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El profesor Kuzmin estaba en el sótano del Segundo Instituto Médico, limpiando en la sala de reconocimiento del depósito y preparándose con escasa fruición para su tercera autopsia del día.

—¿Cuál toca ahora? —preguntó a su asistente mientras secaba la mesa con una diminuta toallita de papel.

—El uno cinco ocho —dijo el asistente.

—Detalles.

—Varón blanco, avanzada mediana edad. Causa de la muerte desconocida, identidad desconocida.

Kuzmin refunfuñó. «Para qué me tomo la molestia», se dijo. Otro vagabundo, otro pordiosero, otro gandul cuyos fragmentos, cuando él hubiera terminado, ayudarían quizá a los estudiantes de medicina de la academia situada tres plantas más arriba a comprender lo que un extenso maltrato podía hacer a los órganos humanos, y cuyo esqueleto acabaría tal vez en un aula de anatomía.

Moscú, como cualquier gran ciudad, producía su cosecha nocturna, semanal y mensual de cadáveres, pero afortunadamente sólo unos pocos requerían autopsia, de lo contrario el profesor y sus colegas forenses no habrían dado abasto.

En cualquier ciudad son mayoría los que mueren por causas naturales, tanto en casa como en el hospital, de viejos o de cualquiera de las enfermedades terminales conocidas. Los dispensarios y los médicos locales se encargan de firmar los certificados de defunción.

Luego estaban las causas naturales imprevistas, por regla general ataques cardíacos, y de nuevo los hospitales a los que las víctimas eran llevadas podían ocuparse de las básicas, y a menudo muy básicas, formalidades burocráticas.

Después venían los accidentes, ya fueran domésticos, laborales o de circulación. En Moscú se habían ido abriendo paso en los últimos años otras dos categorías: muertos por congelación (en invierno) y suicidios. Éstos se contaban por millares.

Los cadáveres, identificados o no, encontrados en el río se dividían en tres categorías: vestidos y sin alcohol en el organismo, suicidas; vestidos y borrachos, accidentados; en traje de baño, muertos accidentalmente mientras nadaban.

Luego estaban los homicidios, que iban a la sección correspondiente de la policía y acababan en manos del profesor Kuzmin. Incluso los homicidios solían ser rutinarios. La inmensa mayoría, como en todas las ciudades, estaba constituida por los «domésticos». El 80 por ciento sucedía dentro del hogar, o bien el homicida era un miembro de la familia. La policía los atrapaba en cuestión de horas, y la autopsia solía confirmar lo que ya se sabía —Iván había apuñalado a su esposa— y ayudaba al tribunal a emitir un rápido veredicto.

Después había los altercados de bar y los asesinatos de miembros de bandas; en este último caso Kuzmin sabía que el promedio de condenas se reducía a un mísero 3 por ciento. La causa de la muerte, sin embargo, no constituía un problema: una bala en la cabeza siempre es una bala en la cabeza. Si la policía encontraba o no al autor material (seguramente no), no era problema del profesor.

En todos los casos precedentes, miles de millares al año, una cosa era segura: las autoridades sabían quién era el muerto. De vez en cuando les llegaba un «fulano». El cadáver 158 era un fulano. El profesor Kuzmin se puso la mascarilla, flexionó los dedos enfundados en guantes de goma y se acercó con un parpadeo de curiosidad mientras su ayudante retiraba la sábana.

«Oh —pensó—, qué raro. Interesante incluso». El hedor que habría hecho vomitar instantáneamente a un lego no le afectó en absoluto. Estaba habituado. Escalpelo en mano rodeó la larga mesa contemplando el cadáver. Muy extraño.

La cabeza parecía intacta, salvo las cuencas vacías de los ojos, pero el profesor comprendió que eso había sido obra de los pájaros. El hombre había estado unos seis días en los bosques cercanos a la autopista de Minsk. Bajo la pelvis, las piernas parecían descoloridas, como por causa de la edad y la putrefacción, pero sin lesiones. Entre el tórax y los genitales apenas había un centímetro cuadrado que no estuviera negro de la paliza recibida.

Dejó el escalpelo y puso el cuerpo boca abajo. Lo mismo en la espalda. Volviendo de nuevo el cadáver, cogió el escalpelo y procedió a cortar mientras iba dictando sus comentarios a un magnetófono. La cinta le permitiría después redactar su informe para aquellos tontos de Homicidios. Empezó con la fecha: 2 de agosto de 1999.

Washington, febrero de 1986

A mediados de mes, para alegría de Jason Monk y considerable sorpresa de sus superiores de la división SE, el comandante Pyotr Solomin se puso en contacto. Escribió una carta.

Juiciosamente, no intentó contactar con ningún occidental y por supuesto tampoco con la embajada norteamericana en Moscú. Escribió a la dirección de Berlín Oriental que Monk le había dado.

El mero hecho de haber dado aquella dirección era de por sí arriesgado, pero no demasiado. Si Solomin hubiera acudido al KGB para denunciar el piso franco, habría tenido que responder a preguntas muy incómodas. Los interrogadores habrían sabido que no podía haber obtenido aquellas señas a menos que hubiera accedido a trabajar para la CIA. Y si objetaba que sólo había fingido trabajar para ellos, eso habría empeorado aún más las cosas. «¿Por qué no informó usted inmediatamente, tras el primer contacto, al coronel al mando de la GRU en Adén? —le habrían preguntado—. ¿Por qué permitió que escapara el norteamericano?». Eran preguntas que no podía responder.

De modo que o bien Solomin lo callaba todo, o es que estaba «en el equipo». La carta indicaba esto último.

En la URSS toda la correspondencia de entrada o salida con el extranjero era interceptada y leída. Lo mismo las llamadas telefónicas, telegramas, faxes, etcétera. Pero el correo interno, debido a su volumen, no podía ser interceptado a menos que el remitente o el receptor estuvieran bajo sospecha. Esto se aplicaba también a la correspondencia dentro del bloque soviético, lo que incluía Alemania del Este.

La dirección de Berlín Oriental correspondía a un conductor de metro que trabajaba como cartero para la CIA y estaba bien pagado por ello. Las cartas remitidas a su apartamento en un blo­que del barrio de Friedrichshain iban siempre dirigidas a Franz Weber, que había sido el anterior inquilino del piso y estaba oportunamente muerto. Si el conductor de metro tenía problemas, podía jurar que habían llegado dos cartas dirigidas a Weber, que él no entendía palabra de ruso, y que como Weber había muerto él las había tirado a la basura. Un hombre inocente.

Las cartas nunca llevaban remite. El texto era banal y aburrido: «Espero que estés bien de salud, aquí las cosas marchan, cómo van tus estudios de ruso, espero que algún día volvamos a vernos, saludos de tu amigo epistolar, Iván». Incluso la policía secreta de Alemania del Este, la temible Stasi, no habría podido deducir del texto más que Weber había conocido a un ruso en algún tipo de intercambio cultural y que se carteaban de vez en cuando. Ese tipo de cosas aún se fomentaban. Y aunque la Stasi hubiera descifrado el mensaje convenientemente oculto en tinta invisible, ello sólo habría indicado que Weber, ya muerto, había sido un tránsfuga con suerte.

En cuanto a Moscú, una vez la carta era arrojada al buzón, nadie podía seguir la pista del remitente.

Tan pronto recibía carta de Rusia, Heinrich, el conductor, la pasaba al otro lado del Muro. De qué modo lo hacía puede parecer extraño, pero cosas más extrañas sucedían en el Berlín dividido de la guerra fría. De hecho su método era tan simple que nunca lo pillaron. La guerra fría terminó, Alemania fue reunificada y Heinrich tuvo una confortable jubilación.

Antes de que Berlín quedase dividida por el Muro en 1961 para impedir que huyeran los alemanes orientales, la ciudad toda era un complejo trazado de ferrocarril Subterráneo. Después del Muro, el metro quedó también dividido. Muchos túneles entre el Este y el Oeste fueron bloqueados, pero existía un tramo donde la sección oriental del metro se convertía en un tren elevado que traqueteaba por un tramo de Berlín Oeste. El paso a través de esta zona de Berlín Occidental para volver al Este se hacía con todas las ventanas y puertas cerradas, Los pasajeros de Berlín Oriental podían contemplar un trozo del otro lado, pero no podían acceder a él. Solo en su cabina, Heinrich bajaba la ventanilla y en un determinado punto, valiéndose de una catapulta improvisada, disparaba un proyectil como una pelota de golf hacia un solar arrasado por una bomba. Sabedor del cometido de Heinrich, un hombre de mediana edad sacaba a pasear el perro por el solar. Cuando el tren se perdía de vista, el hombre recogía la pelota de golf y la entregaba a sus colegas del enorme puesto que la CIA tenía en Berlín Occidental, Finalmente, la pequeña pelota revelaba las prietas cuartillas que llevaba dentro.

Solomin tenía noticias, y todas buenas. Tras su repatriación, había habido largas sesiones de información y luego una semana de permiso. Después se había presentado en el Ministerio de Defensa para conocer su nuevo puesto.

En el vestíbulo había sido visto por el viceministro para el que había construido la dacha tres años atrás. El hombre ocupaba ahora el cargo de primer viceministro de Defensa. Aunque vestía el uniforme de coronel general y llevaba medallas suficientes para hundir una cañonera, el hombre era en realidad una criatura del aparato, un escalador. Le complacía tener a un tosco soldado siberiano entre sus subordinados. Había quedado muy satisfecho de su dacha, y su ayuda de cámara acababa de jubilarse por problemas de salud relacionados con el vodka. Así pues, ascendió a Solomin a teniente coronel y le dio el puesto.

En la carta, jugándose el cuello, Solomin daba su dirección en Moscú y pedía instrucciones. Si el KGB hubiera interceptado y descifrado la carta habría sido su fin. Pero como Solomin no podía acercarse a la embajada de Estados Unidos, hubo de decir a Langley la forma de contactar con él. Habrían tenido que proporcionarle medios más sofisticados para comunicarse antes de partir de Yemen, pero la guerra civil lo había impedido.

Diez días después recibía u requerimiento de «último aviso» por infracción de tráfico. El sobre llevaba el logotipo de la Oficina Central de Tráfico y estaba sellado en Moscú. Nadie lo interceptó. El requerimiento y el sobre estaban tan bien falsificados que Solomin estuvo a punto de telefonear para protestar que nunca se había saltado un semáforo en rojo. Entonces vio la arenilla que caía del sobre.

Besó a su esposa al salir para llevar a los niños al colegio y cuando estuvo a solas pintó el papel con el intensificador que guardaba en un pequeño frasco que había sacado de Adén entre sus artículos del afeitado. El mensaje era muy simple: el domingo siguiente, a media mañana, en una cafetería de Leninsky Prospekt.

Iba por su segundo café cuando un desconocido pasó por allí, arropándose en su abrigo del frío exterior. Por descuido dejó caer sobre su mesa un paquete de Marlboro ruso. Solomin lo tapó con el periódico y el del abrigo salió de la cafetería sin mirar atrás.

El paquete parecía lleno de cigarrillos, pero los veinte filtros formaban un todo pegado con cola y sin nada que fumar debajo: en la cavidad había una diminuta cámara, diez carretes de película, una hoja de papel de arroz con la descripción de tres buzones falsos y las direcciones para encontrarlos, y seis clases de marcas de tiza, con sus respectivas direcciones, para indicar cuándo las trampillas estaban vacías o había que echar alguna cosa. Y una carta personal de Monk que empezaba así: «Bueno, mi amigo cazador, ahora vamos a cambiar el mundo…».

Un mes más tarde Orión hizo su primera entrega y recogió más carretes de película. Su información procedía del corazón mismo del complejo armamentístico soviético, y su valor era incalculable.

El profesor Kuzmin revisó la transcripción de sus notas sobre la autopsia del cadáver 158 e hizo unas cuantas anotaciones de su puño y letra. No pensaba pedirle a su atareada secretaria que lo pasara otra vez a máquina; que los papanatas de Homicidios lo resolvieran por su cuenta.

No le cabía duda de que el expediente iría a parar a Homicidios. Él intentaba ser compasivo con los detectives, y cuando se presentaba alguna duda firmaba la muerte como «accidental» o por «causas naturales». Después los familiares podían recoger el cadáver, pero si nadie lo identificaba, permanecía en el depósito el tiempo que establecía la ley. Finalmente Kuzmin avisaba a Personas Desaparecidas y si ellos no conseguían ningún tipo de identificación, el cuerpo iba a parar a una tumba de mendigos, cortesía del alcalde de Moscú, o a la clase de anatomía.

Pero el 158 era un homicidio que no ofrecía dudas. Aparte del peatón que había sido arrollado por un camión desbocado, el profesor nunca había visto una cosa así. Un solo golpe, aunque producido por un camión, no podía haber sido la causa de aquello. Imaginaba que ser pisoteado por una manada de búfalos podía tener efectos parecidos, pero en Moscú escaseaban los búfalos y, por otra parte, también le habrían aplastado las piernas y la cabeza. El 158 había sido golpeado muchas veces con objetos romos entre el cuello y las caderas, por delante y por detrás.

Cuando hubo terminado sus notas firmó, puso la fecha —3 de agosto— al pie y las dejó en la bandeja de salidas.

—¿Homicidio? —preguntó alegremente su secretaria.

—Homicidio —confirmó el profesor.

La chica lo escribió a máquina en el sobre amarillo, metió dentro el expediente y lo dejó a su lado. Cuando saliera se lo entregaría al portero que vivía en un cuchitril de la planta baja del edificio y él, a su debido tiempo, se lo daría al conductor de la furgoneta que entregaba los expedientes en sus diversos destinos por todo Moscú.

Entretanto, el fulano 158 yacía en la glacial oscuridad de la sala, sin ojos y casi sin vísceras.

Langley, marzo de 1986

Carey Jordan estaba junto a la ventana contemplando su vista favorita. Era a finales de mes y la primera sombra de verde empezaba a teñir el bosque entre el edificio principal de la CIA y el río Potomac. Pronto desaparecería el brillo del agua, siempre visible en invierno por entre los árboles deshojados. Le encantaba Washington; tenía más bosques, árboles, parques y jardines que cualquier otra ciudad del país, y la primavera era su estación preferida.

O lo había sido. La primavera de 1986 estaba siendo una pesadilla. Una vez en América, Sergei Bojan, el agente de la GRU reclutado por la CIA en Atenas, en sus repetidas sesiones de información había dejado claro que de haber vuelto a Moscú habría tenido que enfrentarse a un pelotón de fusilamiento. No podía probarlo, pero la excusa que sus superiores habían dado para hacerle volver —las malas notas de su hijo en la academia militar— era sencillamente un embuste. Por lo tanto, alguien había dado el soplo. El no había cometido ningún error, de modo que la respuesta no podía ser otra.

Como Bojan había sido uno de los tres primeros en tener problemas, la CIA se había mostrado muy escéptica. Ahora ya no eran tan incrédulos. Otros cinco agentes en distintas partes del globo habían sido misteriosamente llamados a Moscú y se habían evaporado como por arte de magia.

Iban seis. Y con Gordievsky, el espía de los británicos, siete. Otros cinco se habían desvanecido también dentro de la propia URSS; años de duro trabajo, paciencia, astucia y una importante inversión de dólares para nada.

Detrás de Jordan estaba Harry Gaunt, jefe de la división SE, la principal —y hasta el momento única— víctima del virus, sumido en sus pensamientos. Gaunt tenía la misma edad que Jordan y ambos habían ascendido en el escalafón curtiéndose en el extranjero, reclutando a sus propias fuentes, jugando el Gran Juego contra el KGB, y se tenían la máxima confianza.

Ese era el problema: dentro de la división SE todo el mundo confiaba en el vecino. Por fuerza. Eran el meollo, el club más exclusivo, la vanguardia de la guerra clandestina. Sin embargo, cada individuo abrigaba una terrible sospecha. Howard, los códigos descifrados, el buen trabajo detectivesco del Une KR del KGB, podían ser responsables de seis o hasta siete agentes descubiertos. Pero ¿catorce? ¿Todo el equipo? Sin embargo no podía haber un traidor, Era imposible. En la división SE no.

Alguien llamó a la puerta. Los ánimos se alegraron un poco al ver entrar al único hombre que había obtenido un éxito reciente.

—Siéntese, Jason —dijo el subdirector—. Harry y yo sólo queríamos felicitarle. Su Orión ha resultado la gallina de los huevos de oro. Los muchachos de Análisis tendrán que trabajar a destajo. Hemos pensado que el agente que lo reclutó merecía un GS 15.

Un ascenso: de GS 14 a GS 15. Monk les dio las gracias.

—¿Cómo está Lisandro, su hombre en Madrid?

—Bien, señor. Informa con regularidad. Lo que me manda no es genial pero sí útil. Pronto tendrá que volver a Moscú.

—¿No le han llamado prematuramente?

—No, señor. ¿Estaba previsto?

—De ningún modo, Jason.

—¿Puedo decir algo?

—Dispare.

—En la división corre el rumor de que en estos últimos seis meses las cosas han ido bastante mal.

—¿De veras? —dijo Gaunt—. A la gente le gusta chismorrear.
Hasta aquel momento el alcance de la catástrofe sólo lo conocían diez hombres en la cúspide de la jerarquía. Pero aunque Operaciones tenía seis mil empleados y un millar de ellos en la división SE, con sólo un centenar del nivel de Monk, seguía siendo una pequeña comunidad, y en éstas todo se sabe. Monk tomó aire y se lanzó.

—Se dice que hemos perdido agentes. He oído incluso que la cifra se eleva a diez.

—Ya conoce usted las reglas, Jason.

—Por supuesto, señor.

—Está bien, es cierto que ha habido problemas. Ocurre en todas las agencias. Hay rachas de buena suerte y rachas de mala.

—Sea cual sea la magnitud del problema, sólo existe un sitio donde toda esta información está centralizada. Los archivos 301.

—Creo que sabemos perfectamente cómo funciona la Agencia —gruñó Gaunt.

—Entonces ¿cómo es que Lisandro y Orión aún están libres? —preguntó Monk.

—Mire, Jason —dijo pacientemente el subdirector—, ya le dije una vez que era usted poco convencional, rebelde. Pero que tenía suerte. De acuerdo. Hemos sufrido algunas pérdidas, pero no olvide que sus dos hombres también estaban en los archivos 301.

—Se equivoca.

Se produjo un silencio de estupor. Harry Gaunt dejó de juguetear con su pipa, que nunca fumaba en los despachos pero utilizaba a modo de atrezzo.

—Yo no llegué a archivar sus datos en el Registro Central. Fue un descuido. Lo siento.

—¿Y dónde están los informes originales, los que usted hizo con los detalles sobre reclutamiento, lugares y horas de reunión? —preguntó al fin Gaunt.

—En mi caja fuerte. Nunca han salido de allí.

—¿Y todos los procedimientos de las operaciones en marcha?

—Los tengo en mi cabeza.

Hubo otra pausa, esta vez más larga.

—Gracias, Jason —dijo finalmente el subdirector—. Estaremos en contacto.

Quince días después la cúspide del directorio de Operaciones iniciaba una campaña de estrategia. Carey Jordan, con otros dos analistas, había reducido a 41 las 198 personas que teóricamente habían tenido acceso a los archivos 301 durante los doce meses anteriores. Aldrich Ames, que por entonces seguía con su curso de italiano, estaba en la lista reducida.

Jordan, junto con Gaunt, Gus Hathaway y otros dos aducía que para asegurarse había que someter a los 41, por doloroso que eso pudiera ser, a una investigación seria; lo cual implicaría un test de polígrafo y un chequeo de las finanzas de cada uno.

El polígrafo o detector de mentiras era un invento norteamericano muy apreciado. Sólo la investigación a finales de los ochenta e inicios de los noventa reveló hasta qué punto era defectuoso. De entrada, un embustero experimentado puede vencer al polígrafo, y el espionaje se basa en el engaño, aunque supuestamente sólo contra el enemigo.

Por otra parte, los interrogadores deben recibir una preparación minuciosa para saber qué preguntas son adecuadas. Y no pueden recibir estas instrucciones a menos que el tema haya sido investigado. Para descubrir al mentiroso necesitan que la parte culpable piense «Oh Dios, lo saben, lo saben» y hacer que el pulso se le acelere. Si el mentiroso puede deducir que ellos no saben nada, se tranquilizará y no se alterará con ninguna pregunta. Esta es la diferencia entre un test amistoso y uno hostil. Aquél se reduce a un despilfarro de papel si el sujeto es un hipócrita redomado y con preparación.

Un chequeo de las finanzas privadas era clave para lo que el subdirector pretendía averiguar. Lo habrían dado todo por saber que Aldrich Ames, desesperado y sin un céntimo doce meses atrás después de un complicado divorcio y un nuevo matrimonio, estaba ahora nadando en dinero… todo él ingresado desde abril de 1985.

En cabeza del grupo que se oponía al subdirector estaba Ken Mulgrew. Este evocaba los graves perjuicios ocasionados por James Angleton con sus constantes investigaciones a agentes leales, señalando que indagar en las finanzas privadas era invadir la intimidad y violar los derechos civiles.

Gaunt replicaba que en tiempos de Angleton nunca había habido una súbita pérdida de doce agentes en sólo seis meses. Angleton era un paranoico y la Agencia tenía ahora pruebas fehacientes de que algo grave había pasado.

Perdieron los halcones. Los derechos civiles triunfaron y el chequeo a los 41 fue vetado.

El inspector Pavel Volsky suspiró al ver aterrizar otro expediente sobre su mesa.

Hacía sólo un año era un sargento totalmente feliz en la brigada contra el crimen organizado. Allí al menos habían tenido ocasión de irrumpir en las cuentas del hampa y confiscar sus corruptas ganancias. Un sargento listo podía vivir bien con tal que los bienes confiscados sufrieran una ligera merma antes de ser entregados al Estado.

Pero no, su esposa quería ser la señora de un inspector detective, y cuando se presentó la ocasión el sargento aceptó el curso, el ascenso y el traslado a Homicidios.

No podía prever que le darían el caso del 154. Cuando miraba la marea de expedientes que le esperaban a diario, a menudo deseaba no haberse movido de la calle Shabolovka.

Los muertos anónimos solían tener al menos un móvil. El robo, por supuesto. Al quedarse sin cartera, la víctima había perdido el dinero, las tarjetas de crédito, las fotos familiares y el importantísimo pazport, el documento de identidad ruso de ámbito interno, con foto incluida, donde constaban todos los detalles necesarios. Ah, y la vida también, o no habría acabado en la mesa de autopsias.

En el caso de un ciudadano importante con una cartera digna de ser robada, normalmente había una familia detrás. Alguien lo comunicaba a Personas Desaparecidas, los cuales le pasaban semanalmente una serie de fotos familiares y algo se conseguía averiguar. De este modo se podía avisar a la afligida familia para que fueran a recoger al desaparecido.

Cuando el robo no era el móvil del crimen, el cadáver solía tener al menos su pazport en algún bolsillo, de forma que su expediente nunca llegaba a Volsky.

Tampoco le llegaban los indigentes que se deshacían de su carnet de identidad porque indicaba su procedencia y no querían que la milicia los llevara a rastras a su lugar de origen, pero que aun así morían de frío o de alcohol en las calles. Volsky sólo se ocupaba de determinados homicidios: los de persona desconocida a mano de persona desconocida. Era, a su modo de ver, una ocupación exclusiva pero muy venial.

El expediente del 4 de agosto era distinto. No podía contarse con el robo como móvil. Un vistazo al informe de la división Oeste le dijo que el cadáver había sido descubierto por un buscador de setas en el bosque próximo a la autopista de Minsk, dentro de los límites de la ciudad. A un centenar de metros de la calzada; descontado un atropello con fuga.

La lista de efectos personales era lóbrega. La víctima llevaba zapatos de plástico baratos y agrietados; calcetines baratos, de supermercado, incrustados de mugre; calzoncillos gastados; pantalón raído, negro y grasiento; cinturón de plástico, gastado. Y eso era todo. Ni camisa ni corbata ni chaqueta. Sólo un sobretodo hallado en las cercanías y descrito como procedente del ejército, de los años cincuenta, muy raído.

Había un breve párrafo al pie. Contenido de los bolsillos: cero, repetido cero. Ni reloj, ni anillo ni ninguna otra pertenencia personal.

Volsky examinó la foto tomada en el lugar del hallazgo. Alguien había tenido la bondad de cerrarle los ojos. Una cara enjuta, sin afeitar, de unos sesenta y cinco años, con aspecto de tener diez más. Demacrado, ésa era la palabra, y así debió de estar antes de morir.

«Pobre diablo —pensó Volsky—. Seguro que nadie te ha liquidado por tu cuenta bancaria en Suiza». Volvió a mirar el informe de la autopsia. A media lectura apagó la colilla y soltó un taco.

—Por qué coño los científicos no hablan en ruso normal —le espetó a la pared y no por primera vez. Todo eran «laceraciones y equimosis»; si eso significaba cortes y cardenales, por qué no lo decís así, pensó.

Una vez asimilada la jerga, varios aspectos le dejaron perplejo. Miró el sello oficial del depósito de cadáveres y marcó el número de teléfono. Tuvo suerte. El profesor Kuzmin estaba en su despacho.

—¿Es el profesor Kuzmin? —preguntó.

—Sí. ¿Quién habla?

—Inspector Volsky, de Homicidios. Tengo su informe delante de mí.

—Que le aproveche.

—¿Puedo serle franco, profesor?

—En los tiempos que corren será un privilegio.

—Verá, algunos términos son un poco complicados. Menciona usted fuertes equimosis en los dos antebrazos. ¿Sabría decir cuál fue la causa?

—Como forense no, son simples contusiones graves. Pero entre nosotros, esas señales se las hicieron dedos humanos.

—¿Alguien le estaba sujetando?

—Más bien levantando en vilo, querido inspector. Dos hombres fuertes lo sostenían en alto mientras era golpeado.

—Entonces ¿todo eso es obra de seres humanos? ¿Sin intervención de máquina alguna?

—Si la cabeza y las piernas estuvieran como el resto del cuerpo, yo hubiera dicho que lo habían arrojado desde un helicóptero. Y no precisamente a baja altura. Pero no, cualquier impacto con el suelo o con un camión, por ejemplo, habría dañado también la cabeza y las piernas. Yo creo que fue repetidamente golpeado entre el cuello y las caderas, por delante y por detrás, con objetos duros y romos.

—Causa de la muerte… ¿asfixia?

—Eso dije, inspector.

—Perdone, le dan una paliza de órdago pero muere de asfixia.

Kuzmin suspiró.

—Todas las costillas, salvo una, estaban rotas. Algunas en varios puntos. Dos de ellas se le clavaron en los pulmones. La sangre pulmonar penetró en la tráquea, causándole la asfixia.

—¿Está diciendo que se ahogó en su propia sangre? —Exacto.

—Lo siento, soy nuevo aquí.

—Y yo tengo hambre —dijo el profesor—. Es la hora de comer. Que tenga un buen día, inspector.

Volsky repasó el informe. O sea que al viejo le habían dado una tunda. Todo hablaba del hampa. Pero los gángsters solían ser más jóvenes. El pobre quizá había ultrajado a algún miembro de la mafia. Si no hubiera muerto de asfixia, la habría palmado por los traumatismos.

¿Qué querían los asesinos? ¿Información? Pero ¿acaso no les habría dado cualquier cosa para evitar una paliza? ¿Un castigo ejemplar? ¿Sadismo? Un poco de todo, quizá. Pero ¿qué diablos podía poseer un viejo con pinta de vagabundo que el jefe de una banda pudiera querer con tanto ahínco, o qué podía haberle hecho a ese jefe mafioso para merecer semejante castigo?

Volsky reparó en otra cosa bajo el epíteto «marcas de identificación». El profesor había escrito: «Nada en el cuerpo, pero en la boca dos incisivos y un canino, los tres de acero inoxidable, producto al parecer de un chapucero dentista militar». O sea que el viejo tenía tres dientes de acero inoxidable. Esta última observación del patólogo forense le recordó algo a Volsky. Era ciertamente la hora del almuerzo y Volsky había quedado para comer con un compañero de Homicidios. Se puso en pie y cerró su austero despacho al salir.

Langley, julio de 1986

La carta del coronel Solomin originó ciertos problemas. Había efectuado tres entregas por buzón falso en Moscú pero ahora quería reencontrarse con su controlador Jason Monk. Y como no tenía posibilidad de abandonar la URSS, la entrevista tendría que ser en territorio soviético.

La primera reacción de cualquier agencia al recibir una sugerencia semejante sería sospechar que su hombre ha sido cazado y que escribe bajo coacción. Pero Monk estaba convencido de que Solomin no era un tonto ni un cobarde. Había una palabra que, de haber escrito bajo coacción, habría tenido que evitar a toda costa, y otra que habría debido tratar de insertar en el mensaje. Incluso por coacción el coronel habría tenido la posibilidad de observar uno de los dos requisitos. Su carta contenía la palabra que tenía que tener y no la que no tenía que tener. Resumiendo, parecía una carta genuina.

Harry Gaunt ya había coincidido con Monk en que Moscú, infestado de agentes y observadores del KGB, era demasiado arriesgado. Ante un destino diplomático a corto plazo el Ministerio de Asuntos Exteriores soviético querría conocer todos los detalles, que luego pasarían al Segundo Directorio. Incluso con disfraz, Monk sería objeto de vigilancia durante toda su estadía, y reunirse con el edecán del viceministro de Defensa en lugar seguro sería casi imposible. En cualquier caso, Solomin no proponía eso.

Decía que iba a disfrutar de un permiso a finales de septiembre y que le habían dado un premio, un apartamento en la localidad turística de Gurzuf, a orillas del mar Negro. Monk verificó los datos: un pueblecito en la costa de la península de Crimea, conocido punto de veraneo para militares y sede de un importante hospital del Ministerio de Defensa donde los funcionarios convalecían al sol.

Dos antiguos funcionarios soviéticos residentes en Estados Unidos fueron consultados al respecto. Ambos dijeron que no habían estado allí pero que conocían Gurzuf; un bonito pueblo de pescadores donde Chejov había vivido y muerto en su villa junto al mar, a cincuenta minutos en autobús o veinticinco en taxi de Yalta siguiendo la carretera de la costa.

Monk investigó Yalta. La URSS seguía siendo en muchos aspectos un país cerrado a cal y canto, y llegar a la zona por avión según una ruta previa estaba fuera de lugar. El itinerario de vuelo sería primero Moscú, cambio de avión a Kiev, otro cambio más hasta Odesa, y por último Yalta. No había ninguna razón para que un turista extranjero hiciese esa ruta, y tampoco para que quisiera ir a Yalta. Sí, puede que fuera un punto de veraneo para rusos, pero un extranjero allí habría parecido una fresa solitaria en un pastel de nata. Monk examinó las rutas por mar e hizo un descanso.

Siempre ávido de divisas extranjeras fuertes, el gobierno de Moscú permitía que la Naviera del Mar Negro organizara cruceros por el Mediterráneo. Aunque las tripulaciones eran ciento por ciento soviéticas, y por supuesto con unos cuantos agentes del KGB incluidos, los pasajeros eran en su mayoría occidentales.

Como los cruceros resultaban muy baratos para los occidentales, los grupos de pasajeros solían ser estudiantes o gente de la tercera edad. Eran tres los barcos que hacían esos cruceros en el verano de 1986: el Litva, el Latvia y el Armenia. El que navegaba en septiembre era el Armenia.

Según el agente en Londres de la Naviera del Mar Negro, el barco debía zarpar de Odesa con rumbo al puerto de El Pireo prácticamente vacío. Desde Grecia pondría rumbo a Barcelona, para luego volver vía Marsella, Nápoles, Malta y Estambul antes de dirigirse al puerto de Varna en la costa búlgara del mar Negro, luego Yalta y finalmente Odesa. El grueso de los pasajeros occidentales embarcaba en Barcelona, Marsella y Nápoles.

A finales de julio, con la cooperación del servicio de seguridad británico, se llevó a cabo un hábil asalto a las oficinas de la empresa naviera en Londres. No se dejó el menor indicio de entrada o salida, pero las reservas para el Armenia hechas en Londres fueron fotografiadas.

Un estudio de las mismas reveló la existencia de un grupo de seis miembros de la Asociación para la Amistad Soviético Norteamericana. Los nombres fueron verificados en Estados Unidos. Al parecer eran todos hombres de mediana edad dedicados genuina y candorosamente a la mejora de esas relaciones. Todos ellos vivían en o cerca del nordeste de Estados Unidos.

A primeros de agosto el profesor Norman Kelson de San Antonio, Texas, ingresó en la asociación y solicitó sus folletos y catálogos. Por ellos se enteró de la próxima expedición a bordo del Armenia, y pidió sumarse al grupo como el séptimo miembro. La organización soviética Intourist no puso objeción alguna y la reserva extra fue cumplimentada.

El verdadero Norman Kelson era un antiguo archivero de la CIA que vivía retirado en San Antonio y guardaba cierto parecido con Jason Monk aunque quince años mayor, diferencia que sería soslayada con un poco de tinte para el cabello y unas gafas ahumadas.

A mediados de agosto Monk contestó a Solomin que su amigo le esperaría en la entrada del jardín Botánico de Yalta, uno de los lugares más famosos de la ciudad y situado fuera del núcleo urbano, camino de Gurzuf. El amigo estaría allí el 27 y el 28 de septiembre a mediodía.

El inspector Volsky llegaba tarde a su cita, de modo que corrió por los pasillos del gran edificio gris de la calle Petrovka, cuartel general de la milicia de Moscú. Como su amigo no estaba en su despacho Volsky miró en la sala de reuniones y le encontró hablando con unos colegas de trabajo.

—Siento llegar tarde —dijo.

—No te apures. Vamos.

Era imposible que dos hombres pudieran comer fuera pagando con su sueldo, pero la milicia tenía una cantina muy barata con un sistema de cupones, y la comida era pasable. Al salir por la puerta vieron un tablón de anuncios. Volsky echó un rápido vistazo y se quedó de piedra.

—Vamos o nos quedaremos sin mesa —dijo su amigo.

—Dime una cosa —dijo Volsky cuando ya se habían sentado ante sus respectivos platos de estofado y medio litro de cerveza para cada uno—. En la Sala de Reunión…

—Sí, ¿qué?

—Ese tablón de anuncios. Había un retrato. Parece una copia de un dibujo al carbón. Un viejo con unos dientes muy raros. ¿De qué se trata?

—Ah, eso —dijo el inspector Novikov—. Es el hombre misterioso. Parece que una chica de la embajada británica sufrió un asalto en su casa. Dos tipos. No robaron nada pero arrasaron el piso. Ella los descubrió in fraganti y ellos la golpearon. Pero la chica pudo ver a uno de los agresores.

—¿Cuándo ocurrió?

—Hace un par de semanas, quizá más. En fin, la embajada se quejó al Ministerio de Asuntos Exteriores, que a su vez se quejó a Interior. Encargaron a la brigada de robos que encontraran al sujeto. Alguien hizo un dibujo. ¿Conoces a Chernov? ¿No? Pues es el mandamás en Robos; total que va con un cohete en el culo porque su carrera pende de un hilo, y no ha encontrado nada. Hasta vino a vernos y nos dejó uno de sus retratos.

—¿Alguna pista? —preguntó Volsky.

—Nada. Chernov no sabe quién es ni dónde está. Este estofado tiene más grasa y menos carne cada vez que vengo a comer.

—Yo no sé quién es, pero sí dónde está —dijo Volsky.

Novikov se quedó con la jarra de cerveza suspendida a unos centímetros de sus labios.

—Coño, ¿dónde?

—En una mesa del depósito de cadáveres en el Segundo Instituto Médico, su expediente ha llegado esta mañana. Es un fulano. Lo encontraron hace una semana en los bosques del oeste. Muerto a golpes. No llevaba identificación.

—Será mejor que te pongas en contacto con Chernov. Te cubrirá de besos.

El inspector Novikov pareció muy ensimismado mientras daba cuenta del resto de su comida.

Roma, agosto de 1986

Aldrich Ames había llegado con su esposa a la Ciudad Eterna para tomar posesión de su nuevo puesto el día 22 de julio. Incluso con ocho meses de estudios a su espalda, su italiano era pasable pero no bueno. No tenía el oído de Monk para los idiomas.

Gracias a su riqueza de nuevo cuño podía vivir mejor que nunca, pero en el puesto de Roma nadie se fijó en la diferencia porque nadie había visto cómo vivía Ames antes de abril del año anterior.

El jefe de puesto, Atan Wolfe, un veterano de la CIA que había servido en Pakistán, Jordania, Irak, Afganistán y Londres, pronto descubrió, como otros antes que él, que Ames era un cero a la izquierda. Si hubiera visto los informes elaborados por los jefes de puesto en Turquía y México antes de que los arreglara Ken Mulgrew, habría sido capaz de ir hasta el subdirector para oponerse al nombramiento del nuevo jefe de la sección soviética.

En poco tiempo quedó claro que Ames era un alcohólico y que no rendía como era debido. Eso no preocupaba a los rusos, quienes rápidamente nombraron a un intermediario, un funcionario de bajo nivel llamado Jrenkov, con el que Ames podía entrevistarse sin levantar sospechas. Ames les decía a sus colegas que estaba intentando tantear a Jrenkov para reclutarlo. Esto justificaba las larguísimas y muy líquidas comidas tras las cuales Ames apenas era capaz de volver a su despacho.

Como en Langley, Ames empezó a recoger de su mesa material reservado que iba a parar a unas bolas de plástico con las que salía tranquilamente de la embajada para entregarlas a Jrenkov.

En agosto su verdadero controlador se desplazó de Moscú para entrevistarlo personalmente. El nuevo hombre del KGB, a diferencia de Andrósov en Washington, no residía allí sino que volaba desde Moscú cuando era necesario. En Roma había menos problemas aún que en Estados Unidos.

Ames salía del despacho para ir a comer, cosa que hacía abiertamente con Jrenkov en una cafetería. No tan abiertamente, después subían a un sedán que Jrenkov conducía hasta Villa Abamelek, residencia del propio embajador soviético. Su controlador, Vlad, le estaría esperando allí para hablar largo y tendido sin problemas. Vlad era en realidad el coronel Vladimir Mechuláiev, del directorio K integrado en el Primer Directorio del KGB.

En su primera entrevista Ames pensaba protestar por la inadecuada celeridad con que el KGB había apresado a los hombres delatados por él, poniéndole así en grave peligro. Pero Vlad se le adelantó, tras disculparse por la chapuza, explicándole que Mijaíl Gorbachov los había desautorizado a todos personalmente. Luego pasó al asunto que le había llevado a Roma.

—Tenemos un problema, mi querido Rick —dijo—. El volumen de material que nos ha proporcionado es realmente ingente y de inestimable valor. Entre lo más importante están los perfiles y fotografías que nos suministró de los principales controladores de los espías que operan dentro de la URSS.

Ames no acababa de entender, y su estado de ebriedad no le ayudaba mucho.

—Ya. ¿Algo va mal? —preguntó.

—No. Es sólo una duda —contestó Mechuláiev, sacando una fotografía que dejó sobre la mesita baja—. Este. Un tal Jason Monk. ¿Correcto?

—Sí, es él.

—En sus informes dice usted que la división SE lo considera «una estrella en ciernes». Suponemos que eso significa que controla a uno o tal vez dos elementos dentro de la Unión Soviética.

—Ésa es la opinión del departamento, o lo era la última vez que investigué. Pero seguro que los tiene.

—Ah, mi querido Rick, ése es justamente el problema. Todos los traidores que usted fue tan amable de descubrirnos han sido ya identificados, arrestados y… sometidos a careo. Y todos han sido, cómo lo diría… —El ruso recordó las caras de terror que había visto al entrar en la sala de interrogatorios después de que Grishin hubiera enseñado a los prisioneros cuál era su sistema para instarles a cooperar—. Bien, han sido todos muy sinceros, muy cándidos, muy cooperadores… Nos han dicho quiénes eran sus controladores, e incluso si tenían varios. Pero de Jason Monk, nada. Ni uno. Claro está que pueden utilizarse nombres falsos, suele pasar. Pero es que nadie ha reconocido el retrato, Rick. ¿Entiende ahora mi problema? ¿A quiénes dirige Monk, y dónde pueden estar?

—No lo sé. No me lo explico. Debería haber constado en los archivos 301.

—Mi querido Rick, tampoco nosotros nos lo explicarnos, porque el caso es que no estaban.

Antes de terminar la reunión Ames había recibido en mano una cuantiosa suma de dinero y una lista de tareas.

Estuvo tres años en Roma pasando a la URSS todo lo que pudo, una larga serie de documentos secretos y ultrasecretos. Entre los traicionados había cuatro agentes más, pero no rusos sino nativos de países de Europa del Este. Sin embargo la tarea primordial era clara y simple: a su regreso a Washington, o incluso antes, debía averiguar a quien controlaba Monk en la URSS.

Mientras los inspectores Novikov y Volsky disfrutaban de su almuerzo informativo en la cantina del cuartel general de la milicia, la Duma había celebrado sesión plenaria.

Había costado convocar al parlamento ruso tras el descanso estival, pues el territorio es tan extenso que muchos de los delegados tenían que viajar miles de kilómetros para asistir al debate constitucional. No obstante, se esperaba que éste fuera de vital importancia porque el asunto a debatir era un cambio de constitución.

Tras la prematura muerte del presidente Cherkassov, el artículo 59 de la constitución establecía que el primer ministro ocuparía la presidencia interinamente. El período de interregno era de tres meses.

El primer ministro Iván Markov se había hecho cargo efectivamente de la presidencia en funciones, pero consultados los expertos se le había advertido que, puesto que Rusia debía celebrar elecciones presidenciales en junio del 2000, organizar unos comicios para octubre de 1999 podía ocasionar serios trastornos, cuando no el caos.

La moción presentada ante la Duma era favorable a una sola enmienda que prolongara la presidencia interina durante tres meses y adelantara las elecciones del 2000 de junio a enero.

La palabra Duma viene del verbo dumat, que significa pensar o contemplar; de ahí «lugar para pensar». Para muchos observadores la Duma era más un sitio de griterío que de serena reflexión. Aquel caluroso día de verano les dio ciertamente la razón.

El debate duró toda la jornada, alcanzando niveles de fervor tales que el presidente de la Duma intervino varias veces para llamar al orden a gritos, y en una ocasión tuvo incluso que amenazar con suspender la sesión hasta nuevo aviso.

El presidente acabó expulsando a dos delegados especialmente injuriantes. Las cámaras de televisión registraron el altercado, los forcejeos y la posterior salida del edificio. Una vez fuera, los dos delegados, que estaban en franco desacuerdo uno con el otro, celebraron improvisadas conferencias de prensa que degeneraron en riña callejera hasta que intervino la policía.

En el hemiciclo, mientras el aire acondicionado se estropeaba y los sudorosos delegados de lo que se suponía era la tercera democracia más poblada del planeta se gritaban e insultaban entre sí, las cosas estaban claras.

La fascista Unión de Fuerzas Patrióticas, siguiendo órdenes de Komárov, insistía en que las elecciones presidenciales fueran fijadas para octubre, a los tres meses de la muerte de Cherkassov y de acuerdo con el artículo 59. Su táctica era obvia: la UFP iba tan por delante en las encuestas de opinión que un adelanto de nueves meses favorecía su subida al poder.

En cambio, los neocomunistas de la Unión Socialista y los reformistas de la Alianza Democrática estaban por una vez de acuerdo. Ambos iban a la zaga en las encuestas y necesitaban el mayor tiempo posible para recuperar posiciones. Dicho de otro modo, ni los unos ni los otros podían afrontar unas elecciones anticipadas.

El debate, o pelea a gritos, duró hasta la puesta de sol, cuando un exhausto y ronco presidente decretó por fin que se habían oído opiniones suficientes para celebrar una votación. La izquierda y los centristas votaron unidos para derrotar a la ultraderecha, y la moción fue aprobada. Las elecciones presidenciales de junio del 2000 quedaron fijadas para el 16 de enero de ese mismo año.

El resultado de la votación fue informado a todo el país por la cadena nacional de televisión Vremlya como la noticia del día. Todas las embajadas con sede en Moscú terminaron tarde su trabajo mientras los telegramas codificados de los embajadores viajaban hacia sus respectivos gobiernos.

El hecho de que la embajada británica estuviera a tope de sus efectivos hizo que Gracie Fields permaneciera aún en su despacho cuando le pasaron la llamada del inspector Novikov.

Yalta, septiembre de 1986

Hacía mucho calor y el taxi que había salido de Yalta en dirección nordeste por la carretera de la costa no tenía aire acondicionado. El norteamericano bajó la ventanilla para refrescarse un poco con la brisa del mar Negro. Inclinándose hacia un lado podía mirar también por el retrovisor del taxista. Ningún coche de la Cheka local parecía estar siguiéndolos.

El largo crucero desde Marsella vía Nápoles, Malta y Estambul había sido extenuante pero soportable. Monk había hecho su papel para no levantar sospechas. Con el pelo gris, las gafas ahumadas y una elaborada cortesía, era otro jubilado más de vacaciones en un crucero de verano.

Los otros estadounidenses a bordo del Armenia creían que él compartía su convicción de que la única esperanza de paz para el mundo era que los pueblos de Estados Unidos y la URSS llegaran a conocerse mutuamente. Uno de ellos, una profesora solterona de Connecticut, quedó encantada con el modo en que el exquisitamente cortés tejano le retiraba la silla en el comedor y se tocaba el ala de su sombrero stetson cada vez que se encontraban en la cubierta.

En Varna no había bajado a tierra, pretextando una ligera insolación. Pero en todas las demás escalas había ido con el resto de los turistas de cinco países occidentales a visitar ruinas, ruinas y más ruinas.

Al llegar a Yalta pisó por primera vez en su vida suelo ruso. La experiencia fue más tranquila de lo que pensaba, tras la exhaustiva preparación que había recibido antes de su partida. Para empezar, aunque el Armenia era el único crucero fondeado en el puerto, había una docena de buques mercantes de otros países y sus tripulaciones no tenían problema para pasear a sus anchas.

Los turistas del crucero, a bordo desde Varna, bajaron por la pasarela como una bandada de aves, y los dos funcionarios de inmigración rusos que les esperaban abajo echaron un rápido vistazo a sus pasaportes y les franquearon el paso. El profesor Kelson atrajo unas cuantas miradas por el modo en que vestía, pero todas fueron de aprobación.

En vez de intentar pasar inadvertido, Monk había optado por lo contrario, el sistema de «esconderse a la vista de todos». Llevaba una camisa color crema con corbatín estrecho y broche de plata; un traje ligero de color canela y su sombrero stetson, además de botas de vaquero.

—Caramba, profesor, está usted elegantísimo —dijo efusivamente la profesora de Connecticut—. ¿Viene con nosotros en el telesilla hasta la cumbre de la montaña?

—No, señora —dijo Monk—. Creo que daré un paseo por los muelles y tomaré un café.

Los guías de Intourist se llevaron a los distintos grupos. Monk se alejó del puerto y echó a andar hacia la ciudad. Varias personas se quedaron mirándolo con expresión de sorpresa, pero casi todos sonrieron. Un chico se detuvo, se echó las manos a los costados y sacó velozmente dos imaginarios Colt 45. Monk le alborotó el pelo.

Había leído que en Crimea eran escasas las ofertas de diversión. La televisión era aburrida y lo más excitante era el cine. Las películas favoritas eran las del Oeste permitidas por el régimen, y aquí estaba un auténtico vaquero. Hasta un miliciano que dormitaba al sol se lo quedó mirando, pero cuando Monk se llevó un dedo al sombrero, el otro sonrió y le saludó. Tras una hora de paseo y un café en la terraza de un bar, se convenció de que nadie le seguía y tomó un taxi para ir al jardín Botánico. Con su guía turística, el mapa y su ruso chapurreado era tan evidente que acababa de bajar de un barco de turistas que el taxista no sospechó nada. Además, los famosos jardines de Yalta eran muy visitados.

Monk se apeó frente a la entrada principal y pagó la carrera. Lo hizo en rublos, pero añadió una propina de cinco dólares y un guiño. El taxista sonrió y se lo agradeció con la cabeza.

Delante de los torniquetes de entrada había una multitud de niños rusos acompañados de sus maestros en una visita cultural. Monk esperó en la cola vigilando la posible presencia de hombres con traje brillante. No vio a ninguno. Pagó la entrada, entró y divisó el puesto de helados. Tras comprar un cucurucho de vainilla, buscó un banco apartado para sentarse.

A los pocos minutos un hombre tomó asiento en el otro extremo del banco, estudiando un plano de los vastos jardines. Detrás del mapa, nadie podía ver cómo movía los labios. Los de Monk se movían porque estaba lamiendo un helado.

—Bueno, amigo mío, ¿cómo está? —preguntó Pyotr Solomin.

—Contento de verle —musitó Monk—. Dígame, ¿nos están vigilando?

—No. Llevo aquí una hora. No le han seguido. A mí tampoco.

—Mi gente está muy satisfecha con usted, Peter. Los detalles que nos proporcionó ayudarán a acortar la guerra fría.

—Yo sólo quiero acabar con esos bastardos —dijo el siberiano—. Se le está derritiendo el helado. Tírelo, iré por dos más.

Monk arrojó el cucurucho a la papelera cercana. Solomin se llegó a la caseta y compró dos más. Al regresar se sentó más cerca.

—Tengo algo para usted. Una película. En la cubierta de mi plano. Lo dejaré en el banco.

—Gracias. ¿Por qué no transmite desde Moscú? Mi gente recelaba un poco —dijo Monk.

—Porque hay más, pero ha de ser de palabra.

Empezó a explicar lo que estaba pasando aquel verano de 1986 en el Politburó y el Ministerio de Defensa. Monk contuvo un silbido de sorpresa. Solomin habló durante media hora.

—¿Es eso cierto, Peter? ¿Va a suceder por fin?

—Como que estoy aquí sentado. Se lo he oído confirmar al propio ministro de Defensa.

—Eso cambiará muchas cosas —dijo Monk—. Gracias, cazador. Ahora debo irme.

Como dos desconocidos que han estado charlando en el banco de un parque, Monk le tendió la mano. Solomin la miró fascinado.

—¿Qué es esto?

Era un anillo. Monk no solía llevarlos, pero en un tejano era corriente. Un anillo navajo de turquesa y plata como los que mucha gente lleva en Texas y Nuevo México. Vio que al udegey de Primorskiy Krai le encantaba. De un solo movimiento Monk se lo entregó al siberiano.

—¿Para mí? —preguntó Solomin.

Nunca había pedido dinero, y Monk había supuesto que podía ofenderse si él se lo ofrecía. A juzgar por la expresión del siberiano, el anillo era más que una compensación, cien dólares en turquesa y plata sacadas de las colinas de Nuevo México y montadas por un orfebre ute o navajo.

Consciente de que no era posible darle un abrazo en público, Monk giró sobre sus talones y se alejó. Luego miró hacia atrás. Peter Solomin se había puesto el anillo en el dedo meñique de la mano izquierda y lo estaba admirando. Fue la última imagen que Monk tuvo del cazador siberiano.

El Armenia arribó a Odesa y sus pasajeros desembarcaron. Aduanas examinó todas las maletas, pero sólo estaban buscando material impreso antisoviético. A Monk le habían dicho que nunca registraban a un turista extranjero a menos que el KGB estuviera al mando, y eso sólo pasaba en casos muy especiales.

Monk llevaba sus microfilmes entre dos capas de esparadrapo pegadas a una nalga. Cerró su maleta como los demás norteamericanos, y el guía de Intourist les dio prisa para acelerar las formalidades y conducirlos al tren de Moscú.

Al día siguiente, en la capital, Monk dejó su envío en la embajada, desde donde viajaría hasta Langley en valija diplomática, y regresó en avión a Estados Unidos. Tenía un largo informe que redactar.