12

El gran cubo de piedra gris del hotel Metropol estaba donde él lo recordaba, justo en frente del teatro Bolshoi, al otro lado de la plaza.

Monk se acercó al mostrador de recepción, se presentó y entregó su pasaporte norteamericano. El empleado tecleó en el ordenador los números y las letras hasta que la confirmación apareció en la pantalla. Echó un vistazo al pasaporte, luego miró a Monk, asintió y le sonrió con aire profesional.

La habitación de Monk era la que él había pedido, siguiendo el consejo del soldado de habla rusa que sir Nigel había enviado a Moscú cuatro semanas atrás en viaje de reconocimiento. Estaba en una esquina de la octava planta, con vistas al Kremlin y, lo mejor de todo, una balconada que iba de punta a punta del edificio.

Debido a la diferencia de hora con Londres, era mediada la tarde cuando Monk se instaló y el crepúsculo otoñal era ya lo bastante frío para que quienes estaban en la calle llevasen puesto el abrigo —los que podían permitirse tener uno—. Esa noche Monk cenó en el hotel y se acostó temprano.

A la mañana siguiente había un nuevo empleado en recepción.

—Tengo un problema —le dijo Monk—. Debo ir a la embajada de Estados Unidos para que verifiquen mi pasaporte. No tiene mucha importancia, ya sabe, la burocracia…

—Lamentándolo mucho, señor, hemos de conservar los pasaportes de nuestros visitantes durante su estancia —dijo el empleado.

Monk se inclinó sobre el mostrador y el billete de cien dólares brilló entre sus dedos.

—Comprendo —dijo—, pero verá, el problema es que después de Moscú he de viajar a otros puntos de Europa, y como el pasaporte está a punto de caducar mi embajada necesita hacerme uno nuevo. Sólo estaría fuera un par de horas…

El empleado era joven, recién casado y con un niño en camino. Pensó cuántos rublos podría conseguir por cien dólares en el mercado negro. Miró a derecha e izquierda.

—Perdone un momento —dijo, y desapareció tras el tabique de cristal que separaba la recepción del complejo de oficinas.

Regresó a los cinco minutos. Con el pasaporte.

—Normalmente sólo los devolvemos a la salida —dijo—. Tendrá usted que entregármelo a menos que se marche del hotel.

—Mire, como ya le he dicho, en cuanto la sección de visados acabe con él, se lo traigo. ¿Cuándo termina usted su servicio?

—A las dos de la tarde.

—Bien, si no lo tengo para entonces, sus colegas lo recibirán a media tarde.

El pasaporte fue en una dirección y el billete de cien dólares en la otra. Ahora los dos eran cómplices. Sonrieron y se dijeron adiós.

De vuelta en su habitación, Monk colgó el cartel de «No molestar» y cerró con llave. En el cuarto de baño el disolvente descrito en la etiqueta como colirio salió de su bolsa de aseo y Monk llenó un cuenco con agua caliente.

Los prietos rizos grises del doctor Philip Peters desaparecieron para dar paso al cabello rubio de Jason Monk. El bigote cedió a la maquinilla de afeitar y las gafas ahumadas que disimulaban los débiles ojos del académico fueron a parar a una papelera del vestíbulo.

El pasaporte que extrajo de su portafolios estaba a su nombre y con su propia fotografía, y llevaba el sello de entrada del funcionario de inmigración del aeropuerto, copiado del que había traído el soldado de Irvine de su anterior misión pero con la fecha correcta. Dentro de la hoja de guarda había un duplicado del impreso de declaración de divisas, también con el sello falsificado del mostrador correspondiente.

A media mañana Monk fue a la planta baja, cruzó el atrio abovedado y salió por la puerta del lado contrario a la recepción. Junto al Metropol había una fila de taxis y Monk subió a uno, hablando ya en perfecto ruso.

—Olympic Penta —dijo.

El taxista conocía el hotel, asintió y se puso en camino.

El complejo olímpico, construido para los juegos de 1980, está ubicado al norte de la ciudad, junto al Sadovaya Spasskaya o calle del jardín de circunvalación. El estadio se destacaba aún sobre los edificios circundantes y a su sombra quedaba el hotel Penta, construido por alemanes. Monk se hizo dejar frente a la marquesina, pagó al taxista y entró en el vestíbulo. Cuando el taxi se hubo alejado, salió del hotel e hizo a pie el resto del camino. Estaba a sólo cuatrocientos metros.

Toda el área al sur del estadio había degenerado en ese ambiente de monotonía que prevalece cuando la conservación y el mantenimiento se convierten en un problema. Los bloques de la era comunista que habían albergado una docena de embajadas, oficinas y restaurantes tenían una pátina de polvo estival que se convertiría en corteza con el frío inminente. Las calles eran un baile de papeles y pedazos de porespán.

Junto a la calle Durova había un enclave cuyos jardines y edificios presentaban un espíritu diferente, de cuidado y atención. Protegidos por barandillas había tres edificios principales: un hostal para viajeros de otras provincias del país, una magnífica escuela construida a mediados de los noventa y el lugar de culto propiamente dicho.

La principal mezquita de Moscú había sido erigida en 1905, unos doce años antes de la subida de Lenin, y llevaba la impronta de la elegancia prerrevolucionaria. Había ido languideciendo a lo largo de setenta años de comunismo, al igual que las iglesias cristianas perseguidas por el Estado ateo. Tras la caída del comunismo una generosa donación de Arabia Saudí había hecho posible un programa de ampliación y restauración en cinco años. El hostal y la escuela databan de ese programa a mediados de los noventa.

La mezquita no había cambiado de dimensiones, seguía siendo un edificio bastante pequeño de color blanco y azul claro, con ventanas diminutas, y al que se entraba por una puerta de roble tallado. Monk se despojó de los zapatos, los dejó en una de las casillas que había a la izquierda y entró.

Como en todas las mezquitas, el interior era completamente abierto y desprovisto de sillas o bancos. Ricas alfombras donadas también por Arabia Saudí cubrían la totalidad del suelo; sobre el espacio central, una galería sostenida por pilares daba la vuelta completa al templo. Conforme a la fe islámica, no había imágenes ni cuadros. Algunas paredes tenían paneles con diversas citas del Corán.

La mezquita satisfacía las necesidades espirituales de la comunidad musulmana residente en Moscú, excluyendo los diplomáticos que en su mayoría acudían a la embajada de Arabia Saudí. Pero en Rusia hay diez millones de musulmanes, y en su capital dos mezquitas públicas. Como no era viernes, apenas había unas docenas de fieles.

Monk buscó un sitio junto a la pared cerca de la entrada, se sentó cruzando las piernas y observó. Los hombres eran casi todos viejos; azeríes, tártaros, ingush, osetes. Todos vestían traje raído pero limpio.

A la media hora un anciano que estaba frente a Monk se levantó y fue hacia la puerta. Al reparar en él, una expresión de curiosidad cruzó por su cara. El rostro bronceado, el pelo rubio, la falta de un rosario de cuentas… Primero dudó y luego se sentó de espaldas a la pared. Debía de tener bastante más de setenta años y tres medallas ganadas en la Segunda Guerra Mundial colgaba de su solapa.

—La paz sea contigo —murmuró.

Monk asintió con la cabeza.

—¿Eres de esta religión? —preguntó el anciano.

—Pues no, he venido a ver a un amigo.

—Ah. ¿Alguien especial?

—Sí. Un amigo de hace mucho. Perdimos el contacto, y esperaba poder encontrarlo aquí. O a alguien que pudiera conocerle.

El anciano asintió.

—La nuestra es una comunidad pequeña. Hay muchas con, ésta. ¿A cuál pertenecía tu amigo?

—Es checheno —dijo Monk. El anciano asintió otra vez y luego se puso lentamente en pie.

—Espera —dijo.

Regresó diez minutos después con alguien que había ido a buscar fuera. Señaló hacia Monk con la cabeza, sonrió y se fue. El recién llegado era más joven pero no mucho.

—Me han dicho que busca a uno de mis hermanos —empezó el checheno—. ¿Puedo ayudarle?

—Es posible —dijo Monk—. Le estaría muy agradecido. Nos conocimos hace años. Y ahora que estoy de visita en la ciudad me encantaría verle otra vez.

—¿Y cómo se llama?

—Umar Gunáyev.

Algo centelleó en los ojos del viejo.

—No conozco a nadie que se llame así —dijo.

—Ah, qué desilusión —dijo Monk—, porque le había traído un regalo.

—¿Cuánto tiempo piensa quedarse?

—Me gustaría estar aquí un rato más contemplando su hermosa mezquita —contestó Monk.

El checheno se puso en pie.

—Preguntaré si alguien ha oído hablar de ese hombre —dijo.

—Gracias. Soy una persona muy paciente.

—La paciencia es una virtud.

Pasaron dos horas antes de que llegaran, y eran tres, todos jóvenes. Avanzaron sigilosamente, sus pies con calcetines no hacían el menor ruido sobre las mullidas alfombras persas. Uno se quedó en la puerta, se arrodilló y se apoyó en los talones con las manos sobre los muslos. Aparentaba estar rezando, pero Monk sabía que no iba a dejar pasar a nadie.

Los otros dos fueron a sentarse a ambos lados de Monk. Lo que tenían debajo de la chaqueta lo llevaban oculto. Monk miró al frente. Las preguntas llegaron en breves susurros para no molestar a los fieles que estaban delante de ellos.

—¿Habla ruso?

—Sí.

—¿Y pregunta por uno de nuestros hermanos?

—Sí.

—Usted es un espía ruso.

—Soy norteamericano. En mi chaqueta está mi pasaporte.

—Indice y pulgar —dijo el hombre. Monk sacó su pasaporte con la punta de los dedos y lo dejó caer a la alfombra. El otro inclinó, lo recogió y examinó sus páginas. Luego asintió con la cabeza y se lo devolvió. Habló en checheno con el otro hombre. Monk supuso que le estaba diciendo que cualquiera podía conseguir un pasaporte norteamericano. El que estaba a su derecha asintió y siguió preguntando.

—¿Por qué busca a nuestro hermano?

—Nos conocimos hace muchos años, en tierras lejanas. Se olvidó algo allí. Me prometí que si alguna vez venía a Moscú se lo devolvería.

—¿Lo trae encima?

—En este portafolios.

—Ábralo.

Monk abrió los pestillos y levantó la tapa. Dentro había una caja plana de cartón.

—¿Quiere que le llevemos eso?

—Les estaría muy agradecido.

El que estaba a la izquierda dijo algo más en checheno.

—No, no es una bomba —dijo Monk en ruso—. Si lo fuera y alguien la abriera ahora, yo también moriría. Adelante, abra la caja.

Los hombres se miraron, luego uno se inclinó y levantó tapa de la caja. Contemplaron su contenido.

—¿Es eso?

—Sí. Lo dejó olvidado.

El que estaba a su izquierda cerró la caja y la sacó del portafolios. Se puso en pie.

—Espere aquí —dijo.

El hombre que estaba en la puerta le vio salir pero no movió un dedo. Monk y sus dos escoltas esperaron un par de horas más. Había pasado la hora de comer. Monk empezaba a anhelar una hamburguesa doble.

Tras las pequeñas ventanas la luz empezaba a extinguirse cuando regresó el mensajero. No dijo nada, sólo hizo un gesto con la cabeza a sus dos compañeros y luego señaló hacia la puerta.

—Venga —dijo el checheno que estaba acuclillado a la derecha de Monk. Se levantaron los tres. En el vestíbulo recuperaron sus respectivos zapatos y se los pusieron. El que había estado en la entrada se situó detrás de los tres. Monk fue sacado del recinto en dirección a la calle Durova, donde un BMW grande esperaba junto al bordillo. Antes de dejarle entrar en el coche, fue expertamente cacheado por detrás.

Monk ocupo el centro del asiento trasero con un checheno a cada flanco. El tercer hombre subió al lado del conductor. El BMW arrancó y se dirigió a la carretera de circunvalación.

Monk había calculado que aquellos hombres no se atreverían a profanar la mezquita ejerciendo la violencia en su interior, pero en un coche propio era otro cantar. Monk conocía a suficientes hombres como los que le rodeaban para saber que todos eran peligrosos.

Pasado un kilómetro, el que iba delante metió la mano en la guantera, extrajo unas gafas oscuras muy ceñidas. Le indicó a Monk que se las pusiera. Eran mejor que una venda, pues los cristales estaban pintados de negro. Monk hizo el trayecto a ciegas.

En el centro mismo de Moscú, al cabo de una calle lateral en que sería más prudente no adentrarse, hay un pequeño bar llamado Kashtan; significa «castaño» en ruso y lleva allí muchos años. Cualquier turista que se acerque a la entrada se encontrará con un joven fornido que le sugerirá que vaya a otra parte a tomar café. La milicia rusa ni siquiera se molesta en aproximarse allí.

Ayudaron a Monk a bajar del coche y le quitaron las gafas negras tras cruzar la puerta del bar. Nada más entrar, el murmullo de la conversación en checheno cesó de golpe. Veinte pares de ojos observaron en silencio cómo era conducido a un cuarto privado al otro lado de la barra. Si Monk no salía vivo de aquel cuarto, nadie habría visto nada. Por primera vez, el mayor de sus acompañantes, el que había estado sentado a la entrada de la mezquita mientras sus subordinados hacían el interrogatorio, habló.

—Siéntese —dijo—. ¿Café?

—Gracias. Solo, con azúcar.

El café era bueno. Monk sorbió el humeante líquido, apartando la vista del espejo, convencido de que estaba siendo observado desde detrás del mismo. Al dejar la taza se abrió la puerta y entró Umar Gunáyev.

Había cambiado. Ya no llevaba el cuello de la camisa por fuera, y su traje no era barato. Era de diseño italiano, y la corbata debía proceder de Jermyn Street o de la Quinta Avenida.

El checheno había madurado en aquellos doce años, pero a sus cuarenta era extrañamente apuesto, cortés y distinguido. Saludó con varias inclinaciones de cabeza a Monk, sonrió en silencio, se sentó y puso la caja de cartón encima de la mesa.

—Me han entregado su regalo —dijo. Abrió la tapa y extrajo el contenido, poniendo el gambiah yemení a la luz y pasando la yema del dedo por el filo—. ¿Es esto?

—Uno de los árabes lo dejó en el suelo —dijo Monk—. Pensé que podría utilizarlo como abrecartas.

Esta vez Gunáyev sonrió realmente divertido.

—¿Cómo ha sabido mi nombre?

Monk le habló de las fotos de carnet que los británicos pedían a los rusos que llegaban a Omán.

—Y desde entonces, ¿qué más ha sabido de mí?

—Muchas cosas.

—¿Buenas o malas?

—Interesantes.

—Cuénteme.

—Supe que el capitán Gunáyev, tras diez años en el Primer Directorio, se cansó de tanta broma racista y de que le estuviera vedado un ascenso. Que abandonó el KGB para ejercer otra profesión, también secreta pero diferente.

Gunáyev rió. Los tres acompañantes se relajaron. El jefe había establecido el espíritu de la reunión.

—Secreta pero diferente. Es verdad. ¿Y luego?

—Luego supe que Gunáyev había acabado convirtiéndose en jefe supremo de todo el hampa chechena al oeste de los Urales.

—Quizá. ¿Algo más?

—Supe que el tal Gunáyev es un hombre fiel a la tradición, aunque no un viejo. Que sigue aferrado a los criterios atávicos del pueblo checheno.

—Sabe usted muchas cosas, amigo mío. ¿Y cuáles son esos criterios del pueblo checheno para un norteamericano?

—Me han dicho que ante la degeneración dominante, los chechenos se siguen rigiendo por su código del honor; que pagan sus deudas, las buenas y las malas.

Los tres hombres que estaban detrás de Monk se pusieron tensos. ¿Se estaba burlando de ellos el norteamericano? Miraron a su líder. Gunáyev asintió finalmente con la cabeza.

—Todo lo que ha oído es correcto. ¿Qué quiere de mí?

—Protección y un sitio donde vivir.

—En Moscú hay hoteles.

—No son muy seguros.

—¿Es que alguien quiere matarle?

—Aún no, pero pronto.

—¿Quién?

—El coronel Anatoli Grishin.

Gunáyev se encogió de hombros quitándole importancia.

—¿Le conoce? —preguntó Monk.

—He oído hablar de él.

—¿Y lo que ha oído le gusta?

Gunáyev repitió el gesto.

—El hace su trabajo. Yo hago el mío.

—En Estados Unidos —dijo Monk—, si usted quisiera desaparecer yo podría ayudarle. Pero no estoy ni en mi ciudad ni en mi país. ¿Usted puede hacerme desaparecer en Moscú?

—¿Temporal o permanentemente?

Monk sonrió.

—Preferiría temporalmente.

—Muy bien. ¿Es eso lo que quiere?

—Si es conservando la vida, sí. Y lo prefiero.

Gunáyev se levantó y habló a sus tres matones.

—Este hombre me salvó la vida. Ahora es mi invitado. Nadie debe tocarle. Mientras esté aquí será uno de los nuestros.

Los tres hombres rodearon a Monk, ofreciéndole la mano, sonriendo y presentándose. Aslan, Magomed, Sharif.

—¿Le buscan ya? —preguntó Gunáyev.

—No, no lo creo.

—Debe de estar hambriento. Aquí la comida es horrible. Iremos a mi despacho.

Como todos los caciques mafiosos, el líder del clan checheno tenía dos personalidades. La más pública era la de un próspero negociante que controlaba una veintena de empresas en alza. En el caso de Gunáyev, su especialidad era la propiedad inmobiliaria. Durante los primeros años se había limitado a adquirir en Moscú buenos solares urbanizables por el simple método de comprar o matar a los burócratas que, a medida que el comunismo se desmoronaba y la propiedad se volvía accesible a la adquisición pública, acaparaban las ventas de esos terrenos. Habiendo obtenido ilícitamente el derecho a la propiedad de esos solares urbanizables, Gunáyev pudo sacar partido de la oleada de proyectos de urbanización organizados por los magnates rusos y sus socios occidentales. Gunáyev proporcionaba los solares edificables y garantizaba mano de obra no huelguista, mientras los norteamericanos y europeos occidentales levantaban bloques de oficinas y rascacielos. La propiedad se convirtió así en una aventura compartida, como lo eran las ganancias y las rentas que proporcionaban las oficinas. Con procedimientos similares, el checheno consiguió el control de seis de los principales hoteles de la ciudad, ensanchando el campo de sus aplicaciones al acero, el cemento, la madera y los ladrillos. Si uno quería restaurar, reconvertir o edificar, tenía que hacer negocios con una empresa subsidiaria controlada por Umar Gunáyev.

Esa era la faceta pública de la mafia chechena. El lado menos visible, como ocurre con toda el hampa moscovita, seguía estando en el mercado negro y la malversación de fondos. Los bienes estatales rusos como el oro, los diamantes, el gas y el petróleo eran simplemente comprados en rublos, al tipo oficial e incluso así a precios tirados. Puesto que los «vendedores» eran burócratas, no había problema en comprar. Exportados al extranjero, esos bienes eran vendidos después por dólares, libras o marcos alemanes a los precios del mercado mundial. Una parte del precio de venta podía luego ser nuevamente importada, convertida en una montaña de rublos al tipo extraoficial y empleada para comprar nuevos envíos y pagar los sobornos de rigor. El balance era siempre positivo.

Al principio, antes de que lo comprendieran del todo, algunos funcionarios públicos y banqueros se negaban a cooperar. La primera advertencia era verbal, la segunda implicaba cirugía ortopédica, y la tercera era de efectos permanentes. El funcionario que salía airoso de la primera advertencia normalmente se avenía a respetar las reglas del juego. A finales de los años noventa la violencia contra los miembros del funcionariado no solía ser necesaria, pero para entonces el crecimiento de los ejércitos privados significaba que todo cabecilla mafioso tenía que estar a la altura de sus rivales, por si acaso. Entre todos los que empleaban la violencia nadie podía hacer sombra a la presteza y despreocupación con que actuaban los chechenos si sospechaban que se les estaba contrariando.

Desde finales del invierno de 1994 un nuevo factor había entrado en la ecuación. Poco antes de Navidad, Boris Yeltsin había emprendido aquella absurda guerra contra Chechenia, aparentemente para derrocar al presidente Dudávev, quien proclamaba su independencia respecto de Rusia. Si la guerra hubiera sido una operación rápida, tal vez habría funcionado. De hecho, el supuestamente poderoso ejército ruso recibió una paliza por parte de la mal pertrechada guerrilla chechena, que se limitó a parapetarse en los montes del Cáucaso y seguir la batalla.

En Moscú cualquier asomo de duda que la mafia chechena hubiera podido sentir hacia el estado ruso se desvaneció. La vida cotidiana para los chechenos que se atenían a la ley se volvió imposible. Viendo que todo el mundo les retiraba el apoyo, los chechenos se convirtieron en un clan compacto y furiosamente leal dentro de Moscú, mucho más impenetrable que el hampa georgiana, armenia o de los nativos rusos. Dentro de aquella comunidad el jefe del hampa se convirtió en un héroe a la vez que en un líder de la resistencia. A finales del otoño de 1999 este líder no era otro que el ex oficial del KGB, Umar Gunáyev. Sin embargo, en su papel de empresario, Gunáyev seguía circulando libremente y viviendo como el multimillonario que era. Su «despacho» era en realidad toda la planta superior de uno de sus hoteles, edificado en colaboración con una cadena americana, próximo a la estación Helsinki.

El trayecto hasta el hotel se efectuó en la limusina de Umar Gunáyev, un Mercedes a prueba de balas y de bombas. Tenía chófer y guardaespaldas propios, y los tres que habían estado en el bar iban detrás en un Volvo. Los dos automóviles entraron en el aparcamiento subterráneo del hotel después de que los del Volvo registraran la zona, Gunáyev y Monk fueron hasta un ascensor rápido que los llevó a la décima planta y ático. La corriente eléctrica del ascensor fue desconectada después.

En el vestíbulo de la décima planta había más guardias, pero al fin tuvieron un poco de intimidad en el apartamento del líder checheno. Un camarero de blanco les llevó comida y bebida a una orden de Gunáyev.

—Tengo algo que enseñarle —dijo Monk—. Espero que lo encuentre interesante, incluso educativo.

Abrió su portafolios y accionó los dos botones de control para liberar la falsa base. Gunáyev observaba con interés. Las posibilidades de aquel maletín excitaban claramente su admiración, Monk le pasó primero la traducción rusa del informe de verificación. Eran treinta y tres páginas entre cubiertas de cartulina Gunáyev arqueó una ceja.

—¿Es necesario?

—Su paciencia se verá recompensada. Se lo ruego.

Gunáyev suspiró y empezó a leer. A medida que se adentraba en el texto su concentración fue en aumento. La lectura le llevó veinte minutos. Al cabo, dejó nuevamente el informe sobre la mesa.

—Así que este manifiesto no va en broma, es auténtico. ¿Y qué?

—Es su futuro presidente el que habla —dijo Monk—. Son sus intenciones para cuando detente el poder, lo que ocurrirá dentro de muy poco.

Deslizó el manifiesto de tapas negras sobre la mesa.

—¿Treinta páginas más?

—No, cuarenta. Pero más jugosas aún. Déme ese gusto.

Gunáyev echó un rápido vistazo a las primeras diez páginas los planes para el Estado de partido único, la renovación del arsenal nuclear, la reconquista de las repúblicas perdidas el nuevo archipiélago Gulag de campos de trabajo. Entonces achicó los ojos y leyó más despacio.

Monk sabía a qué punto había llegado. Recordó las frases mesiánicas que había leído frente a las aguas de Sapodilla Bay en las islas Turcas y Caicos.

»La definitiva y total exterminación de todos los chechenos de la tierra rusa… la destrucción de los criminales para que no puedan levantar cabeza nunca más… la reducción de la patria tribal a una tierra de pastos… no dejar piedra sobre piedra ni ladrillo sobre ladrillo… los osetes, dagomanes e ingush serán testigos del proceso y aprenderán a tener el debido respeto a sus nuevos amos.

Gunáyev leyó hasta el final y luego dejó el documento sobre la mesa.

—Lo han intentado antes —dijo—. Lo intentaron los zares y Stalin, y también Yeltsin.

—Sí, con espadas, metralletas y cohetes. Pero ¿los rayos gamma, el ántrax, los gases venenosos? El arte de la exterminación se ha modernizado.

Gunáyev se puso en pie, dejó su chaqueta sobre la silla y fue hasta la ventana con vistas a los tejados de Moscú.

—¿Quiere que lo elimine? —preguntó.

—No.

—¿Por qué no? Se puede hacer.

—No serviría.

—Normalmente funciona.

Monk se explicó. Un país en pleno caos, sumido en el abismo, una probable guerra civil. O bien otro Komárov, tal vez su mano derecha, Grishin, subiendo al poder tras una oleada de atropellos.

—La moneda tiene dos caras —dijo—. El hombre de ideas y palabras, y el hombre de acción. Si mata a uno, el otro se hará cargo de todo. Y la destrucción de su pueblo seguirá su curso.

Gunáyev se apartó de la ventana y se acercó a Monk con la cara tensa.

—¿Qué quiere de mí, americano? Viene a Moscú como el desconocido que una vez me salvó la vida. Bien, eso se lo debo. Luego me enseña esta basura. ¿Qué tengo que ver yo?

—Eso depende sólo de usted. Fíjese, Gunáyev. Posee usted una gran fortuna, un poder inmenso, puede decidir sobre la vida o la muerte de cualquiera. Tiene la potestad de lavarse las manos y dejar que ocurra lo que va a ocurrir.

—¿Y por qué debería evitarlo?

—Porque una vez existió un muchacho. Un chico menudo y harapiento que creció en una aldea pobre del norte del Cáucaso entre familiares, amigos y vecinos que pagaron de su bolsillo para mandarlo a la universidad y de allí a Moscú para que se convirtiera en un gran hombre. La pregunta es: ¿ese chico murió en el camino para convertirse en un autómata al que sólo mueve la riqueza? ¿O el chico recuerda todavía a su pueblo?

—Dígamelo usted.

—No, la elección es suya.

—¿Y cuál es la suya, americano?

—Muy fácil. Puedo salir de aquí, tomar un taxi hasta Sheremetyevo y regresar a casa. Allí se está muy bien, el clima es estupendo, un sitio seguro. Puedo decirles a ellos que no se molesten que no importa, que aquí ya nadie se preocupa por nada, todos están comprados. Y que caigan las tinieblas.

El checheno tomó asiento y contempló cierto pasado remoto. Finalmente dijo:

—¿Cree usted que puede pararle los pies?

—Existe una posibilidad.

—¿Y después qué?

Monk le explicó lo que sir Nigel Irvine y sus patronos tenían en mente.

—Usted está loco —dijo Gunáyev con rotundidad.

—Puede. ¿Cuál es la alternativa? Komárov y el genocidio a cargo de su bestia negra; el caos y la guerra civil; o bien lo otro.

—Y si le ayudo, ¿qué necesitará?

—Esconderme, pero a plena vista. Moverme sin que me reconozcan, ver a las personas que he venido a ver.

¿Piensa que Komárov sabe que está aquí?

—Seguro, hay un millón de informadores en esta ciudad. Usted ya lo sabe. No se priva de ellos. Todo se puede comprar. Ese hombre no es ningún idiota.

—Pero él puede comprar todos los órganos del Estado. Ni siquiera yo puedo hacerme con todo.

—Como habrá leído, Komárov ha prometido el mundo entero a sus socios patrocinadores, la mafia Dolgoruki. Muy pronto ellos serán el Estado. ¿Qué les pasará a Uds?

—Está bien. Puedo ocultarle, aunque no se por cuánto tiempo. Dentro de nuestra comunidad nadie podrá encontrarle, hasta que yo lo diga. Pero no puede vivir aquí. Es demasiado obvio. Tengo varios pisos francos. Tendrá que irse mudando de uno a otro.

—Los pisos francos me gustan para dormir —dijo Monk—. Para moverme necesitaré papeles. Falsificaciones de primera categoría.

Gunáyev meneó la cabeza.

—Nosotros no falsificamos documentos. Compramos los auténticos.

—Lo olvidaba. Todo se consigue con dinero, ¿no?

—¿Qué más necesita?

—Para empezar, esto.

—Monk escribió hoja y se la entregó.

Gunáyev repasó la lista. Nada era problemático. Llegó a la última línea.

—¿Para qué diantre necesita esto?

Monk se lo explicó.

—Usted sabe que poseo la mitad del Metropol —suspiró Gunáyev.

—Bueno, procuraré usar la otra mitad.

El checheno no entendió el chiste.

—¿Cuánto tardará Grishin en saber que está usted en Moscú?

—Depende. Dos días, tal vez tres. Cuando empiece a moverme no podré evitar dejar alguna pista. La gente habla.

—Está bien. Le asignaré cuatro hombres. Le cubrirán la retaguardia y se ocuparán de la mudanza. El jefe es uno de los que ya conoce. El que iba delante en el Volvo. Magomed. Es muy bueno. Dele una lista de lo que necesita y él se lo proporcionará… Por cierto, sigo pensando que está loco.

A medianoche Monk estaba de vuelta en su habitación del Metropol. Al fondo del corredor había un espacio junto a los ascensores con cuatro butacas de piel. Dos de ellas estaban ocupadas por hombres leyendo diarios en silencio, y así seguirían durante toda la noche. A primera hora de la mañana, dos maletas fueron entregadas en la habitación de Monk.

Muchos moscovitas, y desde luego todos los extranjeros, suponen que el patriarca de la Iglesia ortodoxa rusa vive en unos suntuosos aposentos dentro del monasterio medieval de Danilovsky, con sus blancos muros almenados y su complejo de abadías e iglesias. Esta creencia errónea es fomentada cuidadosamente. Dentro del monasterio, en uno de los grandes edificios administrativos guardado por soldados cosacos de lealtad inquebrantable, el patriarca tiene efectivamente sus oficinas y éstas constituyen el corazón y el núcleo del patriarcado de Moscú y Todas las Rusias. Pero él no vive allí.

De hecho vive en una casa bastante modesta en el número 5 de Chisti Pereulok (callejón Limpio), una estrecha calleja lateral en el límite del distrito central de la ciudad. Allí es atendido por su séquito de clérigos, que consta de secretario particular, ayuda de cámara, dos sirvientes y tres monjas que cocinan y hacen la limpieza. Hay también un chófer siempre a punto y dos guardias cosacos. El contraste con el esplendor del Vaticano o la magnificencia del palacio del patriarca ortodoxo griego no podría ser mayor.

A principios de 1999 seguía ostentando el cargo Alexei II, elegido diez años atrás poco antes de la caída del comunismo. Con poco más de cincuenta años, Alexei se convirtió en el heredero de una Iglesia desmoralizada y denigrada intestinamente, perseguida y corrompida desde el exterior.

Lenin, que aborrecía a los curas, comprendió ya en los primeros tiempos que el comunismo sólo tenía un rival en el corazón y la mente de la enorme masa del campesinado ruso, y decidió destruirlo. Empleando una brutalidad y una corrupción sistemáticas, él y sus sucesores casi lo consiguieron. Pero Lenin e incluso Stalin se resistieron a una exterminio completo del clero y la Iglesia, temerosos de provocar una reacción que ni el NKVD habría podido controlar. Tras los primeros pogroms con la consabida quema de iglesias, robo de tesoros y ahorcamiento de curas, el Politburó trató de acabar con la Iglesia a base de desacreditarla. Se adoptaron numerosas medidas. Los aspirantes de mayor inteligencia fueron proscritos de los seminarios, que estaban controlados por el NKVD y posteriormente por el KGB. Sólo los estudiantes más aplicados de la periferia soviética —Moldavia en el oeste, Siberia en el este— eran aceptados. El nivel educativo era bajo y la calidad del clero se fue degradando.

La mayoría de las iglesias fueron cerradas dejando que se derruyeran. Las que quedaban abiertas eran utilizadas básicamente por personas de edad avanzada o proyecto, es decir, gente inofensiva. Los sacerdotes que oficiaban tenían que informar regularmente al KGB, convirtiéndose así en informadores contra sus propios feligreses. Una persona joven que solicitase ser bautizada era delatada por el sacerdote a quien se lo pedía. A raíz de eso se quedaría sin su plaza de instituto o una oportunidad de entrar en la universidad, y sus padres serían probablemente desahuciados de su piso. Prácticamente nada escapaba al control del KGB. La casi totalidad del clero, aun los no directamente implicados, quedó manchada por la sospecha pública.

Los defensores de la Iglesia señalaban que la alternativa era la exterminación total y que, por tanto, mantener la Iglesia viva era un factor más importante que todas las humillaciones.

Lo que el manso, tímido y retraído patriarca Alexei II heredó fue un colegio de obispos impregnado de colaboracionismo con el Estado ateo, y un clero pastoral desacreditado entre los fieles.

Había excepciones, curas ambulantes sin parroquia que predicaban y eludían el arresto, o no lo lograban y eran enviados a los campos de trabajo. Había ascetas que se retiraban a los monasterios para mantener viva la fe a base de oración y abnegación, pero éstos casi nunca tenían contacto con las masas.

La secuela de la debacle comunista propició un gran renacimiento que aspiraba a poner la Iglesia y la palabra del Evangelio nuevamente en el centro de las vidas del pueblo ruso, tradicionalmente muy religioso.

En cambio fueron las confesiones nuevas, vigorosas, vibrantes y dispuestas a predicar al pueblo allá donde éste vivía y trabajaba, las que experimentaron la vuelta a la religión. Se multiplicaron los pentecostalistas y llegaron los misioneros americanos —baptistas, mormones, adventistas del Séptimo Día—. La reacción de la jefatura ortodoxa rusa fue implorar a Moscú que prohibiera los cultos extranjeros.

Los defensores argumentaban que una profunda reforma de la jerarquía ortodoxa era inviable porque los niveles inferiores eran también escoria. Los sacerdotes procedentes del seminario tenían poco calibre, empleaban el lenguaje arcaico de las Escrituras, eran pedantes o excesivamente didácticos en sus sermones y no sabían hablar en público de forma no dogmática. Sus sermones tenían audiencias escasas y muy entradas en años.

La oportunidad perdida fue enorme, pues mientras el materialismo dialéctico había resultado un falso dios y la democracia capitalista no satisfacía al cuerpo, por no hablar del alma, la apetencia de comodidades por parte del pueblo era profunda. En vez de enviar a sus mejores predicadores a tareas misioneras, de proselitismo y divulgación de la palabra de Dios, decían los críticos, la Iglesia ortodoxa permaneció encerrada en los obispados, monasterios y seminarios esperando al pueblo. Pocos acudieron.

Si tras la caída del comunismo hacía falta una autoridad enérgica e inspirada, el erudito Alexei II no era el hombre adecuado. Su elección fue un compromiso entre las diversas facciones episcopales; un hombre que, como esperaban los jerarcas, iba a dar poca guerra. Sin embargo, pese a la carga que heredaba y su propia falta de carisma personal, Alexei II no carecía de cierto olfato reformista. Hizo tres cosas importantes.

Su primera reforma fue dividir el territorio de Rusia en cien obispados, cada uno de ellos más pequeño que los vigentes hasta entonces. Ello le permitió nombrar nuevos y jóvenes obispos de entre los mejores y más motivados sacerdotes, los menos intoxicados por la colaboración con el difunto KGB. Luego visitó todas las sedes, fomentando un contacto directo con el pueblo, insólito hasta entonces.

En segundo lugar silenció los exabruptos antisemitas del arzobispo de San Petersburgo y dejó claro que todo obispo que optara por predicar a sus fieles un mensaje de odio al hombre por encima del amor a Dios tendría que abandonar su cargo. El arzobispo Ioann murió en 1995, sin haber dejado de denostar a los judíos y a Alexei II.

Por último, y pese a una considerable oposición, dio su aprobación personal al padre Gregor Rusákov, el joven y carismático sacerdote que rehusaba tenazmente aceptar tanto una parroquia propia como la disciplina de los obispos por cuyo territorio se movía en misión pastoral itinerante.

Muchos patriarcas habrían condenado al sacerdote rebelde y prohibido su acceso al púlpito, pero Alexei II había declinado tomar ese camino prefiriendo arriesgarse a dar rienda suelta al cura nómada. Con su emotiva oratoria, el padre Gregor llegaba a los jóvenes y a los agnósticos, algo que los obispos no lograban.

Una noche de principios de noviembre de 1999, el apacible patriarca se vio interrumpido en sus plegarías poco antes de medianoche por la noticia de que un emisario de Londres había traído una carta, esperaba fuera y solicitaba audiencia. El patriarca iba vestido con una sencilla sotana gris. Se puso en pie y cruzó la planta de su pequeña capilla privada para coger la carta de manos de su secretario personal.

La misiva llevaba el membrete del obispado de Londres, en Kensington, y Alexei reconoció la firma de su amigo el arzobispo Anthony. No obstante, su perplejidad ante el modo en que su colega se ponía en contacto con él le hizo fruncir el entrecejo. La carta estaba en ruso, lengua que el obispo Anthony hablaba y escribía correctamente. Este pedía a su hermano en Cristo que recibiera de inmediato a un hombre que portaba noticias concernientes a la Iglesia, noticias muy confidenciales y preocupantes.

El patriarca dobló la carta y miró a su secretario.

—¿Dónde está?

—En la acera, Su Santidad. Ha venido en taxi.

—¿Es un sacerdote?

—Sí, Santidad.

El patriarca suspiró.

—Hazle entrar. Puedes volverte a la cama. Le recibiré en mi estudio dentro de diez minutos.

El guardia cosaco que hacía el turno de noche recibió una orden susurrada de parte del secretario y abrió la puerta de la calle. Miró el coche gris de la Compañía Central de Taxis y al sacerdote vestido de negro que esperaba al lado.

—Su Santidad le recibirá, padre —dijo. El sacerdote asintió y a continuación pagó al taxista.

Una vez dentro de la casa fue conducido a una pequeña sala de espera. A los diez minutos entró un sacerdote rollizo que murmuró:

—Venga conmigo, por favor.

El visitante fue llevado a una habitación que sin duda era el estudio de un erudito. Aparte del icono que había en un rincón de la pared de escayola blanca, el cuarto no tenía más adorno que las estanterías donde hileras de libros reflejaban la luz de la lámpara que había sobre el escritorio. Detrás de la mesa estaba el patriarca Alexei, quien indicó con un gesto a su invitado que tomara asiento.

—Padre Máxim, querrá traernos alguna cosa. ¿Café? Sí, café para dos y unas pastas, por favor. ¿Tomará usted la comunión por la mañana, padre? ¿Sí? Entonces tenemos tiempo de comer alguna pasta antes de medianoche.

El rollizo ayuda de cámara se retiró.

—Bien, hijo mío, ¿cómo está mi amigo Anthony?

No había nada extraño en la sotana negra del visitante, ni tampoco en la chistera negra que acababa de quitarse para descubrir su pelo rubio. La única cosa rara era que no llevaba barba. Casi todos los curas ortodoxos la llevan, pero no todos los ingleses.

—Temo que no puedo decírselo, Santidad, pues no me ha sido presentado.

Alexei miró a Monk sin comprender. Señaló la carta que tenía delante.

—¿Y esto? Me parece que no le entiendo.

Monk inspiró hondo.

—Primero, Santidad, debo confesarle que no soy un sacerdote de la Iglesia ortodoxa. Tampoco la carta es del obispo Anthony, aunque el papel sí es auténtico y la firma una buena falsificación. El objeto de esta irrespetuosa pantomima es que necesitaba verle. A usted en persona, en privado y con el máximo secreto posible.

Los ojos del patriarca centellearon de alarma. ¿Estaba frente a un loco? ¿Un asesino, quizá? Abajo había un guardia cosaco armado, pero ¿llegaría a tiempo? Procuró mantener expresión impasible. Su ayuda de cámara regresaría en un momento. Quizás entonces podría escapar.

—Explíquese por favor —dijo.

—En primer lugar, señor, soy norteamericano de nacimiento no ruso. Segundo, vengo en nombre de un grupo de personas de Occidente, personas discretas y respetuosas de Dios, que únicamente desean ayudar a Rusia y su Iglesia. Tercero, he venido traerle noticias que según esas personas usted podría juzgar importantes y preocupantes. Por último, vengo a requerir su ayuda. Tiene usted ahí un teléfono. Puede usarlo para pedir socorro. No se lo impediré. Pero antes de que me denuncie, le ruego que lea lo que traigo aquí.

Alexei frunció el entrecejo. Desde luego, aquel hombre no parecía un maníaco, y había tenido tiempo de sobra para matarle. ¿Dónde estaba ese tonto de Máxim con el café?

—Muy bien. ¿Qué trae para mí?

Monk metió la mano bajo su sotana y sacó dos delgadas carpetas que dejó sobre la mesa. El patriarca echó un vistazo a las cubiertas, una gris y la otra negra.

—¿De qué tratan?

—La gris debería leerse primero. Es un informe que demuestra más allá de toda duda razonable que la negra no es una falsificación ni una broma ni un truco.

—¿Y la negra?

—Es el manifiesto privado y personal de un tal Igor Viktorovich Komárov, quien al parecer será el próximo presidente de Rusia.

Llamaron a la puerta. El padre Máxim entró con una bandeja de café, tazas y galletas. El reloj de la pared dio las doce campanadas.

—Demasiado tarde —suspiró el patriarca—. Máxim, me has dejado sin pastas.

—Lo siento muchísimo, Santidad. Es que el café… He tenido que moler más y…

—Es sólo una broma, Máxim. —Miró a Monk. El hombre parecía fuerte y en buena forma. Si era un asesino, sin duda podía matarlos a los dos—. Vete a la cama, Máxim. Que descanses.

El ayuda de cámara hizo una breve reverencia y se retiró.

—Bueno —dijo el patriarca—, ¿y qué dice el manifiesto del señor Komárov?

El padre Máxim cerró la puerta al salir, confiando en que nadie hubiera reparado en el respingo que tuvo al oír el nombre de Komárov. Ya en el pasillo miró en todas direcciones. El secretario se había acostado, las hermanas no aparecerían hasta dentro de varias horas, el cosaco estaba abajo. Se arrodilló junto a la puerta y pegó la oreja al ojo de la cerradura.

Alexei II leyó primero el informe de verificación, como se le había sugerido. Monk tomó su café.

—Una historia impresionante —dijo el patriarca al terminar—. ¿Por qué lo hizo?

—¿El viejo?

—Sí.

—Nunca lo sabremos. Como ve, ha muerto. Asesinado, sin duda. A ese respecto el informe del profesor Kuzmin es incontestable.

—Pobre hombre, rezaré por él.

—Lo que sí podemos asumir es que vio algo en estas páginas que le desasosegó hasta el punto de arriesgarse y finalmente ofrendar su vida con el fin de revelar las intenciones secretas de Igor Kamárov, Santidad, lea ahora el Manifiesto Negro.

Una hora después el patriarca de Moscú y Todas las Rusias se apoyó en el respaldo de su sillón y quedó mirando un punto sobre la cabeza de Monk.

—No puede ir en serio —comentó finalmente—. Es imposible que pretenda hacer todo eso. Es diabólico. Estamos en Rusia, a punto de inaugurar el tercer milenio de Cristo. Esto ya está superado.

—Como hombre de Dios, usted debe creer en las fuerzas del mal ¿no, Santidad?

—Por supuesto.

—Y en que a veces esas fuerzas pueden tomar forma humana, Hitler, Stalin….

—¿Es usted cristiano, señor…?

—Monk. Supongo que lo soy. Y malo.

—Y quién no. En fin, sabrá entonces lo que el cristianismo opina al respecto.

—Santidad, dejando aparte los pasajes relativos a los judíos, los chechenos y las otras minorías, estos planes harían retroceder a su Iglesia a los tiempos más oscuros, como herramienta, cómplice o víctima del estado fascista, tan impío a su modo como lo fue el comunismo.

—Si es que esto es verdad.

—Lo es. Los hombres no persiguen y matan por una mera falsificación. La reacción del coronel Grishin fue demasiado rápida para que ese documento no haya salido del despacho del secretario Akópov. Si hubiera sido falso, no se habrían molestado por su desaparición. Pero para ellos se trata de algo de incalculable valor.

—¿Qué ha venido a pedirme, señor Monk?

Una respuesta. ¿Luchará la Iglesia Ortodoxa de Todas las Rusias contra ese hombre?

—Rezaré. Trataré de obtener consejo…

—Y si la respuesta, no como patriarca sino como cristiano, como hombre y como ruso, es que no tiene alternativa. Entonces ¿qué?

—Entonces no tendré alternativa. Pero ¿cómo luchar contra él? Las presidenciales de enero no ofrecen dudas.

Monk se levantó. Cogió los dos documentos y se los metió dentro de la sotana. Cogió su sombrero.

—Santidad, en breve le visitará un hombre. Otro occidental, Aquí tiene su nombre. Recíbale, por favor. Él le sugerirá lo que se puede hacer.

Le entregó una tarjeta de visita.

—¿Necesita coche? —preguntó Alexei.

—No gracias, Iré andando.

—Que Dios lo acompañe.

Monk lo dejó de pie junto a su icono, con expresión de profunda preocupación. Al cruzar la planta creyó oír el crujir de una pisada sobre la alfombra, pero cuando miró hacia atrás el pasillo estaba vacío. Abajo encontró al cosaco, que lo acompañó hasta la salida. En la calle el viento era frío. Se encasquetó la chistera, se inclinó contra el viento y volvió andando al Metropol.

Al amanecer una figura rolliza salió a hurtadillas de la casa del patriarca y recorrió varias manzanas hasta el vestíbulo del Rossiya. Aunque llevaba un teléfono portátil bajo su traje oscuro, sabía que las cabinas públicas eran más seguras.

El hombre que contestó en la casa de bulevar Kiselny era uno de los guardias nocturnos, pero recibió el mensaje.

—Dígale al coronel que soy el padre Máxim Klimovsky. ¿Lo ha anotado? Sí, Klimovsky. Dígale que trabajo en la residencia privada del patriarca. Debo hablar con el coronel. Es urgente. Volveré a llamar a este número a las diez de la mañana.

La voz que le respondió a la hora convenida sonaba serena pero autoritaria.

—Sí, padre, soy el coronel Grishin.

En la cabina el rollizo sacerdote sostenía el auricular con mano húmeda, la frente perlada de sudor.

—Mire, coronel, usted no me conoce. Pero soy un ferviente admirador del señor Komárov. Anoche un hombre visitó al patriarca. Traía unos documentos. Se refirió a uno de ellos como el Manifiesto Negro… ¿Oiga?, ¿está usted ahí?

—Mi querido padre Klimovsky, creo que deberíamos vernos —dijo la voz.