El Foxy Lady estaba amarrado para la noche. Jason Monk se había despedido de sus tres clientes italianos, los cuales, aunque no habían cobrado muchas piezas, parecían haber disfrutado de la excursión casi tanto como del vino que habían llevado consigo.
Julius estaba ante la mesa de troceado junto al embarcadero, quitando cabeza y aletas a dos lampugas de modesto tamaño. En el bolsillo de atrás tenía el jornal más su parte de la propina que los italianos habían dejado al marchar.
Monk dejó atrás el Tiki Hut para ir al Banana Boat, cuya entablillada zona de bar-restaurante estaba repleta de bebedores tempraneros. Se acercó a la barra y saludó a Rocky.
—¿Lo de siempre? —sonrió éste.
—Por qué no, soy hombre de costumbres.
Era cliente desde hacía años y el Banana Boat le cogía las llamadas cuando estaba en alta mar. Efectivamente, el número del hotel constaba en las tarjetas que Monk había dejado en todos los hoteles de la isla Providenciales para atraer a posibles clientes.
Mabel, la mujer de Rocky, le llamó.
—Han telefoneado del club Grace Bay.
—Ajá. ¿Algún mensaje?
—No, sólo que les llames.
Mabel le acercó el teléfono que guardaba detrás de la caja registradora. Monk marcó y respondió la recepcionista del club, quien reconoció la voz.
—Hola, Jason, ¿qué tal el día?
—Los he tenido peores, Lucy. ¿Me has telefoneado?
—Sí. ¿Qué haces mañana?
—Eres una chica mala, ¿qué te traes entre manos?
La alegre y corpulenta recepcionista del hotel, cuatro kilómetros playa abajo, lanzó una sonora carcajada.
Los residentes de la isla Providenciales no constituyen un grupo muy numeroso. Dentro de una comunidad que vivía del turismo, única fuente de dólares para los isleños, casi todo el mundo conocía a todo el mundo, isleño o colono, y las bromas festivas ayudaban a pasar el tiempo. Los turcos y caicos eran como siempre habían sido los nativos de las Indias Occidentales: cordiales, indolentes y con pocas prisas.
—No empieces, Jason Monk. ¿Estás libre para mañana?
Monk había pensado pasar el día trabajando en el barco, tarea que nunca termina para los propietarios de barcos, pero un chárter era un chárter, y la financiera de Miami propietaria aún de la mitad del Foxy Lady nunca se cansaba de cobrar cheques.
—Creo que sí. ¿Todo el día o sólo la mitad?
—La mitad, por la mañana. Digamos a eso de las nueve.
—De acuerdo. Diles dónde pueden encontrarme. Les estaré esperando.
—No se trata de un grupo, Jason. Sólo es un hombre, un tal Irvine. Se lo diré. Adiós.
Jason colgó. Los clientes solitarios eran poco habituales, casi siempre eran dos o más. Sería algún marido cuya esposa no quería ir de pesca; eso también solía ocurrir. Terminó su daiquiri y volvió al barco para decirle a Julius que se encontrarían a las siete para repostar y subir algunos cebos a bordo.
El cliente que apareció a las nueve menos cuarto era mayor que los pescadores habituales; en realidad, un viejo en pantalones color canela, camisa de algodón y un panamá blanco, El hombre le llamó desde la plataforma:
—¿Capitán Monk?
Jason bajó del puente y fue a darle la bienvenida. A juzgar por su acento, sólo podía ser inglés. Julius le ayudó a subir a bordo.
—¿Lo ha probado alguna vez, señor Irvine? —preguntó Monk.
—En realidad no. Es la primera. Soy nuevo en esto.
—Bueno, no se preocupe. Cuidaremos de usted, el mar está bastante calmado, pero si se cansa solo tiene que decirlo.
Nunca dejaba de sorprenderle la cantidad de turistas que se hacían a la mar con la presunción de que el océano estaría tan sereno como una bañera. Los folletos turísticos nunca muestran la clase de olas que el Caribe produce e menudo.
Sacó el Foxy Lady de Turtle Cove y giró a la derecha hacia Sellar’s Cut. Más allá de Northwest Point podía haber mar gruesa, tal vez demasiado gruesa para el viejo, pero conocía un lugar frente a Pine Key, en la otra dirección, donde el mar estaba más calmado y según los partes había abundancia de lampugas. Navegó a toda máquina durante cuarenta minutos hasta que divisó una maraña de algas flotantes, a cuya sombra acostumbran descansar estos peces.
Julius preparó cuatro cañas de pescar mientras empezaban a girar a motor parado en torno al lecho de carrizo. Fue en la tercera vuelta cuando obtuvieron el primer aviso. Una de las medianas dio una violenta sacudida, y entonces el sedal empezó a escurrirse de la Penn Senator. El inglés se levantó de bajo el toldo y tomó asiento en la silla especialmente sujeta a la cubierta de popa. Julius le tendió la caña, encajó la empuñadura en su hoyo entre los muslos del cliente y empezó a recuperar los otros tres sedales.
Jason Monk apartó la proa del Foxy Lady del carrizal, puso el motor al mínimo y bajó a la cubierta de popa. El pez había dejado de cobrar hilo, pero la caña seguía muy combada.
—Usted tire —dijo Monk con suavidad—. Tire hasta que la caña esté derecha, luego afloje un poco y vaya recuperando hilo.
El inglés lo intentó. Diez minutos después dijo:
—Creo que es demasiado para mí. Estos peces son muy fuertes.
—Bueno, yo lo sacaré si quiere.
—Se lo agradecería.
Monk se deslizó en la silla de popa al tiempo que el cliente la desocupaba para refugiarse bajo la sombra de le toldilla. Eran las diez y media y el calor apretaba. El sol estaba a popa y el agua reflejaba su luz como si de una hoja de cuchillo se tratara.
Monk necesitó diez minutos de fuertes tirones para subir al pez hasta el yugo. Al ver el casco de la embarcación, la lampuga se revolvió en busca de libertad, arrastrando treinta metros más de sedal.
—¿Qué es? —preguntó el cliente.
—Un delfín macho —dijo Monk—. Y bastante grande.
—Vaya, me gustan los delfines.
—No es el cetáceo de hocico alargado. Comparten el nombre pero son diferentes. También se les llama lampugas; se pescan por deporte y su carne es sabrosa.
Julius tenía preparado el arpón, y en cuanto la lampuga estuvo a la distancia oportuna izó la pieza de dieciocho kilos de un solo movimiento.
—Buena pieza, señor —dijo.
—Sí, pero creo que es del señor Monk, no mía.
Monk bajó de la silla, desenganchó el anzuelo de la boca del pez y soltó el sedal. Julius, que se disponía a echar la pieza capturada al cajón de popa, puso cara de sorpresa. Con la lampuga bordo, lo normal habría sido preparar otra vez las cuatro cañas, no guardarlas.
—Sube y coge el timón —le dijo Monk en voz baja—. Rumbo a casa, velocidad de pesca.
Julius asintió sin comprender y su enjuta figura de ébano trepó por la escala hasta el panel de control superior. Monk se agacho para sacar dos latas de cerveza del refrigerador, las abrió y le ofreció una a su cliente. Luego se sentó sobre el cajón y miró al inglés sentado a la sombra de la toldilla.
—En realidad usted no ha venido a pescar, ¿verdad, señor Irvine? —No era una pregunta sino una afirmación.
—A decir verdad, no me apasiona.
—Ya. Y tampoco se llama Irvine. Fue hace muchos años, una visita a Langley del gran jefe del servicio secreto británico…
—Vaya memoria, señor Monk.
—Creo que me suena el nombre de sir Nigel. Bueno, sir Nigel Irvine, por qué no nos dejamos de tonterías. ¿De qué se trata?
—Lamento el engaño. Sólo quería echar un vistazo. Y charlar un poco. En privado. Pocos lugares hay más privados que el mar abierto.
—Bien… ya estamos hablando. ¿De qué?
—Pues de Rusia, me temo.
—Ya, qué gran país. Pero no es mi favorito. ¿Quién le envió aquí?
—Oh, no me ha enviado nadie. Carey Jordan me habló de usted. Estuvimos comiendo en Georgetown hace un par de días. Le manda saludos.
—Qué amable. Dele las gracias cuando vuelva a verlo. Pero usted ya sabrá que lo ha dejado. Me refiero a su trabajo. Yo también lo he dejado. Sea cual sea el motivo de su viaje, está perdiendo el tiempo.
—Oh, sí, es lo que me dijo Carey. No vale la pena, me dijo. Pero ya ve, aquí estoy. El viaje ha sido largo. ¿Le importa que le exponga mi proposición?
—Bueno, el día es caluroso y soleado. Le quedan dos horas de las cuatro que ha alquilado el barco. Hable si lo desea, pero la respuesta sigue siendo no.
—¿Ha oído hablar alguna vez de un tal Igor Komárov?
—Aquí llegan periódicos, señor, dos días tarde, pero llegan y escuchamos la radio. Yo no tengo antena parabólica, así que no cojo televisión. Pero sí, he oído hablar de él. Va a ser el siguiente, ¿no?
—Eso dicen. ¿Qué sabe de él?
—Que es el líder de la derecha Nacionalista. Suele apelar al patriotismo y esa clase de cosas, hace llamamientos a las masas.
—¿Hasta qué punto diría que es derechista?
Monk se encogió de hombros.
—No lo sé. Bastante, imagino. Al menos tanto como esos senadores ultraconservadores que tenemos en los estados del Sur.
—Un poco más, me temo. Esta tan a la derecha que se ha salido del mapa.
—Bueno, sir Nigel, todo esto me parece muy interesante, pero en este momento mi mayor preocupación es saber si tengo un cliente para mañana y si hay wahoos quince millas al norte de Northwest Point. La ideología del desagradable señor Komárov no me interesa.
—Pues creo que le interesará. Algún día. Yo… nosotros… unos cuantos amigos y colegas pensamos que habría que pararle los pies y pronto. Necesitamos un hombre que pueda ir a Rusia. Carey dijo que usted era muy bueno… Que usted es el mejor… o lo había sido.
—Ya, bueno, eso fue hace mucho tiempo. —Monk miró a Irvine en silencio durante unos segundos—. Me está diciendo que el asunto ni siquiera es oficial. No son medidas de gobierno, del suyo o del mío.
—Exacto. Nuestros respectivos gobiernos son de la opinión de que oficialmente no se puede hacer nada.
—¿Y usted piensa que yo puedo echar el ancla, cruzar el Atlántico e irme a Rusia para meterme con ese imbécil en nombre de un grupo de quijotes que ni siquiera tiene respaldo oficial?
Se puso en pie, aplastó la lata vacía de cerveza y la arrojó al cubo de los desperdicios.
—Lo siento, sir Nigel. Ha hecho el viaje en vano. Volvamos al puerto. La excursión corre como gentileza de la casa.
Regresó al puente, tomó el timón y puso rumbo a la isla. Diez minutos después de entrar en la laguna, el Foxy Lady estaba amarrado en su sitio.
—Se equivoca con lo de la excursión. Yo le contraté de mala fe, pero usted aceptó de buena fe. ¿Cuánto le debo por medio día?
—Ciento cincuenta dólares.
—Y una propina para su joven amigo. —Irvine sacó cuatro billetes de cien dólares de un fajo—. A propósito, ¿tiene trabajo esta tarde?
—No.
—Entonces, ¿se va a su casa?
—Sí.
—Pues yo también iré. Creo que a mi edad es obligado echar un sueñecito después de comer. Pero mientras usted descansa a la sombra hasta que amaine el calor, ¿podría hacer una cosa?
—Nada de pescar —le advirtió Monk.
—Cielos, no. —El viejo hurgó en la bolsa que había traído y extrajo un sobre marrón.
—Dentro hay un documento. No es ninguna broma. Léalo, por favor. Que no lo vea nadie, no lo deje a la vista de nadie. Es mucho más secreto que todo lo que Lisandro, Orión, Delfos o Pegaso le entregaron jamás.
Fue como si hubiera golpeado a Monk en el pecho. Mientras el ex jefe de espías se dirigía muelle arriba en busca de su buggy de alquiler, Monk se quedó plantado con la boca abierta. Al fin meneó la cabeza, se metió el sobre marrón por dentro de la camisa y fue al Tiki Hut por una hamburguesa.
En la cara norte de la cadena de seis islas que componen los Caicos —Occidental, Providenciales, Central, Septentrional, Oriental y Meridional— el arrecife está próximo a la playa y da rápido acceso al mar abierto. En el sur el arrecife queda mucho más lejos, formando un bajío de mil quinientos kilómetros cuadrados que se llama Caicos Bank.
Cuando llegó a las islas, Monk tenía poco dinero y los precios de la parte turística del norte donde se construían los hoteles eran muy altos. A Monk no le quedó gran cosa después de pagar la cuota del embarcadero, el combustible, los costes de mantenimiento, una licencia de negocios y el permiso de pesca. Por un pequeño alquiler pudo conseguir un bungalow de madera en la menos elegante Sapodilla Bay, al sur del aeropuerto y cara a la reluciente extensión del Caicos Bank donde sólo podían aventurarse barcos de poco calado. Eso y una maltrecha furgoneta Chevrolet constituían sus posesiones mundanas.
Estaba sentado en el porche viendo cómo el sol se ponía a su derecha cuando un motor se detuvo en el camino de tierra que pasaba por detrás del bungalow. La figura esbelta del viejo inglés apareció doblando la esquina. Esta vez su panamá blanco hacía juego con una arrugada chaqueta tropical de alpaca.
—Me han dicho que le encontraría aquí —dijo alegremente.
—¿Quién?
—Esa muchacha tan simpática del Banana Boat.
Mabel había cumplido los cuarenta hacía años. Irvine subió los escalones y señaló con un gesto la mecedora desocupada.
—¿Puedo?
Monk sonrió.
—Por supuesto. ¿Una cerveza?
—Ahora no, gracias.
—Mi daiquiri es bastante malo. No tengo más fruta que lima fresca.
—Ah, eso sí me apetece.
Monk fue a preparar dos daiquiris de lima y luego los llevó al porche. Ambos hombres sorbieron apreciativamente.
—¿Ha podido leerlo?
—Sí.
—¿Y?
—Es vomitivo. Y seguramente falso.
Irvine asintió, haciéndose cargo. El sol iluminó la pequeña joroba de la Occidental al otro lado del Bank. Las aguas bajas se tiñeron de rojo.
—Eso pensábamos nosotros. Era la deducción obvia. Pero valía la pena comprobarlo. Es justo lo que pensó nuestra gente en Moscú. Hacer una rápida comprobación.
Sir Nigel no sacó el informe «Verificación». Se lo fue relatando, paso a paso. Monk, a pesar suyo, mostró interés.
—¿Tres, los tres muertos? —dijo al final.
—Eso me temo. Parece claro que Komárov quiere recuperar a toda costa ese documento. Y no porque sea una falsificación. Si lo hubiera escrito otra mano, él no se habría enterado nunca. Lo que dice ahí es verdad, es lo que ese hombre pretende hacer.
—¿Y usted cree que se le puede eliminar? ¿Liquidar?
—No yo dije pararle los pies. No es lo mismo. Liquidarlo, por utilizar esa expresión de la CIA, no serviría de mucho.
Le explico por qué.
—Pero usted piensa que se le puede frenar, desacreditarlo politicamente y para siempre…
—Si, así lo creo.
Irvine lo miró de soslayo. Al cabo, añadió:
—Nunca se olvida, ¿verdad? El aliciente de la cacería. Uno piensa que lo olvidará pero siempre está ahí, agazapado.
Monk estaba en plena ensoñación, a muchos años y kilómetros de distancia. Salió de su arrobamiento, se levantó y volvió a llenar los vasos.
—Bueno, sir Nigel, tal vez este en lo cierto. Quizá se le pueda parar los pies. Pero no seré yo quien lo haga. Tendrá que buscarse otro.
—Mis patrones son bastante generosos. Tendría unos honorarios, claro está. A cada uno lo suyo… Medio millón de dólares. Una suma estimulante, incluso en los tiempos que corren.
Monk reflexionó sobre la cifra. Saldar la deuda del Foxy Lady, comprar el bungalow y un camión decente. La mitad restante para invertirla y sacar un 10 por ciento anual. Meneó la cabeza.
—Escapé de ese maldito país por los pelos. Y me juré que nunca más volvería. La oferta es tentadora, pero no.
—Oh, ya me perdonará, pero la necesidad aprieta. Esto estaba en el estante de mi llave, en el hotel.
Irvine metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y le entregó dos finos sobres blancos. Monk sacó de cada uno una solitaria hoja de papel con membrete.
Una era de la financiera de Florida. Decía que debido a ciertos cambios de política empresarial, las facilidades para conceder préstamos a largo plazo en ciertas condiciones ya no se consideraban un riesgo aceptable. En consecuencia, el crédito para la compra del Foxy Lady debería ser devuelto en el plazo de un mes; de lo contrario, la compañía no tendría otra alternativa que la recuperación del bien no pagado. Pese a la terminología plagada de eufemismos, el significado de la carta no podía ser más claro.
La otra hoja llevaba el emblema del gobernador británico para las islas Turcas y Caicos. Lamentaba que Su Excelencia, quien no tenía por qué dar razones, tuviese intención de poner fin al permiso de residencia y licencia fiscal de Jason Monk, ciudadano de Estados Unidos, con efectos a partir de un mes desde la fecha de la misiva. El autor firmaba como «humilde servidor» del señor Monk.
Monk dobló las cartas y las dejó sobre la mesa, entre las dos mecedoras.
—Esto es jugar sucio —dijo quedamente.
—Me temo que sí —admitió Nigel Irvine, contemplando el mar—. Pero es lo que hay.
—¿Por qué no se busca otro?
—No quiero a otro. Le quiero a usted.
—Muy bien, haga lo que quiera. Ya he pasado por esto, y puedo sobrevivir otra vez. Pero yo, a Rusia, no vuelvo.
Irvine suspiró. Recogió el Manifiesto Negro.
—Es lo que me dijo Carey. No lo hará por dinero, dijo, ni siquiera con amenazas. Palabras textuales.
—Bien, al menos Carey no se ha vuelto tonto con la edad. —Monk se puso en pie—. En fin, no puedo decir que haya sido un placer. Pero no creo que tengamos nada más que decirnos.
Sir Nigel se levantó también. Parecía triste.
—Supongo que no. Es una lástima. Oh, sólo una cosa más. Cuando Komárov llegue al poder, no estará solo. A su lado tiene a su guardaespaldas privado y jefe de la Guardia Negra. Cuando empiece el genocidio, él será el mandamás, el verdugo nacional.
Le entregó una fotografía. Monk contempló el rostro frío de un hombre unos cinco años mayor que él. El inglés había echado a andar hacia el camino de tierra donde había dejado su buggy.
—¿Quién diablos es? —le gritó Monk.
La voz del viejo jefe de espías atravesó el crepúsculo.
—Ah, ¿ése? El coronel Anatoli Grishin.
El aeropuerto de Providenciales no es la mejor terminal del mundo pero sí un sitio bastante agradable, y sus pequeñas dimensiones hacen que los pasajeros no sufran aglomeraciones ni demoras. Al día siguiente sir Nigel Irvine facturó su única maleta, pasó el control de pasaportes y entró en el área de salidas. El vuelo de la American Airlines para Miami esperaba al sol.
Debido al calor, la mayoría de los edificios tienen aberturas laterales, y sólo una valla de alambre trenzado separaba esa zona de las pistas de asfalto. Alguien había dado la vuelta al edificio y estaba de pie junto a la valla, mirando. Irvine se le acercó. En ese momento llamaron para embarcar y los pasajeros empezaron a desfilar hacia el avión.
—De acuerdo —dijo Jason Monk desde el otro lado de la valla—, ¿cuándo y dónde?
Irvine sacó un billete de avión del bolsillo de su chaqueta y se lo entregó a Monk.
—Providenciales-Miami-Londres. En primera, por supuesto. Dentro de cinco días. Así tendrá tiempo de dejar sus asuntos en orden. Estará fuera unos tres meses. Si las elecciones de enero se celebran, habremos llegado tarde. Si se decide, le estaremos esperando en Heathrow.
—¿Quién, usted?
—Lo dudo. Otras personas.
—¿Cómo me conocerán?
—Le conocerán, descuide.
Una azafata de tierra tiró a sir Nigel de la chaqueta.
—Señor Irvine, por favor, es hora de embarcar. Irvine agregó:
—Por cierto, la oferta en dólares sigue en pie.
Monk sacó dos sobres oficiales y los sostuvo en alto.
—¿Y estas cartas?
—Oh, quémelas, muchacho. El documento no es falso pero las cartas sí. No queríamos un tipo al borde de la ruina, comprenda.
Estaban a mitad de camino del avión, Irvine en cabeza y la azafata contoneándose detrás, cuando oyeron un grito a sus espaldas.
—¡Oiga, es usted un cabrón y un viejo taimado!
La chica le miró sobresaltada. Irvine sonrió.
—Se hace lo que se puede —dijo.
A su vuelta a Londres, sir Nigel Irvine se abocó a una semana de febril actividad.
Le satisfacía lo que había visto de Jason Monk, y lo que su ex jefe Carey Jordan le había explicado era impresionante, pero diez años fuera de juego era mucho tiempo.
Las cosas habían cambiado. Rusia era muy distinta de la antigua URSS que Monk había conocido brevemente. La tecnología también era distinta, casi todos los lugares habían retomado el nombre anterior a la revolución comunista. Si lo dejaban en Moscú sin haberle puesto al día, Monk podía quedar desconcertado ante tanta transformación, y estaba descartado que pudiera contactar con la embajada norteamericana o la británica para recabar ayuda. Sin embargo, necesitaría un sitio donde ocultarse, algún amigo para un caso de necesidad.
Algunas cosas seguían igual que siempre. Rusia continuaba teniendo un impresionante servicio de seguridad interno, el FSB, heredero del Segundo Directorio del KGB. Anatoli Grishin podía haber abandonado el cuerpo, pero seguro que conservaba contactos en su interior. Pero no era ése el riesgo principal, sino el endémico nivel de corrupción. Con fondos prácticamente ilimitados —de los cuales Komárov y, por tanto, Grishin dispondrían si la mafia Dolgoruki respaldaba su subida al poder— no había ningún tipo de cooperación gubernamental que no pudieran obtener mediante simples sobornos. La hiperinflación había impulsado a todos los empleados del gobierno central ruso a hacer horas extras para el mejor postor. Con dinero en mano se podía comprar la cooperación de cualquier organización estatal de seguridad, o un ejército privado de soldados de las Fuerzas Especiales. Añádase a eso la propia Guardia Negra y los fanáticos Jóvenes Combatientes, más la invisible milicia urbana del hampa, y Komárov dispondría de todo un ejército para seguir la pista del hombre que había ido a enfrentarse a su amo.
De una cosa estaba seguro el viejo jefe de espías; Anatoli Grishin no tardaría en enterarse del regreso de Monk a su coto privado, y eso no le gustaría nada.
Lo primero que hizo sir Nigel fue reunir un pequeño pero fiel y muy profesional equipo de ex soldados de las Fuerzas Especiales británicas.
Tras varias décadas combatiendo el terrorismo del IRA dentro del Reino Unido, librando guerras declaradas en Malvinas y el golfo Pérsico, y otra veintena de guerras no declaradas desde Borneo hasta Omán y desde África hasta Colombia, Gran Bretaña había producido una verdadera reserva de algunos de los combatientes secretos más experimentados del mundo. Muchos de ellos habían abandonado el ejército, y explotaban sus curiosos talentos para salir adelante. Servicio de escoltas, protección de bancos, contraespionaje industrial y asesoría de seguridad eran las actividades naturales donde uno los podía encontrar.
Fiel a su palabra, Saul Nathanson había hecho depositar un ingreso de procedencia localizable en un banco extranjero de propiedad británica donde el secreto era norma inquebrantable. Cuando quisiera, mediante una inocente palabra clave pronunciada en una llamada telefónica, Irvine podía hacer una transferencia a la sucursal de Londres para su disposición inmediata.
Antes de cuarenta y ocho horas tenía ya a seis hombres jóvenes a su entera disposición, dos de ellos con conocimiento del idioma ruso.
Algo que había mencionado Jordan tenía intrigado a Irvine, y siguiendo esa pista uno de los que hablaban ruso voló a Moscú con un fajo de libras. Regresó dos semanas después, y con noticias alentadoras.
A los otros cinco se les encomendaron diversos encargos. Uno viajó a América con una carta de presentación para Ralph Brooke, presidente de InTelCor. El resto fue en busca de los diversos especialistas que Irvine creyó podía necesitar.
Por su parte, él se aplicó al problema que quería resolver personalmente. Cincuenta y cinco años atrás, a su vuelta de Europa tras la convalecencia, Irvine había sido asignado al personal de inteligencia del general Horrocks, que mandaba el XXX Cuerpo de Ejército en su avance por la carretera de Mjimegen en Holanda, tratando de socorrer a los paracaidistas británicos que defendían la cabeza de puente de Arnhem. Uno de los regimientos del XXX Cuerpo era el de granaderos. Entre sus jóvenes oficiales había cierto comandante Peter Carrington, así como el comandante Nigel Forbes, con el que Irvine tuvo relación.
A la muerte de su padre, el comandante Forbes había tomado posesión del título de lord Forbes, primer lord de Escocia. Tras unas cuantas llamadas a Escocia, Irvine consiguió finalmente localizarlo en el Club Army & Navy de Pall Mall, en Londres.
—Ya sé que ha pasado mucho tiempo —dijo una vez le hubo refrescado la memoria sobre su persona—, pero necesito organizar un pequeño seminario. En realidad será bastante privado. Muy privado.
—Entiendo.
—Bien. Estaba buscando algún sitio apartado, algo que no esté muy a mano, donde puedan alojarse una docena de personas.
Usted conoce las Highlands. ¿Se le ocurre algún sitio en particular?
—¿Para cuándo lo necesita? —preguntó el noble escocés.
—Para mañana.
—Conque ésas tenemos. Mi casa no sirve, es demasiado pequeña. Hace tiempo le traspasé el castillo a mi hijo. Pero creo que él está fuera. Déjeme comprobarlo.
Llamó al cabo de una hora. Su hijo y heredero, Malcolm, que ostentaba el título de cortesía de señor de Forbes, cumplía cincuenta y tres aquel año y le había confirmado que se marchaba al día siguiente a pasar un mes en las islas griegas.
—Creo que será mejor que ocupen el castillo —dijo lord Forbes—, pero nada de artillería, ¿entendido?
—Por supuesto —dijo Irvine—. Sólo conferencias, pases de diapositivas, esas cosas. Todos los gastos quedarán cubiertos, y con creces.
—Entonces, de acuerdo. Telefonearé a la señora McGillivrat y le diré que va a ir usted. Ella se ocupará de todo.
Dicho esto lord Forbes volvió a su interrumpido almuerzo.
Despuntaba apenas el sexto día cuando el vuelo nocturno de British Airways procedente de Miami tomó tierra en la terminal 4 de Heathrow y depositó a Jason Monk junto a otros cuatrocientos pasajeros en el aeropuerto más ajetreado del mundo. Incluso a esa hora de la mañana había miles de pasajeros procedentes de diversos puntos del globo camino del control de pasaportes. Monk había viajado en primera clase y fue de los primeros en llegar al mostrador.
—¿Negocios o placer, señor? —preguntó el funcionario.
—Turismo —dijo Monk.
—Que tenga una agradable estancia.
Monk se guardó el pasaporte y fue hacia la cinta de equipaje. Hubo de esperar casi diez minutos a que llegaran los paquetes. Al salir echó un vistazo a la gente que estaba esperando, muchos de ellos chóferes con carteles de pasajeros o de empresas. En ninguno se leía «Monk».
Como tenía gente detrás, Monk hubo de seguir andando entre las líneas paralelas que formaban un pasadizo hasta la explanada principal, y cuando salía oyó una voz a su espalda:
—¿Señor Monk?
Era un hombre de unos treinta años. Vestía tejanos y chaqueta de cuero, llevaba el pelo corto y parecía estar en espléndida forma física.
—Soy yo.
—Su pasaporte, señor, si es tan amable.
Monk lo sacó y el hombre verificó su identidad. Todo en él reflejaba su calidad de ex soldado y al mirar las manos de gruesos nudillos que sostenían el pasaporte Monk hubiera apostado cualquier cosa a que la carrera militar de aquel individuo no había pasado por la sección de contabilidad. El hombre le devolvió el pasaporte.
—Me llamo Ciaran. Sígame, por favor.
En vez de ir hacia el aparcamiento, el guía cogió la maleta de Monk y se encaminó hacia el autobús de cortesía. Permanecieron en silencio mientras el autobús les llevaba a la terminal 1.
—¿No vamos a Londres? —preguntó Monk.
—No, señor. Vamos a Escocia.
Ciaran tenía los billetes de ambos. Una hora después el vuelo comercial Londres-Aberdeen despegaba hacia las Highlands. Ciaran se sumió en su ejemplar del Army Quarterly and Defence Review. Desde luego, su fuerte no era dar conversación. Monk aceptó su segundo desayuno de líneas aéreas en el mismo día y compensó el poco sueño que había conciliado cruzando el Atlántico.
En el aeropuerto de Aberdeen había un transporte esperando, un Land Rover Discovery con otro taciturno ex soldado al volante. Él y Ciaran intercambiaron nueve sílabas, que aparentemente equivalían a toda una conversación.
Monk no conocía las Highlands escocesas en las que se adentraron tras dejar el aeropuerto en las afueras de la ciudad costera de Aberdeen. El anónimo conductor tomó la carretera a Inverness y once kilómetros después se desvió a la izquierda. El rótulo decía simplemente: «Kemnay». Atravesaron el pueblo de Monymusk para tomar la carretera Aberdeen-Alford. Cinco kilómetros más adelante el Land Rover torció a la derecha, cruzó Whitehouse y siguió hacia Keig.
Había un río a la derecha. Monk se preguntó si habría truchas o salmones. Justo antes de Keig el vehículo dejó bruscamente la carretera, pasó un puente y enfiló una avenida. Dos curvas después apareció un pequeño castillo encaramado a un promontorio orientado hacia las colinas. El conductor se dio la vuelta para hablar.
—Bienvenido a Castle Forbes, señor Monk.
La enjuta figura de sir Nigel Irvine, con una gorra plana de tela en la cabeza, blancos mechones de pelo ondeando a cada lado, apareció en el porche de piedra.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó.
—Bien.
—Pero cansado, supongo. Ciaran le enseñará su habitación. Tome un baño y duerma un poco. El almuerzo será dentro de dos horas. Tenemos mucho que hacer.
—Usted sabía que iba a venir —dijo Monk.
—Naturalmente.
—Ciaran no ha hecho ninguna llamada.
—Ah, sí, ya le entiendo. Mitch… —señaló al conductor que estaba sacando su equipaje— también estaba en Heathrow. Y en el avión de Aberdeen. En la parte de atrás. Pasó por el aeropuerto de Aberdeen antes que usted, no tuvo que esperar para el equipaje. Llegó al Land Rover cinco minutos antes.
Monk suspiró. No había visto a Mitch en Heathrow, ni después en el avión. La mala noticia era que Irvine tenía razón; realmente había mucho trabajo. La buena era que estaba rodeado de un equipo muy profesional.
—¿Los chicos vendrán conmigo?
—Me temo que no. Cuando llegue allí estará solo. En las próximas tres semanas intentaremos ayudarle a que sobreviva.
El almuerzo consistió en carne picada de cordero con patatas. Sus anfitriones lo llamaron empanada de pastor y lo empaparon en una salsa negra muy especiada. Eran cinco a la mesa; sir Nigel Irvine el simpático anfitrión; el propio Monk; Ciaran y Mitch que siempre se dirigían a Irvine y Monk como «jefe»; y un hombre bajo y vivaz de pelo blanco y escaso que hablaba inglés con un acento que Monk reconoció como ruso.
—Habrá que hablar en inglés, claro está —dijo Irvine—, porque no hay muchos de nosotros que hablen ruso. Pero durante cuatro horas al día hablará usted en ruso con Oleg, aquí presente. Tendrá que esforzarse hasta que consiga pasar por un verdadero ruso.
Monk asintió. Hacía años que no practicaba el idioma e iba a descubrir hasta qué punto lo tenía oxidado. Pero alguien con talento innato para los idiomas puede siempre recuperar lo sabido con un poco de práctica.
—Bien —prosiguió sir Nigel—. Oleg, Ciaran y Mitch permanecerán aquí. Los demás irán y vendrán. Incluido yo. Dentro de unos días, cuando esté usted instalado, tendré que viajar al sur y seguir con… otros asuntos.
Si Monk pensó que iban a tener un mínimo de consideración con su jetlag, estaba equivocado. Después del almuerzo estuvo cuatro horas seguidas con Oleg.
El ruso inventó una serie de situaciones. Primero era un miliciano, deteniendo a Monk en plena calle para pedirle sus papeles, preguntarle de dónde venía, adónde se dirigía y por qué. Luego se convertía en camarero y preguntaba detalles de una complicada comida, y en un ruso de pueblo que preguntaba una dirección a un moscovita. Pasadas las cuatro horas, Monk empezó a notar que recuperaba el idioma.
Pescando en las Caicos, Monk había pensado que estaba en buena forma pese a que su talla de pantalón había aumentado. Se equivocaba. No había amanecido aún el segundo día cuando Mitch y Ciaran fueron a buscarle para una carrera a campo traviesa.
—Empezaremos con algo fácil, jefe —le dijo Mitch, y sólo corrieron ocho kilómetros entre brezales que les llegaban al muslo.
Al principio Monk creyó que iba a morir. Después deseó estar muerto.
Solamente había dos personas de servicio. El ama de llaves —la formidable señora McGillivrat, viuda de un corredor de fincas— cocinaba y hacía la limpieza, aceptando con olímpico desdén el ir y venir de expertos con acento inglés. Héctor cuidaba del jardín y del huerto, e iba en coche a Whitehouse a comprar víveres. No se presentó ningún repartidor. La señora McGee, como la llamaban los hombres, y Hector vivían en dos pequeños chalets dentro del recinto del castillo.
Un fotógrafo fue a sacarle una serie de fotos a Monk para los distintos documentos que le iban a preparar en otro sitio. Apareció también un peluquero y maquillador que transformó hábilmente su aspecto y le enseñó a hacerlo por sí solo con un mínimo de materiales y nada que no pudiera ser fácilmente comprado o llevado en el equipaje sin despertar sospechas sobre su verdadera utilidad. Una vez transformado su modelo, el fotógrafo tomó nuevas instantáneas de Monk para otro pazport. Nigel Irvine había conseguido en alguna parte documentos reales, así como los servicios de un grabador y un calígrafo para modificarlos en función de la nueva identidad.
Monk empleó varias horas ante un plano de Moscú, memorizando la ciudad y sus centenares de nombres, al menos los que le resultaban nuevos. El muelle de Maurice Thorez, que recibía el nombre del líder comunista francés, había recuperado el viejo nombre de puente de Sofía. Todas las referencias a Marx, Engels, Lenin, Dzerzhinsky y los otros notables del comunismo se habían evaporado, Memorizó los cien edificios más destacados y su ubicación, cómo utilizar el nuevo sistema de teléfono y cómo conseguir un taxi al momento haciendo señas a cualquier conductor en cualquier momento del día y en cualquier parte ofreciéndole un dólar.
Pasó varias horas en la sala de proyección junto a un hombre llegado de Londres, inglés pero que hablaba ruso, mirando caras, caras y más caras.
Tuvo que leer libros, discursos de Komárov, periódicos y revistas rusos. Lo peor fue memorizar cincuenta números de teléfono particulares. Los números nunca habían sido su fuerte.
Sir Nigel Irvine volvió la segunda semana. Parecía cansado pero satisfecho. No dijo dónde había estado. Traía algo que uno de sus hombres había comprado tras recorrer todos los anticuarios de Londres. Monk lo sopesó en sus manos.
—¿Cómo diablos se ha enterado de esto? —preguntó.
—No importa. Tengo las antenas largas. ¿Es igual?
—Idéntico. Que yo recuerde, al menos.
—Bien, entonces seguro que funciona.
También traía una maleta, hecha por un hábil artesano. Haría falta un superinspector de aduanas para descubrir el compartimiento interior donde Monk ocultaría dos documentos, el Manifiesto Negro en su original ruso, y el informe de verificación que lo autentificaba, traducido ahora a esa lengua.
A la segunda semana, Jason Monk había recuperado la forma física de sus mejores años. Sus músculos estaban firmes y su vigor había aumentado considerablemente, aunque sabía que nunca podría competir con Ciaran y Mitch, capaces de correr hora tras hora a través de las barreras del dolor y la extenuación hasta ese limbo próximo a la muerte donde sólo la voluntad mantiene al cuerpo en movimiento.
A media semana llegó George Sims. Era de la misma edad que Monk y ex brigada del regimiento SAS. A la mañana siguiente se lo llevó al césped. Ambos iban vestidos de chándal. Sims se dio la vuelta y habló a Monk desde unos cuatro metros.
—Y ahora —dijo con un marcado acento escocés—, le rogaría que intentara matarme.
Monk arqueó una ceja.
—Pero no se haga ilusiones, porque no lo conseguirá.
Tenía razón. Monk se le acercó, hizo una finta y se lanzó sobre él. El escocés se volvió y Monk acabó de espaldas en tierra.
—Un poquitín lento para esa llave —dijo el ex brigada.
Hector estaba en la cocina dejando unas zanahorias recién recogidas para el almuerzo cuando Monk, otra vez boca abajo, quedó frente a la ventana.
—¿Qué diantres están haciendo? —preguntó Héctor.
—Fuera de aquí —dijo la señora McGee—. Son los amigos del joven señor, que se están divirtiendo.
En el bosque, Sims enseñó a Monk la Sig Sauer automática de 9 mm de fabricación suiza.
—Creía que utilizaban la Browning de trece tiros —dijo Monk, queriendo demostrar que estaba al corriente.
—De eso hace años. Cambiamos a ésta hace casi una década. Bien, ¿conoce la presa a dos manos y el disparo en cuclillas?
Monk había recibido instrucción sobre armas ligeras en Fort Peary, Virginia, cuando era novato en la CIA. Había sido el primero de la clase, herencia de ir a cazar de pequeño con su padre a los montes Blue Ridge. Pero de eso también hacía muchos años.
El escocés colocó un blanco con un hombre agazapado, caminó quince pasos, se giró y le hizo cinco agujeros en el corazón. Monk le saltó la oreja izquierda al blanco y le rozó el muslo. Gastaron cien balas diariamente durante tres días hasta que al final Monk consiguió imputar tres de cinco en la cara.
—Eso suele pararles los pies —admitió Sims con el tono de quien sabe que no obtendrá mejores resultados.
—Con suerte quizá no tenga que usar estos malditos chismes —dijo Monk.
—Ya, eso dicen todos, señor. Y luego se acaba la buena suerte. Es mejor saber utilizarlos, por precaución.
Al inicio de la tercera semana Monk recibió instrucciones sobre el comunicador. Un hombre sorprendentemente joven llamado Danny llegó de Londres para enseñárselo.
—Es un ordenador portátil perfectamente normal —le dijo.
Y lo era. No mayor que un libro corriente, la tapa se levantaba para acceder a la pantalla de su cara interior, y el teclado, en dos mitades, se levantaba, se extendía y quedaba de nuevo encajado para convertirse en un teclado grande tipo máquina de escribir. Era la clase de portátil que ocho de cada diez ejecutivos llevan actualmente en sus maletines.
—El disco flexible… —Danny cogió lo que parecía una tarjeta de crédito y se lo mostró a Monk antes de introducirlo en el lateral del ordenador—. Lleva la información normal que necesita un hombre de negocios como el que usted va a ser. Si alguien se lo roba, sólo conseguirá información comercial de nulo interés excepto para el propietario.
—¿Entonces? —preguntó Monk. Se daba cuenta de que el chico era uno de aquellos locos de la informática para quienes las interioridades de un ordenador eran mucho más sencillas que los jeroglíficos egipcios. Monk hubiera preferido los egipcios sin vacilar.
—A ver —dijo Danny, cogiendo otra tarjeta—, ¿qué es esto?
—Una tarjeta Visa —dijo Monk.
—Mire otra vez.
Monk examinó la delgada hoja de plástico con su banda magnética en el reverso.
—Pues parece una tarjeta Visa.
—Puede servir incluso de eso —dijo Danny—, pero no la utilice como tal. Únicamente si se borrara por error. Guárdela en lugar seguro, donde vaya a vivir, preferiblemente oculta de miradas fisgonas, y úsela sólo en caso de necesidad.
—¿Para qué sirve?
—Se llama Virgil y sirve para muchas cosas. Codifica todo cuanto usted quiera mecanografiar. Tiene memorizados un centenar de one-time pads. Eso no es de mi especialidad, pero imagino que serán indescifrables.
—Lo son —dijo Monk, contento de oír por fin algo que le sonaba. Eso le hizo sentirse mejor.
Danny extrajo el disquete original e introdujo la Visa.
—Bien, el ordenador va alimentado con una batería de litio con energía suficiente para alcanzar el satélite. Aunque tenga a mano una toma de corriente, use siempre la pila en caso de oscilaciones en la corriente. Utilice la red eléctrica para recargar la batería. Ahora, póngalo en marcha. —Señaló el interruptor y Monk lo hizo.
—Teclee su mensaje para sir Nigel, en texto claro.
Monk tecleó un mensaje de veinte palabras para confirmar llegada sin problemas y primer contacto establecido.
—Ahora pulse esa tecla de ahí. Dice otra cosa, pero da la orden de codificar.
Monk pulsó la tecla. No pasó nada. Su texto seguía en la pantalla.
—Ahora pulse el power/off.
Las palabras se desvanecieron.
—Han desaparecido para siempre —dijo Danny—. Han sido totalmente borradas de la memoria, en el código de un one-time pad… Y ahora conecte de nuevo el ordenador.
Monk lo hizo. La pantalla se iluminó pero permaneció en blanco.
—Pulse ésta. Dice otra cosa, pero si inserta a Virgil significa «transmitir/recibir». Ahora déjelo en marcha. Dos veces al día un satélite pasará sobre el horizonte. Está programado para lanzar un mensaje hacia abajo cuando se aproxima adonde usted se encuentre. Tiene la misma frecuencia que Virgil, pero tarda un nanosegundo y está cifrado. Lo que dice es: «¿Estás ahí?». Virgil oye la llamada, identifica la fuente «madre», acusa recibo y transmite su mensaje. Lo llamamos apretón de manos.
—¿Eso es todo?
—No. Si Madre tiene un mensaje para Virgil, ella lo transmite. Virgil lo recibirá, en el código del one-time pad. Madre pasa sobre el horizonte y se desvanece. Para entonces ya habrá comunicado su mensaje a la base receptora, esté donde esté. Yo no lo sé y no necesito saberlo.
—¿He de estar al lado de la máquina mientras hace todo esto? —preguntó Monk.
—Claro que no. Puede estar donde le dé la gana. Cuando regrese, verá que la pantalla aún está brillando. Entonces pulse este botón. No dice «descodificar» pero eso es lo que hace si Virgil está ahí dentro. Lo que hará Virgil es descodificar el mensaje que le envían. Apréndalo y luego pulse power/off; lo habrá borrado para siempre.
—Una última cosa. Si realmente quiere destruir el cerebro de Virgil, pulse estos cuatro números seguidos. —Se los enseñó escritos en un trozo de tarjeta—. Nunca pulse esos cuatro números seguidos a menos que quiera convertir a Virgil en una simple tarjeta Visa.
Emplearon dos días para repetir las operaciones una y otra vez, hasta que Monk consiguió hacerlo con los ojos cerrados. Luego Danny se marchó al mundo de chips de silicio en que seguramente vivía.
Hacia el final de su tercera semana en Castle Forbes, todos los instructores afirmaron estar satisfechos, se despidieron de Monk y se marcharon.
—¿Hay algún teléfono por aquí? —preguntó Monk aquella noche mientras él, Ciaran y Mitch estaban en el salón después de la cena.
Mitch levantó la vista del tablero de ajedrez donde estaba siendo apalizado por Ciaran y señaló con la cabeza el teléfono que había en una esquina.
—Privado —dijo Monk.
Ciaran levantó también la cabeza y ambos ex soldados le miraron.
—Claro, jefe —dijo Ciaran—, use el del estudio.
Monk se sentó entre los libros y grabados de caza de lord Forbes y marcó un número de ultramar. La llamada sonó en una cabaña en Corzet, Virginia del Sur, donde el sol empezaba a ponerse tras los Blue Ridge, cinco horas más tarde que en Escocia. A la décima señal una voz respondió ¿Sí?
—Hola, mamá, soy Jason.
La frágil voz se animó de repente:
—¡Jason! ¿Dónde estás, hijo?
—He estado de viaje, mamá. ¿Y papá?
Desde el ataque su padre pasaba la mayor parte del día en la mecedora, en la pequeña galería, contemplando el pueblo y los montes donde, cuarenta años atrás y capaz de andar todo el día, había llevado a su primer hijo a cazar y pescar.
—Bien. Ahora está en el porche, echando un sueñecito. Hace mucho calor. Ha sido un verano muy largo y caluroso. Le diré que has llamado. Se alegrará. ¿Vendrás a vernos pronto? Hace mucho que no te vemos.
Eran dos hermanos y una hermana. Uno era asesor de seguros; el otro, agente inmobiliario; y la hermana se había casado con un médico rural y tenía familia. Todos vivían en Virginia. Iban a ver a sus padres a menudo. Jason era el único ausente.
—Lo antes que pueda, mamá. Te lo prometo.
—Te vas lejos otra vez, ¿verdad, hijo?
El sabía lo que quería decir con «lejos». Su madre había sabido lo de Vietnam antes de que a él le encomendaran aquel destino, y solía llamarlo a Washington antes de un viaje al extranjero como si sospechara algo que no tenía modo de saber. Cosas de las madres… A casi cinco mil kilómetros ella presentía el peligro.
—Cuando vuelva iré a visitaros.
—Cuídate mucho, Jason.
Apartó el teléfono y contempló desde la ventana el cielo estrellado de Escocia. Tendría que haber ido más a menudo a casa.
Ahora los dos eran viejos. Si volvía de Rusia buscaría el momento de ir a verlos.
—No te preocupes, mamá. Todo irá bien.
Hubo una pausa, como si ninguno de los dos supiera qué decir.
—Te quiero, mamá. Dile a papá que os quiero mucho a los dos.
Colgó. Dos horas después sir Nigel Irvine llevó la transcripción en su casa de Dorset. La mañana siguiente Ciaran y Mitch llevaron a Monk al aeropuerto de Aberdeen y le acompañaron en su vuelo hacia el sur.
Monk pasó cinco días en Londres, hospedado con sir Nigel en el Montcalm, un hotel tranquilo y discreto detrás de Marble Arch. Durante aquellos días el viejo jefe de espías le explicó con detalle lo que tenía que hacer. Finalmente, no quedó otra cosa que despedirse. Irvine le entregó un trozo de papel.
—Si ese maravilloso sistema de comunicaciones falla alguna vez, aquí hay alguien que podría sacar un mensaje del país. Como último recurso, por supuesto. Bueno, Jason, adiós. Yo no iré a Heathrow. Odio los aeropuertos. Creo que lo logrará. Sí, qué diablos, creo que puede lograrlo.
Ciaran y Mitch lo llevaron a Heathrow y le acompañaron hasta el control de pasaportes. Luego le estrecharon la mano.
—Buena suerte, jefe —dijeron.
Nadie sabía que su aspecto no se parecía al del Jason Monk que había llegado a la terminal 4 un mes atrás. Nadie sabía que no era el que decía su pasaporte. No tuvo problemas para pasar.
Fue un vuelo sin sorpresas. Cinco horas después, con su reloj ajustado a dos horas menos, Monk se aproximó al control de pasaportes en el aeropuerto de Sheremetvevo, Moscú. Su visado, supuestamente solicitado en la embajada rusa en Washington, estaba en regla. Le dejaron pasar.
En la aduana rellenó el extenso formulario de declaración de divisas y puso la maleta sobre la mesa de inspección. El funcionario miró la maleta y luego señaló con un gesto el portafolios.
—Ábralo —dijo en inglés.
Asintiendo sonriente con la cabeza como el típico ejecutivo americano, Monk lo hizo. El funcionario examinó sus papeles y luego sostuvo en alto el ordenador portátil. Asintió varias veces con la cabeza. Luego dijo «Muy bonito» y lo dejó en su sitio. Marcó con tiza los dos bultos, le indicó con un gesto de la cabeza que pasara y atendió al siguiente pasajero.
Monk cogió la maleta y el portafolios, cruzó la puerta de cristal y salió a la tierra que había jurado no volver a pisar jamás.