El viento traía las primeras nieves a la plaza Slavyansky, como siempre a fines de noviembre, anunciando el frío cortante que no tardaría en llegar.
El rechoncho sacerdote inclinó la cabeza al viento y cruzó la verja exterior, el pequeño patio, y entró en la cálida atmósfera de Todos los Santos de Kulishki, que olía a incienso y ropa húmeda.
Una vez más fue observado por los ocupantes de un coche, cuando tuvieron la certeza de que nadie le seguía, el coronel Grishin entró en el templo.
—Me ha llamado —dijo el coronel, los dos de pie apartados de los pocos feligreses y fingiendo contemplar las pinturas murales.
—Anoche hubo una visita. De Inglaterra.
—De América, ¿no? ¿Está seguro que no era americano?
—Seguro, coronel. Poco después de las diez Su Santidad me dijo que recibiera a un caballero de Inglaterra y le dejara pasar. El hombre llegó con su intérprete, mucho más joven. Yo mismo los acompañé hasta el estudio. Luego les llevé una bandeja con café.
—¿Qué hablaron?
—Cuando yo estaba en la habitación, el inglés viejo estaba disculpándose por no hablar bien el ruso. El joven lo traducía todo. Luego el patriarca me dijo que dejase el café y me marchara.
—¿Escuchó detrás de la puerta?
—Lo intenté. Pero por lo visto el inglés joven había colgado su bufanda sobre el tirador. De este modo ni podía ver ni casi oír. Entonces apareció el cosaco haciendo su ronda, y tuve que irme de allí.
—Ese caballero inglés ¿mencionó su nombre?
—Mientras yo estaba allí, no. Quizá mientras preparaba el café. Por culpa de la bufanda no podía ver nada. Y lo que oí no parecía tener sentido.
—Oigámoslo, padre.
—El patriarca sólo alzó la voz en una ocasión. Le oí decir «¿Traer al zar?». Parecía muy asombrado. Luego bajaron la voz.
El coronel se quedó mirando las pinturas de la Madonna con el niño en brazos como si le hubieran dado un bofetón. Lo que acababa de oír podía no tener sentido para aquel cura imbécil, pero para él sí lo tenía.
Con un monarca constitucional como jefe de Estado no habría cargo de presidente. El jefe de Gobierno sería el primer ministro, líder del partido en el gobierno pero sujeto a la Duma. Eso estaba a años luz de la dictadura de partido único prevista por Igor Komárov.
—¿Su aspecto? —preguntó quedamente.
—De mediana estatura, pelo ralo, plateado, setenta y cinco años.
—¿No sabe de dónde venía?
—Bueno, fue diferente del americano. Llegó en coche y éste le esperó. Yo les acompañé hasta la salida. El vehículo seguía allí. No era un taxi sino una limusina. Anoté la matrícula cuando se marcharon.
Entregó un papelito al coronel.
—Bien hecho, padre Máxim. Esto no lo olvidaré.
Los detectives de Anatoli Grishin no tardaron mucho. Una llamada al Registro de Automóviles bastó para tener el número de matrícula en una hora; la limusina era propiedad del hotel National.
Kuznetsov, el jefe de propaganda, hizo de chico de los recados. Su casi perfecto inglés americano podía convencer a cualquier empleado ruso de que era realmente norteamericano. Se presentó en el National después del almuerzo y se dirigió al conserje.
—Hola, perdone, ¿habla usted inglés?
—Sí, señor. Lo hablo.
—Estupendo. Oiga, anoche estuve cenando en un restaurante no muy lejos de aquí y en la mesa de al lado había un caballero inglés. Nos pusimos a hablar. Cuando se fue, se dejó esto olvidado en la mesa. —Sacó un encendedor. Era de oro, caro, un Cartier.
El conserje se quedó pasmado.
—¿Sí, señor?
—Bueno, corrí tras él pero llegué demasiado tarde. Se había ido en coche… un Mercedes negro y largo. El portero del restaurante me dijo que podía ser de aquí. Conseguí anotar la matrícula…
Le entregó un trozo de papel.
—Pues sí, señor. Es de los nuestros. Disculpe un momento. —El conserje comprobó en sus libros el movimiento de la noche anterior.
—Debió de ser el señor Trubshaw. ¿Quiere que le entregue el encendedor?
—No hace falta. Lo dejaré en recepción y que ellos lo pongan en su casilla.
Con un alegre gesto de despedida, Kuznetsov se dirigió a la recepción. Guardó el encendedor en el bolsillo.
—Hola, qué tal. ¿Podría decirme el número de habitación del señor Trubshaw?
La chica rusa era guapa y morena y de vez en cuando hacía horas extras con norteamericanos. Enseñó su sonrisa y dijo:
—Un momento, señor.
Tecleó el nombre en el ordenador y meneó la cabeza.
—Lo siento. El señor Trubshaw y su compañero se han ido esta mañana.
—Vaya por Dios. Esperaba pillarle a tiempo. ¿Sabe si ha salido de Moscú?
La chica tecleó unas cifras.
—Sí, señor. Esta mañana le confirmamos el vuelo. Regresó a Londres en el avión del mediodía.
Kuznetsov no sabía exactamente para qué quería localizar el coronel Grishin al misterioso señor Trubshaw, pero a su vuelta informó de todo. Grishin utilizó a su contacto en la sección de visados del Ministerio del interior. Los detalles le fueron enviados por fax, y la foto que acompañaba la solicitud a través de la embajada soviética en Kensington Palace Gardens le llegó por mensajero.
—Haga ampliar esta fotografía —le dijo a su subalterno.
La cara del caballero inglés no le sonaba de nada. Pero creía conocer a alguien a quien tal vez si le sonara.
En un punto de la calle Tverskaya, donde la autopista de Minsk ha cambiado dos veces de nombre, está el gran Arco de la Victoria a un lado la calle Moroseyka. Hay dos grandes bloques de pisos ocupados por antiguos miembros del KGB, pensionistas que viven de su retiro con ciertas comodidades. Entre ellos había en 1999 uno de los más formidables ex jefes de espías rusos, el general Yuri Drozdov. En el apogeo de la guerra fría Drozdov había dirigido todas las operaciones del KGB en la costa oriental de Estados Unidos, antes de ser requerido en Moscú para dirigir el ultrasecreto directorio de Ilegales. Los «ilegales» son espías que van a territorio enemigo sin cobertura diplomática, en calidad de empresarios, académicos o lo que sea, para dirigir a los elementos valiosos que han reclutado allí. Si un ilegal es descubierto, la consecuencia no es la expulsión del país sino el arresto y posterior juicio. Drozdov había organizado a los ilegales del KGB durante años.
Grishin había coincidido brevemente con Drozdov cuando este, ya en su última época, había encabezado el reducido grupo que se ocupó de analizar la marea de información que Aldrich Ames les facilitaba. Y el coronel había sido el principal interrogador de los espías así delatados.
No se cayeron simpáticos. Drozdov prefería la sutileza y la habilidad a la fuerza bruta, mientras que Grishin, que no había salido de la URSS salvo para una breve y vergonzosa expedición, a Berlín Este, desdeñaba a los del Primer Directorio que se había «contagiado», de las maneras occidentales. No obstante, Drozdov accedió a recibirlo en su apartamento de la calle Maroseyka. Grishin le enseñó la foto ampliada.
—¿Le ha visto alguna vez? —preguntó.
Para su perplejidad, el viejo jefe de espías echó la cabeza atrás, y lanza una carcajada.
—¿Si le he visto? Personalmente no. Pero esa cara está grabada en la memoria de toda la gente de mi generación que alguna vez trabajó en Yazenevo. ¿No sabe quién es?
—Si lo supiera, no estaría aquí.
—Bien, pues le llamábamos el Zorro. Nigel Irvine. Dirigió operaciones contra nosotros en los años sesenta y setenta, y luego fue el jefe del SIS británico durante seis años.
—¿Un espía?
—Un maestro de espías, un director de espías —le corrigió Drozdov—, que no es lo mismo Y uno de los mejores. ¿Por qué le interesa?
—Ayer estuvo en Moscú.
—No me diga. ¿Y para qué?
—No lo sé —mintió Grishin.
Drozdov se lo quedó mirando. No le creía.
—Bueno, ¿y qué tiene que ver con usted, si ya no trabaja en esto? Usted dirige a esos matones disfrazados de negro de Komárov, ¿no?
—Soy el jefe de Seguridad de la Unión de Fuerzas Patrióticas —precisó Grishin muy tieso.
—Que viene a ser lo mismo —murmuró el viejo general, acompañando a Grishin hacia la puerta.
—¡Si vuelve Irvine, dígale que se pase a tomar una copa! —le gritó al coronel cuando se iba. Luego murmuró «gilipollas», y cerró la puerta.
Grishin advirtió a sus informadores en Inmigración que necesitaba saber si Nigel Irvine, o señor Trubshaw, intentaba visitar de nuevo Moscú.
Al día siguiente el general Nikolai Nikoláiev concedió una entrevista a Izvestia, el periódico de mayor tirada del país. Para Izvestia, la ocasión era una especie de exclusiva, puesto que el viejo militar nunca concedía entrevista. En apariencia el motivo de la entrevista era el próximo septuagésimo cuarto aniversario del general, y empezaba con preguntas respecto a su salud. Nikoláiev se irguió en su silla con respaldo de piel en la sala privada del club de oficiales de la academia Frunze y le dijo al periodista que su salud era óptima.
—Aún conservo los dientes —espetó—. No necesito gafas y aun puedo andar más que un mequetrefe como usted.
El reportero, que tenía poco más de cuarenta años, le creyó. La fotógrafa, de unos veinticinco, le miró con temor reverencial. Había oído hablar a su abuelo de un joven oficial de tanques entrando en Berlín cincuenta y tantos años atrás.
La conversación derivó hacia el estado del país.
—Deplorable —soltó Tío Kolya—. Una calamidad.
—Imagino —apuntó el periodista— que votará usted a la UFP y a Igor Komárov en las próximas elecciones.
—A ése jamás —replicó el general—. Un hatajo de fascistas, eso es lo que son. No los quiero ver ni en fotografía.
—Es curioso —dijo el reportero—, yo habría pensado…
—Mire, joven, ni por un momento me he tragado esa bazofia de falso patriotismo que vende Komárov. Yo sé lo que es patriotismo, muchacho. He visto hombres desangrarse y morir por la patria. Uno acaba sabiendo distinguir, ¿no le parece? Ese Komárov no es un verdadero patriota, su programa es una auténtica mierda.
—Ya —dijo el periodista, que estaba totalmente perplejo—, pero es obvio que mucha gente piensa que sus proyectos para Rusia…
—¿A una carnicería le llama proyecto? —siseó Tío Kolya—. ¿Es que no hemos tenido ya suficientes matanzas en este país? Yo he pasado por todo eso y no quiero que se repita. Ese hombre es un fascista. Oiga, hijo, he luchado toda mi vida contra los fascistas. Luché en Kursk, en la operación Bagration, al otro lado del Vístula, hasta en el maldito búnquer… Un fascista es un fascista, aquí o en Alemania, y son todos unos… —Podría haber empleado cualquiera de las cuarenta palabras que en ruso designan los genitales, pero habiendo una mujer delante se contentó con decir merzavtsi (villanos).
—Pero ¿no cree que Rusia necesita una limpieza a fondo? —protestó el periodista sin entender nada.
—Oh, sí, hay inmundicia por todas partes. Pero en general no es mierda de las minorías étnicas, sino pura mierda autóctona rusa. ¿Qué me dice de los políticos corruptos y de los burócratas aliados con el hampa?
—Komárov dice que acabará con el gansgsterismo…
—Ese imbécil de Komárov está financiado por el hampa, ¿es que no lo ve? ¿De dónde cree que proviene todo su dinero? Con él en el poder este país será un juguete del hampa. Se lo digo yo, joven, nadie que haya vestido con orgullo el uniforme de este país debería encargar el cuidado de la Madre Patria a esos matones de negro de su guardia personal.
—¿Qué deberíamos hacer, entonces?
El viejo general cogió un ejemplar del periódico del día y señaló la última página.
—¿Vio ayer noche por la tele a este cura?
—¿El padre Gregor, el predicador? Pues no…
—Creo que él ha dado en el clavo. Y creo que nosotros hemos estado equivocados durante muchos años. Hay que recuperar a Dios y el zar.
La entrevista causó sensación, y no por lo que se decía en ella, sino por quién lo decía. El militar más respetado de Rusia había hecho una denuncia que iba a ser leída por todos los oficiales y soldados del país, y una gran parte de los veinte millones de veteranos.
La entrevista apareció también en el semanario Nuestro Ejército, el sucesor de Bandera Roja, que llegaba a todos los cuarteles de Rusia. Extractos de la misma fueron incluidos en los noticiarios de televisión y repetidos en las emisoras de radio. Después de aquello el viejo general declinó conceder más entrevistas.
En la casa del bulevar Kiselny Kuznetsov se enfrentó casi lloroso a un pétreo Igor Komárov.
—No lo entiendo, señor presidente, es que no lo entiendo… Si hay algún personaje en todo el país a quien yo habría supuesto partidario incondicional de la UFP y de usted mismo, ése era el general Nikoláiev.
Igor Komárov —y Anatoli Grishin, que estaba contemplando la nieve por la ventana— le oyó en absoluto silencio.
El jefe de propaganda regresó a su despacho para continuar llamando a los medios informativos a fin de intentar minimizar los perjuicios. No era tarea fácil. Era casi imposible desautorizar a Tío Kolya por senil, pues ése no era el caso. Su única defensa consistía en decir que el general no había entendido las cosas. Pero las preguntas sobre la financiación de la UFP eran cada vez más difíciles de sortear.
Habría sido providencial dedicar el número siguiente de Despierta y la edición mensual de Patria a hacer una reivindicación en toda regla de la postura del partido. Pero por desgracia ambas publicaciones habían sido silenciadas, y las nuevas prensas de offset sólo acababan de salir de Baltimore.
En el despacho del presidente el silencio fue interrumpido finalmente por el propio Komárov.
—Nikoláiev ha leído el Manifiesto Negro, ¿verdad?
—Así lo creo —dijo Grishin.
—Primero las prensas, luego las reuniones secretas con el patriarca, ahora esto… ¿Qué diablos está pasando?
—Nos están saboteando, señor presidente.
La voz de Komárov era engañosamente queda, demasiado. Pero su rostro estaba lívido y unos puntitos rojos brillaban en sus dos mejillas. Como el difunto secretario Akópov, Anatoli Grishin había presenciado también los violentos arrebatos del líder ultraderechista. Hasta él los temía. Cuando Komárov habló otra vez, su voz fue apenas un susurro.
—Cuento con usted, Anatoli, que se convertirá en el número dos de toda Rusia, para evitar que me saboteen. ¿Quién está orquestando todo esto?
—Un inglés llamado Irvine y un americano llamado Monk.
—¿Sólo dos? ¿Nadie más?
—Es obvio que tienen respaldo, señor presidente, y que poseen el manifiesto. Lo están enseñando por ahí.
Komárov se levantó de su mesa, cogió una pesada regla cilíndrica de ébano y empezó a darse en la palma de la mano izquierda. Su voz fue subiendo de volumen.
—Pues encuéntrelos y suprímalos, Anatoli. Averigüe cuál es el siguiente paso, e impídalo. Ahora escuche con atención. El dieciséis de enero, dentro de sólo cinco semanas, ciento diez millones de votantes ejercerán su derecho de elegir nuevo presidente de Rusia. Y quiero que me voten a mí.
»Con una participación del setenta por ciento, habrá setenta y siete millones de votos. Yo quiero cuarenta. Necesito una victoria en la primera vuelta. Hace una semana podría haber calculado sesenta millones. Ése mierda de general me ha quitado ¡diez!
La palabra «diez» se elevó casi en un grito de ira. Komárov empezó a aporrear con la regla la superficie de su escritorio. De pronto se lanzó a despotricar enfurecido contra sus perseguidores, utilizando la regla para golpear su propio teléfono hasta que la baquelita se agrietó. Grishin permanecía rígido; en el pasillo se respiraba un silencio de muerte mientras el personal esperaba inmovilizado.
—¡Y ahora un cura poseso empieza a enredar las cosas clamando por el retorno del zar! ¡En esta tierra no habrá más zar que yo! ¡Y cuando yo gobierne todos sabrán lo que significa la palabra disciplina! ¡Iván el Terrible les parecerá un niño de pecho! —Mientras gritaba, seguía descargando la regla sobre el destrozado teléfono, contemplando los fragmentos del aparato como si fuera el mismísimo pueblo ruso desobediente, sometido al suplicio del knut en bien de la disciplina.
Al extinguirse el grito final de «niño de pecho», Komárov dejó la regla en su escritorio. Inspiró hondo varias veces y recuperó la compostura. Su voz se normalizó, pero sus manos temblaban de tal forma que hubo de apoyar los diez dedos sobre la mesa para sosegarlas.
—Esta noche daré un mitin en Vladimir, el mayor de toda la campaña —dijo—. Será radiado mañana a todo el país. A partir de ahí me dirigiré a la nación cada noche hasta el día de los comicios. El dinero está solucionado, de eso me encargo yo, y la publicidad es cosa de Kuznetsov. —Desde el escritorio extendió un brazo y apuntó con el índice hacia la cara de Grishin—. Su cometido, Anatoli Grishin, es sólo uno: ¡ponga fin al sabotaje! —exclamó.
Komárov se derrumbó en su sillón y movió la mano para despedir a Grishin. Este, sin decir palabra, cruzó la alfombra hasta la puerta y salió del despacho.
En la época del comunismo había un único banco, el Narodny o Banco del Pueblo. Con la irrupción del capitalismo, los bancos surgieron como setas hasta que hubo más de ocho mil.
Muchos fueron efímeros y quebraron rápidamente, llevándose en su caída el dinero de sus depositarios. Otros se evaporaban de la noche a la mañana con las mismas consecuencias. Los supervivientes aprendieron el negocio casi sobre la marcha y a base de intuición, pues la experiencia bancaria en un estado comunista era casi inexistente. Por otra parte, la banca no era una ocupación segura. En diez años más de cuatrocientos banqueros habían sido asesinados, normalmente por no ceder por completo a las exigencias de los gángsters de préstamos sin aval u otras formas de cooperación ilegal.
A finales de los años noventa el negocio había quedado reducido a unos cuatrocientos bancos más o menos fiables, y Occidente parecía dispuesto a hacer tratos con los cincuenta más importantes. La banca estaba centrada en San Petersburgo y principalmente en Moscú. En irónica imitación del crimen organizado, la banca se había aglutinado también, y los llamados Diez Mejores detentaban el 80 por ciento de los negocios. En algunos casos, el nivel de inversiones era tan elevado que solamente los consorcios formados por dos o tres bancos podían acometer la empresa.
Los principales bancos en el invierno de 1999 eran el Most Bank, el Smolenskv y, sobre todo, el Moskovsky Federal. Y fue precisamente a la oficina central de éste adonde se dirigió Jason Monk en la primera semana de diciembre. El sistema de seguridad era parecido al de Fort Knox.
Dados los riesgos a que su oficio los exponía, los directores de los principales bancos tenían brigadas privadas de protección muy superiores a las de cualquier presidente norteamericano. Al menos tres habían hecho mudarse a sus familias a Londres, París y Viena respectivamente, y viajaban cada día a sus despachos en Moscú en reactores privados. Cuando estaban en Rusia, sus escoltas se contaban por centenares. Para proteger todas las sucursales se requerían miles de personas.
Conseguir una entrevista personal con el presidente del Moskovsky Federal sin una cita previa era, cuando menos, insólito. Pero Monk lo consiguió. Llevaba consigo algo igualmente insólito. Tras un cacheo a fondo y una inspección de su portafolios en la planta baja de la torre, se le permitió subir escoltado a la recepción de ejecutivos, tres plantas por debajo de la suite personal del presidente. Allí, la carta que traía fue examinada por un afable joven ruso que hablaba inglés a la perfección. Pidió a Monk que aguardara y traspuso una puerta de madera maciza que se abría mediante un código de teclado numérico. Dos guardias armados vigilaron a Monk mientras transcurrían los minutos. Para sorpresa de la recepcionista, el ayudante volvió y dijo a Monk que le siguiera. Cruzada la puerta fue registrado una vez más y sometido a un escáner electrónico mientras el afable ruso le pedía disculpas.
—Lo comprendo —dijo Monk—, son tiempos difíciles.
Dos plantas más arriba le hicieron pasar a otra antesala antes de entrar en el despacho privado de Leonid Grigorievich Bernstein.
La carta de Monk estaba sobre el cartapacio. El banquero era bajo y grueso, de pelo gris crespo, ojos penetrantes e inquisidores, y llevaba un exclusivo traje gris marengo de Savile Row. Se puso en pie y le tendió la mano a Monk. Luego le indicó que tomara asiento. Monk reparó en que el joven afable se había quedado al fondo de la habitación, con el inequívoco bulto bajo la axila izquierda. Tal vez hubiera estudiado en Oxford, pero Bernstein se había asegurado de que el joven completara sus estudios en Quantico.
El banquero señaló la carta.
—¿Cómo va todo en Londres? ¿Acaba usted de llegar, señor Monk?
—No; estoy aquí hace unos días.
La carta era de una elegante textura en tono crema, con las cinco flechas extendidas que traen a la memoria los cinco hijos originales de Mayer Amschel Rothschild de Frankfurt. El papel era absolutamente auténtico. Sólo la firma de sir Evelyn de Rothschild al pie del texto era falsificada. Pero es raro el banquero que no reciba a un emisario personal del presidente de N. M. Rothschild de St. Swithin’s Lane.
—¿Sir Evelyn está bien? —preguntó Bernstein.
Monk pasó a hablar en ruso.
—Que yo sepa sí —dijo—, pero no es él quien ha firmado esta carta. —Oyó un leve roce detrás de él—. Y le agradecería que su amiguito no me metiera una bala en la nuca. No llevo chaleco antibalas y preferiría conservar la vida. Además no llevo encima nada peligroso y tampoco he venido a buscar problemas.
—¿Entonces a qué ha venido?
Monk le explicó los hechos a partir del 15 de julio.
—Tonterías —dijo Bernstein al fin— en mi vida había oído tantas tonterías. Conozco a Komárov. Le conozco porque me conviene. Para mi gusto es demasiado derechista, pero si cree que insultar a los judíos es una novedad, entonces no sabe nada de Rusia. Todo el mundo lo hace, pero la gente necesita bancos.
—Una cosa son insultos, señor Bernstein, pero lo que traigo aquí augura mucho más que eso.
Bernstein lo miró con suspicacia.
—¿El Manifiesto, lo tiene encima?
—Sí.
—Si Komárov y sus gorilas supieran dónde se encuentra, ¿qué cree que pasaría?
—Komárov me haría matar. Sus hombres me buscan por toda la ciudad.
—Tiene usted agallas…
—Acepté este trabajo porque después de leer el documento consideré que valía la pena.
Bernstein tendió una mano.
—Enséñemelo.
Monk le pasó primero el informe de verificación. El banquero estaba habituado a leer documentos complejos a gran velocidad. Lo terminó en diez minutos.
—Tres hombres, ¿eh?
—El viejo de la limpieza, el secretario Akópov que cometió la torpeza de dejárselo sobre el escritorio, y Jefferson, el periodista de quien Komárov creyó erróneamente que lo había leído.
Bernstein pulsó un botón de su interfono.
—Ludmilla, abre el archivo de noticias de agencia del mes de julio y primeros de agosto. A ver si los diarios locales publicaron algo sobre Akópov y un periodista inglés llamado Jefferson. Del primero comprueba también las necrológicas.
Miró la pantalla de su ordenador portátil mientras las microfichas iban apareciendo. Luego gruñó.
—Sí, están todos muertos. Y el próximo será usted, señor Monk, si le cazan.
—Procuraré que no sea así.
—Bien, ya que ha corrido el riesgo, echare un vistazo a lo que el señor Komárov nos tiene preparado.
Extendió el brazo. Monk le entrego la carpeta negra. Bernstein empezó a leer. Leyó varias veces una página, volviendo a ella a medida que avanzaba en el texto. Sin levantar la vista, dijo:
—Déjenos solos, Ilya. No pasa nada, muchacho, márchese. Monk oyó cerrarse la puerta. El banquero alzó finalmente la vista y miró a Monk.
—Esto no puede ir en serio.
—¿La exterminación completa? No sería la primera vez que alguien lo intenta.
—Oiga, en Rusia hay un millón de judíos.
—Lo sé. Y sólo el diez por ciento puede permitirse salir del país.
Bernstein se puso en pie y fue a la ventana orientada hacia los Tejados blancos de Moscú. El cristal tenía un ligero tinte verdoso; era de doce centímetros de grosor y capaz de parar un proyectil anticarro.
—No me lo puedo creer.
—Nosotros pensamos que va en serio.
—¿Nosotros?
—Las personas que me han enviado, gente muy influyente pero temerosa de lo que pueda hacer ese hombre.
—¿Es usted judío, señor Monk?
—No, señor.
—Tiene suerte. Komárov ganará las elecciones, ¿no es cierto? las encuestas lo dan como seguro.
—Las cosas podrían cambiar. El otro día fue denunciado por el general Nikoláiev. Eso podría traer consecuencias. Espero que la Iglesia ortodoxa intervenga de una forma u otra. Quizá se le pueda parar.
—La Iglesia, bah. Poco amiga de los judíos, señor Monk.
—Ya, pero Komárov también tiene planes para ella.
—Entonces ¿es una alianza lo que busca?
—Algo parecido. Iglesia, ejército, bancos, minorías étnicas. Todo ayuda. ¿Ha visto los reportajes sobre el cura itinerante, clamando por el regreso del zar?
—Sí. Bobadas, en mi opinión. Claro que mejor un zar que un nazi. ¿Qué quiere usted de mí, señor Monk?
—¿Yo? Nada. La decisión es suya. Usted es el presidente del consorcio de cuatro bancos que controla los dos canales independientes de televisión. ¿Tiene usted el Grumman en el aeropuerto?
—Sí.
—Sólo son dos horas de vuelo hasta Kiev.
—¿Por qué Kiev?
—Podría ir usted a Babi Yar.
Leonid Bernstein giró en redondo.
—Ya puede usted marcharse, señor Monk.
Monk recogió los dos documentos y los introdujo en el estrecho maletín de piel.
Sabía que se había pasado. Babi Yar es un barranco a las afueras de Kiev. Entre 1941 y 1943 cien mil civiles fueron ametrallados al borde de ese barranco y sus cadáveres cayeron en él. Había algunos comisarios y oficiales comunistas, pero el 99 por ciento eran judíos de Ucrania. Monk estaba ya en la puerta cuando Bernstein habló de nuevo.
—¿Conoce Babi Yar, señor Monk?
—No.
—¿Y qué ha oído decir?
—Que es un lugar desolador.
—Yo sí he estado en Babi Yar. Es un lugar terrible. Buenos días, señor Monk.
La oficina del doctor Lancelot Probyn en el College of Arms de Queen Victoria Street era pequeña y desordenada. Todos los espacios horizontales estaban ocupados por montones de papeles que no parecían responder a orden alguno pero que probablemente sí lo tenían para el genealogista.
Al entrar sir Nigel Irvine, el doctor Probyn se puso en pie de un brinco, lanzó al suelo toda la casa de Grimaldi y rogó a su invitado que se instalara en la silla de ese modo desocupada.
—Bueno, ¿cómo tenemos la sucesión? —preguntó Irvine.
—¿Al trono de los Romanov? No muy bien, tal como yo suponía. Hay uno que podría reclamarlo pero no quiere, otro que va detrás de ello pero que está excluido, y luego un norteamericano a quien no se ha consultado pero que de todas formas no tiene posibilidades.
—Caramba, sí que están mal las cosas —dijo Irvine.
Al doctor le brillaban los ojos. Se notaba que estaba en su elemento, en su universo de linajes y matrimonios entre parientes.
—Empecemos por los fraudes —dijo—. ¿Se acuerda de Anna Andersen? Aquella mujer que toda su vida aseguró ser la gran duquesa Anastasia, superviviente de la masacre de Yekaterimburgo. Todo mentiras. Ha muerto, pero las pruebas de ADN han demostrado por fin que era una impostora.
»Hace unos años murió otro pretendiente en Madrid, el autoproclamado gran duque Alexei. Resultó un timador de Luxemburgo. Eso nos deja con tres candidatos que la prensa menciona de vez en cuando, y casi siempre con escasa precisión. ¿Ha oído hablar del príncipe Georgi?
—Pues no.
—Bien, no importa. Se trata de un muchacho a quien su ambiciosa madre, la gran duquesa María, ha ido vendiendo por toda Europa y Rusia durante años. Ella es hija del difunto gran duque Vladimir.
»El propio Vladimir podría haber reclamado el trono como tataranieto de un emperador reinante, aunque no habría tenido fuerza pues su madre no pertenecía a la Iglesia ortodoxa en el momento de nacer él, lo cual es una de las condiciones.
»En fin, su hija María no podía ser elegida sucesora de Vladimir, aun cuando éste no dejó de afirmar lo contrario. La ley paulina, sabe usted.
—Refrésqueme la memoria.
—La promulgó el zar Pablo I. La sucesión, salvo en circunstancias excepcionales, sólo es por línea masculina. Las hijas no cuentan. Todo muy sexista, pero así era y sigue siendo. La gran duquesa María es en realidad princesa María, y su hijo Georgi no pertenece a la estirpe. La ley paulina especificaba asimismo que tampoco cuentan los hijos varones de las hijas. Así que no tienen derecho a reclamar nada.
—Ha mencionado usted un norteamericano…
—Es una historia realmente extraña. Antes de la revolución el zar Nicolás tuvo un tío, el gran duque Pablo, hermano menor de su padre. Al llegar al poder, los bolcheviques asesinaron al zar, a su hermano y a su tío Pablo. Pero éste tenía un hijo, primo del zar. Por casualidad este jovencito, el gran duque Dimitri, había estado envuelto en el asesinato de Rasputín. Debido a ello se encontraba exiliado en Siberia y eso le salvó la vida. Huyó a Shanghai y luego a América.
—No lo sabía —dijo Irvine—. Prosiga.
—Pues bien, Dimitri se casó y tuvo un hijo, Pablo, que sirvió como mayor del ejército norteamericano en Corea. El se casó a su vez y tuvo dos hijos varones.
—Yo diría que es una línea bastante directa. ¿Me está sugiriendo que el verdadero heredero podría ser norteamericano? —preguntó Irvine.
—Hay quienes lo piensan, pero se engañan —dijo Probyn—. Verá, Dimitri se casó con una plebeya norteamericana, y su hijo Paul hizo otro tanto. Según la regla 188 de la casa imperial, no puedes desposar a alguien de rango inferior y esperar que tu descendencia te suceda. Esta norma sufrió después ciertas modificaciones, pero sin incluir los grandes duques. Así pues, el matrimonio de Dimitri fue morganático. El hijo que luchó en Corea no puede sucederle y tampoco los dos nietos por un segundo matrimonio con una plebeya.
—O sea que no cuentan.
—Eso creo. En realidad, tampoco es que hayan mostrado demasiado interés. Viven en Florida, creo.
—¿Quién nos queda, entonces?
—El último candidato, el que por línea de sangre puede tener más fuerza. El príncipe Semyon Romanov.
—¿Pariente del zar asesinado? ¿No hay hijas ni plebeyas de por medio? —preguntó Irvine.
—Exacto, pero tenemos que remontarnos mucho tiempo atrás. Imagine cuatro zares. Nicolás II sucedió a su padre Alejandro III. Este sucedió a su padre Alejandro II cuyo padre era Nicolás I. Ahora bien, Nicolás I tuvo un segundo hijo, el gran duque Nicolás que, naturalmente, no llegó a zar. El hijo de éste fue Pedro, el de Pedro fue Cirilo, y el de éste Semyon.
—Veamos, desde el zar asesinado hay que volver tres generaciones atrás hasta el bisabuelo, luego a un hijo menor y después cuatro generaciones hacia adelante para llegar a Semyon.
—Exacto.
—Es como estirar una media, doctor Probyn.
—En cierto modo así es, pero esa misma impresión le daría cualquier árbol genealógico. Técnicamente es lo más cerca que podemos llegar de la línea directa. Sin embargo, esto es sólo sobre el papel. Existen ciertas dificultades de orden práctico.
—¿Por ejemplo?
—Para empezar, Semyon tiene más de setenta años. Aunque llegara al trono, no duraría mucho tiempo. Segundo, no tiene hijos, de modo que su linaje moriría con él y Rusia volvería al punto de partida. Tercero, él ha dicho repetidas veces que no le interesa y que renunciaría al cargo aunque se lo ofrecieran.
—De poco nos sirve —admitió sir Nigel.
—Hay más. Siempre ha sido un poco calavera, le gustan los coches rápidos, ir a la Riviera y tener líos con chicas jóvenes, por lo general sirvientas. Eso ha arrojado tres matrimonios rotos. Y lo peor es que, según he oído decir, hace trampas al backgammon.
—Santo Dios. —Sir Nigel se sintió desconcertado. Tirarse a la servidumbre podía pasar, pero hacer trampas al backgammon…
—¿Dónde vive Semyon?
—En Normandía. Tiene una granja con manzanos para elaborar calvados.
Irvine reflexionó. El doctor Probyn le observó compasivamente.
—Semyon ha declarado públicamente que renuncia a tener parte en la restauración de la monarquía, ¿equivale eso a una renuncia legal?
El doctor Probyn resopló.
—Yo diría que sí. A menos que llegara a plantearse realmente una restauración. Entonces quizá opinaría otra cosa. Imagine la de coches y muchachas que podría tener a su alcance.
—Pero sin Semyon, ¿qué más da? Cuál es el quid de la cuestión, por usar la frasecita.
—Mi querido amigo, el quid de la cuestión es que, si el pueblo ruso quiere, puede escoger como monarca a quien le dé la gana. Así de sencillo.
—¿Existen precedentes de elegir a un extranjero?
—En abundancia. Mire, los ingleses lo hemos hecho en tres ocasiones. Cuando Isabel I murió soltera, si no virgen, invitamos a Jaime VI de Escocia a convertirse en Jaime I de Inglaterra. Tres reyes más tarde, expulsamos a Jaime II e invitamos al holandés Guillermo de Orange a que tomara posesión del trono. Al morir la reina Ana sin descendencia, le pedimos a George de Hanover que viniera como Jorge I. Y eso que apenas hablaba una palabra de inglés.
—¿Los del continente han hecho lo mismo?
—Desde luego. Los griegos dos veces. En 1833, tras liberarse del yugo turco invitaron a Otto de Baviera a ser rey de Grecia. Como no valía gran cosa, lo derrocaron en 1862 y pidieron al príncipe Guillermo de Dinamarca que ocupara el trono. Se convirtió en Jorge I de Grecia. Luego, en 1924 proclamaron la república, restauraron la monarquía en 1935 y finalmente volvieron a abolirla en 1973. Parece que no se aclaran.
»Hará unos doscientos años los desesperanzados suecos decidieron invitar al napoleónico general Bernadotte a que fuera su soberano. La cosa les salió bastante bien, todavía tienen allí a sus descendientes.
»Por último, en 1905 el príncipe Carlos de Dinamarca aceptó convertirse en Haakon VII de Noruega, y sus descendientes también siguen. Si necesita un monarca para un trono vacío, no descarte seleccionar un buen intruso antes que a un aborigen inepto.
Sir Nigel volvió a quedarse en silencio, pensativo. El doctor Probyn había llegado ya a la conclusión de que sus gestiones no eran del todo académicas.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo el heraldo.
—Adelante.
—Si el asunto de la restauración llegara a darse en Rusia, ¿cuál sería la reacción de Estados Unidos? Quiero decir, ellos controlan los dólares, son la única superpotencia que queda.
—Los americanos son tradicionalmente antimonárquicos —reconoció Irvine—, pero no son tontos. En 1913 Estados Unidos fue crucial a la hora de exiliar al kaiser alemán. Eso condujo a un caótico vacío de poder en la república de Weimar, vacío que vino a ocupar Adolf Hitler con los resultados ya conocidos. En 1945 el Tío Sam no quiso acabar con la casa imperial nipona. ¿Resultado? Durante cincuenta años Japón ha sido la democracia más estable de Asia, un país anticomunista y amigo de América. Creo que Washington aceptaría que los rusos decidieran ir por esa vía, son ellos quienes tienen la palabra.
—Pero habría de ser una decisión de todo el pueblo ruso. ¿Un plebiscito?
Sir Nigel asintió con la cabeza.
—Creo que sí. No sería suficiente con la Duma, existen demasiadas acusaciones de corrupción. Tendría que ser una decisión a nivel nacional.
—¿En quién está pensando, pues?
—Ahí está el problema, doctor Probyn. En nadie. Por lo que usted me ha dicho, un playboy o un pretendiente ambulante no servirían. Mire, examinemos qué características debería reunir un zar. ¿Le importa?
Los ojos del heraldo centellearon.
—Eso es mucho más divertido que mi trabajo. Vamos a ver: edad.
—¿Entre cuarenta y sesenta años? No es cometido para adolescentes ni para ancianos. Maduro, pero no de la tercera edad. ¿Qué más?
—Tiene que haber nacido príncipe de una casa reinante, y comportarse como tal —dijo Probyn.
—¿Una casa real europea?
—Por supuesto. No creo que los rusos acepten a un africano, un árabe o un asiático.
—No. Entonces caucásico.
—Debería tener un hijo legítimo vivo y ambos tendrían que convertirse a la Iglesia ortodoxa.
—Eso no es imposible, doctor.
—Pero sí endiabladamente difícil —dijo Probyn—. Su madre debería haber sido miembro de la Iglesia ortodoxa en el momento de dar a luz.
—Bien. ¿Algo más?
—Sangre real en ambas partes de su parentesco, y preferiblemente ruso al menos por una de las ramas…
—Y además oficial o ex oficial del ejército. El respaldo del cuerpo de oficiales ruso sería vital. No sé qué pensarían de un jurado de cuentas.
—Olvida usted una cosa —dijo Probyn—. Debería hablar correctamente el ruso. Jorge I llegó hablando únicamente alemán, y Bernadotte sólo hablaba francés. Pero esa época ha quedado atrás. Hoy en día un monarca debe poder hablar a su pueblo. Los rusos difícilmente aceptarían discursos en italiano.
Sir Nigel se levantó y sacó un trozo de papel del bolsillo de su chaqueta. Era un suculento cheque.
—Oiga, esto es mucho dinero…
—Estoy seguro de que el College tiene sus gastos, querido doctor Probyn. Mire, ¿puede hacerme un favor?
—Si está en mi mano.
—Eche un vistazo por ahí. Repase las casas reales de Europa. A ver si hay algún hombre que encaje en el modelo que necesitamos.
Ocho kilómetros al norte del Kremlin, en el suburbio de Kashenkin Lug, está emplazado el complejo de televisión desde donde son transmitidos todos los programas de alcance nacional. A cada lado de la avenida Akademika Koroleva se encuentran el Centro de Televisión Nacional y el Centro de Televisión Internacional. Unos trescientos metros más allá la aguja de la torre de Ostankino se eleva hacia el cielo; es el punto más alto de la capital. La televisión estatal, en su mayor parte bajo control del gobierno, es emitida desde aquí, así como los dos canales independientes o comerciales de televisión que incluyen publicidad para financiarse. Los edificios están compartidos, pero en diferentes niveles.
Boris Kuznetsov llegó en uno de los Mercedes con chófer de la UFP. Llevaba consigo el vídeo del impresionante mitin que Igor Komárov había protagonizado en Vladimir dos días atrás.
Grabado y editado por el joven y genial director Litvínov, había aparecido como un triunfo. Ante una multitud entregada, el líder de la UFP había denostado al predicador itinerante que clamaba por el retorno a Dios y el zar, y tratado con sarcasmo las declaraciones del viejo general.
—¡Hombres del ayer con esperanzas del ayer —exclamaba Komárov ante sus partidarios—, pero vosotros y yo, amigos míos, debemos pensar en el mañana, pues el mañana nos pertenece!
Al mitin habían asistido cinco mil personas, triplicadas por la hábil realización de Litvínov. Pero emitido a toda la nación, pese a lo caro que resultaba comprar una hora de máxima audiencia, el Mitin no llegaría sólo a cinco mil rusos sino a un tercio del país.
Kuznetsov fue conducido directamente al despacho del jefe le programación de la mayor cadena comercial, un hombre de quien era amigo personal y que era partidario de Komárov y la UFP. Kuznetsov dejó el vídeo sobre el escritorio de Anton Gurov.
—Fue maravilloso —dijo entusiasmado—. Yo estuve presente. Te va a encantar.
Gurov jugueteaba con su bolígrafo.
—Y aún tengo mejores noticias para ti —prosiguió Kuznetsov—. Un importante contrato, dinero fresco. El presidente Komárov desea dirigirse cada noche a la nación desde ahora hasta el día de las elecciones. Piénsalo, Anton, el mejor contrato comercial que esta cadena haya conseguido jamás. Eso te haría sumar puntos, ¿eh?
—Boris, me alegro de que hayas venido personalmente. Me temo que ha surgido una dificultad.
—Oh, si es algo técnico sin duda lo resolverás, ¿no?
—No es exactamente técnico. Mira, tú sabes que yo apoyo a Kamárov incondicionalmente, ¿de acuerdo?
Como planificador de programas de televisión, Gurov sabía exactamente qué papel jugaba la cobertura informativa de ese medio, el más persuasivo de toda sociedad moderna, en la fase previa de unas elecciones.
Sólo Gran Bretaña, con la BBC, seguía intentando una cobertura política imparcial. En los demás países de Occidente y Europa del Este, los gobiernos venían utilizando sus televisiones públicas para apoyar el régimen en el poder.
En Rusia, la red de televisión estatal había llevado a cabo una extensa cobertura de la campaña del presidente en funciones Iván Markov, mientras que sólo mencionaba de pasada a los otros dos candidatos.
Esos dos candidatos, descolgados ya los de menor peso, eran Guennadi Ziugánov por la neocomunista Unión Socialista e Igor Komárov por la Unión de Fuerzas Patrióticas.
El primero estaba teniendo problemas de financiación para su campaña; el segundo parecía disfrutar de una verdadera cornucopia de rublos. Con estos fondos Komárov había comprado publicidad al estilo norteamericano pagando tiempo de pantalla en los dos canales comerciales de televisión. Con ese sistema podía asegurarse de que no le cortaran, editaran ni censuraran. Gurov dedicaba espacios de máxima audiencia para las proyecciones completas de los discursos y mítines de Komárov. No era ningún tonto, y se daba cuenta de que si Komárov ganaba habría muchos despidos entre el personal de la televisión estatal. Aquellos que supieran estar en su lugar, se beneficiarían de traslados y ascensos.
Kuznetsov le miró perplejo. Algo andaba mal.
—El caso es, Boris, que ha habido una especie de cambio de política a nivel de junta. Yo no tengo nada que ver, entiéndeme. Sólo soy el chico de los recados. Esto viene de mucho más arriba.
—¿Qué cambio de política, Anton? ¿De qué estás hablando?
Gurov se rebulló incómodo en su sillón y maldijo al director general que le había endilgado aquella ingrata tarea.
—Probablemente sabrás que nosotros, como todas las grandes empresas, dependemos de los bancos. A la hora de la verdad, ellos son los que tienen la fuerza. Los bancos mandan. Normalmente nos dejan campo libre. Los ingresos son buenos. Pero… ahora nos han cerrado el grifo.
Kuznetsov estaba pasmado.
—Caramba, Anton, lo siento mucho. Debe de ser terrible para ti.
—Para mí no, Boris.
—Pero si la cadena está quebrando, si todo se ha torcido…
—Sí, bueno, parece que no es exactamente eso lo que dijeron.
La emisora podrá sobrevivir, pero a cambio de pagar un precio.
—¿Un precio?
—Oye, Boris, esto no tiene nada que ver conmigo. Si por mí fuera, yo pondría a Igor Komárov las veinticuatro horas del día, pero…
—Pero ¿qué? Suéltalo de una vez.
—De acuerdo. Nuestra cadena no proyectará más discursos ni mítines de Komárov. Esa es la orden.
Kuznetsov se puso en pie con el rostro enrojecido.
—¿Es que te has vuelto loco, coño? Recuerda que nosotros compramos ese tiempo, pagamos por él. Esto es una cadena comercial. No podéis rechazar nuestro dinero.
—Por lo visto, sí.
—Pero esto ya estaba pagado.
—Al parecer han devuelto el dinero.
—Iré a la competencia. No sois la única cadena comercial de esta ciudad. Yo siempre te había preferido a ti, Anton. Pero se acabó.
—Boris, los propietarios son los mismos bancos.
Kuznetsov se sentó. Le temblaban las piernas.
—¿Qué demonios está pasando?
—Sólo puedo decirte una cosa: alguien ha sido sobornado. Yo tampoco entiendo nada. Pero la junta así lo dictó ayer mismo. O dejamos de emitir al señor Komárov durante los próximos treinta días o los bancos se retiran.
Kuznetsov le miró.
—Teníamos contratado mucho tiempo de pantalla. ¿Qué vas a emitir en su lugar? ¿Danzas cosacas?
—No; eso es lo más extraño. La cadena hará la cobertura de los mítines del cura ese.
—¿Qué cura?
—El predicador. Ese que sermonea sobre el retorno a Dios.
—Dios y el zar… —murmuró Kuznetsov.
—Eso.
—El padre Gregor.
—El mismo. Yo no lo entiendo, pero…
—Estáis locos. Ese tipo no tiene un rublo en el bolsillo.
—A eso iba. El dinero ya ha sido ingresado. Así que lo sacaremos en las noticias y en el espacio de hechos y sucesos. Ese cura tiene un programa increíble. ¿Quieres verlo?
—No, no me interesa el programa de ese palurdo.
Dicho esto, Kuznetsov se marchó hecho una furia. No tenía la menor idea de cómo iba a darle la noticia a su jefe. Pero la sospecha que había albergado durante tres semanas acababa de convertirse en certeza absoluta. Komárov y Grishin habían intercambiado miradas al comunicarles él lo de las prensas y luego lo del general Nikoláiev. Ellos sabían algo que él ignoraba. Pero una cosa sí sabía; algo estaba yendo catastróficamente mal.
Aquella noche en el otro extremo de Europa, sir Nigel Irvine vio interrumpida su cena. El camarero del club le pasó el teléfono.
—El doctor Probyn, sir Nigel.
La aflautada voz del heraldo le llegó desde su despacho:
—Creo que tengo a su hombre.
—¿Mañana a las diez en su despacho? Estupendo.
Irvine devolvió el teléfono al camarero, que esperaba de pie.
—Creo que esto merece un oporto, Trubshaw. El más añejo del club, por favor.