Como otros muchos cuerpos de policía, la milicia rusa tiene dos ramificaciones: por un lado la policía federal; por el otro la policía local, estatal o regional. En Rusia las regiones o comarcas se denominan oblasts, de las cuales la más extensa es la de Moscú, un territorio que comprende toda la capital de la República Federal más el campo circundante. Viene a ser como el Distrito de Columbia pero añadiendo un tercio de Virginia y otro tercio de Maryland.
De ahí que Moscú albergue, aunque en diferentes edificios, tanto la milicia federal como la milicia de Moscú. A diferencia de lo que ocurre en Occidente, el Ministerio del Interior ruso tiene también a su disposición un ejército de ciento treinta mil soldados armados y pertrechados.
Poco después de la caída del comunismo, la epidemia de crimen organizado fue tan manifiesta, generalizada y escandalosa que Boris Yeltsin se vio forzado a ordenar la formación de divisiones en las policías federal y de Moscú Oblast a fin de poner freno a la mafia.
La tarea de los federales consistía en luchar contra el crimen en toda la nación, pero dado que la mafia estaba concentrada en Moscú —dedicada sobre todo a delitos de tipo económico— el Departamento Contra el Crimen Organizado de Moscú, GUVD, acabó siendo casi tan grande como su homólogo federal.
El GUVD había tenido éxitos moderados hasta mediados los noventa, cuando su jefatura fue asumida por el general de policía Valentin Petrovsky; quien se convertía así en el general de mayor graduación del cuerpo colegiado que dirigía el departamento.
Petrovsky venía destinado de la ciudad industrial de Nizny Novgorod, donde se había granjeado fama de hombre duro e insobornable. Como un moderno Eliott Ness, heredaba una situación similar a la del Chicago de Al Capone. Pero, a diferencia del jefe de los Intocables, Petrovsky tenía más potencia de fuego y menos derechos civiles a tener en cuenta.
Empezó su reinado despidiendo a una docena de oficiales importantes a los que calificó de «demasiado próximos» al tema en cuestión, esto es, el crimen organizado. «¡Demasiado próximos! —aulló el enlace del FBI en la embajada de Estados Unidos—. ¡Los tenían en la puta nómina!».
Petrovsky organizó después una serie de pruebas para ver quién aceptaba sobornos entre los principales inspectores. Los que respondieron mandando a paseo al sobornante consiguieron un ascenso y un aumento de sueldo. Cuando hubo reunido una fuerza operacional fiable y honesta, declaró la guerra al crimen organizado. Su brigada antibandas acabó siendo temida entre la gente del hampa, y Petrovsky fue apodado Molotok (martillo).
Como todo policía honrado, no siempre ganaba. El cáncer estaba demasiado arraigado. La mafia tenía amigos en todos los puestos importantes. Demasiados gángsters habían ido a juicio para salir al poco con una sonrisa en los labios.
La reacción de Petrovsky fue no andarse con remilgos a la hora de hacer prisioneros. Para respaldar a sus detectives, tanto la brigada antibandas federal como la urbana contaban con tropas armadas. Los de la policía federal recibían el nombre de OMON; y las Fuerzas de Intervención Rápida, SOBR.
Al principio, Petrovsky encabezaba personalmente las redadas de las SOBR para evitar filtraciones. Si los gángsters se entregaban se los sometía a un juicio, pero si alguno empuñaba armas o intentaba destruir pruebas o escapar, Petrovsky acababa con él por la vía sumaria.
Hacia 1998 comprobó que el mayor grupo mafioso, aparentemente inexpugnable, era la banda Dolgoruki de Moscú, que controlaba gran parte de Rusia al oeste de los Urales, un clan inmensamente rico y capaz de comprar toda la influencia que necesitara. A finales de 1999 Petrovsky llevaba dos años enzarzado en una guerra sin cuartel contra la mafia Dolgoruki y era odiado por ese motivo.
En su primera entrevista Umar Gunáyev había asegurado a Monk que en Rusia no le haría falta falsificar documentos; que con dinero podía comprar los auténticos. A primeros de diciembre Monk puso a prueba aquella presunción.
Lo que tenía en mente era su cuarta entrevista privada con un notable ruso bajo identidad supuesta. Pero la carta del arzobispo Anthony de la Iglesia ortodoxa en Londres había sido confeccionada en esa ciudad, así como la que se suponía procedente de la Casa de Rothschild. El general Nikoláiev no le había pedido ninguna clase de identificación; el uniforme del estado mayor había bastado. El general Valentín Petrovsky, que vivía bajo amenazas diarias de asesinato, estaba vigilado día y noche.
Monk no preguntó al líder checheno cómo ni dónde había conseguido los papeles. Pero parecían auténticos. Llevaban la foto de Monk con el pelo corto y rubio y lo identificaban como un coronel de la policía perteneciente a la plantilla personal del primer subjefe del directorio del Crimen Organizado, Ministerio del Interior. Como tal, Petrovsky no le conocería personalmente; sería un colega de la milicia federal.
Una cosa que no cambió tras la caída del comunismo fue la costumbre rusa de reservar bloques enteros de pisos para funcionarios importantes de la misma profesión. Mientras que en Occidente los políticos y los funcionarios del Estado suelen vivir en domicilios de su propiedad esparcidos por los barrios residenciales, en Moscú suelen vivir agrupados en bloques de propiedad estatal y alquiler gratuito.
Ello se debe principalmente a que el estado poscomunista heredó esos bloques de pisos del viejo Comité Central y decidió crear residencias de favor. Muchos de esos bloques estaban, y están, situados en la parte norte de Kutuzovsky Prospekt donde vivieron en tiempos Brezhnev y gran parte del Politburó. Petrovsky residía en un piso de la penúltima planta de un edificio que compartía con otra docena de oficiales de la policía. Meter a hombres de la misma profesión en un solo edificio tenía al menos una ventaja. Un ciudadano de a píe se habría vuelto loco con tantas medidas de seguridad; los generales de la policía, en cambio, comprendían su absoluta necesidad.
El coche que Monk conducía esa noche, milagrosamente adquirido o «tomado en préstamo» por Gunáyev, era un genuino Chaika negro de la milicia del MVD. Se detuvo ante la barrera que daba al patio interior del bloque. Un guardia del OMON le indicó por señas que bajara la ventanilla, mientras un segundo guardia cubría el vehículo con su metralleta. Monk se identificó y contuvo el aliento. El guardia examinó su pase, asintió con la cabeza y se dirigió a la garita para hacer una llamada. Luego regresó.
—El general Petrovsky pregunta qué le trae por aquí.
—Dígale al general que traigo unos papeles del general Chebokariov. Es un asunto urgente —dijo Monk. Había nombrado al hombre que habría sido su superior.
Hubo una segunda llamada telefónica. El guardia del OMON hizo una seña a su colega y éste subió la barrera. Monk aparcó y luego entró en el edificio.
En la recepción de planta baja había un guardia, que le franqueó el paso, y otros dos al salir del ascensor en el octavo piso. Le cachearon, examinaron su maletín y sus credenciales. Uno de ellos habló por un interfono. La puerta se abrió diez segundos después. Monk sabía que había sido observado por una mirilla.
Había un sirviente de chaqueta blanca cuyo porte parecía indicar que podía ofrecer algo más que canapés si la ocasión lo requería. Luego el ambiente familiar se hizo patente. Una niña salió corriendo de la salita, miró a Monk y dijo «Te presento a mi muñeca». Sostenía en alto una muñeca rubia en camisa de dormir. Monk sonrió.
—Es preciosa. ¿Cómo se llama?
—Tatiana.
Apareció una mujer próxima a la cuarentena, sonrió en señal de disculpa y se llevó a la niña. Detrás de ella surgió un hombre en mangas de camisa, enjugándose la boca como cualquier ciudadano interrumpido en mitad de su almuerzo.
—¿Coronel Sorokin?
—Señor.
—Una hora un poco intempestiva, ¿no le parece?
—Lo lamento. Las cosas se han precipitado un poco. Puedo esperar mientras termina su cena, si lo prefiere.
—No es necesario. Estaba acabando. Además, ahora emiten dibujos animados por la tele, así que por mí mejor. Acompáñeme.
Petrovsky le llevó a un estudio contiguo al vestíbulo. Con mejor luz Monk pudo ver que el azote de criminales no era mayor que él y sí igual de fornido.
Tres veces —con el patriarca, el general y el banquero— había empezado diciendo que su identidad era falsa y eso no le había ocasionado mayores problemas. En esta ocasión calculaba que podía acabar muerto. Monk abrió su maletín. Los guardias lo habían registrado y sólo habían visto dos carpetas con rótulos en ruso, sin leer una palabra. Monk le entregó el documento gris, el informe de verificación.
—Aquí tiene, mi general. Pensamos que se trata de algo realmente inquietante.
—¿Puedo leerlo después?
—La verdad es que esto podría exigir una acción inmediata.
—Vaya, qué lata. ¿Bebe usted?
—De servicio no, señor.
—Veo que están mejorando en el MVD. ¿Café?
—Gracias. Ha sido un día muy ajetreado.
El general sonrió.
—¿Y cuál no lo es?
Llamó al sirviente y pidió café para dos. Luego se puso a leer. El sirviente dejó el café y se retiró. Al rato el general Petrovsky levantó los ojos.
—¿De dónde diablos ha salido esto?
—Del servicio secreto británico.
—¿Cómo?
—No se trata de una provocación. Ha sido verificado a conciencia. Puede usted comprobarlo mañana. N. L Akópov, el secretario que se dejó el manifiesto en la mesa, está muerto. Y también el hombre de la limpieza, Zaitsev. Y también el periodista inglés, que en realidad no sabía nada.
—Lo recuerdo —dijo Petrovsky pensativo—. Parecía un ajuste de cuentas, pero sin móvil. Muy extraño tratándose de un periodista extranjero. ¿Cree usted que fueron los guardias negros?
—O asesinos Dolgoruki, contratados al efecto.
—¿Y dónde está ese misterioso Manifiesto Negro?
—Aquí, general.
—Monk tocó su maletín.
—¿Lleva usted una copia encima?
—Sí.
—Pero según esto el documento fue a parar a la embajada británica y luego a Londres. ¿Cómo lo ha conseguido?
—Me fue entregado.
El general Petrovsky le miró con recelo.
—¿Y cómo diablos consigue el MVD una copia de esto…? Usted no es del MVD. ¿De dónde coño ha salido? ¿Del SVR, del FSB? —Aquellas siglas respondían al Servicio Exterior de Inteligencia y al Servicio Federal de Seguridad, sucesores del Primer y Segundo Directorios del antiguo KGB.
—De ninguno de los dos, señor. Soy americano.
El general Petrovsky no mostró miedo alguno sino que lo miró fijamente en busca de un indicio de amenaza, ya que su familia estaba en el cuarto de al lado y Monk podía ser un asesino a sueldo. Pero al parecer aquel impostor no llevaba armas encima.
Monk contó cómo había llegado la carpeta negra a la embajada, de allí a Londres y luego a Washington; y que apenas la habían leído un centenar de personas de los dos gobiernos. No mencionó el Consejo de Lincoln; si el general Petrovsky deseaba creer que Monk venía en representación del gobierno de Estados Unidos, eso no podía perjudicarlo.
—¿Cuál es su verdadero nombre?
—Jason Monk.
—¿De veras es americano?
—Sí, señor.
—Pues habla muy bien el ruso. Veamos, ¿qué hay en ese manifiesto?
—Entre otras cosas, la sentencia de muerte de Komárov para usted y la mayoría de sus hombres.
En el silencio subsiguiente Monk pudo oír en ruso las palabras «Así me gusta» a través de la pared. Eran Tom y Jerry en la televisión. Tatiana se desternillaba de risa. Petrovsky tendió la mano.
—Déjeme ver —dijo.
Empleó media hora en la lectura de las cuarenta páginas. Luego se lo devolvió.
—Tonterías.
—¿Por qué?
—Komárov no saldría impune de todo esto.
—De momento lo ha conseguido. Un ejército privado con material ultramoderno y excelentes pagas, un bien entrenado cuerpo de Jóvenes Combatientes, y dinero suficiente para ahogarse en él. Los padrinos Dolgoruki hicieron un trato con él hace dos años: doscientos cincuenta millones de dólares a cambio de campear a sus anchas en este país.
—No tiene pruebas.
—El manifiesto es una prueba, cuando alude a recompensar a quienes proporcionen fondos. Los Dolgoruki querrán su parte del pastel: el territorio de todos sus rivales. Exterminados los chechenos y proscritos los armenios, georgianos y ucranios, eso no será problema. Pero querrán más: vengarse de quienes los han perseguido, empezando por las brigadas antibanda.
»Necesitarán carne de cañón para sus nuevos campos de trabajo; para extraer el oro, la sal y el plomo. ¿Quién mejor que los jóvenes que usted manda, los SOBR y el OMON? Y, por supuesto, usted no vivirá para verlo.
—Puede que no lo consiga.
—Cierto, general, puede que no. Su estrella está decayendo. El general Nikoláiev cargó contra él hace unos días.
—Sí, lo vi. Me llevé una buena sorpresa. ¿Ha tenido usted algo que ver?
—Quizá.
—Muy listo.
—Las cadenas comerciales de televisión han dejado de sacarlo en pantalla. Sus publicaciones han parado la producción. Las últimas encuestas de opinión le dan un sesenta por ciento contra el setenta del mes pasado.
—¿Lo ve, señor Monk? Puede que no gane, después de todo.
—Pero ¿y si gana?
—Yo no puedo interferir en unas elecciones presidenciales. Soy un general, de acuerdo, pero en el fondo sólo soy un policía. Debería usted acudir al presidente en funciones.
—Está paralizado de miedo.
—En eso tampoco puedo ayudar.
—Si Komárov piensa que no puede vencer, es capaz de intentar un golpe.
—Si alguien intenta eso, señor Monk, el Estado sabrá defenderse.
—¿Ha oído hablar alguna vez del sippenhaft, general?
—El inglés no es mi fuerte.
—Es alemán. ¿Me da su número de teléfono?
Petrovsky señaló al aparato con un gesto de cabeza. Monk memorizó el número, recogió sus papeles y los metió en el maletín.
—Esa palabra alemana, ¿qué significa?
—Cuando una parte del cuerpo de oficiales alemán intentó acabar con Hitler, éste ordenó colgarlos de cuerdas de piano. Sus esposas e hijos fueron a parar a campos de concentración por la ley del sippenhaft.
—Ni los comunistas hicieron algo así —le espetó Petrovsky—. Las familias perdieron sus pisos y sus plazas escolares. Pero no fueron a los campos.
—Ese hombre está loco. Pese a su fachada de cortesía, es un desequilibrado. Y Grishin cumplirá sus mandatos. ¿Puedo irme ahora?
—Será mejor que se marche antes de que lo haga arrestar.
Monk estaba junto a la puerta.
—Yo de usted, tomaría ciertas precauciones. Si él gana, o cree que puede perder, usted tendrá que luchar por su esposa y su hija.
Dicho esto, se fue.
El doctor Probyn parecía un colegial nervioso. Muy ufano, mostró a sir Nigel una gráfica de casi un metro cuadrado claveteada a la pared. Era evidente que la había hecho él mismo.
—¿Qué le parece? —dijo.
Sir Nigel miró la lista sin comprender. Nombres, montones de nombres, unidos por líneas verticales y horizontales.
—El metro de Mongolia pero sin traducir —sugirió. Probyn soltó una carcajada.
—No está mal. Tiene ante usted las partes entrelazadas de cuatro casas reales europeas. Danesa, griega, británica y rusa.
—Explíquese —le rogó Irvine. Probyn cogió un rotulador rojo, uno azul y uno negro.
—Empecemos por arriba. Los daneses. Son la clave de todo.
—¿Por qué los daneses?
—Deje que le cuente una historia verídica, sir Nigel. Hace ciento sesenta años hubo un rey de Dinamarca que tenía varios hijos. Aquí están.
Señaló la parte superior de la lista, donde aparecía el nombre del rey de Dinamarca y debajo, en una línea horizontal, los de sus descendientes.
—Bien, el mayor de los chicos fue príncipe de la Corona y sucedió a su padre. Eso no nos interesa. Pero el más pequeño…
—El príncipe Guillermo acabó convirtiéndose en Jorge I de Grecia. Lo mencionó usted la última vez que estuve aquí.
—Espléndido —dijo Probyn—, buena memoria. Pues ahí lo tiene otra vez; ha ido a Atenas y se ha convertido en rey de Grecia. ¿Y qué hizo? Pues casarse con la gran duquesa Olga de Rusia y engendrar al príncipe Nicolás, príncipe de Grecia pero étnicamente medio danés y medio ruso, o sea, Romanov. Bien, dejemos a Nicolás para después, todavía soltero.
Subrayó a Nicolás en azul, por Grecia, y señaló nuevamente a los daneses.
—El viejo rey también tuvo hijas, y dos de ellas supieron arreglárselas muy bien. Dagmar viajó a Moscú para ser emperatriz de Rusia; se cambió el nombre por María, abrazó la fe ortodoxa y dio a luz a Nicolás II de Todas las Rusias.
—Que fue asesinado con toda su familia en Yakaterimburgo.
—Exacto. Pero fíjese en la otra. Alejandra de Dinamarca fue a Inglaterra y se casó con nuestro príncipe, que se convirtió en Eduardo VII. Engendraron al que sería Jorge V. ¿Lo ve?
—Así pues, el zar Nicolás y el rey Jorge eran primos.
—En efecto. Sus madres eran hermanas. En la Primera Guerra Mundial el zar de Rusia y el rey de Inglaterra eran primos. Cuando el rey Jorge hablaba del zar como del «primo Nicky», lo hacía con absoluta precisión.
—Sólo que eso acabó en 1918.
—Efectivamente. Pero mire ahora la dinastía británica.
El doctor Probyn rodeó con un mismo círculo rojo al rey Jorge y la reina Alejandra. Su rotulador rojo descendió una generación para poner en un círculo al rey Jorge V.
—Éste tuvo cinco hijos. John murió de niño, los otros crecieron. Aquí los tiene: David, Albert, Enrique y Jorge. El que nos interesa es el último, el príncipe Jorge.
El rotulador describió una línea desde Jorge V hasta su cuarto hijo, el príncipe Jorge de Windsor.
—Bien, él murió de accidente de avión en la Segunda Guerra Mundial, pero tuvo dos hijos varones, que viven todavía. Ahí los tiene, pero el que nos interesa es el más pequeño.
El rotulador rojo bajó a la línea inferior para rodear al príncipe inglés.
—Ahora sigamos la línea en dirección contraria —dijo Probyn—. Su padre era el príncipe Jorge, su abuelo el rey Jorge, pero su bisabuela era la hermana de la madre del zar. Dos princesas de Dinamarca, Dagmar y Alejandra. Este hombre está ligado a la casa Romanov por matrimonio.
—Mmm. De eso hace mucho —dijo sir Nigel.
—Pero hay más. Fíjese en esto.
Puso dos fotografías sobre el escritorio: dos rostros barbudos y sombríos mirando directamente a la cámara.
—¿Qué opina?
—Que podrían ser hermanos.
—Pues no lo son. Se llevan ochenta años. Éste es el difunto zar Nicolás II; el otro es el príncipe inglés. Fíjese en las caras, sir Nigel. No son típicamente británicas; bueno, el zar era medio ruso y medio danés. Tampoco son típicamente rusas. Son caras danesas; es la sangre danesa que procede de las dos hermanas, Dagmar y Alejandra.
—¿Es eso? ¿Vínculo por matrimonio?
—Pues no. Aún falta lo mejor. ¿Se acuerda del príncipe Nicolás?
—¿El que dejábamos para después? ¿El príncipe de Grecia que en realidad era medio danés y medio ruso?
—El mismo. Bien, el zar Nicolás tenía una prima, la gran duquesa Elena. ¿Qué hizo ella? Ir a Atenas y casarse con Nicolás. El es medio Romanov y ella lo es al ciento por ciento. Por tanto, su prole es tres cuartas partes rusa y Romanov. Y además, ella era la princesa Marina.
—Que vino a Inglaterra…
—Y se casó con el príncipe Jorge de Windsor. De modo que estos dos hombres, sus hijos, tienen tres octavas partes de Romanov, y hoy día eso es lo máximo que se puede conseguir. Eso no significa sin embargo que haya una reclamación lineal; todo es demasiado complicado, recuerde la ley paulina. Pero el vínculo por matrimonio es por vía paterna y el de sangre por vía materna.
—¿Sirve eso para los dos hermanos?
—Sí, y hay algo más. La madre de ambos, Marina, era miembro de la Iglesia ortodoxa en el momento de ambos partos. Eso es condición imprescindible para la jerarquía ortodoxa.
—¿Se aplica eso a los dos hermanos?
—Desde luego que sí. Y ambos sirvieron como oficiales en el ejército británico.
—¿Qué pasa entonces con el hermano mayor?
—Usted mencionó la edad, sir Nigel. El mayor tiene ahora sesenta y cuatro años, así que está descartado. El más joven cumplió cincuenta y siete este año. Prácticamente tiene todos los requisitos que usted necesita. Príncipe de una casa reinante, primo de la reina, un solo matrimonio, un hijo varón de veinte años, casado con una condesa austriaca, acostumbrado a todas esas ceremonias, pleno aún de vigor, y ex militar. Pero lo increíble es que estuvo en el Cuerpo de Inteligencia, que hizo todo el curso de lengua rusa y que prácticamente es bilingüe.
El doctor Probyn se apartó radiante de su gráfica multicolor. Sir Nigel contempló la cara en la fotografía.
—¿Dónde vive actualmente?
—Los días laborables, aquí en Londres. Los fines de semana, en su casa de campo en Debrett.
—Quizá debería ir a hablar con él —murmuró sir Nigel—. Una última cosa, doctor. ¿Hay algún otro hombre que cumpla tan apropiadamente todos los requisitos?
—En este planeta no —contestó el heraldo.
Aquel fin de semana, previa cita convenida, sir Nigel viajó al oeste de Inglaterra para visitar al más joven de los príncipes en su casa de campo. Fue recibido con cortesía y escuchado con seriedad. Por último, el príncipe le acompañó hasta el coche.
—Si la mitad de lo que me dice es cierto, sir Nigel, lo encuentro realmente extraordinario. Naturalmente, he seguido los acontecimientos de Rusia a través de los medios informativos. Pero esto… Debo reflexionar sobre ello, consultar seriamente con mi familia y, por supuesto, pedir una entrevista privada con su majestad la reina.
—Puede que no llegue a ocurrir, señor. Puede que nunca haya un plebiscito. O que la respuesta del pueblo sea la contraria.
—Entonces habrá que esperar hasta ese día. Que tenga buen viaje, sir Nigel.
En la tercera planta del hotel Metropol hay uno de los mejores restaurantes típicos de Moscú. El Boyarsky Zal (Sala de los Boyardos) recibe su nombre del cuerpo de aristócratas que en su tiempo flanqueaban al zar y, cuando se sentía débil, gobernaban en su lugar. El local tiene bóvedas y paneles y está decorado con una soberbia ornamentación que recuerda una época ya pretérita. Excelentes vinos rivalizan con el vodka, las truchas, salmones y esturiones proceden de los ríos, las liebres, venados y jabalíes de las estepas rusas.
Fue allí adonde Nikolai Nikoláiev fue llevado la noche del 21 diciembre por su único pariente vivo para celebrar el septuagésimo cuarto cumpleaños del general.
Galina, la hermana pequeña que él había llevado a horcajadas por las calles en llamas de Smolensko, se había hecho maestra y en 1956, a la edad de veinticinco años, se había casado con otro maestro llamado Andreiev. Su hijo Misha nacía a finales de aquel mismo año.
En 1963 ella y su marido habían resultado muertos en accidente automovilístico, uno de esos estúpidos casos en que un borracho se te echa encima. El coronel Nikoláiev se había desplazado en avión desde el mando de Extremo Oriente para asistir al funeral. Pero había algo más, una carta de su hermana escrita dos años antes.
«Si alguna vez nos ocurriera algo a mí y a Iván —escribía la hermana—, te ruego que cuides del pequeño Misha». Nikoláiev estuvo durante el entierro junto a un niño de siete años recién cumplidos que se negaba a llorar.
Como los padres habían sido empleados del Estado —bajo el régimen comunista todo el mundo era empleado del Estado— su piso pasó a otras manos. El entonces coronel, que contaba treinta y siete años, no tenía piso en Moscú. Cuando estaba de permitido vivía en los alojamientos para solteros del club de oficiales. El comandante del club accedió a que el muchacho se quedara con él a título provisional.
Terminado el funeral, Nikoláiev llevó al chico a la sala del comedor, pero ninguno de los dos tenía mucho apetito.
—¿Qué diablos voy a hacer contigo, Misha? —preguntó como hablando consigo mismo.
Después arropó al niño en su cama y echó unas cuantas mantas en el sofá para dormir él. Al rato oyó que el niño se había echado a llorar. Para ocupar la mente en otras cosas, encendió la radio y oyó que acababan de asesinar a Kennedy en Dallas.
Si algo comportaba lucir las medallas de un triple héroe era que quien las llevaba se veía revestido de cierto poder. Normalmente los chicos van a la prestigiosa academia militar Najimov a los diez años, pero en este caso las autoridades decidieron hacer una excepción. Pequeño y asustado, Misha fue equipado con un uniforme de cadete e inscrito en la academia. Su tío regresó a Extremo Oriente para completar su misión.
El general Nikoláiev había hecho lo que estaba en su mano, visitando a Misha cuando estaba en casa de permiso y, trasladado al estado mayor, comprando un piso en Moscú donde el joven podía alojarse durante las vacaciones.
A los dieciocho años Misha Andreiev era ya teniente y, naturalmente, había optado por los blindados. Un cuarto de siglo después era ya un hombre de cuarenta y tres años, general al mando de una división blindada de elite en las afueras de Moscú.
Los dos hombres llegaron al restaurante poco después de las ocho; tenían mesa reservada. Víktor, el jefe de camareros, había servido en tanques; corrió hacia ellos con la mano extendida.
—Me alegro de verle, general. Usted no se acordará de mí. Fui artillero con la 131a Maikop en Praga, en el sesenta y ocho. Su mesa es esa de ahí, de cara a la galería.
Varias cabezas se volvieron para ver qué ocurría. Los hombres de negocios americanos, suizos y japoneses los miraron con curiosidad. Entre los pocos comensales rusos corrió el rumor: «Ese es Tío Kolya».
Víktor había preparado dos vasos de vodka Moskovskaya a cuenta de la casa. Misha Andreiev brindó por su tío y el único padre del que tenía memoria.
—Za nashe zdorovye. Que cumplas otros setenta y cuatro.
—Bobadas. Salud.
Bebieron el vaso de un solo trago, esperaron, y gruñeron cuando el licor descendió hasta su estómago.
Encima del bar del Boyarsky Zal hay una galería desde donde los comensales escuchan serenatas de canciones tradicionales. Esa noche los cantantes eran una rubia escultural vestida de princesa Romanov y un hombre de esmoquin poseedor de una timbrada voz de barítono.
Cuando terminaron la balada que estaban interpretando a dúo, el cantante se destacó en solitario. La orquesta que tocaba al fondo de la galería hizo una pausa, y la rica y profunda voz atacó Kalinka, la famosa canción de amor del soldado a la chica que ha dejado en casa.
Los rusos dejaron de hacer ruido con los cubiertos, y los extranjeros les imitaron. La potente voz del barítono llenó el restaurante: «Kalinka, Kalinka, Kalinka mayá…».
Cuando los últimos acordes se extinguieron en el silencio general, los rusos se pusieron en pie para brindar por el hombre de bigote plateado que estaba de espaldas a los tapices. El cantante hizo el saludo militar y recibió aplausos. Víktor estaba junto a un grupo de seis ejecutivos japoneses.
—¿Quién es el viejo? —preguntó uno de ellos en inglés.
—Un héroe de guerra, de la Gran Guerra Patriótica —respondió Víktor.
El que hablaba inglés lo tradujo para los demás.
—Ah —dijeron, y levantaron sus copas—. Kapei.
Tío Kolya asintió radiante, levantó su vaso a la salud de todos y bebió.
La comida era buena, trucha y pato, con tinto de Armenia y después café. Según la lista de precios del Boyarsky, le estaba costando al general de división el salario de un mes. Pero creía que su tío se lo merecía.
Probablemente hasta que tuvo treinta años y hubo conocido algunos oficiales realmente ineptos, Misha Andreiev no empezó a preguntarse por qué su tío se había convertido en una leyenda entre los tanquistas. Poseía algo que los malos oficiales no tenían nunca: una preocupación genuina por los hombres que servían a sus órdenes. Para cuando consiguió su primera división y su primera insignia roja, el general Andreiev, contemplando la escabechina en Chechenia, reconoció que Rusia sería muy afortunada si volvía a tener otro Tío Kolya.
El sobrino no había olvidado lo ocurrido cuando tenía diez años. Entre 1945 y 1965, ni Stalin ni Jruschov habían juzgado oportuno erigir un cenotafio a los muertos que la guerra ocasionó en Moscú. Estaban más interesados en sus respectivos cultos a la personalidad, pese a que ninguno de los dos habría estado en lo alto del mausoleo de Lenin para recibir el saludo el Primero de Mayo de no haber sido por los millones que murieron entre 1941 y 1945.
Pero luego, en 1966, con Jruschov fuera, el Politburó había dispuesto finalmente la construcción de un cenotafio y el encendido de una llama eterna a la memoria del soldado desconocido. Aun así, no se utilizó un espacio abierto. El monumento quedó medio escondido bajo los árboles de los jardines Alexandrovsky, cerca del Kremlin, de modo que ninguno de los que formaban la interminable cola para ver los restos embalsamados de Lenin pudiera llegar a verlo.
Tras el desfile del Primero de Mayo de ese año, cuando el entonces muchacho de diez años había mirado con ojos como platos los enormes carros, los cañones y los cohetes, las tropas al paso de la oca y los gimnastas danzantes cruzando la plaza Roja, su tío le había cogido de la mano para llevarlo por la calle Kremlev entre los jardines y el Manege.
Bajo los árboles había una losa plana de granito rojo pulimentado. Junto a ella ardía una llama dentro de un cuenco de bronce. En la losa estaba inscrito: «Tu tumba es anónima; tu hazaña, inmortal».
—Quiero que me prometas una cosa, Misha —dijo el coronel.
—Sí, tío.
—Hay un millón de ellos entre Moscú y Berlín. Ignoramos dónde yacen, y en muchos casos quiénes eran. Pero lucharon a mi lado y eran buenos. ¿Lo comprendes?
—Sí, tío.
—Por más dinero, ascensos u honores que te ofrezcan jamás, nunca traicionarás a estos hombres.
—Te lo prometo.
El coronel levantó lentamente la mano hasta la visera de su gorra. El cadete le imitó. Un grupo de provincianos que pasaba por allí, tomando helados, se quedó mirándolos. Su guía, cuyo trabajo era decirles lo grande que había sido Lenin, se los llevó visiblemente desconcertado hacia el mausoleo.
—El otro día leí tu entrevista en Izvestia —dijo Misha Andreiev—. Armó bastante revuelo en la base.
El general Nikoláiev le miró intensamente.
—¿No te gustó?
—Me sorprendió, eso es todo.
—Pues lo dije en serio.
—Ya. Es lo que sueles hacer.
—Komárov es un majadero, muchacho.
—Si tú lo dices, tío. De todos modos, parece que ganará. Quizá deberías haberte mordido la lengua…
—Soy demasiado viejo para eso.
El general Nikoláiev pareció sumirse en sus pensamientos mientras miraba a la princesa Romanov que cantaba en la galería. Los extranjeros creyeron reconocer Those were the days, que no es una canción occidental sino una vieja balada rusa. Entonces el general cogió el antebrazo de su sobrino.
—Oye, si alguna vez me ocurriera algo…
—Bah, no seas bobo, nos enterrarás a todos nosotros.
—Escucha, si ocurriera algo quiero que me entierres en Novodevichi. ¿De acuerdo? No quiero una mísera ceremonia civil.
Quiero obispo y todos los aditamentos que hagan falta. ¿Entendido?
—¿Obispo, tú? Pensaba que no creías en esas cosas.
—No seas tonto. Nadie que haya visto caer un proyectil ochenta y ocho alemán a menos de dos metros sin que llegue a explotar duda de que haya alguien allá arriba. Yo tuve que fingir, como hacíamos todos. Afiliación al partido, cursos de adoctrinamiento, iba todo incluido, y todo era una mierda. Bien, queda en claro lo que quiero. Y ahora terminemos el café y vayámonos. ¿Tienes coche?
—Sí.
—Estupendo, porque los dos estamos achispados. Puedes llevarme a casa.
El tren nocturno procedente de Kiev, la capital de la república independiente de Ucrania, corría rumbo a Moscú entre la helada oscuridad.
En el sexto cochecama, compartimiento 2B, dos ingleses jugaban al gin rummy. Brian Vincent consultó su reloj.
—Media hora para la frontera, sir Nigel. Será mejor acostarse.
—Supongo que sí —dijo Nigel Irvine. Totalmente vestido, trepó a la litera superior y se subió la manta hasta la barbilla.
—¿Quedo bien? —preguntó.
El ex soldado asintió con la cabeza.
—Déjeme a mí el resto, señor.
Hubo una breve parada en la frontera para que subieran los funcionarios rusos. Los ucranios habían examinado ya sus pasaportes durante el trayecto. Diez minutos después oyeron que alguien llamaba al compartimiento. Vincent abrió la puerta.
—¿Da?
—Pazport, pozhaluysta.
Había sólo una tenue luz azul en el compartimiento y aunque la luz del pasillo era amarilla y más brillante, el ruso tuvo que esforzarse.
—No visado —dijo.
—Son pasaportes diplomáticos. No necesitan visado.
El ucranio señaló la palabra escrita en la cubierta de cada pasaporte.
—Diplomático —dijo.
El ruso asintió, un poco avergonzado de su memez. Tenía instrucciones del FSB en Moscú, que había radiado una alerta a todos los puntos de entrada en busca de un nombre y una cara.
—El viejo —dijo indicando el segundo pasaporte.
—Está en la litera de arriba —dijo el joven diplomático—. Como puede ver, es muy viejo. No se encuentra bien. ¿Es preciso molestarle?
—¿Quién es?
—Es el padre de nuestro embajador en Moscú. Por eso le acompaño. Va a ver a su hijo.
El ucranio señaló a la figura que yacía en la litera.
—El padre del embajador —dijo.
—Gracias, entiendo el inglés —dijo el ruso. El hombre calvo y de cara redonda cuya fotografía aparecía en el pasaporte no guardaba ningún parecido con la descripción que le habían dado. Ni siquiera el nombre. Ni Trubshaw ni Irvine. Sólo lord Asquith.
—Debe de hacer mucho frío en el pasillo —dijo Vincent—. Le ruego que acepte este presente en señal de amistad. De la bodega de nuestra embajada en Kiev.
El vodka era de excepcional calidad, fuera del alcance de cualquier bolsillo. El ucranio asintió, sonrió y dio un codazo al ruso. Este gruñó, selló los dos pasaportes y se fue.
—No he oído nada debajo de todas estas mantas, pero creo que ha ido bien —dijo sir Nigel cuando la puerta se hubo cerrado. Se deslizó de la litera superior.
—Resumiendo —dijo Vincent—, cuantos menos encuentros como éste, mejor.
Empezó a destruir los dos documentos falsos en el lavabo. Los fragmentos bajarían por el agujero del retrete y se esparcirían sobre la nieve de la Rusia meridional. Como ex miembro de las Fuerzas Especiales, Vincent había estado en situaciones realmente difíciles. Pero siempre había habido compañeros, un arma, granadas, algo con que luchar.
El mundo en que le había metido sir Nigel —aunque por unos cuantiosos honorarios— era un mundo de engaño y desinformación, de humo y espejos sin fin, y le dejó con ganas de beberse un vodka doble. Por fortuna había una segunda botella de aquel licor especial en su bolsa.
—¿Le apetece un vodka, sir Nigel?
—No. Me sienta mal al estómago y me quema la garganta. Pero le acompañaré con otra cosa.
Descorchó un frasco plateado de bolsillo que llevaba en el maletín y sirvió una medida en la copa de plata adjunta. Lo levantó mirando a Vincent y bebió un sorbo. Era el oporto añejo que Trubshaw le había conseguido en el club St. James.
—Me parece que usted disfruta con todo esto —dijo el ex sargento Vincent.
—Muchacho, hacía años que no me lo pasaba tan bien.
El tren los dejó en la estación central de Moscú al amanecer. La temperatura era de quince grados bajo cero.
Por más inhóspita que una estación pueda parecerles a quienes corren en busca de la lumbre de su hogar, son lugares más cálidos que las calles. Cuando sir Nigel y Vincent descendieron del expreso de Kiev, la explanada de la estación de Kursk estaba repleta de moscovitas pobres, hambrientos y ateridos de frío. Se apiñaban cuanto podían alrededor de las locomotoras calientes, buscaban aprovechar la menor oleada de calor que emergía de un bar o simplemente se tumbaban en el suelo tratando de sobrevivir una noche más.
—Manténgase cerca de mí, señor —musitó el ex sargento mientras iban hacia la barrera que los separaba de la explanada. Cuando se dirigían hacia la parada de taxis, una multitud de indigentes se aproximó extendiendo las manos, envueltas las cabezas en pañuelos, las caras sin afeitar, hundidos los ojos.
—Santo Dios —murmuró sir Nigel—, qué espanto.
—No intente darles nada, o provocará un altercado —le advirtió su guardaespaldas.
Pese a su edad, sir Nigel portaba su propia maleta y su portafolios, dejando a Vincent con una mano libre. El ex miembro de las Fuerzas Especiales la llevaba metida bajo la axila izquierda, indicando que tenía un arma y que la usaría si era necesario. De este modo consiguieron abrirse paso entre los indigentes y salir a la acera, donde unos pocos taxis esperaban sin demasiadas esperanzas. Mientras apartaba una mano suplicante, sir Nigel, oyó que una voz le espetaba:
—¡Extranjero! ¡Maldito extranjero!
—Es porque creen que somos ricos —le dijo Vincent—. Si somos extranjeros, somos ricos.
El griterío los acompañó hasta la acera.
—¡Extranjero de mierda! ¡Verás cuando gobierne Komárov!
Una vez en el interior del taxi, Irvine se apoyo en el respaldo y musitó:
—No sabía que las cosas estaban tan mal. La última vez sólo fui del aeropuerto al National y viceversa.
—Estamos en pleno invierno, sir Nigel. Todo es peor en invierno.
Mientras dejaban la explanada delantera, un camión de la milicia se interpuso en su camino. Dos policías de aspecto tenebroso con gruesos abrigos y shapkas de pieles iban sentados en la cabina. El camión pasó de largo y los dos ingleses pudieron ver su parte trasera.
Con el vaivén, los faldones de lona del camión dejaron ver fugazmente hileras de pies, las raídas plantas de varios pies humanos; cuerpos paralizados de frío, puestos como maderos uno encima del otro.
—Fiambres —dijo escuetamente Vincent—. La recogida de la mañana. Cada noche mueren unos quinientos en los portales y los muelles.
Tenían habitación reservada en el National, pero no querían registrarse hasta la tarde. Así, hasta esa hora pasaron el tiempo en las mullidas butacas de piel del salón para residentes del hotel Palace.
Dos días antes Jason Monk había realizado una breve transmisión en clave desde su ordenador portátil modificado. Un mensaje breve y al grano. Había visto al general Petrovsky y todo parecía ir bien; los chechenos seguían paseándole por la ciudad, ya disfrazado de sacerdote, ya de oficial de policía, ya de vagabundo; el patriarca estaba dispuesto a recibir a su invitado inglés por segunda vez.
El mensaje, tras llegar al cuartel general de InTelCor, había sido retransmitido a sir Nigel Irvine en Londres. Sólo éste poseía la réplica del one-time pad para descifrar la clave. Era el mensaje que había hecho viajar a Irvine de Heathrow a Kiev y de allí en tren a Moscú.
Pero el mensaje también había sido captado por FAPSI, que ahora trabajaba casi por entero para el coronel Grishin. El director de FAPSI conferenció con Grishin mientras el tren Kiev-Moscú cruzaba la noche helada.
—Por poco no le cogemos —dijo el director—. Estaba en el Arbat, mientras que la última vez transmitió cerca de Sokolniki. O sea que va cambiando de sitio.
—¿El Arbat? —preguntó el coronel, incrédulo y molesto. El barrio de Arbat está a menos de quinientos metros de los muros del Kremlin.
—Hay otra cosa sobre la que debo prevenirle, coronel. Si está usando la clase de ordenador que pensamos, no tiene necesariamente que estar presente para enviar o recibir un mensaje. Puede programarlo y luego marcharse.
—Usted limítese a encontrar el aparato —le ordenó Grishin—. En un momento u otro tendrá que ir a ver lo que hay, y cuando lo haga, yo le estaré esperando.
—Si hace dos transmisiones más, o una sola que dure medio segundo, habremos localizado la fuente. En un radio de una manzana, y puede que el edificio en concreto.
Lo que ninguno de los dos sabía era que, según el plan de sir Nigel, Monk tendría que hacer al menos tres nuevas transmisiones a Occidente.
—Ha vuelto, coronel Grishin.
La voz del padre Máxim por el teléfono sonó aguda y agitada. Eran las seis de la tarde, fuera estaba oscuro y hacía un frío endemoniado. Grishin estaba en su despacho de la casa del bulevar Kiselny y se disponía a marchar cuando el telefonista, al oír la palabra «Máxim», pasó directamente la llamada al jefe de seguridad.
—Tranquilícese, padre Máxim, ¿quién ha vuelto?
—El inglés. El viejo caballero inglés. Ha estado con Su Santidad durante una hora.
—No es posible…
Grishin había dado mucho dinero tanto al departamento de Inmigración del Ministerio del Interior como al aparato de contraespionaje del FSB para que le pusieran sobre aviso, y nadie le había dicho nada.
—¿Sabe dónde se hospeda?
—No; pero vino en la misma limusina de la anterior ocasión.
«El National —pensó Grishin—. El muy imbécil ha ido al mismo hotel». Todavía le dolía haber perdido al viejo jefe de espías la última vez porque «el señor Trubshaw» había actuado con intachable diligencia. Pero en esta ocasión no iba a cometer errores.
—¿Dónde está usted?
—En la calle, con mi teléfono portátil.
—No es seguro. Vaya al sitio acostumbrado y espéreme.
—Debería volver, coronel. Me van a echar de menos.
—Escuche, imbécil, telefonee y diga que se encuentra mal. Dígales que ha ido a la farmacia a buscar un medicamento. Pero vaya donde le he dicho y espere.
Colgó con brusquedad, levantó de nuevo el auricular y ordenó a su suplente, un ex comandante del directorio de la Guardia Fronteriza, KGB, que se presentara inmediatamente en su despacho.
—Traiga diez hombres, los mejores, vestidos de paisano. Y tres coches.
Un cuarto de hora después enseñó una fotografía de sir Nigel a su subalterno.
—Es éste. Seguramente va acompañado de un hombre más joven, pelo oscuro, corpulento. Están en el National. Quiero a dos en el vestíbulo, cubriendo los ascensores, la recepción y la entrada. Dos en la cafetería del sótano. Dos a pie en la calle, y cuatro en dos coches. Si llega el inglés, dejen que entre y luego me avisan. Si está en el hotel, no quiero que salga sin que yo me entere.
—¿Y si sale en coche?
—Síganle, a menos que esté claro que va hacia el aeropuerto. Entonces disponga un accidente. No debe llegar al aeropuerto.
—Muy bien, coronel.
Cuando el hombre se marchó para dar instrucciones a su equipo, Grishin telefoneó a otro experto que tenía en nómina, un antiguo ratero especializado en hoteles, que se decía capaz de abrir cualquier cerradura de los hoteles moscovitas.
—Coge tus cosas y ve al hotel Intourist, instálate en el vestíbulo y ten el móvil encendido. Quiero que tomes una habitación para mí, esta noche. Ya te llamaré cuando te necesite.
El hotel Intourist está situado a unos doscientos metros del National, doblando la esquina de la calle Tverskaya.
El coronel Grishin llegó a la iglesia de Kulishki treinta minutos después. El inquieto sacerdote le estaba esperando con la frente perlada de sudor.
—¿Cuándo llegó?
—A las cuatro, sin avisar. Pero Su Santidad debía de estar esperándole. Me pidió que le hiciera pasar enseguida. Con su intérprete.
—¿Cuánto rato estuvieron juntos?
—Aproximadamente una hora. Les serví un samovar de té, pero se interrumpieron mientras yo estaba en la habitación.
—¿Escuchó detrás de la puerta?
—Lo intenté, coronel, pero no era fácil. El servicio de limpieza estaba cerca, las dos monjas. Y también su secretario particular el archidiácono.
—¿Qué consiguió oír?
—No demasiado. Hablaron mucho de un príncipe. El inglés proponía al patriarca un príncipe extranjero para alguna cosa. Oí la frase «la sangre de los Romanov» y «muy conveniente». El viejo habla quedo, aunque eso da igual; yo no sé inglés. Por suerte el intérprete habla más alto.
»El inglés era el que más hablaba. Su Santidad escuchaba. Les vi estudiar una especie de plano. Después tuve que irme. Luego llamé a la puerta y entré otra vez para preguntar si querían que les llenara el samovar. El patriarca estaba escribiendo una carta. Dijo que no y me despidió.
Grishin se quedó pensativo. La palabra «príncipe» encajaba, aunque el ayuda de cámara no supiera dónde.
—¿Algo más?
—Sí, hubo una última cosa. Al marcharse, la puerta se abrió un poco. Yo les esperaba fuera con sus abrigos. Oí que el patriarca decía: «Intercederé ante nuestro presidente en funciones a la primera ocasión». Eso lo oí con claridad, fue la única frase completa que pude oír.
Grishin sonrió al padre Máxim.
—Me temo que el patriarca está conspirando con extranjeros contra nuestro futuro presidente. Es muy triste, porque no les servirá de nada. Estoy seguro de que Su Santidad tiene buenas intenciones. Pero se equivoca. Después de las elecciones no habrá que pensar más en estas tonterías. Pero a usted, amigo mío, sí que no lo olvidaré. Cuando estuve en el KGB aprendí a diferenciar un traidor de un patriota. A los traidores se les puede perdonar en un momento dado. Por ejemplo, el patriarca. Pero un verdadero patriota siempre obtiene su recompensa.
—Muchas gracias, coronel.
—¿Algún día tiene libre?
—Sí, una tarde a la semana.
—Cuando pasen las elecciones, venga a cenar a uno de nuestros campamentos. Los jóvenes combatientes son muchachos rudos pero de buen corazón. Y por supuesto están en muy buena forma. Todos tienen de quince a diecinueve años. A los mejores los llevamos a la Guardia Negra.
—Eso sería muy… agradable.
—Y naturalmente pasadas las elecciones pienso sugerir al presidente Komárov que los guardias negros y los jóvenes combatientes necesitan un capellán honorario. Para lo cual será necesario el rango de obispo.
—Es usted muy amable, coronel.
—Tendrá ocasión de comprobarlo, padre Máxim. Y ahora regrese a la residencia. Manténgame informado. Será mejor que coja esto. Ya sabrá usted qué hacer con ello.
Cuando el religioso se hubo ido, Grishin ordenó a su chófer que le llevara al National. Ya iba siendo hora, pensó, de que el occidental entremetido y el maldito americano aprendieran cómo las gastaban en el Moscú moderno.