes delante, otros dos detrás y un coche por la acera opuesta —dijo sir Nigel.

—Me impresiona, señor.

—Muchacho, puedo estar viejo y canoso, pero aún creo reconocer a una sombra cuando es así de grande y torpe.

Debido a su poder, omnímodo, el ex Segundo Directorio nunca se había molestado en disimular cuando actuaba en las cales de Moscú. A diferencia del FBI en Washington o del MI5 en Londres, el arte del disimulo nunca había sido su especialidad.

Tras pasar frente al iluminado esplendor del teatro Bolshoi y luego frente al más pequeño teatro Maly, los dos peatones se aproximaron a una calle secundaria, la callejuela del Teatro.

Había un portal justo antes de doblar la esquina, y un pordiosero intentaba dormir pese al frío cortante. Sir Nigel se detuvo. Delante y detrás de ellos, los guardias negros fingieron contemplar unos escaparates vacíos.

En el portal, mal iluminado por las farolas de la calle, el pordiosero se movió y alzó la vista. No estaba borracho pero era viejo, y la cara que asomaba bajo la bufanda de lana estaba arrugada por los años, el trabajo y las privaciones. En la solapa del raído sobretodo lucía varias condecoraciones. Un par de ojos hundidos y extenuados miraron al extranjero.

En sus anteriores visitas a Moscú, Nigel Irvine se había ocupado de estudiar las medallas rusas. Reconoció una de ellas.

—¿Stalingrado? —preguntó en voz baja—. ¿Estuvo en Stalingrado?

El bulto lanudo en torno a la cabeza del anciano asintió lentamente.

—Stalingrado —graznó el hombre que había combatido en aquel durísimo invierno de 1942 contra el Sexto Ejército de Von Paulus por cada ladrillo y cada sótano de la ciudad.

Sir Nigel metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un billete. Cincuenta millones de rublos, unos treinta dólares americanos.

—Comida —dijo en ruso—, sopa caliente. Un trago de vodka. Por Stalingrado.

Se enderezó y siguió andando, con cara de enfado. Vincent le alcanzó. Los perseguidores se apartaron de los escaparates y reanudaron su seguimiento.

—Santo cielo, ¡en qué han acabado! —dijo Irvine a nadie en particular, doblando hacia el callejón.

La radio del coche de Grishin crepitó al emplear uno de sus hombres el comunicador manual.

—Han torcido. Van a un restaurante.

El Silver Age es otro de los restaurantes típicos al viejo estilo ruso, y está situado en un callejón a espaldas de los teatros. Antiguamente había sido la casa de baños central, con paredes cubiertas de mosaicos en los que se representaban escenas rústicas de tiempos históricos. Al entrar, los dos visitantes notaron la diferencia de temperatura respecto al frío de la calle.

El restaurante estaba abarrotado y apenas quedaban mesas libres. El maitre se les acercó enseguida.

—Me temo que estamos desbordados, caballeros —dijo en ruso—. Es una fiesta particular. Lo siento mucho.

—Veo que hay una mesa vacía —replicó Vincent en el misma idioma—. Mire, esa de allí.

Había en efecto una mesa para cuatro contra la pared de atrás. El maitre frunció el entrecejo. Comprendía que eran extranjeros, y que seguramente pagarían en dólares.

—Tendré que preguntarle al anfitrión de la cena —les dijo, y se alejó rápidamente.

Habló con un hombre apuesto de tez olivácea que estaba rodeado de compañeros en la mesa más grande de la sala. El hombre miró a los dos turistas que estaban junto a la puerta y asintió con la cabeza.

El maitre volvió.

—Dice que sí. Síganme, por favor.

Sir Nigel Irvine y Vincent tomaron asiento codo con codo en la banqueta de la pared. Irvine miró hacia la mesa grande y dio las gracias con un gesto de cabeza al anfitrión de la fiesta privada. El hombre le devolvió el gesto.

Pidieron pato con salsa de camemoros y dejaron que el camarero les sugiriera un excelente tinto de Crimea.

Fuera, en el callejón, los cuatro hombres de Grishin habían cerrado la calle por sus dos extremos. El Mercedes del coronel se acercó a la entrada del callejón. Grishin bajó y conferenció brevemente con sus hombres. Luego volvió al Mercedes y utilizó el teléfono.

—¿Cómo va eso? —preguntó.

Desde el pasillo de la segunda planta del National oyó una voz decir: «Aún estoy con la cerradura».

De los cuatro hombres que había apostado dentro del hotel, quedaban dos. Uno estaba ahora al fondo del pasillo, cerca de los ascensores. Su tarea consistía en ver si alguien salía al segundo piso y giraba hacia el pasillo de la 252. Si eso ocurría tenía que adelantarlos y silbar una melodía para alertar al ladrón y que éste pudiera abandonar la puerta a tiempo.

Su colega aguardaba frente a la 252 con el ratero, el cual estaba aplicado a lo que mejor sabía.

—Avísame cuando estés dentro —dijo Grishin.

Diez minutos después la cerradura produjo un leve chasquido y cedió.

Grishin fue informado.

—Todos los papeles, todos los documentos. Haz fotos y luego déjalo como estaba —dijo.

El registro de la habitación de sir Nigel fue rápido y concienzudo. El ladrón empleó diez minutos en el cuarto de baño, luego salió y negó con la cabeza. Los cajones de la cómoda sólo contenían la previsible colección de corbatas, camisas, calzoncillos y pañuelos. Los de la mesilla de noche estaban vacíos; así como la pequeña maleta que había en lo alto del armario y los bolsillos de los dos trajes que había en su interior.

El ratero se agachó y musitó un satisfecho «Aaaah». El portafolios estaba debajo de la cama, justo en el centro para quedar fuera de la vista. El ladrón lo arrastró con una percha. Los números de la combinación le llevaron tres minutos.

Cuando levantó la tapa sintió frustración: había un sobre de plástico con cheques de viaje que normalmente se habría agenciado. Pero tenía otras órdenes. Una cartera con varias tarjetas de crédito y una factura del White’s Club de Londres. Un pequeño frasco plateado cuyo licor despedía un aroma con el que no estaba familiarizado. Los bolsillos interiores del maletín contenían el billete de vuelta en avión de Moscú a Londres y un plano de Moscú. Escudriñó este último para ver si había algún lugar señalado, pero no encontró ninguno.

Lo fotografió todo con una cámara de bolsillo. El guardia que le acompañaba informó de los hallazgos al coronel Grishin.

—Tiene que haber una carta —dijo la metálica voz desde la calle, a quinientos metros de la habitación.

El ladrón volvió a examinar el portafolios y localizó el doble fondo. Había un sobre alargado de color crema que contenía una hoja de papel del mismo color, con el membrete en relieve del Patriarcado de Moscú y Todas las Rusias. Para asegurarse, lo fotografió tres veces.

—Poned todo en orden y marchaos —dijo Grishin.

Dejaron el portafolios exactamente como estaba antes, con la carta de nuevo en su sobre y éste en el compartimiento del doble fondo. Vuelto a cerrar, con los números en la misma secuencia, el portafolios fue empujado bajo la cama. Cuando la habitación recobró la apariencia de que nadie había entrado en ella, los dos hombres salieron.

La puerta del Silver Age se abrió y se cerró con un suave silbido. Grishin y cuatro hombres atravesaron el pequeño vestíbulo y apartaron las gruesas cortinas que conducían al comedor. El maitre se les acercó presuroso.

—Lo siento, señores…

—Apártate —dijo Grishin sin siquiera mirarle a la cara.

El maitre se sobresaltó, miró a los cuatro que acompañaban al hombre alto con abrigo negro y se hizo a un lado. Sabía cuándo podía haber problemas serios. Aquellos cuatro guardaespaldas podían ir vestidos de paisano, pero todos eran muy fornidos y sus caras revelaban que habían participado en más de una pelea. Incluso sin sus uniformes, el viejo maitre adivinó que pertenecían a la Guardia Negra. Los había visto por televisión, batallones de brazos alzados saludando a su líder en el podio, y era lo bastante listo para saber que un camarero no debía meterse con un guardia negro.

El hombre que los mandaba escrutó el comedor hasta que su mirada se posó en dos extranjeros que estaban cenando al fondo del salón. Hizo señas a uno de sus hombres para que lo acompañara y a los otros tres para que se situaran en la puerta. Sabía que, de todos modos, no le hacían falta. El inglés joven podía ocasionar algún problema, pero sólo duraría unos segundos.

—¿Amigos suyos? —preguntó Vincent en voz baja. Sin armas, se sentía desnudo y se preguntó qué podría hacer con el cuchillo de sierra que tenía junto al plato. No mucho, se contestó mentalmente.

—Creo que son los caballeros cuyas prensas hiciste papilla hace unas semanas —dijo Irvine. Se limpió los labios. El pato estaba delicioso.

El hombre del abrigo negro se detuvo y se quedó mirándolos. El gorila se paró detrás de él.

—¿Sir Irvine? —preguntó Grishin en ruso.

Vincent tradujo.

—En realidad, sir Nigel. ¿A quién debo el honor?

—Déjese de juegos. ¿Cómo han entrado en el país?

—Por el aeropuerto.

—Mentira.

—Le aseguro, coronel (es el coronel Grishin, ¿verdad?) que mis papeles están en regla. Naturalmente, los tiene la recepción del hotel, si no se los enseñaría ahora mismo.

Grishin vaciló un momento. Cuando daba órdenes a alguno de los organismos estatales, con los sobornos oportunos a modo de respaldo, esas órdenes eran obedecidas. Pero siempre podía haber un fallo. Alguien pagaría por ello.

—Está usted interfiriendo en los asuntos internos de Rusia, inglés. Y eso no me gusta. Su títere americano, ese Monk, será apresado en breve y yo personalmente le ajustaré las cuentas.

—¿Ha terminado, coronel? Porque si es así, y puesto que parece que hablamos claro, permita que le sea franco.

Vincent tradujo rápidamente. Grishin no se lo podía creer. Nadie osaba hablarle de ese modo, y menos aún un viejo indefenso. Nigel Irvine dejó de contemplar su vaso de vino y miró a Grishin a los ojos.

—Es usted un individuo profundamente detestable, y el hombre al que sirve es, si cabe, más repugnante aún.

Vincent abrió la boca, la cerró otra vez y murmuró en inglés:

—Jefe, ¿le parece oportuno?

—Sea buen chico y traduzca.

Vincent así lo hizo. En la frente del coronel una vena latía rítmicamente. El matón que permanecía a su espalda parecía a punto de salirse de la camisa.

—El pueblo ruso —prosiguió Irvine como en una conversación normal— puede haber cometido algunos errores, pero no se merece, como de hecho no lo merece ningún país, unos canallas como ustedes.

Vincent se detuvo en «canalla», tragó saliva y empleó la palabra rusa pizdyuk. La vena saltona aumentó de ritmo.

—Resumiendo, coronel Grishin, hay bastantes posibilidades de que usted y su amo no lleguen a gobernar este gran país. La gente está empezando a desenmascararlos, y es posible que en cosa de un mes hayan cambiado de opinión respecto a ustedes ¿Qué piensan hacer?

—Yo creo que empezaré por matarle a usted —dijo Grishin—. Dé por hecho que no saldrá con vida de Rusia.

Vincent tradujo y luego añadió en inglés:

—Creo que él tampoco.

En la sala se había hecho el silencio y los comensales de las mesas cercanas habían oído el intercambio de palabras en ruso entre Grishin e Irvine, Vincent mediante. Grishin no parecía preocupado por ello. Unos moscovitas en mitad de una cena no iban a interferir ni a recordar siquiera lo que habían presenciado. Los de Homicidios todavía buscaban sin rumbo a los asesinos del periodista londinense.

—No sé si es buena idea empezar por ahí —dijo Irvine.

Grishin le miró burlón.

¿Y quién cree que le va a ayudar? ¿Estos cerdos?

La palabra no fue adecuada. Se oyó un golpe en la mesa de la izquierda. Grishin se volvió a medias. Alguien había clavado una reluciente navaja de resorte en la mesa; la hoja todavía temblaba. Podría haber sido el cuchillo de la carne, pero… A mano izquierda otro comensal retiró una servilleta blanca y debajo de ella apareció un Steyr de 9 mm.

Grishin dijo algo en voz baja al guardia negro que estaba detrás de él.

—¿Quiénes son ésos?

—Chechenos —susurró el guardia.

—¿Todos?

—Creo que sí —dijo Irvine, servicial, mientras Vincent traducía—. Y no les gusta nada que les llamen cerdos. Son musulmanes, ¿comprende? Y tienen muy buena memoria. Incluso se acuerdan de Grozny.

A la mención de su capital destruida, hubo un concierto de chasquidos metálicos a medida que entre los cincuenta comensales se iban soltando seguros. Siete pistolas apuntaban ahora a los tres guardias negros de la puerta del salón. El maitre estaba agazapado detrás de la caja rezando para ver otra vez a sus nietos.

Grishin miró a sir Nigel.

—Le he subestimado, inglés. Pero no se repetirá. Salga de Rusia y no vuelva. Deje de meterse en nuestros asuntos internos. Y resígnese a no ver nunca más a su amigo yanqui.

Dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta. Sus guardias le siguieron.

Vincent exhaló largamente.

—Usted conocía a los de la fiesta, ¿verdad?

—Bueno, confiaba en que mi mensaje hubiera sido recibido. ¿Nos vamos?

Brindó con lo que le quedaba de tinto.

—Caballeros, a su salud, con mi agradecimiento.

Vincent tradujo y luego se marcharon todos. Los chechenos rondaron cerca del hotel durante el resto de la noche, y a la mañana siguiente escoltaron a los extranjeros hasta Sheremetvevo, donde los ingleses embarcaron rumbo a Londres.

—Me da igual lo que me ofrezca, sir Nigel —dijo Vincent mientras el reactor de British Airways sobrevolaba el Moscova y viraba al oeste—. No pienso volver a Moscú.

—Me parece muy bien, porque yo tampoco.

—¿Y el americano?

—Ah, me temo que sigue ahí abajo en alguna parte. Viviendo al límite, siempre al límite. Es un hombre muy especial.

Umar Gunáyev entró sin llamar. Monk estaba sentado ante una mesa, estudiando un mapa a gran escala de Moscú.

—Tenemos que hablar —dijo el líder checheno.

—¿No está contento? —repuso Monk—. Vaya, lo siento.

—Sus amigos se han ido ya. Pero lo de anoche en el Silver Age fue una locura. Accedí porque estaba en deuda con usted. Pero la deuda es sólo mía. Mis hombres no tienen por qué arriesgar la piel porque sus amigos quieran jugar con fuego.

—Lo lamento. Ese hombre vino a Moscú para una entrevista muy importante. Nadie más podía hacerlo salvo él. Por eso lo hizo. Lamentablemente, Grishin descubrió que estaba en Moscú.

—Entonces debería haber permanecido en el hotel. Allí habría estado razonablemente a salvo.

—Al parecer necesitaba ver a Grishin, hablar con él.

—¿Hablar con él de ese modo? Yo estaba a tres mesas de ellos. Casi le pide que le mate allí mismo.

—Yo tampoco lo entiendo, Umar. Pero ésas fueron sus instrucciones.

—Jason, en este país hay dos mil quinientas empresas de seguridad, y de ellas ochocientas en Moscú. Podría haber contratado a cincuenta hombres en alguna de ellas.

Con el aumento de la delincuencia organizada, otra de las industrias florecientes era la de los guardias privados. Las cifras de Gunáyev eran bastante exactas. Las diversas empresas de seguridad conseguían a sus empleados prácticamente en las mismas unidades; había ex miembros del ejército, de la infantería de la marina, de las Fuerzas Especiales, de los paracaidistas, de la policía, del KGB, todos contratables.

En 1999 la cifra total de empleo en toda Rusia era de ochocientos mil hombres, y un tercio de ellos en Moscú. En teoría la milicia era la autoridad encargada de dar las licencias correspondientes y tenía la obligación de verificar a todas las personas en nómina, sus posibles antecedentes penales, sentido de la responsabilidad, armas que portaban, etc. Eso en teoría. En la práctica un sobre adecuado podía proporcionar todas las licencias necesarias. Tan útil era la tapadera de «empresa de seguridad» que las bandas se limitaban a registrar sus propias compañías de modo que cualquier matón de la ciudad pudiese mostrar un documento de identificación para justificar lo que llevaba bajo la axila izquierda.

—Un problema, Umar, es que son sobornables. Saben que pueden doblar su sueldo hablando con Grishin, cambiar de bando y hacer el trabajo ellos mismos.

—O sea que utiliza a mis hombres porque sabe que no le traicionarán.

—No me quedaba otra alternativa.

—¿Se da cuenta de que Grishin sabe ahora quién le ha estado protegiendo? Si antes se le pudo engañar, ya no. La vida se pondrá muy difícil a partir de ahora. Ya me han llegado rumores de que los Dolgoruki han recibido aviso de aprestarse para una guerra de bandas. Y lo último que yo necesito es una guerra de bandas.

—Si Komárov llega al poder, los Dolgoruki no serán el principal problema para usted.

—¿Qué demonios ha organizado con su maldito documento negro?

—Sea lo que sea, ya no podemos pararlo, Umar.

—¿Podemos? ¿A qué viene el plural? Usted vino en busca de ayuda. Necesitaba refugio. Yo le ofrecí mi hospitalidad. Es lo normal entre mi gente. Y ahora me enfrento a la amenaza de una guerra abierta.

—Puedo intentar atajarla.

—¿Sí? ¿Cómo?

—Hablando con el general Petrovsky.

—¿Ese chequista? ¿Sabe el daño que él y su GUVD han hecho a mis negocios? ¿Sabe cuántas redadas ha hecho en mis clubes, mis burdeles, mis casinos?

—Petrovsky odia a la mafia más de lo que le odia a usted. Yo también he de ver al patriarca. Sólo una vez más.

—¿Para qué?

—Necesito hablar con él. Pero necesitaré ayuda para salir.

—Nadie sospecha de él. Vístase de sacerdote como la otra vez y vaya a verle.

—Es más complicado de lo que parece. Creo que el inglés utilizó la limusina del hotel, Si Grishin comprueba las fichas, y seguramente lo hará, descubrirá que el inglés fue a visitar al patriarca. La casa de Chisti Pereulok podría estar vigilada.

Umar meneó la cabeza con escepticismo.

—Sabe una cosa, amigo, ese inglés está como una cabra.

El coronel Grishin estaba sentado a su mesa examinando la fotografía ampliada con absoluta satisfacción. Finalmente pulsó un botón del interfono.

—Señor presidente, necesito hablar con usted un momento.

—Está bien.

Igor Komárov estudió la fotografía de la carta encontrada en el portafolios de sir Nigel. No había duda de que el papel era del patriarcado y que empezaba diciendo: «Su Alteza Real». La firma y el sello eran los de Alexei II.

—¿Qué es esto?

—Señor presidente, la conspiración extranjera está bien clara. Consta de dos partes. Aquí en Rusia, se trata de desestabilizar su campaña electoral, de difundir la alarma y el desaliento a base de enseñar su manifiesto privado a determinadas personas.

»Eso ha tenido como consecuencia la voladura de las prensas, la presión de los bancos para acabar con los programas de televisión y la denuncia por parte de ese general imbécil. Los perjuicios han sido importantes, pero eso no impedirá su victoria final.

»La segunda parte es a su modo más peligrosa aún. Pretende sustituirle a usted por una restauración del trono de Todas las Rusias. Por su propio egoísmo, el patriarca ha tragado el anzuelo. Eso es una carta personal suya a cierto príncipe que vive en Occidente, dando apoyo a la idea de restauración y conviniendo en que si esto se acepta, la Iglesia propondrá que la invitación sea dirigida a ese hombre.

¿Y cuál es su propuesta, coronel?

—Muy simple, señor presidente. Sin candidato, la conspiración queda en nada.

—¿Conoce a algún hombre que pueda… desanimar a este noble caballero?

—Decididamente sí. Es muy bueno, y habituado a trabajar en Occidente. Habla varios idiomas. Trabaja para los Dolgoruki, pero se le puede contratar. Su último trabajo tuvo que ver con dos renegados de la mafia a quienes se había encargado depositar en Londres veinte millones de dólares pero que decidieron quedárselos. Los encontraron hace dos semanas en un piso en Wimbledon, cerca de Londres.

—Entonces creo que requeriremos sus servicios, coronel.

—Yo me encargo de eso, señor presidente. Antes de diez días no quedará ningún candidato.

«Después —pensó Grishin mientras volvía a su despacho—, una vez en su féretro de mármol el príncipe de sir Nigel y Jason Monk localizado por FAPSI y ahorcado en un sótano, enviaremos a sir Nigel Irvine un paquete de fotografías que le van a estropear de verdad las Navidades».

El jefe del GUVD había terminado su cena y estaba sentado con su hija en el regazo viendo dibujos animados cuando sonó el teléfono. Contestó su esposa.

—Es para ti.

—¿Quién es?

—Sólo ha dicho «el americano».

El general de la milicia depositó a Tatiana en el suelo y se puso en pie.

—Iré a mi despacho.

Una vez cerrada la puerta, cogió el auricular y oyó el clic de su mujer al colgar el supletorio.

—Diga.

—¿General Petrovsky?

—Sí.

—Hablamos el otro día.

—Ya.

—Tengo cierta información que podría serle de utilidad. ¿Tiene papel y lápiz?

—¿Desde dónde habla?

—De una cabina. No tengo mucho tiempo. Dése prisa, por favor.

—Adelante.

—Komárov y Grishin han convencido a sus amigos de la mafia Dolgoruki para que se lancen a una guerra de bandas. Van a desafiar a la mafia chechena.

—Los chacales comiéndose los unos a los otros.

—Sólo que una delegación del Banco Mundial está en Moscú negociando la próxima remesa de créditos. Si las calles se convierten en un campo de batalla el presidente en funciones, que tratará de quedar bien a ojos del mundo y de sus posibles votantes, se enfadará mucho. Podría preguntarse por qué ocurre eso precisamente ahora.

—Continúe.

—Seis direcciones. Anótelas, por favor.

Monk las fue dictando mientras el general tomaba nota.

—¿De qué son?

—Las dos primeras son arsenales de los Dolgoruki. La tercera es un casino; en el sótano guardan la mayoría de su documentación financiera. Las tres últimas son almacenes; en ellos hay mercancía de contrabando por valor de veinte millones de dólares.

—¿Cómo ha sabido todo esto?

—Tengo amigos en los barrios bajos. ¿Conoce a estos dos oficiales? —Monk le dio los nombres.

—Naturalmente. Uno trabaja a mis órdenes y el otro es jefe de brigada de las SOBR. ¿Por qué?

—Ambos están en la nómina de los Dolgoruki.

—Le conviene estar en lo cierto, americano.

—Descuide. Si quiere organizar alguna redada, yo daría el aviso con poca antelación y dejaría fuera a esos dos.

—Sé muy bien cómo hacer mi trabajo.

El teléfono enmudeció. Petrovsky colgó el auricular. Si aquel extraño agente extranjero tenía razón, su información era valiosísima.

El general no tenía alternativa: o dejar que las bandas sembraran las calles de muertos, u organizar una serie de golpes contra el principal sindicato mafioso en un momento en que la presidencia podía dignarse a felicitarle efusivamente. Tenía tres mil soldados básicamente jóvenes e impacientes de las Fuerzas de Intervención Rápida, las SOBR, a su disposición. Si el americano acertaba aunque fuera la mitad sobre Igor Komárov y sus planes una vez en el poder, en la nueva Rusia no habría lugar para él, para sus brigadas antibanda ni para sus tropas. El general volvió a la salita.

Los dibujos animados habían terminado. Ya no podría saber si el Coyote tenía Correcaminos para cenar o no.

—Me marcho a la oficina —le dijo a su mujer—. Estaré allí toda la noche y buena parte de la mañana.

En invierno las autoridades moscovitas suelen anegar los senderos del parque Gorki con agua que, al congelarse, crea la mayor pista de hielo del país. Tiene varios kilómetros de extensión y es muy popular entre los moscovitas de todas las condiciones y edades, que suelen llevar sus trineos y su vodka a fin de olvidarse un rato de sus preocupaciones evolucionando por el hielo.

Algunos paseos quedan exentos de hielo y se convierten en pequeños aparcamientos para coches. Fue en uno de éstos donde dos hombres, convenientemente protegidos del frío, se encontraron diez días antes de Navidad. Cada cual abandonó su coche y caminó hasta el borde de los árboles, de cara a la superficie de hielo donde los patinadores practicaban su deporte.

Uno era el coronel Anatoli Grishin y el otro un hombre solitario a quien en el ambiente del hampa se conocía por Mekhanik, (el Mecánico). Si bien en Rusia abundaban los asesinos a sueldo, algunas bandas mafiosas, en particular la Dolgoruki, consideraban al Mecánico algo muy especial. En realidad era un ucranio ex comandante del ejército quien años atrás había sido promovido a las Fuerzas Especiales de la Spetsnaz y de allí al espionaje militar, la GRU. Tras pasar por la escuela de idiomas, había tenido dos destinos en Europa occidental. Posteriormente, al dejar el ejército, había comprendido que podía explotar sus conocimientos de inglés y francés, su habilidad para desenvolverse en sociedades que la mayoría de los rusos consideraba extrañas y foráneas, y su falta de escrúpulos a la hora de matar a otros seres humanos.

—Creo que usted quería verme —dijo.

Sabía quién era el coronel Grishin y también que de haber sido para un trabajo dentro de Rusia el jefe de Seguridad de la UFP no le habría llamado. Dentro de la Guardia Negra, y no digamos de la mafia que apoyaba al partido, había matones suficientes a los que sólo había que dar una orden. Pero trabajar en el extranjero era distinto.

Grishin le entregó una fotografía. El Mecánico la miró y la volvió. Un nombre y la dirección de una casa solariega, en Occidente, escritos a máquina en el reverso.

—Un príncipe —murmuró—. Vaya, estoy subiendo de categoría.

—Ahórrese el sentido del humor —dijo Grishin—. El blanco es fácil. No hay seguridad personal digna de ese nombre. Será el veinticinco de diciembre.

El Mecánico reflexionó. Demasiado precipitado. Necesitaba hacer preparativos. Si estaba vivo era porque siempre tomaba meticulosas precauciones, y eso requería tiempo.

—El día de Año Nuevo —dijo al fin.

—Está bien. Cuál es su precio.

El Mecánico dio una cifra.

—De acuerdo.

Penachos de aliento condensado salían de las bocas de ambos hombres. El Mecánico recordaba haber visto en televisión un mitin religioso en el que un joven y carismático sacerdote había clamado por el retorno a Dios y el zar. Así que eso tramaba Grishin. Lamentó no haber doblado el precio.

—¿Eso es todo? —preguntó.

—A menos que necesite más datos.

El verdugo se guardó la fotografía en el bolsillo.

—No —dijo—, con esto me basta. Ha sido un placer, coronel.

Grishin retuvo al hombre por el brazo. El Mecánico miró la mano enguantada hasta que la presión cedió. No le gustaba que lo tocaran.

—Que no haya errores, ni en el blanco ni en la fecha.

—Yo no cometo errores, coronel, o usted no me lo habría encargado. Le mandaré por correo el número de mi cuenta en Liechtenstein. Que tenga un buen día.

A primera hora de la mañana siguiente, en la pista de hielo del parque Gorki el general Petrovsky practicó seis redadas simultáneas.

Los informadores habían sido invitados a una cena privada en el club de oficiales, en el cuartel de las SOBR, donde el vodka corrió lo suficiente para dejarlos totalmente ebrios. Se les había proporcionado un sitio donde dormir la borrachera. Y para asegurarse, cada puerta tenía un guardia.

El «ejercicio» táctico organizado durante el día había sido convertido en algo real antes de la medianoche. Para entonces los soldados y sus camiones habían sido recluidos en una serie de garajes cerrados. A las dos de la madrugada los conductores y los jefes de destacamento habían recibido los detalles de su misión y las direcciones que precisaban. Por primera vez en meses, la sorpresa había sido absoluta.

Ninguno de los tres almacenes había sido un problema. Cuatro guardias habían tratado de resistirse, siendo abatidos a balazos. Otros ocho se habían rendido justo a tiempo. Los almacenes habían dado diez mil cajas de vodka de importación, todas sin los aranceles precisos, llegadas de Finlandia y Polonia en los dos meses anteriores. La falta de trigo había obligado al mayor consumidor de vodka del mundo a importar su propio alcohol, con unos precios hasta tres veces más altos que en los países de fabricación. Se incautaron asimismo de lavavajillas, lavadoras automáticas, televisores, vídeos y ordenadores, todos de Occidente y todos de contrabando.

Los dos arsenales proporcionaron armas suficientes para equipar a todo un regimiento de infantería, desde rifles de asalto corrientes hasta cohetes anticarro y lanzallamas.

Petrovsky dirigió personalmente la redada en el casino, que aún estaba repleto de jugadores que huyeron gritando hacia las sombras de la noche. El gerente no dejó de alegar que su negocio era perfectamente legal, hasta que el escritorio de su despacho fue retirado, levantada la alfombra y descubierta la trampilla que daba al sótano. Entonces se desmayó.

A media mañana tropas de las SOBR seguían sacando cajas de documentos financieros que fueron trasladadas en furgones a la sede del GUVD, en el número 6 de la calle Shabolovka, para ser analizadas.

A mediodía dos generales del Presídium del MVD, situado a quinientos metros de allí, habían telefoneado para expresar su felicitación.

La noticia fue difundida por los boletines radiofónicos de la mañana y hacia la una el telediario pasó un reportaje completo sobre el particular. El número de víctimas entre los gángsters, anunció el locutor, se elevaba a dieciséis, mientras que en las Fuerzas de Intervención Rápida las víctimas se limitaban a un herido grave con una bala en el estómago y uno con un ligero rasguño. Habían sido detenidos veintisiete mafiosos, de los cuales siete estaban en el hospital y otros dos prestando declaración en la sede del GUVD. Esto último no era en realidad sino una falsa información distribuida a los medios por el propio Petrovsky a fin de hacer cundir el pánico entre los dirigentes del clan Dolgoruki.

La reunión de la cúpula mafiosa, en una suntuosa dacha muy bien protegida a más de dos kilómetros del puente Arkangelskoye sobre el Moscova, estuvo presidida por una sensación de temor. La única emoción más allá del temor era la ira. La opinión mayoritaria era que el elemento de sorpresa absoluta logrado por las SOBR y la exactitud de sus conocimientos apuntaban en la dirección de una grave filtración. Durante las deliberaciones se supo incluso que corría el rumor de que el origen de la filtración era un indiscreto oficial de alta graduación perteneciente a la Guardia Negra. Teniendo en cuenta los muchos millones que la Dolgoruki había invertido en la campaña de Komárov, eso no les hizo ninguna gracia. No sabían que el rumor había sido en realidad iniciado por los chechenos a sugerencia de Monk. Sin embargo, los jefes del clan acordaron que antes de pasar más dinero a la UFP, sus dirigentes tendrían que dar una explicación satisfactoria.

Hacia las tres Umar Gunáyev, celosamente escoltado por su personal de seguridad, fue a visitar a Monk, quien esta vez estaba alojado con una familia chechena en un pequeño piso al norte del Centro de Exposiciones del parque Sokolniki.

—No sé cómo lo ha conseguido, amigo mío, pero anoche explotó una bomba de las grandes.

—Es un asunto de interés propio —dijo Monk—. Petrovsky tenía mucho interés en complacer a sus superiores, incluido el mismísimo presidente en funciones, durante la semana en que la delegación del Banco Mundial estaba de visita. Eso es todo.

—Está bien. Sea como sea, la Dolgoruki ya no está en situación de hacerme la guerra. Tardarán semanas en recuperarse.

—Y en localizar la filtración dentro de la Guardia Negra —le recordó Monk.

Umar Gunáyev le lanzó al regazo un ejemplar de Segonya.

—Mire la página tres —dijo.

Había un informe de las principales empresas rusas de encuestas de opinión según el cual el apoyo a la UFP estaba en un cincuenta y cinco por ciento e iba de baja.

—Los sondeos se hacen principalmente en las ciudades —dijo Monk—. Por comodidad y conveniencia. Komárov tiene más fuerza en las ciudades. La clave estará en los millones de personas de las zonas rurales.

—¿De veras cree que Komárov puede resultar derrotado en las urnas? —preguntó Gunáyev—. Hace seis semanas eso habría sido imposible.

—No lo sé —dijo Monk.

No era momento de explicarle al líder checheno que la derrota electoral no era lo que sir Nigel Irvine había estado planeando. Se acordó del viejo jefe de espías, considerado aún en el mundo del Gran Juego como el último practicante del engaño por desinformación, sentado en la biblioteca de Castle Forbes con la biblia de la familia abierta ante él y diciéndole: «La clave es Gedeón, muchacho. Piense como Gedeón».

—Está pensando en las musarañas —le dijo Gunáyev. Monk volvió en sí.

—Discúlpeme. Esta noche he de ver al patriarca por última vez. Necesitaré su ayuda.

—¿Para entrar?

—Para salir. Es muy probable que Grishin tenga la casa vigilada, como ya le dije. Con un hombre basta, pero ese hombre tendrá que pedir refuerzos mientras yo esté dentro.

—Pues será mejor que empecemos a organizarlo —dijo Gunáyev.

El coronel Grishin estaba en su apartamento a punto de acostarse cuando sonó el teléfono. Reconoció la voz sin necesidad de presentaciones.

—Ha venido. Está aquí otra vez.

¿Quién?

—El americano. Ha vuelto. Ahora está con Su Santidad.

—¿Sospecha algo?

—No lo creo. Ha venido solo.

—¿Vestido de sacerdote?

—No. Va todo de negro, pero de paisano. Parece que el patriarca le esperaba.

—¿Dónde está usted?

—En la despensa, preparando café. Debo irme ahora.

La comunicación se interrumpió. Grishin hizo intentos de dominar su euforia. El odiado agente norteamericano estaba casi en sus manos. Esta vez no sería como en Berlín. Grishin telefoneó al jefe del núcleo secreto de la Guardia Negra.

—Necesito diez hombres, tres coches y mini Uzis. Enseguida. Bloquee los dos extremos de la calle Chisti Pereulok. Nos veremos allí dentro de media hora.

Eran las doce y media de la noche.

A la una y diez Monk se incorporó de la silla y dio las buenas noches al patriarca.

—No creo que volvamos a vernos, Santidad. Sé que hará cuanto esté en su mano por el país y el pueblo a los que tanto ama.

Alexei II se incorporó también y le acompañó a la puerta.

—Con la gracia de Dios, lo intentaré. Adiós, hijo. Que los ángeles le guarden.

De momento, pensó Monk mientras bajaba las escaleras, tendría que arreglárselas con unos cuantos guerreros del Cáucaso septentrional.

El rollizo ayudante estaba, como de costumbre, esperándolo con su abrigo.

—No, gracias, padre —dijo. Lo último que necesitaba ahora era una prenda que le obstaculizara correr.

Sacó su teléfono móvil tecleo un número. Le respondieron a la primera señal.

—Monakh —dijo Monk.

—Quince segundos —contestó una voz, Monk reconoció a Magomed, el jefe de los hombres que Gunáyev había asignado para protegerle. Monk abrió la puerta de la calle unos quince centímetros y se asomó.

Calle abajo había un Mercedes esperando bajo una farola de luz mortecina. Dentro había cuatro hombres, uno al volante y tres armados con pistolas ametralladoras Uzi. El blanco penacho que se elevaba de la parte posterior indicaba que el motor estaba en marcha. En la dirección opuesta Chisti Pereulok desembocaba en una pequeña plaza. Esperando en las sombras de la misma había otros dos coches negros. A pie o sobre cuatro ruedas, cualquiera que pretendiera salir del callejón caería en la emboscada.

Por el extremo donde esperaba el solitario Mercedes se aproximó otro vehículo, con su luz amarilla de taxi encendida sobre el parabrisas. Los hombres apostados lo dejaron pasar. Iba a recoger a su objetivo. Mala suerte para el taxista; él también moriría. El taxi llegó a la altura del Mercedes y se oyó un doble tintineo cuando dos objetos de metal del tamaño de sendos pomelos cayeron al helado pavimento y rodaron bajo el Mercedes. Cuando el taxi había superado a éste unos diez metros, tras la puerta que ahora estaba abierta un par de centímetros, oyó el ruido sordo de las dos granadas al explotar. Simultáneamente un furgón de reparto avanzó hacia el extremo que daba a la plaza, se cruzó en la entrada y se detuvo. El conductor saltó de la cabina y echó a correr callejón adentro.

Monk saludó con un gesto al tembloroso sacerdote, abrió la puerta del todo y salió a la calle. El taxi se encontraba casi enfrente de él, con la puerta de atrás abierta. Se lanzó al interior. Del asiento delantero surgió un poderoso brazo que le sujetó. El conductor del furgón regresó corriendo un segundo después.

Marcha atrás, el taxi volvió por donde había llegado. Parapetado tras el furgón inmóvil alguien disparó una ráfaga desde el suelo con una pistola ametralladora. Entonces estallaron las dos bombas colocadas bajo el chasis del furgón y el tiroteo cesó.

Uno de los hombres de Grishin había logrado salir del Mercedes y se tambaleaba junto a la puerta de atrás, intentando empuñar su arma. El parachoques posterior del taxi le golpeó en la pantorrilla derribándolo violentamente.

Fuera ya del callejón, el taxi torció, derrapó en el hielo, recuperó el control, puso la primera y salió disparado. En ese momento el depósito del Mercedes hizo explosión y acabó el trabajo.

Magomed se volvió en el asiento de delante y Monk pudo ver el destello de sus blancos dientes bajo el bigote zapatista.

—Con vosotros los amerikanets la vida es emocionante.

En la placita del otro extremo del callejón el coronel Grishin contempló el destrozado furgón que bloqueaba el acceso. Dos de sus hombres yacían sin vida bajo el vehículo, muertos por dos pequeñas cargas arrojadas bajo el chasis y accionadas desde el taxi. Al volverse vio su otro coche ardiendo al fondo de Chisti Pereulok. El coronel cogió su teléfono móvil y tecleó siete nú­meros. Oyó cómo el móvil al que había llamado sonaba dos veces. Una voz atenazada de pánico respondió:

—¿Da?

—Se ha escapado. ¿Tiene lo que quiero?

Da.

—El sitio de siempre. A las diez.

La pequeña iglesia de Todos los Santos de Kulishki estaba casi vacía a esa hora.

El padre Máxim permanecía de pie junto a la pared de la derecha, sosteniendo una vela chorreante comprada en la tienda contigua al portal, cuando el coronel Grishin apareció detrás de él.

—El americano consiguió escapar —masculló.

—Lo siento. Hice lo que pude.

—¿Cómo se enteró de que le esperábamos fuera?

—Parecía sospechar que la residencia estaba vigilada. —Como de costumbre, el sacerdote estaba sudando—. Sacó un teléfono móvil y llamó a alguien.

—Empiece por el principio.

—Llegó a las doce y diez. Yo estaba a punto de acostarme. Su Santidad estaba levantado y trabajando en su despacho. Suele hacerlo a esa hora. Sonó el timbre de la calle, pero yo no lo oí. Estaba en mi cuarto. El guardia cosaco fue a abrir. Luego oí voces, salí de mi habitación y entonces le vi de pie en el vestíbulo.

»Oí que Su Santidad llamaba desde arriba. «Haga entrar al caballero», dijo. Luego se inclinó sobre el pasamanos, me vio y pidió que le subiera café. Volví a la despensa y le telefoneé a usted.

—¿Cuánto tiempo pasó hasta que fue a la habitación?

—No mucho. Unos minutos. Procuré darme prisa para perderme lo menos posible. Debí de tardar unos cinco minutos.

—¿Y la grabadora que le di?

—La encendí antes de entrar con el café. Dejaron de hablar al llamar yo a la puerta. Mientras les dejaba el café cayeron unos terrones de azúcar al suelo y me arrodillé para recogerlos. Su San­tidad dijo que no me molestara, pero yo insistí y entonces deslicé la grabadora debajo del escritorio. Luego me fui.

—¿Y al final?

—El hombre bajó solo las escaleras. Yo le esperaba con su abrigo, pero él dijo que no lo quería. El cosaco estaba en su cuarto junto a la puerta. Me pareció que el americano estaba nervioso. Sacó un teléfono portátil y marcó un número. Alguien le respondió, y él sólo dijo: «Monakh».

—¿Nada más?

—No, coronel, sólo Monakh. Luego escuchó. No pude oír la respuesta porque él tenía el teléfono pegado a la oreja. Después de esperar un momento, abrió un poco la puerta de la calle y se asomó. Yo tenía su abrigo en la mano.

Grishin reflexionó. El viejo inglés podía haberle dicho a Monk que habían seguido la pista de la limusina del hotel. Eso habría bastado para que el norteamericano sospechara que la residencia estaba vigilada.

—Continúe, padre.

—Oí el motor de un coche y luego dos explosiones. El americano abrió la puerta y echó a correr. Después oí un tiroteo y me aparté de la puerta.

Grishin asintió. El norteamericano era listo, pero él ya lo sabía. Había adivinado la respuesta correcta por motivos equivocados. El, Grishin, tenía efectivamente vigilada la residencia del patriarca, pero desde el interior, por medio de aquel fantoche de sacerdote.

—¿Y la cinta?

—Cuando se produjeron las explosiones en la calle, el cosaco salió con su pistola. El americano había huido dejando la puerta abierta. El cosaco se asomó, gritó «asesinos» y cerró de un portazo. Yo corrí arriba justo cuando Su Santidad salía de la biblioteca para asomarse a la escalera y preguntar qué pasaba. Mientras estaba allí yo fui a recoger las tazas de café y la grabadora.

Sin pronunciar palabra el coronel extendió la mano. El padre Máxim hurgó en un bolsillo de su sotana y extrajo una pequeña cinta de las que llevan los magnetófonos diminutos como el que Grishin había entregado al sacerdote en su última entrevista.

—Espero haberlo hecho bien —dijo el cura, tembloroso.

Grishin sintió ganas de estrangular a aquel idiota con sus propias manos, y no era la primera vez. Quizá algún día…

—Ha hecho exactamente lo que había que hacer, padre —dijo—. Lo ha hecho extraordinariamente bien.

En el coche, camino de su despacho, el coronel Grishin volvió a mirar la cinta. Había perdido ya seis de sus mejores hombres, además de a su presa. Pero tenía en sus manos la grabación de todo lo que el maldito americano le había dicho al patriarca, y viceversa. Algún día, se juró, ambos pagarían sus crímenes. De momento, por lo que le concernía a él, la jornada iba a terminar mejor de lo que había empezado.