En el extremo sudoriental de Staraya Ploschad está la plaza Slavyansky, donde se encuentra una de las más pequeñas, antiguas y hermosas iglesias de Moscú.
La iglesia de Todos los Santos de Kulishki fue construida originalmente en madera en el siglo XIII, cuando la capital comprendía únicamente el Kremlin y unos cuantos acres alrededor. Tras un incendio fue reconstruida en piedra a finales del XVI y principios del XVII y permaneció abierta hasta 1918.
Moscú era conocida entonces como la Ciudad de las Veinte Veces Veinte Iglesias, pues había más de cuatrocientas. Los comunistas clausuraron el 90 por ciento de ellas y destruyeron las tres cuartas partes. Entre las que quedaron abandonadas pero intactas estaba la de Todos los Santos de Kulishki. Tras la caída del comunismo en 1991, la pequeña iglesia fue sometida a cuatro años de meticulosa restauración a manos de un equipo de artesanos, hasta que pudo volver a abrir sus puertas como lugar de culto.
Fue allí adonde el padre Klimovsky se dirigió el día siguiente a su llamada telefónica. No llamó la atención puesto que iba vestido con la chistera y la larga sotana negra propias de un sacerdote ortodoxo, y había varios de ellos dentro y alrededor de la iglesia.
El padre cogió una vela votiva, la encendió y fue hasta la pared a la derecha de la entrada, donde se quedó mirando los murales restaurados en actitud de rezo y contemplación.
En mitad del templo, un sacerdote residente estaba entonando la liturgia ante un pequeño grupo en ropa de paisano que iba dando las respuestas. Pero junto a la pared de mano derecha, detrás de una serie de arcos, no había nadie salvo el solitario sacerdote.
El padre Máxim miró nerviosamente su reloj. Pasaban cinco minutos de la hora convenida. Ignoraba que le habían visto desde el coche aparcado al otro lado de la plazoleta, y tampoco había reparado en los tres hombres que se apeaban del vehículo al entrar él en la iglesia. Ignoraba que habían comprobado si alguien le seguía; él no sabía nada de estas cosas ni de cómo se hacían.
Oyó el ligero crujido de un zapato sobre las losas de piedra, detrás de él, y notó que un hombre se situaba a su lado.
—¿Padre Klimovsky?
—Sí.
—Soy el coronel Grishin. Creo que tiene algo que decirme.
Miró de soslayo. El hombre era más alto que el, delgado, con abrigo oscuro. El hombre se volvió y le miró. El sacerdote sostuvo su mirada con recelo. Tenía la esperanza de estar haciendo lo correcto, de que no lo iba a lamentar. Asintió y tragó saliva.
—Primero dígame por qué, padre. ¿Por qué esa llamada?
—Ya le he dicho, coronel, que soy partidario del señor Komárov desde hace años. Su política y sus planes para Rusia me parecen admirables.
—Me alegra saberlo. ¿Y qué ocurrió anteanoche?
—Un hombre fue a ver al patriarca. Yo soy su ayuda de cámara. El hombre iba vestido como un sacerdote ortodoxo, pero era rubio y no llevaba barba. Hablaba en perfecto ruso, pero podría ser extranjero.
—¿Se le esperaba?
—No. Eso fue lo raro. Llegó sin previo aviso, en mitad de la noche. Yo estaba en la cama. Me dijeron que me levantara y preparase café.
—De modo que el extranjero fue recibido…
Sí, eso también fue muy extraño, El aspecto occidental del hombre, la hora de su llegada… El secretario debería haberle dicho que concertara una cita como es debido. Nadie entra así en casa del patriarca en mitad de la noche. Pero al parecer traía una carta de presentación.
—Ya, y usted les sirvió el café.
—Sí, y cuando me marchaba oí preguntar a Su Santidad sobre el manifiesto del señor Komárov.
—Y eso le intrigó.
—Sí. De modo que cerré la puerta y escuché con la oreja pegada a la cerradura.
—Muy astuto, padre. ¿Y qué fue lo que dijeron?
—No mucho. Hubo largos períodos de silencio. Miré por el ojo de la cerradura y vi que Su Santidad estaba leyendo algo. Tardó casi una hora.
—¿Y después?
—El patriarca parecía muy inquieto. Le oí decir algo y luego empleó la palabra «diabólico». Después dijo: «Esto ya está superado». El desconocido hablaba en voz baja, apenas podía oírle. Pero capté unas palabras: «el Manifiesto Negro». Lo dijo el desconocido. Eso fue antes de que Su Santidad se pasara una hora leyendo…
—¿Algo más?
Aquel hombre, pensó Grishin, era un charlatán; nervioso, sudaba al calor de la iglesia pero no por ese motivo. Sin embargo, lo que tenía que decir era bastante convincente, pese a que él, el sacerdote, no comprendía en absoluto el alcance de su significado.
—Un poco. Oí la palabra «falsificación» y luego el nombre suyo.
—¿El mío?
—Sí, el extranjero dijo algo sobre que su reacción había sido demasiado rápida. Luego hablaron de un viejo y el patriarca dijo que iba a rezar por él. Oí las palabras «el mal» varias veces, y luego el desconocido se dispuso a marchar. Tuve que salir corriendo por el pasillo, de modo que no le vi irse, sólo oí cerrarse la puerta de la calle.
—¿No vio ningún coche?
—No. Me asomé desde una ventana superior, pero el hombre se fue a pie. Al día siguiente Su Santidad estaba muy alterado. Estaba pálido y se pasó horas en su capilla. Por eso pude salir para telefonearle a usted. Espero haber obrado bien.
—Amigo mío, ha obrado perfectamente. Existen fuerzas antipatrióticas que tratan de divulgar mentiras sobre nuestro gran estadista, que pronto será el presidente de Rusia. ¿Es usted un ruso patriótico, padre Klimovsky?
—Deseo ver el día en que podamos purificar a Rusia de toda esta basura que denuncia el señor Komárov. De esta escoria extranjera. Por eso apoyo al señor Komárov con toda mi alma.
—Me alegra oírlo, padre. Créame, la Madre Rusia tiene puestas sus esperanzas en gente como usted. Creo que le espera un gran futuro. Una cosa más. Ese desconocido… ¿sabe usted de dónde venía?
La vela casi se había consumido. Otros dos feligreses estaban ahora a unos metros a su izquierda, contemplando las imágenes sagradas y orando.
—No. Se marchó a pie, pero el guardia me dijo que había llegado en un taxi. Uno gris, de los de la Compañía Central.
Un sacerdote yendo a Chisti Pereulok a medianoche. En el libro de registro habría constancia. Y también del punto de recogida. El coronel agarró del antebrazo al de la sotana, notó cómo sus dedos se hundían en la carne blanda y el sobresalto del cura. Ahora estaban frente a frente.
—Escuche, padre. Ha hecho lo que debía y en su momento será recompensado. Pero hay algo más, ¿comprende usted?
El padre Klimovsky asintió.
—Quiero que anote todo cuanto ocurre en esa casa. Quién entra, quién sale. Sobre todo obispos o desconocidos. Cuando tenga algo, llámeme. Diga solamente «Máxim» y espere un tiempo. Eso es todo. Las reuniones serán aquí, a esta hora. Si le necesito, haré que le entreguen una carta en mano. Una postal con una hora anotada. Si usted no puede llegar a esa hora sin levantar sospechas, telefonee y proponga otra. ¿Lo ha entendido?
—Sí, coronel. Haré lo que pueda por usted.
—Bien. Ya veo que un día tendremos obispo nuevo en esta zona. Ahora es mejor que se vaya. Yo saldré dentro de un rato.
El coronel Grishin siguió mirando aquellas imágenes que desdeñaba y reflexionó sobre lo que había oído. Aquel imbécil de la sotana podía no saber de qué estaba hablando, pero sus palabras sonaban muy verosímiles.
De modo que alguien había regresado tras meses de silencio y estaba en Moscú clandestinamente; enseñando el documento pero sin dejar copia. Para crear enemigos, por supuesto. Para tratar de influir en los acontecimientos políticos. Fuera quien fuese, había calculado mal con el primado. La Iglesia carecía de poder. Grishin recordó la mofa de Stalin: «¿Cuántas divisiones tiene el Papa?». Pero ese desconocido podía causarles problemas, ya que tenía una copia del manifiesto. La cuestión era encontrarle y liquidarlo, y de tal manera que no quedara nada del desconocido ni del documento.
A la postre, la cosa podía resultar más sencilla de lo que Grishin esperaba.
En cuanto a su nuevo informador, no había ningún problema. Sus años de experiencia en contraespionaje le habían enseñado a reconocer y evaluar a los informadores. El sacerdote era un cobarde capaz de vender a su abuela por una promoción. Grishin había notado la chispa de ambición que había suscitado su alusión a un obispado.
Mientras salía de la iglesia pasando entre los dos hombres que había apostado a la entrada, pensó que tendría que buscar entre los Jóvenes Combatientes un amigo realmente guapo para el cura traidor.
La razzia de los cuatro hombres con pasamontañas fue rápida y eficaz. Al término de la misma el encargado de la Compañía Central de Taxis supuso que no merecía la pena informar a la milicia. En la anarquía generalizada de Moscú ni siquiera el mejor detective podía hacer nada para dar con los asaltantes, si es que alguno lo intentaba. Informar que no habían robado ni dañado nada representaría un torrente de formularios y varios días perdidos haciendo declaraciones que irían a parar a un polvoriento archivador.
Los cuatro hombres irrumpieron simplemente en la oficina de la planta baja, la cerraron, echaron las cortinas y exigieron ver al director. Como todos portaban armas, nadie opuso resistencia, suponiendo que se trataba de un atraco. Pero no; lo único que exigieron al ponerle al director una pistola entre los ojos eran las hojas de trabajo de tres noches consecutivas. El que parecía el jefe las examinó hasta que dio con algo que pareció interesarle. Aunque el encargado no podía ver las hojas porque en ese momento estaba de rodillas, mirando hacia el rincón, la anotación se refería a una recogida y un destino registrados alrededor de la medianoche.
—¿Quién es el conductor cincuenta y dos? —le espetó el jefe de los asaltantes.
—No lo sé —graznó el encargado. Como recompensa, recibió un golpe en la cabeza con el cañón de una pistola—. ¡Tiene que estar en las fichas de personal! —gimió.
Le hicieron sacar la lista de personal. El conductor 52 era Vassili. Su dirección correspondía al extrarradio. Después de decirle que si se le ocurría avisar a Vassili, pasaría rápidamente a ocupar un largo cajón de madera, el jefe arrancó una hoja del libro de registro y se marchó con sus hombres.
El encargado se acarició la cabeza, tomó una aspirina y pensó en Vassili. Si el tipo era lo bastante idiota como para hacer enfadar a hombres como aquellos, entonces se merecía una visita. Estaba claro que Vassili había defraudado a alguien que tenía muy mal genio, o sido grosero con la novia de éste.
En el Moscú de 1999, pensó, o sobrevivías o le amargabas la vida a gente peligrosa. El encargado pretendía sobrevivir. Volvió a abrir la oficina y reanudó su trabajo.
Vassili estaba almorzando salchichas y pan de centeno cuando llamaron al timbre. Segundos después su mujer entraba en la habitación con el semblante pálido y dos hombres detrás. Ambos portaban armas e iban enmascarados. Vassili abrió la boca y un trozo de salchicha se le cayó al suelo.
—Oigan, yo no tengo dinero, soy pobre… —empezó.
—Calla —dijo uno de ellos mientras el otro hacía sentar bruscamente a la temblorosa mujer. Vassili se encontró ante una hoja del libro de registro.
—¿Eres el taxista cincuenta y dos de la Compañía Central? —preguntó el hombre.
—Sí, pero que…
Un dedo enguantado en negro señaló una línea de la hoja.
—Hace tres noches, una carrera hasta Chisti Pereulok. A eso de las doce. ¿Quién era?
—¿Cómo lo voy a saber?
—No te pases de listo o te arranco los huevos. ¡Piensa!
Vassili pensó. No se acordaba.
—Un sacerdote —dijo el pistolero.
—Ah, sí. Ahora me acuerdo… Chisti Pereulok, un callejón perdido. Tuve que consultar el plano. Estuve esperando diez minutos hasta que le dejaron entrar. Luego pagó y yo me marché.
—Descripción.
—Mediana estatura, complexión mediana… Cuarenta y pico años… No sé, todos los curas parecen iguales. No, un momento, ése no llevaba barba.
—¿Extranjero?
—No lo creo… Hablaba correctamente el ruso.
—¿Lo habías visto antes?
—Nunca.
—¿Le has vuelto a ver?
—No. Me ofrecí para ir a recogerle, pero él dijo que no sabía cuánto tardaría. Mire, si le ha pasado algo yo no tengo nada que ver…
—Una cosa más. ¿Dónde lo recogiste?
—Pues en el Metropol. Es lo que hago siempre. Turno de noche a la salida del Metropol.
—¿Llegó por la acera o salió hotel?
—Del hotel.
—¿Cómo lo sabes?
—Yo estaba el primero de la fila, de pie junto al coche. Hay que andarse con ojo si no quieres que un mamón se te adelante. Así que estaba esperando la salida del siguiente turista. Salió él. Sotana negra, sombrero alto. Recuerdo que pensé: ¿qué hace un cura en un sitio como éste? Entonces él miró los taxis y vino directo hacia mí.
—¿Solo o acompañado?
—Solo.
—¿Dijo algún nombre?
—No, sólo la dirección. Pagó en rublos.
—¿Hablasteis de algo?
—Ni una palabra. Sólo dijo dónde quería ir y luego nada. Cuando llegamos dijo «Espere aquí». Y al regresar preguntó cuánto era. Nada más… Os juro que no le puse la mano encima…
—Sigue con tu almuerzo —dijo el interrogador, y le empujó la cara hacia el plato. Luego se marcharon.
El coronel Grishin escuchó el informe con expresión imposible. El hombre había salido del Metropol a las once y media. Podía haber estado dentro, tal vez de visita, o podía haber pasado por el vestíbulo procedente de la otra entrada. Pero valía la pena comprobarlo.
Grishin tenía varios informadores en el cuartel general de la milicia de Moscú. El de mayor rango era un general de división del Presídium. El más útil de todos era el empleado de mayor rango en la sección de registros. Para este cometido uno era demasiado importante y el otro no salía de sus ficheros. El tercero era un inspector de Homicidios llamado Dimitri Borodin.
El detective entró en el hotel antes de la puesta de sol y pidió ver al gerente, un austriaco que llevaba trabajando en Moscú ocho años. El detective le enseñó el carnet de la milicia.
—¿Homicidios? —preguntó el gerente con cara de preocupación—. Espero que no le haya sucedido nada a ninguno de nuestros huéspedes.
—No se preocupe. Es pura rutina —dijo Borodin—. Necesito ver la lista completa de huéspedes de hace tres noches.
El gerente se sentó a su mesa y tecleó la información en su ordenador.
—¿La quiere impresa? —preguntó el austriaco.
—Sí, por favor.
Borodin empezó a repasar las columnas. A juzgar por los nombres, había solamente una docena de rusos entre los seiscientos huéspedes. El resto era de una docena de países de Europa Occidental, Estados Unidos y Canadá. El Metropol era caro; sólo para turistas y hombres de negocios. Borodin había recibido instrucciones de buscar la palabra «padre» antes del nombre del huésped. No la encontró.
—¿Aloja a algún sacerdote de la Iglesia ortodoxa? —preguntó. El gerente dio un respingo.
—No, que yo sepa… Quiero decir, nadie se ha registrado como tal.
Borodin examinó todos los nombres sin éxito.
—Tendré que quedarme la lista —dijo al fin.
El gerente se alegró de verle marchar.
El coronel Grishin no pudo estudiar por sí mismo la lista hasta la mañana siguiente. A las diez un camarero le llevó a su despacho su café y vio que el jefe de seguridad de la UFP estaba lívido y tembloroso. Preguntó tímidamente si el coronel se encontraba mal, pero fue despedido con un irritado gesto de la mano.
Al quedarse a solas, Grishin se miró las manos sobre el cartapacio y trató de controlar el temblor. En él no era extraña la cólera, y cuando le sobrevenía solía llegar al borde de perder el control.
El nombre estaba en la tercera página de la lista impresa, en la mitad inferior. «Dr. Philip Peters, académico norteamericano».
Conocía ese nombre. Durante diez años había esperado verlo otra vez. En dos ocasiones, diez años atrás, había escrutado los archivos de la sección de Inmigración del Segundo Directorio, al que el Ministerio de Exteriores pasaba copias de todas las solicitudes de visado para visitar la URSS. Dos veces había encontrado aquel nombre. En las dos había obtenido la fotografía que acompañaba el impreso de solicitud; los prietos rizos grises, las gafas ahumadas que ocultaban unos débiles ojos que nada tenían de débiles.
En los sótanos de Lefortovo había puesto aquellas fotografías ante las narices de Kruglov y el profesor Blínov, y ellos habían confirmado que se trataba del hombre que los había abordado en los paseos del Museo de Arte Oriental y en la catedral de Vladimir.
Y muchas veces se había jurado que si el hombre con aquella cara y aquel seudónimo regresaba a Rusia, él le ajustaría las cuentas. Y ahora había vuelto; pensando tal vez que pasados diez años podría salir impune de la crasa insolencia, la insultante presunción de volver al territorio gobernado por Anatoli Grishin.
Se levantó, y buscó un viejo expediente en un armario. Cuando lo encontró extrajo otra fotografía, una ampliación de una más pequeña que les había proporcionado hacía tiempo Aldrich Ames. Al disolverse el comité Monakh, un contacto del Primer Directorio se la había entregado a modo de recuerdo. Un souvenir sarcástico. Pero él había guardado la foto como un tesoro.
La cara era más juvenil de lo que debía ser ahora, pero la mirada seguía siendo franca. Tenía los cabellos rubios y desgreñados, no llevaba bigote ni gafas ahumadas. Pero era el mismo rostro, el del joven Jason Monk.
Grishin hizo dos llamadas telefónicas y dejó bien claro a sus interlocutores que no admitía demoras. Del contacto en la oficina de Inmigración del aeropuerto quería saber cuándo había llegado aquel hombre, de dónde y si había abandonado el país. A Borodin le ordenó que regresara al Metropol y averiguara cuándo se había registrado el doctor Peters, si había partido y, si no, cuál era su habitación.
Obtuvo ambas respuestas a media tarde. El doctor Peters había llegado en el vuelo de British Airways procedente de Londres siete días atrás, y si había abandonado el país no había sido desde Sheremetyevo. Por Borodin supo que el doctor Peters había hecho una reserva previa desde una conocida agencia de viajes londinense y se había registrado el mismo día de su llegada; no se había ido y su habitación era la 841. Sólo había una cosa extraña, añadió Borodin: el pasaporte del doctor Peters no aparecía por ninguna parte. Debería haber estado en recepción, pero alguien lo había sacado de allí. Todo el personal negaba saber nada al respecto.
A Grishin no le sorprendió. Sabía lo que podía conseguirse en Moscú con unos cuantos dólares. El pasaporte empleado para entrar habría sido destruido. Monk debía tener ahora otra identidad, pero entre los seiscientos huéspedes del Metropol nadie lo notaría. Cuando quisiera irse del hotel lo haría sin pagar; se evaporaría, se borraría del mapa. Y el hotel cancelaría la pérdida.
—Dos cosas más —le dijo a Borodin, que estaba aún en el hotel—. Consiga una llave maestra y dígale al gerente que si el doctor Peters se entera de esto, él pasará los próximos diez años moliendo sal. Invente la historia que quiera.
Grishin decidió que aquél no era trabajo para sus guardias negros. Eran fácilmente reconocibles, y el asunto podía terminar en una protesta por parte de la embajada norteamericana. Mejor que lo hicieran delincuentes normales que no despertaran sospechas. Dentro de la mafia Dolgoruki había un equipo especializado en allanamientos difíciles.
Por la tarde, tras repetidas llamadas a la habitación 841 para asegurarse de que no había nadie, dos hombres penetraron en ella con una llave maestra. Un tercero esperaba sentado en una de las butacas de piel al fondo del pasillo por si el ocupante de la habitación regresaba. Efectuaron un registro a conciencia, pero no encontraron nada de interés. Ni pasaporte ni carpetas ni portafolios ni papeles personales. Dondequiera que estuviese, Monk lo llevaba todo encima. La habitación fue dejada tal como la habían encontrado.
Del otro lado del pasillo, el checheno que ocupaba la habitación de enfrente abrió su puerta unos milímetros, vio entrar y salir a los hombres y fue a informar por su teléfono móvil.
A las diez de la noche Jason Monk entró en el vestíbulo del hotel como quien ha salido a cenar y desea acostarse pronto. No se acercó a recepción, pues tenía en el bolsillo su llave de plástico. Ambas puertas estaban vigiladas por observadores, dos en cada entrada, y cuando Monk entró en un ascensor, dos de los centinelas se lanzaron al ascensor contiguo. Otros dos fueron por la escalera.
Monk recorrió el pasillo hasta su habitación, llamó a la puerta de enfrente, le pasaron una maleta y se metió en la 841. Los dos gángsters que habían tomado el segundo ascensor aparecieron en el pasillo a tiempo de ver cerrarse la puerta. Poco después, la otra pareja llegó por la escalera. Mantuvieron una breve conversación. Dos de ellos se apostaron en las butacas desde donde podían vigilar el pasillo, y sus compañeros bajaron para informar.
A las diez y media vieron salir a un hombre de la habitación de enfrente y dirigirse a los ascensores. No tomaron nota. No era la habitación que vigilaban.
A las once menos cuarto sonó el teléfono de Monk. Era de mantenimiento, para preguntar si necesitaba más toallas. Monk dijo que no, dio las gracias y colgó.
Con el contenido de la maleta, Monk hizo los últimos preparativos y se dispuso a marchar. A las once en punto salió al estrecho balcón e intentó cerrar la puerta de cristal desde fuera. Como no lo consiguió la aseguró con un trozo de fuerte cinta adhesiva.
Con un cabo de gruesa cuerda atado a su cintura se deslizó hasta la habitación 741 de la planta inferior. De allí saltó los cuatro parapetos que le separaban de la ventana de la 733.
A las once y diez, un empresario sueco se hallaba desnudo sobre su cama sobándose el miembro mientras veía una película porno, cuando unos toques en la ventana le dejaron paralizado.
Teniendo que escoger, presa del pánico, entre un albornoz y el botón de pausa, eligió primero el albornoz y luego el mando a distancia. Convenientemente cubierto, se levantó y se acercó a la ventana. Fuera había un hombre haciendo gestos de que le dejara entrar. Desconcertado, el sueco levantó el pestillo. El hombre entró en la habitación y le habló con el empalagoso acento de los norteamericanos del Sur.
—Muy amable, amigo, sí señor. Imagino que se está preguntando qué hacía en su balcón…
En eso llevaba razón. El sueco no tenía la más ligera idea.
—Bien, se lo diré. Ha sido una cosa extrañísima. Estaba en la habitación de al lado, y había salido a fumar un puro porque no quería hacerlo dentro y, fíjese lo que son las cosas, la puerta se ha cerrado con el viento. Pensé que no me quedaba otro remedio que saltar aquí y ver si usted era tan amable de dejarme pasar.
Fuera hacía frío, el fumador iba totalmente vestido y tenía un portafolios en la mano, no hacía viento y la puerta del balcón no se cerraba sola, pero al sueco no le importó.
Su invitado espontáneo seguía dándole las gracias y expresando sus disculpas cuando salió al pasillo y le deseó al sueco las buenas noches.
El empresario, que comerciaba en artículos de tocador, volvió a cerrar las ventanas, echó las cortinas, se desnudó, pulsó el play y volvió a su barato entretenimiento.
Monk anduvo por el pasillo de la séptima planta, bajó por la escalera y subió al Volvo de Magomed que le esperaba junto al bordillo.
A medianoche tres hombres entraron en la habitación 741 con una pequeña maleta, utilizando otra vez la llave maestra. Estuvieron dentro veinte minutos.
A las cuatro de la mañana un artefacto que, como se supo después, contenía un kilo de explosivo plástico detonó justo debajo del techo de la 741. Los forenses deducirían que había sido colocado en lo alto de una pirámide de muebles sobre la cama, y que había explotado precisamente bajo el centro de la cama de la habitación de arriba.
La habitación 841 resultó totalmente destrozada. El colchón y el cobertor habían quedado convertidos en una capa casi carbonizada de tela y plumón, que se había posado sobre el resto de los enseres. Debajo había fragmentos de madera del armazón de la cama, del armario y la cómoda, trozos de cristal de los espejos y lámparas, y numerosos fragmentos de huesos humanos.
Acudieron cuatro servicios de urgencias. Las ambulancias llegaron y se fueron enseguida, pues no había nada salvo los histéricos ocupantes de otras tres habitaciones del mismo pasillo. Sin embargo ninguno de ellos hablaba ruso, y los de las ambulancias tampoco hablaban otro idioma. Al ver que no había heridos, dejaron a los ocupantes a merced del director de noche. Por su parte, los bomberos tampoco tuvieron trabajo, pues aunque el contenido de las dos habitaciones afectadas estaba chamuscado por la candencia de la explosión, nada estaba realmente ardiendo. El equipo de forenses estuvo muy ocupado embolsando hasta la última migaja de escombros, parte de ellos humanos, para su posterior análisis.
Homicidios estuvo representado, cumpliendo órdenes de un general, por el detective Borodin. Con sólo un vistazo Borodin comprobó que en la habitación no había nada mayor que la palma de una mano y un peligroso agujero de un metro de diámetro en el suelo, aunque sí había algo en el cuarto de baño.
La puerta había sido evidentemente cerrada, pues había quedado pulverizada. El tabique se había derrumbado hacia el interior del baño debido a la onda expansiva.
Bajo los escombros había un maletín, carbonizado y muy rasguñado. Sin embargo, su contenido estaba intacto. Aparentemente, en el momento de la explosión debía de haber estado en el lugar más protegido del cuarto, contra la pared interior del cuarto de baño entre el retrete y el bidet. El agua de los destrozados sanitarios había empapado el maletín, pero su contenido había sobrevivido. Borodin comprobó que no le viera nadie y luego se guardó los dos documentos en la chaqueta.
El coronel Grishin los tuvo en su mesa a la hora del café. Veinticuatro horas pueden cambiar cualquier estado de ánimo.
Grishin los contempló con profunda satisfacción. El uno estaba en ruso, el Manifiesto Negro; el otro era un pasaporte norteamericano a nombre de Jason Monk.
—Uno para entrar —se dijo— y otro para salir. Pero esta vez amigo, no vas a salir.
Dos cosas más sucedieron aquel día, pero ninguna atrajo la menor atención. Un turista británico que, según su pasaporte, se llamaba Brian Marks arribó al aeropuerto de Sheremetyevo en el vuelo de la tarde procedente de Londres, y otros dos ingleses entraron en un Volvo por la frontera con Finlandia.
Por lo que se refería a los funcionarios del aeropuerto el recién llegado era uno más entre cien y parecía no hablar ruso. Pero al igual que los demás pasó los diversos controles y salió finalmente para subir a un taxi que lo llevaría al centro de Moscú.
Apeándose del taxi en una esquina, el inglés se aseguró de que nadie le seguía y luego siguió a pie hasta el pequeño hotel de segunda categoría donde tenía reservada una habitación individual.
Su impreso de declaración de divisas incluía una modesta cantidad de libras esterlinas, que iba a tener que declarar nuevamente a su partida, o bien enseñar recibos oficiales de cambio de moneda, así como un talonario de cheques de viaje a los que se aplicaría la misma norma. Su impreso de declaración no mencionaba los fajos de billetes de cien dólares que llevaba adheridos a la parte posterior de cada muslo. Su apellido no era realmente Marks, pero la similitud con Marx había divertido al grabador que le había hecho el pasaporte. Dada la elección, había preferido conservar el nombre de pila auténtico, Brian. Era de hecho el mismo ex soldado conocedor del ruso y antiguo miembro de las Fuerzas Especiales, a quien sir Nigel Irvine había mandado en misión de reconocimiento el mes de septiembre.
Después de instalarse, Marks puso en marcha sus diversas tareas. Alquiló un coche pequeño en una agencia occidental y exploró uno de los suburbios más apartados de la ciudad, el barrio de Vorontsovo al sur de la capital.
Durante dos días, a intervalos irregulares para no llamar la atención, acechó y observó un edificio en particular, un amplio almacén al que acudían constantemente durante el día grandes camiones.
De noche observó el edificio a pie, pasando por delante bastantes veces, siempre agarrado a una botella de vodka. En las contadas ocasiones en que se cruzó con otro transeúnte se limitó a hacer eses como cualquier borracho; nadie le prestó la menor atención.
Lo que vio le agradó. La valla de alambre trenzado que cerraba el paso no sería un obstáculo. El espacio para entrada y salida de camiones estaba cerrado por la noche, pero había una pequeña puerta con candado en la parte trasera del almacén, y un solo guardia patrullaba de vez en cuando a pie cuando estaba oscuro. Dicho de otro modo, el edificio era un blanco fácil.
En el mercado de coches de segunda mano, donde uno podía comprar cualquier cosa, desde una ruina de cacharro hasta una limusina casi nueva recién robada en Occidente, compró varias matrículas de Moscú y diversas herramientas incluyendo unas tenazas para partir cerrojos.
En el centro de la ciudad adquirió una docena de baratos pero fiables relojes Swatch, unas cuantas pilas, rollos de cable eléctrico y cinta aislante. Cuando estuvo seguro de que podía encontrar el almacén con absoluta precisión a cualquier hora del día o la noche y volver al centro de la ciudad por una veintena de rutas distintas, regresó a su hotel a esperar al Volvo que venía de San Petersburgo.
La cita con Ciaran y Mitch era en el MacDonald’s de la calle Tverskaya.
Los otros dos miembros de las Fuerzas Especiales habían tenido un lento pero tranquilo viaje hacia el sur.
El Volvo había sido sometido a ciertas transformaciones en un garaje al sur de Londres. Los dos neumáticos delanteros habían sido sustituidos por neumáticos viejos que contenían cámaras de aire. Previamente, cada cámara había sido rajada. Dentro de las cámaras se habían introducido gránulos de explosivo plástico Semtex del tamaño de un dedo pulgar. Una vez emparchadas, las cámaras habían sido metidas nuevamente en los neumáticos e hinchadas.
Con el girar de las ruedas, el amasijo de explosivo, extraordinariamente estable cuando no está conectado a un detonador de mercurio, se había transformado en una piel que revestía el interior de cada cámara. De esta forma, tras ser embarcado con destino a Estocolmo, el Volvo había viajado tranquilamente mil kilómetros hasta Moscú vía Helsinki. Los detonadores iban en la cara inferior de una caja de puros habanos, supuestamente comprados en el transbordador pero de hecho preparados en Londres.
Ciaran y Mitch se hospedaron en hoteles distintos. Brian los acompañó en el Volvo a un solar abandonado cerca del mercado de coches, donde alzaron el coche con el gato, y los dos neumáticos de repuesto que los previsores turistas habían traído con ellos sustituyeron a los dos delanteros. Nadie les prestó atención; los ladrones de coches moscovitas estaban siempre destripando vehículos en la zona contigua al mercado. Tardaron sólo unos minutos en desinflar y sacar las cámaras, meterlas en una bolsa de viaje y regresar al hotel.
Brian se llevó los tubos de caucho rasgados y los fue echando en distintos contenedores de basura, mientras Ciaran y Mitch reunían sus cosas.
Los mil doscientos gramos de explosivo plástico fueron divididos en doce pequeños paquetes del tamaño de un paquete de cigarrillos. A esto se añadió un detonador, una pila y un reloj, con los cables que conectaban los componentes debidamente. Por fin, unieron las bombas unas a otras mediante cinta de plástico dura.
—Menos mal que no utilizamos esa mierda de arenque ahumado —dijo Mitch mientras trabajaban.
Semtex-H, el más popular de los derivados explosivos plásticos del RDX, siempre fue producido en Checoslovaquia, y bajo el comunismo se consiguió privarlo de todo olor, lo que lo convirtió en el preferido de los terroristas. A raíz de la debacle comunista el presidente checo Vaclav Havel accedió a la petición de Occidente de variar la fórmula y añadir un aroma particularmente fétido a fin de que el material explosivo fuese detectable. El olor era similar al del pescado podrido, de ahí la referencia de Mitch.
Mediados los años noventa, los aparatos de detección se habían vuelto tan sofisticados que eran capaces incluso de localizar la variedad inodora. Pero el caucho caliente tiene su propio olor similar, lo que explicaba la utilización de los neumáticos como medio de transporte. De hecho el Volvo no había sido sometido a esa clase de prueba, pero sir Nigel era partidario de extremar la prudencia, cosa que Ciaran y Mitch aprobaban.
La incursión a la fábrica tuvo lugar seis días después de que el coronel Grishin recibiera el Manifiesto Negro y el pasaporte de Jason Monk.
El Volvo, con sus nuevos neumáticos delanteros y su también nueva y falsa matrícula de Moscú, fue conducido por Brian. Si alguien los paraba, era él quien hablaría en ruso.
Aparcaron a tres calles de su objetivo e hicieron el resto a pie. La valla de alambre trenzado de la parte posterior no fue obstáculo para las tenazas especiales. Los tres británicos recorrieron agachados los quince metros de cemento intermedios y desaparecieron en las sombras que arrojaba una pila de bidones de tinta.
Un cuarto de hora después el guardia nocturno efectuó su ronda habitual. Oyó un sonoro borboteo procedente de un trecho en sombra, dio media vuelta y dirigió su linterna hacia el lugar. Vio a un borracho sentado contra la pared del almacén, agarrado a una botella de vodka. No tuvo tiempo de averiguar cómo se había colado en el recinto, pues al dar la espalda a los bidones de tinta no llegó a ver la figura con mono negro que emergió de entre los mismos y le golpeó en la cabeza con un tubo de plomo. Para el guardia nocturno apenas hubo un destello de fuegos artificiales y luego oscuridad total.
Brian maniató los tobillos, las muñecas y la boca del hombre con cinta gruesa mientras Ciaran y Mitch arrancaban el candado de la puerta. Acto seguido arrastraron al guardia inconsciente hasta el interior, lo dejaron junto a la pared y cerraron la puerta.
Entre las vigas del techo de la cavernosa fábrica ardía una ristra de bombillas flojas que arrojaba una luz difusa al interior. Gran parte del suelo estaba ocupado por grandes carretes de papel prensa y un montón de bidones de tinta. Pero el centro de la fabrica contenía lo que ellos estaban buscando; tres enormes prensas de offset.
Sabían que el segundo guardia estaría resguardado en su cálida garita de cristal, cerca de la puerta principal, viendo la televisión o leyendo el periódico. Brian se deslizó sigilosamente entre las máquinas para ocuparse de él. Cuando estuvo listo salió de nuevo a la parte posterior y montó guardia junto a la ruta de salida.
Ciaran y Mitch no desconocían las tres máquinas que tenían ante ellos. Eran prensas Baker-Perkins, hechas en Estados Unidos y difíciles de reemplazar en Rusia. Para ello sería necesario un largo viaje por mar desde Baltimore hasta San Petersburgo.
Fingiéndose ejecutivos de la prensa finlandesa que estudiaban la posibilidad de instalar prensas Baker-Perkins, los dos hombres habían realizado una gira de cortesía por las instalaciones de una empresa de Norwich, Inglaterra, que empleaba esa misma maquinaria. Luego, un especialista jubilado había completado su instrucción tras cobrar una buena suma.
Sus objetivos eran de cuatro tipos. Las prensas eran alimentadas por bobinas gigantes de papel prensa de 90 gramos, y la tecnología sofisticada de los portabobinas permitía que a medida que una bobina se agotaba otra la reemplazara sin interrupción. Los portabobinas eran el primer objetivo, y había uno para cada máquina. Ciaran empezó a colocar sus pequeñas bombas en el sitio preciso para que los portabobinas no volvieran a funcionar nunca.
Mitch se encargó del mecanismo de entintado. Eran máquinas offset dotadas con bobinas de cuatro colores, y el suministro de la cantidad exacta de cuatro tintas coloreadas en el momento justo del proceso dependía de un mezclador alimentado por cuatro grandes bidones de distintos colores. Después de dar cuenta de estas dos cosas, los saboteadores se ocuparon de las prensas propiamente dichas.
Las partes que escogieron para las bombas restantes fueron el armazón principal y los soportes de los cilindros de impresión, uno para cada máquina.
Estuvieron veinte minutos dentro de la imprenta. Luego Mitch consultó su reloj y le hizo un gesto a Ciaran. Era la una de la madrugada y los dispositivos de relojería estaban puestos para la una y media. Cinco minutos más tarde estaban otra vez fuera arrastrando al guardia, ahora consciente pero incapaz de oponer resistencia. En el exterior tendría más frío, pero estaría a salvo de la onda expansiva. El otro guardia, tendido en el piso de su despacho, estaba demasiado lejos para resultar herido.
A la una y diez estaban ya en el Volvo y arrancando. A la una y media, la distancia a que se encontraban les impidió oír la serie de descargas con que las prensas, los portabobinas y los entintadores saltaron en pedazos.
Tan discretas fueron las explosiones que los adormecidos habitantes del barrio de Vorontsovo apenas se sobresaltaron. Nadie avisó a la policía hasta que el guardia que estaba afuera cojeó trabajosamente hasta la verja delantera del edificio y pulsó el botón de alarma con el codo.
Los guardias descubrieron que los teléfonos funcionaban todavía y llamaron al capataz de la fábrica, cuyo teléfono particular estaba en la oficina. El capataz llegó a las tres y media y examinó los daños con expresión de horror. Después llamó al señor Ruznetsov.
El jefe de propaganda de la Unión de Fuerzas Patrióticas llegó a las cinco y escuchó el relato del director de la fábrica. A las siete telefoneó al coronel Grishin.
Previamente a esa hora el coche de alquiler y el Volvo habían sido ya abandonados cerca de la plaza Manege; el primero fue encontrado y devuelto a la agencia. El Volvo, que estaba abierto y con las llaves en el encendido, probablemente sería robado al amanecer, como así ocurrió.
Los tres ex soldados desayunaron en el insalubre bar del aeropuerto y embarcaron en un vuelo con destino a Helsinki, el primero de la mañana, una hora después.
Mientras ellos salían de Rusia, el coronel Grishin estaba examinando la imprenta destrozada al borde del ataque de nervios. Habría una investigación: él se encargaría de organizarla, y ¡ay! del que hubiera colaborado en aquello. Pero su ojo profesional le decía que los autores eran expertos, y dudaba que pudiera dar con ellos.
Kuznetsov estaba desolado. Durante los dos últimos años el semanario Probudis (¡Despierta!) había llevado cada sábado las palabras y proyectos de lgor Komárov a cinco millones de hogares rusos. La idea de crear un importante periódico controlado enteramente por la UFP había sido suya, así como la revista mensual Rodina (Madre Patria).
Estos dos vehículos, un batiburrillo de concursos fáciles con grandes premios, confesiones sentimentales y propaganda racial, habían llevado la palabra del líder a todos los rincones del país y contribuido en grado sumo a su popularidad electoral.
—¿Cuándo podrán reanudar la producción? —le preguntó al jefe de la imprenta.
El hombre se encogió de hombros.
—Cuando tengamos prensas nuevas —dijo—. Éstas no se pueden arreglar. Quizá dos meses.
Kuznetsov se quedó lívido. Todavía no se lo había contado al gran jefe. La culpa era de Grishin, se decía, debería haber habido más vigilancia. Pero una cosa era segura; ese sábado no habría Probudis y tampoco edición especial de Rodina, tal vez hasta dentro de ocho semanas como mínimo. Y para entonces las presidenciales ya se habrían celebrado.
Tampoco el inspector Borodin tuvo una mañana agradable, aunque había entrado de muy buen humor en el despacho de la brigada de homicidios en la sede de la milicia moscovita.
Sus acciones a lo largo de la semana anterior no habían pasado inadvertidas para sus colegas, aunque sí continuaban sin explicación. De hecho la explicación era sencilla; su entrega de dos valiosos documentos al coronel Anatoli Grishin tras la explosión de una bomba en el Metropol había aportado un sustancioso plus a su anticipo del mes.
Interiormente sabía que era inútil proseguir las investigaciones sobre lo ocurrido en el hotel. Los trabajos de restauración habían empezado ya, los agentes de seguros eran casi con seguridad extranjeros que asumirían la responsabilidad, el huésped norteamericano había muerto y el misterio era total. Si Borodin sospechaba que sus pesquisas, ordenadas por Grishin en persona, acerca del norteamericano habían tenido algo que ver con su casi inmediata muerte, no sería él quien sacara el tema a relucir.
Igor Komárov se convertiría sin duda en el próximo presidente de la Federación Rusa antes de dos meses, el segundo hombre más poderoso del país sería el coronel Grishin, y habría sustanciosas recompensas para los que le hubieran servido lealmente durante los años de oposición.
A la oficina no dejaban de llegar noticias sobre la destrucción de las prensas de la UFP. Borodin lo achacaba a los comunistas de Ziugánov o a matones a sueldo de algún grupo mafioso, por oscuros motivos. Estaba aireando sus teorías cuando sonó el teléfono.
—¿Borodin? —dijo una voz.
—Detective Borodin al habla, diga.
—Soy Kuzmin.
Rastreó en su memoria pero no consiguió recordarlo.
—¿Quién?
—Profesor Kuzmin, del laboratorio de medicina forense, Segundo Instituto Médico. ¿Me ha mandado usted los especímenes del atentado contra el Metropol? El expediente lleva su nombre.
—Ah, sí, estoy al mando de la investigación.
—Pues es usted un imbécil.
—No le comprendo…
—Acabo de terminar mi examen de los restos del cuerpo encontrado en esa habitación, aparte de un montón de fragmentos de madera y cristal que no tienen nada que ver conmigo —dijo el irascible forense.
—¿Y cuál es su problema, profesor? El hombre está muerto, ¿no?
La voz del otro extremo de la línea empezó a chillar de ira.
—Claro que lo está. De lo contrario no lo tendría hecho papilla en mi laboratorio, ¿no cree?
—Pues sigo sin ver el problema. Llevo años en Homicidios y jamás he visto a nadie más muerto.
La voz del forense dominó su furia y adoptó el tono halagador de quien está hablando con un niño corto de entendederas.
—La cuestión, mi querido Borodin, es quién es el muerto.
—El turista norteamericano, por supuesto. Tiene usted sus huesos.
—Sí, tengo unos huesos, detective Borodin. —La voz subrayó la palabra «detective» dando a entender que el policía sería incapaz de encontrar el lavabo sin ayuda de un perro amaestrado—. También esperaba tener restos de tejido, músculo, cartílago, piel, pelo, uñas, entrañas… hasta unos gratuitos de tuétano. Pero ¿qué tengo? Huesos, nada más que huesos.
—No entiendo. ¿Qué tienen de malo los huesos?
El profesor perdió finalmente la paciencia y explotó. El detective hubo de apartarse el auricular de la oreja.
—¡Los puñeteros huesos no tienen nada de malo! ¡Son preciosos!! Lo han sido durante unos veinte años, el período que según mis cálculos lleva muerto su antiguo propietario. Lo que intento meter en su cerebro de aserrín es que alguien se tomó la molestia de destrozar un esqueleto anatómico, como el que todo estudiante de medicina tiene en una esquina de su habitación.
Borodin abrió y cerró la boca como si fuera un pez.
—¿El norteamericano no estaba en la habitación? —preguntó.
—Cuando estalló la bomba, no —contestó el doctor Kuzmin—, ¿quién era, si se puede saber? O, puesto que seguramente está vivo, ¿quién es?
—No lo sé… Un académico yanqui.
—Lo ve, otro intelectual. Como yo. Pues ya puede decirle que si le gusta su sentido del humor. ¿Adónde quiere que envíe el informe?
Lo último que Borodin podía desear era ver aquel informe sobre su mesa, y dio el nombre de cierto general de división de la milicia.
El general de división lo recibió aquella misma tarde. Telefoneó al coronel Grishin para darle la noticia y de ese modo perdió una gratificación.
Al anochecer el coronel Grishin había movilizado a su numeroso ejército privado de informadores. Millares de réplicas de la foto de Jason Monk, la de su pasaporte, fueron distribuidas a la Guardia Negra y los jóvenes Combatientes, que se lanzaron por centenares a las calles de la capital en busca del hombre. La operación fue de mayor envergadura que cuando la caza de Leonid Zaitsev, el viejo hombre de la limpieza desaparecido.
Otras copias fueron a manos de los jefes de clan de la mafia Dolgoruki con orden de localizar y apresar a Monk. Los informadores de la policía y el servicio de inmigración fueron puestos en alerta. Se ofrecía una recompensa de cien mil millones de rublos por el fugitivo, una suma que quitaba el aliento.
Contra semejante cerco de ojos y oídos el norteamericano no tendría nada que hacer, le dijo Grishin a Igor Komárov. La red de informadores podía acceder a todos los rincones de Moscú, a todos los escondrijos y refugios, a todas las grietas y hoquedades. Si no se encerraba dentro de su embajada, donde ya no representaría ningún peligro, lo encontrarían.
Grishin estaba casi en lo cierto. Existía un lugar donde los rusos no podían entrar: el mundo cerrado a cal y canto de los chechenos. Jason Monk estaba en el interior de ese mundo, en un piso franco encima de una tienda de especias, protegido por Magomed, Aslan y Sharif y más allá una barrera de gente anónima que podía ver venir a un ruso desde un kilómetro y comunicarlo en una lengua casi críptica.
De todos modos, Monk había establecido ya su segundo contacto.