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De todos los soldados de Rusia, en activo o retirado, el único que en términos de prestigio valía lo que doce de ellos juntos era el general del ejército Nikolai Nikoláiev.

A sus setenta y tres años y a sólo unos días de cumplir los setenta y cuatro, seguía teniendo una figura imponente. De un metro ochenta y dos de estatura, iba siempre totalmente erguido; su blanca cabellera, su cara colorada curtida por los años y su inconfundible bigote sobresaliendo en dos desafiantes puntas a cada lado del labio superior, le hacían conspicuo en cualquier reunión.

Había sido tanquista toda su vida, jefe de infantería mecanizada, había servido en todos los escenarios y en todos los frentes durante una trayectoria de cincuenta años, y para los millones de hombres que habían estado bajo su mando a lo largo de medio siglo constituía toda una leyenda.

Era del dominio público que Nikoláiev podía haberse retirado con el grado de mariscal, de no haber sido por su costumbre de hablar claro a políticos y oportunistas.

Al igual que Leonid Zaitsev, el Conejo, del que no podía acordarse pero al que una vez había palmeado la espalda estando en un campamento en los alrededores de Potsdam, el general había nacido cerca de Smolensko, al oeste de Moscú. Pero once años antes que Conejo, en el invierno de 1925, hijo de un ingeniero.

Todavía recordaba el día en que pasando por delante de una iglesia con su padre, éste había cometido el descuido de persignarse. El hijo le había preguntado qué hacía. Sobresaltado y temeroso, su padre le había hecho jurar que no se lo diría a nadie. Era la época en que otro joven soviético había sido declarado oficialmente héroe por delatar a sus padres al NKVD por proferir observaciones contrarias al partido. Los padres habían muerto en los campos de trabajo, pero el hijo se había convertido en un modelo a seguir para la juventud soviética. Pero el joven Kolya amaba a su padre y jamás dijo una palabra. Más adelante se enteró del significado de aquel gesto, pero aceptó lo que le decían sus maestros: que los sentimientos religiosos eran mamarrachadas.

Tenía quince años cuando el 22 de junio de 1942 la blitzkrieg de Hitler irrumpió por el oeste. Smolensko sucumbió antes de un mes al avance de los tanques alemanes y el chico tuvo que huir como todos los demás. Sus padres no lo lograron, y Kolya no volvió a verlos.

Como era un chico fuerte y robusto, llevó a cuestas a su hermana de diez años a lo largo de más de cien kilómetros, hasta que una noche saltaron a un tren con rumbo al este. Ellos no lo sabían, pero se trataba de un tren especial. Como tantos otros, transportaba una factoría desmontada de carros blindados fuera de la zona de peligro hacia la seguridad de los montes Urales.

Ateridos de frío y hambrientos, los niños permanecieron sobre el techo del vagón hasta que el tren se detuvo en Chelyabinsk, en las estribaciones de los Urales. Fue allí donde los ingenieros reconstruyeron íntegra la factoría, que se llamó Tankogrado.

No había tiempo para escuelas. Galina fue a un orfelinato y Kolya empezó a trabajar en la factoría, donde permaneció durante casi dos años.

En el invierno de 1942 los soviéticos estaban sufriendo numerosísimas pérdidas en hombres y tanques alrededor de Jarkov y Stalingrado. Las tácticas eran tradicionales y mortíferas. No había tiempo ni talento para sutilezas; hombres y tanques eran arrojados a las bocas de las armas alemanas sin pensar en las pérdidas. Así había sido siempre en la historia militar rusa.

En Tankogrado la consigna era producir y producir sin descanso; hacían turnos de dieciséis horas y dormían debajo de los tornos. Lo que construían era el KV1, que recibía el nombre por el mariscal Klimenti Voroshílov, una nulidad como militar pero uno de los aduladores preferidos de Stalin. El KV1 era un tanque pesado, el principal carro de combate soviético en esa época.

Hacia la primavera de 1943 los soviéticos estaban reforzando el cerco en torno a la ciudad de Kursk, un enclave que se adentraba ciento cincuenta kilómetros en las líneas alemanas. En junio, el muchacho de diecisiete años recibió la misión de acompañar a un tren cargado de tanques KV1 rumbo al oeste, descargarlos en la cabeza de línea, entregarlos y volver a Chelyabinsk. Lo hizo todo salvo lo último.

Los nuevos tanques estaban ya alineados junto a la vía cuando el jefe del regimiento al que estaban destinados llegó por el andén. Era sorprendentemente joven, un coronel de apenas veinticinco años, barbudo, ojeroso y extenuado.

—¡No tengo conductores, joder! —le gritó al funcionario de la fábrica que estaba al mando del envío. Luego se volvió al fornido joven de pelo rubio—: ¿Sabes conducir estos trastos?

—Sí, camarada, pero debo regresar a la factoría.

—Ni hablar. Si sabes conducir, estás reclutado.

El tren se alejó humeando hacia el este. El soldado raso Nikolai Nikoláiev se vio metido dentro de la carlinga de un KV1, con una camisola de algodón basto rumbo a la ciudad de Projorovka. La batalla de Kursk empezó dos semanas más tarde.

Aunque se la suele llamar «batalla» de Kursk, de hecho fueron una serie de sangrientas escaramuzas que abarcaron todo el enclave por espacio de dos meses. Al final, Kursk se convirtió en la mayor batalla de carros de combate que el mundo haya visto nunca, antes o después. Intervinieron seis mil tanques de ambos bandos, dos millones de hombres y cuatro mil aviones. Fue la batalla donde se demostró finalmente que los Panzer alemanes no eran invencibles. Pero casi.

El ejército alemán estaba desplegando entonces su propia arma estrella, el Tiger, con su temible cañón de 88 mm en la torreta que, gracias a sus proyectiles perforantes, podía apartar cualquier cosa de su camino. El KV1 llevaba un cañón más pequeño, de 76 mm, aunque el nuevo modelo entregado por Nikolai tenía la versión ZIS-5 de mayor alcance.

El 12 de julio los rusos lanzaron un contraataque, y la clave fue el sector de Projorovka. El regimiento de Nikolai se había quedado con sólo seis KV1 cuando el jefe creyó avistar cinco Panzer alemanes Mark IV y dio orden de atacar. Los rusos avanzaron en línea hasta la cresta de una loma y bajaron a un valle poco profundo; los alemanes estaban en la loma opuesta. El joven coronel se equivocaba acerca de los Mark IV; eran Tiger. Los alemanes acabaron uno a uno con los seis KV1 utilizando sus proyectiles perforantes. El carro de Nikolai recibió dos impactos. El primer obús arrancó toda la oruga de un lado y abrió un boquete en el casco. Desde su asiento de conductor, Nikolai notó que el tanque se estremecía y luego se quedaba quieto. El segundo proyectil rozó la torreta y salió desviado hacia la colina. Pero el impacto bastó para matar a cuatro de los cinco tripulantes. Maltrecho, magullado y temblando, Nikolai intentó salir de su tumba viviente al oler el combustible diesel derramándose sobre el metal caliente. Los cadáveres le obstaculizaban la huida. El oficial y el artillero yacían sobre la recámara del cañón; de su boca, nariz y orejas salía una mezcla de sangre y mucosidad. Por la brecha abierta en el casco, Nikolai vio que los Tiger pasaban de largo entre el humo de los otros KV1 en llamas. Para su sorpresa, comprobó que la torreta aún funcionaba. Sacó un proyectil, lo introdujo trabajosamente en la recámara y cerró el mecanismo. Era la primera vez que lo hacía, pero se lo había visto hacer a otros. Normalmente se precisaban dos hombres. Medio mareado por el golpe recibido en la cabeza y por el hedor a combustible, Nikolai hizo girar la torreta, aplicó el ojo a la mira telescópica, localizó un Tiger a poco más de trescientos metros y disparó. Resultó que el carro elegido era el último de los cinco. Los cuatro Tiger de delante no se dieron cuenta. Nikolai volvió a cargar, localizó un nuevo blanco y disparó otra vez. El Tiger encajó el proyectil en el hueco entre la torreta y el casco, y explotó. Nikolai oyó una especie de estampido bajo sus pies, y las llamas empezaron a correr por la hierba a medida que encontraban nuevos charcos de combustible. Tras la segunda andanada, los Tiger restantes advirtieron que estaban siendo atacados por detrás y dieron la vuelta. Nikolai inmovilizó al tercero dándole en pleno flanco. Los otros dos completaron su giro y se lanzaron hacia él. Entonces supo que era hombre muerto. Se agachó para salir por la hendidura del costado de su KV1 justo antes de que el disparo del Tiger arrancase de cuajo la torreta en que había estado hacía un momento. La munición empezó a explotar. Nikolai notó que se le chamuscaba la camisola y se lanzó rodando por la hierba alta lejos del tanque. Entonces sucedió algo que no esperaba y que tampoco vio. Diez SU-152 estaban coronando la loma y los Tiger decidieron que era hora de retirarse. Quedaban dos de los cinco. Embistieron hacia la loma opuesta y ganaron la cima. El primer Tiger en llegar desapareció por la otra ladera. Nikolai notó que alguien le ponía en pie. Era un coronel del Ejército Rojo. El valle estaba repleto de carros destrozados, seis rusos y cuatro alemanes. El suyo estaba rodeado por tres Tiger destrozados.

—¿Esto lo has hecho tú? —preguntó el coronel.

Nikolai apenas pudo oír sus palabras. Le zumbaban los oídos y se sentía mal. Asintió con la cabeza.

—Ven conmigo —dijo el coronel.

Detrás de la loma había un pequeño camión GAZ. El coronel condujo durante unos doce kilómetros. Llegaron a un campamento. Delante de la tienda principal había una mesa larga cu­bierta de mapas, y una docena de oficiales de alta graduación alrededor. El coronel detuvo el camión, se apeó, se dirigió hacia la mesa y saludó. El general de mayor graduación levantó la vista.

Nikolai estaba sentado en el lado del acompañante. Vio que el coronel hablaba y que los oficiales miraban hacia el camión. Luego el de mayor graduación levantó un brazo haciéndole señas. Nikolai, temiendo las consecuencias de haber dejado escapar dos Tiger, se bajó del camión y se acercó a la mesa. Tenía la camisola chamuscada, la cara renegrida y apestaba a petróleo y cordita.

—¿Tres Tiger? —dijo el general Pável Rótmistrov—. ¿Por detrás? ¿Y desde un KV1 averiado?

Nikolai se quedó inmóvil como un idiota sin saber qué decir. El general sonrió y se volvió hacia un sujeto rechoncho de ojos de cerdo e insignia de comisario político.

—¿No cree que eso merece un poco de metal?

El comisario asintió en silencio. El camarada Stalin lo habría aprobado. Sacaron una caja de la tienda. Rótmistrov impuso al joven de diecisiete años la medalla de Héroe de la Unión Soviética. El comisario, que no era otro que Nikita Jruschov, asintió de nuevo contemplando la escena.

Nikolai Nikoláiev recibió orden de presentarse en un hospital de campaña, donde le curaron las quemaduras de manos y cara con una pomada olorosa, y regresar después al cuartel general. Allí le esperaba la graduación de teniente y un pelotón formado por tres KV 1. A continuación fue enviado nuevamente a primera línea.

Aquel invierno, con el saliente de Kursk, muchos kilómetros a sus espaldas y los Panzer en retirada, Nikolai fue nombrado capitán de una compañía de flamantes carros de asalto recién salidos de fábrica. Eran los IS-II, siglas de Iosef Stalin. Equipados con un cañón de 122 mm y un blindaje más grueso, se los conocía como «matatigres».

En la operación Bagration, Nikoláiev obtuvo su segunda medalla al Héroe de la Unión Soviética por su extraordinario valor personal, y en las afueras de Berlín, bajo las órdenes del mariscal Chuikov, la tercera.

Ese era el hombre al que Jason Monk, cincuenta y cinco años después, había venido a ver.

Si el viejo general hubiera sido un poco más comprensivo con el Politburó habría conseguido su bastón de mariscal y una bonita dacha para su jubilación en Peredelkino, a orillas del Moscova, como el resto de los peces gordos, todo gratis por cortesía del Estado. Pero él siempre les decía lo que pensaba, pero a ellos no siempre les gustaba oírlo. De modo que se hizo construir un modesto chalet para la vejez junto a la carretera de Minsk, camino de Tujovo, una zona repleta de campamentos militares donde podría estar cerca de los restos de su amado ejercito.

No se había casado —«no es vida para una chica», solía decir de sus diversos destinos en las más áridas avanzadas del imperio soviético— y a sus setenta y tres años vivía con un leal ayuda de cámara, ex brigada y mutilado de un pie, y un wolfhound irlandés que conservaba los cuatro.

Monk había localizado su humilde morada limitándose a preguntar a los habitantes de las comunidades vecinas dónde vivía Tío Kolya. Años atrás, al entrar en su mediana edad, el general había sido apodado así por sus oficiales más jóvenes, y el mote había prosperado. Su pelo y su bigote habían encanecido prematuramente, de modo que parecía bastante viejo para ser el tío de todos ellos. Para los periódicos era el general del ejército Nikoláiev, pero todos los ex soldados del país le conocían como Tío Kolya.

Como Monk conducía aquella tarde un coche del Ministerio de Defensa e iba vestido de coronel del Estado Mayor, los lugareños no vieron motivo para no decirle dónde vivía Tío Kolya.

Era noche cerrada y hacía un frío glaciar cuando Monk llamó a la puerta poco después de las nueve. Acudió el mayordomo cojo y, al ver el uniforme, le franqueó el paso.

El general Nikoláiev no esperaba ninguna visita, pero el portafolios y el uniforme de oficial del Estado Mayor le causaron algo más que una suave sorpresa, Estaba sentado en su butaca favorita junto a la lumbre, leyendo una biografía militar y resoplando con sorna de vez en cuando. Los conocía a todos, sabía qué habían hecho y, lo más embarazoso, qué no habían hecho, sin importar lo que afirmaran ahora cuando ganaban dinero escribiendo historias inventadas.

Alzó los ojos cuando Volodva anunció que tenía una visita de Moscú.

—¿Quién es usted? —rezongó.

—Alguien que necesita hablar con el general Nikoláiev.

—¿De Moscú?

—De allí vengo, sí.

—Pues ya que esta aquí, mejor que vamos a al grano. —El general miró el maletín y añadió—: ¿Papeles del Ministerio?

—No exactamente. Son papeles, pero de otra procedencia.

—Fuera hace frío. Tome asiento. Bien, hable. ¿Qué le trae por aquí?

—Le seré absolutamente sincero. Este uniforme era para que me recibiera en su casa. No pertenezco al ejército ruso, no soy coronel y tampoco pertenezco a ningún Estado Mayor. En realidad soy norteamericano.

El ruso le miró desde su butaca durante unos segundos como si no diera crédito a sus oídos. Luego las puntas de su bigote erizado se crisparon de rabia.

—Usted es un impostor —le espetó a Monk—, un miserable espía. No quiero impostores ni espías en mi casa. Salga de aquí inmediatamente.

Monk no se movió.

—Me iré, no se preocupe. Pero como nueve mil kilómetros es una larga distancia para estar apenas treinta segundos, ¿le importaría responder a una sola pregunta?

El general Nikoláiev lo fulminó con la mirada:

—Sólo una. ¿Cuál?

—Hace cinco años, cuando Boris Yeltsin le pidió que abandonara su retiro para mandar la ofensiva contra Chechenia y la destrucción de Grozny, se dice que usted examinó los planes de ataque y que al entonces ministro de Defensa Pavel Gráchev le dijo: «Yo mando soldados, no carniceros. Esto es trabajo para matarifes». ¿Es cierto eso?

—¿El qué?

—¿Ocurrió así? Me ha permitido hacer una pregunta.

—De acuerdo, sí. Y yo tenía razón.

—¿Por qué lo dijo?

—Eso ya son dos preguntas.

—Me quedan otros nueve mil kilómetros hasta mi casa.

—Está bien. Porque el genocidio no es misión para soldados. Y ahora váyase.

—Ese libro que está leyendo es basura.

—¿Cómo lo sabe?

—Lo he leído. Una tontería detrás de otra.

—Cierto. ¿Y qué?

Monk metió la mano en su portafolios y sacó el Manifiesto Negro. Lo abrió por la página que había marcado. Luego se lo entregó al general.

—Ya que tiene tiempo de leer basura, ¿por qué no echa un vistazo a algo realmente repulsivo?

La ira del general rivalizaba ahora con su curiosidad.

—¿Propaganda yanqui?

—No. El futuro de Rusia. Eche una ojeada. Esta página y la siguiente.

El general gruñó al coger el documento que se le ofrecía. Leyó rápidamente las dos páginas señaladas. Su rostro enrojeció de ira.

—¡Menuda basura! —exclamó—. ¿Quién ha escrito esta mierda?

—¿Le suena el nombre de Igor Komárov?

—No sea idiota. Pues claro que sí. Será presidente el próximo mes de enero.

—¿Buen o mal presidente?

—¿Cómo quiere que lo sepa? Están todos podridos.

—¿Así que él no es mejor o peor que los demás?

—Más o menos.

Monk le relató los hechos del 15 de julio anterior, tratando de condensar al máximo lo sucedido pues temía perder la atención del viejo general o, peor aún, agotar su paciencia.

—No le creo —dijo el general—. Se presenta en mi casa con una historia extravagante…

—Si tan extravagante es, entonces no han muerto tres personas por culpa de ese documento. Y sin embargo es así. ¿Sale usted esta noche?

—Pues no. ¿Por qué?

—Entonces ¿por qué no deja las memorias de Pavel Gráchev y lee el programa de Igor Komárov? Algunos trozos le gustarán; el refortalecimiento del ejército, por ejemplo. Aunque no para defender la patria rusa. No existe amenaza externa contra ella. Es para formar un ejército capaz de perpetrar un genocidio. Tal vez no le gustan los judíos, los chechenos, los georgianos, los ucranios, los armenios, pero ellos también iban en los tanques, ¿lo recuerda? Estuvieron en Kursk y Bagration, en Berlín y Kabul. Lucharon a su lado. ¿Por qué no invierte unos minutos en ver lo que Komárov les tiene preparado?

El general Nikoláiev miró a aquel norteamericano veinticinco años más joven que él y luego gruñó.

—¿A los yanquis les gusta el vodka?

—Sí, cuando hace mucho frío y están en medio de Rusia.

—Allí hay una botella. Sírvase.

Mientras el anciano leía, Monk se sirvió un buen vaso de Moskovskaya y pensó en los datos que había recibido en Castle Forbes.

—Es probablemente el último de los generales rusos con un tradicional sentido del honor —le había explicado el tutor ruso, Oleg—. No es ningún tonto y nada le da miedo. Hay diez millones de veteranos que todavía harían caso a Tío Kolya.

Terminada la guerra y tras un año de ocupación en Berlín, el joven mayor Nikoláiev fue enviado de nuevo a Moscú, y en el verano de 1950 fue designado jefe de uno de los siete regimientos acorazados con destino en Extremo Oriente, a orillas del río Yalu.

Con la guerra de Corea en su apogeo y los americanos arrollando a los norcoreanos, Stalin empezó a pensar en lanzar sus nuevos tanques contra los americanos. Dos cosas se lo impedían: los consejos de sus asesores y su propia paranoia. Los IS-4 eran tan ultrasecretos que su descripción nunca había sido revelada, y Stalin temía que uno de ellos cayera, intacto, en manos del enemigo. En 1951 Nikoláiev fue destinado a Potsdam con el grado de teniente coronel. Contaba sólo veinticinco años.

A los treinta mandó un regimiento de Operaciones Especiales durante la insurrección de Hungría. Fue en dicha ocasión cuando consiguió enfurecer al entonces embajador soviético Yuri Andrópov, que acabaría siendo presidente del KGB durante quince años y primer secretario del PCUS. El coronel Nikoláiev, se negó a usar sus carros para reprimir a los civiles que se manifestaban en las calles de Budapest.

—Hay un setenta por ciento de mujeres y niños —le dijo al embajador y artífice del aplastamiento de la revuelta—. Nos arrojan piedras, y las piedras no pueden contra los tanques.

—Necesitan una lección —gritó Andrópov—. Utilice las ametralladoras.

Nikoláiev sabía lo que las ametralladoras pueden hacer con una masa de civiles en un espacio cerrado: Stnolensko en 1941. Sus padres se contaban entre las víctimas.

—Si quiere hágalo usted —le dijo a Andrópov.

Un general consiguió poner calma en la tensa situación, pero la carrera de Nikoláiev colgaba de un hilo. Andrópov era de los que no perdonan.

Durante la primera mitad de los sesenta estuvo en puestos de avanzada en las riberas de los ríos Amur e Issuri, con China al otro lado de la corriente, mientras Jruschov decidía si dar o no una lección a Mao Tsétung sobre la guerra con tanques.

Cayó Jruschov, Brezhnev subió al poder, la crisis amainó y Nikoláiev pudo abandonar felizmente los helados yermos de la frontera manchur para regresar a Moscú.

En 1968, durante la sublevación de Praga, mandó como general de división la que fue mejor unidad de toda la operación. Nikoláiev se ganó la imperecedera gratitud de las fuerzas aerotransportadas, las VDV, al sacar a una de sus unidades del atolladero. Una compañía demasiado exigua había sido cercada por los checos en el centro de Praga, y Nikoláiev dirigió personalmente una compañía de carros para sacarlos de la ciudad.

Estuvo cuatro años enseñando en la academia Frunze, de donde saldría una nueva generación de oficiales tanquistas que le adoraban, y en 1973 fue asesor de Siria en materia de combate con blindados. Era el año de la guerra del Yom Kippur. Aunque se suponía que debía estar en la sombra, conocía tan bien los tanques soviéticos que él mismo planeó y organizó un ataque contra la Séptima Brigada Acorazada israelí en los Altos del Golán. Los sirios no pudieron con los israelíes, pero las tácticas fueron brillantes. La Séptima Acorazada sobrevivió, pero temporalmente los sirios los mantuvieron a raya; resultó ser una de las raras ocasiones en que los tanques árabes les dieron algún problema.

Después de lo de Siria fue invitado a formar parte del Estado Mayor para organizar operaciones contra la OTAN. Luego, en 1979, Afganistán. Nikoláiev tenía cincuenta y tres años cuando se le ofreció el mando del 40° Ejército. Aquello supuso de teniente general a coronel general.

Nikoláiev estudió los planos, estudió el terreno, estudió a la gente del lugar y escribió un informe diciendo que la ocupación sería una sangría, que no tenía sentido y que crearía un Vietnam soviético. Era la segunda vez que hacía enfurecer a Andrópov. Lo mandaron de nuevo a la soledad: instrucción de reclutas. Los generales que fueron a Afganistán consiguieron sus medallas y su gloria… temporalmente. También consiguieron millares de cadáveres soviéticos.

—Esto es una basura. No me creo una palabra.

El viejo general lanzó el documento al regazo de Monk.

—Tiene usted agallas, yanqui. Se atreve a irrumpir en mi país, su ascenso en mi propia casa… trata de llenarme la cabeza de embustes perniciosos…

—Dígame, general, ¿qué opina de nosotros?

—¿Cómo nosotros?

—Sí, de los americanos, de los occidentales. Yo no voy por libre. Me han enviado. ¿Y por qué? Si Komárov fuese tan buena persona y un gran líder para el futuro, ¿qué coño podría importarnos a nosotros?

El viejo le miró a los ojos, no tanto sorprendido por el exabrupto, que había oído muchísimas veces, como por la vehemencia de aquel hombre.

—Sé que me he pasado la vida luchando contra ustedes.

—No, general, lo que hacía era oponerse a nosotros al servicio de regímenes políticos que han hecho cosas terribles…

—Este es mi país. Cuidado con lo que dice.

Monk se inclinó para tocar el Manifiesto Negro:

—Ni Jruschov ni Brezhnev ni Andrópov, esto es diferente a todo…

—¡Si es que es verdad, americano! —exclamó el viejo militar—. Cualquiera podría haberlo escrito.

—Entonces lea esto. Es la historia veraz de cómo llegó a nuestro poder. Un viejo soldado dio la vida para sacarlo del país.

Entregó al general el informe de verificación y acto seguido le sirvió un generoso vaso de vodka. El viejo general lo apuró de un solo trago, al estilo ruso.

No fue hasta el verano de 1987 cuando alguien bajó de un estante el informe redactado por Nikoláiev en 1979, le quitó el polvo y se lo dio al ministro de Asuntos Exteriores. En enero de 1988 el ministro Edvard Shevardnadze dijo al mundo: «Nos retiramos».

Nikoláiev recuperó por fin su grado de coronel general, para supervisar la retirada. El comandante en jefe del 40° Ejército era entonces el general Gromov, quien sin embargo hubo de acatar el plan global de Nikoláiev por orden de sus superiores. Sorprendentemente, el 40° Ejército consiguió salir sin apenas víctimas, pese a que los mujaidines les pisaban los talones.

La última columna soviética cruzó el puente de Amu Darya el 15 de febrero de 1989. Nikolai Nikoláiev cerró la marcha junto a sus hombres, cuando podía haber salido previamente en un avión del estado mayor. Viajó a solas en el asiento posterior de un jeep GAZ descubierto con el chófer delante. Nadie más. Era la primera vez que se retiraba. Se sentó bien erguido con su uniforme de campaña y sin charreteras que delataran su rango. Pero los hombres reconocieron su cabellera blanca y las puntas de su bigote erizado. Los soldados estaban hartos de Afganistán y se alegraban de volver a casa pese a la derrota. Al norte del puente empezaron a oírse vítores. Los soldados se acercaron al verle y salieron de los transportes blindados para aclamarlo. Entre ellos había hombres de las VDV aerotransportadas que sabían lo de Praga. Los camiones BMD eran conducidos en su mayoría por ex soldados de las divisiones acorazadas, y ellos también aplaudieron y le vitorearon. Él tenía entonces sesenta y tres años e iba hacia su retiro, una vida de clases, memorias y reuniones. Pero seguía siendo Tío Kolya y los estaba conduciendo a casa.

A lo largo de cuarenta y cinco años en las unidades acorazadas había hecho tres cosas que lo convirtieron en leyenda. Había prohibido las novatadas a los nuevos reclutas, causa de centenares de suicidios, en todas las unidades a su mando; los demás generales siguieron su ejemplo. Había bregado encarnizadamente con el establishment político para mejorar las condiciones de sus hombres. Y había insistido en la instrucción intensiva para que todas las unidades que mandaba, desde el pelotón a la división, fueran las mejores en el frente cuando llegara el momento de demostrarlo.

Gorbachov le concedió el rango de general del ejército y luego perdió el poder.

—¿Qué quiere de mí, americano?

El general dejó el informe de verificación y miró hacia la lumbre.

—Si todo esto es verdad, ese hombre es un canalla. ¿Y qué se supone que debo hacer yo? Soy viejo, llevo once años retirado, estoy fuera de combate…

—Ellos todavía existen —dijo Monk, poniéndose en pie y devolviendo los documentos a su maletín—. Son millones de veteranos. Algunos sirvieron a sus órdenes, otros le recuerdan, la mayoría ha oído hablar de usted. Le escucharán si usted les habla.

—Oiga, yanqui. Mi tierra ha sufrido más de lo que usted puede comprender. Esta patria mía está anegada en la sangre de sus hijos. Y ahora me viene con que nos espera algo peor. Lo lamento si es verdad, pero no puedo hacer nada.

—¿Y el ejército? Es el que se encarga de estas cosas. ¿Qué hay del ejército, su ejército?

—Ya no es mío.

—Es tan suyo como de cualquier otra persona.

—Es un ejército vencido.

—No, vencido no. Fue el régimen comunista el que perdió. No los soldados, sus soldados. Y ahora hay un hombre que quiere reconstruir el ejército. Pero para otros propósitos. Agresión, invasión, esclavitud, masacre…

—Nada me obliga a actuar.

—¿Tiene usted coche, general?

El hombre levantó la vista, sorprendido.

—Naturalmente. Uno pequeño. Me basta y me sobra.

—Vaya a Moscú. A los jardines Alexandrovsky, a la gran roca de granito rojo. Pregúnteles a sus hombres qué les gustaría que hiciese. No a mí. A ellos.

Monk se marchó. Al amanecer estaba en otro piso franco con sus guardaespaldas chechenos. Fue la noche en que Ciaran y Mitch volaron las prensas.

Entre las muchas instituciones históricas y arcanas que existen todavía en Gran Bretaña, pocas lo son más que el llamado College of Arms, cuya existencia se remonta al reinado de Ricardo III. Sus miembros más importantes son los kings of arms o reyes de armas, y los heralds.

En la Edad Media los heralds —heraldos— tuvieron como misión transmitir mensajes, como su nombre indica, entre los señores de la guerra al amparo de la bandera blanca. Entre una guerra y otra, su misión era muy distinta. En tiempos de paz era costumbre que los caballeros y los nobles se reunieran para celebrar guerras de mentirijillas en torneos y justas. Como los caballeros solían llevar armadura, a menudo con la visera bajada, los heraldos que tenían como tarea anunciar el siguiente torneo podían tener problemas para identificar al hombre oculto por el yelmo. Para solucionar el problema, los nobles llevaban un emblema en sus escudos. De este modo el heraldo, al ver un escudo con el signo del oso sabía que el earl de Warmick estaba metido allí dentro. Los heraldos se convirtieron así en expertos y árbitros del quién es quién y, lo más importante, de quién tenía derecho a llamarse qué cosa. Podían rastrear los árboles genealógicos de la aristocracia hasta varias generaciones. No se trataba de mero esnobismo. El título mobiliario venía acompañado de fincas, castillos, granjas y señoríos. El equivalente moderno podría ser demostrar la propiedad legal de las acciones mayoritarias de General Motors. Ello llevaba implícito una gran riqueza y un inmenso poder. Como los nobles solían dejar a su muerte una manada de descendientes, algunos legítimos y muchos no, era normal que se produjeran disputas sobre quién era el legítimo heredero, disputas que a menudo terminaban en guerra. Los heraldos, como conservadores del archivo, eran los árbitros que decidían en materia de alcurnia y sobre quién tenía o no derecho «a portar armas», entendiendo por ello un escudo de armas donde se describía la estirpe en lenguaje pictórico.

Hoy día, el College of Arms sigue siendo el árbitro de estas rivalidades, inventa escudos de armas para el banquero o el industrial recién «ennoblecido» y, por una módica cantidad, traza el árbol genealógico de cualquier persona hasta donde los registros.

Lógicamente, los heraldos son académicos empapados en esa extraña ciencia con su lengua y sus emblemas franconormandos, el dominio de los cuales requiere muchos años de estudio. Algunos se especializan en estirpes de la nobleza europea, vinculada a la aristocracia británica por los matrimonios entre miembros de una misma familia.

Investigando discreta pero diligentemente, sir Nigel lrvine averiguó que había un experto mundial en la dinastía rusa de los Romanov. Se decía del doctor Lancelot Probyn que sabía más cosas sobre los Romanov de las que éstos habían sabido nunca. Tras presentarse por teléfono como un diplomático retirado que preparaba un estudio para el Foreign Office sobre posibles tendencias monárquicas en Rusia, sir Nigel le invitó a tomar el té en el Ritz.

El doctor Probyn resultó ser un hombre bajo y amable que hablaba de su especialidad con buen humor y ninguna pomposidad.

—Me pregunto —dijo el viejo jefe de espías cuando llegaron los emparedados de pepino con el Aearl Grey— si se podría contemplar el asunto de la sucesión de los Romanov.

El cargo de Clarenceux King of Arms, para dar a Probyn su glorioso título, no está muy bien pagado, y el doctor no estaba habituado a tomar el té en el Ritz. Su actitud hacia los emparedados fue de verdadera aplicación.

—Verá, el linaje de los Romanov sólo es mi afición, no mi verdadero trabajo.

—No obstante, tengo entendido que es usted una gran autoridad en la materia.

—Muy amable de su parte. ¿Cómo puedo ayudarle?

—¿Qué hay de la sucesión? ¿Hay algo claro al respecto?

El doctor Probyn acabó con el último emparedado y miró las pastas con avidez.

—En absoluto. Es un auténtico embrollo. Los supervivientes de la vieja familia están muy desperdigados. Hay supuestos herederos por todas partes. ¿Por qué lo pregunta?

—Supongamos —dijo cautamente sir Nigel— que por alguna razón el pueblo ruso decidiera que desea restaurar la monarquía constitucional en la persona de un descendiente del zar.

—Permítame. —El doctor Probyn deslizó en su boca el último fragmento de una pasta de chocolate y tomó un sorbo de té—. Buenas pastas —dijo.

—Me alegro.

—Bien, en el muy improbable supuesto de que eso llegara a suceder, creo que tendrían un problema. Como usted sabe, el zar Nicolás, junto con la zarina Alexandra y sus cinco hijos, fue ajusticiado en Yekaterimburgo en 1918. Con ello se cerraba la línea directa. Todos los pretendientes actuales son de línea indirecta, algunos de los cuales se remontan al abuelo de Nicolás.

—Así que no hay nadie que pueda reclamar la herencia de manera irrebatible.

—Exacto. Podría darle una explicación más detallada en mi despacho. Allí tengo todas las listas. Son realmente grandes, montones de nombres, hay ramas por todas partes.

—Pero en teoría, ¿podrían los rusos instituir de nuevo la monarquía?

—¿Está hablando en serio, sir Nigel?

—Bien, se trata sólo de una hipótesis.

—En ese caso todo es factible. Cualquier monarquía puede escoger convertirse en república expulsando al rey. O a la reina. Grecia lo hizo. Y cualquier república puede optar por instituir una monarquía constitucional. De modo que sí, existe esa posibilidad.

—Pero el problema sería el candidato, ¿no?

—Desde luego. El general Franco decidió crear una legislación que permitiera restaurar la monarquía en España después de su muerte. Eligió al nieto de Alfonso XIII, el príncipe Juan Carlos, el actual rey. Pero en ese caso no había otros pretendientes al trono. El linaje estaba claro.

—¿Hay contrademandas en la estirpe Romanov?

—Muchas.

—¿Alguien que destaque en especial?

—No se me ocurre. Tendría que estudiarlo detenidamente. Hace mucho que nadie me pregunta sobre esto.

—¿Le importaría hacerlo? —preguntó sir Nigel—. He de salir de viaje. ¿Qué le parece si nos vemos a mi regreso? Le telefonearé a su despacho.

En los tiempos en que el KGB era sólo una enorme organización de espionaje, represión y control, con un único presidente, sus tareas eran tan diversas que hubo que subdividirlo en directorios y departamentos. Entre ellos estaban el Octavo Directorio y el Decimosexto Directorio, ambos encargados de la vigilancia electrónica, la interceptación radiofónica, la intervención de teléfonos y el espionaje por satélite. Venían a ser el equivalente soviético de la Agencia de Seguridad Nacional y la Organización Nacional de Reconocimiento americanas, o del GCHQ británico (Cuartel General de Comunicaciones del Gobierno).

Para los veteranos del KGB como el presidente Andrópov, la obtención de información por vía electrónica era algo muy sofisticado y, como tal, difícilmente comprensible, pero al menos se le reconocía su importancia. En una sociedad donde la tecnología llevaba años de retraso respecto a Occidente salvo en cuestiones relacionadas con lo militar o el espionaje, las mejores y más modernas instalaciones iban siempre a parar al Octavo Directorio.

Después que Gorbachov decidiera demoler el monolítico KGB, el Octavo Directorio y el Decimosexto fueron amalgamados para convertirse en la Agencia Federal para Comunicación e Información del Gobierno, o FAPSI.

FAPSI contaba ya con los más avanzados ordenadores, los mejores matemáticos y criptoanalistas del país, y toda la tecnología de interceptación que se podía comprar con dinero. Tras la caída del comunismo, este excepcionalmente costoso departamento topó con un problema de primer orden: conseguir fondos.

Al introducirse las privatizaciones, FAPSI acudió literalmente al mercado libre en busca de capital. Ofrecía a los nuevos empresarios rusos la posibilidad de interceptar, esto es, robar, el tráfico comercial de sus rivales de dentro y fuera del país. Durante al menos cuatro años antes de 1999, una empresa comercial podía perfectamente contratar los servicios de ese departamento gubernamental para controlar los movimientos de un extranjero en Rusia, siempre y cuando dicho individuo hiciera una llamada telefónica, enviara un fax, telegrama o télex, o transmitiera mensajes por radio.

El coronel Anatoli Grishin calculaba que Jason Monk, allá donde estuviese, tendría que establecer algún tipo de comunicación con quienquiera lo hubiese enviado a Rusia. No podía hacerlo a través de su embajada, que estaba sometida a vigilancia, menos que fuera por teléfono, en cuyo caso la llamada podía ser localizada tarde o temprano. Por consiguiente, razonaba Grishin, tenía que haber traído o conseguido en Moscú algún tipo de transmisor.

—En su lugar —dijo el científico de mayor rango en FAPSI a quien Grishin había consultado por una tarifa sustanciosa— yo utilizaría un ordenador. Los hombres de negocios lo hacen.

—¿Un ordenador capaz de transmitir y recibir mensajes? —preguntó el coronel.

—Naturalmente. Un ordenador puede hablar a un satélite vía satélite un ordenador puede hablar con otro ordenador. De eso se trata la autopista de la información, el Internet.

—Debe de haber un tráfico inmenso.

—Así es. Pero nuestros ordenadores pueden hacerlo. Es cuestión de filtrar. El noventa por ciento del tráfico informático es pura palabrería, un idiota hablando con otro. El nueve por ciento es comercial, empresas hablando de productos, precios, contratos, fechas de entrega. Y el uno por ciento restante es gubernamental.

—¿Hasta qué punto está codificado ese tráfico?

—Todo el gubernamental lo está, y la mitad del comercial. Pero podemos descifrar casi todo lo comercial.

—¿Dónde podría estar transmitiendo mi amigo americano?

El funcionario de FAPSI había pasado su vida laboral en el mundo de lo secreto y sabía que era mejor no pedir más detalles.

—Probablemente entre el tráfico comercial —dijo—. Del uno por ciento gubernamental conocemos la fuente. Tal vez no podríamos descifrarlo, pero sabemos que procede de tal o cual embajada, legación o consulado. ¿Su hombre está en alguno de éstos?

—No.

—Entonces seguro que utiliza satélites comerciales. Las máquinas del gobierno americano tienen como principal finalidad vigilarnos y escucharnos. También llevan tráfico diplomático. Pero ahora hay docenas y docenas de satélites comerciales; las empresas alquilan tiempo y se comunican con todas las sucursales distribuidas por el mundo.

—Creo que mi hombre está transmitiendo desde Moscú. Y recibiendo también.

—Lo último no nos ayuda mucho. Un mensaje transmitido por satélite sobre suelo ruso puede ser recibido desde Arkángel hasta Crimea. Es cuando transmite que podemos cazarlo.

—Entonces, si una empresa comercial rusa le encargara encontrar al emisor, ¿podría usted hacerlo?

—Tal vez. Los honorarios serían elevados, según la cantidad de hombres y tiempo de ordenador asignados, y el número de horas al día que hubiera que mantener la vigilancia.

—Veinticuatro horas al día —dijo Grishin—, y todos los hombres que tenga a su disposición.

El hombre de FAPSI le miró. Eso significaba millones de dólares.

—¿De verdad?

—Hablo en serio.

—¿Quiere los mensajes?

—No; sólo la localización de quien los envía.

—Eso es más difícil. Si interceptamos el mensaje, podemos estudiarlo y emplear todo el tiempo necesario para descifrarlo. Pero el emisor sólo estará en línea durante un nanosegundo.

El día siguiente a la entrevista de Monk con el general Nikoláiev, FAPSI captó una cresta de eco. El contacto de Grishin llamó al coronel a la sede de la UFP.

—Ha estado conectado —dijo.

—¿Tiene el mensaje?

—Sí, y no es comercial. Está empleando un one-time pad. Es indescifrable.

—Vaya suerte —dijo Grishin—. ¿Desde dónde transmitía?

—Moscú.

—Fabuloso, un sitio muy pequeño. Necesito el edificio en concreto.

—Tenga paciencia. Creemos saber el satélite que ha utilizado. Probablemente es uno de los dos aparatos de InTelCor que nos sobrevuelan diariamente. Había uno en el horizonte a esa hora. Podemos concentrarnos en ellos a partir de ahora.

—Pues hágalo —dijo Grishin.

Monk había conseguido despistar durante seis días al ejército de vigilantes que Grishin había lanzado a las calles de Moscú. El jefe de seguridad de la UFP estaba anonadado. Aquel hombre tenía que comer. O estaba escondido en algún lugar muy pequeño y temía salir de allí, en cuyo caso era inofensivo; o andaba por ahí disfrazado haciéndose pasar por ruso, con lo cual no tardaría en descubrirse; o se había escabullido tras su único contacto con el patriarca ortodoxo. O bien le protegía alguien; alguien que le alimentaba, que le daba un sitio donde dormir, le paseaba, le disfrazaba, le guardaba. Pero ¿quién? Ese era el enigma que se le escapaba a Anatoli Grishin.

Sir Nigel Irvine voló a Moscú dos días después de hablar con el doctor Probyn en el Ritz. Iba acompañado de un intérprete, pues aunque había llegado a desenvolverse más o menos bien en ruso, lo tenía demasiado oxidado para utilizarlo en conversaciones delicadas.

El hombre que le acompañaba era el ex militar y experto en ruso, Brian Marks, sólo que éste llevaba ahora su verdadero pasaporte, a nombre de Brian Vincent.

Una vez en el aeropuerto moscovita, el funcionario del control de pasaportes comprobó los dos nombres en su ordenador, pero ninguno apareció como visitante reciente.

—¿Van juntos? —preguntó. Uno de los dos era claramente mayor que el otro, delgado, canoso y, según su pasaporte, de setenta y cinco años; el otro no llegaba a los cuarenta, vestía traje oscuro y parecía en buena forma física.

—Soy el intérprete del caballero —dijo Vincent.

Al funcionario de inmigración no le interesaban los problemas de los británicos con su idioma. Muchos empresarios necesitaban intérprete. Podían contratarse en las agencias de Moscú; pero había magnates que se traían intérprete propio. Era normal.

Se registraron en el National, el mismo hotel donde se había hospedado el pobre Jefferson. Esperando a sir Nigel y depositado allí veinticuatro horas antes por un hombre de tez olivácea que resultó ser checheno, había un sobre. Se lo entregaron junto con la llave de la habitación.

El sobre contenía un trozo de papel en blanco. Caso de haber sido interceptado o perdido, no habría pasado nada. Lo escrito no estaba en el papel, sino en el interior del sobre.

Una vez abierto el sobre en dos y plano sobre la mesa, Brian Vincent lo calentó ligeramente con una cerilla de la caja de cortesía que había sobre la mesita auxiliar. En marrón claro, empezaron a aparecer siete cifras, un número de teléfono particular. Cuando lo hubo memorizado, sir Nigel ordenó a Vincent que quemara el papel y arrojara las cenizas al váter. Luego ambos cenaron en el hotel y esperaron a que fuesen las diez.

Contestó personalmente la llamada el patriarca Alexei II, pues era su teléfono privado, el que tenía sobre el escritorio. Muy Pocas personas poseían ese número, y las conocía bien a todas.

—¿Sí? —dijo con cautela.

La voz que le habló no le resultaba conocida, hablaba ruso pero no era ruso.

—¿Patriarca Alexei?

—¿Quién es?

—No nos conocemos, Santidad. Sólo soy el intérprete del caballero que me acompaña. Hace unos días usted tuvo la bondad de recibir a un padre que venía de Londres.

—Lo recuerdo.

—El dijo que vendría otro hombre para hablar de cosas más importantes con usted. Lo tengo aquí a mi lado. Quiere saber si usted le recibirá.

—¿Ahora, esta noche?

—Es esencial hacerlo con la mayor prontitud, Santidad.

—¿Por qué?

—En Moscú hay personas que pueden reconocer a este caballero. Podría ser sometido a vigilancia. Necesitamos la máxima discreción.

—Muy bien. ¿Dónde están? —dijo tras unos instantes el nervioso prelado.

—A quince minutos en coche. Preparados para salir.

—Dentro de media hora, entonces.

Esta vez, prevenido, el guardia cosaco abrió la puerta de la calle sin preguntar y un excitado pero muy curioso padre Máxim condujo a los dos visitantes al estudio privado del patriarca. Sir Nigel había aprovechado la limusina ofrecida por el National, y le dijo al chófer que esperara allí.

Alexei II llevaba nuevamente una sotana gris claro con un sencillo pectoral pendiendo de una cadena al cuello. Saludó a los visitantes y les rogó que se sentaran.

—Permítame en primer lugar que me disculpe por tener que hablar a través de un intérprete, ya que lamentablemente mi ruso es insuficiente —dijo sir Nigel.

Vincent tradujo. El patriarca asintió con una sonrisa.

—Y yo, ay, no hablo inglés —contestó—. Ah, padre Máxim. Deje el café sobre la mesa, por favor. Ya nos serviremos. Puede retirarse.

Sir Nigel empezó por presentarse, aunque sin mencionar que en tiempos había sido un importante funcionario de inteligencia que luchó contra la URSS. Se limitó a decir que era un veterano del Servicio Exterior británico (era casi cierto), ahora retirado, pero que había sido convocado para estas negociaciones.

Sin nombrar el Consejo de Lincoln, Irvine explicó que el Manifiesto Negro había sido enseñado privadamente a hombres y mujeres de enorme influencia, los cuales en su totalidad habían quedado desconcertados tras su lectura.

—Tan desconcertados sin duda como usted, Santidad. Alexei asintió lúgubremente.

—He venido, por tanto, para hacerle ver que la actual situación nos implica a todos, a las personas cabales de dentro y fuera de Rusia. En Inglaterra había un poeta que decía: ningún hombre es una isla; todos formamos parte del todo. Si Rusia cayese de nuevo en las garras de un criminal, sería una tragedia para los occidentales, para el pueblo ruso y, sobre todo, para la Santa Iglesia.

—No dudo de sus palabras —dijo el patriarca—, pero la iglesia no puede implicarse en la política.

—Abiertamente no. Sin embargo, sí debe luchar contra el mal. La Iglesia siempre está implicada cuando se trata de moral, ¿me equivoco?

—Claro que no.

—Y la Iglesia tiene derecho a buscar protección contra aquellos que querrían destruirla y destruir su misión en la tierra, ¿no es cierto?

—Sin duda.

—Así pues, la Iglesia puede exhortar a los fieles en contra de una línea de acción que favorecería el mal y la perjudicaría, ¿no?

—Si la Iglesia habla claramente contra Igor Komárov y él gana igualmente las elecciones, la Iglesia habrá cavado su propia tumba —dijo Alexei II—. Así es como lo verán los cien obispos, y votarían abrumadoramente por permanecer en silencio. No puedo hacer nada.

—Pero puede que haya otro camino —dijo sir Nigel. Durante unos minutos explicó a grandes rasgos una reforma constitucional que dejó al patriarca boquiabierto.

—No puede decirlo en serio, sir Nigel —dijo al cabo—. ¿Restaurar la monarquía, traer un nuevo zar? Imposible.

—Examinemos la situación —sugirió Irvine—. Sabemos que las alternativas que se le plantean a Rusia son muy poco prometedoras. De un lado está el caos, la desintegración, quién sabe si una guerra civil al estilo de Yugoslavia. No habrá prosperidad sin estabilidad. Rusia parece un barco en plena galerna sin ancla ni timón. No tardará en irse a pique, partidas las cuadernas, ahogada la tripulación.

»Del otro tenemos la dictadura, una tiranía terrible en nada parecida a las que el doliente pueblo ruso ha tenido que sufrir a lo largo de su historia. ¿Qué alternativa escogería usted?

—No puedo escoger —dijo el patriarca—, las dos son terribles.

—Entonces recuerde que un monarca constitucional es siempre un baluarte contra el despotismo del tirano. Son incompatibles: o rey o tirano. Todas las naciones necesitan un símbolo al que adherirse cuando los tiempos van mal, un símbolo que pueda unirlos más allá de fronteras lingüísticas o de clan. Komárov se está erigiendo en ese símbolo, ese icono nacional. Nadie votará contra él y a favor del vacío. Hace falta un icono alternativo.

—Pero predicar la restauración —replicó el patriarca.

—No estaría predicando contra Komárov, que es lo que usted teme hacer —argumentó el inglés—. Sería predicar la estabilidad, un icono que está por encima de la política. Komárov no podría acusarlo de meterse en política, de estar contra él, aunque privadamente pudiera sospechar lo que se esconde detrás. Y luego están los otros factores…

Diestramente, Nigel lrvine fue tentando al patriarca. La unión de Iglesia y trono, la restauración completa de la Iglesia ortodoxa en toda su pompa, el retorno del patriarca de Moscú y de Todas las Rusias a su palacio dentro del Kremlin, la reanudación de créditos por parte de Occidente a medida que volviera la estabilidad.

—Lo que me dice tiene mucha lógica —dijo Alexei II cuando lo hubo pensado—. Pero yo he leído el Manifiesto Negro. Sé lo peor. Mis hermanos en Cristo, la asamblea de obispos, no han visto el documento y podrían mostrarse escépticos. Publíquelo, y media Rusia estaría incluso de acuerdo… No, sir Nigel, yo no tengo un concepto exagerado de mi rebaño.

—¿Y si fuera otro quien hablara? No una voz oficial sino una voz fuerte y persuasiva, con el tácito respaldo de su Santidad…

Se refería al rebelde padre Gregor Rusákov, a quien el patriarca había tenido el valor de darle autorización para predicar. El padre Rusákov había sido expulsado de joven de varios seminarios. Era demasiado inteligente para el gusto del KGB, y demasiado ardiente también. Así, se había retirado a un monasterio en Siberia y tornado las órdenes sagradas antes de convertirse en sacerdote ambulante, sin parroquia, predicando donde podía y escabulléndose de la policía secreta.

Lo atraparon, naturalmente, y lo condenaron a cinco años de trabajos por manifestaciones antisoviéticas. En el juicio rehusó utilizar los servicios del abogado del Estado, defendiéndose a sí mismo con tal brillantez que obligó a los jueces a reconocer que estaban violando la constitución.

Su liberación tras la amnistía para sacerdotes decretada por Gorbachov demostró que no había perdido un ápice de su ardor. Volvió a predicar pero también a fustigar a los obispos por su timidez y su corrupción, ofendiendo de tal manera a algunos que muchos acudieron al patriarca para rogarle que lo hiciera encerrar otra vez.

Vestido como un párroco corriente, Alexei II acudió a uno de sus mítines. «Ojalá —pensó mientras escuchaba sin ser reconocido entre la multitud—, pudiera poner todo ese fuego, toda esa pasión, toda esa oratoria al servicio de la Iglesia». Porque el padre Gregor atraía a multitudes. Hablaba el lenguaje del pueblo, la sintaxis de los trabajadores. Podía salpicar su sermón del lenguaje carcelario aprendido en el campo de trabajo; podía hablar el lenguaje de los jóvenes, conocía los nombres de los ídolos de la música pop, sabía lo que le costaba a un ama de casa cuadrar las cuentas, sabía lo que el vodka podía hacer en personas con problemas. Con treinta y cinco años era célibe y asceta, pero sabía más de los pecados de la carne que lo que podían enseñarle en un seminario. Dos populares revistas juveniles lo habían propuesto incluso a sus lectores como sex-symbol.

De modo que Alexei no corrió a la milicia para pedir un arresto, sino que invitó a cenar a aquel contestatario empedernido en el monasterio Danilovsky, donde tomaron una cena frugal sentados a una mesa de madera. Alexei sirvió la cena y hablaron toda la noche. Alexei le expuso la tarea, la lenta reforma de una Iglesia que había hecho el juego demasiado tiempo a la dictadura, tratando de reencontrar su papel pastoral entre los ciento cuarenta millones de cristianos rusos. Al amanecer habían llegado a un pacto. El padre Gregor accedió a predicar la búsqueda de Dios en casa y en el trabajo pero también el retorno a la Iglesia, por más defectuosa que ésta pudiera ser. La silenciosa mano del patriarca permitió un buen número de cosas. Una importante cadena de televisión cubría semanalmente los masivos mítines del padre Gregor, y de este modo sus sermones llegaban a millones de personas a las que no podría haberse dirigido en carne y hueso. Hacia el verano de 1999 el sacerdote era ya ampliamente considerado el mejor predicador de toda Rusia, incluido Igor Komárov.

El patriarca permaneció un rato en silencio.

—Hablaré con el padre Gregor sobre la vuelta del zar —dijo al fin.