—Embajada británica, buenas noches —dijo la telefonista.
—¿Shto? —dijo una voz perpleja al otro extremo de la línea.
—Dobri vecher, Anglyskoye posolstvo —repitió la telefonista en ruso.
—Póngame con la taquilla del teatro Bolshoi —dijo la voz.
—Me temo que se ha equivocado de número —dijo la telefonista, y colgó.
Los escuchas de la batería de monitores en el cuartel general de FAPSI, la agencia rusa de escucha electrónica, oyeron la llamada y la anotaron, pero no le prestaron mayor atención. Los números equivocados estaban a la orden del día.
La telefonista de la embajada hizo caso omiso de las luces de dos nuevas llamadas, consultó un pequeño cuaderno y marcó un número interior.
—¿Señor Fields?
—Sí.
—Aquí centralita. Alguien acaba de llamar preguntando por la taquilla del teatro Bolshoi.
—Bien, muchas gracias.
Gracie Fields telefoneó a Jock MacDonald. Las extensiones internas eran regularmente comprobadas por el encargado del servicio de seguridad y se consideraban fiables.
—Mi amigo de Moscú acaba de llamar —dijo—. Ha utilizado el código de emergencia. Necesita una respuesta.
—Téngame al corriente —dijo el jefe de puesto.
Fields consultó su reloj. Una hora entre las dos llamadas y pasaban cinco minutos. En un teléfono público del vestíbulo de un banco a dos manzanas del edificio de la milicia, el inspector Novikov consultó también su reloj y decidió ir a tomar un café para ocupar los cincuenta minutos restantes. Luego informaría desde otra cabina a una manzana de allí y esperaría.
Fields dejó la embajada diez minutos después y se dirigió en coche al hotel Kosmos en Prospekt Mira. Construido en 1979 y moderno para Moscú, el Kosmos tenía una batería de cabinas telefónicas cerca del vestíbulo.
Una hora después de haber recibido la llamada en la embajada sacó una libreta de su chaqueta y marcó un número. Las llamadas de cabina a cabina son una pesadilla para el contraespionaje y prácticamente ilocalizables.
—¿Boris? —Novikov no se llamaba Boris. Su nombre era Yevgeni, pero cuando oyó «Boris» supo que era Fields quien llamaba.
—Sí. Ese dibujo que me dio el otro día. Ha salido algo. Creo que deberíamos vernos.
—De acuerdo. Almorzaremos en el Rossiya.
Ninguno de los dos tenía la menor intención de ir al enorme hotel Rossiya, sino al bar Carousel en la calle Tverskaya. Era fresco y lo bastante en penumbras para ser discreto. El lapso volvía a ser de una hora.
Como muchas de las grandes embajadas británicas, la legación de Moscú tiene entre su personal un miembro del servicio de seguridad británico, el M15, organización hermana del Secret Intelligence Service, SIS, errónea pero popularmente conocido también como M16.
La misión del M15 consiste no en recabar información sobre el país anfitrión sino en garantizar la seguridad de la embajada, de sus diversos puestos externos y de su personal.
Los empleados no se consideran prisioneros en la embajada y durante el verano frecuentan un precioso sitio para bañarse donde el río Moscova forma un meandro dejando al descubierto una pequeña playa de arena. Para el personal diplomático es un punto predilecto de excursiones y baños.
Antes de ser ascendido a inspector y trasladado a Homicidios, Yevgeni Novikov había sido el oficial a cargo de ese distrito, incluida la zona turística conocida como Serebrvani Bor (bosque de Plata). Era allí donde había conocido al entonces funcionario británico del M15, quien le presentó al recién llegado Cracie Fields.
Fields trató al joven policía y finalmente le sugirió que un anticipo mensual en divisa extranjera podía hacer la vida más fácil a un hombre con salario fijo en época de inflación. El inspector Novikov se convirtió en fuente de información de bajo nivel, sí, pero ocasionalmente útil. En el curso de aquella semana el detective iba a devolver con creces todas las sumas recibidas.
—Tenemos un cadáver —le dijo a Fields una vez en el Carousel, mientras bebían cerveza—. Estoy seguro de que es el hombre del dibujo que usted me dio. Viejo, con dientes de acero, ya sabe… —Relató los hechos tal como su colega Volsky se los había narrado.
—Casi tres semanas, es mucho tiempo para estar muerto con este clima. La cara debe estar hecha un asco —dijo Fields—. Podría no ser el mismo.
—Sólo estuvo una semana en el bosque. Y luego nueve días en el frigorífico. Creo que se le podrá reconocer.
—Necesitaré una foto, Boris. ¿Puede conseguirme una?
—No lo sé. Todo lo tiene Volsky. ¿Alguna noticia de un tal investigador Chernov?
—Sí, ha estado en la embajada. También le di uno de los dibujos.
—Lo sé —dijo Novikov—. Están por todas partes. En fin, seguro que vuelve. A estas horas Volsky ya se lo habrá dicho. Él debe tener una fotografía de la cara del muerto.
—Pero usted la conseguirá.
—Puede ser difícil.
—Pues inténtelo, Boris. Usted trabaja en Homicidios, ¿no? Diga que quiere enseñarla a ciertos contactos que tiene en el hampa. Ponga cualquier excusa. Esto es un homicidio. A eso se dedica usted, ¿no? A resolver asesinatos.
—En teoría sí —admitió sombríamente Novikov, preguntándose si el inglés sabía que el porcentaje de asesinatos mafiosos resueltos era del 3 por ciento.
—Tendrá usted una paga extra —dijo Fields—. Cuando alguien ataca a los nuestros no somos nada tacaños.
—Está bien —dijo Novikov—. Trataré de conseguir una.
Al final no necesitó tomarse la molestia. El expediente del hombre misterioso llegó a Homicidios por inercia, y dos días después tuvo oportunidad de coger una fotografía de la cara de las sacadas en el bosque junto a la autopista de Minsk.
Langley, noviembre de 1986
Carey Jordan estaba de un humor excepcionalmente bueno, algo inusual a finales de 1986 debido a que el escándalo Irán-Contras tenía a Washington en vilo, y Jordan más que nadie sabía hasta qué punto estaba implicada la CIA.
Pero acababan de convocarle al despacho del director, William Casey, para recibir las más entusiastas felicitaciones. La causa de tan desacostumbrada bondad por parte del viejo director era la recepción en las altas instancias de las noticias que Jason Monk traía de Yalta.
A punto de iniciarse la década de los noventa, cuando Yuri Andrópov era presidente de la URSS, el antiguo jefe del KGB había instituido una serie de políticas sumamente agresivas contra Occidente. Era el último intento del moribundo Andrópov para horadar la alianza de la OTAN por medio de la intimidación.
En el meollo de aquella política estaba el despliegue a través de los países satélites de la Europa Oriental de 350 nuevos misiles de alcance medio. Provistos de tres bombas atómicas con blancos independientes, los SS-20 apuntaban a todas las ciudades de Europa, desde el norte de Noruega hasta Sicilia.
Ronald Reagan era por entonces el inquilino de la Casa Blanca y Margaret Thatcher lo era del 10 de Downing Street. Los dos líderes occidentales decidieron que no cederían a ninguna amenaza y acordaron que por cada misil que apuntara a Occidente, ellos pondrían otro apuntando al Este.
Los Pershing I y los Cruise fueron desplegados en Gran Bretaña y Europa Occidental pese a las constantes y ruidosas manifestaciones de la izquierda europea. Reagan y Thatcher no dieron su brazo a torcer.
El programa americano Star Wars obligó a la URSS a procurarse un sistema antimisiles propio. Andrópov falleció, Chernenko llegó y también falleció, y Gorbachov tomó el poder, pero la guerra del poderío industrial siguió su curso.
Mijaíl Gorbachov se había convertido en secretario general del partido en marzo de 1985. Era un hombre nacido y educado en el comunismo. La diferencia estaba en que Gorbachov era pragmático y se negaba a aceptar los embustes que sus predecesores se habían tragado. Insistía en conocer los hechos y cifras verdaderos de la industria y la economía soviéticas. Cuando se enteró quedó poco menos que anonadado. Pero siguió pensando que el resollante caballo de tiro de la economía soviética podía transformarse en un eficaz purasangre con un poco de puesta a punto. De ahí la perestroika, o reestructuración.
Hacia el verano de 1986, en el corazón del Kremlin y el Ministerio de Defensa estaba haciéndose evidente que aquello no funcionaría. El complejo armamentístico y el programa de rearme absorbían un 60 por ciento del producto nacional bruto de la URSS, una cifra astronómica. Y las privaciones empezaban a impacientar a la población.
Aquel verano se efectuó un examen en profundidad para saber cuánto tiempo podía mantener el ritmo la URSS. El informe no pudo ser más desalentador. Industrialmente, Occidente estaba superando al mastodonte ruso en todos los niveles. Ese era el informe que Solomin había llevado al parque de Yalta en forma de microfilme.
Lo que en él se decía, y Solomin confirmó de palabra, era que si Occidente podía aguantar un par de años más, la economía soviética empezaría a hacer agua y el Kremlin tendría que ceder. Como en una partida de póquer, el siberiano acababa de mostrar a Occidente qué juego tenía el Kremlin en la mano.
La noticia viajó hasta la Casa Blanca y, cruzando el Atlántico, hasta el 10 de Downing Street. En ambos casos, acosados como estaban por sus respectivos problemas internos, fue acogida con alegría. Bill Casey fue felicitado por el despacho Oval y a su vez transmitió la enhorabuena a Carey Jordan. Este convocó a Jason Monk para compartir sus felicitaciones. Al término de su conversación Jordan sacó a colación un tema que ya había planteado anteriormente.
—Tengo un problema gordo con esos malditos informes suyos, Jason. No puede dejarlos en su caja fuerte así como así. Si algo le ocurriera a usted, no sabríamos por dónde empezar a manejar a sus hombres, Lisandro y Orión. Tendrá que archivarlos con los demás.
Hacía más de un año de la primera traición de Aldrich Ames, y seis meses desde que se hizo patente el desastre de los agentes desaparecidos. El culpable aún seguía en Roma. Técnicamente, la caza del topo aún estaba en marcha, pero sin la urgencia original.
—No hace falta arreglar lo que no está roto —alegó Monk—. Esos tipos están arriesgando sus vidas. Ellos me conocen y yo los conozco, hay confianza mutua. Déjelo así.
Jordan ya sabía del extraño vínculo que puede llegar a establecerse entre espía y controlador. Era una relación que la Agencia no miraba con buenos ojos por dos motivos. Primero, el que controlaba al espía podía ser destinado a otro lugar, retirarse o morir, y una relación demasiado personal podía significar que el espía que estaba en Rusia tal vez no quisiera seguir adelante con otro controlador. Segundo, si algo le ocurría al espía, el hombre de la CIA podía desanimarse hasta el punto de prescindir de sus servicios. Un espía de larga carrera podía tener varios controladores. El vínculo personalizado de Monk con sus dos agentes preocupaba a Jordan. Era… irregular.
Por lo demás, el propio Monk era un caso aparte. Jordan ignoraba que Monk hacía hincapié en asegurarse de que sus hombres en Moscú (Turpin había abandonado Madrid y estaba de vuelta en Rusia, sacando material sorprendente desde el propio corazón del directorio K) recibieran cartas personales suyas junto con las habituales listas de tareas a realizar.
Jordan se avino a una solución de compromiso. Los expedientes con detalles personales, sobre dónde y cómo habían sido reclutados y de qué manera se desempeñaban en sus diferentes destinos —todo salvo los nombres y, sin embargo, suficiente para identificarlos—, serían transferidos a la caja fuerte personal del subdirector de Operaciones. Si alguien quería acceder a ellos, tendría que pasar primero por el subdirector y explicar el motivo. Monk lo aceptó.
El inspector Novikov tenía razón en una cosa. Efectivamente, el investigador Chernov se presentó de nuevo en la embajada. Lo hizo la mañana siguiente, 5 de agosto. Jock MacDonald le pidió que le acompañara hasta su despacho, donde se hizo pasar por un agregado de la cancillería.
—Creemos haber encontrado al hombre que irrumpió en el apartamento de su colega —dijo Chernov.
—Mi enhorabuena.
—Por desgracia, está muerto.
—Ah, pero tendrán una fotografía, ¿no?
—Sí. Del cuerpo y de la cara. Además… —Dio unos golpecitos a una bolsa de lona que llevaba—. Tengo el abrigo que probablemente llevaba puesto.
Dejó una fotografía sobre la mesa de MacDonald. La imagen era realmente horrenda, pero encajaba con el dibujo al carbón.
—Llamaré a la señorita Stone para ver si puede identificar a este desdichado.
Celia Stone entró acompañada de Fields. MacDonald advirtió a Celia que lo que iba a ver no era nada agradable, pero que le agradecería su opinión. Ella miró la foto y se llevó la mano a la boca. Chernov sacó el raído sobretodo militar y lo sostuvo en alto. Celia miró a MacDonald y asintió con la cabeza.
—Es él. Ese fue el hombre que….
—… usted vio salir de su apartamento. Por supuesto. Los ladrones siempre cometen errores. Estoy seguro de que en todas partes pasa lo mismo.
Celia Stone salió acompañada.
—He de decirle en nombre del gobierno británico, investigador Chernov, que ha hecho usted un extraordinario trabajo. Quizá nunca sepamos cómo se llamaba, pero eso importa poco ahora. El pobre diablo ha muerto. Dé por hecho que el comandante en jefe de la milicia de Moscú recibirá un informe muy favorable —le dijo MacDonald al radiante investigador.
Al salir de la embajada y subir a su coche Chernov no cabía en sí de alegría. En cuanto regresó a Petrovka pasó el expediente de Robos a Homicidios. El hecho de que un segundo ladrón estaba implicado carecía de importancia. Sin una descripción o un testimonio, era como buscar una aguja en un pajar.
Al irse Chernov, Fields volvió al despacho de MacDonald. El jefe de puesto estaba sirviéndose un café.
—¿Qué opinas? —preguntó.
—Según mi fuente, al hombre lo mataron de una paliza. Tiene un amigo en el depósito de cadáveres que vio el dibujo en la pared y lo identificó. Según el informe de la autopsia, el viejo llevaba una semana en el bosque cuando lo encontraron.
—¿Y eso cuándo fue?
Fields consultó las notas que había escrito inmediatamente después de la charla en el Carousel.
—El veinticuatro de julio.
—Entonces… lo asesinaron el diecisiete o el dieciocho. Un día después de que arrojara ese documento al coche de Celia Stone. El día que yo viajé a Londres. Esos tipos no pierden el tiempo.
—¿Qué tipos?
—Bueno, apuesto doble contra sencillo a que fueron los matones que manda esa mierda de Grishin.
—¿El jefe de seguridad de Komárov?
—Así lo llaman algunos —dijo MacDonald—. ¿Alguna vez has visto su historial?
—No.
—No te lo pierdas. Un ex interrogador del Segundo Directorio. Y de lo más malévolo.
—Si fue una paliza ejemplar, ¿quién era ese viejo? —preguntó Fields.
MacDonald contempló el Kremlin desde la ventana.
—Probablemente el ladrón.
—¿Y cómo pudo un vagabundo hacerse con esos papeles?
—Solamente se me ocurre que fuera algún tipo de empleado de segunda y que tuvo suerte. A la postre la tuvo, pero muy mala. Te diré una cosa, creo que tu amigo el policía se va a ganar una prima suculenta.
Buenos Aires, junio de 1987
El primero en sospechar que Valeri Yurévich Kruglov podía tener algún fallo fue un joven y despierto agente del puesto de la CIA en la capital argentina. El jefe de puesto consultó a Langley.
La división Latinoamérica tenía ya su historial, de cuando Kruglov había estado destinado en Ciudad de México en los años setenta. Sabían que era un experto en Latinoamérica, con tres destinos en la zona y una carrera de veinte años en el Servicio Exterior soviético.
Nacido en 1944, Valeri Kruglov era hijo de un diplomático especialista en Latinoamérica. Fue por influencia del padre que el muchacho entró en el prestigioso Instituto de Relaciones Internacionales, el MGIMO, donde aprendió español e inglés. Estuvo allí de 1961 a 1966. Después tuvo dos destinos en Latinoamérica, primero en Colombia y diez años después en México, antes de reaparecer en Buenos Aires como primer secretario.
La CIA estaba segura de que no era del KGB sino un diplomático corriente. Su retrato era el de un ruso bastante liberal y comunicativo, posiblemente prooccidental, y no el típico homo sovieticus de línea dura. La razón de la alerta que se produjo en el verano de 1987 había sido una conversación con un funcionario argentino, que trabajaba para los norteamericanos, en la que Kruglov revelaba que pronto iba a regresar a Moscú definitivamente y que su estilo de vida iba a cambiar.
Dado que era ruso, la alerta involucró también a la división SE, y Harry Gaunt propuso que confrontasen a Kruglov con otro agente. Gaunt propuso a Jason Monk, ya que éste hablaba ruso y español, y Jordan accedió.
Era una misión bastante sencilla. A Kruglov le quedaba apenas un mes para irse. Como dice la canción, era ahora o nunca.
Cinco años después de las Malvinas, restaurada la democracia en Argentina, Buenos Aires era una capital serena y al «empresario» norteamericano, que acompañaba a una chica de la embajada, le resultó fácil encontrar a Kruglov en una recepción. Monk procuró que se cayeran bien y le invitó a cenar.
Kruglov, que como primer secretario disfrutaba de la considerable libertad que le otorgaban el embajador y el KGB, encontró atractiva la idea de cenar con alguien ajeno al circuito diplomático. En el transcurso de la cena, Monk se apropió de la biografía de su antigua profesora de francés, la señora Brady. Dijo que su madre había trabajado de intérprete para el Ejército Rojo y que tras la caída de Berlín había conocido a un joven oficial norteamericano del que se había enamorado. Se habían fugado para casarse en Occidente. Así, en la casa paterna, Monk se había criado hablando inglés y ruso con igual soltura. A partir de ese momento, siguieron hablando en ruso. Para Kruglov fue un alivio. Su español era excelente pero no su inglés.
El verdadero problema de Kruglov surgió apenas quince días después. A sus cuarenta y tres años, divorciado y con dos hijos adolescentes, compartía aún el piso con sus padres. Una suma cercana a los veinte mil dólares le permitiría comprar un piso propio en Moscú. Monk se presentaba como un rico jugador de polo que había ido a Argentina a comprar unos caballos, y le dijo que para él no era problema prestarle ese dinero a un amigo.
El jefe de puesto sugirió fotografiar el momento de la entrega del dinero, pero Monk puso reparos.
—No cederá a un chantaje. O viene como voluntario o no viene.
Aunque Monk era un agente subalterno, el jefe de puesto concedió que la jugada era suya. El recurso que Monk utilizó fue el de «ilustrados contra belicistas». Mijaíl Gorbachov, comentó, era enormemente popular en Estados Unidos. Esto lo sabía ya Kruglov y le agradaba; él era partidario de Gorbachov.
Gorby, sugirió Monk, estaba tratando de desmantelar la máquina de guerra y de propiciar la paz y la confianza entre ambos pueblos. El problema era que en ambos bandos quedaban aún trincheras de la guerra fría, incluso dentro del propio Ministerio de Asuntos Exteriores soviético. Kruglov debió de comprender a esas alturas con quién estaba hablando, pero en ningún momento mostró sorpresa.
Para Monk, que se había aficionado a la pesca, fue como cobrar un atún que hubiera aceptado lo inevitable. Kruglov obtuvo sus dólares y material de comunicaciones. Los detalles sobre planes, posición y acceso serían enviados en tinta invisible mediante una carta normal a un buzón normal de Berlín Este. Los documentos confidenciales serían fotografiados y pasados a la CIA mediante una de las dos trampillas que tenía en la capital alemana.
Al despedirse se abrazaron al estilo ruso.
—No lo olvide, Valeri —dijo Monk—. Nosotros… los buenos siempre ganan, Esta locura acabará pronto y usted y yo habremos ayudado a ponerle fin. Si alguna vez me necesita, no dude en llamarme.
Kruglov regresó en avión a Moscú y Monk volvió a Langley.
—Soy Boris. Ya lo tengo.
—¿El qué?
—La fotografía. El expediente llegó a Homicidios. El mierda de Chernov se lo quitó de encima. He cogido una de las mejores. Tiene los ojos cerrados para que no impresione tanto.
—Estupendo, Boris. En el bolsillo de la chaqueta tengo un sobre con quinientas libras esterlinas. Pero necesito otra cosa de usted. Naturalmente, el sobre será más gordo. Mil libras.
El inspector Novikov respiró hondo en la cabina de teléfonos. Ni siquiera podía calcular cuantos millones de rublos podían comprarse con un sobre semejante. Al menos el salario de todo un año.
—Adelante.
—Quiero que vaya a ver al jefe de personal en la sede de la UFP y que le enseñe esa fotografía.
—¿Que vaya adónde?
—A la Unión de Fuerzas Patrióticas.
—¿Qué diantres tienen que ver con esto?
—No lo sé. Es sólo una corazonada. Puede que él haya visto a ese hombre.
—¿A santo de qué?
—No lo sé, Boris. Es una posibilidad. Ya le digo que es sólo una corazonada.
—¿Y qué excusa le doy?
—Usted es un detective de Homicidios. Trabaja en un caso. Sigue una pista. La víctima podría haber sido vista en los alrededores del cuartel general del partido. A lo mejor trataba de colarse. ¿Le vio alguno de los guardias rondando por la calle? En fin, cosas así.
—Está bien. Pero esa gente es importante. Si me detienen tendrá que ayudarme.
—Y por qué querrán detenerlo. Usted es un honrado policía que cumple con su deber. A ese viejo lo vieron por el vecindario de la casa de Komárov en el bulevar Kyselny. Usted tiene la obligación de advertírselo, aunque el hombre ya esté muerto. Podría haber sido miembro de alguna banda. Quizá estaba espiando el edificio. Su coartada es perfecta. Hágalo, y las mil libras serán suyas.
Yevgeni Novikov refunfuñó algo más y colgó. Aquellos anglichani estaban locos de verdad, se dijo. A fin de cuentas aquel pobre diablo sólo había entrado en el piso de una inglesa. Pero por mil libras esterlinas valía la pena hacerlo.
Moscú, octubre de 1987
El coronel Anatoli Grishin se sentía frustrado de estar de brazos cruzados, a la manera de aquel que ha superado su cota máxima de triunfo personal.
Hacía ya tiempo que había extraído la última gota de información a los agentes delatados por Ames. Doce de ellos habían estado alojados en los sótanos de Lefortovo para subir únicamente a solicitud de los interrogadores del Primer y el Segundo Directorio, o ser llevados una vez más al cuarto especial de Grishin si se mostraban recalcitrantes o desmemoriados.
Dos de ellos, en contra de la opinión de Grishin, se habían salvado de la muerte a cambio de largos años de trabajos forzados. La razón era que habían trabajado poco tiempo para la CIA o sido demasiado humildes para hacer mucho daño. El resto, salvo uno, había cumplido su sentencia de muerte. Los nueve ejecutados habían sido llevados al patio de gravilla detrás del ala más apartada del penal y obligados a arrodillarse para recibir la bala en la nuca. En todas las ocasiones, Grishin había estado presente en calidad de oficial de mayor graduación.
A instancias de Grishin, sólo uno conservó la vida, el general Dmitri Polyakov, quien había trabajado veinte años para Estados Unidos antes de ser delatado. De hecho se había retirado al regresar a Moscú en 1980. Jamás había aceptado dinero; actuaba de espía porque detestaba el régimen soviético.
Y así lo dijo. Se irguió en la silla y les dijo lo que pensaba de ellos y lo que había hecho durante veinte años. Mostró más coraje y dignidad que todos los demás. En ningún momento pronunció una súplica. Debido a su avanzada edad, nada de lo que explicaba tenía ya vigencia. No sabía nada de operaciones en marcha ni tampoco disponía de nombres aparte de los controladores de la CIA, retirados como él.
Cuando terminó de interrogarlo, Grishin le odió tanto que decidió darle un tratamiento especial. Ahora el viejo general yacía entre sus propios excrementos y lloraba sobre un catre de hormigón. De vez en cuando Grishin iba a asegurarse de ello en persona. Finalmente, el 15 de marzo de 1988, ante la insistencia del general Boyárov, el viejo espía fue ajusticiado.
—El caso es, querido colega —le dijo Boyárov a Grishin aquel mes—, que no se puede hacer otra cosa. La comisión Caza de Ratas debe ser disuelta.
—Pero seguro que queda uno, ese del que hablan en el Primer Directorio, el que controla varios traidores aquí en Rusia pero aún no ha sido cazado.
—Ah, el que nadie encuentra. Ninguno de los traidores ha oído hablar de él.
—¿Y si cazásemos a los suyos? —preguntó Grishin.
—Entonces lo pagarán muy caro —dijo Boyárov—, y si eso ocurriera, si el hombre de Yazenevo en Washington puede entregárnoslos, ya puede usted convocar a su gente y empezar otra vez. Hasta podrían cambiar de nombre. Se les podría llamar comité Monakh.
Grishin no le vio la gracia, pero Boyárov sí, y rió sonoramente.
Si Pavel Volsky creía haber oído la última palabra sobre la autopsia en el depósito de cadáveres, estaba equivocado. Su teléfono sonó la misma mañana en que su amigo Novikov hablaba clandestinamente con un funcionario del servicio secreto británico, el 7 de agosto.
—Aquí Kuzmin —dijo una voz—. El profesor Kuzmin, del Segundo Instituto Médico. Hablamos hará una semana sobre mi autopsia de un muerto sin identificar.
—Ah, sí, profesor. ¿En qué puedo ayudarle?
—Creo que es más bien al revés. Puede que tenga algo para usted.
—Se lo agradezco. ¿De qué se trata?
—Hace unos días sacaron un cuerpo del río a la altura de Lytkarino.
—¿Y en qué me concierne eso?
—Algún listo calculó que el cuerpo llevaba en el agua un par de semanas (estaba en lo cierto, dicho sea de paso) y que seguramente había ido río abajo desde Moscú. De modo que los muy cerdos me lo trajeron aquí. Acabo de terminar la autopsia.
Volsky reflexionó. Dos semanas en el agua en pleno verano. El profesor debía de tener una hormigonera por estómago.
—¿Asesinado? —preguntó.
—Al contrario. Iba en calzoncillos. Casi seguro que fue a nadar a causa del calor, tuvo algún problema y se ahogó.
—Entonces es un accidente. Acuda a la autoridad civil. Yo soy de Homicidios —protestó Volsky.
—Oiga, joven. Escuche. Habitualmente esos cadáveres no tienen identificación, pero esos imbéciles de Lytkarino no vieron una cosa. Tenía los dedos tan hinchados que no se dieron cuenta. Estaba oculto por la carne. Un anillo de boda de oro macizo. Se lo he quitado, bueno, en realidad tuve que arrancarle el dedo. En el interior hay grabadas estas palabras: «N. I. Akópov, de Lidia». ¿Qué le parece?
—Pues… pero si no es un homicidio…
—Oiga, ¿es que nunca le llaman los de Personas Desaparecidas?
—¿Los…? Claro que sí. Cada semana me envían un montón de fotografías para ver si alguna concuerda con alguno de mis casos.
—Bien, un hombre con semejante anillo podría tener una familia. Y si ha desaparecido hace tres semanas puede que alguien lo haya denunciado. He pensado que usted podía beneficiarse de mi genio detectivesco apuntándose unos tantos con esos tontos de Personas Desaparecidas. Yo no conozco a nadie allí, por eso le he llamado a usted.
Volsky se animó. Siempre estaba pidiendo favores a los de Personas Desaparecidas. Ahora podría resolverles un caso y ganar prestigio. Anotó los detalles, dio las gracias al profesor y colgó.
Su contacto habitual en Personas Desparecidas se puso al teléfono diez minutos después.
—¿Tenéis algún PD a nombre de N. I. Akópov? —preguntó Volsky.
Su contacto consultó los registros y al rato contestó:
—En efecto. ¿Por qué?
—Dame los detalles, por favor.
—Falta de su domicilio desde el diecisiete de julio. No volvió a su casa después del trabajo y nadie lo ha visto. La denunciante es la señora Akópov, el pariente más cercano…
—¿La señora Lidia Akópov?
—¿Cómo coño lo has sabido? Nos ha llamado ya cuatro veces por si había noticias. ¿Sabes algo de ese capullo?
—Está en el depósito de cadáveres. Fue a bañarse al río y se ahogó. Lo sacaron la semana pasada a la altura de Lytkarino.
—Estupendo. La señora estará encantada de que se haya resuelto el misterio. ¿Sabes quién era ese hombre?
—Ni idea —dijo Volsky.
—Nada menos que el secretario particular de Igor Komárov.
—¿El político?
—Exacto. Nuestro próximo presidente. Gracias Pavel, te debo una.
Vaya, pensó Volsky mientras volvía a sus cosas.
Omán, noviembre de 1987
Carey Jordan tuvo que dimitir aquel mes. No fue por la fuga de Edward Lee Howard ni por el asunto de los agentes desaparecidos, sino por el Irán-Contra. Unos años atrás la más alta instancia, el Despacho Oval, había ordenado ayudar a la contra nicaragüense en su intento de derrocar a los sandinistas. Bill Casey, por entonces director de la CIA, había accedido a cumplir esas órdenes. Pero el Congreso dijo no y vetó el presupuesto necesario. Furiosos por el revés, Casey y otros habían intentado conseguir el dinero vendiendo armas a Teherán sin autorización del gobierno.
Cuando se conoció la noticia Casey sufrió un grave pero oportuno colapso en su despacho de Langley en diciembre de 1986. Ya no volvió a ocupar su puesto y murió en mayo del año siguiente. El presidente Reagan nombró director de la CIA al políticamente correcto William Webster, hasta entonces director del FBI. Carey Jordan había puesto en práctica las demandas de su presidente y de su director. Ahora uno sufría amnesia y el otro estaba muerto.
Webster nombró subdirector de Operaciones a un veterano de la CIA, Richard Stoltz, que llevaba seis años fuera de la Agencia. Por lo tanto, era inocente de cualquier posible implicación en el Irán-Contra. Tampoco sabía nada del descalabro de la división SE dos años atrás. Mientras Stoltz se acostumbraba al nuevo cargo, los burócratas se hicieron con el poder. Tres expedientes fueron retirados de la caja del subdirector saliente e integrados al cuerpo principal, o lo que quedaba de él, de los archivos 301. Esos expedientes contenían los detalles de Lisandro, Orión y otro agente más, Delfos.
Jason Monk no sabía nada al respecto. Estaba de vacaciones en Omán. Enfrascado en la lectura de las revistas de pesca con caña en busca de nuevos lugares donde practicar su deporte favorito, se había enterado de los grandes bancos de albacora que pasan frente a la costa de Omán a la altura de la capital, Mascate, en noviembre y diciembre.
Había tenido la cortesía de consultarlo al único miembro del puesto de la CIA dentro de la embajada, en el centro mismo del barrio antiguo de Mascate, cerca del palacio del sultán. No esperó ver otra vez a su colega de la CIA tras su amistoso encuentro.
Al tercer día, y habiendo tomado excesivamente el sol en alta mar, decidió quedarse en tierra y hacer algunas compras. Estaba saliendo con una rubia despampanante del Departamento de Estado y fue en taxi al zoco de Mina Qaboos para ver si, entre las pilas de incienso, especias, telas, plata y antigüedades, encontraba algo para ella.
Se decidió por una recargada cafetera de plata de pico largo, forjada por algún orfebre de las montañas. El dueño de la tienda de antigüedades se la envolvió y la metió en una bolsa de plástico.
Perdido en el laberinto de callejones y patios, Monk emergió finalmente no por el lado del mar sino en algún punto de los barrios bajos. Mientras salía de una callejuela no más ancha que sus hombros, se encontró de pronto en un patio con una angosta entrada en un extremo y una salida en el otro. Un hombre cruzaba el patio en aquel momento; parecía europeo. Le seguían dos árabes que, al desembocar en el patio, extrajeron sendos puñales curvos. Empuñando sus armas los árabes se abalanzaron contra su objetivo.
Monk reaccionó instintivamente. Lanzó la bolsa de plástico con todas sus fuerzas, alcanzando a uno de los asaltantes en plena cabeza. El impacto de la cafetera metálica que contenía dio con el árabe en tierra.
El otro se detuvo un momento, desconcertado y se lanzó hacia Monk. Este vio el brillo de la hoja en el aire, esquivó el golpe, le cogió el brazo y descargó un puñetazo contra la sucia túnica a la altura del plexo solar. El hombre era recio. Gruñó sin soltar el puñal, pero optó por huir corriendo. Su compañero se puso en pie y le siguió, dejando el puñal en el suelo.
El europeo había comprendido la situación sin pronunciar palabra. Evidentemente sabía que, de no ser por la intervención de aquel hombre rubio, ahora estaría muerto. Era un joven delgado de piel cetrina y ojos oscuros —no un árabe de Omán—, vestido con camisa blanca y traje oscuro. Monk se disponía a decir algo cuando el joven le dio las gracias con un gesto de la cabeza y se escabulló.
Monk se agachó para recoger el puñal. No era el clásico kunja omaní, y ciertamente los atracos a manos de la población local eran casi inexistentes. Era un gambiah de Yemen, con su empuñadura más recta y sencilla. Monk creía conocer el origen de los agresores: eran miembros de la tribu audhali del interior yemení. ¿Qué diablos hacían tan lejos, pensó, y por qué habían atacado al joven occidental?
Tuvo un presentimiento y regresó a su embajada para hablar con el hombre de la CIA.
—¿Tiene un fichero criminal de nuestros amigos de la embajada soviética? —le preguntó.
Era cosa sabida que, a partir del fiasco de la guerra civil yemení en enero de 1986, la URSS se había retirado del país, dejando empobrecido y rencoroso al gobierno prosoviético. Consumido por la rabia ante lo que juzgaba una humillación, el gobierno de Adén tuvo que acudir a Occidente en busca de préstamos y dinero en metálico para ir tirando. Ya se sabe que del amor al odio no hay más que un paso… Hacia finales de 1987 la URSS había establecido una embajada en la anticomunista Omán, dedicándose a cortejar al sultán probritánico.
—Pues no —dijo su colega—, pero seguro que los ingleses sí.
La embajada británica estaba a un paso del laberinto de estrechos y húmedos corredores que componían la embajada norteamericana. Entraron por las enormes puertas de madera tallada, saludaron al portero y se encaminaron hacia el patio interior. El complejo había sido antaño residencia de un rico comerciante y rezumaba historia.
En una pared del patio quedaba una placa de una legión romana que partió hacia el desierto y nunca volvió. En mitad del recinto ondeaba la bandera británica que tiempo atrás había garantizado la libertad a todos los esclavos que consiguiesen llegar a ella. Torcieron a la izquierda hacia la embajada propiamente dicha. El jefe del SIS les estaba esperando. Se estrecharon las manos.
—¿Problemas, muchacho? —preguntó el inglés.
—Acabo de ver a un tipo en el zoco que creo puede ser ruso —contestó Monk.
Era un detalle menor, pero el joven del zoco llevaba el cuello de la camisa por fuera de la americana, cosa que los rusos solían hacer pero los occidentales consideraban pasado de moda.
—Bien, echemos un vistazo al registro —dijo el británico.
Cruzaron la afiligranada puerta de seguridad hacia el fresco vestíbulo de columnas y subieron escaleras arriba. El SIS ocupaba una habitación del piso superior. De una caja fuerte el hombre del SIS sacó un álbum y los tres se pusieron a hojearlo.
Allí estaba todo el personal soviético de la nueva embajada, fotografiado en el aeropuerto, cruzando la calle o en una terraza de café. El joven de los ojos oscuros era el último, y aparecía fotografiado en la sala de espera del aeropuerto.
—La policía local colabora bastante con nosotros en estas cosas —explicó el británico—. Los rusos tienen que anunciar previamente su llegada al Ministerio de Asuntos Exteriores y pedir una autorización. Luego, la policía nos da el chivatazo cuando llegan aquí y así nosotros podemos utilizar nuestros teleobjetivos. ¿Es él?
—Sí. ¿Algún detalle personal?
El del SIS consultó un montón de fichas.
—Aquí está. A menos que sea mentira, es tercer secretario, de veintiocho años. Responde al nombre de Umar Gunáyev. Parece tártaro.
—No —dijo Monk—. Es checheno, seguro. Y musulmán.
—¿Cree que es del KGB? —preguntó el británico.
—Oh, seguro que es un espía.
—Pues gracias por el aviso. ¿Quiere que hagamos algo? ¿Presentar una queja al gobierno?
—No —dijo Monk—. Todos tenemos que ganarnos la vida. Es preferible que sepamos quién es. Además, si lo denunciamos mandarían un sustituto y estaríamos en punto cero.
Mientras bajaban, el hombre de la CIA preguntó a Monk:
—¿Cómo lo ha sabido?
—Una corazonada.
Había algo más que eso. Gunáyev había estado tomando una naranjada en el bar del hotel Frontel en Adén hacía un año. Monk no había sido el único en reconocerle. Los dos yemeníes también le habían visto y decidieron vengarse por el ultraje cometido contra su país.
Mark Jefferson llegó al aeropuerto Sheremetyevo de Moscú en el vuelo de la tarde del 8 de agosto y fue recibido por el jefe de la oficina del Daily Telegraph.
El célebre articulista político era un individuo bajo y pulido de raleante cabello color jengibre y barba bien recortada. Su humor tenía fama de ser tan escueto como su cuerpo y su barba.
Jefferson declinó cenar con su colega y esposa y pidió que le llevara al prestigioso hotel National en la plaza Manege.
Una vez allí, le dijo a su colega que prefería entrevistar al señor Komárov a solas y que si era necesario encargaría una limusina con chófer a través de los buenos oficios del propio hotel. Sintiéndose desairado, el jefe de la oficina del Daily Telegraph partió en su coche.
Jefferson se registró en el hotel. Los datos fueron tomados por el gerente en persona, un sueco alto y cortés. El empleado de recepción se quedó su pasaporte para que los datos fuesen transcritos y enviados al Ministerio de Turismo. Antes de partir de Londres, Jefferson había dado órdenes a su secretaria de que informara al National sobre quién era y lo importante que era su trabajo.
Una vez en su habitación, llamó al número que el asesor de relaciones públicas de Igor Komárov, Boris Kuznetsov, le había dado en un intercambio de faxes.
—Bienvenido a Moscú, señor Jefferson —dijo Kuznetsov en un perfecto inglés con cierto deje americano—. El señor Komárov está impaciente e ilusionado por su visita.
No era verdad pero Jefferson optó por creérselo. La entrevista fue fijada para las siete de la tarde siguiente debido que el político ruso iba a estar todo el día fuera de Moscú. Un coche con chófer iría a recoger a Jefferson al hotel.
Satisfecho, el periodista cenó solo y luego subió a su habitación.
A la mañana siguiente, tras desayunar beicon y huevos, Mark Jefferson decidió deleitarse con lo que consideraba un derecho inalienable de todo inglés en cualquier parte del mundo: dar un paseo.
—¿Un paseo? —preguntó incrédulo el gerente sueco poniendo ceño de perplejidad—. ¿Adónde quiere ir de paseo?
—A donde sea. Quiero respirar un poco de aire, estirar las piernas, echar un vistazo al Kremlin…
—Podemos proporcionarle la limusina del hotel —dijo el gerente—. Es muy cómoda… y muy segura.
Jefferson rehusó. El quería pasear y pasearía. El gerente consiguió que dejara al menos su reloj y las divisas extranjeras en el hotel, pero que llevara un fajo de un millón de rublos para los mendigos. Suficiente para éstos pero no para provocar que le atracaran.
El maduro periodista británico, que pese a ser un articulista eminente había trabajado toda su carrera para periódicos de Londres y jamás había estado como corresponsal en ningún punto caliente del globo, regresó dos horas después. Parecía un tanto irritado.
Había estado ya dos veces en Moscú, una en la época comunista y otra ocho años atrás, con Yeltsin recién ascendido al poder. En ambas ocasiones sus experiencias se habían limitado al taxi del aeropuerto, a un hotel de cuatro estrellas y al circuito diplomático británico. Consideraba Moscú una ciudad aburrida y sucia, pero nada le había preparado para lo de aquella mañana.
Su aspecto de extranjero era tan evidente que incluso en los muelles y alrededor de los jardines Alexandrovsky había sido asediado por los pordioseros que parecían acampar por doquier. En dos ocasiones creyó que le seguían bandas de gamberros. Los únicos coches que circulaban parecían militares, de policía o limusinas de los ricos y privilegiados. Se tranquilizó pensando que eso le daba pie a plantear ciertos aspectos de suma importancia a Komárov.
Mientras tomaba un aperitivo —había decidido quedarse en el hotel hasta que Kuznetsov lo llamara— vio que estaba solo en el bar, a excepción de un apesadumbrado hombre de negocios canadiense. Como suelen hacer los desconocidos en un bar, entablaron conversación.
—¿Hace mucho que está en la ciudad? —preguntó el de Toronto.
—Llegué anoche —dijo Jefferson.
—¿Se quedará muchos días?
—Regreso a Londres mañana.
—Envidio su suerte. Yo llevo aquí tres semanas intentando hacer negocios. Y le puedo asegurar que este sitio es muy raro.
—¿No ha habido suerte?
—Sí, claro, tengo los contratos. Tengo oficina. Tengo incluso socios. Pero… —El canadiense se sentó a la mesa de Jefferson y se lo contó—: Llego aquí con todas las recomendaciones que necesito creo necesitar. Alquilo un despacho en un bloque nuevo de oficinas. Dos días después llaman a la puerta. Aparece un tipo pulcro y aseado, con traje y corbata. «Buenos días, señor Wyatt, soy su nuevo socio», me dice.
—¿Le conocía usted?
—¿Conocerle? Es el representante de la mafia moscovita. Fíjese el trato que me ofreció: él y los suyos se llevan el cincuenta por ciento de todo. A cambio compran o falsifican todas las licencias, franquicias y papeles que yo pueda necesitar. Solucionan los problemas burocráticos a golpe de teléfono, garantizan que las entregas se hagan en el plazo previsto y que no haya problemas con los obreros. Por el cincuenta por ciento.
—Supongo que le envió a hacer gárgaras —dijo Jefferson.
—De eso nada. No soy tan tonto. A la protección que ofrecen la llaman tener un «techo». Sin techo no se va ninguna parte. Básicamente porque si les dices que no, te dejan sin piernas. Te las cortan y listo.
Jefferson le miró con incredulidad.
—Dios mío, me habían dicho que el crimen estaba a la orden del día, pero no hasta ese punto.
—Se lo digo yo: verlo para creerlo.
Uno de los fenómenos que más habían sorprendido a los observadores occidentales tras la caída del comunismo en Rusia era la supuestamente rápida ascensión de lo que, a falta de algo mejor, se había dado en llamar mafia rusa. Hasta los propios rusos empezaban a llamarlo la maffiya. Algunos extranjeros creían que se trataba de un nuevo organismo, nacido de la agonía comunista. No era así.
Desde hace siglos en Rusia ha existido un hampa criminal muy desarrollada. A diferencia de la mafia siciliana, no tenía una jerarquía unificada y jamás se exportaba fuera del país. Pero existía una gran hermandad entre sus cabecillas regionales y locales y entre sus miembros, cuya lealtad quedaba simbolizada mediante tatuajes.
Stalin trató de acabar con el hampa mandando a millares de sus miembros a los campos de trabajo, pero sólo consiguió que los zoks acabaran dirigiendo prácticamente los campos con la connivencia de sus guardianes, que preferían vivir en paz a que sus familias fueran perseguidas. En muchos casos los vori y zakone («ladrones por derecho», equivalentes a los padrinos de la mafia) llegaban a dirigir sus empresas desde los barracones del campo de trabajo.
Una de las ironías de la guerra fría es que el comunismo podría haberse derrumbado diez años antes de no ser por el hampa. Hasta los jefes de partido tuvieron que acabar pactando secretamente con ella. Por una razón muy simple: era lo único que funcionaba en la URSS con cierto grado de eficacia. Un director de fábrica que elaborara un producto vital podía encontrarse con que su maquinaria se paraba debido al fallo de una simple válvula. Si pasaba por los canales burocráticos podía estar de seis a doce meses sin una válvula nueva mientras toda la planta de producción permanecía inactiva. O podía contárselo a su cuñado que conocía a un hombre bien relacionado. La válvula llegaría en una semana. Luego el director de fábrica haría la vista gorda a la desaparición de un envío de chapa de acero, que iría a parar a otra fábrica cuya chapa de acero tardaba en llegar. Y como colofón los directores de las respectivas fábricas trucarían los libros para hacer ver que habían cumplido las «normas».
En una sociedad donde la combinación de burocracia esclerótica e incompetencia pura y dura ha hecho que se atasquen todos los engranajes, el mercado negro es el único lubricante. La URSS funcionó con ese lubricante a lo largo de toda su historia y dependió totalmente de él en los últimos diez años. A partir de 1991 la mafia, que ya controlaba el mercado negro, lo único que hizo fue salir del escondrijo para expandirse. Y desde luego que lo hizo, pasando rápidamente de las áreas de fraude organizado normales —alcohol, drogas, protección, prostitución— a todas las facetas de la vida.
Lo más impresionante fue la rapidez y crueldad con que se llevó a cabo el virtual asalto de la economía. Tres factores lo hicieron posible. El primero fue la capacidad para una violencia brutal e inmediata que la mafia rusa exhibía cuando sus planes se veían obstaculizados de alguna manera, una violencia que habría dejado en pañales a la Cosa Nostra norteamericana. Cualquiera, ruso o extranjero, que pusiese reparos a la injerencia de la mafia en su empresa recibía una sola advertencia —por lo general una paliza o un incendio— y, si la desoía, era ejecutado sin más. Este método se aplicaba incluso a los directivos de los principales bancos. El segundo fue la impotencia de la policía. Escasa de dinero y de plantilla, sin experiencia ni aviso previo de la ola de crimen y violencia que iba a superarla tras la caída del comunismo, la milicia no daba abasto. El tercero fue la endémica tradición rusa de corrupción. A ello contribuyó la inflación galopante que se desató en 1991 para consolidarse alrededor de 1995. Bajo el comunismo el tipo de cambio estaba en dos dólares americanos por rublo, cosa ridícula y artificial en términos de poder adquisitivo, pero vigente dentro de la URSS, donde el problema no era la falta de dinero sino de bienes. La inflación acabó con los ahorros y dejó en la pobreza a los trabajadores con salario fijo. Cuando la semanada de un policía urbano vale menos que los calcetines que lleva es difícil persuadirle de que no acepte un billete metido dentro de un carnet de conducir evidentemente falso.
La mafia incluso controlaba el sistema del funcionariado estatal, contando con casi toda la burocracia como aliada. Y en Rusia la burocracia lo controla todo. De este modo, permisos, licencias, bienes inmuebles municipales, concesionarios, franquicias, todo podía comprarse sin demora al funcionario correspondiente, lo que procuraba a la mafia unas ganancias astronómicas.
La otra cualidad del hampa rusa que impresionó a los observadores fue la rapidez con que supo pasar de los fraudes convencionales (sin dejar de tenerlo todo bien atado) a los negocios legítimos. La Cosa Nostra americana tardó una generación en comprender que los negocios legítimos, conseguidos con las ganancias del chantaje, servían para incrementar las ganancias y blanquear el dinero. Los rusos lo comprendieron en sólo cinco años y en 1995 controlaban el 40 por ciento de la economía nacional. Para entonces habían cruzado ya las fronteras en sus tres especialidades —armas, drogas y malversación— respaldados por una violencia contundente y teniendo como objetivo toda Europa Occidental y Estados Unidos.
El problema era que se habían excedido. Hacia 1988, la codicia había resquebrajado la economía de la que vivían. En 1996 una parte de la riqueza rusa por valor de cincuenta mil millones de dólares, principalmente en oro, diamantes, metales preciosos, petróleo, gas y madera, estaba siendo robada y exportada ilegalmente. Las mercancías se compraban con rublos prácticamente desvalorizados, e incluso así a precios de liquidación, por los burócratas que controlaban los órganos del Estado, y se vendían en el extranjero a cambio de dólares. Algunos de estos dólares eran después reconvertidos en millones de rublos al objeto de seguir financiando sobornos y crímenes. El resto quedaba a buen recaudo en el extranjero.
—Lo malo es —dijo un Wyatt pesimista mientras apuraba su cerveza— que la sangría ha ido más allá de lo aceptable. Entre los políticos corruptos, los burócratas más corruptos aún y los gángsters, han asfixiado a la gallina de los huevos de oro. ¿Ha leído algo sobre la ascensión del Tercer Reich?
—Sí, hace años. ¿Por qué?
—¿Recuerda las reseñas sobre la recta final de la República de Weimar? ¿Las colas de desempleados, la delincuencia en las calles, los ahorros desvalorizados, los enanos del Reichstag inculpándose recíprocamente mientras el país iba a la quiebra? Pues eso mismo está pasando aquí. Otra vez igual. Caray, he de irme. Tengo que almorzar con unos clientes. Ha sido un placer hablar con usted, señor…
—Jefferson.
El nombre no le sonó al canadiense; probablemente no leía el Daily Telegraph.
Muy interesante, pensó el periodista londinense cuando Wyatt hubo marchado. Todos los informes del periódico indicaban que el hombre al que iba a entrevistar aquella tarde podía ser el salvador de su país.
El largo Chaika negro pasó a recoger a Mark Jefferson a las seis y media. El estaba esperando en el portal. Su puntualidad era intachable y esperaba lo mismo de los demás. Jefferson vestía pantalón gris oscuro, chaqueta, camisa de algodón blanca y la corbata del club Garrick. Se le veía elegante, aseado, remilgado e inglés hasta la médula.
El Chaika sorteó el tráfico vespertino al norte del bulevar Kiselny, torciendo un poco más abajo antes de llegar al jardín de circunvalación. Al aproximarse a las puertas verdes de acero, el chófer pulsó un botón de alarma de un pequeño transmisor que había sacado del bolsillo de su chaqueta.
Las cámaras situadas en lo alto de la pared captaron el coche que se acercaba y el guardia de la verja miró el monitor de televisión, que le mostró el coche y el número de matrícula. Era la que el guardia esperaba.
Una vez dentro, las puertas se cerraron otra vez y el guardia se acercó al conductor. Verificó sus credenciales, echó un vistazo al interior, asintió e hizo bajar las púas de acero.
Kuznetsov, avisado por el guardia, estaba en la entrada de la casa para recibir a su invitado. Condujo al periodista a una bien amueblada zona de recepción en el primer piso, una sala contigua al despacho privado de Komárov y al otro lado de la que había ocupado anteriormente el difunto N. I. Akópov.
Igor Komárov no permitía que nadie fumara o bebiera en su presencia, cosa que Jefferson ignoraba porque nadie se la había mencionado. Un ruso que no beba es casi inimaginable en un país donde beber es casi un signo de virilidad. Jefferson, que había visionado diversos vídeos de Komárov en su faceta «popular», le había visto muchas veces con el obligado vaso en la mano, brindando innumerables veces a la manera rusa. Jefferson no sabía que Komárov siempre tenía a mano agua mineral. Aquella tarde sólo se serviría café, y Jefferson rehusó cortésmente.
Al cabo de cinco minutos entró Komárov, personaje formidable cercano a los cincuenta, de pelo gris, poco menos de un metro ochenta, y unos saltones ojos avellanados que sus partidarios calificaban de «hipnóticos».
Kuznetsov se puso en pie de un brinco y Jefferson lo imitó sin tanto entusiasmo. El asesor de propaganda hizo las presentaciones al estilo occidental y los dos hombres se estrecharon la mano. Komárov se sentó en una butaca de cuero ligeramente más alta que las otras dos.
Del bolsillo interior de la chaqueta Jefferson sacó una pequeña grabadora y preguntó si había inconveniente en que la utilizara. Komárov inclinó la cabeza para indicar que comprendía la incapacidad de muchos periodistas occidentales para la taquigrafía.
Kuznetsov instó a Jefferson a empezar con un gesto de cabeza.
—Señor presidente, la noticia del momento es la decisión de la Duma de prolongar tres meses más la presidencia interina pero adelantando a enero las elecciones del próximo año. ¿Qué opina usted de esta decisión?
Kuznetsov tradujo rápidamente la pregunta y escuchó la respuesta de Komárov en su sonoro ruso. Al terminar, el intérprete se volvió hacia Jefferson:
—Es evidente que tanto yo como la UFP nos sentimos decepcionados, pero como demócratas aceptamos la decisión. No será un secreto para usted, señor Jefferson, que las cosas en este país, al que amo con verdadera pasión, no marchan bien. Durante demasiado tiempo un gobierno incompetente ha tolerado un alto nivel de libertinaje económico, corrupción y crimen. Nuestro pueblo está sufriendo. Prolongar la situación no hace sino empeorarla. Así pues, cualquier aplazamiento es lamentable. Creo que podríamos haber ganado las elecciones en octubre, pero si ha de ser en enero, las ganaremos en enero.
Mark Jefferson era un entrevistador con la suficiente experiencia para ver que era una respuesta ensayada, como si el político hubiera contestado a la pregunta muchas veces y pudiera recitarla maquinalmente. En Gran Bretaña y Estados Unidos era habitual que los políticos se mostraran más relajados con los miembros de la prensa, a muchos de los cuales conocían por su nombre de pila. Jefferson se enorgullecía de ser capaz de presentar un retrato cabal, utilizando tanto las palabras del entrevistado como sus propias impresiones a fin de componer un verdadero artículo periodístico más que una letanía de clichés políticos. Pero aquel hombre era como un autómata.
El ejercicio de su profesión le había enseñado que los políticos del Este estaban acostumbrados a un grado mucho mayor de deferencia por parte de la prensa que los británicos y los norteamericanos, pero esto era diferente. Komárov era rígido y convencional como un maniquí de sastre.
A la tercera pregunta Jefferson comprendió el motivo: Komárov odiaba a los medios informativos y el hecho mismo de ser entrevistado. El inglés probó un estilo más ligero, pero el ruso no mostró el menor asomo de diversión. Que un político se tomara a sí mismo muy en serio no era una novedad, pero aquel hombre era un fanático del amor propio. Las respuestas siguieron saliendo como de un robot.
El británico miró a Kuznetsov con desconcierto. El joven intérprete se había educado en Estados Unidos, de eso no había duda; era bilingüe, mundano y sofisticado, pero seguía tratando a Komárov con devoción perruna. Lo intentó otra vez.
—En Rusia, como usted sabe, gran parte del poder real está en manos del presidente, mucho más que en Estados Unidos o en Gran Bretaña. En los primeros seis meses de ese poder en sus manos, ¿a qué cambios asistiría un observador objetivo? En otras palabras, ¿cuáles serían las prioridades?
La respuesta llegó una vez más como si hablara un tratado de política. Komárov enunció rutinariamente la necesidad de aplastar el crimen organizado, de reformar la anquilosada burocracia, de restaurar la producción agrícola y de fortalecer la moneda. Posteriores preguntas respecto al modo en que esto se conseguiría fueron seguidas de estereotipos desprovistos de sentido. Ningún político de Occidente habría salido impune de aquello, pero Kuznetsov parecía esperar que Jefferson quedara totalmente satisfecho.
Recordando las instrucciones del director de su periódico, Jefferson preguntó a Komárov cómo pensaba impulsar el renacer de la grandeza de Rusia en la comunidad de naciones. Por primera vez el ruso reaccionó. Algo de lo que dijo Jefferson pareció sacudirlo como una descarga eléctrica. Komárov lo miró fijamente y sin parpadear con sus ojos castaños, hasta el punto de que el periodista no pudo sostener la mirada y desvió la vista hacia la grabadora. Ni él ni Kuznetsov advirtieron que el líder de la UFP se había quedado lívido y que dos pequeños puntos rojos brillaban en lo alto de cada pómulo. Sin pronunciar palabra, Komárov se levantó de pronto y abandonó la habitación, entrando en su despacho y cerrando la puerta sin más. Jefferson arqueó inquisitivamente una ceja. Kuznetsov también estaba perplejo, pero su natural urbanidad dominó la situación.
—Estoy seguro de que el presidente no tardará. Habrá recordado alguna cosa urgente que no puede esperar. Volverá tan pronto haya terminado.
Jefferson apagó la grabadora. Tres minutos y una breve llamada telefónica después, Komárov apareció de nuevo, se sentó y contestó a la pregunta en términos muy moderados. Jefferson volvió a poner el aparato en marcha.
Una hora más tarde Komárov indicó que la entrevista había llegado a su fin. Se levantó, saludó rígidamente con la cabeza a Jefferson y se retiró a su despacho. En el umbral hizo señas a Kuznetsov de que le siguiera.
El joven asesor reapareció dos minutos después con expresión de preocupación.
—Me temo que hay un problema con el transporte —dijo mientras acompañaba a Jefferson escaleras abajo—. El coche que le traía ha sido requerido para un asunto inaplazable y todos los demás coches pertenecen a miembros del personal que trabajan hasta muy tarde. ¿Podría usted volver en taxi al National?
—Bien, supongo que sí —dijo Jefferson, deseando haber ido en coche propio—. ¿Le importaría pedirme uno?
—Me temo que ya no atienden llamadas por teléfono —repuso Kuznetsov—, pero permita que le explique cómo hacerlo.
Condujo al pasmado periodista hasta la puerta exterior de acero, y una vez en la calle Kuznetsov señaló hacia el bulevar Kiselny, a unos cien metros de allí.
—Cuando llegue a Kiselny podrá parar un taxi en cuestión de segundos, a esta hora estimo que estará de vuelta en el hotel en quince minutos. Espero que lo comprenda. Ha sido un placer, un verdadero placer, conocerle.
Y dicho esto se fue. Un irritado Mark Jefferson echó a andar hacia la avenida. Iba jugueteando con su grabadora. Finalmente volvió a guardar el aparato en el bolsillo interior de su chaqueta al llegar a Kiselny. Miró a derecha e izquierda en busca de un taxi. No había ninguno, como era de esperar. Frunciendo el entrecejo torció a la izquierda, en dirección al centro de la ciudad, y echó a andar vigilando por si aparecía un taxi.
Los dos hombres con chaqueta de cuero le vieron salir del callejón en dirección a ellos. Uno abrió la puerta trasera del coche y ambos montaron en él. Cuando el inglés se encontraba a diez metros de distancia los dos hombres sacaron sendas automáticas con silenciador. Nadie dijo una palabra y sólo dos balas fueron disparadas. Las dos alcanzaron al periodista en el pecho.
El impacto hizo detener a Jefferson, que a continuación cayó de rodillas al ceder sus piernas. El torso empezó a desplomarse, pero los dos asesinos habían cubierto ya la distancia que los separaba del periodista. Uno lo sostuvo mientras el otro rebuscaba en los bolsillos interiores de la chaqueta, sacando rápidamente la grabadora de uno y la cartera del otro.
Los dos hombres montaron en el coche y se alejaron a toda prisa. Una mujer que pasaba por allí miró el cuerpo tendido y pensó que sería otro borracho, pero al ver la sangre que goteaba se echó a gritar histéricamente. Nadie pudo tomar el número de la matrícula. De todos modos, era falsa.