La Comisión de Proyecto fue restringida a cinco personas. Estaba el presidente del grupo geopolítico, su homólogo en el comité estratégico y el presidente del grupo económico, así como Saul Nathanson, a petición propia, y Nigel Irvine. Este era quien realmente presidía el comité, los otros le hacían las preguntas.
—Dejemos una cosa en claro desde el principio —empezó Ralph Brooke, del comité económico—. ¿Contempla usted la posibilidad de asesinar a ese Komárov?
—No.
—¿Por qué?
—Porque esas acciones raramente salen bien y en este caso, aunque lo lográsemos, tampoco resolvería el problema.
Irvine recordaba los diversos intentos de la CIA, con todo su dinero y su avanzada tecnología, para liquidar a Fidel Castro. Empezando por cigarros explosivos que él se negó a fumar, siguiendo por un traje de buzo envenenado que se negó a ponerse y acabando por el betún cuyos vapores se suponía podían haberle arrancado la barba de cuajo, todo había sido ridículo. Al final, la Agencia había recurrido a la Mafia, cuyos esfuerzos fueron, si cabe, más desastrosos aún. El pistolero designado por la Cosa Nostra, John Roselli, acabó llevando botas de hormigón en Florida Bav, y Castro siguió soltando discursos de siete horas, razón más que suficiente para asesinarle.
Charles de Gaulle había salido airoso de seis atentados de la OAS, la flor y nata de las unidades de combate francesas; el rey Hussein de Jordania todavía más, y Saddam Hussein a tantos que no se podían contabilizar.
—¿Por qué no lo cree posible, Nigel?
—Yo no he dicho tal cosa. Sólo que es extremadamente difícil. Ese hombre está celosamente protegido. El hombre que manda la brigada de protección y sus guardaespaldas no es ningún tonto.
—Pero si saliera bien, tampoco serviría de nada…
—No. Komárov se convertiría en mártir y otro ocuparía su lugar. Seguramente llevaría a cabo el mismo programa, es decir, el testamento del líder asesinado.
—¿Y luego?
—Todo político en activo está sujeto a la desestabilización. El término norteamericano, si no me equivoco.
Hubo unas cuantas sonrisas arrepentidas. En su día, el Departamento de Estado y la CIA habían intentado desestabilizar a varios dirigentes izquierdistas extranjeros.
—¿Qué haría falta?
—Presupuesto.
—Eso está hecho —dijo Saul Nathanson—. Diga cuánto.
—Gracias.
—¿Algo más?
—Apoyo técnico. Y un hombre.
—¿Qué clase de hombre?
—Uno que viajara a Rusia e hiciera ciertas cosas. Un hombre realmente completo.
—Eso le incumbe a usted. Si pudiéramos, y digo si, desacreditar a ese hombre y privarle del apoyo popular, ¿qué sucedería luego, Nigel?
—En realidad —dijo Irvine—, el principal problema es ése. Komárov es algo más que un charlatán. Es hábil, apasionado y carismático. Comprende y corresponde los instintos del pueblo ruso. Es un icono.
—¿Un qué?
—Un icono. No una pintura religiosa, sino un símbolo. Komárov representa algo. Todas las naciones necesitan algo, persona o símbolo, a lo que adherirse; algo que pueda dar a una masa de gente diversa un sentido de identidad y por tanto de unidad. Sin un símbolo unificador, la gente se pierde en luchas intestinas. Rusia es enorme y tiene muchas etnias diferentes. El comunismo fue brutal, pero le dio unidad. Lo mismo pasó en Yugoslavia; ya vimos cuál fue el resultado una vez derrocado el régimen comunista. Para alcanzar la unidad por voluntad propia debe existir ese símbolo. Ustedes tienen las Barras y Estrellas, nosotros la Corona. En este momento Komárov es el icono del pueblo ruso, y sólo nosotros sabemos cuán agrietado está.
—Entonces ¿qué táctica debemos seguir?
—Como cualquier demagogo, Komárov se aprovechará de sus esperanzas y deseos, de sus amores y odios, pero sobre todo de sus temores. De esa forma los fascinará. Luego conseguirá los votos, y con los votos el poder. Después podrá usar ese poder para construir la máquina que lleve a término los objetivos del Manifiesto Negro.
—Pero ¿y si Komárov es destruido? Será el caos. Puede que la guerra civil.
—Es probable. A menos que podamos introducir en la ecuación un nuevo y mejor icono. Alguien que sea digno de la lealtad del pueblo ruso.
—No existe tal hombre, ni ha existido nunca.
—Lo hubo —dijo Nigel Irvine—. Sí, hace muchos años. Le llamaban el zar de Todas las Rusias.
Langley, septiembre de 1990
El coronel Turkin —agente Lisandro— envió un solo mensaje urgente y personal a Jason Monk. Remitido en una postal donde se veía la terraza del café de la Opera de Berlín Oriental, el mensaje era simple e inocente: «Espero verte otra vez. Muchos recuerdos, José María». La postal había sido remitida a un buzón seguro de la CIA en Bonn, y según el matasellos había sido echada en Berlín Oeste a un buzón de correos normal.
Los agentes de la CIA en Bonn ignoraban quién la mandaba; sólo sabían que era para Monk y que éste estaba en Langley. La enviaron allí. Que hubiera sido echada al correo en Berlín Oeste no significaba nada. Turkin la había metido, con sello y todo, por la ventanilla de un coche con matrícula de Berlín Oeste que regresaba a Occidente. Se había limitado a decirle «Bitte» al inquieto conductor y seguir andando. Para cuando la sombra hubo doblado la esquina, ya era demasiado tarde. Luego, el amable berlinés la había echado al buzón.
Actuar así, a la buena de Dios, es poco recomendable. Pero cosas más extrañas han sucedido.
Lo realmente raro era la fecha garabateada encima del mensaje. Estaba equivocada. El matasellos databa del 8 de septiembre, que un alemán o un español habrían escrito así: 8/9/90, primero el día, luego el mes y después el año. Pero la fecha que llevaba la postal parecía haber sido escrita a la americana: 9/23/90. Para Jason eso quería decir: «Necesito que nos veamos a las nueve de la noche del 23 de este mes». Había que leerlo de derecha a izquierda. Y la firma con nombre español significaba: la cosa es grave y urgente.
Obviamente, el lugar de reunión era el café de la Ópera en Berlín Oriental.
El 3 de octubre debía tener lugar la reunificación definitiva de Berlín a la par que la de Alemania. Dejaba de funcionar el mandato soviético en el sector este. La policía de Berlín Oeste se haría cargo de la situación. El KGB tendría que reducir sus efectivos a una pequeña unidad dentro de la embajada soviética en Unter Den Linden. Parte del enorme montaje debería trasladarse a Moscú. Y Turkin tendría que irse con ellos. Si quería huir, ahora era el momento, pero tenía esposa y un hijo allá en Moscú. El curso acababa de empezar.
Lisandro tenía algo que contar, y quería decírselo en persona a su amigo. Urgentemente. A diferencia de Turkin, Monk conocía la desaparición de Delfos, Orión y Pegaso. A medida que pasaban los días, la inquietud se iba apoderando de él.
Cuando todos los invitados salvo uno hubieron partido, las copias de todos los documentos excepto las personales de sir Nigel fueron incineradas y las cenizas esparcidas al viento.
Irvine partió con su anfitrión, agradeciendo el viaje en el Grumman hasta Washington. Desde el sistema telefónico de seguridad del aparato hizo una llamada al área del distrito de Columbia para concertar un almuerzo con un viejo amigo. Luego se relajó en la mullida butaca de cuero frente a la de Saul Nathanson.
—Sé que habíamos acordado no hacer más preguntas —dijo su anfitrión mientras servía dos vasos de un buen Chardonnay—. Pero ¿puedo hacerle una de índole personal?
—Por supuesto, amigo mío. Lo que no le garantizo es una respuesta.
—De todos modos se la haré. Usted vino a Wyoming confiando en que el consejo aprobaría algún tipo de acción, ¿me equivoco?
—Supongo que así es. Pero pensaba que ya lo habían dicho todo, y mejor que yo.
—Todos nos quedamos verdaderamente perplejos. Pero en torno a esa mesa había siete judíos. ¿Por qué usted?
Nigel Irvine contempló las nubes que pasaban por debajo. Más allá estaban las grandes praderas de trigo, todavía en plena cosecha. Tanta comida… Volvió a imaginar otro lugar, lejano en el espacio y el tiempo: soldados ingleses vomitando al sol, los hombres de los bulldozers con caretas para protegerse del hedor, empujando montones de cadáveres a las zanjas, brazos de esqueletos vivientes surgiendo de las pestilentes literas, fauces humanas pidiendo comida en silencio.
—Realmente no lo sé. Ya he pasado por esto una vez. No quiero que se repita. Supongo que estoy anticuado.
Nathanson rió.
—Anticuado. Muy bien, brindo por eso. ¿Irá usted personalmente a Rusia?
—Bueno, no veo de qué manera podría evitarse.
—Tenga mucho cuidado.
—Saul, en el SIS solíamos tener un dicho. Hay agentes viejos y agentes audaces; pero ninguno que sea viejo y audaz. Tendré cuidado.
Como estaba en Georgetown, su amigo había propuesto un pequeño y agradable restaurante de ambiente francés llamado La Chaumière, a cien metros escasos del Four Seasons.
Irvine llegó el primero, buscó un banco cercano y se sentó a esperar, mientras jóvenes y expertos patinadores entrelazaban caminos en torno al anciano de pelo plateado.
Antiguamente el jefe del SIS era un ejecutivo de tipo más práctico que el director de la CIA, y cuando se trasladaba a Langley lo hacía con sus colegas del servicio secreto, los subdirectores de Operaciones y de Inteligencia, con los que se sentía muy compenetrado. Los tres compartían un vínculo que no siempre era posible con el hombre designado por la Casa Blanca.
Un taxi paró junto al bordillo. Un americano canoso de edad similar se apeó y pagó. Irvine cruzó la calle y le dio un golpecito en el hombro.
—Cuánto tiempo sin verte. ¿Cómo estás, Carey?
El rostro de Carey Jordan esbozó una sonrisa.
—Nigel, ¿qué diantres estás haciendo aquí? ¿A qué viene la comida?
—¿Es una queja?
—Claro que no. Me alegro de verte.
—Entonces te lo contaré dentro.
Era temprano y el restaurante estaba casi vacío. El camarero les preguntó si querían mesa de fumadores o de no fumadores. «Fumadores», dijo Jordan. Irvine arqueó una ceja. Ninguno de los dos fumaba.
Pero Jordan sabía lo que se hacía. Estaban en una ciudad políticamente correcta, y les dieron un reservado en la parte de atrás donde podrían hablar a sus anchas.
El camarero les llevó la carta y una lista de vinos. Los dos pidieron un entrante y después carne. Irvine paseó la mirada por la lista de burdeos y divisó un excelente Beychevelle. El camarero le miró radiante; no era un vino barato y había sido el de la casa durante bastante tiempo. Volvió a los pocos minutos, presentó la etiqueta, obtuvo un sí, descorchó y escanció.
—Bien —dijo Carey Jordan cuando estuvieron a solas—. ¿Qué te trae a este rincón del bosque, la nostalgia?
—No exactamente. Un problema, diría yo.
—¿Tiene algo que ver con esos señores poderosos con los que has estado conversando en Wyoming?
—Ah, Carey, querido amigo, no deberían haberte despedido nunca.
—Lo sé. ¿Cuál es el problema?
—En Rusia está pasando algo grave y nada bueno.
—¿Dónde está la novedad?
—Espera. Es peor de lo que piensas. Las agencias oficiales de nuestros países han recibido aviso de mantenerse aparte.
—¿Por qué?
—Timidez oficial, supongo.
Jordan soltó un bufido:
—Insisto, ¿dónde está la novedad?
—Verás… la idea general la semana pasada era que tal vez alguien debería ir allí a echar un vistazo.
—¿Alguien? ¿Pese a la advertencia?
—Eso parece.
—¿Y qué pinto yo? Hace doce años que no tengo nada que ver.
—Pero sigues teniendo tratos con Langley…
—Ya no hay quien hable con Langley.
—Bien, ahí tienes la respuesta, Carey. El hecho es que necesito un hombre. Alguien que pueda entrar en Rusia. Y sin llamar la atención.
—¿Clandestinamente?
—Me temo que sí.
—¿Contra el FSB?
Cuando Gorbachov, antes de su propio deshaucio, disolvió el KGB, el Primer Directorio pasó a llamarse SVR pero siguió operando como antes desde su cuartel general en Yazenevo; el Segundo Directorio, encargado de la seguridad interna, pasó a llamarse FSB.
—Puede que peor que eso.
Carey Jordan masticó un bocado de arenque, pensó y luego meneó la cabeza.
—No, él no volvería a ir. Seguro que no.
—¿Quién? ¿Quién no querría ir?
—El hombre en que estaba pensando. También lo ha dejado, como yo. Pero no es tan viejo. Era muy bueno. Sangre fría, muy listo, uno entre mil, un espía nato. Lo despidieron hace cinco años.
—¿Aún vive?
—Que yo sepa, sí. Oye, este vino es bueno de verdad. No suelo probar caldos tan buenos.
Irvine levantó su vaso.
—¿Y cómo se llamaba el hombre que ya no querría ir?
—Jason Monk. Hablaba ruso como un ruso. El mejor organizador de agentes que tuve nunca.
—Muy bien, aunque él no quiera ir, háblame de ese Monk. Y eso fue lo que hizo el ex subdirector de Operaciones.
Berlín Oriental, septiembre de 1990
Era una cálida tarde otoñal y la terraza estaba atestada. El coronel Turkin, con traje ligero de tela y corte alemanes, no llamó la atención al sentarse a una pequeña mesa próxima a la acera en el momento en que una pareja de adolescentes enamorados la dejaba libre. Cuando el camarero se llevó los vasos, Turkin pidió un café, abrió un periódico alemán y se puso a leer.
Precisamente porque había estado en contraespionaje y sabía de vigilancias, se le consideraba un experto en contravigilancia. Por tanto, los observadores del KGB mantuvieron las distancias. Pero estaban allí; un hombre y una mujer, al otro lado de la plaza, sentados en un banco, jóvenes, despreocupados y cada cual con sus auriculares de walkman.
Ambos podían comunicarse con sendos coches aparcados a la vuelta de la esquina para pasar sus observaciones y recibir instrucciones. En los coches estaba el equipo de secuestro, pues la orden de arresto ya había sido dada.
Dos últimas informaciones habían inclinado la balanza en contra de Turkin. En su descripción, Ames decía que Lisandro había sido reclutado fuera de la URSS y que hablaba español. Sólo esto último había hecho que la sección de investigación escrutara toda la zona de Latinoamérica además de España. El candidato alternativo, como se había sabido recientemente, había llegado a su primer destino sudamericano, Ecuador, cinco años atrás. Pero Ames decía que el reclutamiento de Lisandro había tenido lugar seis años atrás.
La segunda y concluyente prueba partió de la brillante idea de investigar todos los registros telefónicos de la sede del KGB en Berlín Oriental la noche de la abortada incursión al apartamento de la CIA, la noche en que el inquilino del piso se había largado una hora antes de la redada.
Los registros revelaron una llamada hecha desde la cabina situada en el vestíbulo al mismo número del apartamento. El otro sospechoso se encontraba en Potsdam esa noche, y el jefe de la abortada incursión había sido el coronel Turkin.
El arresto pudo haberse producido antes, de no ser porque se esperaba a un importante oficial procedente de Moscú. Éste había insistido en estar presente en el arresto y escoltar personalmente al sospechoso hasta la URSS. Inesperadamente, el sospechoso había partido, a pie, y los observadores no habían podido hacer más que seguirle.
Un limpiabotas de aspecto marroquí se paseaba por la acera del café, haciendo señas a los de la primera fila para preguntarles si deseaban que les limpiara los zapatos. Recibió una serie de negativas. Los berlineses del Este no estaban habituados a ver limpiabotas ambulantes en sus cafeterías, y los del Oeste que allí había opinaban que ya eran demasiados los inmigrantes que infestaban su próspera ciudad.
Finalmente el joven consiguió un cliente, se puso su pequeño taburete bajo el trasero y se acuclilló ante el hombre, aplicando enseguida una generosa capa de betún negro a sus robustos zapatos con cordones. Un camarero se acercó para echarlo.
—Ya que ha empezado, déjele que termine —dijo el cliente en un alemán con acento. El camarero se encogió de hombros y se alejó.
—Ha pasado mucho tiempo, Kolya —murmuró el limpiabotas en español—, ¿cómo estás?
El ruso se adelantó para indicar dónde quería más betún.
—No muy bien, creo que hay problemas.
—Cuenta.
—Hace dos meses tuve que hacer una redada en un apartamento que había sido denunciado como buzón de la CIA. Conseguí hacer una llamada a tiempo y el hombre pudo huir. Pero ¿cómo lo supieron? ¿Es que alguien ha… hablado?
—Es posible. ¿Por qué te lo parece?
—Es que hay más. Hace dos semanas, antes de mi postal, llegó un funcionario de Moscú. Sé que trabaja en Análisis. Su mujer es germano-oriental. Hubo una fiesta y el hombre se emborrachó. Alardeó de que en Moscú había habido varios arrestos. Alguien del Ministerio de Defensa y alguien de Exteriores.
Para Monk la noticia fue como un pisotón sobre los zapatos a los que estaba sacando el brillo final.
—Alguien que estaba en la mesa dijo algo como; debéis tener una buena fuente en territorio enemigo. El hombre se tocó la nariz y guiñó un ojo.
—Tienes que salir, Kolya. Ahora, esta misma noche. Cruza la frontera.
—No puedo dejar a Ludmilla y a Yuri. Están en Moscú.
—Hazlos venir aquí. Busca cualquier pretexto. Esto será territorio soviético hasta dentro de diez días. Luego será de Alemania. No podrán venir a buscaros.
—Tienes razón. Antes de diez días cruzaremos, como una familia más. ¿Cuidarás de nosotros?
—Me ocuparé de ello personalmente. No lo demores.
El ruso entregó al supuesto marroquí un puñado de marcos del Este, que podría guardar durante diez días y luego cambiar por marcos federales. El limpiabotas se puso en pie, asintió en señal de agradecimiento y se alejó arrastrando los pies.
Los dos que estaban al otro lado de la plaza oyeron una voz por sus auriculares.
—Ya estamos todos. Adelante con el arresto. Vamos, vamos.
Los dos Tatra checos de color gris doblaron la esquina de la plaza de la Ópera y se arrimaron al bordillo del café. Del primero saltaron tres hombres a la acera, apartaron a codazos a un par de peatones y agarraron a uno de los clientes de la primera fila. Del segundo coche saltaron otros dos hombres que dejaron la puerta de atrás abierta mientras montaban guardia.
Hubo gritos de alarma por parte de la clientela mientras el hombre del traje ligero era empujado sin miramientos hacia la trasera del segundo coche. La puerta se cerró con fuerza y el coche partió rechinando los neumáticos. El equipo de secuestro se precipitó hacia el primer coche y le siguió. Toda la operación duró siete segundos.
A unos cien metros de allí, al final de la manzana, Jason Monk observaba impotente el operativo.
—¿Qué pasó después de lo de Berlín? —preguntó sir Nigel Irvine. Algunos comensales estaban recogiendo sus tarjetas de crédito y saliendo camino del trabajo o el placer. El inglés levantó la botella de Beychevelle, vio que estaba vacía e hizo señas al camarero para que trajera otra.
—¿Tratas de emborracharme, Nigel? —dijo Jordan con una sonrisa irónica.
—Bah, me temo que somos lo bastante viejos y feos para beber como caballeros.
—Imagino que sí. Lo que pasa es que últimamente no suelo probar Cháteau Beychevelle.
El camarero presentó la segunda botella, que fue aceptada por sir Nigel, descorchó y escanció.
—Bien, ¿por qué quieres brindar? —preguntó Jordan—. ¿Por el Gran Juego, o mejor por la Gran Cagada? —añadió amargamente.
—No, brindemos por los viejos tiempos. Y por la claridad. Es lo que más echo en falta, lo que no tienen los jóvenes. La absoluta claridad moral.
—Brindaré por eso. Bien, estábamos en Berlín. Monk volvió más cabreado que un puma con el culo ardiendo. Yo no estaba allí, claro, pero aún hablaba con personas como Milt Bearden. Fuimos colegas mucho tiempo, ya me entiendes.
Monk iba diciendo por todo el edificio que la división soviética tenía un topo muy bien situado en su interior. Naturalmente, nadie quería oír semejante cosa. Ponlo por escrito, le dijeron. Y eso hizo Monk. Fue un documento realmente espeluznante. Acusaba a todo el mundo de incompetencia consumada.
Milt Bearden había conseguido por fin echar a Ames de su división soviética. Pero el tipo era como una lapa. Entretanto el director había creado un nuevo centro de contraespionaje. Dentro del mismo estaba el grupo de análisis y dentro de éste la sección URSS. La sección necesitaba un ex agente del directorio de Operaciones; Mulgrew propuso a Ames, y sabe Dios que obtuvo el puesto. Ya te imaginas a quién tuvo que dirigirse Monk con sus quejas. Al mismísimo Aldrich Ames.
—Eso debió de conmocionar un poco todo el sistema —murmuró Irvine.
—Dicen que el diablo sabe cuidar de sí mismo, Nigel. Desde el punto de vista de Ames era estupendo poder controlar a Monk. Podía arrojar el informe a la basura y lo hizo. De hecho fue más lejos. Acusó a Monk de alarmismo infundado. Dónde estaban las pruebas, le dijo. Al final resultó que hubo una investigación interna. Pero no sobre la existencia de un topo, sino sobre Monk.
—¿Una especie de corte marcial?
Carey Jordan asintió.
—Sí, eso creo. Yo habría apoyado a Jason, pero por esa época no tenía muy buena fama. En fin, la cosa la dirigió Mulgrew. La conclusión a que llegaron fue que Monk había inventado el encuentro en Berlín para impulsar una carrera en declive.
—Qué simpáticos.
—Mucho. Pero en ese momento el directorio de Operaciones era en líneas generales un cúmulo de burócratas. Después de cuarenta años habíamos ganado por fin la guerra fría, el imperio soviético se estaba desmoronando. Debería haber sido momento para vindicaciones, pero todo eran disputas.
—¿Y qué fue de Monk?
—Casi lo echan. Fue degradado a no sé qué vacante en Registros o algo así. Fue como enterrarlo vivo. Debió haber pedido su pensión y largarse para siempre. Pero Monk siempre fue un tío muy tenaz. Aguantó el tipo, convencido de que algún día le darían la razón. Se pudrió en aquel trabajo durante tres largos años, pero al final resultó que sí.
—¿Le dieron la razón?
—Por supuesto. Pero demasiado tarde.
Moscú, enero de 1991
El coronel Anatoli Grishin salió de la sala de interrogatorios y se recluyó en su despacho presa de una furia incontenible.
El grupo de oficiales que había llevado a cabo las preguntas estaba satisfecho pensando que lo tenían todo. Ya no habría más sesiones del comité Monakh. Todo estaba grabado, la historia completa desde que un muchacho enfermó en Nairobi en 1983 hasta el secuestro en la terraza del café de la Opera en septiembre.
Los hombres del Primer Directorio sabían de algún modo que Monk había caído en desgracia, que estaba acabado. Eso sólo podía significar que ya no controlaba a ningún agente. Habían sido cuatro, pero qué cuatro. Ahora quedaba uno solo con vida pero no por mucho tiempo, se le garantizó a Grishin.
Así pues, el comité fue disuelto definitivamente. Había cumplido su misión. Debería haber sido motivo de regocijo, pero la rabia de Grishin procedía de algo surgido en la última sesión.
Cien metros. Cien miserables metros… El informe del equipo de vigilancia había sido inapelable. En su último día de libertad Nikolai Turkin no había hecho contactos con agentes enemigos. Había pasado el día en el cuartel general, cenado en la cantina y salido después inesperadamente, siendo seguido a una cafetería donde había tomado un café y utilizado los servicios de un limpiabotas.
Los dos hombres que vigilaban a Turkin del otro lado de la plaza habían visto cómo el limpiabotas terminaba su trabajo y se alejaba. Al momento los coches del KGB, con Grishin al lado del conductor del primero, habían doblado la esquina. En ese momento había tenido a Jason Monk a menos de cien metros en territorio controlado por los soviéticos.
En la sala todos los interrogadores se habían vuelto mirarle. Había dirigido personalmente la operación, parecían decirle, y se le había escapado la presa más importante.
Habría dolor, por descontado. No como persuasión sino como castigo. Grishin se lo juró a sí mismo. Y entonces le desautorizaron. El general Boyárov le había dicho que el presidente del KGB deseaba una ejecución rápida; el presidente temía que la sentencia pudiera ser revocada teniendo en cuenta los cambios que tan rápidamente se sucedían. Ese mismo día iba a llevar la orden al presidente de la nación y esperaba verla ejecutada a la mañana siguiente.
Los tiempos estaban cambiando, y de qué manera: Grishin y su gente eran objeto de acusaciones por parte de la escoria de la nueva prensa liberada. La prensa, esa escoria que él sabía cómo tratar.
Lo que Grishin no sabía entonces era que en agosto su propio jefe, el general Kryuchkov, encabezaría un golpe de Estado contra Gorbachov y fracasaría. Que, en revancha, Gorbachov fragmentaría el KGB; y que la propia Unión Soviética acabaría desmoronándose en diciembre.
Mientras Grishin meditaba en su despacho aquel día de enero, el general Kryuchkov dejó la orden de ejecución del ex coronel Turkin en la mesa del presidente de la nación. Gorbachov cogió su pluma, se detuvo y la dejó de nuevo sobre el escritorio. El mes de agosto anterior Saddam Hussein había invadido Kuwait. Ahora los reactores americanos estaban acabando con Irak. Era inminente una invasión por tierra. Varios estadistas se proponían interceder, ofreciéndose a sí mismos como mediadores internacionales de paz. Era un papel muy tentador. Uno de ellos era Mijaíl Gorbachov.
—Reconozco que este hombre merece morir por lo que ha hecho —dijo el presidente Gorbachov.
—Así es la ley —dijo Kryuchkov.
—Sí, pero en estos momentos… creo que no sería aconsejable.
Gorbachov se decidió y le devolvió la orden sin firmar.
—Me asiste el derecho a ejercer clemencia, y así lo hago. Siete años de trabajos forzados.
El general se marchó enfurecido. Aquella degeneración no podía continuar, se juró. Tarde o temprano él y otros que opinaban como él tendrían que pasar a la acción.
Para Grishin la noticia fue el último golpe de un día espantoso. Lo único que podía hacer era asegurarse de que Turkin fuese enviado a un campo de trabajo del que nunca pudiera salir con vida.
A principios de los años ochenta los campos de presos políticos habían sido trasladados de la muy accesible Moldavia a la región más septentrional de Perm, lugar de nacimiento del propio Grishin. Una docena de esos campos rodeaban la localidad de Vsesvyatskoye. Los más conocidos por la dureza de su régimen eran los de Perm 35, Perm 36 y Perm 37. Pero a los traidores se les reservaba uno muy especial: Nizhni Tagil era un lugar cuya sola mención hacía temblar incluso a los del KGB.
Los guardias, pese a su conocida rudeza, vivían fuera del recinto. Sus brutalidades sólo podían ejercerse de forma esporádica e institucional; reducción de raciones, incremento del trabajo. Para asegurarse de que los criminales «reeducados» vivían constantemente los hechos reales de la vida, se los mezclaba dentro de Nizhni Tagil con un ramillete de los zeks más crueles y violentos de aquellos campos.
Grishin se ocupó de que Turkin fuese enviado a Nizhni Tagil, y bajo el encabezamiento de su impreso de sentencia, el coronel escribió de puño y letra: «Especial. Régimen súper estricto».
—En fin —suspiró Carey Jordan—. Supongo que recuerdas el final de la saga.
—En gran parte. Pero refréscame la memoria. —Alzó la mano y le dijo al camarero—: Dos cafés solos, por favor.
—Bien, en 1993 el FBI se hizo finalmente cargo de la caza del topo que ya duraba ocho años. Luego dirían que lo habían resuelto ellos solos en un año y medio. Pero lo cierto es que gran parte del trabajo de criba y descarte ya estaba hecho, aunque de un modo muy lento.
A decir verdad, los federales sí hicieron lo que deberíamos haber hecho nosotros. Pasaron de derechos civiles y obtuvieron mandatos judiciales secretos para examinar las cuentas bancarias de los pocos sospechosos que quedaban. Obligaron a los bancos a decir la verdad. Y la cosa funcionó. Se supo que Aldrich Ames era millonario, y eso sin las cuentas que más tarde se descubrieron en Suiza. Su coartada de que su mujer era una rica colombiana resultó falsa, y Ames fue sometido a vigilancia total.
Registraron su basura, entraron en la casa estando él ausente y asaltaron su ordenador personal. Todo estaba allí, o al menos lo suficiente para atraparlo, Correspondencia con el KGB, comprobantes de cuantiosos pagos de dinero, detalles de buzones falsos en el área de Washington… El 21 de febrero de 1994 (está visto, Nigel, que jamás olvidaré esa fecha) detuvieron a Ames a sólo unas manzanas de su mansión en Arlington. A partir de ahí se supo todo lo demás.
—¿Tú estabas al corriente?
—No. Imagino que el FBI fue lo bastante listo para no decirme nada. Si yo hubiera sabido entonces lo que ahora sé, me habría adelantado a ellos y habría matado a Ames con mis propias manos. Habría ido feliz a la silla eléctrica.
El viejo subdirector de Operaciones miró hacia el otro lado del local, pero sólo estaba mirando una lista de nombres y rostros, todos desaparecidos hacía tiempo.
—Cuarenta y cinco operaciones abortadas, veintidós hombres delatados, catorce de ellos ejecutados. Y todo porque ese asesino en serie por delegación quería tener una casa grande y un Jaguar. Nigel Irvine no quería entremeterse en aflicciones privadas, pero murmuró:
—Deberías haberlo hecho tú; desde dentro.
—Lo sé, lo sé. Todos lo sabemos ahora. Deberíamos haber controlado sus cuentas y al cuerno los derechos civiles. En la primavera de 1986 Ames había recibido ya más de un cuarto de millón, que había ingresado en un banco local. Deberíamos haber pasado por el detector de mentiras a los cuarenta y uno que tenían acceso a los archivos 301. Habría sido incómodo para los inocentes, pero Ames no hubiera salido impune.
—¿Y Monk? —preguntó el inglés.
Carey Jordan soltó una carcajada. El camarero, que ya tenía ganas de recoger la última mesa ocupada del restaurante, se acercó risueño agitando la cuenta. Irvine le hizo un gesto de que se la dejara a él. Irvine depositó encima una tarjeta de crédito y el camarero se dirigió hacia la caja.
—Sí. Monk. El tampoco lo sabía. Aquél era el día del Presidente, una festividad de ámbito federal. Supongo que debió de quedarse en su casa. La noticia no apareció hasta la mañana siguiente. Y fue entonces cuando llegó la maldita carta.
Washington, febrero de 1994
La carta llegó el 22, al reanudarse el reparto del correo tras el día festivo, con la primera correspondencia.
Era un sobre blanco, y por el matasellos Monk supo que procedía del servicio postal de Langley, pero dirigida no a su despacho sino a su residencia particular.
Dentro había otro sobre con el membrete de una embajada de Estados Unidos. En la parte frontal, escrito a máquina, se leía: «Sr. Jason Monk, a/c Sala Central de Correo, Cuartel General de la CIA, Langley, Virginia». Y alguien había escrito a mano: «Véase al dorso». Monk le dio la vuelta. La misma mano había escrito en el reverso: «Entregada en mano en nuestra embajada, en Vilnius, Lituania. Supongo que conoce a ese tipo». Puesto que no llevaba sello, el sobre interior tenía que haber llegado a Estados Unidos por valija diplomática.
Dentro había un tercer sobre, de calidad muy inferior, con fragmentos de pulpa de madera visibles en la textura. Estaba dirigida así: «Por favor (subrayado tres veces), hacer seguir hasta el Sr. Jason Monk, de la CIA. De parte de un amigo». La verdadera carta estaba dentro de este tercer sobre, escrita en un papel tan frágil que casi se deshacía al tacto. ¿Papel higiénico? ¿Las hojas de guarda de un libro de bolsillo barato? Tal vez. Estaba escrita en ruso por una mano temblorosa, y en tinta negra con una plumilla insegura. Este era el encabezamiento:
«Nizhni Tagil, septiembre de 1994».
Y continuaba así:
»Mi querido amigo Jason, cuando recibas esto, y si alguna vez te llega, yo estaré muerto. De tifus, sabes. Lo transmiten las pulgas y los piojos. Van a cerrar este campo dentro de muy poco, para borrarlo de la faz de la tierra como si nunca hubiera existido, que no debió.
»A una docena de presos políticos les han concedido una amnistía; en Moscú manda alguien llamado Yeltsin. Uno de los amnistiados es amigo mío, un escritor e intelectual lituano. Creo que puedo confiar en él. Me ha prometido sacar la carta y enviarla cuando llegue a su casa.
»Tendré que tomar otro tren, otra lata de sardinas, hasta un nuevo campo de trabajo, pero no llegaré a verlo. Así que te mando mi despedida y algunas noticias».
La carta explicaba lo sucedido después del arresto en Berlín Oriental tres años y medio atrás. Nikolai Turkin hablaba de las palizas sufridas en la celda de Lefortovo y de su decisión de confesar todo lo que sabía. Describía la hedionda celda llena de excrementos con sus paredes chorreantes y el frío tenaz; los focos, las preguntas a gritos, los ojos morados y los dientes astillados, cuando la respuesta tardaba en llegar.
Hablaba del coronel Anatoli Grishin, a quien se le había asegurado que Turkin iba a morir. El coronel se había deleitado en jactarse de un triunfo anticipado. Turkin supo con detalle de hombres a los que jamás había conocido: Kruglov, Blínov y Solomin. Se le dijo lo que Grishin le había hecho al siberiano para hacerle hablar.
«Cuando acabaron, rogué para que me llegara la muerte como he hecho muchas veces desde entonces. Muchos se han suicidado, pero supongo que yo siempre confiaba en que si resistía un poco más, tal vez sería libre algún día. Claro que tú no me reconocerías, tampoco Ludmilla ni mi hijo Yuri. Me he quedado sin pelo y sin dientes, y todo mi cuerpo es un cúmulo de heridas».
Hablaba del largo viaje en un vagón de ganado hasta el campo, recluido junto a criminales del hampa que le pegaban a placer y le escupían en la cara para contagiarle la tuberculosis. Describía el campo propiamente dicho y cómo él había destacado entre los demás por sus raciones más pequeñas y sus trabajos más duros; a los seis meses se había roto la clavícula cargando troncos, pero no le habían dado medicamentos, y al verle la herida los guardias decidieron que en adelante cargaría los troncos sobre el hombro fracturado. Al final escribía:
«No lamento lo que hice, pues aquél era un régimen nefasto. Puede que ahora haya libertad para mi pueblo. Mi esposa ha de estar en alguna parte, espero que sea feliz. Y mi hijo Yuri, que te debe la vida. Gracias. Adiós, amigo mío. Nikolai Ilyich».
Jason Monk dobló la carta, la dejó sobre una mesa auxiliar, apoyó la cabeza entre las manos y se echó a llorar como un niño. Aquel día no fue al trabajo. No telefoneó para explicar por qué. No contestó al teléfono. A las seis de la tarde, ya oscuro, consultó la guía de teléfonos, luego subió al coche y condujo hasta Arlington.
Llamó con bastante cortesía a la casa que buscaba, y al abrirse la puerta saludó con la cabeza a la mujer, dijo «Buenas noches, señora Mulgrew», y entró, dejándola boquiabierta en el umbral.
Ken Mulgrew estaba en la salita, sin chaqueta y con un gran vaso de whisky en la mano. Mulgrew se dio la vuelta, vio al intruso y dijo:
—¿Qué coño pasa aquí? ¿Cree que…?
Fue lo último que dijo sin resollar dolorosamente durante varias semanas. Monk le golpeó. Le golpeó en la mandíbula con fuerza.
Mulgrew era más corpulento, pero estaba en baja forma y todavía bajo los efectos de un almuerzo regado con exceso. Ese día había ido a la oficina, pero nadie hacía otra cosa que comentar en nerviosos susurros la noticia que corría por todo el edificio cual reguero de pólvora.
Monk le pegó cuatro veces en total, una por cada agente perdido. Además de partirle la mandíbula, le dejó ambos ojos morados y la nariz partida. Luego se fue.
—Eso sí que fueron medidas enérgicas —comentó Nigel Irvine.
—Más no lo podían ser —concedió Jordan.
—¿Qué pasó después?
—Bien, por suerte la señora Mulgrew no llamó a la policía sino a la Agencia. Enviaron a varios muchachos, a tiempo de ver cómo metían a Mulgrew en una ambulancia para llevarlo a la sala de urgencias más cercana. Tranquilizaron a la esposa y ella identificó a Monk. Los muchachos fueron a verle a su casa.
»Monk estaba allí, y le preguntaron qué cojones se había pensado que hacía y él señaló la carta que había en la mesa. No pudieron leerla, claro, estaba en ruso, pero se la llevaron.
—¿Monk fue arrestado? —preguntó el inglés.
—Exacto. Y esta vez lo echaron. Como es lógico, hubo una corriente de solidaridad cuando se conoció la traducción de la carta en la audiencia. Incluso me dejaron interceder por él, por si servía de algo. Pero el resultado estaba cantado. Aun estando reciente el arresto de Ames, no podían tener a espías rencorosos haciendo papilla a sus superiores. Total, le despidieron sin más.
El camarero estaba de vuelta con expresión lastimera, como animándoles a que dejaran libre la mesa. Los dos hombres se levantaron y fueron hacia la puerta. El aliviado camarero saludó con la cabeza y sonrió.
—¿Qué fue de Mulgrew?
—Ironías de la vida, cayó en desgracia un año después, cuando se conoció todo el alcance de lo que Ames había hecho.
—¿Y Monk?
—Se marchó de la ciudad. Por entonces vivía con una chica, pero ella estaba en un cursillo y cuando regresó se separaron. Supe que Monk había cobrado el total de su jubilación, pero que se había ido de Washington.
—¿Sabes adónde?
—Lo último que me dijeron fue que estaba en vuestros pagos.
—¿Londres? ¿Gran Bretaña?
—Frío. En una de las colonias de su majestad.
—Ahora se les llama territorios dependientes. ¿Y en cuál?
—Las islas Turcas y Caicos. Te dije que le encantaba pescar en alta mar, ¿no? Lo último que he sabido es que se había comprado un barco y trabajaba como patrón de alquiler.
Era un precioso día de otoño y Georgetown se veía muy bonito mientras esperaban frente a la acera de La Chaumière a que llegara el taxi para Carey Jordan.
—¿De veras quieres hacerle volver a Rusia, Nigel?
—En principio ésa es la idea.
—No lo hará. Juró que no regresaría nunca a Rusia. Me ha encantado la comida, pero creo que ha sido una pérdida de tiempo. De todos modos, gracias, aunque no creo que vaya. Ni por dinero ni por nada, ni siquiera con amenazas.
Llegó un taxi. Se estrecharon la mano y Jordan subió al coche. Sir Nigel Irvine cruzó la calle y entró en el Four Seasons para hacer varias llamadas.