8

Alguien que estaba en un restaurante cerca de donde había tenido lugar el asesinato oyó gritar a la mujer y, tras mirar afuera, marcó el 03 en el teléfono del local para llamar a una ambulancia.

Los enfermeros pensaron que se trataba de un paro cardíaco hasta que vieron los orificios de bala en la pechera de la chaqueta cruzada y la sangre que había debajo. Llamaron a la policía mientras la ambulancia se dirigía al hospital más próximo.

Una hora después el inspector Vassili Lopatin de la brigada de homicidios contempló taciturno el cadáver tendido en una camilla de la unidad de traumatología del hospital Botkin, mientras el cirujano del servicio de noche se quitaba los guantes de goma.

—No hay nada que hacer —dijo el cirujano—. Una sola bala directa al corazón, y a quemarropa. Aún está dentro. La tendrá cuando le practiquen la autopsia.

Lopatin asintió. Pues qué bien. En Moscú había pistolas suficientes como para rearmar a todo el ejército y las posibilidades de encontrar el arma homicida, por no hablar de su propietario, eran prácticamente nulas, y él lo sabía. En el bulevar Kiselny había verificado que la mujer que había presenciado el asesinato brillaba por su ausencia. Al parecer había visto a dos asesinos y un coche.

En la camilla, la barba roja color jengibre apuntaba hacia arriba desde el pálido y pecoso cuerpo. La expresión de la cara era de suave sorpresa. Un enfermero cubrió el cadáver con una manta verde haciendo desaparecer el fulgor de aquellos ojos que ya no podían ver.

El cuerpo estaba desnudo. Sobre una mesilla reposaba la ropa del muerto y en una batea metálica varios efectos personales. El detective se aproximó y cogió la chaqueta, mirando la etiqueta de la parte interior del cuello. Palideció. Era un extranjero.

—¿Sabe qué pone aquí? —le preguntó al cirujano.

El médico examinó la etiqueta bordada en la chaqueta.

—L-a-n-d-a-u —leyó despacio y, bajo el nombre del sastre—: Bond Street.

—¿Y aquí? —Lopatin señaló la camisa.

—Marks y Spencer —leyó el cirujano—. Es de Londres —añadió servicial—. Creo que Bond Street también.

Hay más de veinte palabras en ruso para designar los excrementos humanos y las diferentes partes de los genitales masculinos y femeninos. Lopatin las repasó mentalmente todas. «Un turista inglés, santo Dios. Un atraco que se complica, y tiene que pasarle a un turista inglés».

Revisó los efectos personales. No había demasiado. De calderilla nada, por supuesto; las monedas rusas habían perdido hacía tiempo todo su valor. Un pañuelo blanco pulcramente doblado, una pequeña bolsa de plástico, una sortija con sello y un reloj. Supuso que la mujer al gritar había impedido que los ladrones le quitaran el reloj de la muñeca izquierda o la sortija del dedo meñique.

Pero nada facilitaba una identificación. Y no había cartera. Volvió a las prendas de vestir. Los zapatos llevaban la palabra «Church» en la plantilla; eran típicos zapatos negros con cordones. Los calcetines, gris oscuro, no tenían inscripción, pero las palabras Mark & Spencer aparecían nuevamente en los calzoncillos. La corbata, según el médico, era de una tienda llamada Turnbull and Asser de Jermyn Street; Londres, sin duda.

Con más desesperación que esperanza, Lopatin volvió a la chaqueta. El enfermero había pasado una cosa por alto, algo duro en el bolsillo superior donde algunos hombres guardan las gafas.

Sacó el objeto, una tarjeta de plástico duro, perforada.

Era una llave de hotel, no de las antiguas sino de las de estilo ordenador. Por razones de seguridad no llevaba el número de habitación —ahí estaba la gracia, para impedir robos—, pero sí el logotipo del hotel National.

—¿Dónde hay un teléfono? —preguntó.

De no haber sido agosto Benny Svenson, el gerente del National, habría estado en su casa. Pero los turistas abundaban y dos empleados estaban de baja por catarro. Estaba trabajando cuando le avisaron de centralita.

—Es la policía, señor Svenson.

El gerente pulsó el interruptor y le pasaron con Lopatin.

—¿Diga?

—¿Es usted el gerente?

—Sí, yo mismo. ¿Quién habla?

—Inspector Lopatin, de Homicidios, milicia de Moscú.

Svenson tragó saliva. El hombre había dicho Homicidios.

—¿Hay algún turista británico alojado en el hotel?

—Naturalmente. Más de uno. Una docena, creo. ¿Por qué?

—¿Reconoce esta descripción? Un metro setenta de estatura, pelo color jengibre, barba del mismo tono, chaqueta cruzada azul marino, corbata a rayas.

Svenson cerró los ojos y tragó saliva. Oh no, sólo podía ser el señor Jefferson. Se había cruzado con él en el vestíbulo aquella misma tarde.

—¿Por qué lo pregunta?

—Ha sido objeto de un atraco. Está en el Botkin. ¿Conoce ese hospital? El que hay cerca del Hipódromo.

—Sí, por supuesto. Pero usted acaba de decir que es de Homicidios.

—Me temo que ha muerto. Al parecer su cartera y todos los documentos personales han sido robados, pero dejaron una llave de plástico con el logotipo de su hotel.

Tras colgar, Benny Svenson permaneció unos minutos sentado ante su mesa consumido por el horror. En veinte años en el negocio de la hostelería jamás le habían asesinado a un huésped. Su única pasión fuera del trabajo era jugar al bridge, y recordó que uno de sus compañeros habituales trabajaba en la embajada británica. Consultó su agenda privada y buscó el número particular del diplomático.

Eran las doce menos diez y el hombre estaba durmiendo, pero despertó de golpe cuando Svenson le contó la noticia.

—Dios santo, Benny, ¿el periodista? ¿El que escribe en el Telegraph? No sabía que estaba en Moscú. Gracias por llamar.

Esto va a causar auténtica conmoción, pensó el diplomático al colgar el auricular. Los problemas de todo ciudadano británico, vivo o muerto, en el extranjero eran competencia del consulado, claro está, pero creyó que antes debía decírselo a una persona. Telefoneó a Jock MacDonald.

Moscú, junio de 1988

Valeri Kruglov llevaba diez meses en Moscú. Existía el riesgo de que un espía reclutado en el extranjero cambiara de opinión a su regreso y decidiera no hacer contactos, destruyendo los códigos, tintas y papeles que se le habían dado.

La agencia reclutadora no podía hacer nada ante esa contingencia, como no fuese denunciar al hombre, pero eso no le reportaría ninguna ventaja, aparte de ser una crueldad. Hacía falta mucha sangre fría para luchar contra una dictadura desde dentro, y no todo el mundo la tenía.

Monk, como era habitual en Langley, no establecía comparaciones entre quienes trabajaban contra el régimen de Moscú y un traidor norteamericano. Este podía traicionar a todo el pueblo americano y a su gobierno democráticamente elegido. Si lo atrapaban, recibiría un trato humanitario y podría contar con los servicios del mejor abogado.

En cambio, un ruso trabajaba contra una tiranía brutal que no representaba a más de un 10 por ciento de la nación. Si era apresado recibiría una paliza y sería ejecutado sin juicio previo, o enviado a un campo de trabajos forzados.

Pero Kruglov había mantenido su palabra. Se había comunicado tres veces a través de buzones falsos con documentos políticos de alto nivel extraídos del Ministerio de Asuntos Exteriores soviético. Esto permitió al Departamento de Estado conocer la posición negociadora de los soviéticos antes incluso de sentarse a negociar. Durante 1987 y 1988 los países satélites del Este estaban en plena revuelta —Polonia ya había escapado, Rumanía, Checoslovaquia y Hungría estaban a punto de estallar— y era de vital importancia saber qué pensaba hacer exactamente Moscú al respecto. Saber hasta qué punto se sentía débil o desmoralizada era de vital importancia. Kruglov se encargó de revelarlo.

Pero en mayo el agente Delfos señaló la necesidad de una entrevista. Tenía algo importante que comunicar y quería ver a su amigo Jason. Harry Gaunt estaba loco de inquietud.

—Lo de Yalta fue una temeridad, Aquí no dormía nadie. Usted salió airoso pero podía haber sido una trampa. Y esto también. De acuerdo, los códigos indican que Kruglov es honrado. Pero puede que le hayan descubierto, que se haya ido de la lengua. Y usted sabe demasiado.

—Pero Harry, en esta época hay cien mil turistas norteamericanos visitando Moscú. No es como en los viejos tiempos. El KGB no puede controlarlos a todos. Si la tapadera es buena, es un hombre entre cien mil. Tendrían que pillarme con las manos en la masa.

»¿Torturarían hoy a un ciudadano americano? La tapadera será perfecta. Soy muy prudente. Hablo ruso pero finjo que no. No soy más que un inofensivo papanatas yanqui en visita turística. No me saldré del papel hasta estar seguro de que no me vigilan. Confíe en mí.

Estados Unidos posee una enorme red de fundaciones interesadas en arte de cualquier clase y procedencia. Una de ellas estaba organizando a un grupo de estudiantes para visitar diversos museos de Moscú, y como punto culminante de la visita el famoso Museo de Arte Oriental en la calle Obukha. Monk se apuntó en calidad de estudiante maduro.

Los papeles y antecedentes del doctor Philip Peters no sólo eran perfectos sino genuinos cuando el grupo aterrizó en Moscú a mediados de junio. Kruglov estaba avisado.

El sempiterno guía ruso de Intourist fue a recibirlos; se hospedaron en el espantoso hotel Rossiya, casi tan grande como Alcatraz pero sin sus comodidades. Al tercer día visitaron el Museo de Arte Oriental. Monk se había aprendido la lección en Estados Unidos. Entre las vitrinas había grandes espacios abiertos donde confiaba poder controlar si alguien seguía a Kruglov.

Vio a su hombre al cabo de veinte minutos. Monk siguió dócilmente al guía y Kruglov se unió a la retaguardia del grupo. Cuando se encaminaba hacia la cafetería se convenció de que no había «sombra».

El Museo de Arte Oriental había abierto recientemente una cafetería, y todas las cafeterías tienen aseos. Tomaron algo por separado, pero Monk miró a Kruglov. Si había sido atrapado por el KGB y sometido a torturas, algo de ello se trasluciría en su mirada. Miedo, desesperación, alerta. Los ojos de Kruglov pestañearon de contento. O era el mejor doble de la historia o todo estaba en orden. Monk se levantó y fue al aseo de caballeros. Kruglov le siguió. Esperaron a que se marchara la única persona que había allí y después se fundieron en un afectuoso abrazo.

—¿Cómo estás, amigo?

—Bien. Estoy bien. Ahora tengo piso propio. Es estupendo yo puedo disponer de intimidad. Mis hijos pueden ir a verme y yo puedo echarlos por la noche.

—¿Nadie sospechaba nada? Lo digo por el dinero.

—No; yo estuve fuera mucho tiempo. Ahora todo el mundo está dispuesto a dejarse sobornar. Cualquier diplomático importante se ha traído cosas del extranjero. Yo fui un ingenuo.

—Entonces es que algo está cambiando, y nosotros ponemos nuestro granito de arena —dijo Monk—. La dictadura acabará pronto y podrás vivir en libertad. Ya falta poco.

Entraron unos colegiales, orinaron ruidosamente y se fueron. Mientras tanto, los dos hombres se lavaban las manos. Monk, por precaución, dejó el grifo abierto. Era un viejo truco, pero a menos que el micrófono estuviera muy cerca o que quien hablaba levantase la voz, ruido del agua normalmente frustraba la escucha.

A los diez minutos de charla Kruglov le entregó el paquete que llevaba consigo. Copias de documentos auténticos sacados del despacho del ministro de asuntos Exteriores, Edvuard Shevarnadze.

Se despidieron con un nuevo abrazo y salieron por separado. Monk volvió con su grupo y dos días después regresó en avión a su país. Pero antes dejó el paquete en el puesto de la CIA dentro de la embajada de Estados Unidos.

Los documentos revelaron que la URSS se estaba retirando de casi todos los programas de ayuda al Tercer Mundo, incluida Cuba. La economía se estaba requebrajando y el fin se presentía próximo. Ya no podían utilizar al Tercer Mundo para chantajear a Occidente. Al Departamento de Estado le encantó saberlo.

Era la segunda visita encubierta de Monk a la URSS. Cuando regresó a Estados Unidos se enteró de que se había ganado un nuevo ascenso. Y también de Nikolai Turkin, alias Lisandro, iba destinado a Berlín Oriental en calidad de jefe del directorio K dentro del complejo que el KGB tenía en dicha ciudad. Era una posición privilegiada, la única que daba acceso a todos los agentes que la URSS tenía en Alemania Federal.

El gerente de hotel y el jefe de puesto británico llegaron con una diferencia de segundos y fueron conducidos a una pequeña sala donde el inspector Lopatin los esperaba junto al cuerpo cubierto del periodista. Se hicieron las presentaciones oportunas. MacDonald dijo simplemente: «De la embajada».

Lopatin necesitaba, antes que nada, una identificación definitiva. Eso no fue problema. Svenson había llevado consigo el pasaporte del asesinado y su foto no dejaba lugar a dudas. Svenson completó la identificación echando un vistazo a la cara.

—¿Causa de la muerte? —preguntó MacDonald.

—Un balazo al corazón —dijo Lopatin.

MacDonald examinó la chaqueta azul.

—Aquí veo dos orificios de bala —comentó apaciblemente.

Volvieron a examinar la prenda. Dos orificios de bala, pero sólo uno en la camisa. Lopatin miró nuevamente el cadáver. Sólo una bala en el pecho.

—La otra debió de darle en la cartera y allí se quedó incrustada —dijo, y sonrió lúgubremente—. Al menos esos cerdos no podrán utilizar las tarjetas de crédito.

—Debería volver al hotel —dijo Svenson. Se le veía realmente conmocionado. Si Jefferson hubiera aceptado la limusina que le había ofrecido el hotel…

MacDonald lo acompañó hasta la salida.

—Esto debe ser terrible para usted —dijo compasivo. El sueco asintió con la cabeza—. Imagino que habrá una esposa en Londres que desea recuperar los efectos personales… ¿Podría usted recogerlos y hacer el equipaje? Le enviaré un coche mañana por la mañana. Muchas gracias.

De vuelta en la sala, MacDonald habló un momento con Lopatin.

—Amigo, aquí veo un problema. Este asunto es muy enojoso. Ese hombre tenía cierta fama, era periodista. Habrá publicidad. Su periódico tiene oficina aquí en Moscú. La noticia traerá cola, y el resto de la prensa extranjera se apuntará también. ¿Y si dejamos que la embajada se ocupe de ese aspecto? Los hechos están claros, ¿no le parece? Un atraco que acaba en asesinato. Es casi seguro que los atracadores le abordaron hablando en ruso, pero él no les entendió y, pensando que oponía resistencia, le dispararon. Una fatalidad. Pero así debió de ocurrir, ¿no cree?

Lopatin estuvo de acuerdo.

—Por supuesto, es lo que pensaba.

—Ya se ocupará usted de buscar a los asesinos, aunque entre nosotros, como profesionales que somos, ambos sabemos que le va a costar sudores. Deje el asunto de la repatriación del cadáver a los de nuestro consulado. Nosotros nos ocuparemos también de la prensa británica. ¿De acuerdo?

—Me parece sensato.

—Sólo necesitaré los efectos personales. Ya no tienen ninguna relación con el caso. La clave será la cartera, si es que aparece algún día; y las tarjetas de crédito, si es que alguien intenta usarlas, aunque lo dudo.

Lopatin contempló la batea con su magro contenido.

—Tendrá usted que firmar —dijo.

—Naturalmente. Prepare el formulario de entrega.

El hospital proporcionó un sobre y a él fueron a parar la sortija de sello, un reloj de oro con correa de piel de cocodrilo, un pañuelo doblado y una pequeña bolsa de plástico. MacDonald firmó el formulario y se llevó las cosas a la embajada.

Ambos ignoraban que los asesinos habían cumplido sus instrucciones pero cometiendo dos errores involuntarios. Se les había ordenado que cogieran la cartera con todos los documentos de identificación, incluido el carnet de identidad, y que recuperaran a toda costa el magnetófono. Ellos no sabían que los británicos no necesitan llevar encima un carnet de identidad dentro del Reino Unido y que sólo utilizan el pasaporte para viajar al extranjero. Es más, el antiguo pasaporte británico es un librillo rígido con tapas duras de color azul que apenas entra en un bolsillo interior y normalmente se deja en el hotel. También olvidaron la delgada llave de plástico que llevaba en el bolsillo superior. Ambas cosas proporcionaron la identificación de la víctima a las dos horas del crimen. Del segundo fallo tampoco se les podía culpar: una de las balas había impactado en la grabadora que colgaba sobre el pecho por dentro de la chaqueta, destruyendo el mecanismo sensible y la minúscula cinta, ahora inutilizable.

El inspector Novikov había concertado su entrevista con el jefe de personal en la sede central del partido para las diez de la mañana del 10 de agosto. Estaba un poco nervioso, pues temía que pudiesen echarlo con cajas destempladas de pura estupefacción.

El señor Zhilin lucía un traje gris oscuro con chaleco y un porte exquisito, acentuado por un bigote de cepillo y unas gafas sin aros. Tenía aspecto de burócrata de tiempos pasados, cosa que en efecto era.

—Tengo poco tiempo, inspector, procure ir al grano.

—Desde luego, señor. Estoy investigando la muerte de un hombre que pensamos podía ser un criminal. Un ladrón. Uno de nuestros testigos cree haberlo visto rondar por este edificio. Naturalmente, me preocupa que pudiera estar intentando entrar aquí por la noche.

Zhilin sonrió escuetamente.

—Lo dudo. Corren tiempos difíciles, inspector, y la seguridad de este edificio es muy rigurosa.

—Me alegro de saberlo. ¿Alguna vez ha visto a este hombre?

Zhilin miró la fotografía por una fracción de segundo y exclamó:

—¡Dios mío, es Zaitsev!

—¿Quién?

—Zaitsev, el hombre de la limpieza. ¿Dice que era un ladrón? Imposible.

—Hábleme de Zaitsev, por favor.

—No hay nada que contar. Fue contratado hace un año. Era un veterano del ejército y parecía de fiar. Venía todas las noches, de lunes a sábado, a limpiar los despachos.

—¿Y últimamente?

—Había desaparecido. Al tercer día tuve que contratar a un sustituto. Una viuda de guerra muy minuciosa.

—¿Cuándo dejó de venir?

Zhilin extrajo una carpeta de un archivador. Daba la impresión de tener fichas para todo.

—Aquí está. Son las hojas de trabajo. Vino como de costumbre el 15 de julio por la noche. Limpió como de costumbre. Se fue como de costumbre poco antes del alba. Pero desde entonces no se le volvió a ver. Ese testigo que menciona usted debió de verle salir de madrugada. Es normal. No estaba robando, estaba haciendo limpieza.

—Eso lo explica todo —dijo Novikov.

—No exactamente —repuso Zhilin—. Ha dicho que era un ladrón.

—Dos noches después de salir de aquí al parecer participó en un atraco. Un piso de Kutuzovsky Prospekt. Fue identificado. Una semana después lo encontraron muerto.

—Menudo desvergonzado —dijo Zhilin—. Esta ola de crímenes es escandalosa. Ustedes deberían hacer algo al respecto.

Novikov se encogió de hombros.

—Lo intentamos. Pero ellos son muchos y nosotros pocos. Las altas instancias no nos ayudan demasiado.

—Eso cambiará, inspector, ya lo verá. —Zhilin tenía un brillo mesiánico en su mirada—. Dentro de seis meses el señor Komárov será nuestro presidente. Entonces sí cambiarán las cosas. ¿Ha leído sus discursos? Castigar severamente el crimen, eso es lo que siempre proclama. Es un gran hombre. Confío en que usted nos votará.

—Desde luego. Oiga, ¿tiene la dirección del hombre de la limpieza?

Zhilin la anotó en un trozo de papel.

La hija de Zaitsev estaba llorosa pero resignada. Miró la foto y asintió con la cabeza. Después miró hacia el catre pegado a la pared de la salita. Al menos ahora tendrán un poco más de espacio, pensó Novikov. Se lo diría a Volsky, pero estaba claro que allí no había dinero para un funeral. Que se ocupara de ello el ayuntamiento de Moscú. En el depósito de cadáveres, como en el piso, tenían problemas de espacio.

Al menos Volsky podría cerrar un expediente. En cuanto a Homicidios, el asesinato de Zaitsev iría a parar al armario como el otro 97 por ciento sin resolver.

Langley, septiembre de 1988

El Departamento de Estado pasó la lista de miembros de la delegación soviética a la CIA por pura rutina. Al debatirse por primera vez la posibilidad de organizar en Silicon Valley una conferencia sobre física teórica y se apuntó la idea de invitar a una delegación de la URSS, muy pocos habían esperado que aceptaran.

Pero hacia finales de 1987 las reformas de Gorbachov empezaban a surtir efecto y en Moscú se vislumbraba una clara relajación de las actitudes oficiales. Para sorpresa de los organizadores del seminario, Moscú accedió a enviar a un pequeño grupo de participantes.

Nombres y detalles fueron a parar a Inmigración, la cual pidió al Departamento de Estado que los verificara. Tan reservada había sido la URSS hasta aquel momento en asuntos científicos que Occidente apenas conocía un puñado de nombres estelares de la ciencia soviética.

La lista de participantes fue entregada a Monk en Langley. Él estaba casualmente disponible. Sus dos agentes en Moscú estaban colaborando estupendamente a través de buzones falsos, y el coronel Turkin se encontraba en Berlín Oriental facilitándoles un completo desglose de las actividades del KGB en Alemania Federal.

Monk pasó la lista con los ocho científicos soviéticos por los controles habituales pero no obtuvo nada. Ninguno de ellos era conocido por la CIA, y, por supuesto, ninguno había sido reclutado. Como Monk era muy tenaz cuando se le presentaba un problema, buscó una última comprobación. Aunque las relaciones entre la CIA y su homóloga nacional, el ala de contraespionaje del FBI, habían sido siempre tensas cuando no de abierto enfrentamiento, y desde el affaire Howard más bien esto último, decidió sin embargo probar allí.

No era fácil, pero Monk sabía que el FBI tenía una lista mucho más completa de ciudadanos soviéticos que habían obtenido asilo político en Estados Unidos que la propia CIA. Lo difícil no estaba en si el FBI cooperaría, sino en si los soviéticos dejarían que un científico con algún pariente en Estados Unidos abandonara la URSS. Lo normal era que no, porque tener familia en América era considerado por el KGB un grave problema de seguridad.

De los ocho nombres, dos aparecieron en el registro del FBI sobre peticiones de asilo. Un repaso reveló que uno de los nombres era pura coincidencia; la familia residente en Baltimore no tenía nada que ver con el científico ruso. El otro nombre era muy raro; una refugiada rusa de origen judío que había pedido asilo político en la embajada norteamericana de Viena cuando se encontraba en un campamento de tránsito en Austria y que posteriormente había dado a luz estando en Estados Unidos pero registrado a su hijo bajo otro nombre. La señora Yevgenia Rozina, residente en Nueva York, había registrado a su hijo con el nombre de Iván Ivánovich Blínov. Monk sabía que eso significaba Iván Hijo de Iván. No había duda de que el vástago había nacido fuera del matrimonio. ¿Fruto de una relación en Estados Unidos, en el campamento de tránsito o tal vez anterior? Uno de los nombres de la lista de científicos soviéticos era el profesor Iván Y. Blínov. Era un nombre poco corriente, que Monk no había visto jamás.

Tomo el tren a Nueva York e inició la búsqueda de la señora Rozina.

El inspector Novikov pensó que le daría la buena noticia a su colega Volsky tomando una cerveza después del trabajo. La cantina fue, de nuevo, el lugar adecuado; la cerveza era barata.

—Adivina dónde he estado esta mañana.

—En la cama con una bailarina ninfómana.

—No estaría nada mal. Pero he estado en la sede central de la UFP.

—¿Ese estercolero que tienen en el pasaje del Pescado?

—No, eso es para disimular. Komárov tiene su cuartel general en un chalet muy elegante cerca de Kiselny. Por cierto, la cerveza la pagas tú. Te he resuelto el caso.

—¿Cuál de ellos?

—El del vejete que encontraron cerca de la autopista de Minsk. Era el hombre de la limpieza de la UFP; hasta que se convirtió en ladrón para compensar un poco su sueldo. Aquí están los pormenores.

Volsky echó un vistazo a la solitaria hoja que Novikov le entregó.

—Últimamente los de la UFP no tienen suerte —dijo.

—¿Por qué lo dices?

—El secretario particular de Komárov se ahogó el mes pasado.

—¿Suicidio?

—No. Se fue a nadar y no volvió más. Bueno, exagero. Lo pescaron río abajo la semana pasada. Tenemos un forense muy espabilado. Encontró un anillo de boda con su nombre.

—¿Y cuándo dice esa joya de forense que el hombre se metió en el agua?

—A mediados de julio.

Novikov reflexionó. Tendría que haber sido él quien invitara a cerveza. Al fin y al cabo, no tardaría en recibir mil libras esterlinas del inglés. Ahora podía permitirse un extra.

Nueva York, septiembre de 1988

Rondaba los cuarenta y era morena, vivaz y guapa. Monk esperaba en el vestíbulo del bloque de apartamentos cuando ella llegó de recoger a su hijo en el colegio. El niño tenía ocho briosos años.

La risa abandonó la cara de Rozina cuando él se presentó como funcionario de Inmigración. Para cualquier inmigrante, aun con los papeles en regla, la palabra inmigración basta para inspirar preocupación, cuando no miedo. No quedaba otro remedio que hacerle pasar.

El chico se aplicó a sus deberes ante la mesa de la cocina del pequeño pero pulcro apartamento mientras ellos hablaban en la salita. La mujer estaba a la defensiva y en guardia.

Pero Monk no era como los rudos y adustos funcionarios que ella había conocido a lo largo de sus esfuerzos para ser admitida en Estados Unidos hacía ocho años. Él era simpático y tenía una sonrisa encantadora, y ella se fue tranquilizando.

—Ya sabe usted cómo es la administración, señora Rozina. Expedientes, expedientes y más expedientes. Si no falta nada, el jefe está contento. ¿Y luego, qué? Nada. A acumular polvo en algún archivo. Pero cuando falta algo, el jefe se pone nervioso. Y entonces mandan a un pobre funcionario para que ultime los detalles.

—¿Qué quiere saber? Mis papeles están en regla. Trabajo como economista y traductora y pago mis impuestos. En fin, no le cuesto nada a Estados Unidos.

—Todo eso lo sabemos, señora. No se trata de ninguna irregularidad en sus papeles. Usted es ciudadana norteamericana. Hasta aquí todo en orden. Es sólo que usted registró al pequeño Iván bajo otro nombre. ¿Por qué hizo eso?

—Le puse el nombre de su padre.

—Claro. Mire, estamos en 1988. Que una pareja no casada tenga un hijo no es ningún problema. Pero un expediente es un expediente. ¿Le importaría decirme cómo se llama el padre? Por favor.

—Iván Yevdokimovich Blínov —dijo la mujer.

Bingo. El nombre de la lista. Difícilmente podía haber dos nombres iguales en toda Rusia.

—Le amaba usted mucho, ¿verdad?

De pronto ella puso cara de estar mirando un recuerdo muy lejano.

—Sí —susurró.

—Hábleme de Iván.

Entre sus diversas habilidades Jason Monk tenía la de conseguir que la gente le abriera el corazón. Durante las dos horas que el muchacho tardó en hacer sus deberes de matemáticas, ella le habló del padre.

Nacido en Leningrado en 1938, era hijo de un catedrático de física y una profesora de matemáticas. El padre sobrevivió de milagro a las sucesivas purgas estalinistas anteriores a la guerra, pero murió durante el bloqueo alemán en 1942. La madre, con el pequeño Vanya de cinco años en brazos, fue rescatada y pudo huir de la ciudad en un convoy de camiones atravesando el lago Ladoga en el verano de 1942. Se instalaron en una pequeña ciudad de los Urales donde el chico creció bajo los cuidados de la madre, que siempre esperó verlo convertido en alguien tan brillante como su padre.

A los dieciocho el joven se trasladó a Moscú para ingresar en el más prestigioso centro de educación superior de la URSS, el Instituto Físico y Tecnológico. Para su sorpresa, fue aceptado. Pese a que sus antecedentes eran modestos, la fama del padre, la dedicación de la madre, tal vez los genes y desde luego sus esfuerzos personales inclinaron la balanza. Detrás de un nombre tan recatado, el instituto era el lugar donde se fraguaban los mejores diseñadores de armas atómicas.

Seis años después, siendo todavía joven, Blínov recibió una oferta para trabajar en una ciudad científica tan secreta que hubieron de pasar años hasta que Occidente tuvo noticia de ella. Para el joven prodigio Arzamas-16 se convirtió a la vez en un hogar privilegiado y en una prisión.

Las condiciones de vida eran de lujo para lo corriente en la URSS. Un pequeño apartamento, pero para él solo, mejores tiendas que en cualquier otro punto del país, un salario más elevado e ilimitadas posibilidades para la investigación, todo ello a su alcance. Lo que no tenía era el derecho a marcharse de allí.

Una vez al año podían disfrutar de vacaciones en un lugar autorizado, con generosos descuentos. Después había que volver al interior de la alambrada, al correo interceptado, a los teléfonos pinchados y las amistades controladas.

Antes de cumplir los treinta conoció y se casó con Valya, una joven bibliotecaria y profesora de inglés. Ella le enseñó el idioma para que él pudiera leer en el original las publicaciones técnicas que llegaban de Occidente. Al principio fueron felices, pero poco a poco la imposibilidad de tener un hijo fue amargando su existencia.

En otoño de 1977 Iván Blínov estaba en la estación termal de Kislovodsk en el Cáucaso septentrional cuando conoció a Zhenya Rozina.

Ella tenía veintinueve años, diez menos que él, divorciada y natural de Minsk. También sin hijos. Vivaracha, irreverente, oyente habitual de las «voces» (la Voz de América y la BBC) y lectora de atrevidas revistas como Poland, impresa en Varsovia y mucho más liberal y versátil que las espantosas y dogmáticas publicaciones soviéticas. El científico quedó prendado de ella.

Acordaron cartearse, pero como Blínov sabía que sus cartas serían interceptadas, le pidió a ella que escribiera a un amigo suyo de Arzamas-16 cuyo correo no era vigilado.

En 1978 volvieron a verse, de mutuo acuerdo, esta vez en un lugar de veraneo a orillas del mar Negro. El matrimonio de Blínov estaba en su recta final. La amistad con Zhenya se convirtió en una tórrida pasión. Volvieron a verse por tercera y última vez en Yalta en 1979, comprobando que aún estaban enamorados pero que su amor era imposible.

El veía que no podía divorciarse. De haber habido otro hombre en la vida de su esposa todo habría sido distinto. Pero no era así; ella no era guapa. Aunque sí había sido una esposa fiel durante quince años. Pero el amor había muerto y no tenía remedio. Seguían siendo amigos y él no podía ultrajarla con el divorcio, menos aún en la pequeña comunidad donde ambos vivían.

Zhenya no puso reparos, pero por otra razón, algo que no le había dicho antes: si se casaban sería el fin de su carrera. Ella era judía, y con eso bastaba. Había solicitado ya al OVIR, Departamento de Visados y Permisos, autorización para emigrar a Israel. Con Brezhnev en el poder había un nuevo decreto. Se besaron, hicieron el amor y ya no volvieron a verse más.

—El resto ya lo conoce —dijo ella.

—Ese campamento de tránsito, ¿fue donde contactó con nuestra embajada?

—Sí.

—¿Y lo de Iván Ivánovich?

—Seis semanas después de las vacaciones en Yalta supe que estaba encinta. Iván nació aquí, es ciudadano americano. Al menos él podrá vivir en libertad.

—¿Alguna vez le escribió para contárselo?

—¿Con qué objeto? —repuso ella amargamente—. Está casado. Vive en una cárcel de lujo, pero es un preso como cualquier otro. ¿Qué podía hacer yo? ¿Recordarle lo de aquel día? ¿Hacerle anhelar algo que no puede tener?

—¿Le ha hablado a su hijo de su padre?

—Sí. Le he dicho que su padre es un hombre importante y bondadoso que vive muy lejos.

—Las cosas están cambiando —dijo Monk—. Hoy en día podría viajar a Moscú sin problemas. Tengo un amigo que va a menudo a Moscú. Es empresario. Usted podría escribir a ese hombre de Arzamas-16 al que no le censuran el correo y pedirle a Blínov que vaya a Moscú.

—¿Por qué? ¿Para decirle qué?

—Debería saber que tiene un hijo —dijo Monk—. Deje que le escriba el chico. Yo me ocuparé de que el padre reciba la carta.

Antes de acostarse, el niño escribió en correcto aunque imperfecto ruso una carta de dos páginas que empezaba así: «Querido papá…».

Grade Fields volvió a su embajada a mediodía del día 11. Cuando fue al despacho de MacDonald se encontró al jefe de puesto sumido en lúgubres pensamientos.

—¿Burbuja? —dijo el mayor de los dos. Fields asintió.

Cuando estuvieron en la sala de conferencias A, Fields arrojó sobre la mesa una fotografía de la cara de un viejo muerto. Era una de las que habían tomado en el bosque, parecida al retrato que el inspector Chernov había llevado a la embajada.

—¿Has visto a tu hombre?

—Sí. Y la cosa es bastante preocupante. Era el encargado de la limpieza en la sede de la UFP.

—¿De la limpieza?

—Así es. El invisible hombre de la limpieza. Iba allí cada noche, de lunes a sábado, pero nadie reparaba en él. Llegaba a eso de las diez, limpiaba las oficinas de punta a punta y se iba antes del amanecer. Era un pobre diablo que vivía en un cuchitril. Pero hay más.

Fields le contó la historia de Akópov, el ex secretario particular de Igor Komárov, que había decidido ir a darse un imprudente, y a la postre fatal, baño en el río a mediados de julio.

MacDonald se levantó y empezó a pasearse por la sala.

—Se supone que en nuestro trabajo debemos atenernos a los hechos y nada más que a los hechos —dijo—. Pero permitámonos una pequeña conjetura. Akópov dejó el maldito documento sobre su mesa. El hombre de la limpieza lo vio y le echó un vistazo, no le gustó lo que leyó y decidió robarlo. ¿Tiene sentido?

—Yo diría que sí, Jock. El documento se echa en falta al día siguiente, Akópov es despedido, pero como lo ha visto no puede seguir en este mundo. Y se va a nadar con dos tipos robustos que no le dejan sacar la cabeza del agua.

—Seguramente le empujaron y después lo arrojaron al río —musitó MacDonald—. El viejo no aparece y entonces caen en la cuenta. Se inicia la caza del viejo. Pero él ya ha arrojado el documento al coche de Celia Stone.

—¿Pero por qué ella, Jock?

—No lo sabremos nunca. Quizá sabía que ella trabajaba en la embajada. Dijo algo sobre entregar el documento al embajador a cambio de la cerveza. ¿Pero qué cerveza?

—En fin, el caso es que dan con él —sugirió Fields—. Le aprietan las tuercas y el viejo canta. Luego lo liquidan y dejan el cadáver en el bosque. ¿Cómo encontraron el piso de Celia Stone?

—Debieron seguir el coche. Desde aquí. Ella no se dio cuenta. Averiguaron dónde vivía, sobornaron a los guardias del bloque, registraron el coche. Como no encontraron nada, subieron al apartamento. Y entonces llegó ella.

—Así que Komárov sabe que su precioso documento ha desaparecido —dijo Fields—. Sabe quién lo cogió y sabe dónde lo arrojó. Pero no que nadie le haya echado un vistazo. Además, Celia podía haberlo tirado a la basura. En Rusia cualquier chiflado envía peticiones a los poderosos. Son como hojas de otoño. Puede que Komárov ignore lo que ha pasado después.

—Ahora ya lo sabe —dijo MacDonald.

De su bolsillo sacó un pequeño magnetófono que había pedido prestado a una mecanógrafa aficionada a la música. Luego introdujo un pequeño casete.

—¿Qué es eso? —preguntó Fields.

—Esto, amigo mío, es la grabación de la entrevista a Igor Komárov. Una hora en cada cara.

—Pero ¿los asesinos no se habían llevado el aparato?

—En efecto. Y también consiguieron atravesarlo con una bala. Encontré fragmentos de metal y plástico en el bolsillo interior derecho de la chaqueta de Jefferson. No fue la cartera lo que tocaron, sino la grabadora. Para que la cinta no pudiera ser reproducida.

—Pero…

—Pero el quisquilloso de Jefferson, el muy jodido, debió pararse en plena calle, sacar su preciada entrevista y meter una cinta nueva en la grabadora. Esta fue encontrada en una bolsa de plástico especial en el bolsillo del pantalón. Creo que explica su muerte. Escucha.

MacDonald conectó el aparato. La voz del periodista muerto inundó la habitación.

«Señor presidente, en materia de asuntos exteriores, y concretamente en lo relativo a las relaciones con las otras repúblicas de la URSS, ¿cómo piensa garantizar el renacer de la gloria de la nación rusa?».

Tras una breve pausa Kuznetsov empezaba a traducir. Cuando terminaba, había una pausa más larga y luego el sonido de unos pasos sobre la alfombra. Alguien pulsaba el stop.

—Alguien salió de la habitación —dijo MacDonald.

El micro volvía a funcionar; oyeron la voz de Komárov respondiendo a la pregunta. No sabían cuánto tiempo había estado parada la grabadora. Pero justo antes del clic se oía a Kuznetsov diciendo: «Estoy seguro de que el presidente no…».

—No lo entiendo —dijo Fields.

—Es ridículamente sencillo, Gracie. Yo traduje esos papeles al inglés. Por la noche, cuando estuve en Vauxhall Cross. Fui yo quien tradujo la frase «vozrozhdeniye vo slavu russkogo naroda» como «el renacer de la gloria de la nación rusa», porque eso significa.

»Marchbanks lo leyó. Él debió de mencionar esa frase al director del periódico, quien se la mencionó a Jefferson. A éste le gustó y la sacó a relucir en su entrevista a Komárov. El muy cabrón tuvo que escuchar sus propias palabras dichas por otro. Yo nunca había oído esa expresión anteriormente.

Fields reprodujo el pasaje en cuestión. Cuando Jefferson terminaba, Kuznetsov traducía al ruso. Para «el renacer de la gloria» empleaba las palabras «vozrozhdeniye vo slavu».

—Dios mío —masculló Fields—. Komárov seguramente creyó que Jefferson había leído todo el documento, y en ruso. Debió de suponer que Jefferson era uno de los nuestros y que lo estaba poniendo a prueba. ¿Crees que lo hizo la Guardia Negra?

—No. Yo diría que Grishin contrató a sus amigos del hampa. Un trabajo rápido, Si hubieran tenido más tiempo se lo habrían llevado de la vía pública y le habrían interrogado a placer. Su misión era silenciarlo para siempre y recuperar esa cinta.

—Y bien, Jock, ¿qué piensas hacer ahora?

—Volver a Londres. Las cartas están sobre la mesa. Nosotros lo sabemos y Komárov sabe que lo sabemos. El jefe dijo que quería pruebas de que el documento no era falso. Tres hombres han muerto ya por causa de esos papeles. No sé qué otras pruebas puede necesitar.

San José, noviembre de 1988

Silicon Valley traza una línea recta entre la sierra de Santa Cruz al oeste y el monte Hamilton al este. Se extiende desde Santa Clara hasta Menlo Park, que eran sus límites en 1988. A partir de entonces se ha ido ensanchando.

El nombre procede de la asombrosa concentración de casi dos mil industrias y centros de investigación dedicados a lo más alto de la alta tecnología.

La cita científica internacional de noviembre de 1988 se celebró en la principal ciudad del valle, San José, antigua misión española y actualmente una gran urbanización de torres resplandecientes. Los ocho miembros de la delegación soviética fueron alojados en el San José Fairmont. Jason Monk se hallaba en el vestíbulo del hotel cuando llegaron.

Los ocho en cuestión iban acompañados de una fuerte escolta. Algunos procedían de la embajada soviética en Nueva York, uno del consulado en San Francisco, y cuatro habían llegado de Moscú. Monk esperó tomando un té con hielo. Vestía un traje de tweed y tenía un ejemplar de New Scientist a su lado. Eran cinco en total, evidentemente del KGB en misión protectora.

Antes de ir a Silicon Valley, Monk había mantenido una larga sesión con un importante físico nuclear del laboratorio Lawrence Livermore. El hombre se mostró entusiasmado ante la posibilidad de conocer por fin al físico soviético Blínov.

—Ese individuo es un verdadero enigma. Se ha convertido en una eminencia en sólo diez años —le había dicho el físico americano—. Nos llegaron las primeras noticias de él hace más o menos ese tiempo. Primero triunfó en la URSS, pero los agentes secretos no le dejaban publicar nada en el extranjero.

Sabemos que obtuvo el premio Lenin, además de un rosario de galardones. Debe de recibir invitaciones a diario para dar conferencias en el extranjero, nosotros le mandamos dos, pero tuvimos que remitirlas al Presídium de la Academia de las Ciencias. Siempre nos decían «es imposible».

»Blínov ha hecho una gran contribución y supongo que esperaba el reconocimiento internacional, todos somos humanos, así que probablemente fue la academia la que declinó las invitaciones. Y ahora viene a Estados Unidos. Va a hablar sobre la física de partículas, y yo estaré allí.

«También yo», había pensado Monk.

Ahora, esperó a que el científico hubiera concluido su discurso. La ovación fue cerrada. Escuchando las conferencias y paseando durante las pausas, tuvo la sensación de que todos hablaban en marciano. No entendía ni jota.

En el hotel, Monk no tardó en convertirse en una figura familiar con su traje de tweed, sus gafas colgando del cuello y un puñado de revistas especializadas bajo el brazo. Hasta los cuatro KGB y un GRU habían dejado de escrutarlo.

La noche anterior a la partida de la delegación soviética, Monk esperó a que el profesor Blínov se hubiera retirado a su habitación y luego llamó a su puerta.

—Sí —dijo alguien en inglés.

—Servicio de habitaciones —dijo Monk.

La puerta se abrió lo que daba de sí la cadena. El profesor se asomó y vio a un hombre con una fuente repleta de fruta coronada por una cinta rosa.

—Yo no he pedido nada.

—Desde luego, señor. Soy el director de noche. Esto es de parte del gerente.

Después de cinco días el profesor Blínov estaba todavía perplejo ante aquella extraña sociedad de consumo ilimitado. Las únicas cosas que reconocía eran las conversaciones científicas y las fuertes medidas de seguridad. Pero una fuente de fruta gratis era una novedad para él. Para no parecer descortés quitó la cadena, cosa que el KGB le había aconsejado no hacer. Quién mejor que ellos para saber de llamadas a medianoche.

Monk entró en la habitación, dejó la fuente, se volvió y cerró la puerta. La alarma saltó a los ojos del profesor.

—Sé quien es usted. Váyase o llamaré a mi escolta.

Monk sonrió y empezó a hablar en ruso.

—Por supuesto, profesor, me iré enseguida. Pero antes tengo algo para usted. Primero léalo y luego llame a quienquiera.

Desconcertado, el científico cogió la carta del chico y se detuvo en la primera línea.

—¿Qué significa este disparate? —protestó—. Se cuela en mi habitación y luego…

—Permita que hablemos cinco minutos nada más. Después me iré sin alborotar. Pero primero escuche, por favor.

—Nada de lo que pueda decir me interesa. Ya me han advertido de cómo las gastan ustedes…

—Zhenya está en Nueva York —dijo Monk.

El profesor se quedó boquiabierto. A sus cincuenta años, tenía el pelo gris y aparentaba más edad. Se agachó y cogió las gafas para leer. Miró a Monk después de ponérselas y se sentó en la cama.

—¿Zhenya? ¿Aquí, en América?

—Después de sus vacaciones en Yalta, ella obtuvo el permiso para irse a Israel. En un campamento de tránsito en Austria contactó con nuestra embajada y nosotros le proporcionamos un visado de entrada en Estados Unidos. Ella había caído en la cuenta de que estaba embarazada. Ahora lea la carta, por favor.

El profesor leyó poco a poco, estupefacto. Al terminar sostuvo en alto las dos hojas de papel crema y miró hacia la pared opuesta. Se quitó las gafas y se frotó los ojos. Lentamente, dos lágrimas resbalaron mejillas abajo.

—Tengo un hijo —susurró—. Santo cielo, tengo un hijo.

Monk se sacó una fotografía del bolsillo y se la tendió. El chico llevaba una gorra de béisbol y lucía una gran sonrisa. Tenía pecas y un diente astillado.

—Iván Ivánovich Blínov —dijo Monk—. Él no le ha visto nunca. Sólo una foto de usted y su madre en el mar Negro. Pero le quiere a rabiar.

—Tengo un hijo —repitió aquel hombre que podía diseñar bombas de hidrógeno.

—También tiene esposa —murmuró Monk.

Blínov meneó la cabeza.

—Valya murió de cáncer el año pasado.

Monk se quedó de piedra. Blínov era libre. Tal vez querría quedarse en Estados Unidos. El plan no era éste. Blínov había hecho una declaración preventiva.

—¿Qué es lo que quieren?

—Queremos que dentro de dos años acepte una invitación para dar una conferencia en Occidente y que se quede aquí. Lo traeremos en avión y vivirá bien. Será catedrático en una distin­guida universidad, tendrá una casa grande en las afueras y dos coches. Y Zhenya e Iván estarán con usted. Para siempre. Los dos le quieren mucho y yo creo que usted también a ellos.

—¿Dos años?

—Sí. Dos años más en Arzamas-16. Pero necesitamos saberlo todo, ¿me comprende?

Blínov asintió.

Antes de salir Monk le hizo memorizar la dirección de Berlín Oriental y aceptar el bote de espuma para el afeitado que contenía el frasquito de tinta invisible para redactar la carta. Era imposible infiltrarse en Arzamas-16. Tendría que haber una única entrevista con su correspondiente entrega, y un año después la huida con todo lo que pudiera reunir.

Mientras se dirigía hacia el vestíbulo, una vocecita le dijo a Jason Monk por dentro: «Eres un cerdo. Deberías haberle dejado quedarse aquí, ahora». Y otra voz le dijo: «No estás en el departamento de reagrupación familiar, eres un jodido espía y nada más. Ese es tu único cometido». Y el Jason Monk real se juró que algún día Iván Yevdokimovich Blínov viviría en Estados Unidos con su mujer y su hijo, y que Tío Sam le resarciría minuto a minuto por esos dos años de espera.

La reunión tuvo lugar dos días después en el despacho de sir Henry Coombs en la planta superior de Vauxhall Cross, conocida jocosamente como Palacio de la Luz y la Cultura. El calificativo había sido idea de Ronnie Bloom, un especialista en Oriente, fallecido ya, que había encontrado una vez en Pekín un edificio con ese nombre. El lugar parecía contener muy poca luz y no demasiada cultura, lo que le recordó su propio cuartel general en Century House.

Estaban también presentes dos controladores —países del Este y del Oeste—, Marchbanks como jefe de la sección Rusia, y MacDonald. Fue éste quien informó durante casi una hora, respondiendo de paso a ocasionales preguntas de sus superiores.

A instancias de Coombs, cada uno dio su opinión. Hubo unanimidad: debía suponerse que el Manifiesto Negro había sido efectivamente robado y que era un verdadero anteproyecto de lo que Komárov pretendía hacer cuando llegara a la presidencia, crear una tiranía de partido único con una política agresiva hacia el exterior y de genocidio en el interior.

—¿Querrá poner por escrito todo lo que nos ha dicho, Jock? Para la noche, por favor. Tendré que llevarlo más arriba. Y creo que también deberíamos compartirlo con nuestros colegas de Langley. Sean, ¿se ocupará usted de eso?

El controlador de los países del Oeste asintió. El jefe se puso en pie.

—Un asunto muy preocupante. Hay que atajarlo como sea, por supuesto. Necesitamos luz verde de los políticos para pararle los pies a ese hombre.

Pero lo que de hecho pasó fue que poco antes de terminar agosto sir Henry Coombs recibió una invitación para reunirse con el funcionario público de mayor rango en la sede del Foreign Office.

En calidad de subsecretario permanente, sir Reginald Parfitt no sólo era colega del jefe del SIS sino uno de los llamados Cinco Sabios que, con sus equivalentes en Hacienda, Defensa, Interior y gabinete ministerial, ofrecerían al primer ministro sus recomendados para suceder al jefe del SIS. Ambos hombres tenían una relación amistosa y eran perfectamente conscientes de que regían sobre muy distintas circunscripciones.

—Ese maldito documento que tus amigos sacaron de Rusia el mes pasado… —dijo Parfitt.

—El Manifiesto Negro.

—Sí. Buen título. ¿De tu cosecha, Henry?

—De mi jefe de puesto en Moscú, nos pareció muy apropiado.

—Desde luego. Bien, lo saben los americanos, pero no lo hemos dicho a nadie más. Y el asunto ha llegado lo más alto que podía llegar. Nuestro propio amo y señor —se refería al ministro de Exteriores— lo hojeó antes de irse de vacaciones a la Toscana. Y lo mismo el secretario de Estado americano. Naturalmente, la repulsa ha sido unánime.

—¿Habrá alguna reacción, Reggie?

—¿Reacción? Oh sí, bueno, ése es el problema. Un gobierno reacciona oficialmente ante otro gobierno, pero no contra un político extranjero en la oposición. Oficialmente, este documento —golpeó con el dedo la copia del manifiesto que tenía sobre el cartapacio— es como si no existiera. Oficialmente no se puede decir que estemos en posesión del mismo, ya que indudablemente es robado. Me temo que la consecuencia de todo ello es que, oficialmente, el gobierno no puede hacer nada.

—Eso, oficialmente —murmuró Hernry Coombs—. Pero nuestro gobierno, con su infinita sabiduría, ha previsto la existencia de mi servicio precisamente al objeto de poder actuar, si la ocasión lo requiere, extraoficialmente.

—Por supuesto, Henry. Y sin duda te estarás refiriendo a algún tipo de acción encubierta. —Al pronunciar las dos últimas palabras la expresión de sir Reginald se asemejó a la que pondría si por la ventana se colase algún olor pestilente.

—No sería la primera vez que desestabilizamos a un maníaco peligroso, Reggie. Con mucha discreción.

—Pero con poco éxito, Henry. Y ahí está el problema. Todos nuestros jefes políticos a ambos lados del Atlántico parecen opinar que por más secreto que algo pueda parecer en su momento, al final siempre acaba filtrándose. Nuestros amigos americanos tienen una lista interminable de asuntos que les producen insomnio: Watergate, Irangate, Contragate. Y aquí se recuerdan bien todas aquellas filtraciones, seguidas de las comisiones de investigación; y sus malditos informes. Sobornos en el Parlamento, venta de armas a Irak… ¿Me explico, Henry?

—En otras palabras, no tienen huevos.

—Tan vulgar y directo como siempre. Siempre has tenido el don de la frase delicada. Yo no creo que ninguno de los gobiernos haya pensado en ampliar el comercio o los créditos cuando ese hombre llegue al poder, sí llega. Pero eso es todo. En cuanto a medidas concretas, la respuesta es no.

Parfitt acompañó al jefe del SIS hasta la puerta. Sus chispeantes ojos azules se clavaron en los del jefe de espías sin una pizca de humor.

—Ah, Henry, y cuando dicen no es que no.

Mientras el sedán con chófer surcaba los muelles del adormecido río Támesis de vuelta a Vauxhall Cross, sir Henry Coombs no pudo sino aceptar la cruda realidad de la decisión intergubernamental. Antiguamente bastaba con un apretón de manos para que la discreción se diera por garantizada. Durante la pasada década —con las filtraciones oficiales convertidas en una de las pocas industrias en expansión— sólo las firmas eran suficientes. Ahora ni en Londres ni en Washington había nadie dispuesto a poner su firma en una orden al servicio secreto para adoptar una medida enérgica que impidiera el progresivo avance de Igor Viktorovitch Komárov.

Vladimir, julio de 1989

El doctor Philip Peters, académico norteamericano, había estado ya una vez en la URSS, aparentemente para deleitarse en su inofensiva pasión por el estudio del arte oriental y las antigüedades rusas. Nada había sucedido, nadie había arqueado una ceja.

Doce meses después seguían llegando turistas a Moscú, y los controles eran todavía más relajados. La pregunta que se le planteaba a Monk era si utilizar de nuevo al doctor Peters. Decidió que sí.

La carta del profesor Blínov no dejaba dudas. Había conseguido una buena cosecha que abarcaba todas las preguntas científicas para las que Estados Unidos necesitaba respuesta. La lista había sido elaborada tras largas discusiones con los más altos estamentos de la ciencia norteamericana incluso antes de que Monk irrumpiera en la habitación del hotel Fairmont e Iván Blínov aceptara el reto. Y ahora el ruso estaba preparado para hacer una entrega. El problema era que le iba a resultar muy difícil ir a Moscú. Y levantaría sospechas.

Pero puesto que Gorky era otra de las ciudades repletas de instituciones científicas, y a sólo noventa minutos en tren desde Arzamas-16, Blínov podía trasladarse allí. Tras las consabidas protestas, el KGB le había ahorrado la sombra que le asignaba siempre que abandonaba la zona de investigaciones atómicas. «Si he ido a California —se decía Blínov—, ¿por qué no puedo ir a Gorky?». Hasta el comisario político podía entenderlo. Libre de vigilancia, podía tomar otro tren hasta la ciudad de Vladimir. Pero nada más. Tenía que estar de regreso al anochecer. La cita tendría lugar el 19 de julio bajo la galería oeste de la catedral de la Asunción, a las doce del mediodía.

Monk estuvo estudiando durante dos semanas la ciudad de Vladimir, ciudad medieval famosa por sus dos suntuosas catedrales. La mayor es la de la Asunción, rica en obras de Rublev, el pintor del siglo XV; la pequeña es la de San Demetrio.

El departamento de investigación de Langley no pudo encontrar ningún grupo de turistas que previese ir a algún punto cercano a Vladimir. Viajar como turista en solitario era muy arriesgado; los grupos daban protección. Finalmente dieron con un clan de entusiastas de la arquitectura religiosa de la vieja Rusia que había organizado una visita a Moscú a mediados de julio, incluyendo excursión en autocar al fabuloso monasterio de la Trinidad-San Sergio en Zagorsk el día 19. El doctor Philip Peters se apuntó.

Con su acostumbrada maraña de rizos entrecanos y su guía turística pegada a la nariz, el doctor Peters visitó durante tres días las soberbias catedrales del Kremlin. Al término del tercer día la guía de Intourist les dijo que estuvieran a las siete y media en el hotel para tomar el autocar a Zagorsk la mañana siguiente.

A las siete y cuarto el doctor Peters envió una nota diciendo que sufría fuertes molestias estomacales y que prefería quedarse en cama. A las ocho en punto salió tranquilamente del Metropol y fue andando hasta la estación de Kazan, donde tomó el tren para Vladimir. Poco antes de las once ponía el pie en la ciudad catedralicia.

Como suponía, la ciudad estaba llena de turistas, pero Vladimir no guardaba secretos de Estado y la vigilancia a los turistas era casi inexistente. Compró un prospecto y deambuló por la catedral de San Demetrio admirando los mil trescientos bajorrelieves de fieras, aves, flores, glifos, santos y profetas que adornaban los muros exteriores. A las doce menos diez recorrió paseando los trescientos metros que le separaban de la catedral de la Asunción y se acercó a admirar las pinturas murales de Rublev bajo la galería oeste. Oyó una tos a su espalda. «Si le han seguido, soy hombre muerto», pensó.

—Hola profesor, cómo está usted —dijo con calma, sin apartar los ojos de las brillantes pinturas.

—Estoy bien pero muy nervioso —dijo Blínov.

—Y quién no.

—Tengo algo para usted.

—Y yo para usted. Una carta de Zhenva. Otra del pequeño Iván con unos dibujos que hizo en el colegio. Por cierto, creo que ha heredado su inteligencia. El profesor de matemáticas dice que aventaja con mucho a sus compañeros.

Pese a lo asustado que estaba y el sudor que le perlaba la frente, el científico pareció radiante de satisfacción y orgullo paterno.

—Sígame despacio —dijo Monk— y prosiga mirando las pinturas.

Se alejó un poco para poder cubrir visualmente la totalidad de la galería. Una vez a solas, entregó al profesor el paquete de cartas que había traído de Estados Unidos y una segunda lista de tareas elaborada por los físicos nucleares. La lista fue a parar al bolsillo interior de Blínov. Lo que éste tenía para Monk abultaba mucho más; era un fajo de documentos de dos centímetros de grosor que Blínov había fotocopiado en Arzamas-16.

A Monk no le gustó aquello, pero no había más remedio; metió el fajo de papeles por dentro de su camisa y luego se lo pasó a la espalda. Después le estrechó la mano con una sonrisa.

—Valor, Iván Yevdokimovich, ya falta poco. Un año más.

Partieron. Blínov para volver a Gorky y de allí a su jaula dorada, y Monk para coger el tren de regreso a Moscú. Estaba de nuevo en la cama y el envío ya depositado en la embajada de Estados Unidos cuando el autocar volvió de Zagorsk. Todo el mundo se interesó por él, diciéndole que se había perdido la visita de su vida.

El 20 de julio el grupo partió de Moscú sobrevolando el Ártico camino de Nueva York. La misma noche otro reactor llegaba al aeropuerto J. E Kennedy, pero procedente de Roma. En él viajaba Aldrich Ames, que volvía de tres años en Italia para reanudar sus funciones como espía del KGB en Langley. Su patrimonio se había incrementado espectacularmente.

Antes de partir de Roma Ames había memorizado y luego quemado una carta de nueve páginas con instrucciones de Moscú. En lugar prioritario estaba desenmascarar a cualquier otro agente secreto dirigido por la CIA en el interior de la URSS, con especial hincapié en el KGB, la GRU, el funcionariado estatal o los científicos. Había una posdata. «Centrar la atención en el hombre al que conocemos como Jason Monk».