Agosto no es un buen mes para los clubes masculinos de St. James, Picadilly y Pall Mall. Es el mes de las vacaciones, cuando la mayoría del personal desea estar lejos con sus familias y la mitad de los socios está en sus casas de campo o en el extranjero.
Muchos clubes cierran, y los socios que tienen que quedarse en la capital se encuentran con que han de frecuentar ambientes extraños; un complejo entramado de tratados bilaterales permite a esos socios comer y beber en los pocos clubes que quedan abiertos.
Pero el último día de agosto White’s abrió de nuevo sus puertas, y fue allí donde sir Henry Coombs invitó a comer a un hombre quince años mayor que él y uno de sus predecesores en el cargo de jefe del servicio secreto.
A sus setenta y cuatro años sir Nigel Irvine llevaba quince apartado de la acción. Durante los primeros diez había sido «algo de la City», queriendo significar que, al igual que otros antes y después que él, había transformado su experiencia del mundo, sus conocimientos de los pasillos del poder y su astucia natural en una serie de cargos de director que le habían permitido ahorrar para su vejez.
Cuatro años atrás se había retirado por fin a su casa próxima a Swanage, en la isla de Purbeck, condado de Dorset, donde escribía, leía, paseaba por el agreste litoral sobre el canal de la Mancha y, de vez en cuando, iba a Londres en tren a ver a algún viejo amigo. Esos mismos amigos, y algunos bastante más jóvenes, creían que aún estaba en activo. Sus mansos ojos azules ocultaban una mente afilada como una cuchilla.
Quienes le conocían a fondo eran conscientes de que la cortesía que Irvine deparaba a todo aquel que trataba disimulaba una voluntad de hierro que, llegado el caso, podía volverse totalmente implacable. Henry Coombs, pese a la diferencia de edad, era de los que le conocían bien.
Ambos provenían de la tradición de especialistas en Rusia. Tras la jubilación de Irvine la jefatura del SIS había recaído sucesivamente en dos orientalistas y un arabista antes de que Coombs marcara el retorno de alguien experimentado a fuego en la lucha contra la Unión Soviética. Siendo jefe Nigel Irvine, Coombs había demostrado ser un magnífico agente en Berlín, midiendo su sagacidad con la red germano-oriental del KGB y con el propio jefe de espías germano-oriental, Marcus Wolf.
Irvine se contentó con dejar que la conversación siguiera un curso trivial en el atestado bar del piso de abajo, pero no habría sido humano si no se hubiera extrañado de que su expupilo le hubiera pedido que fuera en tren desde Dorset hasta el brumoso Londres sólo para comer. No fue hasta que hubieron subido y ocupado una mesa junto a la ventana con vistas a St. James Street que Coombs mencionó el motivo de su invitación.
—Algo se está cociendo en Rusia —dijo escuetamente.
—Yo diría que mucho, y todo malo por lo que leo en la prensa —repuso Irvine.
Coombs sonrió. Sabía que su ex jefe tenía fuentes mucho mejores que la prensa de la mañana.
—No voy a entrar en ello en profundidad —dijo—. Ni ahora ni aquí. Sólo será un resumen.
—Por supuesto —dijo Irvine.
Coombs le habló en líneas generales de lo acontecido en las últimas seis semanas, tanto en Moscú como en Londres. Especialmente en Londres.
—El gobierno no piensa hacer nada al respecto, y es definitivo —dijo—. Las cosas deben seguir su curso, por lamentable que pueda ser. Eso, en cualquier caso, es lo que me dijo nuestro estimado ministro de Asuntos Exteriores hace un par de días.
—Creo que me sobrestima usted si piensa que yo puedo inyectar algo de dinamismo en los mandarines del Foreign Office —dijo sir Nigel—. Estoy viejo y retirado. Como escribe el bardo, sin carrera que correr ni pasión que derrochar.
—Tengo dos documentos que me gustaría examinara —dijo Coombs—. Uno es el informe completo de todo lo sucedido, hasta donde podemos saber, desde el momento en que un valiente pero estúpido viejo robó una carpeta del despacho del secretario privado de Komárov. Podrá juzgar por sí mismo si nuestro dictamen de que el Manifiesto Negro es auténtico le parece acertado o no.
—¿Y el otro?
—El propio Manifiesto.
—Gracias por la confianza. ¿Qué se supone que debo hacer con ellos?
—Llevárselos y leerlos, y darme su opinión.
Mientras el camarero retiraba los vacíos cuencos de arroz con leche, sir Henry Coombs pidió café y dos copas del oporto añejo del club, un Fonseca especialmente bueno.
—Y en el supuesto de que coincida con lo que usted afirma, que el Manifiesto es abominable y que probablemente es genuino, ¿cuál es el siguiente paso?
—Bueno, me preguntaba si… esas personas que según creo va usted a ver en América la semana próxima…
—Por el amor de Dios, Henry, ni siquiera usted debería saber eso.
Coombs se encogió de hombros restándole importancia, pero en el fondo se alegraba de que su corazonada hubiera funcionado. El consejo iba efectivamente a reunirse, e Irvine estaría allí.
—Por usar la clásica frase, tengo espías por todas partes.
—Me conforta que las cosas no hayan cambiado mucho desde mis tiempos —dijo Irvine—. Está bien, suponiendo que vaya a reunirme con ciertas personas en América, entonces, ¿qué?
—Lo dejo a su consideración. Si cree que los documentos lo merecen, quémelos. Si piensa que deberían cruzar el océano, la decisión es suya.
—Caramba, cuánta intriga.
Coombs sacó un paquete plano y sellado de su maletín y se lo entregó a Irvine. Éste lo guardó en el suyo junto con las compras que acababa de hacer en John Lewis, unos tapices para lady Irvine, que gustaba de coser fundas de cojín en las noches de invierno.
Se despidieron en el vestíbulo y sir Nigel Irvine tomó un taxi para ir a la estación y coger el tren de regreso a Dorset.
Langley, septiembre de 1989
Cuando Aldrich Ames se instaló de nuevo en Washington, su carrera como espía al servicio del KGB tenía por delante cuatro años y medio más que sumar a los nueve anteriores.
Sobrado de dinero, empezó por comprarse una casa de medio millón de dólares y meter en el garaje un flamante Jaguar. Esto con un sueldo de cincuenta mil dólares al año. Nadie advirtió nada raro. Como había dirigido la oficina soviética en la estación de Roma y pese al hecho de que Roma correspondía a Europa Occidental, el propio Ames había seguido siendo parte importante de la división SE. Desde el punto de vista del KGB era de vital importancia que permaneciera allí donde podía tener acceso una vez más a los archivos 301.
Esto presentaba un problema importante. Milton Bearden había regresado también a Langley tras haber supervisado la guerra encubierta contra los soviéticos en Afganistán.
Lo primero que hizo como nuevo jefe de la división SE fue intentar deshacerse de Ames. En esto, como otros antes que él, sólo consiguió sentirse frustrado.
Ken Mulgrew, la quintaesencia del burócrata, había ascendido en el escalafón no operacional hasta un cargo que le colocaba al mando de Personal. En consecuencia, tenía gran influencia en materia de destinos y alojamientos de la plantilla.
Mulgrew y Ames reanudaron enseguida su etílica amistad. De hecho, fue Mulgrew quien frustró los planes de Bearden manteniendo a Ames en la división SE.
Mientras tanto, la CIA había informatizado un gran volumen de sus archivos secretos, confiando sus secretos más íntimos a la más insegura de las herramientas jamás inventadas por el hombre. En Roma, Ames había perseverado hasta convertirse en un especialista en informática. Solamente necesitaba los códigos de acceso para abrir los archivos 301 sin siquiera salir de su despacho. Adiós a las bolsas de plástico llenas de papeles. Tampoco sería necesario firmar ningún papel para examinar los más confidenciales documentos.
La primera vacante que Mulgrew le consiguió a su amigo fue la de jefe europeo del grupo de operaciones externas de la división soviética.
Pero Operaciones Externas sólo se ocupaba de agentes soviéticos que estuviesen fuera de la URSS o del bloque soviético.
Esto no incluía a Lisandro, el guerrero espartano, que se encontraba en Berlín Oriental ocupándose del directorio K del KGB; a Orión, el cazador, dentro del Ministerio de Defensa en Moscú. Delfos, el oráculo, estaba en las altas instancias del Ministerio de Asuntos Exteriores soviético, y el cuarto agente, el que quería cruzar el Atlántico —nombre en clave, Pegaso—, estaba en un centro supersecreto de investigación nuclear entre Moscú y los Urales.
Cuando Ames utilizó su posición para investigar a Jason Monk, que ahora le aventajaba como GS15 mientras él seguía en GS14, no pudo obtener nada. Pero incluso la ausencia de toda referencia a Monk en Operaciones Externas dejaba una cosa clara: cualquier espía de Monk tenía que estar dentro de la URSS. Scuttlebutt y Mulgrew le contaron el resto.
En la oficina se hablaba de que Jason Monk era el mejor, la última gran esperanza de la división. Se decía también que era un solitario, un rebelde, que trabajaba a su manera, arriesgándose cuando le parecía bien y que le habrían tenido que echar hacía tiempo de no ser porque estaba obteniendo resultados en una organización donde cada vez se obtenían menos.
Como todo burócrata, Mulgrew sentía rencor hacia Monk. Le ofendía su independencia, su negativa a llenar formularios por triplicado y, por encima de todo, su aparente inmunidad a las quejas de gente como Mulgrew.
Ames se aprovechó de ese rencor. De los dos, Ames era el que mejor aguantaba la bebida. El podía seguir pensando pese a los vapores del alcohol, en tanto que Mulgrew se volvía jactancioso y se iba de la lengua.
Así fue como una noche de septiembre de 1989 en que el asunto del solitario virginiano había salido una vez más a relucir, Mulgrew soltó que se había enterado de que Monk controlaba a un agente de campanillas que había reclutado un par de años atrás en Argentina.
No sabía el nombre ni tampoco el nombre en clave. Pero el KGB se encargaría del resto. «De campanillas» indicaba un hombre de rango equivalente a segundo secretario o más. «Un par de años» fue fijado en un período comprendido entre dieciocho meses y tres años.
Investigadas las acreditaciones en Buenos Aires del Ministerio de Asuntos Exteriores, fueron seleccionados diecisiete candidatos. El soplo de Ames acerca de que el hombre no había tenido otro destino en el extranjero redujo la lista a doce.
A diferencia de la CIA, el contraespionaje del KGB carecía de escrúpulos. Empezaron a verificar súbitos aumentos de poder adquisitivo, incluso la compra de un pequeño apartamento…
Aquel primer día de septiembre hacía buen tiempo, soplaba brisa del Canal y entre los acantilados y la lejana costa de Normandía no había otra cosa que las olas de blanca cresta levantadas por el viento.
Sir Nigel subió por el sendero que iba de Durlston Head a St. Alban’s Head y respiró el aire salobre. Era su excursión favorita desde hacía años, y resultaba tonificante después de las salas de juntas llenas de humo o de una noche examinando documentos reservados. Le despejaba la cabeza, le ayudaba a descartar lo irrelevante y lo deliberadamente engañoso, y le permitía concentrarse en lo esencial del problema.
Había pasado la noche leyendo los documentos que le había entregado Henry Coombs, y ambos textos le habían impresionado. El trabajo de detective efectuado desde que un vagabundo arrojara algo al interior del coche de la señorita Stone le pareció digno de admiración. El habría actuado de la misma manera.
Recordaba vagamente a Jock MacDonald como un chiquillo que hacía recados en Century House. Desde luego había llegado lejos. Y ahora estaba convencido de que el Manifiesto Negro no era una broma ni una falsificación.
Eso le llevó al texto en sí. Lo que el demagogo ruso parecía tener en mente para cuando alcanzara el poder le trajo a la memoria un espantoso recuerdo de juventud.
Tenía dieciocho años cuando, en 1943, lo habían aceptado finalmente en el ejército británico, siendo destinado a Italia. Herido en la gran ofensiva de Monte Casino, había sido enviado de nuevo a Gran Bretaña y posteriormente, y pese a su solicitud de incorporarse a una unidad de combate, fue destinado a la inteligencia militar. Como teniente, recién cumplidos veinte años, cruzó el Rin con el Octavo Ejército y se topó con algo que nadie de esa edad, o de ninguna edad, debería ser obligado a contemplar. Un estupefacto mayor de infantería le hizo llamar para que mirara algo que los soldados habían encontrado en el camino. El campo de concentración de Bergen-Belsen ocasionó en hombres mayores que él pesadillas indelebles.
Regresó tierra adentro por St. Alban’s Head, siguiendo la senda que llevaba a la aldea de Acton, donde torcería otra vez y enfilaría la vereda hasta Langton Matravers. ¿Qué hacer?, se preguntaba. ¿Qué efectos podía tener cualquier tipo de acción? ¿Quemar los documentos y olvidarlo? Tentador, muy tentador. ¿Llevarlos a Estados Unidos y arriesgarse a quedar en ridículo ante los prohombres con quienes iba a pasar una semana? Parecía preferible desistir.
Abrió la puerta del cercado y cruzó el trecho donde Penny cultivaba frutas y hortalizas en verano. Había una fogata ardiendo sin llama, pero las ascuas estaban vivas y al rojo. Le resultaría muy fácil arrojar los documentos al fuego y acabar con el dilema.
Irvine sabía que Henry Coombs no volvería a mencionar el asunto; no le preguntaría qué había hecho ni buscaría sacarle ningún informe. Efectivamente, nadie sabría nunca de dónde habían salido los documentos, pues ninguno de los dos hombres hablaría. Formaba parte del código. Su esposa le llamó desde la ventana de la cocina.
—Por fin. Hay té en la salita. He ido al pueblo a comprar magdalenas y mermelada.
—Estupendo, me encantan las magdalenas.
—Como si no lo supiera.
Cinco años menor que él, Penelope Irvine había sido en tiempos una mujer hermosísima a la que rondaban pretendientes mucho más ricos que Coombs. Ella, por sus propias razones, había preferido al joven oficial del servicio de inteligencia militar que leía poemas y ocultaba tras una tímida fachada el cerebro de un ordenador. Había habido un hijo, sólo uno, su único hijo muerto tiempo atrás en la guerra de las Malvinas. Procuraban no darle muchas vueltas, salvo en su cumpleaños y en la fecha de su muerte. Durante treinta años ella le había esperado pacientemente mientras él dirigía a sus agentes en el corazón de la URSS o esperaba en las frías sombras del muro de Berlín a que un hombre valiente pero asustado atravesara el puesto de control hacia las luces de Berlín Oeste. Cuando él llegaba a casa, el fuego estaba siempre encendido y había magdalenas para acompañar el té. Con setenta años, él seguía encontrándola hermosa y la quería mucho.
Irvine se sentó, empezó a comer y contempló el fuego.
—Te marchas otra vez —dijo ella pausadamente.
—Creo que debo hacerlo.
—¿Cuánto tiempo?
—Oh, unos días en Londres haciendo preparativos, y luego una semana en América. Después, no sé. Tal vez sea la última vez.
—Bien, por mí no te preocupes. Tengo mucho trabajo en el huerto. ¿Telefonearás cuando puedas?
—Naturalmente. —Tras una pausa, él añadió—: La historia no debe repetirse, sabes.
—Claro que no. Vamos, acaba el té.
Langley, marzo de 1990
Fue el puesto de la CIA en Moscú el primero que hizo sonar la alarma. El agente Delfos había desconectado desde el mes de diciembre. Jason Monk se encontraba en su despacho examinando el tráfico de telegramas a medida que le iban llegando ya descifrados. Primero se inquietó, luego se puso furioso.
Si a Kruglov no le pasaba nada, estaba quebrantando todas las normas. ¿Por qué? Por dos veces la CIA había dejado las oportunas señales de tiza en los sitios apropiados a fin de indicar que había algo en una de las trampillas de Moscú para el Oráculo y que éste debía acudir al escondrijo. Por dos veces las señales habían sido ignoradas. ¿Estaría fuera de la ciudad, destinado súbitamente al extranjero?
En tal caso, Kruglov debería haber dejado señales de «Estoy bien» para tranquilizarlos. Escrutaron las revistas acostumbradas en busca del pequeño anuncio que significaría un mensaje de «Estoy bien» o su contrario: «Tengo problemas, necesito ayuda». Pero no había nada.
Llegó marzo y parecía que el Oráculo estaba incapacitado por un ataque cardíaco, otra enfermedad o un accidente grave. O muerto. O secuestrado.
Para Monk, siempre receloso, había una pregunta sin responder. Si habían interrogado a Kruglov, era seguro que lo habría dicho todo. Resistirse era inútil, sólo podía prolongar el dolor. Por tanto habría cantado los emplazamientos de los buzones falsos y las señales de tiza que alertaban a la CIA de la necesidad de recoger algún paquete de información.
¿Por qué entonces no aprovechaba el KGB estas señales para pillar in fraganti a un diplomático norteamericano? Habría sido lo más lógico. Un triunfo para Moscú en un momento en que los necesitaban de veras, pues los otros tantos se los apuntaba Estados Unidos.
El imperio soviético en Europa del Este se desmoronaba. Rumanía había ajusticiado al dictador Ceausescu; Polonia se les había escapado por la tangente; Checoslovaquia y Hungría estaban en plena revuelta, el muro de Berlín había sido derruido en noviembre. Cazar a un espía norteamericano con las manos en la masa habría servido para compensar la racha de humillaciones que estaba sufriendo el KGB. Y sin embargo, nada.
Según Monk eso significaba dos cosas. O la desaparición de Kruglov era un accidente que tendría su explicación más adelante, o el KGB estaba protegiendo una fuente.
Estados Unidos es un país rico en muchas cosas, entre las cuales se cuentan las ONG, organizaciones no gubernamentales. Las hay literalmente a millares. Van desde consorcios hasta fundaciones para investigar hasta los asuntos más peregrinos. Existen centros para el estudio de la política, grupos de expertos, asociaciones para promover tal o cual cosa, consejos para el progreso de lo que sea y fundaciones cuya lista sería interminable.
Algunas se dedican a la investigación, algunas a la beneficencia, algunas a la discusión; otras tienen por objetivo la propaganda, el cabildeo, la publicidad, el incrementar la conciencia pública sobre esto o la abolición de aquello.
Washington acoge por sí sola mil doscientas ONG, y Nueva York tiene mil más. Y no hay una que no tenga fondos. Unas están subvencionadas, al menos en parte, por dinero de los impuestos, otras por legados de personas fallecidas tiempo atrás; aquéllas por la industria y el comercio privados; éstas por quijotescos, filantrópicos o simplemente locos millonarios.
Estas organizaciones sirven de nido a académicos, políticos, ex embajadores, benefactores, entremetidos y maníacos ocasionales. Pero todas tienen dos cosas en común. Admiten su existencia y tienen un cuartel general. Excepto una.
Quizá debido al reducidísimo y cerrado número de socios, la calidad de éstos y su absoluta invisibilidad, en aquel verano de 1999 el Consejo de Lincoln era probablemente la más influyente de todas esas organizaciones.
En una democracia, poder es influencia. Únicamente en las dictaduras puede existir un poder absoluto que arreste, detenga, secuestre, torture, procese y condene legalmente. Por tanto el poder no emanado de los votos radica, en una democracia, en la habilidad para influir en la máquina electoral. Esto se logra mediante la movilización de la opinión pública, las campañas en los medios informativos, el cabildeo persistente o la simple contribución financiera. Pero en su forma más pura dicha influencia puede ser un simple consejo susurrado a los poseedores de cargos elegidos democráticamente por parte de una fuente de incuestionable experiencia, integridad y sabiduría.
El Consejo de Lincoln, negando su propia existencia y tan pequeño como para ser invisible, era un grupo autosuficiente dedicado al estudio, evaluación y discusión de temas de actualidad. Debido a la calidad de sus miembros y su habilidad para tener acceso a la cúspide de los cargos electos, el consejo tenía probablemente más influencia real que cualquier otra ONG. Esta entidad angloamericana tenía sus orígenes en el profundo sentido de la camaradería ante la adversidad que se remonta a la Primera Guerra Mundial, aunque el Consejo no empezó a existir hasta los primeros años ochenta como resultado de una cena en un exclusivo club de Washington recién finalizada la guerra de las Malvinas.
La pertenencia al consejo era por invitación y estaba limitada a aquellas personas que según los otros miembros poseían determinadas cualidades, entre las cuales se contaban larga experiencia, rectitud irreprochable, sagacidad, discreción absoluta y patriotismo probado.
Aparte de eso, los que hubieran detentado cargos públicos debían estar retirados de los mismos a fin de que no pudiese existir ningún tipo de argumento tendencioso, pero los del sector privado podían continuar al timón de sus empresas. No todos los miembros eran ricos, pero al menos dos del sector privado poseían fortunas personales estimadas en mil millones de dólares.
El sector privado cubría la experiencia en comercio, industria, banca, finanzas y ciencia, mientras que el sector público incluía el arte de gobernar, la diplomacia y el servicio al Estado.
En el verano de 1999 había seis miembros británicos, uno de ellos era mujer, y treinta y cuatro americanos, cinco de los cuales eran mujeres.
Por el tipo de experiencia que se suponía iban a aportar a las discusiones colegiales, tendían a ser de mediana edad en adelante. Pocos tenían menos de sesenta años de experiencia vital y el mayor era un octogenario en muy buena forma.
El consejo no recibía su nombre de la ciudad británica de Lincoln, sino del gran presidente americano, y su carácter distintivo debía buscarse en la máxima «el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo jamás desaparecerá de la tierra».
Se reunía una vez al año, según acuerdo alcanzado mediante llamadas telefónicas, y en un lugar de máxima discreción. El anfitrión era siempre uno de los miembros más acaudalados, quienes jamás declinaban tal honor. Cada uno se pagaba su viaje hasta el lugar de la cita, después de lo cual se convertían en invitados del anfitrión.
En la esquina noroccidental del estado de Wyoming hay un valle conocido como Jackson Hole, en honor del primer trampero que tuvo agallas para pasar allí el invierno. Limitado al oeste por los imponentes Tetons y al este por la sierra de Gros Ventre, el valle queda cerrado al norte por el parque Yellowstone. Hacia el sur el río Shake corre entre montaña como un cañón de aguas blancas.
Al norte de la pequeña estación de esquí de Jackson, la autopista 191 asciende hasta Moran Junction, pasado el aeropuerto, y luego sigue hasta el Yellowstone. Justo después del aeropuerto se encuentra el pueblo de Moose desde donde una carretera más pequeña lleva a los turistas a Jenny Lake.
Al oeste de esta carretera, en las estribaciones de los Tetons, hay dos lagos: el Bradley, servido por el torrente de Garnet Canyon, y el Taggart, servido por el Avalanche Canyon. Ambos lagos son inaccesibles salvo para los excursionistas. Entre los dos lagos, en un trecho protegido por la pared vertical del Teton Sur, un financiero de Washington llamado Saul Nathanson poseía un rancho de dos hectáreas para pasar las vacaciones.
Su situación garantizaba total aislamiento tanto al dueño como a cualquier invitado. La tierra se extendía de lago a lago a ambos lados del rancho, con pura roca detrás. Los senderos públicos pasaban más abajo del nivel del rancho, que estaba encaramado a una meseta.
El 7 de septiembre los primeros invitados arribaron a Denver, Colorado, donde fueron recogidos por el Grumman privado de Nathanson y transportados al aeropuerto de Jackson. Lejos de la terminal, subieron al helicóptero del financiero para el trayecto de cinco minutos hasta el rancho. El contingente británico había pasado las formalidades de entrada en la costa Este, de modo que tampoco ellos tuvieron que acercarse a la terminal una vez en Denver, pudiendo cambiar de aparato a resguardo de miradas curiosas.
Había veinte cabañas en el rancho, cada una de ellas con dos dormitorios y una sala de estar comunitaria. Como el tiempo era cálido y soleado, con sólo algo de frío tras la puesta de sol, muchos invitados preferían sentarse en la galería.
La comida, que era exquisita, se servía en el gran pabellón que constituía el centro del complejo. Después de las comidas, las mesas eran despejadas y dispuestas de modo que pudieran celebrarse sesiones plenarias.
El personal, sumamente discreto, lo había conseguido el propio Nathanson para la ocasión. Como medida de seguridad, unos guardias privados fingían acampar en las cuestas inferiores que rodeaban el rancho a fin de impedir el paso a cualquier excursionista despistado.
La conferencia de 1999 duró cinco días, y a su término nadie supo que los invitados habían estado allí.
La primera tarde, sir Nigel Irvine deshizo el equipaje, se afeitó, se puso ropa holgada y fue a sentarse en la plataforma de madera situada delante de la cabaña que compartía con un ex secretario de Estado norteamericano. Desde su punto de observación pudo ver a algunos colegas suyos estirando las piernas. Había agradables senderos entre los abetos, abedules y pinos, y uno llevaba hasta la orilla de cada lago.
Divisó al antiguo ministro de Exteriores británico y ex secretario general de la OTAN lord Carrington, su figura enjuta como un pájaro, caminando junto al banquero Charles Price, uno de los más populares embajadores estadounidenses en Londres. Irvine había sido jefe del servicio secreto cuando Peter Carrington estaba en el Foreign Office y era por tanto su superior. El americano de dos metros se perdía por encima del británico. Un poco más allá, Saul Nathanson estaba sentado al sol en un banco con el inversor americano y ex fiscal general Elliot Richardson. A un lado, lord Armstrong, ex secretario del gabinete y jefe del Home Civil Service, estaba llamando a la puerta de la cabaña donde la señora Thatcher estaba aún deshaciendo el equipaje.
Otro helicóptero descendió traqueteando sobre la pista para depositar al ex presidente George Bush, que fue recibido por el exsecretario de Estado Henry Kissinger. Una camarera con mandil llevó té a una de las mesas cercanas al pabellón central; allí estaba otro ex embajador, el británico sir Nicholas Henderson, compartiendo mesa y té con el financiero londinense sir Evelyn de Rothschild.
Nigel Irvine miró el programa para los cinco días. Aquella noche no había nada. Al día siguiente los miembros del consejo se dividirían en sus comités habituales: geopolítico, estratégico y económico. Se reunirían por separado durante dos días. El tercero se dedicaría a escuchar los resultados de las respectivas deliberaciones y a discutirlos. El cuarto día se dedicaría a sesiones plenarias. A petición propia, Irvine tenía asignada una hora hacia el final de esa jornada. El último día de la conferencia trataría de acciones y recomendaciones.
En los espesos bosques que bordean los Tetons un solitario alce macho, presintiendo la llegada de la época de celo, bramó en busca de pareja. Con sus alas ribeteadas de negro un águila pescadora sobrevoló en Snake, graznando de ira al ver que un águila calva invadía su territorio. Al viejo jefe de espías aquel lugar le parecía idílico, sólo estropeado por la maldad del documento que había traído consigo procedente de un despacho en Moscú.
Viena, junio de 1990
Desde diciembre del año anterior el cometido de Ames en Operaciones Externas dentro de la división soviética se había reducido progresivamente. Una vez más estaba mano sobre mano y más lejos que nunca de los archivos 301.
Entonces le cayó el tercer trabajo desde su regreso de Roma: una jefatura de sección para Operaciones Checas. Pero eso no le daba acceso a los códigos para entrar en el corazón secreto de los 301, la sección que contenía las descripciones de espías de la CIA dentro del bloque soviético.
Ames se quejó a Mulgrew, diciéndole que aquello no tenía lógica. Él había dirigido anteriormente todo el brazo del contraespionaje en aquella misma sección. Más aún, necesitaba investigar a aquellos espías de la CIA que, aun siendo rusos, hubieran trabajado en Checoslovaquia a lo largo de su carrera. Mulgrew prometió hacer lo que estuviera en su mano.
En mayo, Mulgrew proporcionó a su amigo el código de acceso que necesitaba y Ames, desde su despacho en la sección checa, pudo sondear en los archivos hasta que dio con Monk.
En junio de 1990 Ames voló a Viena para entrevistarse una vez más con Vlad, alias del coronel Vladimir Mechuláiev. Desde su vuelta a Washington se juzgaba peligroso que Ames se reuniera con diplomáticos soviéticos debido al riesgo de vigilancia por parte del FBI. De ahí Viena.
En su entrevista con Vlad, Ames se emborrachó de tal forma que pese a que acordaron verse de nuevo en octubre, también en Viena, se equivocó de ciudad y voló a Zurich.
Pero en junio consiguió mantenerse lo bastante sobrio para tomar posesión de un buen fajo de dinero en efectivo y para dejar a Mechuláiev extasiado. Ames llevaba consigo tres descripciones.
Una era de un coronel del ejército, probablemente de la GRU, actualmente en el Ministerio de Defensa en Moscú pero que había sido reclutado en Oriente Medio a finales de 1985. Otra era de un científico que vivía en una ciudad de alta seguridad y que había sido reclutado en California. La tercera era de un coronel del KGB, reclutado fuera de la URSS y ahora dentro del bloque soviético pero no en la URSS, que hablaba español.
Tres días después se organizaba la cacería en el cuartel general del Primer Directorio del KGB, en Yazenevo.
»¿No oís su voz, hermanos, a lomos del viento nocturno? ¿No oís cómo os llama? ¿Es que vosotros, sus hijos, no oís la voz de nuestra amada Madre Rusia?
»Pues yo sí la oigo, amigos. La oigo suspirar entre los bosques, la oigo sollozar sobre la nieve. ¿Por qué me hacéis esto?, pregunta. ¿No me han traicionado ya bastante? ¿No he sangrado bastante por vosotros? ¿No he sufrido bastante, que tenéis que hacerme esto?
«¿Por qué me vendéis como una puta a los forasteros y desconocidos, que se lanzan sobre mi doliente cuerpo como aves de rapiña…?».
La pantalla levantada al fondo del enorme pabellón comunitario que formaba la principal sala de reuniones del rancho era la más grande que había. El proyector estaba situado al fondo.
Cuarenta pares de ojos estaban fijos en la imagen del hombre que hablaba ante una gran concentración en Tujovo a principios de verano mientras la sonora oratoria rusa subía y bajaba de intensidad, con la voz del intérprete grabada encima de la banda sonora a modo de tenue contrapunto.
«Sí, hermanos y hermanas, nosotros sí la oímos. Pero los hombres de Moscú con sus abrigos de pieles y sus mujerzuelas no la oyen. Los forasteros y los canallas que se dan un festín con su cuerpo no la oyen. Pero nosotros sí oímos el grito de dolor de nuestra madre, pues somos el pueblo de la Gran Tierra».
El joven realizador Litvínov había hecho un excelente trabajo. En la película había insertado fotogramas de un patetismo desgarrador: una joven madre rubia, con su bebé al pecho, mirando hacia el podio con cara de adoración; un soldado increíblemente apuesto con las mejillas anegadas en lágrimas; un curtido trabajador de la tierra, con su hoz al hombro y el precio de años de esfuerzos marcado en la cara.
Nadie sabía que esos fotogramas habían sido filmados aparte, utilizando actores. Ni que las masas eran de mentirillas; desde un punto más elevado otras tomas revelaban a diez mil partidarios flanqueados de Jóvenes Combatientes en actitud de uniformados animadores.
Igor Komárov pasaba súbitamente de un rugido a algo parecido a un susurro, pero los micrófonos captaban igualmente su voz distribuyéndola por el estadio.
«¿Es que nadie vendrá? ¿Es que nadie dará un paso al frente diciendo: Basta, eso no va a suceder? Paciencia, hermanos de Rusia, esperad un poco más hijas de la Rodina…».
La voz crecía de nuevo, pasando gradualmente del murmullo al grito.
«Porque yo sí vengo, madre querida, yo, tu hijo Igor, estoy viniendo…».
La última palabra se perdía casi entre el clamor de las masas que gritaban al unísono: KO-MA-ROV, KO-MA-ROV.
La imagen se desvaneció al ser desconectado el proyector.
Hubo una pausa y a continuación un suspiro general.
Con las luces encendidas, Nigel Irvine se situó en la cabecera de la larga mesa rectangular de pino de Wyoming.
—Creo que saben qué es lo que acaban de ver —dijo con calma—. Era Igor Viktorovich Komárov y, líder de la Unión de Fuerzas Patrióticas, el partido con más posibilidades de ganar las elecciones presidenciales de enero. Como habrán observado, es un orador de inusitada fuerza y vehemencia, y por supuesto carisma. Sabrán también que en Rusia el ochenta por ciento del poder real está en manos del presidente. Desde los tiempos de Yeltsin las restricciones a ese poder, tal como se dan en nuestras dos sociedades, han sido abolidas. Hoy en día un presidente ruso puede gobernar más o menos a su antojo y aprobar por decreto las leyes que le vengan en gana. Eso podría incluir la restauración del partido único.
—Viendo el estado en que se encuentra el país, ¿sería tan nula idea? —preguntó una ex embajadora americana en Naciones Unidas.
—Quizá no, señora —dijo Irvine—. Pero yo no pedí esta presentación para hablar del posible curso de los acontecimientos tras la elección de Komárov, sino para ofrecer al consejo lo que considero pruebas concluyentes en cuanto al cariz que esos acontecimientos van a tomar. He traído dos documentos de Inglaterra, y una vez aquí he hecho treinta y nueve copias de cada uno.
—Me preguntaba por qué tenía que hacer traer tanto papel —dijo el anfitrión, Saul Nathanson, con una sonrisa.
—Lamento haberle gastado su copiadora, Saul. Bueno, prefería no viajar con esas cuarenta copias desde Inglaterra. No les pediré que los lean ahora sino que cojan una copia de cada uno y las lean en privado. Por favor, lean primero el titulado «Verificación» y después el Manifiesto Negro. Por último, debo informarles que tres hombres han muerto ya a causa de lo que van a leer esta noche. Ambos documentos son de naturaleza tan reservada que me veo en la obligación de pedirles que me los devuelvan para su destrucción antes de marcharme de este rancho.
Toda frivolidad había quedado atrás cuando los miembros del Consejo de Lincoln cogieron sus copias y se retiraron a sus cabañas. Para perplejidad del personal de mantenimiento, nadie se presentó a cenar. La comida fue servida en las respectivas habitaciones.
Langley, agosto de 1990
Las noticias procedentes de los puestos de la CIA en el bloque soviético eran malas y empeoraban por momentos. En julio ya no cabía duda alguna de que algo le había pasado a Orión.
La semana anterior no se había presentado a un «roce» de rutina, cosa que no había sucedido anteriormente. Un roce es un simple ardid que no suele comprometer a nadie. En un momento determinado, y de mutuo acuerdo, una de las dos partes va caminando por la calle. Puede que le sigan o puede que no. Repentinamente deja la acera y entra en un café o un restaurante, cualquier sitio donde haya gente. Justo antes de entrar, el otro hombre ya ha pagado su cuenta y va hacia la puerta del local. Sin establecer contacto visual ambos hombres se rozan. Una mano desliza un paquete no mayor que una caja de cerillas en el bolsillo lateral del otro. Ambos siguen su camino, uno hacia dentro y el otro hacia fuera. Si hay una sombra al acecho, cuando llega a la puerta no queda nada que ver.
Aparte de esto, el coronel Solomin tampoco había acudido a dos trampas pese a las inequívocas marcas de tiza avisando de que había algo que recoger.
La única inferencia posible era que Orión había desconectado, o que lo habían desconectado. Una vez más, el procedimiento de emergencia no había sido puesto en marcha. Fuera lo que fuese, había ocurrido sin previo aviso. Un ataque al corazón, un accidente o un arresto.
De Berlín Oeste llegó la noticia de que Pegaso no había mandado la carta mensual al piso franco de Alemania Oriental. Tampoco habían aparecido señales de vida en la revista rusa de perros.
Habida cuenta de las mayores posibilidades del profesor Blínov para desplazarse por el interior de Rusia desde Arzamas-16, Monk había sugerido que enviara una carta inofensiva una vez al mes a un apartado de correos seguro en Berlín Este. No requería ningún tipo de escritura secreta, tan sólo la firma «Yuri». Blínov echaría la carta en cualquier buzón fuera del complejo de Arzamas-16, y nadie podría seguirle la pista aunque fuese interceptada.
Con el Muro de Berlín hecho trizas, el viejo truco de pasar la carta de contrabando a Occidente ya no era necesario. Por añadidura, se había aconsejado a Blínov la compra de una pareja de spaniels. Esto había recibido la calurosa aprobación de Arzamas-16, pues ¿qué podía ser más inofensivo para el académico viudo que criar spaniels? Cada mes podía así remitir justificadamente un pequeño anuncio al semanario de criadores de perros en Moscú notificando que tenía cachorros, recién nacidos o destetados, en venta. Aquel mes el anuncio no había aparecido en la revista.
Monk estaba desquiciado. Se quejó a sus superiores de que algo iba mal, pero se le dijo que antes de mostrar síntomas de pánico debía esperar un poco más; el contacto se restablecería de un momento a otro. Pero Monk no podía tener paciencia, y empezó a mandar memorándums en el sentido de que creía ver una filtración dentro de Langley.
Los dos hombres que podían haberle tomado en serio, Carey Jordan y Gus Hathaway, se habían jubilado. El nuevo régimen, en su mayoría importado desde 1985, simplemente se mostró molesto. En otro nivel de la estructura, la caza oficial del topo que se remontaba a la primavera de 1986 seguía su lento curso.
—Me resulta difícil de creer —dijo un ex fiscal general norteamericano al abrirse la sesión tras el desayuno.
—A mí, en cambio, me resulta difícil no creerlo —replicó el secretario de Estado James Baker—. Esto habrá llegado a nuestros dos gobiernos… ¿Nigel?
—En efecto.
—¿Y no piensan hacer nada?
Los restantes treinta y nueve miembros, sentados en torno a la mesa de conferencias, miraban al ex jefe de espías como si buscaran una garantía de que todo era una pesadilla, una ficción diabólica que acabaría desvaneciéndose.
—El mensaje es que oficialmente no se puede hacer nada —dijo Irvine—. La mitad de lo que contiene el Manifiesto Negro bien podría tener el aval de una parte importante de la población rusa. Se supone que no ocurre así en Occidente. Komárov lo atribuiría a una falsificación, y es posible que de este modo saliera incluso fortalecido ante la opinión pública.
Se produjo un lóbrego silencio.
—¿Puedo decir algo? —preguntó Saul Nathanson—. No como anfitrión sino como miembro ordinario… Mi único hijo murió hace ocho años, en el golfo Pérsico.
Algunos asintieron sombríamente. Doce de los allí presentes habían desempeñado papeles destacados en la creación de la fuerza multinacional que había librado la guerra del Golfo. Desde el otro extremo de la mesa el general Colin Powell miró fijamente al financiero. Dado que el padre era figura destacada, Powell había recibido en persona la noticia de que el teniente Tim Nathanson, de las Fuerzas Aéreas americanas, había resultado muerto en las horas finales del combate.
—Si algún consuelo hubo en esa pérdida —dijo Nathanson—, fue el saber que mi hijo murió combatiendo contra algo realmente malvado. —Hizo una pausa y buscó las palabras—. Soy lo bastante viejo como para creer en el concepto de maldad. Y en que la maldad puede a veces encarnarse en una persona. No tuve edad suficiente para combatir en la Segunda Guerra Mundial. Cuando terminó yo tenía ocho años. Sé que algunos de ustedes participaron en aquella guerra. Por supuesto, lo supe después. Creo firmemente que Adolf Hitler era un ser malvado.
Se produjo un silencio absoluto. Estadistas, políticos, industriales, banqueros, financieros, diplomáticos, son gente acostumbrada a analizar los aspectos prácticos de la vida. Se daban cuenta de que estaban escuchando una declaración muy personal. Saul Nathanson se inclinó y dio unos golpecitos sobre el documento.
—Este manifiesto es pura maldad, el hombre que lo escribió es malvado. No podemos quedarnos de brazos cruzados y ver cómo la historia se repite.
Nada rompió el silencio. Todo el mundo sabía que se refería a un segundo Holocausto, no sólo contra los judíos de Rusia sino contra otras minorías étnicas. El silencio fue interrumpido por el único —la única— ex premier británico.
—Estoy de acuerdo. No es momento para que nos tiemblen las piernas.
Tres de los presentes se llevaron la mano a la boca. La última vez que ella había usado la frase había sido en Aspen, Colorado, el día después de que Saddam Hussein invadiera Kuwait. George Bush, James Baker y Colin Powell habían estado allí. A sus sesenta y tres años lady Thatcher seguía sabiendo expresar claramente sus intenciones.
Ralph Brooke, jefe de Intercontinental Telecomunications Corporation, conocida en todas las bolsas de valores del mundo como InTelCor, se inclinó hacia adelante para hablar.
—Muy bien. ¿Qué podríamos hacer? —preguntó.
—Diplomáticamente hablando, informar a todos los gobiernos de la OTAN e instarles a una protesta —dijo un ex diplomático.
—Entonces Komárov diría que el manifiesto es una burda falsificación, y gran parte de Rusia le creería —dijo otro—. A nadie se le escapa la xenofobia del pueblo ruso.
James Baker se inclinó mirando hacia Irvine y le preguntó:
—Usted ha traído este espantoso documento. ¿Cuál es su consejo?
—Yo no abogo por nada —dijo Irvine—. Pero quiero hacer una advertencia. Si el consejo aprobara, no digo emprendiera sino aprobara, una iniciativa, tendría que ser algo tan secreto que pasara lo que pasase nada pudiera relacionarlo con esta sala.
Treinta y nueve miembros del consejo sabían exactamente de qué estaba hablando. Cada uno de ellos había tenido que ver, directa o indirectamente, en operaciones gubernamentales supuestamente secretas que, una vez fracasadas, se habían desentrañado hasta alcanzar la cúspide del poder.
Se oyó la voz grave y con acento alemán de un ex secretario de Estado americano:
—¿Puede Nigel emprender una operación tan secreta?
Dos miembros dijeron «sí» al unísono. Siendo jefe del servicio secreto británico, Irvine había estado a las órdenes de Margaret Thatcher y de su ministro de Asuntos Exteriores lord Carrington.
El Consejo de Lincoln nunca aprobaba, ni redactaba, resoluciones formales. Alcanzaba acuerdos, y a partir de éstos cada miembro utilizaba después su influencia para promover el propósito de los mismos dentro de su propio país.
En el asunto del Manifiesto Negro, el acuerdo fue simplemente delegar en una comisión más reducida el deseo de los miembros de que dicha comisión estudiara cuál podía ser el mejor paso. El pleno del consejo acordó únicamente no aprobar, condenar ni hacerse eco de lo que pudiera resultar de ello.
Moscú, septiembre de 1990
El coronel Anatoli Grishin estaba en su despacho del penal de Lefortovo, examinando los tres documentos que acababa de recibir. Su mente era un torrente de emociones encontradas.
Por encima de todas estaba el triunfo. Durante el verano la gente de contraespionaje del Primer y el Segundo Directorio le había entregado a los tres traidores en rápida sucesión.
El primero de todos el diplomático, Kruglov, descubierto por la conjunción de su actuación como primer secretario en la embajada soviética en Buenos Aires y la compra de un piso por veinte mil rublos poco después de su regreso.
Kruglov lo había confesado todo enfrentado al panel de oficiales del otro lado de la mesa y las bobinas en movimiento de la grabadora. A las seis semanas no tenía más que contar y había sido confinado a una de las peores celdas donde la temperatura, incluso en verano, raramente sobrepasaba un grado. Y allí estaba tiritando, a la espera de su destino. En una de las hojas que había sobre la mesa del coronel constaba cuál había de ser ese destino.
En julio el profesor de física nuclear había acabado entre rejas. Había muy pocos científicos de su especialidad que hubieran dado conferencias en California, y la lista se redujo rápidamente a cuatro. Un registro inesperado del piso de Blínov en Arzamas-16 había revelado un pequeño frasco de tinta invisible mal escondido en un armario dentro de unos calcetines arrollados.
También él había confesado todo y deprisa; la mera vista de Grishin y su equipo con las herramientas propias de su oficio había bastado para soltarle la lengua. Les había dicho incluso la dirección de Berlín Este a la que mandaba su cartas secretas.
La incursión a esas señas había sido encargada a un coronel del directorio K en Berlín Oriental, pero el inquilino en cuestión había conseguido escapar yéndose hacia la zona occidental de la recién abierta ciudad una hora antes del registro.
Por último, a finales de julio le había tocado el turno al soldado siberiano, descubierto por su rango en la GRU, su destino dentro del Ministerio de Defensa y su servicio en Adén, y la intensa vigilancia en el curso de la cual una redada en su piso había revelado que uno de sus hijos, buscando los regalos de Navidad, había descubierto la minicámara de su padre.
Pyotr Solomin había tenido otro comportamiento ante el dolor y las provocaciones sin cuento. Pero Grishin había conseguido finalmente doblegarlo; siempre lo conseguía. Fue la amenaza de enviar a su esposa e hijos al más duro de los campamentos lo que le hizo ceder.
Cada uno de ellos había explicado cómo habían sido abordados por el norteamericano sonriente, tan ansioso por escuchar sus problemas, tan razonable con sus proposiciones. Fue esto lo que provocaba en Grishin la emoción contraria, pura rabia hacia el escurridizo individuo que ahora sabía se llamaba Jason Monk.
No una ni dos, sino tres veces aquel insolente bastardo había entrado en la URSS, hablado con sus espías y partido otra vez delante de las narices del KGB. Cuantos más detalles sabía de él, más le odiaba Grishin.
Se hicieron las oportunas averiguaciones, por supuesto. Hubo que revisar la lista de pasajeros de aquel crucero en el Armenia, pero no apareció ningún seudónimo. La tripulación recordaba vagamente a un tejano que llevaba ropa tejana como la descrita por Solomin de su encuentro en el jardín Botánico. Podía ser que Jason Monk fuese Norman Kelson, pero no estaba demostrado.
En Moscú los detectives tuvieron más suerte. Todos los turistas americanos que aquel día estaban en la capital fueron investigados según las fichas de solicitud de visado y la relación de grupos de Intourist. Finalmente habían ido a parar al Metropol y al hombre que había tenido el oportuno dolor de estómago que le había hecho perderse la excursión al monasterio de Zagorsk; el mismo día en que el profesor Blínov y Monk se habían encontrado en la catedral de Vladimir; el doctor Philip Peters, un nombre que Grishin no olvidaría.
Cuando los tres traidores hubieron confesado a los interrogadores todo el alcance de lo que el norteamericano les había persuadido para que entregaran, los oficiales del KGB se quedaron lívidos.
Grishin reunió las tres confesiones y telefoneó desde su despacho. El siempre había valorado en mucho la penitencia final.
El general Vladimir Kryuchkov había sido ascendido de jefe del Primer Directorio a presidente de todo el KGB. Era él quien había dejado las tres sentencias de muerte sobre la mesa de Mijaíl Gorbachov aquella misma mañana en su despacho de la sede del Comité Central en Novaya Ploshad para que las firmara; y él quien las había enviado, debidamente firmadas, al penal de Lefortovo con la indicación «urgente».
El coronel dejó a los condenados treinta minutos en el patio trasero del penal para que tomaran consciencia de lo que les iba a pasar. Si se hacía demasiado deprisa, los reos no tenían tiempo de meditar sobre su final. Cuando el coronel bajó al patio los tres hombres estaban de rodillas en la grava de aquél, donde nunca brillaba el sol.
Primero fue el diplomático. Parecía desesperado y empezó a murmurar «Nyet, nyet» cuando el sargento mayor apoyó en su nuca el Makárov de 9 mm. A una señal de Grishin el hombre apretó el gatillo. Hubo un resplandor, seguido de un chorro de sangre y hueso pulverizado, y Valeri Yureyvich Kruglov cayó de bruces.
El científico, educado como ateo, estaba encomendando su alma a Dios Todopoderoso. Apenas parecía haberse dado cuenta de lo ocurrido a tres pasos de él, y también cayó de bruces.
El último fue el coronel Pyotr Solomin. Elevó la vista al cielo, quién sabe si viendo por última vez los bosques y las aguas, ricos en caza y pesca, de su Siberia natal. Cuando sintió el frío acero en la nuca, levantó la mano izquierda en dirección a la pared, donde estaba el coronel Grishin. Su dedo medio estaba erecto.
Grishin gritó ¡Fuego! y acto seguido acabó todo. Luego ordenó que los tres fueran sepultados por la noche en tumbas anónimas, en los bosques próximos a Moscú. Incluso en la muerte no debe haber misericordia. Sus familias no tendrían un sitio donde ir a depositar sus flores.
El coronel se acercó al cuerpo del militar siberiano, se inclinó un momento, se enderezó de nuevo y se alejó a grandes zancadas.
Al entrar en su despacho para terminar el informe, vio que la luz de su teléfono parpadeaba en rojo. Quien le llamaba era un colega que conocía del grupo de investigación del Segundo Directorio.
—Parece que estamos cercando al cuarto hombre —dijo éste—. Ha de ser uno entre dos. Ambos coroneles, ambos en contraespionaje y ambos en Berlín Este. Los tenemos bajo vigilancia. Cuando llegue el momento, ¿querrá saberlo y estar presente en el arresto?
—Déme doce horas —dijo Grishin—, sólo doce horas y allí estaré. Esta vez se trata de una cuestión personal.
Tanto el investigador como el interrogador sabían bien que un agente del contraespionaje sería más difícil de doblegar. Después de varios años en Line K, el hombre debía saber detectar si estaba siendo objeto de contraespionaje. Seguro que no dejaría la tinta invisible metida en unos calcetines ni se compraría un piso.
En los viejos tiempos todo era más fácil. Si se sospechaba de alguien, se le arrestaba y encarcelaba hasta sacarle una confesión o poder demostrar un error. Pero en 1990 las autoridades insistían en tener pruebas de culpabilidad, o al menos evidencias claras antes de recurrir al tercer grado. Lisandro no iba a dejar evidencias; tendrían que atraparlo in fraganti. Eso requería sutileza y tiempo.
Por otro lado, Berlín era una ciudad abierta. El Este era técnicamente sector soviético, pero el Muro había caído. Si presentía que le estaban vigilando, el culpable podía escabullirse con facilidad; bastaba una carrera por el asfalto hasta las luces de Occidente. Después sería demasiado tarde.