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Antes de que los miembros del personal llegaran al trabajo, Jock MacDonald ya estaba en su despacho. No había dormido, pero nadie lo iba a saber. Hombre metódico, se había lavado y afeitado en el baño para el personal que había en la planta baja, y luego se había puesto la camisa limpia que guardaba en su despacho.

Su ayudante Bruce Gracie Fields recibió una llamada en su apartamento para que acudiera a la embajada a las nueve. Hugo Gray, de vuelta ya en su cama, recibió una llamada similar. A las ocho MacDonald pidió al personal de seguridad, ambos ex suboficiales del ejército, que preparasen la burbuja para una conferencia a las nueve y cuarto.

—El caso es —explicó MacDonald a sus dos colegas poco después de esa hora— que ayer llegó a mis manos un documento. No es preciso que os diga de qué se trata. Baste decir que podría ser una falsificación o un engaño. Pero si es auténtico, podría ser una importante aportación. Hugo, pon a Gracie en antecedentes.

Gray dijo lo que sabía, lo que Celia Stone le había contado.

—En una situación ideal —dijo MacDonald, empleando una de sus frases favoritas y haciendo que los dos jóvenes disimularan sendas sonrisas—, me habría gustado saber quién era ese viejo, de qué manera lo que tal vez sea un documento altamente confidencial llegó a sus manos, y por qué eligió el coche de Celia Stone para desprenderse de él. ¿Sabía que era de la embajada? Y en caso afirmativo, ¿por qué la nuestra? Mientras tanto, ¿tenemos alguien en la embajada que sepa dibujar?

—¿Dibujar? —preguntó Fields.

—Sí, representar una cara. Hacer un retrato.

—Creo que la mujer de uno da clases de bellas artes —dijo Fields—. Había sido ilustradora de libros infantiles en Londres. Se casó con alguien de la cancillería.

—Verifícalo. Si sabe dibujar, ponla en contacto con Celia Stone. Entretanto hablaré un rato con Celia. Dos cosas más. Puede que el tipo aparezca otra vez, que intente ponerse en contacto, que merodee por ahí. Pediré al cabo Meadows y al sargento Reynolds que vigilen la puerta principal. Si lo ven, os informarán a uno de vosotros dos. Hay que invitarle a tomar el té. Segundo, el hombre podría intentar algo en otras embajadas y ser arrestado. Gracie, ¿conocías a alguien de la policía?

Fields asintió. Era el que llevaba más tiempo en Moscú de los tres; a su llegada había heredado un surtido de fuentes de bajo nivel en las cercanías de Moscú y él mismo había creado otras.

—El inspector Novikov. Trabaja en homicidios, en el edificio Petrovka. A veces es útil.

—Habla con él —dijo MacDonald—. No menciones nada del documento. Di que un vejete ha estado molestando a nuestro personal en la calle, pidiendo una entrevista personal con el embajador. No es que nos fastidien esas menudencias, pero quisiéramos pedirle que nos deje en paz. Enséñale el dibujo, si conseguimos alguno, pero que no se lo quede. ¿Cuándo tenéis que veros?

—No hay nada previsto —dijo Fields—. Le llamo desde una cabina.

—Bien, comprueba si puede ayudarnos. Mientras, yo estaré en Londres un par de días. Gracie, tú te quedas al mando.

Celia Stone fue interceptada en el vestíbulo al llegar, y se asustó un poco cuando le dijeron que fuera a ver a MacDonald, no a su despacho sino a la sala A. Ella no sabía que era la sala a prueba de micrófonos.

MacDonald estuvo muy amable y habló con Celia durante casi una hora. Anotó todos los detalles y ella aceptó la historia de que el viejo había molestado a otros miembros de la embajada con sus exigencias. ¿Estaba dispuesta a colaborar en la confección de un retrato del viejo? Por supuesto que sí, cualquier cosa con tal de ayudar.

En presencia de Hugo Gray, Celia pasó la hora del almuerzo con la esposa del subjefe de la cancillería, la cual, siguiendo sus instrucciones, elaboró un esbozo del vagabundo al carboncillo. Un poco de tippex sirvió para resaltar los tres dientes de acero. Cuando estuvo terminado, Celia asintió con la cabeza y dijo: «Es él».

Después de almorzar, Jock MacDonald pidió al cabo Meadows que cogiera un arma y le escoltara hasta el aeropuerto de Sheremetyevo. No esperaba ser interceptado, pero ignoraba si los legítimos propietarios del documento que llevaba en el maletín podían desear recuperarlo. Como precaución encadenó el maletín a su muñeca izquierda, tapando el metal con un impermeable de verano.

Nada de ello quedaba a la vista cuando el Jaguar de la embajada salió por la puerta. MacDonald reparó en un Chaika negro aparcado en el puente de Sofía, pero el coche no se movió para seguir al Jaguar, de modo que no pensó más en ello. De hecho el Chaika estaba esperando que saliera un pequeño Rover rojo.

En el aeropuerto, el cabo Meadows le escoltó hasta la barrera, donde su pasaporte diplomático eludió todo control. Tras una corta espera, abordó el vuelo de British Airways para Heathrow e, iniciado el despegue, respiró hondo y pidió un gintonic.

Washington, abril de 1985

Si el arcángel Gabriel hubiera descendido sobre Washington para preguntar al rezident del KGB en la embajada soviética a qué agente de la CIA le habría gustado convertir en traidor y espía de los rusos, el coronel Stanislav Androsov no lo habría dudado. Habría respondido: Yo escogería al jefe del grupo de contraespionaje adscrito a la división soviética del directorio de Operaciones.

Todas las agencias de inteligencia tienen una sección de contraespionaje que trabaja conjuntamente con ellas. La tarea de la gente de contraespionaje, que no siempre les granjea las simpatías de sus colegas, consiste en investigar a todo el mundo. Es un trabajo que se divide en tres funciones.

Contraespionaje juega un papel destacado a la hora de tomar informes de los desertores del otro bando, simplemente para intentar descubrir si el desertor es genuino o se trata de un espía astuto. Un falso desertor puede traer consigo información real, pero su principal objetivo es divulgar desinformación; ya sea para convencer a sus nuevos patronos de que no tienen un traidor en sus filas, o para conducir a sus patronos por un laberinto de callejones sin salida. Un habilidoso espía infiltrado puede ocasionar años enteros de tiempo y esfuerzo perdidos. Contraespionaje investiga también a aquellos adversarios que, sin cambiar de bando personalmente, permiten ser reclutados como espías pero pueden ser en realidad agentes dobles. Un «doble» es aquel que finge ser reclutado cuando de hecho permanece fiel a los suyos y actúa bajo sus órdenes. De vez en cuando dosificará información genuina a fin de establecer su autenticidad para luego soltar el verdadero timo que es totalmente falso y puede crear estragos entre la gente para la que se supone que trabaja. Por último, contraespionaje ha de asegurarse de que su propio bando no haya sido penetrado, que no esconda un traidor en su propio seno. Para realizar todas estas tareas, contraespionaje exige un acceso absoluto. Puede reclamar todos los expedientes de todos los desertores y sus contactos, sin límite de tiempo. Puede examinar las carreras y el reclutamiento de todos los elementos valiosos que trabajen actualmente para la agencia en el corazón mismo del territorio adversario y expuestos al mínimo riesgo de traición. Y contraespionaje puede pedir también el expediente personal de cualquier agente de su propio bando. Y todo para verificar la lealtad y la autenticidad.

Debido a la gran compartimentación, un agente que actúe como controlador de dos o tres operaciones podría delatar a sus controlados, pero por regla general ignora totalmente en qué están trabajando sus colegas. Solamente contraespionaje tiene acceso a esa información. Por eso el coronel Androsov, de haber sido preguntado por el arcángel, habría escogido al jefe de contraespionaje de la división soviética. Los de contraespionaje han de ser siempre los más leales de entre los leales.

En julio de 1983 Aldrich Hazen Ames fue nombrado jefe del grupo de contraespionaje soviético de la división SE. Como tal, tenía acceso absoluto a sus dos subdepartamentos: la sección URSS encargada del control de todos los elementos valiosos soviéticos que trabajaban para Estados Unidos desde la propia Unión Soviética, y la sección de Operaciones Exteriores, que controlaba los elementos valiosos destinados fuera de la URSS.

El 16 de abril de 1985, escaso de dinero, Ames entró a pie en la embajada soviética de la calle Dieciséis en Washington, pidió ver al coronel Androsov y se ofreció como espía a los rusos. Por cincuenta mil dólares.

Llevaba consigo ciertas muestras de buena fe. Dio los nombres de tres rusos que habían contactado a la CIA ofreciéndose a trabajar para la Agencia. Más tarde diría que pensaba que podían ser agentes dobles, es decir, no genuinos. Sea como fuere, nunca volvió a saberse nada de esos tres hombres. Llevaba también una lista de personal de la CIA con su propio nombre subrayado para demostrar que era quien decía ser. Luego se marchó, pasando por segunda vez por delante de las cámaras del FBI que filmaban el antepatio de la embajada. Las cintas nunca fueron visionadas.

Dos días después recibió sus cincuenta mil dólares. Era sólo el principio. El más dañino traidor en la historia de Estados Unidos desde los tiempos de (y posiblemente incluyendo a) Benedict Arnold, sólo acababa de empezar.

Posteriormente los analistas investigarían dos enigmas. El primero, cómo semejante sujeto —inepto, mal preparado y alcohólico— podía haber subido en el escalafón hasta alcanzar tan asombrosa posición de confianza. El segundo, cómo, cuando los grandes jerarcas supieron en diciembre que en alguna parte tenían un traidor infiltrado, pudo seguir sin ser descubierto durante otros —y para la CIA catastróficos— ocho años.

La respuesta a lo segundo tiene muchos aspectos. Incompetencia, torpeza y complacencia dentro de la CIA, suerte por parte del traidor, una hábil campaña de desinformación por parte del KGB para proteger a su topo, más torpeza, susceptibilidad e indolencia en Langley, pistas falsas, un poco más de suerte para el traidor y, por último, la memoria de James Angleton.

Angleton había sido jefe de contraespionaje en la CIA. Además de convertirse en leyenda, acabó paranoico. Este hombre extraño, sin vida privada ni humor, estaba convencido de que dentro de Langley había un topo del KGB, nombre en clave Sasha. En su fanática persecución del inexistente traidor, Angleton estropeó la carrera de numerosos agentes leales hasta que consiguió doblegar al directorio de Operaciones. Los que le sobrevivieron quedaron desolados ante la idea de lo que les esperaba: buscar al verdadero topo con todo rigor.

En cuanto al primer enigma, la respuesta puede darse en dos palabras: Ken Mulgrew.

En sus veinte años como agente de la CIA antes de traicionarla, Ames había tenido tres destinos fuera de Langley. En Turquía, el jefe de puesto le consideraba un cero a la izquierda; el veterano Dewey Clarridge sintió desprecio por él desde el primer momento.

En la oficina de Nueva York tuvo un golpe de suerte que le reportó prestigio. Aunque el vicesecretario general de Naciones Unidas, Arkady Shevchenko, venía trabajando para la CIA antes de la llegada de Ames y su defección final en abril de 1978 fue planeada por otro agente, Ames fue el encargado de controlar al ucranio en el ínterin. Para entonces empezaba ya a convertirse en un alcohólico.

Su tercer destino, México, fue un fiasco. Estaba siempre borracho, insultaba a colegas y extranjeros, la policía mejicana tuvo que llevarlo un día a su casa, se saltaba todos los procedimientos operacionales imaginables y no reclutó a nadie. Pasaba la mayor parte del tiempo tomando copas con un ruso, Igor Shurygin, jefe de contraespionaje para el KGB en la embajada rusa. Probablemente fue Shurygin el primero en dar el soplo de que el nada perfecto norteamericano era un buen candidato.

En sus dos destinos de ultramar los informes sobre Ames fueron apabullantes. En una valoración de amplio espectro consiguió el puesto 198 de entre 200 agentes. Normalmente, con una carrera así nadie puede llegar muy alto. A principios de los años ochenta los grandes jerarcas —Carey Jordan, Dewey Clarridge, Milton Bearden, Gus Hathaway y Paul Redmon— le consideraban un artículo inservible. Pero no Ken Mulgrew, quien se convirtió en su amigo y protector.

Fue él quien saneó los espantosos informes de rendimiento y evaluación, allanó el camino y propició los ascensos. Como superior de Ames, Mulgrew pasó por alto las objeciones y, siendo jefe de Distribución de Personal, consiguió meter a Ames en contraespionaje.

Básicamente eran compañeros de bar, ambos alcohólicos empedernidos que con la autocompasión propia de los alcohólicos coincidían en pensar que la Agencia era muy injusta con los dos. Fue un error de apreciación que pronto iba a costar muchas vidas.

Leonid Zaitsev, Conejo, estaba agonizando pero no lo sabía. Sufría mucho. Eso sí lo sabía.

El coronel Grishin creía en el dolor. El dolor como persuasión, el dolor como ejemplo y el dolor como castigo. Zaitsev había obrado mal y las órdenes del coronel eran que debía comprender plenamente el significado del dolor antes de morir.

El interrogatorio había durado todo el día y no había sido preciso usar la violencia porque Conejo lo había contado todo. El coronel había estado a solas con él casi todo el tiempo, pues no quería que los guardias conocieran el objeto del robo.

El coronel le había pedido con gentileza que empezara por el principio, y eso había hecho Conejo. Luego le pidió que repitiera la historia una y otra vez hasta quedar convencido de que ningún detalle había sido pasado por alto. Realmente no había mucho que contar.

El coronel puso cara de incredulidad sólo cuando Zaitsev explicó por qué lo había hecho.

—¿Una cerveza? ¿El inglés le dio una cerveza?

Hacia el mediodía el coronel dio por terminado el interrogatorio. Envió un coche con cuatro hombres de confianza para que se apostara ante la embajada y esperara la salida del coche rojo. Luego debía seguirlo adondequiera que viviese la joven inglesa y regresar con un informe.

A eso de las tres dio las órdenes finales a sus guardias y se marchó. Mientras salía del recinto, un Airbus A-300 con el logotipo de British Airways en la cola sobrevoló el norte de Moscú y puso rumbo al oeste. Grishin no se dio cuenta. Ordenó a su chófer que lo llevara de vuelta a la casa del bulevar Kiselny.

Eran cuatro. Las piernas de Conejo se habrían doblado, pero como ellos lo sabían lo sostuvieron entre dos por los codos. Los otros iban uno delante y otro detrás. Trabajaron despacio, aplicando sus puñetazos con diligencia.

Sus grandes puños estaban envueltos en gruesos nudillos de metal. Los golpes le aplastaron los riñones, le desgarraron el hígado y le reventaron el bazo. Una patada despachurró sus viejos testículos. El que iba delante le atizó en el abdomen y luego en el tórax. El viejo se desmayó dos veces pero un cubo de agua fría le hizo volver en sí y el dolor empezó otra vez. Como sus piernas habían dejado de funcionar, le sostuvieron para que anduviera de puntillas.

Hacia el final las costillas de aquel pecho descarnado acabaron quebrándose, y dos de ellas se clavaron en los pulmones. Algo caliente, dulzón y pegajoso le subió a la garganta y no pudo seguir respirando.

Su vista quedó reducida a un túnel y ya no vio el gris hormigón del cuarto junto a la armería del campamento, sino un luminoso día, un camino arenoso y un pinar. No pudo ver quién hablaba, pero una voz le decía: «Vamos, hombre, tómate una cerveza…».

La luz se oscureció pero él siguió oyendo la voz repetir palabras que él no discernía. «Tómate una cerveza…». Y luego la luz se extinguió para siempre.

Washington, junio de 1985

Transcurridos casi dos meses desde el día en que recibiera su primer pago en efectivo de cincuenta mil dólares, Aldrich Ames destruyó en una sola tarde casi toda la división SE del directorio de Operaciones de la CIA.

Antes del almuerzo, tras haber asaltado los ultrasecretos archivos 301, arrambló con tres kilos de documentos clasificados y telegramas y los metió en dos bolsas de plástico. Con ellas recorrió los laberínticos pasillos hasta los ascensores, fue a la planta baja y salió por los torniquetes con su carnet plastificado. Ningún guardia le preguntó qué llevaba en las dos bolsas. Después de recoger su coche en el aparcamiento, condujo los veinte minutos que distaban de Georgetown, el elegante suburbio de Washington famoso por sus restaurantes de estilo europeo.

Llegó al Chadwick’s, un bar-restaurante al pie de la K Street Freeway, y se encontró con el contacto que le había designado el coronel Androsov, quien en calidad de rezident del KGB sabía que podía estar siendo seguido por los observadores del FBI. El contacto era un diplomático corriente llamado Chuvajin.

Ames entregó al ruso lo que llevaba encima. Ni siquiera exigió un precio. Cuando éste llegara sería enorme, el primero de los otros muchos que le convertirían en millonario. Los rusos, por lo general tacaños con las divisas fuertes como el dólar, ni siquiera regatearon después de aquello. Sabían muy bien que tenían un estupendo filón.

Desde Chadwick’s las bolsas fueron a parar a la embajada, y de allí al cuartel general del Primer Directorio en Yazenevo. Los analistas del KGB no daban crédito a sus ojos.

El golpe hizo de Androsov una estrella y convirtió a Ames en el elemento más vital del firmamento. El comandante en jefe del Primer Directorio, Vladimir Kryuchkov, originalmente un espía introducido en el directorio por el siempre suspicaz Andrópov pero encumbrado desde entonces a más altas esferas, ordenó enseguida la formación de un grupo ultrasecreto cuya única misión sería controlar los envíos de Ames. A éste se le puso como nombre en clave Kolokol (Campana) y el destacamento especial se convirtió en el Grupo Kolokol.

Un importante agente de la CIA calcularía después que cuarenta y cinco operaciones anti KGB, prácticamente todo el menú de la Agencia, se vinieron abajo tras el verano de 1985. Ni un solo agente importante de la CIA cuyo nombre hubiera constado en los archivos 301 continuó sus funciones después de la primavera de 1986.

En aquellas bolsas de plástico había las descripciones de catorce agentes, casi toda la colección de elementos valiosos de la división SE dentro de la URSS. Los nombres verdaderos no estaban incluidos, pero no hacía falta.

Cualquier detective de contraespionaje, informado de la presencia de un toque en su propia red, y sabiendo que el hombre ha sido reclutado en Bogotá, trabajando luego en Moscú y actualmente en Lagos, puede averiguarlo rápidamente. Sólo una persona concuerda con esos destinos. Normalmente basta con verificar las fichas personales.

Uno de los catorce trabajaba desde hacía tiempo como espía británico. Los norteamericanos nunca supieron su nombre, pero como Londres había pasado a Langley sus hallazgos, la CIA sabía algo de él y podía deducir aún más cosas. En realidad era un coronel del KGB que había sido reclutado en Dinamarca a principios de los setenta y llevaba doce años en el candelero del espionaje británico. Aun habiendo levantado ya ciertas sospechas, el coronel había regresado a Moscú desde su puesto como rezident en la embajada soviética en Londres para una larga visita. La delación de Ames no hizo sino confirmar las sospechas rusas sobre el coronel Oleg Gordievsky.

Otro de los catorce fue más listo, o afortunado. Sergei Bojan era oficial del espionaje militar soviético, destinado en Atenas. Se le ordenó repentinamente que volviera a Moscú alegando que su hijo tenía problemas con sus exámenes en la academia militar. Bojan se enteró de que al chico le iban bien los estudios. Después de perder deliberadamente el vuelo que tenía reservado, contactó con la estación de la CIA en Atenas y fue sacado de allí apresuradamente.

Los otros doce fueron apresados. Unos estaban en la URSS, otros en el extranjero. Estos últimos recibieron orden de regresar a casa bajo diversos pretextos, todos ellos falsos, y fueron arrestados a su llegada.

Se sometió a los doce a interrogatorios intensivos y los doce confesaron. Dos lograron escapar de sus campos de trabajos y viven actualmente en América. Los otros diez fueron torturados hasta la muerte.

La primera escala de Jock MacDonald al llegar por la tarde a Heathrow fue la sede del servicio secreto británico, SIS, en Vauxhall Cross. Estaba cansado, aunque se había atrevido a echar un sueñecito en el avión, y la idea de ir a su club para tomar un baño y dormir de verdad era muy tentadora. El piso que él y su esposa, todavía en Moscú, conservaban en Chelsea no estaba disponible, lo habían dejado a otras personas.

Pero MacDonald, antes de relajarse, quería dejar a buen recaudo la carpeta que había dentro del maletín que seguía llevando sujeto a la muñeca. El coche del SIS que había ido a recogerle al aeropuerto le dejó delante del edificio de piedra y cristal verde a orillas del Támesis, que ahora albergaba al SIS desde el traslado siete años atrás desde la destartalada Century House.

Pasó por los sistemas de seguridad, asistido por el joven e impaciente aprendiz que lo había acompañado desde el aeropuerto, y finalmente dejó el documento en la caja fuerte del jefe de la división Rusia. Su colega le había recibido calurosamente pero con cierta curiosidad.

—¿Una copa? —preguntó Jeffrey Marchbanks, señalando lo que parecía un archivador revestido de madera; ambos hombres sabían que contenía un mueble bar.

—Buena idea. Ha sido un día largo y agitado. Whisky.

Marchbanks abrió la puerta del mueble y contempló su provisión. MacDonald era escocés y tomaba el brebaje de sus ancestros sin mezcla. El jefe de división sirvió una ración doble de Macallan, sin hielo, y se lo entregó.

—Sabía que venías, claro, pero no la razón. Cuéntame.

MacDonald relató su historia desde el comienzo.

—Debe tratarse de una trampa, seguro —dijo por fin Marchbanks.

—A primera vista lo parece —concedió MacDonald—. Pero entonces es la cosa menos sutil que he visto en mi vida. ¿Y quién es el autor del ardid?

—Los enemigos políticos de Komárov, supongo.

—Tiene muchos, desde luego —dijo MacDonald—. Pero vaya manera de presentarlo. Casi como si hubieran querido que lo tirásemos a la basura. Ese joven, Gray, se lo encontró de casualidad.

—El siguiente paso será leerlo. Tú lo has leído, supongo.

—De cabo a rabo. Anoche. Como manifiesto político es… desagradable.

—En ruso, por supuesto.

—Sí.

—Mmm. Sospecho que mi ruso no estará a la altura. Necesitaremos una traducción.

—Preferiría hacerlo yo mismo —dijo MacDonald—. Sólo por si no se trata de una trampa. Lo comprenderás cuando lo leas.

—De acuerdo, Jock. Tú eliges. ¿Qué necesitas?

—Primero ir al club. Un baño, afeitarme, cenar y dormir. Estaré de vuelta a medianoche y trabajaré hasta la mañana. Nos veremos entonces.

Marchbanks asintió.

—Está bien, será mejor que utilices este despacho. Lo notificaré a seguridad.

Cuando Jeffrey Marchbanks volvió al trabajo poco antes de las diez de la mañana siguiente, se encontró a Jock MacDonald tendido cuan largo era en el sofá, sin zapatos ni americana y la corbata aflojada. La carpeta negra estaba sobre el escritorio con un montón de hojas blancas al lado.

—Ya está —dijo—. En el idioma de Shakespeare. A propósito, el disco está aún en la máquina pero deberías sacarlo y guardarlo en sitio seguro.

Marchbanks asintió, pidió café, se puso las gafas y empezó a leer. Una bonita rubia larguirucha, cuyos padres evidentemente solían cazar zorros, les trajo café, sonrió y se fue.

Marchbanks interrumpió su lectura.

—Ese tío está loco, desde luego.

—Si es Komárov quien lo ha escrito, sí. O muy mal de la cabeza. O las dos cosas. Es un peligro en potencia. Sigue leyendo.

Marchbanks lo hizo. Cuando hubo terminado hinchó los carrillos y resopló.

—Tiene que ser una trampa. Nadie que piense estas cosas las pondría por escrito.

—A menos que pensara que sólo las iba a leer su círculo de fanáticos —sugirió MacDonald.

—¿Robado, entonces?

—Posiblemente. Quizá falsificado. Pero ¿quién era el vagabundo y cómo llegó eso a sus manos?

Marchbanks reflexionó. Sabía que si el Manifiesto Negro era una falsificación y una trampa, el SIS tendría problemas si se lo tomaban en serio. Y si resultaba que era auténtico, habría más problemas aún si no le daban importancia.

—Bien —dijo al fin—, lo mejor será que lo vea el controlador e incluso el jefe, si me apuras.

El controlador David Brownlow los recibió a las doce, y a la una y cuarto el jefe les ofreció un almuerzo a los tres en su comedor con sus vistas panorámicas del Támesis y el Vauxhall Bridge.

Sir Henry Coombs, a punto de cumplir los sesenta, estaba en su último año como jefe supremo del SIS. Como sus predecesores hasta Maurice Oldfield, Coombs había empezado desde abajo y medido sus armas en la guerra fría que había terminado una década atrás. A diferencia de la CIA, cuyos directores eran cargos políticos y no siempre muy diestros, el SIS había conseguido durante años persuadir a los primeros ministros de que les dieran un jefe con experiencia de campo.

Y funcionaba. Después de 1985 tres directores de la CIA habían admitido que apenas se les había explicado nada del verdadero intríngulis del asunto Ames hasta que lo leyeron en la prensa. Henry Coombs tenía la confianza de sus subordinados y sabía todos los pormenores que necesitaba saber. Y los demás sabían que él lo sabía. Leyó el documento mientras sorbía su vichysoisse. Pero leía rápido y llegó hasta el final.

—Supongo que estará aburrido de hacerlo, Jock, pero cuéntenoslo otra vez.

Escuchó con atención, preguntó un par de cosas y asintió con la cabeza.

—¿Su opinión, Jeffrey?

Después del jefe de la división Rusia preguntó a Brownlow, el controlador de países del Este. Ambos vinieron a decir lo mismo: es preciso saber si es auténtico.

—Hay algo que me intriga —dijo Brownlow—. Si ésta es la verdadera agenda política de Komárov, ¿qué sentido tenía ponerlo por escrito? Todos sabemos que hasta los documentos ultrasecretos pueden ser robados.

Los ojos engañosamente mansos de sir Henry Coombs miraron a su jefe de puesto en Moscú.

—¿Alguna idea, Jock?

MacDonald se encogió de hombros.

—¿Por qué uno escribe a otra persona sus más íntimos pensamientos? ¿Por qué la gente confiesa lo inconfensable en sus diarios, que nunca son del todo íntimos? ¿Por qué importantes corporaciones como la nuestra almacenan material de esta naturaleza? A lo mejor sólo pretendía ser un documento ideológico de orden muy personal, o tal vez una terapia para su propio autor. O tal vez sólo sea una falsificación pensada para perjudicarle. No lo sé.

—Ah, ése es el problema —dijo sir Henry—: no lo sabemos. Pero, ahora que lo he leído, creo que estamos de acuerdo en que necesitamos respuesta a muchas preguntas. ¿Quién escribió esto? ¿Es realmente obra de Igor Komárov? ¿Esta apabullante retahíla de sandeces es lo que se propone realmente hacer si llega, o más bien cuando llegue, al poder? Si es así, ¿cómo fue robado, por quién, y por qué nos lo dan a nosotros? ¿O se trata de un cúmulo de mentiras?

Coombs removió su café y miró los documentos, tanto el original como la copia de MacDonald, con profunda repugnancia.

—Lo siento, Jock, pero necesitamos esas respuestas. No puede llevar esto río arriba hasta que las tengamos. Y entonces, ya veremos. Habrá de volver a Moscú. Cómo consiga esas respuestas es asunto suyo. Pero necesitamos saberlo.

El jefe del SIS, como todos sus predecesores, tenía dos tareas. Una, de índole profesional: dirigir el mejor servicio secreto que fuera capaz. La otra, de índole política: servir de enlace con el Comité Conjunto de Inteligencia, los mandarines de su principal cliente, el Foreign Office, que no siempre era fácil de contentar, para luchar por un aumento de presupuesto ante el Consejo de Ministros y ganarse amigos entre los miembros del gobierno. Era una tarea ardua, no apta para necios ni aprensivos.

Lo último que necesitaba era una historia de vagabundos que arrojaban cosas al interior de los coches, cosas como un documento que ahora tenía huellas dactilares encima y que describía un programa político de demencial crueldad tal vez auténtico. Lo condenarían a la hoguera, y lo sabía.

—Regresaré esta misma tarde en avión.

—Tonterías, Jock, lleva dos noches seguidas sin dormir. Váyase al cine, duerma ocho horas en una cama. Tome el primer vuelo de mañana con destino al país de los cosacos. —Consultó su reloj—. Bien, si me disculpan…

Salieron del comedor privado. MacDonald no fue al cine ni durmió en una cama. En el despacho de Marchbanks le esperaba un mensaje recién salido de la sala de cifrados. El apartamento de Celia Stone había sido saqueado. Al volver a su casa había sorprendido a dos enmascarados que la habían golpeado en la cabeza, al parecer con la pata de una silla. Celia estaba en el hospital pero fuera de peligro.

En silencio, Marchbanks le pasó a MacDonald la nota.

—Mierda —dijo MacDonald después de leerla.

Washington, julio de 1985

El chivatazo, como ocurre a menudo en el mundo del espionaje, fue ambiguo, de tercera mano y tal vez una absoluta pérdida de tiempo.

Un voluntario norteamericano que trabajaba para un programa de ayuda de la UNICEF en la nada encantadora república marxista-leninista de Yemen del Sur se encontraba en Nueva York de permiso y fue a cenar con un antiguo compañero de colegio que trabajaba en el FBI.

Al describir el descomunal programa de ayuda militar que la URSS ofrecía a Yemen del Sur, el empleado de Naciones Unidas relató la conversación que casualmente había mantenido con un comandante ruso en el bar del hotel Rock de Adén.

Como casi todos los rusos que allí había, el hombre apenas hablaba árabe y se comunicaba con los yemeníes, ciudadanos de una ex colonia británica desde 1976, en inglés. Consciente de la impopularidad de su país en Yemen del Sur, el norteamericano tenía por costumbre decir que era suizo. Así se lo dijo también al ruso.

El militar ruso, cada vez más borracho y lejos del alcance del oído de ningún compatriota suyo, se enfrascó en una violenta denuncia de la jefatura de su propio país. Los acusó de corrupción masiva, de hatajo de criminales, y de que les importaba más subvencionar al Tercer Mundo que alimentar a su propio pueblo.

La cosa podría no haber pasado de allí si el hombre del FBI no se lo hubiera mencionado a un amigo que tenía en la oficina de la CIA en Nueva York.

El hombre de la CIA, tras consultar a su superior, concertó una segunda cena con el de UNICEF en la que el vino fluyó copiosamente. A fuerza de provocación, el de la CIA lamentó los avances que los rusos estaban haciendo para cimentar sus relaciones de amistad con el Tercer Mundo, especialmente en Oriente Medio. Ansioso de mostrar sus conocimientos, el de UNICEF le interrumpió para decir que la cosa no era tan sencilla; que él sabía de primera mano que los rusos detestaban a los árabes y que se exasperaban ante su incapacidad para dominar tecnologías sencillas y su habilidad para estropear todo cuanto se les daba para que jugasen.

—Quiero decir, por ejemplo en Yemen del Sur… —empezó.

Hacia el final de la cena el de la CIA tenía ya el retrato de un Grupo de Asesoría Militar cuyos miembros estaban al borde de la frustración y no veían qué sentido tenía su presencia en la República Democrática del Yemen. Obtuvo también la descripción de un mayor que estaba realmente hasta la coronilla: alto, musculoso, rasgos más bien orientales. Y un nombre: Solomin.

El informe llegó a Langley y fue a parar a la mesa del jefe de la división SE, quien lo comentó a Carey Jordan.

—Puede que no haya nada, y puede que sea peligroso —le dijo el subdirector de Operaciones a Jason Monk tres días después—, pero ¿cree usted que podría entrar en Yemen del Sur y charlar con ese comandante Solomin?

Monk consultó a los expertos en Oriente Medio y pronto se dio cuenta de que Yemen era un hueso duro de roer. Estados Unidos tenía muy mala imagen en el gobierno comunista, ardientemente cortejado entonces por Moscú. Pese a ello, había una comunidad extranjera sorprendentemente grande, sin contar a los rusos.

Aunque habían salido a tiros de Adén en 1976, los británicos volvían a dejar sentir su presencia en el país. De la Rue imprimía billetes de banco, Tootal construía una fábrica textil, Massey Ferguson tenía un negocio de tractores, y Costains estaba montando una fábrica de galletas en el suburbio de Jeque Omán cuyas calles habían defendido a tiros los paracaidistas. Ingenieros británicos intervenían en un nuevo suministro de agua dulce y un plan de protección contra inundaciones repentinas, mientras que la organización benéfica Salvemos los Niños distribuía medicamentos en el interior del país, colaborando con los Médicos Sin Fronteras franceses.

Eso dejaba a Naciones Unidas con tres frentes de ayuda: la FAO en agricultura, UNICEF con los niños de la calle, y la WHO en proyectos sanitarios.

Por bien que uno hable una lengua extranjera, es una temeridad hacerse pasar por miembro de esa nación y luego toparse con los verdaderos oriundos. Monk descartó simular ser británico porque éstos habrían notado la diferencia en dos minutos. E igual los franceses.

Pero Estados Unidos era el tesorero mayor de la ONU y tenía influencia, pública y encubierta, en numerosas agencias. La investigación reveló que no había ningún español en la misión de la FAO en Adén. Se creó un personaje nuevo y se convino en que Monk viajaría a Adén en octubre con visado para un mes como inspector de la sede de la FAO en Roma para observar los progresos alcanzados. Sería, según sus papeles, el señor Esteban Martínez Llorca. En Madrid, el todavía agradecido gobierno español le proporcionó documentación genuina.

Jock MacDonald llegó a Moscú demasiado tarde para visitar a Celia Stone en el hospital, pero se personó allí a la mañana siguiente, 20 de julio. La auxiliar del agregado de prensa estaba vendada y aturdida, pero podía hablar. Había vuelto a casa a una hora normal, y no había advertido que la siguiera nadie. Claro que no estaba adiestrada para ello.

Tras permanecer tres horas en su piso, había salido a cenar con una amiga de la embajada canadiense. Había regresado hacia las once y media. Los ladrones debieron de oírla meter la llave en la cerradura, pues todo estaba en silencio cuando ella entró. Encendió la luz del vestíbulo y vio la puerta de la salita abierta y la sala a oscuras. Era extraño, puesto que ella había dejado una luz encendida. Las ventanas de la salita daban al patio central, y la luz tras las cortinas indicaría que había alguien en casa. Pensó que se habría fundido la bombilla.

Al entrar ella en la salita dos individuos salieron de la oscuridad. Uno de ellos blandió un objeto y la golpeó en un lado de la cabeza. Al caer al suelo, Celia oyó o notó a medias que dos hombres le pasaban por encima camino de la puerta principal. Perdió el conocimiento. Al volver en sí —no sabía cuánto tiempo había pasado— se arrastró hasta el teléfono y llamó a un vecino. Luego se desmayó otra vez para despertar en el hospital. No podía decir nada más.

MacDonald fue a ver el piso. El embajador había protestado ante el ministro de Asuntos Exteriores ruso, quien había puesto el grito en el cielo y se había quejado a Interior. Habían ordenado a la oficina del fiscal en Moscú que enviara a su mejor investigador. Les mandarían un informe completo cuanto antes. En Moscú eso quería decir «espéralo sentado».

El mensaje enviado a Londres se equivocaba en un aspecto. Celia Stone no había sido golpeada con la pata de una silla, sino con una estatuilla de porcelana. La pieza se había hecho añicos. De haber sido metálica la chica habría muerto.

Los detectives rusos que aún seguían en el apartamento respondieron gustosos a las preguntas del diplomático británico. Los dos milicianos de la barrera no habían franqueado el paso a ningún coche ruso, de modo que los hombres habrían llegado a pie. Los milicianos no habían visto entrar a nadie. Y en caso contrario tampoco lo hubieran dicho, pensó MacDonald. La puerta no había sido forzada, de modo que los ladrones la habían abierto con una ganzúa a no ser que tuviesen una llave, cosa muy poco probable. Seguramente buscaban divisas fuertes. Era lamentable. MacDonald asintió, y pensó que los intrusos podían ser de la Guardia Negra, aunque lo más probable era que fuese un trabajo pagado de la mafia local. O bien mercenarios del antiguo KGB, los había a docenas. Los ladrones de Moscú raramente importunaban las casas del cuerpo diplomático; demasiadas repercusiones. Un coche en la calle sí era interesante, pero no un piso vigilado. El registro había sido completo y profesional, pero todo estaba intacto, ni siquiera se habían llevado la bisutería del dormitorio. Un trabajo profesional y por un solo artículo, que no habían encontrado. MacDonald se temió lo peor.

De vuelta en la embajada se le ocurrió una idea. Telefoneó a la oficina del fiscal y preguntó si el detective encargado del caso sería tan amable de ir a verle. El investigador Chernov fue a visitar a MacDonald a las tres de la tarde.

—A lo mejor puedo ayudarle —dijo MacDonald.

El detective levantó una ceja y dijo:

—Se lo agradecería mucho.

—Nuestra joven señorita Stone se encontraba mejor esta mañana. Mucho mejor.

—No sabe cuánto me alegro —dijo el inspector.

—Tanto que ha podido darnos una descripción razonable de uno de sus atacantes. Antes de recibir el golpe lo vio a la luz que venía del vestíbulo.

—En su primera declaración dijo no haber visto a ninguno de ellos —repuso Chernov.

—En casos así, a veces se recupera la memoria. ¿La vio usted ayer, inspector?

—Sí, a las cuatro. Estaba despierta.

—Pero aturdida, supongo. Esta mañana tenía la cabeza muy clara. Bien, la esposa de uno de los miembros de la embajada es un poco artista, sabe. Con ayuda de la señorita Stone ha podido hacer un retrato.

Le entregó un retrato al carboncillo. La cara del inspector se iluminó de pronto.

—Esto nos será muy útil —dijo—. Lo haré llegar a la brigada de robos. Un hombre de esta edad seguro que tiene una ficha. —Se levantó para irse. MacDonald se levantó también.

—Me alegro de haberle servido en algo —dijo. Y tras estrecharse la mano, el detective salió.

Durante la hora de la comida tanto Celia Stone como la dibujante habían recibido instrucciones sobre la historia que habían de contar. No entendieron por qué, pero accedieron a confirmarla si el inspector Chernov llegaba a interrogarlas, cosa que no ocurrió.

Tampoco en la brigada de robos reconocieron la cara. Pero por si acaso pegaron el retrato en sus respectivas oficinas.

Moscú, julio de 1985

A raíz de la inesperada cosecha que les había proporcionado Aldrich Ames, el KGB hizo algo realmente extraordinario.

Es norma inquebrantable del Gran Juego que si una agencia obtiene súbitamente un elemento valioso en el corazón mismo del enemigo, ese elemento debe ser protegido. Así, cuando el elemento valioso desenmascara todo un ejército de tránsfugas, la agencia que recibe esa información procede a apresar lenta y meticulosamente a dichos tránsfugas, creando en cada caso un motivo para su captura.

Sólo cuando su elemento valioso está fuera de peligro y en lugar seguro pueden ser detenidos en una redada todos los agentes a los que ha delatado. Obrar de otro modo sería como poner un anuncio a toda página en el New York Times que anunciara: «¡Eh! Tenernos un importante topo en vuestras filas, y mirad lo que nos ha proporcionado».

Como Ames estaba aún metido en la CIA y con muchos años de servicio por delante, el Primer Directorio hubiera querido respetar las reglas y apresar a aquellos catorce tránsfugas lenta y meticulosamente. Pero se vieron totalmente desautorizados, pese a sus casi lloriqueantes protestas, por Mijaíl Gorbachov.

Examinando la información llegada desde Washington, el Grupo Kolokol comprobó que algunas personas eran inmediatamente identificables mientras que otras podían requerir un minucioso rastreo. De los conocidos algunos estaban aún destinados en el extranjero y habría que atraerlos a Moscú con astucia suficiente para que no sospecharan nada. Eso podía llevar meses.

La segunda decisión que tomaron fue no implicar a sus rivales del Segundo Directorio. Habituados a actuar en el extranjero, el KGB no se dio cuenta de que su rendimiento podía ser menor en las calles de Moscú.

Decidieron empezar con el agente británico, el coronel Oleg Gordievsky. De entrada estaba ya bajo sospecha, como resultado de años de paciente investigación. La descripción de Ames acerca de un agente del KGB con rango de coronel que acababa de regresar a Moscú encajaba perfectamente con Gordievsky y confirmaba su culpabilidad. Así, sin decírselo a nadie el Primer Directorio le puso bajo vigilancia dentro de Moscú, algo normalmente reservado al Segundo Directorio. La cosa resultó un fiasco total.

Gordievsky no era tonto y sabía que disponía de poco tiempo. Ojalá hubiera aceptado, pensaba, las apremiantes ofertas de sus amigos de Londres para quedarse allí y desertar de hecho como, doce años atrás, había desertado en espíritu.

Los británicos le habían proporcionado un sistema para decir, incluso estando sometido a vigilancia: «Estoy en un aprieto: necesito ayuda enseguida». Gordievsky lo utilizó y el mensaje fue recibido en Londres. El SIS pergeñó un plan para sacarlo, pero se requería la ayuda de la embajada. El embajador británico, respaldado por el Foreign Office, prefirió no intervenir.

El entonces jefe del SIS usó sus prerrogativas para solicitar y obtener una entrevista privada con su primera ministra. Le explicó el problema.

Extrañamente, la señora Thatcher recordaba a Gordievsky. El año anterior, antes de ser designado presidente, Mijaíl Gorbachov había visitado Londres y la había impresionado en gran medida. Junto a Gorbachov en calidad de intérprete estaba un diplomático de la embajada soviética, un tal Gordievsky. Thatcher no tenía la menor idea de que estuviera trabajando para ella, pero le sorprendió que su informe sobre lo que Gorbachov tenía en mente fuera tan exacto. Gordievsky les había pasado esa información durante la noche.

Margaret Thatcher se levantó de la silla lanzando chispas por sus azules ojos de niña.

—Pues claro que hemos de sacarlo de allí —decretó—. Es un valiente, y uno de los nuestros.

En menos de una hora el ministro de Exteriores y el embajador habían sido desautorizados. La mañana del 19 de julio, las puertas de la embajada empezaron a vomitar un coche tras otro. Los vigías del KGB estaban abrumados. Uno de sus coches de vigilancia partió tras los británicos, que tomaron direcciones distintas. Al final no quedó un solo vehículo ruso disponible. Luego, salieron de la embajada dos furgonetas Ford Transit idénticas. Nadie las siguió. Una de ellas se aproximó a Gordievsky, que estaba haciendo jogging como cada mañana, y una voz le gritó: «Sube, Oleg». El coronel montó por la puerta lateral.

Detrás de él los dos hombres del Primer Directorio llamaron a gritos a su coche de apoyo, que se acercó a toda prisa, deteniéndose para recogerlos.

El «rapto» había sido deliberadamente hecho cerca de una esquina, facilitando así la desaparición de la furgoneta. Acto seguido el vehículo enfiló un callejón. La otra Transit se apartó de la acera, y cuando los rusos doblaron la esquina vieron una furgoneta blanca y la siguieron… durante muchos kilómetros. Al final la furgoneta fue detenida, pero en ella sólo había comestibles de la embajada. El Ford Transit que llevaba a Gordievsky estaba en el recinto de la embajada.

Allí, un equipo de mecánicos del ejército había estado trabajando en un Land Rover para abrir un pequeño compartimiento bajo el eje de transmisión. Metieron allí al coronel y dos días después el Land Rover partió para Finlandia. En la frontera soviética fue detenido y registrado pese al protocolo diplomático, pero no encontraron nada. Una hora más tarde, en un frondoso bosque finlandés, un anquilosado Gordievsky fue sacado de su confinamiento y conducido a Helsinki.

La noticia se supo a los pocos días. El Ministerio de Asuntos Exteriores soviético protestó ante el embajador británico, el cual adoptó una postura arrogante y dijo no saber de qué le estaban hablando.

A los pocos meses Gordievsky estaba ya en Washington compartiendo sus conocimientos con la CIA. Entre los agentes que le tomaban informes, risueño pero interiormente aterrorizado, se encontraba Aldrich Ames. ¿Qué sabía el ruso, si es que sabía algo, de un traidor norteamericano? Por suerte para él, la respuesta fue nada. Nadie sabía nada.

Jeffrey Marchbanks pensaba que debía haber algún medio de ayudar a su colega en Moscú en su indagación sobre la supuesta autenticidad del Manifiesto Negro.

Uno de los problemas de MacDonald era que no podía conseguir acceso a la persona de Igor Komárov. Marchbanks suponía que una entrevista personal con el líder de la UFP podía dar ciertas pistas sobre si el hombre que se retrataba a sí mismo como conservador y nacionalista de derechas ocultaba bajo su barniz las ambiciones de un nazi feroz.

Pensó que tal vez conocía a alguien que podía obtener esa entrevista. El invierno anterior había ido a cazar faisanes y entre los invitados se encontraba el recién nombrado director de un importante diario conservador británico. El 21 de julio Marchbanks llamó al director, le recordó la cacería de faisanes y concertó un almuerzo para el día siguiente en su club.

Moscú, julio de 1985

La fuga de Gordievsky originó un gran alboroto en Moscú. Eso ocurría el último día del mes en el despacho del mismísimo presidente del KGB, en la tercera planta del cuartel general del comité en la plaza Dzerzhinsky.

Era un lóbrego despacho que en tiempos había sido estudio de algunos de los más sanguinarios monstruos que el planeta haya conocido, entre otros Yagoda, y también Yezhov, que cumplió las órdenes de Stalin de teñir de sangre el suelo ruso, así como Beria, el psicópata pedófilo, luego Serov, Semichastnv y el recientemente fallecido Yuri Andrópov, quien ostentó el cargo durante más tiempo que ningún otro: de 1963 a 1978.

En aquella mesa en forma de T se habían firmado órdenes que hicieron gemir a muchos hombres sometidos a tortura, o muertos de hipotermia en los yermos siberianos, o de rodillas en un patio con una bala en la cabeza.

El general Víktor Chebrikov ya no disponía de aquellos poderes. Las cosas estaban cambiando y toda orden de ejecución debía ser aprobada por el presidente de la nación. Pero los traidores aún seguían la misma suerte, y la reunión de aquel día iba a asegurar la muerte de muchos.

Ante la mesa del presidente del KGB se encontraba el jefe del Primer Directorio, Vladimir Kryuchkov, a la defensiva. Eran sus hombres los que habían propiciado el desaguisado. Al ataque estaba el jefe del Segundo Directorio, el menudo, rechoncho y fornido general Vitali Boyárov, y escupía rabia.

—Todo esto ha sido una absoluta… razebaistvo —tronó Bovarov. Incluso entre los generales, el uso de lenguaje cuartelario era una verdadera demostración de crudeza castrense y orígenes proletarios. La palabra significa «cagada».

—No volverá a suceder —se defendió Kryuchkov.

—Acordemos entonces —dijo el presidente— una pauta a seguir. En adelante, en el territorio soberano de la URSS los traidores serán arrestados e interrogados por el Segundo Directorio. ¿Entendido?

—Habrá más —murmuró Kryuchkov. Trece más.

Se produjo un silencio de varios segundos.

—¿Trata de decirnos algo, Vladimir Aleksandrovitch? —preguntó Chebrikov.

Fue entonces cuando Kryuchkov reveló lo sucedido seis semanas atrás en Washington, en el Chadwick’s. Boyárov soltó un silbido.

—¿Qué están haciendo al respecto? —preguntó Chebrikov.

—He organizado un destacamento especial para controlar el producto. Están identificando a catorce hombres, bueno, trece en realidad, que trabajan para la CIA. Todos ellos rusos. Algunos costarán más de identificar.

El general Chebrikov tomó su decisión aquel mismo día. El grupo Kolokol analizaría toda la información. Eso era competencia del espionaje en el extranjero. Pero en cuanto se identificara a uno de los traidores su nombre pasaría a la comisión Krysolov (Caza de Ratas) para proceder a su arresto e interrogatorio. El Segundo Directorio se ocuparía del encarcelamiento. Los agentes del Primer Directorio estarían presentes en las sesiones de interrogatorio a fin de saber qué preguntas había que hacer y qué respuestas necesitaban.

Por el contrario, la detención y el alojamiento serían decididos por el Segundo, y cualquier renuncia a responder preguntas sería solucionada por éste de la manera acostumbrada.

Antes de una semana el presidente del KGB, espoleado por el éxito de su comité, lo reveló todo a Mijaíl Gorbachov. Su reacción le sorprendió. Lejos de mostrarse satisfecho por la consecución del mayor golpe contra los norteamericanos en la historia del espionaje moderno, el nuevo presidente de la nación, nombrado apenas en marzo anterior, se horrorizó por el alcance y el nivel de la penetración de la CIA en la sociedad soviética y especialmente en los dos servicios de inteligencia, el KGB y la rama militar, la GRU.

Desautorizando los ruegos del KGB en el sentido de la cautela, ordenó que los agentes delatados por Ames fueran detenidos enseguida.

En Yazenevo, el taimado viejo general que encabezaba el grupo Kolokol, el ex jefe del directorio de ilegales Yuri Drozdov, creyó entender que los planes de Ames se habían malogrado. Con semejante guerra relámpago de arrestos de agentes propios, Langley sabría que tenía un topo en sus filas, investigaría y daría con él. Para su total asombro, no fue así.

Mientras tanto, el general Boyárov estaba preparando su comisión Caza de Ratas, el equipo que debía interrogar a los traidores a medida que fueran identificados y arrestados. Para dirigir el equipo necesitaba a alguien muy especial. El expediente estaba sobre su mesa, un coronel de sólo cuarenta años pero con experiencia, un interrogador que nunca fallaba.

Hojeó el expediente.

Nacido en 1945 en Molotov, antes Perm y ahora llamada otra vez Perm desde que el secuaz de Stalin, Molotov, cayera en desgracia en 1957. Hijo de un soldado condecorado que había conseguido sobrevivir para engendrar un hijo varón. El pequeño Tolya había crecido bajo un estricto adoctrinamiento oficial en el norte de la ciudad. Las notas recordaban que su fanático padre odiaba a Jruschov por criticar a Stalin y que el muchacho había continuado las actitudes de su padre. En 1963 había sido llamado a filas y destinado a las tropas del Ministerio del Interior, el MVD. La misión de estas tropas era proteger las prisiones, campos de trabajo y centros de detención y ejercer como fuerzas antidisturbios. El joven soldado se encontró enseguida en su elemento.

En aquellas unidades prevalecía el espíritu de la represión y el control de las masas. Tan bien lo hizo el muchacho que recibió una rara recompensa: ser trasladado al Instituto Militar Leningrado de Idiomas Extranjeros. Se trataba de una tapadera de la academia del KGB. Los graduados de la Kormushka eran famosos por su crueldad, dedicación y lealtad. El joven brilló una vez más, y de nuevo obtuvo su recompensa. Esta vez fue un destino en la sucursal de Moscú Oblast (ciudad y región de Moscú) del Segundo Directorio, donde pasó cuatro años ganándose fama de inteligente funcionario de despacho, investigador concienzudo e interrogador intransigente. De hecho se especializó tanto en esto último que escribió al respecto un ensayo que le valió un traslado a la sede nacional del Segundo Directorio. Desde entonces no se había movido de Moscú, trabajando fuera del cuartel general sobre todo contra los norteamericanos, haciendo la cobertura de su embajada y siguiendo a su personal diplomático. Había estado un año en el Servicio de Investigación antes de regresar al Segundo Directorio. Sus superiores e instructores se tomaron la molestia de anotar en los archivos su vehemente odio hacia angloamericanos, judíos, espías y traidores, así como su inexplicable pero aceptable nivel de sadismo en los interrogatorios.

El general Boyárov cerró la carpeta con una sonrisa. Ya tenía al hombre. Si querían resultados rápidos y sin errores, el coronel Anatoli Grishin era la persona idónea.