A mitad de camino de St. James Street, yendo hacia el norte por esa calle de un solo sentido, hay un anónimo edificio de piedra gris con una puerta azul flanqueada por unas macetas verdes. No lleva nombre alguno. Quienes saben qué es y dónde está no tendrán problema en encontrarlo; los otros será que no tienen invitación para entrar y pasarán de largo. El club Brook’s no se anuncia. Es, sin embargo, un lugar muy frecuentado por los funcionarios que trabajan en Whitehall, a poca distancia del club. Fue allí donde Jeffrey Marchbanks se reunió el 22 de julio con el director del Daily Telegraph para almorzar.
Brian Worthing tenía cuarenta y ocho años y llevaba como periodista más de veinte cuando, dos años atrás, el propietario y cazatalentos canadiense Conrad Black le había sacado del Times para darle la dirección que había quedado vacante. Worthing había sido corresponsal de guerra y, como tal, había cubierto la guerra de las Malvinas siendo todavía joven, su primera guerra de verdad, y más tarde la del Golfo.
La mesa que Marchbanks había reservado para ellos era una pequeña situada en una esquina, lo bastante lejos de las otras para que nadie pudiera oírles. A nadie se le habría pasado semejante cosa por la cabeza, de todos modos. En Brook’s nadie osaría escuchar a escondidas la conversación de otro, pero las malas costumbres tardan en desaparecer.
—Creo recordar que ya le mencioné que trabajo en el Foreign Office —dijo Marchbanks sobre los langostinos al vapor.
—Sí, me acuerdo —dijo Worthing. Le había costado decidirse a aceptar la invitación del otro. Su jornada le ocupaba normalmente de las diez de la mañana hasta pasada la puesta de sol, y tomarse dos horas libres para almorzar (tres contando el trayecto desde el Canary Wharf hasta el West End y volver) tenía que estar muy bien justificado.
—Bien, en realidad trabajo en un edificio que está un poco más abajo de King Charles Street y en la otra orilla del río —añadió Marchbanks.
—Ah —dijo el director. Estaba perfectamente al corriente de Vauxhall Cross aunque nunca había visitado el edificio. El almuerzo se presentaba prometedor.
—Lo que me preocupa es Rusia.
—No le envidio —dijo Worthing, acabando con el último langostino acompañado de una rebanada de pan integral. Era un hombre corpulento y de buen apetito—. Yo diría que el país está al borde del colapso.
—Más o menos. Desde la muerte de Cherkassov, la única esperanza de cambio parecen las próximas elecciones presidenciales.
Guardaron silencio mientras una camarera joven les servía las chuletas de cordero con guarnición y una botella de clarete de la casa. Marchbanks escanció el vino.
—Un resultado inevitable —dijo Worthing.
—Es lo que pensamos. Los neocomunistas se han desinflado con los años y los reformistas están todos en el geriátrico. No parece que nada pueda impedir que Igor Komárov alcance la presidencia.
—¿Tan grave es eso? —preguntó el director—. Lo último que leí de él no me pareció ningún desatino. Recuperar la moneda, frenar el caos, ponérselo difícil a la mafia… Cosas así.
Worthing se consideraba un hombre de lenguaje directo, y tenía tendencia a hablar en telegramas.
—Exacto, sonar, suena bien. Pero ese hombre sigue siendo un enigma. ¿Cuáles son sus verdaderas intenciones? ¿Qué medidas concretas piensa adoptar? Dice que no quiere saber nada de créditos del exterior, pero ¿cómo saldrá adelante sin ellos? Y es más, ¿intentará anular las deudas de Rusia pagándolas con miserables rublos?
—No creo que se atreva —dijo Worthing. Sabía que el Telegraph tenía un corresponsal fijo en Moscú pero éste no mandaba ninguna crónica sobre Komárov desde hacía tiempo.
—¿Está seguro? —replicó Marchbanks—. Nadie puede afirmarlo. Algunos de sus discursos son muy extremistas pero en conversaciones privadas trata de convencer a sus interlocutores de que no es el ogro que parece. ¿Cuál de los dos es el auténtico Komárov?
—Yo podría pedirle a nuestro corresponsal en Moscú que consiga una entrevista.
—Me temo que no se la concedería —opinó el jefe de espías—. Tengo entendido que todos los corresponsales extranjeros en Moscú lo intentan con regularidad. Komárov sólo concede entrevistas en muy contadas ocasiones y ha dado a entender que detesta la prensa extranjera.
—Mmm, hay tarta de melaza —dijo Worthing—. Yo tomaré tarta.
A los británicos de mediana edad les encanta que les ofrezcan el tipo de comida que les daban en la guardería. La camarera llevó tarta de melaza para los dos.
—¿Cómo llegar a Komárov, entonces? —preguntó Worthing.
—Tiene un joven asesor de propaganda al que parece hacer caso. Boris Kuznetsov. Muy inteligente, educado en una universidad de la Ivy League norteamericana. El puede ser la clave. Tenemos entendido que lee diariamente la prensa occidental y en especial los artículos de Jefferson.
Mark Jefferson era redactor y articulista habitual de las páginas de opinión del Telegraph. Escribía de política, nacional y extranjera, era un fino polemista y un conservador mordaz. Worthing atacó su tarta de melaza.
—Es una idea —dijo al fin.
—Verá —dijo Marchbanks entrando de lleno en su plan—, corresponsales en Moscú hay muchos y no muy importantes. Pero un articulista famoso que fuera a escribir un retrato del próximo líder, el «hombre del mañana», en fin, eso sí podría funcionar.
Worthing reflexionó.
—No estaría de más hacer un perfil de los tres candidatos. Una especie de balance.
—Buena idea —dijo Marchbanks, que no lo creía así—. Pero el que parece fascinar a la gente, por uno u otro motivo, es Komárov. Los otros dos no cuentan. ¿Subimos a tornar café en el salón?
—Sí, no es mala idea —concedió Worthing, y ambos subieron—. Me emociona que le preocupen a usted nuestras cifras de ventas —observó Worthing—, pero ¿qué preguntas quiere que se le hagan?
Marchbanks sonrió ante la franqueza del director.
—De acuerdo, nos gustaría saber unas cuantas cosas para enseñárselas a nuestros superiores, preferiblemente algo que no salga en el reportaje. Ellos también pueden leer el Telegraph, y lo hacen. Por ejemplo, ¿cuáles son las verdaderas intenciones de Komárov? ¿Qué pasa con las minorías étnicas? Son diez millones en Rusia, y Komárov es partidario de la supremacía rusa. ¿De qué manera pretende producir ese renacer de la gloria de la nación rusa? En una palabra, ese hombre es un falsario. ¿Qué hay detrás del disfraz? ¿Tiene una agenda secreta?
—Si así fuera —dijo Worthing—, ¿por qué habría de contárselo todo a Jefferson?
—Nunca se sabe. El entusiasmo puede perder a un hombre.
—¿Cómo podemos ponernos en contacto con ese Kuznetsov?
—Su corresponsal en Moscú tiene que conocerlo. Una carta personal de Jefferson sería muy bien recibida.
—Está bien —dijo Worthing. Se levantaron y bajaron por la amplia escalinata hacia el vestíbulo. Añadió—: Ya imagino la página central. Estupendo. Eso, si Komárov tiene algo que decir. Me pondré en contacto con nuestra oficina en Moscú.
—Si la cosa funciona, me gustaría hablar con Jefferson a su vuelta.
—¿Para que le pase un informe? Huy. Es muy quisquilloso, se lo aseguro.
—Sé cómo dar coba a la gente —repuso Marchbanks.
Se despidieron en la acera. El chófer vio a Worthing y se acercó desde su aparcamiento ilegal para llevarlo de vuelta a Canary Wharf en Dockland. El jefe de espías prefirió bajar la tarta y el vino con un paseo.
Washington, septiembre de 1985
Antes de convertirse en espía, allá por 1984 Ames había solicitado ser designado jefe de la sección soviética en el gran puesto que la CIA tenía en Roma. En septiembre de 1985 se enteró de que se lo habían concedido.
Eso le supuso un dilema. Por entonces él ignoraba que el KGB iba a ponerle en grave peligro deteniendo con tanta rapidez a todos los hombres delatados por él.
El puesto en Roma le sacaría de Langley privándole del acceso a los archivos 301 y a la sección soviética del grupo de contraespionaje adjunto a la división SE. Pero Roma tenía fama de ser un buen sitio para vivir y un destino de primera. Ames consultó a los rusos, que se mostraron a favor del cambio. De entrada, tenían ante ellos meses enteros de investigaciones, arrestos e interrogatorios. Tan copiosa era la cosecha que Ames les había facilitado y, por razones de seguridad, tan pequeño el grupo Kolokol que trabajaba con ese material, que el análisis de todo ello podía llevarles años, pues en el ínterin Ames les había proporcionado mucho más. Entre sus entregas menos importantes a Chuvajin había historiales de casi todos los agentes importantes de Langley. No sólo currículums exhaustivos de cada uno de ellos, con sus destinos y logros personales, sino también fotografías. Con aquella información, el KGB podía identificarlos cuando y dondequiera se presentaran.
Por otra parte, los rusos pensaban que en Roma, uno de los puntos clave de la división Europa, Ames tendría acceso a todas las operaciones de la CIA y a sus colaboraciones con los aliados del Mediterráneo, desde España hasta Grecia, un área de interés vital para Moscú. Por último, sabían que era más fácil tener acceso a Ames en Roma que en Washington, donde siempre existía el peligro de que el FBI vigilara sus encuentros. Así pues, el KGB le instó a aceptar el cargo.
Aquel mismo mes de septiembre Ames empezó a estudiar italiano en la escuela de idiomas.
En Langley todavía no se imaginaban la catástrofe que se avecinaba. Dos o tres de sus mejores agentes habían quedado al parecer sin contacto, lo cual era preocupante pero aún no desastroso.
Entre los dossieres que Ames había pasado al KGB estaba el de un promisorio hombre recién trasladado a la división SE, al que Ames calificó de «una estrella en ciernes». Su nombre era Jason Monk.
El viejo Gennadi llevaba años recogiendo setas en aquellos bosques. Jubilado, aprovechaba la munificencia de la naturaleza como un suplemento de su pensión, llevando las setas frescas a los mejores restaurantes de Moscú o bien secándolas para venderlas en las pocas charcuterías que quedaban en la ciudad.
Pero con las setas hay que levantarse de buena mañana, antes del alba si es posible. Crecen de noche, y después del alba las ardillas y los ratones de campo acaban con ellas, cuando no, otros buscadores de setas. Los rusos son amantes de las setas.
En la mañana del 24 de julio Gennadi cogió su bicicleta y su perro y fue desde el pueblecito donde vivía hasta un bosque en el que crecían grandes setas en las noches de verano. Esperaba tener una cesta llena antes de que se secara el rocío. El bosque en cuestión estaba junto a la autopista de Minsk, por donde pasaban rugiendo los camiones hacia la capital de Bielorrusia. Pedaleó hasta la espesura, dejó la bicicleta junto a un árbol, agarró su cesto de junco y se adentró en el bosque.
Había pasado media hora —el sol empezaba a salir y la cesta estaba medio llena— cuando su perro gimoteó y se acercó a unas matas. Gennadi le había enseñado a olfatear las setas, así que debía de haber encontrado algo bueno.
A medida que se aproximaba olfateó un olor dulzón y pestilente. Conocía ese olor. ¿No lo había percibido bastante años atrás, como soldado adolescente desde el Vístula hasta Berlín? Alguien había arrojado allí un cadáver, o un moribundo se había arrastrado hasta allí. Era un viejo huesudo, totalmente privado de color, la boca y los ojos abiertos. Los pájaros le habían comido los ojos y tres dientes de acero brillaban con el relente. El cuerpo estaba desnudo hasta la cintura pero cerca había un raído sobretodo. Gennadi olfateó de nuevo. Con ese calor, pensó, debía de hacer varios días.
Se quedó un rato pensando. Era de la generación que aún recordaba los deberes cívicos, pero las setas eran las setas, y no podía hacer nada por el muerto. A un centenar de metros bosque adentro oyó el rumor de los camiones en la carretera de Moscú a Minsk.
Terminó de llenar su cesto y volvió al pueblo en bicicleta. Una vez en casa puso las setas a secar al sol y se personó en el pequeño y destartalado selsovet, el ayuntamiento local. No era gran cosa pero había teléfono. Marcó el 02 y le respondió la oficina de control de la policía.
—He encontrado un cadáver —dijo.
—¿Nombre? —preguntó la voz.
—¿Cómo quiere que lo sepa?
—El del muerto no, idiota, el suyo.
—¿Es que quiere que cuelgue? —repuso Gennadi.
Se oyó un suspiro.
—No, no cuelgue. Sólo dígame su nombre y dirección.
Así lo hizo Gennadi. En la oficina de control buscaron rápidamente el lugar en el mapa. Estaba al límite de la ciudad-región de Moscú, aunque en el extremo occidental, todavía dentro de la jurisdicción moscovita.
—Espere en el selsovet. Un agente irá a verle.
Gennadi esperó media hora. Cuando el agente llegó resultó un joven teniente de uniforme. Le acompañaban dos milicianos, y los tres venían en un vehículo Uzhgorod tipo jeep con los habituales colores azul y amarillo.
—¿Es usted el que ha encontrado un cadáver? —preguntó el teniente.
—Sí —dijo Gennadi.
—¿Dónde está?
—En el bosque.
—Muy bien. Llévenos hasta allí.
Gennadi se sentía importante yendo en un jeep de la policía. Se apearon donde indicó Gennadi y se adentraron en fila india entre los árboles. El buscador de setas reconoció el abedul donde había dejado la bicicleta, y su pista a partir de allí. Pronto percibieron el olor.
—Está ahí —dijo Gennadi señalando los arbustos—. No apesta mucho.
Los tres policías se aproximaron al cadáver y lo examinaron visualmente.
—Mira si lleva algo en los bolsillos del pantalón —dijo el oficial a uno de sus hombres. Y al otro—: Registra el sobretodo.
El que llevaba la peor parte se pellizcó la nariz y con la otra mano rebuscó en los bolsillos del pantalón. Nada. Dio vuelta al cadáver. Debajo había gusanos. Miró en el bolsillo posterior y luego se apartó. Meneó la cabeza. El otro registró el sobretodo e hizo otro tanto.
—¿Nada? ¿Ninguna identificación? —preguntó el teniente.
—Nada. Ni monedas, ni pañuelo, ni llaves, ni papeles. Escucharon el rumor procedente de la carretera.
—¿A cuánto está la carretera? —preguntó el oficial.
—A un centenar de metros —dijo Gennadi.
—Los conductores que atropellan y se dan a la fuga suelen actuar deprisa —señaló el teniente—. No arrastran a sus víctimas un centenar de metros. Además, con tanto árbol habría bastado una decena de metros. —Y ordenó a uno de los policías—: Vaya hasta la autopista y mire en el arcén si hay alguna bicicleta o coche accidentados. Puede que hubiera una colisión múltiple y el hombre se arrastrara hasta aquí. Quédese allí y avise a la ambulancia.
El oficial utilizó su teléfono portátil para pedir un detective, un fotógrafo y un médico. Lo que veía no podía tratarse de «causas naturales». Pidió también una ambulancia pero confirmó que el hombre estaba sin vida. Uno de los policías partió hacia la carretera. Los otros esperaron apartándose del hedor.
Los tres primero llegaron en un sencillo Uzhgorod marrón claro. Aparcaron en el arcén y caminaron hasta el bosque. El detective saludó con la cabeza al teniente.
—¿Qué hay?
—Está ahí abajo. Le he hecho llamar porque no creo que haya muerto por causas naturales. Está medio destrozado y a cien metros de la carretera.
—¿Quién lo encontró?
—Ese buscador de setas.
El detective se aproximó a Gennadi.
—Cuéntemelo todo, desde el principio.
El fotógrafo empezó a trabajar, y luego el médico se puso una mascarilla e hizo un rápido examen del cadáver. Se irguió y se sacó los guantes de goma.
—Diez kopecks contra una botella de Moskovskaya a que es un homicidio. El laboratorio nos dirá más, pero alguien le dio una buena paliza antes de morir. No creo que fuera aquí. Enhorabuena, Volodya, acaba de conseguir su primer zhmurik del día. —Era lo que en el argot de la policía y el hampa rusos equivalía a «fiambre».
Dos enfermeros de la ambulancia llegaron con una camilla. El médico asintió y los hombres cerraron la bolsa con el cadáver antes de subirlo a la carretera.
—¿Han terminado conmigo? —preguntó Gennadi.
—Ni lo sueñe —dijo el detective—. Quiero una declaración, en la comisaría.
Los policías llevaron a Gennadi a la comisaría del distrito occidental, a cinco kilómetros por la carretera en dirección a Moscú. El cadáver fue más lejos, hasta el centro de la capital y el depósito de cadáveres del Segundo Instituto Médico. Allí fue depositado en el refrigerador. Los forenses tenían mucho trabajo, eran pocos y estaban bastante lejos.
Yemen, octubre de 1985
Jason Monk se infiltró en Yemen del Sur a mediados de octubre. Pequeña y pobre, la república tenía sin embargo un magnífico aeropuerto, antigua base militar de la RAF. Allí podían aterrizar, y de hecho lo hacían, grandes reactores.
El pasaporte español de Monk y los documentos que le acreditaban como miembro de Naciones Unidas suscitaron la minuciosa pero no suspicaz atención de los funcionarios de inmigración, y al cabo de media hora, con su maletín para todo uso, Monk pasó los controles.
Efectivamente, Roma había informado al jefe del programa de la FAO sobre la llegada del señor Martínez Llorca, pero dando una fecha adelantada en una semana a la llegada de Monk. Los funcionarios del aeropuerto yemení no lo sabían. Así pues, ningún coche le estaba esperando. Tomó un taxi y se registró en el nuevo hotel francés, el Frontel, en la lengua de tierra que une la roca de Adén al continente.
Aunque sus papeles estaban en orden y no esperaba toparse con ningún español de verdad, sabía que la misión tenía sus riesgos.
La mayor parte del espionaje es realizada por agentes que se hacen pasar por personal de una embajada. De este modo se benefician del estatus diplomático si algo sale mal.
Algunos son agentes «declarados», es decir, no se andan con rodeos sobre sus actividades, y el contraespionaje local lo sabe y lo acepta así, aunque tiene el tacto de no aludir al verdadero trabajo del espía. Un gran puesto en territorio hostil siempre procura tener unos cuantos agentes «oficiosos» o «no declarados» cuyas tapaderas en comercio, cultura, cancillería o prensa los amparan siempre. La razón es muy sencilla: los agentes oficiosos tienen más posibilidades de no ser seguidos por la calle, teniendo por tanto mayor libertad para utilizar buzones falsos o asistir a reuniones secretas que aquellos que siempre están vigilados.
Pero un espía que trabaja sin cobertura diplomática no puede beneficiarse de los Acuerdos de Viena. Si un diplomático es descubierto puede ser declarado persona no grata y expulsado del país. Su país procede entonces a formular una protesta, expulsando a uno de los diplomáticos del otro país. Cuando el tira y afloja toca a su fin, el juego se reanuda como al principio.
Pero un espía que va «por libre» es un ilegal. Para él, según sea la naturaleza del lugar en que le detengan, ser descubierto puede significar la tortura, una larga temporada en un campo de trabajo o una muerte anónima. Ni siquiera quienes le encargan la misión suelen poder ayudarle. En los países democráticos habrá un juicio justo y una cárcel en condiciones humanas. En las dictaduras no existen derechos humanos. En algunas nunca han oído hablar de ellos. Así era Yemen del Sur, y en 1985 Estados Unidos ni siquiera tenía allí una embajada.
En octubre el calor sigue siendo sofocante y los viernes es día de descanso en el más absoluto de los sentidos. «¿Qué puede hacer —pensó Monk— un agente ruso en buena forma física en su día libre con este calor?». Ir a nadar era una idea razonable.
Por aquello de la seguridad, la primitiva fuente que había cenado aquel día en Nueva York con su ex compañero de clase del FBI no había sido contactada otra vez. Podría haberles dado una descripción mejor del comandante Solomin, componer incluso un retrato robot. El hombre podía haber regresado a Yemen a fin de señalar a su objetivo. Pero por lo visto resultó también un bebedor y un fanfarrón.
Encontrar a los rusos no fue problema. Estaban por todas partes y era evidente que se les permitía mezclarse con la comunidad europeoccidental, algo que habría sido insólito en su país de origen. Tal vez era el calor y la mera imposibilidad de tener encerrado en sus terrenos al grupo consultivo militar soviético.
Dos hoteles, el Rock y el Frontel, disponían de buenas piscinas. Luego estaba la gran extensión de tierra con sus espumosas rompientes, la playa de Abyan, donde los expatriados de todas las nacionalidades acostumbraban ir a nadar después del trabajo o en su día libre. Por último estaba el vasto economato militar ruso de la ciudad, donde se permitía comprar a los no rusos (la URSS necesitaba divisas extranjeras).
Estaba claro que los rusos que había a la vista eran casi todos agentes. Muy pocos rusos hablan algo de árabe, y pocos más inglés. Los que entienden algo de ambos idiomas han asistido a una escuela especial, esto es, son agentes o lo serán. Los soldados rasos y los suboficiales difícilmente podían saber esos idiomas y, por tanto, no podían comunicarse con sus pupilos yemeníes. Así pues, la tropa quedaba probablemente reducida a trabajos de mecánica o de cocina. Los ordenanzas eran yemeníes reclutados en la localidad. El que no fuera agente no podía permitirse pagar los precios de los bares de Adén. Pero los agentes rusos tenían una buena asignación en divisa fuerte.
Otra posibilidad era que el norteamericano de la ONU hubiese encontrado al ruso bebiendo a solas en el bar del Rock. A los rusos les gusta beber acompañados y los que estaban en la piscina del Frontel constituían un grupo impenetrable. ¿Por qué bebía a solas Solomin? ¿Fue sólo un golpe de suerte? ¿O era un solitario que no deseaba otra compañía que la de sí mismo?
Ahí podía haber una pista. El norteamericano había dicho que era alto y musculoso, de pelo negro pero con unos ojos avellanados. Como un oriental, pero sin la nariz chata. Los expertos en idiomas de Langley apuntaban que el apellido procedía del extremo oriental de la URSS. Monk sabía que los rusos son racistas irrecuperables, con un abierto desdén hacia los chorni (los negros), a saber cualquiera que no sea ruso de pura cepa. Quizá Solomin estaba harto de que le escarnecieran por sus rasgos asiáticos.
Monk acechó el economato —todos los agentes rusos vivían como solteros—, las piscinas y los bares al anochecer. Fue al tercer día, mientras paseaba por la playa de Abyan en pantalón corto y una toalla sobre los hombros, cuando vio que un hombre salía del mar.
Debía de medir un metro ochenta y tenía brazos y hombros muy musculosos; no era joven, sino cuarentón pero en muy buena forma física. Su pelo era negro como ala de cuervo, pero no tenía vello salvo debajo de las axilas cuando levantó las manos para escurrirse el agua de la cabeza. Los orientales tienen muy poco vello corporal; los caucásicos de pelo negro sí suelen tenerlo.
El hombre echó a andar por la arena hacia su toalla y se tumbó boca arriba con los pies hacia el mar. Se puso unas gafas de sol y pronto pareció sumirse en sus pensamientos.
Monk se despojó de su camisa y caminó hacia la orilla como un bañista que va a estrenarse. La playa estaba bastante llena y no daría que sospechar si buscaba un sitio vacío a un metro del ruso. Cogió su cartera y la envolvió en la camisa; luego la toalla. Se quitó las sandalias y con todo hizo un montón. Luego miró alrededor con recelo. Por último miró al ruso.
—Por favor —le dijo. El ruso levantó la vista—. ¿Se va a quedar unos minutos más? —El hombre asintió.
—¿Puede cuidarse de mis cosas? Es para que los árabes no me roben, ya sabe.
El ruso asintió nuevamente y siguió contemplando el mar. Monk se dirigió al agua y nadó durante unos diez minutos. Cuando volvió chorreando, sonrió al hombre de pelo negro.
—Gracias. —El hombre asintió por tercera vez. Monk se secó con la toalla y se sentó.
—Bonita playa. Lástima la gente de aquí.
El ruso habló por primera vez, en inglés.
—¿Qué gente?
—Los árabes. Los yemeníes. Llevo aquí poco tiempo, pero ya no los aguanto. Son una pandilla de inútiles.
El ruso le estaba mirando pero Monk no pudo captar ninguna expresión tras los oscuros cristales de sus gafas. Pasados dos minutos reanudó la conversación.
—Quiero decir, estoy tratando de enseñarles cómo funciona un tractor, por ejemplo. Para que aumenten la producción y sean autosuficientes. Pero ni así. Todo lo rompen o lo estropean. Sólo espero acabar cuanto antes y que la ONU me pague. —Monk estaba hablando en buen inglés pero con ligero acento español.
—¿Es usted inglés? —preguntó al fin el ruso.
—No; soy español. Trabajo en el programa de la FAO. ¿Y usted? ¿También está en Naciones Unidas?
El ruso gruñó una negativa.
—Soy de la URSS —dijo.
—Entonces debe de notar más calor que en su país. Yo casi no noto la diferencia, pero aun así tengo ganas de volver a casa.
—Yo igual —dijo el ruso—. Prefiero el frío.
—¿Lleva aquí mucho tiempo?
—Dos años. Y me falta uno.
Monk río.
—Dios santo, nosotros tenemos un año por delante, pero no pienso quedarme tanto tiempo. Este trabajo no tiene sentido. Bueno, he de irme. Dígame, usted debe saberlo después de dos años aquí, ¿hay algún sitio decente para tomar una copa después de cenar? ¿Algún club nocturno o algo así?
El ruso soltó una carcajada sardónica.
—No. De discotecas, nada. El bar del hotel Rock es bastante tranquilo.
—Gracias. Por cierto, me llamo Esteban Martínez Llorca.
Le tendió la mano. El ruso vaciló un momento y luego se la estrechó.
—Pyotr —dijo—. O Peter. Peter Solomin.
El comandante ruso no volvió al bar del Rock hasta la segunda noche. Esta antigua posada colonial está literalmente construida en y sobre una roca, con peldaños que ascienden desde la calle hasta una pequeña zona de recepción y, en la planta superior, un bar con vista panorámica sobre el muelle. Monk, sentado junto a una ventana, contemplaba la vista. Vio entrar a Solomin por el reflejo, pero esperó a que el otro tuviera la copa en su mano antes de volverse.
—Ah, mayor, nos vemos otra vez. ¿Quiere sentarse?
Señaló a la otra silla. El ruso dudó y luego tomó asiento. Levantó su cerveza.
—Za vashe zdorovye.
Monk hizo lo mismo y dijo en español:
—Salud, dinero y amor. —Solomin frunció el ceño. Monk sonrió y se lo tradujo al inglés—. En el orden que más le guste.
El ruso sonrió por primera vez. Fue una buena sonrisa.
Hablaron de diversos temas. De la imposibilidad de trabajar con los yemeníes, de la frustración de ver cómo se estropeaba la maquinaria, de hacer cosas en las que ninguno de los dos tenía fe. Y hablaron, como hace la gente cuando está en el extranjero, de sus respectivos países.
Monk le habló de su Andalucía natal, donde uno podía esquiar en las cumbres de Sierra Nevada y nadar en las cálidas aguas de Sotogrande el mismo día. Solomin habló de los frondosos bosques nevados, donde rondan aún los tigres siberianos, donde zorros, lobos y ciervos esperan al cazador hábil.
Cuatro noches consecutivas disfrutaron de la compañía mutua. Al tercer día Monk tenía que presentarse al holandés que dirigía el programa de la FAO para hacer una gira de inspección. El puesto de la CIA en Roma había facilitado un preciso resumen de ese programa en la misma ciudad, y Monk lo había memorizado. Sus propios orígenes campesinos le ayudaron a comprender los problemas, y no escatimó alabanzas. El holandés quedó muy impresionado.
Durante las tardes y bien entrada la noche, estudió los datos sobre el mayor Pyotr Vasilyevich Solomin, y lo que supo le agradó.
El mayor había nacido en 1945 en Primorskiy Krai, esa lengua de tierra soviética situada entre la Manchuria nororiental y el mar, con la frontera norcoreana al sur. Su ciudad natal era Ussuriysk. Su padre se había trasladado a la ciudad en busca de trabajo, pero educó a su hijo en la lengua natal de la etnia udegey. También llevaba al muchacho a los bosques siempre que podía, para que el chico se familiarizara con la naturaleza de su patria: bosques, montañas, agua y animales.
En el siglo XIX, antes de la derrota final de los udegey ante los rusos, el escritor Arsenyev había visitado el enclave y escrito después un libro, todavía famoso en Rusia, sobre aquel pueblo. Lo tituló Tigres de Extremo Oriente. A diferencia de los asiáticos, cortos de estatura y de facciones chatas del oeste y el sur, los udegey eran altos y con cara de halcón. Muchos siglos atrás, algunos de sus ancestros habían ido hacia el norte, cruzado el estrecho de Bering para pasar a la actual Alaska y luego hacia el sur, extendiéndose por Canadá hasta convertirse en los sioux y los cheyenne.
Mirando a aquel soldado ruso que tenía delante, Monk pudo imaginarse los rostros de los desaparecidos cazadores de búfalos de los ríos Platte y Powder.
Para el joven Solomin era la fábrica o el ejército. Tomó el tren que iba al norte y se alistó en Jabarovsk. Todos los jóvenes hacían tres años de servicio militar obligatorio, y transcurridos dos los mejores eran seleccionados para sargentos. Por su pericia en las maniobras, Solomin fue elegido para la escuela de oficiales, y dos años más tarde era nombrado teniente. Hubo de servir siete años más para ascender a mayor, a la edad de treinta y tres años. Por esa época se casó. Tuvo dos hijos. Prosiguió su carrera sin padrinazgos ni influencias, sobreviviendo a las provocaciones racistas de churka, un insulto ruso que significa «zoquete» o «más corto que las mangas de un chaleco». En varias ocasiones había empleado los puños para solucionar la discusión.
Su primer destino en el extranjero había sido Yemen, en 1983. Sabía que a la mayoría de sus colegas les gustaba. Pese a las duras condiciones de la tierra, con el calor, las ampollas de andar por terreno rocoso y la falta de diversiones, disponían de alojamientos espaciosos, a los que no estaban habituados, en el antiguo cuartel británico. Había comida en abundancia, con barbacoas de cordero y pescado en la playa. Podían ir a nadar y pedir ropa, vídeos y cintas de música por catálogo a Europa.
Peter Solomin apreciaba todo esto, en especial el súbito contacto con las delicias del consumismo occidental. Pero había algo que le ponía a mal con el régimen al que servía. Monk lo barruntaba, pero temía presionarlo.
El ruso, para llegar a donde había llegado, había tenido que pasar por la Juventud Comunista, el Komsomol, y luego por el partido. Peor aún, si servía en el extranjero con el grado de mayor, seguro que habría sido incorporado a inteligencia militar, la GRU. ¿Qué era lo que iba mal? El problema surgió durante la quinta noche de beber y charlar. La rabia interior acabó por desbordarse.
En 1982, un año antes de ser destinado a Yemen y con Andrópov todavía en la presidencia, Solomin había sido asignado al departamento de administración del Ministerio de Defensa, en Moscú. Allí había llamado la atención de un viceministro de Defensa que le asignó una misión confidencial. Utilizando dinero del presupuesto de Defensa, el ministro se estaba haciendo construir una suntuosa dacha a orillas del río Peredelkino. Contra las normas del partido, las leyes soviéticas y la ética más elemental, el ministro ordenó a un centenar de soldados que le construyeran la lujosa mansión en el bosque. Solomin estaba al mando de la tropa. Vio las cocinas empotradas por las que cualquier esposa de militar habría dado un brazo llegar en camiones desde Finlandia, compradas con moneda extranjera. Vio los equipos de música japoneses instalados en todas las habitaciones, los apliques de baño dorados procedentes de Estocolmo, y el mueble bar con sus whiskys escoceses de reserva. Aquella experiencia le volvió contra el partido y el régimen comunista. No era el primer oficial leal a la URSS que se rebelaba contra la descarada corrupción de la dictadura soviética.
De noche aprendía inglés él solo, sintonizando el BBC World Service y la Voice Of América. Ambas emisoras radiaban también en ruso, pero él quería entenderlo en el idioma original. De este modo, y contrariamente a lo que siempre le habían enseñado, supo que Occidente no quería la guerra con Rusia.
Si necesitaba algo para hacerle dar el gran salto, eso fue Yemen.
—En Rusia la gente se apretuja en apartamentos minúsculos, pero los nachalstvo viven en mansiones. Se dan una vida de príncipes con nuestro dinero. Mi mujer no puede tener un buen secador de pelo ni unos zapatos que no se rompan a la primera, y sin embargo se gastan miles de millones en demenciales misiones extranjeras para impresionar… ¿a quién? ¿A estos árabes?
—Las cosas están cambiando —le animó Monk.
El siberiano meneó la cabeza. Gorbachov llevaba desde marzo en el poder, pero las reformas que de mala gana y muchas veces impulsivamente introdujo no empezaron a prender hasta finales de 1987. Y además, Solomin no veía su tierra desde hacía dos años.
—No. Esos mierdas de la jefatura… Se lo digo de verdad, Esteban, desde que me trasladé a Moscú he visto un despilfarro que usted no se imagina.
—Pero el nuevo presidente, Gorbachov… puede que él cambie las cosas —dijo Monk—. Yo no soy tan pesimista. Algún día el pueblo ruso se librará de esta dictadura. Habrá elecciones, elecciones de verdad. No falta mucho…
—Demasiado. Todo va muy lento.
Monk inspiró hondo. Un cold pitch es una maniobra peligrosa. En una democracia occidental el agente soviético leal que es objeto de un pitch puede quejarse a su embajador, lo que puede originar un incidente diplomático. En una tiranía remota puede originar una muerte prolongada y anónima. De pronto, Monk se lanzó a hablar en perfecto ruso.
—Usted podría hacer algo, amigo mío. Entre los dos podríamos hacer algo por el cambio. En los términos que usted quiera.
Solomin le miró fijamente, desconcertado. Monk le sostuvo la mirada. Finalmente el ruso dijo en su idioma:
—¿Quién diablos es usted?
—Creo que ya lo sabe, Pyotr Vasilyevich. Ahora la cuestión es si usted me delatará, sabiendo lo que esta gente me hará antes de matarme.
Solomin siguió mirándole a los ojos. Luego dijo:
—A estos monos yo no les delataría ni a mi peor enemigo… Tiene usted mucha sangre fría. Lo que pide es una locura. Debería decirle que se fuera al infierno.
—Tal vez sí. Y yo lo haría. Y rápido, por la cuenta que me trae. Pero quedarse mano sobre mano, ver, odiar y no hacer nada, ¿no es también una locura?
El ruso se puso en pie. No había tocado la cerveza.
—Necesito pensarlo —dijo.
—Mañana por la noche —dijo Monk, todavía en ruso—. Aquí mismo. Venga solo y hablaremos. Si viene con guardias, soy hombre muerto. Si no viene, me marcho en el próximo avión.
El comandante Solomin salió andando airoso.
Según todos los procedimientos corrientes, Monk habría tenido que salir de Yemen por piernas. No había recibido un rechazo absoluto, pero tampoco había marcado ningún tanto a su favor. Un hombre en pleno barullo mental puede cambiar de opinión, y las celdas de la policía secreta yemení son lugares temibles.
Monk esperó veinticuatro horas. Y el comandante volvió… solo. El proceso duró dos días más. Entre sus cosas de aseo Monk había escondido los elementos básicos para establecer comunicaciones: tintas invisibles, direcciones seguras, frases inocuas con significados ocultos. Poca cosa podía decir Solomin acerca de Yemen, pero en un año aproximadamente volvería a Moscú. Si lo deseaba, podría comunicarse.
Al despedirse, el apretón de manos se prolongó durante varios segundos.
—Buena suerte, amigo —dijo Monk.
—Buena caza, como decimos en mi país —contestó el siberiano.
Para que no los vieran salir juntos del Rock, Monk permaneció sentado a la mesa. Su pupilo necesitaría un nombre en clave. Allá en lo alto, las estrellas rielaban con la sorprendente brillantez que sólo se ve en los trópicos.
Entre ellas Monk divisó el cinturón del gigante cazador. El agente GT Orión acababa de nacer.
El 2 de agosto Boris Kuznetsov recibió una carta personal del periodista inglés Mark Jefferson. Llevaba el membrete del Daily Telegraph londinense, y aunque había sido enviada por fax a la sucursal del periódico en Moscú, le había sido entregada en mano en el cuartel general de la UFP.
Jefferson dejaba bien clara su admiración por la postura de Komárov en contra de la corrupción, el caos y la delincuencia, y afirmaba haber estudiado los discursos del dirigente en los últimos meses. Tras la muerte del presidente ruso, proseguía Jefferson, el futuro del país más grande del mundo despertaba una vez más un interés focalizado. Él personalmente deseaba visitar Moscú en la primera quincena de agosto. Por una cuestión de tacto, tendría que entrevistar sin duda a los candidatos de centro y de izquierda. Pero eso sólo sería una cuestión de forma. El verdadero interés de Occidente se centraría en el predecible ganador de esos comicios presidenciales, Igor Komárov. Él, Jefferson, agradecería a Kuznetsov que hiciera lo posible por sugerirle a Komárov que le recibiera. Podía prometer toda una página central en el Daily Telegraph, que gozaba de buena distribución en Europa y América del Norte.
Aunque Kuznetsov, cuyo padre había sido diplomático en Naciones Unidas durante años y había aprovechado su posición para que su hijo estudiara en Cornell, conocía mejor Estados Unidos que Europa, sabía perfectamente dónde estaba Londres.
Sabía también que gran parte de la prensa norteamericana era de tendencias liberales y que en general se había mostrado hostil con su patrón las veces en que éste había concedido entrevistas. La última había sido hacía un año y, debido a lo hostil del cuestionario, Komárov había prohibido futuros contactos con la prensa norteamericana.
Pero Londres era otra cosa. Varios periódicos importantes y dos revistas de ámbito nacional eran muy conservadores…
—Yo propongo que haga una excepción con Mark Jefferson, señor presidente —le dijo a Igor Komárov al día siguiente en su reunión semanal.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó Komárov, a quien no le gustaban los periodistas, ni siquiera los rusos. Preguntaban cosas que no veía por qué había de responder.
—Le he preparado un dossier, señor presidente —dijo Kuznetsov, entregándole una delgada carpeta—. Como podrá ver, Jefferson apoya la restauración de la pena capital para los convictos de asesinato. También se opone enérgicamente a la participación del Reino Unido en la ruinosa Unión Europea. Es un conservador a ultranza. La última vez que habló de usted fue para decir que era la clase de dirigente ruso al que Londres debería apoyar para futuras negociaciones.
Komárov gruñó y luego accedió. Su respuesta fue llevada a la oficina del Telegraph en Moscú por mensajero motorizado aquel mismo día. El señor Jefferson debía presentarse en Moscú para la entrevista el día 9 de agosto.
Yemen, enero de 1986
Ni Solomin ni Monk podían haber previsto que la estancia del mayor ruso en Adén terminaría nueve meses antes de lo estipulado. Pero el 13 de enero estallaba una violenta guerra civil entre dos facciones rivales de la camarilla en el poder. Tan encarnizados eran los combates que se tomó la decisión de evacuar a todos los ciudadanos extranjeros, incluidos los rusos. La evacuación duró cinco días a partir del 15 de enero. Peter Solomin se encontraba entre los que tomaron el barco.
El aeropuerto estaba barrido por el fuego artillero, de modo que el mar era la única salida. Providencialmente el yate real Britannia acababa de asomar por el extremo meridional del mar Rojo, rumbo a Australia, para preparar la gira de la reina Isabel. Un mensaje de la embajada británica en Adén alertó al almirantazgo, y éste consultó al secretario personal de la soberana. La reina Isabel ordenó que el Britannia hiciera todo lo posible por ayudar.
Dos días después, el mayor Solomin y otros oficiales rusos cruzaron a toda prisa la playa de Abyan, hacia donde se aproximaban las falúas del Britannia. Marinos británicos los sacaron del agua que les llegaba a la cintura y una hora después los meditabundos rusos desplegaban ya sus petates de prestado sobre el suelo del salón privado de la reina.
En su primera misión el Britannia embarcó a 431 refugiados, y en posteriores excursiones acabó sacando de la playa de Adén a 1.068 personas de cincuenta y cinco nacionalidades. Entre una evacuación y otra el yate recalaba en Yibuti, en el Cuerno de África, y descargaba a los refugiados por tandas. Solomin y los demás oficiales que iban con él fueron enviados a Moscú en vuelo desde Damasco.
Lo que nadie sabía entonces era que si Solomin abrigaba aún alguna duda acerca de lo que iba a hacer, la balanza se decantó rápidamente gracias al contraste entre la franca camaradería de franceses e italianos con los marinos de la Royal Navy británica, y la absoluta paranoia de las sesiones de interrogatorio una vez en Moscú.
Lo único que la CIA sabía era que un hombre que suponían reclutado por uno de los suyos tres meses atrás había desaparecido en las inmensas fauces de la URSS.
Durante el invierno el brazo operacional de la división SE fue literalmente desintegrándose a pedazos. Uno a uno los elementos valiosos rusos que trabajaban para la CIA en puestos extranjeros fueron requeridos en la metrópoli con diversos pretextos plausibles: tu madre está enferma, tu hijo va mal en el colegio y necesita a su padre, ha sido convocada un junta de ascensos. Uno a uno mordieron el anzuelo y regresaron a su país. A su llegada eran detenidos y llevados a la nueva base del coronel Grishin, un ala separada del resto de la lúgubre cárcel de Lefortovo. Langley no supo nada de los arrestos, sólo que los hombres iban desapareciendo uno detrás de otro.
En cuanto a los que estaban estacionados dentro de la URSS dejaron simplemente de dar las rutinarias señales de vida.
Dentro de la URSS era imposible pensar en llamar a uno para decirle: «Vamos a tomar un café». Todos los teléfonos estaban pinchados y todos los diplomáticos vigilados. Los extranjeros, sólo por su forma de vestir, destacaban a un kilómetro. Los contactos tenían que ser extremadamente delicados y poco frecuentes. Cuando se hacían, era normalmente a través de buzones falsos o «trampillas». Este simple truco parece una tontería pero aún funciona. Aldrich Ames usó trampillas hasta el final. La trampilla no es más que un pequeño receptáculo o escondrijo: una tubería hueca, una alcantarilla, un agujero en un árbol. El agente puede introducir una carta o un microfilme en la trampilla y luego alertar a sus contactos mediante una marca de tiza en una pared o una farola. La posición de la marca significa: «La trampilla tal o cual tiene algo dentro para ti». Un coche de la embajada que pase por allí, incluso con los del contraespionaje siguiéndolo, puede ver la marca de tiza por la ventanilla y pasar de largo. Después, un agente oficioso tratará de burlar la vigilancia y recuperar el paquete, posiblemente dejando una cantidad de dinero en su lugar; o nuevas instrucciones. Luego este mismo agente dejará otra marca de tiza en alguna parte. El primer agente verá la marca al pasar en coche y sabrá que su entrega ha sido recibida, pero hay algo para él. A altas horas de la noche, irá a recuperar el envío.
De este modo, los espías pueden estar en contacto con sus superiores durante meses, o incluso años, sin haber tenido un solo encuentro cara a cara.
Si el espía se halla demasiado lejos de la capital para que los diplomáticos puedan desplazarse, o incluso en la ciudad pero no tiene nada que depositar, la norma es dar señales de vida a intervalos regulares. En la capital, donde los diplomáticos pueden moverse a su antojo, esto se puede traslucir en más marcas de tiza que, por su forma y ubicación, significan: «Estoy bien pero no tengo nada para ti». O: «Estoy preocupado, creo que me vigilan». Si la distancia impide dejar estos mensajes, y las provincias de la URSS siempre estaban fuera de los límites de los diplomáticos norteamericanos, uno de los recursos preferidos es poner pequeños anuncios en los principales periódicos. «Boris tiene un estupendo labrador en venta. Llama al…» puede aparecer inocentemente entre otros anuncios. Hay agentes encargados de revisar la prensa dentro de la embajada. El texto es lo que importa. Labrador puede significar «Estoy bien», mientras que spaniel podría ser «Tengo problemas». Delicioso puede querer decir «Estaré en Moscú la semana que viene». Encantador podría significar «No podré ir a Moscú al menos hasta el mes que viene».
Lo que cuenta es que estas señales de vida aparezcan tarde o temprano. Cuando no es así, puede haber un problema. Tal vez un ataque cardíaco o un accidente de coche, y el espía está en un hospital. Cuando los mensajes se interrumpen del todo, entonces el problema es verdaderamente grave.
Eso fue lo que pasó a lo largo del otoño y el invierno de 1985. No había mensajes. Gordievsky dio señales de vida («Estoy en un aprieto») y fue sacado de allí por los británicos. El mayor Bojan, en Atenas, se olió gato encerrado y escapó a Estados Unidos. Los otros doce simplemente se evaporaron.
Cada agente de control, en Langley o el extranjero, se enteraba únicamente de la desaparición de su espía asignado y lo comunicaba. Pero Carey Jordan y el jefe de la división SE tenían la visión de conjunto. Ellos sabían que algo no marchaba nada bien.
Irónicamente fue la extraña conducta del KGB lo que salvó a Ames. La CIA pensaba que a nadie se le iba a ocurrir semejante razzia de agentes si el delator estaba aún dentro de Langley. Así pues, se convencieron de lo que a fin de cuentas querían creer: la CIA, la élite de la élite, no podía tener un traidor en sus filas. No obstante, había que poner en marcha una investigación y así se hizo, pero fuera de Langley.
El primer sospechoso era Edward Lee Howard, la pieza clave de un descalabro anterior, por entonces a salvo en Moscú. Howard había trabajado para la CIA en la división soviética y se le había preparado para un puesto en la embajada americana en Moscú. Conocía incluso detalles de la operación. Antes de que se trasladara a Moscú se supo que hacía chanchullos financieros y tomaba drogas. Olvidando la regla de oro de Maquiavelo, la CIA lo despidió pero le dejó suelto durante dos años, sin decírselo a nadie. Todo ese tiempo Howard estuvo recapacitando sobre la idea de pasarse a los rusos. Finalmente la CIA se lo dijo al FBI, quienes pusieron el grito en el cielo y empezaron a vigilar a Howard, pero se equivocaron. El FBI lo perdió, pero él los había visto. Dos días después, en septiembre de 1985, Howard se encontraba en la embajada soviética en Ciudad de México, que lo envió a Moscú vía La Habana.
Se supo que Howard podía haber traicionado a tres de los agentes desaparecidos, quizá incluso a seis. De hecho sólo delató a los tres que conocía, pero éstos habían sido entregados por Ames el mes de junio anterior. Los tres habían sido doblemente delatados.
Otra pista la proporcionaron los propios rusos. Desesperado por proteger a su topo, el KGB estaba organizando una gran campaña de desinformación; lo que fuera necesario para desviar la atención de la CIA. Y les salió bien. Una filtración aparentemente auténtica «reveló» que ciertos códigos de señales habían sido descifrados en Berlín Oriental. Los códigos eran utilizados por un importante transmisor de la CIA en la localidad de Warrenton, Virginia. Durante un año Warrenton y el personal que allí trabajaba fueron vigilados sin que se hallara el menor indicio de códigos descifrados. Caso de haberlos habido, el KGB se habría enterado de algunas cosas más, pero sobre esto no habían tomado otras medidas. Por consiguiente, los códigos estaban intactos.
La tercera semilla plantada diligentemente por el KGB fue un brillante trabajo de investigación. Esto fue recibido con asombrosa complacencia en Langley; un informe llegó a sugerir que «toda operación lleva implícita la semilla de su propia destrucción». En otras palabras, catorce agentes habían decidido de golpe comportarse como idiotas. No todo el mundo mostró la misma complacencia en Langley. Por ejemplo, Carey Jordan y sus Hathaway. A un nivel inferior, conociendo por rumores internos los problemas que estaban desgarrando a su división, estaba Jason Monk.
Se efectuó una comprobación de los archivos 301. Los hallazgos fueron espeluznantes: en total, 198 personas tenían acceso a la información. Era una cifra aterradora. Si uno está en la URSS con la vida pendiente de un hilo, lo último que necesita es que 198 perfectos desconocidos tengan acceso a su expediente.