Pocos minutos antes de las doce de ese mismo día, 16 de julio, Igor Komárov, sentado en su despacho del primer piso de la casa próxima al bulevar Kiselny, se puso en contacto por interfono con su ayudante personal.
—El documento que le dejé ayer, ¿ha podido leérselo? —preguntó.
—Desde luego, señor presidente. Realmente admirable, si me permite decirlo —contestó Akópov. Komárov se hacía llamar señor presidente en alusión a la presidencia del comité ejecutivo de la UFP. De todos modos su personal estaba convencido de que antes de un año Komárov seguiría siendo presidente pero por otros motivos.
—Gracias —dijo Komárov—, entonces haga el favor de traérmelo.
El interfono enmudeció. Akópov se levantó para ir a su caja fuerte. Sabía la combinación de memoria e hizo girar el dial las seis veces de rigor. Cuando la puerta de la caja se abrió, Akópov buscó con la vista la carpeta encuadernada en grueso papel negro. No estaba allí.
Perplejo, vació la caja papel por papel y carpeta a carpeta. Un miedo frío, en parte pánico y en parte incredulidad, se apoderó de él. Tratando de dominarse, empezó de nuevo. Las carpetas que ahora cubrían la alfombra fueron clasificadas y examinadas minuciosamente, hoja por hoja. Ni rastro del documento negro. Su frente se perló de sudor. Había estado trabajando en su despacho desde primera hora, convencido de que antes de irse la tarde anterior, había puesto a buen recaudo todo documento confidencial. Siempre lo hacía; era un hombre de costumbres.
Después de la caja fuerte, registró los cajones de su escritorio. Nada. Miró en el suelo, debajo de la mesa, en todos los armarios. Poco antes de la una llamó a la puerta de Komárov y, una vez dentro, admitió que no había podido encontrarlo.
El candidato presidencial se quedó mirándolo por unos segundos. El hombre a quien muchos observadores daban ya como próximo presidente de Rusia era un personaje muy complejo que, detrás de su imagen pública, prefería mantener en secreto buena parte de su personalidad. Nadie habría contrastado más con su predecesor, el deshauciado Zhirinovsky, a quien él calificaba abiertamente de bufón.
Komárov era de estatura y complexión medianas, siempre bien peinado y afeitado. Entre sus dos manías más manifiestas estaban la obsesión por la limpieza personal y una profunda aversión por el contacto físico. A diferencia de muchos políticos rusos, con sus palmadas a la espalda, su afición al vodka y su afabilidad extrovertida, Komárov insistía en que su séquito personal vistiera de manera formal y hablara con corrección. Muy raramente vestía el uniforme de la Guardia Negra, y solía vérsele con un traje cruzado gris, camisa y corbata.
Tras años en la política muy pocos podían afirmar ser amigos suyos, y nadie osaba pretender que conocía íntimamente a Komárov. Nikita Ivanovitch Akópov era su secretario confidencial desde hacía una década, pero la relación seguía siendo la del señor y el siervo sumiso.
A diferencia de Yeltsin, que había elevado a los miembros de su séquito a compañeros de copas y tenis, Komárov sólo había permitido que un hombre, su jefe de seguridad, el coronel Anatoli Grishin, le llamara por su nombre de pila.
Pero como todos los políticos de éxito, Komárov sabía ser camaleónico cuando era preciso. Ante los medios de comunicación, en las raras ocasiones en que se dignaba recibirlos personalmente, podía aparecer como un estadista serio. Ante sus partidarios se transformaba de un modo que nunca dejaba de despertar en Akópov la máxima admiración. En el podio era un hombre del pueblo que enunciaba sus esperanzas, sus temores y deseos, su ira y sus convicciones, con inquebrantable precisión. Para ellos y sólo ellos representaba Komárov aquel personaje lleno de simpatía y don de gentes.
Bajo esas dos personalidades había aún una tercera, la que asustaba a Akópov. El mero rumor de la existencia de un tercer hombre bajo aquel barniz era suficiente para tener a quienes le rodeaban —personal, colegas y guardias— en el permanente estado de respeto que él les exigía.
Solamente dos veces en diez años había visto Nikita Akópov desbordarse aquella cólera demoníaca y escapar a todo control. En otra docena de ocasiones había presenciado la lucha interna por dominar aquella cólera, y el éxito conseguido. Las dos ocasiones en que ese control fracasó, Akópov había visto al hombre que le dominaba, fascinaba y regía, el hombre al que veneraba, convertirse en un vociferante y furioso demonio.
Komárov había lanzado teléfonos, vasos y tinteros al tembloroso sirviente que le había ofendido, reduciendo a un oficial de la Guardia Negra a una balbuciente piltrafa. Había roto muebles y empleado el lenguaje más ofensivo que Akópov había oído nunca, e incluso habían tenido que sujetarlo entre varios cuando apaleaba despiadadamente a una víctima con un grueso puntero de ébano.
Akópov sabía distinguir los síntomas cuando empezaba a aflorar uno de estos accesos de cólera. La cara del presidente de la UFP cobraba una palidez mortal y sus modales se volvían aún más escrupulosos, pero dos puntos rojos aparecían en lo alto de cada pómulo.
—¿Me está diciendo que lo ha perdido, Nikita Ivanovitch?
—Perdido no, señor presidente. Posiblemente extraviado.
—Ese documento es mucho más confidencial que todo cuanto haya caído en sus manos. Usted lo ha leído. Ya comprenderá por qué.
—Por supuesto, señor presidente.
—Sólo existen tres copias, Nikita. Dos están en mi caja fuerte. No más de un pequeño grupo de íntimos tendrá oportunidad de leerlo. Yo mismo lo redacté y mecanografié. Yo, Igor Komárov, pasé todas las páginas a máquina en vez de confiar esa tarea a un secretario, tan confidencial es.
—Una medida muy oportuna, señor presidente.
—Y como le incluyo… le incluía a usted en ese pequeño grupo, permití que viera el documento. Y ahora me dice que se ha perdido.
—Extraviado, pero sólo temporalmente. Eso se lo aseguro, señor presidente.
Komárov le miraba con aquellos ojos hipnóticos capaces de arrancar la colaboración del más escéptico o aterrorizar al reincidente. En sus pómulos ardían ya los puntos rojos que destacaban en su pálido rostro.
—¿Cuándo lo vio por última vez?
—Anoche, señor presidente. Me quedé hasta tarde a fin de leerlo en privado. Salí de aquí a las ocho.
Komárov asintió. Eso lo confirmaría o no el registro de los guardias del turno de noche.
—Se lo llevó a casa. Pese a mis órdenes, permitió usted que el documento saliera de este edificio.
—No, señor presidente. Se lo juro. Lo guardé en la caja. Jamás dejaría un documento confidencial a la vista ni me lo llevaría.
—¿Ahora no está en la caja?
Akópov tragó saliva, pero no le quedaba.
—¿Cuántas veces ha abierto la caja antes de que yo le llamara?
—Ninguna, señor presidente. Esta ha sido la primera vez.
—¿Estaba cerrada?
—Sí, como siempre.
—¿La han forzado?
—Parece que no, señor presidente.
—¿Ha registrado el despacho?
—De arriba abajo y de extremo a extremo. No lo entiendo.
Komárov reflexionó unos minutos. Su cara inexpresiva ocultaba el pánico creciente. Por último llamó al oficial de seguridad de la segunda planta.
—Cierre el edificio. Que no entre ni salga nadie. Llame al coronel Grishin. Dígale que se presente en mi despacho. Inmediatamente. No importa dónde esté ni lo que esté haciendo, le quiero aquí antes de una hora.
Levantó el dedo del interfono y miró a su lívido y tembloroso ayudante.
—Vuelva a su despacho. No se comunique con nadie. Espere allí hasta nuevo aviso.
Como mujer inteligente, soltera y moderna que era, Celia Stone había decidido tiempo atrás que ella tenía el derecho a obtener placer cuando quiera y con quienquiera que le viniese en gana. Por entonces le gustaban los fuertes y jóvenes músculos de Hugo Gray, que había llegado de Londres dos meses atrás y seis después que ella. Gray era ayudante del agregado cultural y tenía la misma categoría que ella, pero era dos años mayor. También soltero.
Cada cual tenía su pequeño pero práctico apartamento en un bloque asignado al personal de la embajada británica junto a Kutuzovsky Prospekt, un edificio que rodeaba un gran patio interior útil como aparcamiento, y con milicianos rusos apostados en la barrera de la entrada. Aun en la Rusia moderna todo el mundo daba por hecho que las entradas y salidas eran anotadas pero así, al menos, los coches se salvaban del vandalismo.
Después de almorzar Celia entró de nuevo en coche en la embajada del puente de Sofía y redactó su informe sobre la entrevista con el periodista ruso. Gran parte de la conversación había girado sobre la muerte del presidente Cherkassov el día anterior y lo que podía suceder a corto plazo. Ella le había asegurado que los británicos seguían muy de cerca los acontecimientos rusos, y esperaba que la creyera. Lo sabría cuando apareciese el artículo.
A las cinco regresó a su apartamento para ducharse y descansar un poco. Había quedado para cenar con Hugo Gray a las ocho, después de lo cual pretendía que ambos volvieran al piso de ella, y no pensaba dormir mucho durante la noche.
Hacia las cuatro de la tarde el coronel Anatoli Grishin estaba ya convencido de que el documento no se hallaba en el edificio. Fue al despacho de Igor Komárov y así se lo dijo.
En cuatro años los dos hombres habían acabado dependiendo el uno del otro. En 1994 Grishin había abandonado su carrera en el Segundo Directorio del KGB con el rango de coronel. Estaba profundamente desilusionado. Desde el final oficial del régimen comunista en 1991 el ex KGB se había convertido según su opinión en un sepulcro blanqueado. Antes de aquello, en septiembre de 1991, Mijaíl Gorbachov había disuelto ya el mayor aparato de seguridad del mundo y repartido sus diversas secciones en diferentes mandos.
El departamento de espionaje externo, o Primer Directorio, había conservado su viejo cuartel general en Yazenevo, pasada la carretera de circunvalación, pero le habían cambiado el nombre por el de Servicio de Inteligencia Extranjero, o SVR. Eso fue un golpe duro.
Peor fue que la división del propio Grishin, el Segundo Directorio, hasta entonces responsable de toda la seguridad interior, de descubrir espías y reprimir a los disidentes, había sido castrada, convertida en el FSB y visto reducidos sus poderes a una parodia de lo que habían sido.
Grishin contemplaba todo esto con desdén. El pueblo ruso necesitaba disciplina, firme y a veces severa disciplina, y era el Segundo Directorio quien se había encargado de eso. Se plegó a las reformas durante tres años con la esperanza de llegar a general de división y luego dejarlo. Un año después Igor Komárov le había contratado como jefe de seguridad personal. Komárov era por entonces un miembro más del Politburó del antiguo Partido Democrático Liberal.
Los dos hombres habían alcanzado poder y relevancia a la par, y les esperaba mucho, muchísimo más. Con los años Grishin había creado para Komárov su propia brigada de protección, la absolutamente leal Guardia Negra, que ahora ascendía a seis mil jóvenes en perfecta forma y que él mandaba personalmente.
Quien alimentaba a la guardia era la Liga de Jóvenes Combatientes, la rama juvenil de la UFP, veinte mil adolescentes imbuidos de correcta ideología y fanáticamente leales, y que Grishin mandaba también.
Hasta el más humilde de los manifestantes podía gritarle «Igor Viktorovitch» a Komárov, pero eso formaba parte de la camaradería popular típica de Rusia. En su entorno privado Komárov exigía formalidad a todos, salvo a unos pocos íntimos.
—¿Está seguro de que la carpeta ya no se halla en el edificio? —preguntó Komárov.
—Es imposible, Igor Viktorovitch. En dos horas hemos puesto la casa patas arriba. Armarios, archivadores, cajones, cajas fuertes. Hemos examinado todas las ventanas y alféizares, cada palmo de terreno. No han entrado ladrones.
»El experto de la fábrica de cajas fuertes ha dictaminado que la caja no fue forzada. O la abrió alguien que sabía la combinación, o el documento nunca estuvo dentro. Hemos registrado la basura de la última noche. Nada.
»Los perros estuvieron sueltos desde las siete. Nadie entró en el edificio desde esa hora; los guardias nocturnos habían relevado al turno de día a las seis, y el turno de día se marchó diez minutos más tarde. Akópov estuvo en su despacho hasta las ocho. El cuidador de perros de anoche jura que contuvo tres veces a los perros ayer por la tarde, para dejar que salieran en coche tres personas que se habían quedado a trabajar, y Akópov fue el último. Confirmado por el registro nocturno.
—¿Resumiendo? —dijo Komárov.
—Error humano o maldad humana. Hemos llamado a los guardias nocturnos. Los espero de un momento a otro. Ellos controlaron el edificio desde la partida de Akópov a las ocho hasta la llegada del turno de día esta mañana a las seis. Luego los de día estuvieron solos hasta que el personal de oficinas llegó alrededor de las ocho. Dos horas. Pero los guardias de día juran que en su primera ronda todas las puertas de los despachos de este piso estaban cerradas. Así lo han confirmado los que trabajan en este piso, incluido Akópov.
—¿Su teoría, Anatoli?
—Una de dos: o bien se lo llevó Akópov, por accidente o adrede, o bien no llegó a guardarlo en la caja y uno del turno de noche lo cogió. Tenían llaves maestras de todos los despachos.
—Así pues, ¿ha sido Akópov?
—Es el principal sospechoso, desde luego. Su apartamento ha sido registrado a conciencia. En presencia suya. Nada. Pensé que tal vez se lo había llevado y luego había perdido el portafolios. Pasó una vez en el Ministerio de Defensa, yo estaba al mando de la investigación. Al final resultó que no fue espionaje sino negligencia criminal. El responsable acabó en los campos de trabajo. Pero el maletín de Akópov es el que usa siempre. Tres personas lo han identificado.
—¿Entonces lo hizo adrede?
—Es posible. Pero ahí veo un problema. ¿Por qué se ha presentado esta mañana esperando a que lo apresaran? Tenía doce horas para desaparecer. Creo que me gustaría…, mmm, interrogarle más a fondo. Para descartarlo o para que confiese.
—Permiso concedido.
—¿Y después?
Igor Komárov giró en su butaca de cuero para mirar por la ventana. Estuvo un rato pensando.
—Akópov ha sido un estupendo secretario personal —dijo por fin—. Pero después de esto habrá que buscar un sustituto. Mi problema es que él ha leído ese documento. Su contenido es extremadamente confidencial. Si se le destituye o se le baja de categoría, eso podría alimentar su resentimiento e incluso animarlo a divulgar lo que sabe. Y sería una verdadera lástima.
—Comprendo —dijo el coronel Grishin.
En ese instante llegaron los dos confusos guardias nocturnos y Grishin bajó con ellos para interrogarlos.
A las nueve de la noche los alojamientos de los dos guardias en el cuartel de la Guardia Negra a las afueras habían sido registrados sin más descubrimientos que los previsibles artículos de aseo y revistas porno.
Los dos hombres fueron interrogados por el propio Grishin en diferentes habitaciones de la casa. Los guardias estaban aterrorizados, y con razón. El coronel tenía fama de duro.
De vez en cuando les gritaba obscenidades al oído, pero para los sudorosos guardias lo peor fue cuando se sentó a su lado y les susurró los detalles de lo que esperaba a quienes le mentían. A las ocho tenía ya un completo resumen de lo sucedido durante el turno de la noche anterior. Sabía que las rondas habían sido erráticas e irregulares, que habían estado pegados al televisor viendo el programa informativo sobre la muerte del presidente. Y se enteró por primera vez de que existía el hombre de la limpieza.
Había entrado a las diez, como de costumbre, por el pasadizo subterráneo. No le había acompañado nadie. Para abrir las tres puertas se había necesitado a los dos guardias, porque uno tenía la combinación del teclado numérico de la que daba a la calle, el otro de la más interior, y ambos de la puerta de en medio.
Sabía que los guardias habían visto al viejo empezar por el piso de arriba, como de costumbre. Sabía que los guardias habían dejado de mirar la tele para abrir los despachos del piso intermedio, la importante suite ejecutiva. Sabía que uno se había quedado en el umbral mientras el viejo limpiaba el despacho privado de Komárov y cerraba otra vez la puerta, pero que los dos guardias estaban abajo cuando el hombre de la limpieza terminó con el piso intermedio, como de costumbre. Por tanto… el viejo había estado solo en el despacho de Akópov. Y se había marchado antes de lo habitual.
Con el semblante pálido, Akópov salió escoltado del edificio a las nueve. Utilizaron su propio coche pero conducido por un hombre de la Guardia Negra. Otro de ellos iba sentado detrás, junto al secretario en desgracia. El coche no llevó a Akópov a su apartamento. Salió de la ciudad en dirección a uno de los varios campamentos que albergaban a los Jóvenes Combatientes.
A las nueve el coronel Grishin terminó de leer el archivo de la oficina de personal que contenía los pormenores contractuales de un tal Leonid Zaitsev, de sesenta y tres años. Había una dirección particular, pero seguro que el hombre no estaría allí. Se le esperaba en la casa a las diez.
Zaitsev no apareció. A medianoche el coronel Grishin y tres guardias negros fueron a hacer una visita al viejo.
A esa hora Celia Stone se quitó de encima a su joven amante con una sonrisa y alcanzó un cigarrillo. Fumaba poco, pero éste era uno de esos momentos. Hugo Gray, de espaldas en la cama, siguió jadeando. Era un joven atlético que se mantenía en forma a base de squash y natación, pero las dos horas anteriores le habían exigido el máximo vigor.
No era la primera vez que se preguntaba por qué Dios había dispuesto las cosas de manera que los apetitos de una mujer hambrienta de amor sobrepasaran siempre las capacidades del macho. Era muy injusto.
Celia Stone dio una larga calada en la oscuridad, sintió cómo la nicotina le llegaba a los pulmones, se inclinó sobre su amante y revolvió sus rizos castaño oscuro.
—¿Cómo te lo montaste para llegar a agregado cultural? —le dijo en broma—. No sabes distinguir a Turgenev de Lermontov.
—Ni falta que me hace —refunfuñó Gray—. Se supone que debo hablar de nuestra cultura a los rusos, Shakespeare, Bronte, cosas así.
—¿Y por eso no paras de reunirte con el jefe de puesto?
Normalmente el personal de la embajada no trabajaba los sábados, y menos aún en verano y pudiendo disfrutar de un fin de semana en sitios más frescos, pero la muerte del presidente había originado un súbito tumulto de trabajo extra, con lo que era obligado trabajar sábado y domingo.
Gray se levantó de un salto, la agarró de un brazo y le dijo al oído:
—Cállate, Celia. Podría haber micrófonos.
Resoplando, Celia Stone fue a preparar café. No veía por qué Hugo tenía que ponerse así por una pequeña broma. Además, lo que él hacía en la embajada era un secreto a voces.
Celia estaba en lo cierto. Durante el mes anterior Hugo Gray había sido el tercer miembro del puesto en Moscú del Secret Intelligence Service, el espionaje británico. La estación había sido más grande en el pasado, en el apogeo de la guerra fría. Pero los tiempos cambian y los presupuestos menguan. Rusia no parecía una gran amenaza en su situación actual.
Es más, el 90 por ciento de las cosas que antes habían sido secretas eran ahora perfectamente accesibles o carecían de interés. Incluso el antiguo KGB tenía una oficina de prensa y al otro lado de la ciudad, en la embajada de Estados Unidos, la CIA se había quedado con una decena de hombres.
Pero Hugo Gray era joven y entusiasta, y estaba convencido de que los apartamentos de diplomáticos seguían teniendo micrófonos ocultos. El comunismo podía haber desaparecido, pero la paranoia rusa seguía en plena forma. Tenía razón, es cierto, pero los agentes del FSB lo habían ya catalogado por lo que era y estaban muy contentos.
El Bulevar de los Entusiastas, de extraño nombre, es seguramente el más decrépito, pobre y humilde barrio de la ciudad de Moscú. Como un triunfo de la planificación comunista fue ubicado a favor del viento respecto de las instalaciones de investigación sobre guerra química, que tenían unos filtros como redes de tenis. El único entusiasmo jamás mostrado por sus inquilinos fue el de quienes se vieron obligados a mudarse.
Según las fichas, Leonid Zaitsev vivía con su hija, el marido de ésta, que era camionero, y sus hijos en un piso cercano a la calle principal. Eran las once y media de una calurosa noche estival cuando el reluciente Chaika negro, con su conductor sacando la cabeza por la ventanilla para leer los nombres de las calles, aparcó frente al edificio.
El nombre del yerno era otro, por supuesto, y tuvieron que preguntar a un vecino soñoliento de la planta baja para establecer que la familia vivía en el cuarto piso. No había ascensor. Los cuatro hombres subieron escaleras arriba y llamaron a la desconchada puerta.
La mujer que respondió, legañosa y con cara de sueño, tendría treinta años pero parecía diez años mayor. Grishin fue cortés pero firme. Sus hombres se abrieron paso y se dispersaron para registrar el piso. No había mucho que registrar, era muy pequeño. De hecho había dos cuartos, un retrete fétido y un hueco para cocinar separado por una cortina.
La mujer había estado durmiendo con su hijo de seis años en la única cama grande que había en una de las habitaciones. El niño despertó y empezó a gimotear, hasta que la protesta se convirtió en grito cuando la cama fue volcada para ver si había alguien escondido debajo. Los dos míseros armarios de contrachapado fueron abiertos y registrados minuciosamente.
En el otro cuarto, la hija de Zaitsev señaló impotente el catre que había junto a una pared, donde dormía su padre, y les explicó que su marido estaba camino de Minsk y que llevaba fuera dos días. Llorando desesperadamente, cosa que el niño no tardó en imitar, la mujer juró que su padre no había ido a casa la mañana anterior. Estaba preocupada pero no había dado ningún paso para informar de su posible desaparición. Se habría quedado dormido en algún banco, pensó ella.
A los diez minutos los guardias negros habían establecido que en el piso no se ocultaba nadie y Grishin se convenció de que la mujer tenía demasiado miedo como para mentir. Media hora después se habían marchado.
Grishin ordenó al Chaika que se dirigiera hacia el campamento, a unos sesenta kilómetros de Moscú, donde Akópov había sido retenido. Durante el resto de la noche interrogó personalmente al pobre secretario. No había amanecido cuando el hombre confesó lloroso que debía de haber dejado sobre la mesa el importante documento que le había sido entregado. Jamás había hecho una cosa igual. No entendía cómo podía haberse olvidado de guardarlo. Imploró el perdón. Grishin asintió con la cabeza y le palmeó la espalda.
Una vez fuera del barracón hizo llamar a uno de sus más cercanos colaboradores.
—Hoy hará un calor infernal. Nuestro amigo está muy afligido. Creo que se impone un baño antes de que salga el sol.
Luego volvió en coche a la ciudad. Si el documento había quedado sobre el escritorio de Akópov, razonó el coronel, o alguien lo había tirado por error o bien lo había cogido el hombre de la limpieza. La primera de las opciones no encajaba. La basura de la sede central del partido no se incineraba hasta varios días después, y siempre debidamente supervisada. Las papeleras de la noche anterior habían sido cribadas hoja por hoja. Nada. Por tanto, era el hombre de la limpieza. Lo que Grishin no podía entender era para qué un viejo semianalfabeto querría aquellos papeles, o qué había hecho con ellos. Eso sólo podía decirlo el propio viejo. Y por supuesto que lo haría.
Antes de la hora normal del desayuno había enviado a dos mil de sus hombres, todos de paisano, a las calles de Moscú en busca de un viejo con un raído sobretodo del ejército. No tenían ninguna fotografía, pero la descripción era precisa, hasta en el detalle de los tres dientes de acero.
Sin embargo, la tarea no se presentaba fácil, por más que hubiera dos mil personas en ello. Eran diez veces más los vagabundos que poblaban las callejuelas y los parques, de toda edad y estatura, y todos igual de mal vestidos. Si, como el coronel sospechaba, Zaitsev estaba viviendo a la intemperie, tendrían que examinarlos a todos. Alguno habría con tres dientes de acero y una carpeta con tapas negras. Grishin quería ambas cosas y sin tardanza. Sus perplejos pero obedientes guardias negros, en camisa y pantalón de paisano pues el día era muy caluroso, se dispersaron por la ciudad.
Langley, diciembre de 1983
Jason Monk se levantó de su mesa, se desperezó y decidió bajar al economato. Hacía un mes que había vuelto de Nairobi y se le había dicho que sus informes eran buenos y, en algunos casos, muy buenos. Se hablaba de un ascenso, y el jefe de la división África se alegró aunque al mismo tiempo lamentaba perderle.
A su vuelta, Monk había sido inscrito en el curso de español que debía empezar al término de las vacaciones de Navidad. El español sería su tercer idioma extranjero, pero, sobre todo, le abriría las puertas de la división Latinoamérica.
Sudamérica era un vasto territorio y de los más importantes, pues no sólo estaba en la «trastienda» de Estados Unidos como prescribía la doctrina Monroe, sino que también era un objetivo prioritario del bloque soviético, que lo tenía en el punto de mira de la insurrección y la subversión. En consecuencia, el KGB tenía montada una operación de gran envergadura al sur del río Grande, y la CIA estaba resuelta a acabar con ella. Para Jason Monk, a sus treinta y tres años, Sudamérica era un paso importante en su carrera.
Estaba removiendo el café cuando notó que alguien se detenía delante de su mesa.
—Buen bronceado —dijo una voz. Monk alzó los ojos y reconoció al hombre que le estaba sonriendo. Se levantó pero el hombre le hizo un gesto condescendiente para que siguiera sentado.
Monk se sorprendió. Sabía que el hombre en cuestión era uno de los elementos clave del directorio de Operaciones, pues alguien se lo había señalado en el pasillo, el recién nombrado jefe de la sección URSS, grupo de contraespionaje de la división soviética.
Lo que sorprendió a Monk fue lo mediocre que parecía el hombre. Tenían aproximadamente la misma estatura, cinco centímetros por debajo del metro ochenta, pero el otro, aunque nueve años mayor que Monk, ofrecía un aspecto lastimoso. Monk reparó en su pelo grasiento engominado hacia atrás desde la frente, el espeso bigote que cubría la parte superior de una boca frágil y engreída, y los ojos de miope.
—Tres años en Kenia —dijo Monk para justificar el bronceado.
—De vuelta al frío Washington, ¿eh? —repuso el hombre. Las antenas de Monk registraron malas vibraciones. Detrás de aquella mirada había burla. Soy mucho más listo que tú, parecía decir, soy un tío muy listo.
—Sí, señor —contestó Monk. El otro tendió una mano con dedos manchados de nicotina. Monk reparó en esto y en el laberinto de diminutos capilares en torno a la base de la nariz que suele delatar al alcohólico. Se puso en pie y esbozó una sonrisa, la que tanto gustaba a las chicas de la sala de mecanógrafas.
—Así que usted es… —dijo el hombre.
—Monk. Jason Monk.
—Encantado de conocerle, Jason. Me llamo Aldrich Ames.
Si el coche de Hugo Gray hubiera arrancado aquella mañana, muchos hombres que luego murieron habrían seguido con vida y el mundo habría tomado otro curso. Pero los solenoides del motor de arranque tienen sus cosas. Tras intentar frenéticamente obtener una respuesta de ellos, Gray corrió en pos del Rover rojo y cuando éste se acercaba a la barrera golpeó la ventanilla. Celia Stone le dijo que subiera.
Torcieron por Kutuzovsky Prospekt y dejaron atrás el hotel Ucrania en dirección al Arbat y al Kremlin. Gray rozó algo con los pies. Se agachó y lo recogió del suelo del coche.
—¿Es tu OPA para Izvestia? —preguntó.
Celia miró de reojo la carpeta.
—Dios, pensaba tirarlo ayer a la papelera. Un viejo loco lo arrojó dentro del coche. Casi me mata del susto.
—Otra solicitud —dijo Gray—. Qué lata. Normalmente es para visados, claro. —Abrió la tapa negra y leyó la portada—. No, creo que esto es más bien político.
—Estupendo. «Soy el señor Majara y éste es mi plan maestro para salvar al mundo. Déselo al embajador».
—¿Eso dijo? ¿Que se lo dieras al embajador?
—Sí. Eso y gracias por la cerveza.
—¿Qué cerveza?
—Yo que sé. Estaba como un cencerro.
Gray leyó otra vez la portada y pasó varias páginas. Frunció el entrecejo.
—Oye, esto es político de verdad —dijo—, una especie de manifiesto.
—Si lo quieres, quédatelo —dijo Celia. Dejaron atrás los jardines Alexandrovsky y torcieron hacia el puente de Piedra.
Hugo Gray pensaba echar un rápido vistazo al regalito y luego tirarlo a la basura. Pero tras leer diez páginas, se levantó y pidió una entrevista con el jefe de puesto, un escocés astuto con un ingenio mordaz.
Cada día registraban el despacho del jefe en busca de micrófonos, pero las conferencias realmente secretas se centraban en la «burbuja», una sala de reuniones suspendida de vigas reforzadas de manera que todo el perímetro está rodeado de aire una vez las puertas están cerradas. Registrada regularmente de arriba abajo, la burbuja se considera impenetrable por el espionaje enemigo. Gray no se sentía lo bastante seguro para pedir que se trasladaran a la burbuja.
—Sí, muchacho —dijo el jefe.
—Mira, Jock, no sé si te hago perder el tiempo. Es probable que sí. Lo siento. Verás, es que ayer ocurrió algo muy extraño. Un viejo dejó esto en el coche de Celia Stone. ¿La conoces? Es la agregada de prensa. Tal vez no sea nada…
Se le acabó la cuerda. El jefe le miró por encima de sus anteojos.
—¿Que lo dejó en el coche? —preguntó gentilmente.
—Eso dice ella. Abrió la puerta, lo arrojó dentro, le pidió que lo entregara al embajador y se marchó.
El jefe de puesto tendió la mano para recibir la carpeta de tapas negras con las huellas de los zapatos de Gray.
—¿Cómo era ese hombre? —preguntó.
—Viejo, desharrapado, sin afeitar. Una especie de vagabundo. Le dio un susto de muerte a la chica.
—¿Es una solicitud?
—Eso pensó ella. Iba a tirarlo a la basura. Pero esta mañana me llevó en su coche y leí algo por el camino. Parece más bien político. La portada interior lleva el sello con el logotipo de la UFP. Parece escrito por Igor Komárov.
—Nuestro futuro presidente. Qué raro. Bien, muchacho, déjame que le eche un vistazo.
—Gracias, Jock —dijo Gray, levantándose.
El tuteo entre agentes jóvenes y mandarines es moneda corriente en el servicio secreto británico. Se considera que fomenta cierto sentido de la camaradería, de la familia, subrayando la psicología del nosotros-y-ellos propia de todas las organizaciones de este peculiar oficio. Sólo al jefe máximo se le llama jefe o señor.
Gray había llegado a la puerta cuando su superior le detuvo.
—Una cosa, muchacho. Los apartamentos de la era soviética fueron muy mal construidos y las paredes eran delgadas. Lo siguen siendo. Nuestro tercer secretario comercial tiene los ojos enrojecidos de haber permanecido en vela toda la noche. Por suerte su esposa está en Inglaterra. La próxima vez, ¿no podríais tú y la encantadora señorita Stone ser un poco menos ruidosos?
Hugo Gray enrojeció como los muros del Kremlin y se marchó sin decir palabra. El jefe de puesto dejó el documento de cubierta negra a un lado. Le esperaba un día muy movido y no deseaba tener líos por culpa de vagabundos que arrojaban cosas al interior de los coches. No sería hasta la noche cuando el jefe de espías leería en su despacho lo que después iba a conocerse como el Manifiesto Negro.
Madrid, agosto de 1984
Antes de trasladarse a una nueva dirección en noviembre de 1986, la embajada de la India en Madrid estaba situada en un sobrecargado edificio de finales de siglo en la calle Velázquez. El día de la Independencia de 1984 el embajador, como era costumbre, organizó una amplia recepción para miembros destacados del gobierno español y para el cuerpo diplomático. Como siempre, la fiesta era el 15 de agosto.
Debido al calor asfixiante de aquel mes en Madrid y al hecho de que agosto es el mes de las vacaciones gubernamentales, parlamentarias y diplomáticas, muchas figuras importantes estaban fuera de la capital, siendo representadas por funcionarios de menor rango. Para el embajador eso era lamentable, pero los indios difícilmente podían reescribir la historia y cambiar el día de su independencia.
Los norteamericanos estaban representados por su encargado de negocios, secundado por el segundo secretario comercial, un tal Jason Monk. El jefe de puesto de la CIA también estaba ausente y Monk, elevado al número dos del puesto, era el encargado de suplirle.
Había sido un buen año para Monk. Había salido airoso del curso de español y ascendido de GS-12 a GS-13.
La etiqueta GS (Government Schedule, o Lista de Gobierno) podía significar poco para alguien del sector privado porque es la escala salarial que se aplica a funcionarios del gobierno federal, pero dentro de la CIA no sólo indicaba salario sino también rango, prestigio y nivel de progreso en la carrera.
Resumiendo, en un reajuste de altos cargos el director de la CIA, William Carey, acababa de nombrar un nuevo subdirector de Operaciones para sustituir a John Stein. El subdirector de Operaciones es el jefe de toda la sección encargada de recabar información para la Agencia y por consiguiente está al mando de todos los agentes de ese campo. El nuevo subdirector era el hombre que había reclutado a Monk. Carey Jordan.
Finalmente, al término de sus estudios de español, Monk había sido destinado no a la división Latinoamérica sino a Europa Occidental, que solamente tiene un país de habla hispana.
Y no es que España fuese territorio hostil, antes al contrario. Pero para un agente de la CIA soltero y de 34 años, la atractiva capital de España era mil veces mejor que Tegucigalpa.
Debido a las buenas relaciones entre Estados Unidos y su aliado español, gran parte del trabajo de la CIA no consistía en espiar a España sino en colaborar con el contraespionaje español y vigilar de cerca a la numerosa comunidad soviética y europeo-oriental que estaba plagada de agentes hostiles. En sólo dos meses, Monk había establecido buenas relaciones con la rama española, la mayoría de cuyos agentes importantes procedía de los tiempos de Franco y no simpatizaba con el comunismo. Como les costaba bastante pronunciar Jason, los españoles habían apodado el Rubio al joven norteamericano, y les caía bien. Monk solía causar ese efecto en la gente.
La recepción fue calurosa y típica; grupos de personas circulando a paso lento, tomando el champán del gobierno indio que se quedaba caliente en diez segundos, y conversando cortés e inconexamente de cualquier cosa. Monk, calculando que ya había puesto su granito de arena por el Tío Sam, se disponía a marcharse cuando vio una cara conocida.
Se abrió paso entre la multitud, se acercó por detrás al hombre y esperó a que el del traje gris oscuro hubiese terminado de hablar con una mujer envuelta en un sari. Monk, desde atrás, le dijo en ruso:
—Y bien, amigo, ¿cómo acabó lo de su hijo?
El hombre se puso tieso y giró la cabeza. Luego sonrió.
—Gracias —dijo Nikolai Turkin—, se recuperó. Ahora se encuentra muy bien.
—Me alegro, y por lo que veo su carrera también ha sobrevivido.
Turkin asintió con la cabeza. Aceptar un regalo del enemigo era inconcebible y si alguien le hubiera denunciado jamás habría podido salir de la URSS. Pero Turkin se había visto forzado a ponerse en manos del profesor Glazunov. El viejo médico tenía también un hijo e interiormente creía que su país debía cooperar con los mejores centros de investigación del mundo en asuntos médicos. Glazunov decidió no dar parte y aceptó modestamente los aplausos de sus colegas por la extraordinaria recuperación del hijo de Turkin.
—Afortunadamente sí, pero por los pelos —contestó.
—Vamos a cenar —dijo Monk. El soviético puso cara de perplejidad. Monk alzó las manos en una parodia de rendición—. Nada de pitch, le doy mi palabra.
Turkin se tranquilizó. Ambos sabían lo que hacía el otro. El hecho de que Monk hablara tan bien el ruso indicaba que no podía estar en la sección comercial de la embajada norteamericana. Monk sospechaba que el ruso podía ser del contraespionaje del KGB, debido a la libertad de que gozaba para dejarse ver con norteamericanos.
El hecho de que el norteamericano hubiera empleado la palabra pitch en son de broma indicaba que estaba proponiendo una breve tregua en la guerra fría. Pitch o cold pitch es la expresión que se emplea cuando un agente secreto propone a alguien del otro bando un intercambio de equipo.
Tres noches más tarde los dos hombres llegaban por separado a una pequeña calle del casco antiguo de Madrid, la de los Cuchilleros. A medio camino de lo que no es sino una callejuela hay una vieja puerta de tablones que se abre a un sótano tras bajar unos peldaños. El sótano tiene arcos de ladrillo y es una vieja bodega que data de la Edad Media. Durante muchos años ha servido cocina típica española bajo la razón de Sobrinos de Botín. Los viejos arcos dividen el espacio en compartimientos con una mesa en el centro, y Monk y su invitado tuvieron uno para ellos.
La comida era buena. Monk pidió un Marqués de Riscal. Se abstuvieron de hablar del trabajo por pura cortesía y, en cambio, charlaron de esposas e hijos (Monk reconoció que aún no tenía ni lo uno ni lo otro). El pequeño Yuri ya iba al colegio, pero durante las vacaciones de verano se quedaba en casa de sus abuelos. El tinto sentaba bien y llegó una segunda botella.
Monk no advirtió al principio que tras la afable fachada de Turkin se alojaba una ira en ebullición; no contra los norteamericanos sino contra el sistema que casi había dejado morir a su hijo. La segunda botella de vino estaba casi vacía cuando de repente Turkin preguntó:
—¿Usted es feliz trabajando para la CIA?
«¿Me está soltando un pitch? —se dijo Monk—. ¿Es que el muy imbécil trata de reclutarme?».
—No está mal —contestó con cautela. Estaba sirviendo vino y miraba la botella, no al ruso.
—Cuando tiene algún problema, ¿le ayudan?
Monk siguió mirando el vino, la mano firme.
—Por supuesto. Mi gente es capaz de todo por echarte una mano. Forma parte del código.
—Debe ser agradable trabajar para gente que vive con tanta libertad —dijo Turkin. Monk enderezó finalmente la botella y le miró. Él había prometido no hacer pitch, pero era el ruso el que lo estaba proponiendo.
—Mire, amigo, el sistema para el que usted trabaja va a cambiar. Y pronto. Nosotros podríamos hacer que cambiara más deprisa. Yuri será un adulto libre.
Andrópov había muerto pese a los medicamentos que le enviaban de Londres. Le había sucedido otro miembro del club geriátrico, Konstantin Chernenko, a quien había que sostener por las axilas. Pero se rumoreaba que soplaban nuevos vientos en el Kremlin, un hombre joven llamado Gorbachov. Con el café, Turkin ya había cambiado de bando; en adelante se mantendría dentro del KGB pero trabajando para la CIA.
La suerte de Monk era que su superior estaba de vacaciones. De no ser así, Monk habría tenido que entregar a Turkin para que otros se ocuparan de él. Por el contrario, recaía en Monk la misión de poner en clave el telegrama ultrasecreto que enviaría a Langley notificando el reclutamiento de Turkin.
Hubo, por supuesto, un escepticismo inicial. Un comandante del Line KR en pleno corazón del KGB era un premio gordo. Monk empleó el resto del verano en celebrar diversas reuniones clandestinas en distintos puntos de Madrid para averiguar cosas acerca de su colega soviético.
Nacido en Omsk, Siberia occidental, en 1951, hijo de un ingeniero de la industria militar, Turkin no había podido ingresar en la universidad que él quería y a los dieciocho años se alistó en el ejército. Fue destinado a la Guardia Fronteriza, nominalmente bajo control del KGB. Allí fue «repescado» y luego enviado al instituto Dservinsky, departamento de contraespionaje, donde aprendió inglés. Con brillantes resultados.
Incluido en un pequeño grupo, fue transferido al centro de instrucción de inteligencia del KGB, el prestigioso instituto Andrópov. Al igual que Monk en el otro extremo del mundo, le habían etiquetado como persona de gran talento. Para aquellos sin experiencia en el KGB y sin conocimientos de idiomas extranjeros el instituto organizaba cursos de dos y tres años. Turkin poseía ambas cosas, y sólo estuvo un año. Tras graduarse con sobresaliente fue aceptado en el directorio K, división de contraespionaje, dentro del Primer Directorio del KGB. Al mando del K estaba en aquellos tiempos el general más joven del comité, Oleg Kalugin.
Con veintisiete años, Turkin se casó en 1978 y tuvo un hijo, Yuri, ese mismo año. En 1982 obtenía su primer destino en el extranjero, Nairobi; su principal misión: intentar infiltrarse en el puesto de la CIA en Kenia y reclutar agentes tanto allí como en el establishment keniano. La enfermedad de su hijo Yuri iba a acortar prematuramente su estancia en Kenia.
Turkin hizo su primera entrega de información a la CIA en octubre. Sabiendo que estaba en funcionamiento un complejo sistema de comunicaciones encubiertas, Monk llevó el paquete a Langley personalmente. Resultó pura dinamita. Turkin echaba por tierra casi todo el montaje del KGB en España. Para proteger a su fuente, los norteamericanos fueron pasando la información a los españoles en pequeñas dosis, asegurándose de que las detenciones de agentes que espiaban para Moscú apareciesen como un golpe de suerte o buen olfato por parte del servicio secreto español. En cada caso al KGB se le hizo saber (vía Turkin) que el propio agente español había cometido un grave error propiciando así su captura. Moscú no sospechó nada, pero se quedó sin personal en la península Ibérica.
Tres años de estancia en Madrid le valieron a Turkin el cargo de rezident suplente, lo que le daba acceso prácticamente a todo. En 1987 regresaría a Moscú para convertirse un año después en jefe de toda la rama del directorio K dentro del enorme «aparato» que el KGB tuvo en Alemania del Este hasta la retirada final tras la caída del Muro y, posteriormente, del comunismo y la reunificación alemana en 1990. En todo ese tiempo, aunque pasó centenares de mensajes y paquetes de información, Turkin insistió en ser controlado por un solo hombre, su amigo del otro lado del Telón de Acero, Jason Monk. Era un pacto inusual. Los espías por lo general, a lo largo de una carrera de seis años, tienen varios «controladores», pero Turkin se empeñaba en que, en su caso, Langley se saltase la norma.
Cuando Monk llegó a Langley en otoño de 1986 fue requerido en el despacho de Carey Jordan.
—He visto el material —dijo el nuevo subdirector de Operaciones—. Es bueno. Creíamos que podía ser un doble, pero los agentes españoles que ha dejado en la cuneta son de primera categoría. Su hombre es de fiar. Buen trabajo.
Monk asintió en señal de agradecimiento.
—Sólo hay una cosa —dijo Jordan—. Yo no llevo aquí cinco días. Su informe sobre la estrategia de reclutamiento es correcto, pero ¿no cree que falta algo? ¿Cómo es que Turkin no se ofreció voluntario?
Monk le dijo lo que no había incluido en el informe: la enfermedad del niño en Nairobi y los medicamentos sacados del Walter Reed Hospital.
—Debería meterle un puro —dijo Jordan al fin. Se levantó y se dirigió hacia la ventana.
El bosque de abedules y hayas que se extendía hasta el río Potomac era una llamarada de oro y bermellón.
—Dios mío —dijo al cabo—. No conozco a nadie en la Agencia que no le hubiera sacado un favor a cambio de esas medicinas. ¿Y si no le llega a ver más? Lo de Madrid fue pura chiripa. ¿Sabe lo que decía Napoleón de los generales?
—No, señor.
—Decía: Me da igual que sean buenos, los quiero con suerte. Usted es un tipo raro pero afortunado. ¿Sabe que tendremos que trasladar a su hombre a la división SE?
En la cumbre del organigrama de la CIA estaba siempre el director. Debajo de él había los dos directorios principales, Inteligencia y Operaciones. El primero, al mando de un subdirector, tenía la tarea de cotejar y analizar la enorme masa de información en bruto que llegaba a la Agencia, y extraer de ella los resúmenes que irían a parar a la Casa Blanca, el Consejo Nacional de Seguridad, el Departamento de Estado, el Pentágono, etcétera. Recabar toda esa información era el cometido de Operaciones, al mando de su subdirector. El directorio de Operaciones se bifurcaba en distintas divisiones conforme a un mapa: Latinoamérica, Oriente Medio, Sudeste Asiático y así sucesivamente. Pero durante los cuarenta años de guerra fría —de 1950 a 1990 y el descalabro comunista— la división clave fue la de Unión Soviética/Europa del Este, conocida como SE.
Los empleados de otras secciones solían quejarse de que aunque ellos pudieran reclutar a un valioso elemento soviético en Bogotá o Yakarta, éste, tras su reclutamiento, quedaría bajo control de la división SE, que a partir de entonces haría las veces de controlador. Lo lógico era que el nuevo agente acabara siendo transferido de Bogotá o Yakarta probablemente a la URSS.
Como la Unión Soviética era el enemigo número uno, la división SE se convirtió en la estrella del directorio de Operaciones. Las plazas eran muy codiciadas. Pese a que Monk se había especializado en ruso y había pasado años leyendo publicaciones soviéticas en un cuarto secreto, había estado ya en la división África e incluso había sido destinado a Europa Occidental.
—Sí, señor —dijo.
—¿Quiere usted ir con él?
Monk se animó de pronto.
—Sí, señor. Me gustaría mucho.
—Muy bien. Usted lo encontró y usted lo reclutó, pues encárguese usted de él.
Monk fue transferido a la división SE antes de una semana. Se le encargó dirigir al comandante Nikolai Ilyich Turkin, del KGB. Nunca volvió a residir en Madrid, pero sí estuvo de visita, reuniéndose secretamente con Turkin en puntos de la sierra de Guadarrama, donde charlaron de muchas cosas mientras Gorbachov llegaba al poder y los programas gemelos de la perestroika y la glasnost empezaban a relajar las cosas. Monk estaba satisfecho pues no sólo consideraba a Turkin un «elemento valioso» sino también un amigo.
Hacia 1984 la CIA se estaba convirtiendo —algunos dirían que se había convertido ya— en una enorme y rechinante agencia burocrática más dedicada al papeleo que a recabar información confidencial. Monk detestaba la burocracia y desdeñaba el papeleo, convencido de que aquello que se ponía por escrito podía ser robado o copiado. En el corazón mismo del papeleo de la división SE estaban los archivos 301, con los pormenores de todos los agentes soviéticos que trabajaban para el Tío Sam. Aquel otoño Monk «olvidó» consignar los detalles referentes al comandante Turkin, nombre en clave GT Lisandro, en los archivos 301.
La noche del 17 de julio, Jock MacDonald, jefe de puesto del SIS británico en Moscú, tuvo una cena ineludible. Volvió un momento a su despacho para dejar allí unas notas que había tomado durante la cena —no se fiaba de que no pudieran entrar a robar en su apartamento— y sus ojos repararon en la carpeta de cubierta negra. La abrió con indiferencia y empezó a leer. Estaba en ruso, por supuesto, pero él era bilingüe.
De hecho no llegó a ir a su casa aquella noche. A las doce telefoneó a su esposa para justificar su retraso y volvió a la lectura del documento. Había unas cuarenta páginas mecanografiadas, divididas en veinte apartados temáticos.
Leyó la parte concerniente al restablecimiento de un Estado unipartidista y la reactivación de la cadena de campos de trabajos forzados para los disidentes y otros indeseables.
Analizó detenidamente los párrafos dedicados a la solución final de la comunidad judía y el tratamiento de los chechenos en particular, así como de todas las minorías raciales.
Estudió las páginas relativas al pacto de no agresión con Polonia para convertir la frontera occidental en zona de amortiguación, así como la reconquista de Bielorrusia, las repúblicas bálticas y las repúblicas meridionales de la URSS. Ucrania, Georgia, Armenia y Moldavia.
Devoró los párrafos que trataban del restablecimiento del arsenal atómico y su utilización contra los enemigos circundantes.
Meditó largamente las páginas donde se explicaba el destino de la Iglesia ortodoxa rusa y todas las demás confesiones religiosas.
Según el manifiesto, las humilladas fuerzas armadas, ahora acuarteladas e inactivas, serían rearmadas y provistas de nuevo material no como fuerza de defensa sino para la reconquista. Las poblaciones de los territorios reconquistados trabajarían como servidores a fin de producir alimentos para los amos rusos. El control sobre dichos habitantes sería ejercido por la población étnica rusa de los territorios exteriores, bajo la supervisión de un gobernador imperial de Moscú. La Guardia Negra garantizaría el orden nacional, gracias a un incremento de doscientos mil hombres en sus filas. También se ocuparían de dar un tratamiento especial a los elementos antisociales: liberales, periodistas, sacerdotes, gays y judíos.
El documento pretendía asimismo revelar la respuesta a un enigma que ya tenía perplejos a MacDonald y otros: la fuente de los ilimitados fondos electorales de la Unión de Fuerzas Patrióticas.
En la escuela de 1990 el hampa criminal rusa había sido un enorme crisol de bandas que, en los primeros días, se enzarzaron en sanguinarias guerras territoriales, dejando en las calles a veintenas de muertos. En 1995 se había puesto en marcha una política de unificación. Hacia 1999 toda Rusia, desde la frontera occidental hasta los Urales, era el feudo de cuatro grandes consorcios criminales, el principal de los cuales era el Dolgoruki, con base en Moscú. Si el documento que tenía ante él era auténtico, ellos eran quienes financiaban a la UFP a fin de cobrarse más adelante la recompensa, esto es, la aniquilación de las demás bandas y la supremacía de la suya.
Eran las cinco de la madrugada cuando, tras la quinta relectura, Jock MacDonald cerró el Manifiesto Negro. Se reclinó en el sillón y miró el techo. Hacía tiempo que había dejado de fumar, pero ahora le apetecía un cigarrillo.
Finalmente se levantó, guardó el documento en su caja fuerte y salió de la embajada. En la calzada, a la luz del amanecer, contempló los muros rojos del Kremlin, bajo cuya sombra, cuarenta y ocho horas antes, un viejo con un raído sobretodo militar había estado sentado, mirando hacia la embajada.
Suele creerse que los jefes de espías no son gente religiosa, pero las apariencias y las profesiones pueden engañar. En las Highlands de Escocia existe una larga tradición católica entre la aristocracia. Se trata de los condes y los barones que se unieron con los hombres de su clan bajo la bandera del católico príncipe Charlie en 1745, para ser derrotados un año más tarde en la batalla de Culloden por el hanoveriano duque protestante de Cumberland, hijo de Jorge II.
El jefe de puesto MacDonald provenía del núcleo mismo de esa tradición. Su padre era un MacDonald de Fassifern, pero su madre lo había educado en la fe. Echó a andar. Primero fue hasta el próximo puente, el Bolshoi Most, luego cruzó hacia la catedral ortodoxa de San Basilio. Rodeó el edificio y enderezó sus pasos hacia el centro, que empezaba a despertar, primero hacia la plaza Nueva y luego otra vez a la izquierda.
Al dejar atrás la plaza vio cómo se iban formando las primeras colas para la comida de beneficencia. Había una justo detrás de la plaza donde había tenido su feudo el comité central del Partido Comunista de la URSS.
Varias organizaciones extranjeras participaban en la ayuda benéfica a Rusia, así como Naciones Unidas en un plano más oficial, y Occidente había hecho anteriormente generosas donaciones para los orfanatos rumanos y los refugiados bosnios. Pero era una tarea formidable, pues los indigentes de las zonas rurales que llegaban a la capital, aunque eran apresados o expulsados por la milicia, reaparecían de nuevo.
Esperaban en la semiclaridad del alba, viejos y harapientos, mujeres con niños, el campesinado ruso que no había cambiado desde Potemkin, con su bovina pasividad y santa paciencia. A finales de julio el clima era lo bastante cálido para mantenerlos con vida. Pero cuando llegaba el frío, ese frío cortante del invierno ruso… El enero anterior había sido malo, pero el próximo… Jock MacDonald meneó la cabeza al pensarlo y siguió su camino.
El paseo le llevó a la plaza Lubyanskaya, conocida anteriormente como Dzerzhinsky. Aquí había estado durante decenios la estatua de Iron Feliks, el fundador de la primitiva máquina del terror leninista, la Cheka. En la parte de atrás se levantaba el enorme bloque gris y ocre conocido simplemente como Moscú Centro, el cuartel general del KGB.
Detrás del viejo edificio del KGB está la tristemente célebre cárcel de Lubyanka, donde habían sido sacadas por la fuerza incontables confesiones y llevado a cabo ejecuciones. Detrás de la cárcel hay dos calles, Gran Lubyanka y Pequeña Lubyanka. Escogió la segunda. Subiendo Lubyanka Malaya está la iglesia de San Luis, adonde acuden muchos diplomáticos y algunos de los pocos rusos católicos.
Unos doscientos metros a su espalda y fuera de su campo visual debido al edificio del KGB, unos cuantos vagabundos dormían en el amplio portal de la enorme tienda de juguetes Detskiy Mir (El Mundo de los Niños).
Dos tipos fornidos con tejanos y cazadora negra de cuero entraron en el portal de la juguetería y empezaron a despertar vagabundos. Uno de ellos vestía un viejo sobretodo del ejército con varias medallas deslustrosas prendidas de la solapa. Los hombres se inclinaron sobre él y le sacaron de su ensueño zarandeándolo.
—¿Se llama usted Zaitsev? —le espetó uno. El viejo asintió.
El otro hombre sacó de un bolsillo un teléfono portátil, pulsó varios números y habló. Antes de cinco minutos un Moskvitch frenó junto al bordillo. Los hombres empujaron al viejo y lo metieron en la trasera amontonándose a ambos lados. El viejo intentó decir algo antes de entrar, y de su boca escapó un brillo de acero inoxidable.
El coche rodeó rápidamente la plaza, pasó por detrás del edificio que había albergado la Sociedad de Seguros de Todas las Rusias antes de convertirse en casa del terror, y enfiló a toda velocidad Lubyanka Malaya, pasando junto a un diplomático británico que caminaba por la acera.
MacDonald entró en la iglesia con ayuda de un soñoliento sacristán, fue hasta el fondo de la nave y se arrodilló ante el altar. Alzó los ojos y la figura de Cristo le miró desde la cruz. El hombre rezó.
Los rezos de un hombre son cosa muy privada, pero lo que dijo fue:
—Dios, te ruego que sea una falsificación. Porque si no lo es, una gran maldad se cierne sobre nosotros.