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Tras dos horas sentado en un banco junto al río, Leonid Zaitsev no había resuelto aún su problema. Ahora lamentaba haber cogido el documento. En realidad no sabía por qué lo había hecho. Si lo descubrían, sería castigado. Claro está que la vida parecía haberle castigado siempre y él no acertaba a comprender la razón.

Conejo había nacido en una aldea pobre al oeste de Smolensko en 1936, una más de entre las decenas de millares esparcidas por la zona. Una sola calle, polvorienta en verano, un lodazal en otoño y una pista de hielo en invierno. Sin pavimentar, por supuesto. Una treintena de casas, varios graneros y los antiguos campesinos apiñados ahora en una granja colectiva estalinista. Su padre era agricultor, y vivían en una casucha frente a la vía del tren.

Calle abajo, con su pequeño comercio y un piso encima, vivía el panadero del pueblo. Su padre le decía que no tuviera tratos con el panadero, porque era un yevrey. Leonid no sabía qué significaba eso, seguro que nada bueno. Pero veía que su madre compraba el pan allí, y bien bueno que era.

Le extrañó que le recomendaran no hablar con el panadero, pues era un hombre jovial que a veces se paraba a la puerta de su tienda, guiñaba un ojo a Leonid y le lanzaba un bulochka, un bollo fresco y pegajoso recién sacado del horno. Debido a lo que le decía su padre, él corría a esconderse tras el cobertizo del ganado para comerse el bollo. El panadero vivía con su mujer y sus dos hijas, a las que a veces veía asomarse desde la tienda, aunque nunca parecían salir a la calle a jugar.

Un día de finales de julio de 1941 la muerte llegó a la aldea. El muchacho no sabía entonces que aquello era la muerte. Oyó el estruendo y salió a toda prisa del granero. Unos monstruos de hierro entraban por la calle principal. El primero de ellos se detuvo justo en mitad de las casas. Leonid salió a la calle para verlo mejor.

Parecía enorme, como una casa grande, pero avanzaba sobre orugas y por delante le salía un largo cañón. En lo alto del monstruo, justo encima del cañón, un hombre con medio cuerpo fuera se sacó un casco acolchado y lo dejó a su vera. Aquel día hacía mucho calor. Luego se dio la vuelta y miró a Leonid desde arriba.

El niño vio que el hombre tenía el pelo de un rubio casi blanco y los ojos de un azul tan pálido como si el cielo estival le estuviera traspasando el cráneo desde atrás. No había expresión en su mirada, ni amor ni odio, sólo una suerte de inexpresivo aburrimiento. Muy lentamente el hombre alargó una mano y sacó una pistola de su zurrón.

Algo le dijo a Leonid que las cosas estaban mal. Oyó cómo arrojaban granadas desde las ventanas, y oyó gritos. Tuvo miedo, dio media vuelta y echó a correr. Se produjo un chasquido y algo le pasó rozando el pelo. Se escondió detrás del cobertizo, empezó a llorar y siguió corriendo. Detrás de él se oía una especie de chisporroteo y las casas en llamas despedían un olor a madera chamuscada. Vio el bosque y siguió corriendo.

Una vez entre los árboles no supo qué hacer. No paraba de llorar, llamando a sus padres. Pero sus padres no llegaban. Nunca llegarían.

Vio a una mujer clamar por su marido y sus hijas. Era la mujer del panadero, la señora Davidova. La mujer le estrechó contra su seno, y él no pudo comprender por qué lo hacía o qué habría pensado su padre, ya que era una yevreyka.

La aldea había dejado de existir y la unidad acorazada SS-Panzer ya se alejaba del lugar. En el bosque quedaban algunos supervivientes. Más tarde encontraron a unos partisanos, hombres acerados, barbudos y armados, que vivían allí. Formaron una columna guiados por uno de ellos y partieron con rumbo al este, siempre al este.

Cuando Leonid se cansaba, la señora Davidova lo llevaba en brazos hasta que por fin, semanas después, avistaron Moscú. Ella conocía allí a unas personas que les proporcionaron refugio, comida y calor. Se portaron bien con él, tenían el mismo aspecto que el panadero, con tirabuzones desde las sienes hasta la barbilla, y sombreros de ala ancha. Aunque él no era yevrey, la señora Davidova insistió en adoptarlo y cuidó de él durante años.

Al terminar la guerra las autoridades descubrieron que Leonid no era su verdadero hijo y los separaron, enviándolo a él a un orfanato. El chico lloró mucho al despedirse, y ella también, pero ya no volvieron a verse. En el orfanato le enseñaron que yevrey quería decir judío.

Conejo permanecía en su banco pensando en el documento que llevaba bajo la camisa. No acababa de entender el significado de expresiones como «exterminación total» o «absoluta aniquilación». Las palabras le resultaban demasiado largas, pero no creía que fueran palabras buenas. No entendía por qué Komárov po­día querer hacerle eso a gente como la señora Davidova.

Por el este asomó un atisbo de rosa. Era una gran mansión al otro lado del río, en el puente de Sofía, un infante de marina británico sacó una bandera y empezó a subir por la escalerilla que llevaba al tejado.

El patrón cogió su daiquiri, se levantó de la mesa y fue hacia la barandilla de madera. Bajó la vista hacia el agua y luego contempló el puerto en penumbra.

«Cuarenta y nueve —pensó—, cuarenta y nueve años y aún debes dinero a la tienda. Jason Monk, te estás volviendo viejo». Tomó un sorbo y notó cómo le entraban la lima y el ron. «Qué diablos, la vida ha valido la pena. Al menos ha sido emocionante».

Pero no había empezado así, sino en una humilde casa de madera en el pequeño pueblo de Crozet (Virginia), al este del río Shenandoah y a ocho kilómetros de la carretera que une Waynesboro con Charlottesville.

Albemarle County es una región agrícola saturada de recuerdos de la guerra de secesión, ya que el ochenta por ciento de esa guerra se libró en Virginia, y ningún virginiano lo olvidará jamás. En la escuela primaria del condado la mayoría de sus compañeros de clase tenían padres que cultivaban tabaco y habas de soja o criaban cerdos.

Por contra, el padre de Jason Monk trabajaba como guarda-bosques en el Parque Nacional de Shenandoah. Nadie se hacía millonario trabajando para el Departamento Forestal, pero para un chico estaba bien, aunque el dinero escaseara. Las vacaciones no eran para haraganear sino para buscar trabajos extra con que ganar algo más de dinero y ayudar un poco en casa.

Jason recordaba que de pequeño su padre lo llevaba al parque, que comprendía las montañas Blue Ridge, para enseñarle a distinguir la pícea, el abedul, el abeto y el pino del incienso. A veces se encontraban a los guardabosques y el chico escuchaba extasiado sus historias sobre osos negros y venados, sobre la caza del pavo, el urogallo y el faisán.

Más adelante aprendió a usar una escopeta con infalible puntería, a seguir rastros, a acampar y esconder todo vestigio por la mañana, y cuando fue lo bastante grande y fuerte le dejaron ir a los campamentos de leñadores.

Asistió a la escuela primaria desde los cinco hasta los doce años y recién cumplidos los trece se matriculó en el instituto del condado, en Charlottesville, levantándose cada día antes del alba para ir de Crozet a la ciudad. Y en el instituto ocurriría algo que iba a cambiar su vida.

En 1944 cierto sargento de reclutas había desembarcado, junto a otros miles de soldados, en Omaha Beach para adentrarse en tierras de Normandía. Cerca de Saint Lo, tras haberse separado de su unidad, entró en el campo visual de un francotirador alemán. Tuvo suerte, la bala sólo le rozó el antebrazo. El norteamericano de veintitrés años logró llegar a una granja cercana donde la familia le curó la herida y le dio refugio. Cuando la muchacha de la casa le puso la compresa fría sobre la herida y él la miró a los ojos, el norteamericano supo que había recibido un golpe más fuerte que todas las balas alemanas.

Un año después volvió a Normandía desde Berlín, se declaró y se casó con la chica —que entonces tenía diecisiete años— en el huerto de la granja de su padre. La boda la ofició un capellán del ejército norteamericano. Posteriormente, como los franceses no se casan en los huertos, el cura católico del pueblo ofició la ceremonia en la iglesia local. Luego el sargento llevó a su esposa a Virginia.

Veinte años más tarde se había convertido en subdirector del instituto de Charlottesville, y su mujer, con los niños ya crecidos, le propuso que podía trabajar allí como profesora de francés. Si bien este idioma constaba ya en el programa de estudios, la señora Brady no sólo era una francesa nativa, sino que además era guapa y encantadora. Sus clases siempre estaban atiborradas de alumnos.

En el otoño de 1965 acudió un alumno nuevo, un muchacho más bien tímido con un rebelde mechón de pelo rubio y atractiva sonrisa, llamado Jason Monk. Al cabo de un año la profesora juraba que nunca había oído hablar francés tan bien a un extranjero. Tenía un talento innato, no sólo para dominar la sintaxis y la gramática, sino también para imitar el acento a la perfección.

En su último año de instituto, Monk solía ir a casa de la señora Brady y juntos leían a Malraux, Proust, Gide y Sartre (que por aquel entonces resultaba increíblemente erótico), aunque compartían su predilección por los poetas románticos como Rimbaud, Mallarmé, Verlaine y De Vigny. No estaba previsto que pasara pero pasó. Tal vez la culpa fue de los poetas, pero pese a la diferencia de edad, que no preocupaba ni a uno ni a otra, tuvieron una breve aventura.

A sus dieciocho años Jason Monk sabía hacer dos cosas insólitas para los adolescentes de Virginia: hablar francés y hacer el amor, ambas con considerable pericia. Y se enroló en el ejército.

En 1968 la guerra de Vietnam estaba en su apogeo. Muchos jóvenes norteamericanos trataban de eludirla. Quienes se presentaban voluntarios y firmaban por tres años eran recibidos con los brazos abiertos.

Monk hizo su instrucción y en un momento dado tuvo que redactar su currículum. Bajo la optimista pregunta «idiomas extranjeros» él puso «francés». Fue llamado al despacho del ayudante.

—¿Realmente habla francés? —le preguntó el oficial.

Monk se explicó. El ayudante telefoneó a Charlottesville y habló con la secretaria del instituto. Esta se puso en contacto con la señora Brady, que luego telefoneó al campamento. El proceso duró un día. Monk recibió orden de personarse ante el ayudante. Esta vez estaba presente un comandante del G2, el espionaje mi­litar.

Aparte de hablar vietnamita, la mayor parte de la gente de cierta edad en la antigua colonia francesa sabía francés. Monk fue enviado a Saigón. Realizó dos viajes, con un intervalo en Estados Unidos.

El día en que fue licenciado, el comandante en jefe le ordenó presentarse en su despacho. Había allí dos civiles. El coronel se marchó.

—Siéntese, sargento, por favor —dijo el más mayor y simpático de los dos. Se puso a juguetear con una pipa de brezo mientras el más serio prorrumpía en una perorata en francés. Monk respondió como si tal cosa. El juego se prolongó unos diez minutos. Luego el que hablaba francés sonrió y le dijo a su colega:

—Es bueno, Carey, muy bueno. —Y se marchó también.

—Bien, ¿qué opina de Vietnam? —preguntó el que se había quedado. Tendría unos cuarenta años. Estaban en 1971.

—Es un castillo de naipes, señor —dijo Monk—. Y se está cayendo. Dos años más y tendremos que largarnos de allí.

Carey parecía estar de acuerdo. Asintió varias veces.

—Tiene razón, pero no se lo diga a los militares. ¿Qué piensa hacer ahora?

—Todavía no lo he decidido, señor.

—Bueno, en eso no puedo ayudarle. Pero tiene usted un don; ni siquiera yo puedo decir lo mismo. Mi amigo el que está afuera es norteamericano como usted y como yo, pero vivió en Francia durante veinte años. Si él dice que usted es bueno, a mí me basta. ¿Por qué no sigue?

—¿Quiere decir en la universidad, señor?

—Sí. El ejército se ocupará del grueso de la factura. El Tío Sam considera que se lo ha ganado. Aprovéchelo.

Durante el tiempo que había servido en el ejército Monk había enviado la mayor parte del dinero que le sobraba a su madre, para ayudarla a educar a los otros hijos.

—Hasta los militares necesitan mil dólares en metálico.

Carey se encogió de hombros:

—Supongo que podremos reunir esa cantidad. Si se especializa en ruso.

—¿Y si acepto?

—Entonces llámeme. La gente para la que trabajo podría tener una oferta para usted.

—Puedo tardar cuatro años, señor.

—Oh, en mi oficio somos muy pacientes.

—¿Cómo ha sabido de mí, señor?

—En Vietnam, nuestros hombres del programa Phoenix se fijaron en su trabajo. Consiguió usted información muy valiosa sobre el Vietcong. Eso les gustó.

—Ya. Usted es de la CIA, ¿verdad, señor?

—No, qué va. Sólo un pequeño engranaje.

En realidad Carey Jordan era bastante más que un pequeño engranaje. Acabaría convirtiéndose en subdirector de Operaciones, esto es, en jefe de toda la sección de espionaje.

Monk siguió el consejo y se matriculó en la Universidad de Virginia, otra vez en Charlottesville. Volvió a tomar el té con la señora Brady, pero sólo como amigos. Estudió lenguas eslavas y se especializó en ruso a un nivel que su tutor, que era ruso, calificó de «bilingüe». Se graduó en 1975, a los veinticinco años, y en su siguiente aniversario fue aceptado en la CIA. Tras el acostumbrado adiestramiento básico en Fort Peary, lugar que en la Agencia se conoce como «La Granja», fue asignado a Langley, luego Nueva York y de nuevo a Langley.

Sería cinco años después, tras muchos cursos, cuando obtendría su primera misión en el extranjero, concretamente en Nairobi, Kenia.

El cabo de marines Meadows cumplió con su deber aquella mañana del 16 de julio. Ajustó el borde reforzado de la bandera a la cuerda de izar y deslizó el estandarte por el asta hacia lo alto. Allí quedó ondeando en la brisa matutina para anunciar a todo el mundo quiénes vivían debajo.

El gobierno británico había comprado la hermosa mansión del puente de Sofía a su anterior propietario, un magnate del azúcar, justo antes de la revolución, convirtiéndola en embajada, y allí se había quedado contra viento y marea.

Josef Stalin, el último dictador que viviría en los apartamentos oficiales del Kremlin, se levantaba cada mañana, retiraba las cortinas y veía la bandera británica ondeando al otro lado del Moscova. Eso le ponía de muy mal humor. Se presionó repetidamente a los británicos para que abandonaran el edificio, pero ellos se negaron.

Con el paso de los años la mansión fue quedando pequeña para albergar todas las secciones que exigía la legación, de modo que hubo que desperdigar secciones por todo Moscú. Pero pese a las sugerencias de concentrar todas las secciones en un mismo recinto, Londres replicó cortésmente que prefería quedarse en el puente de Sofía. Y como el edificio era territorio soberano británico, no hubo nada que hacer.

Leonid Zaitsev contempló desde su banco cómo la bandera se abría al despuntar tras las colinas los primeros rayos del alba. Eso le trajo a la cabeza un remoto recuerdo.

A los dieciocho años, Conejo había sido llamado a filas y, tras la mínima instrucción básica, asignado a tanques en Alemania del Este. Era soldado raso, y sus instructores ni siquiera lo tenían en la lista de posibles cabos.

En 1955, durante una marcha cerca de Potsdam, se había descolgado de su compañía en mitad de un espeso bosque. Perdido y asustado, vagó por entre los árboles hasta que salió a un sendero arenoso. Allí se quedó clavado al suelo, totalmente paralizado de miedo. A una decena de metros había un jeep descubierto con cuatro soldados. Estaba claro que habían hecho un alto mientras patrullaban.

Dos de ellos estaban aún en el vehículo, otros dos de pie a su lado, fumando. Bebían cerveza de botellas. Enseguida supo que no eran rusos, sino extranjeros, occidentales, de la Misión Aliada en Potsdam que el Pacto de las Cuatro Potencias había establecido en 1945 y del que Leonid no tenía noticia. Solamente sabía, porque se lo habían dicho, que eran enemigos, que querían destruir el socialismo y que, si podían, le matarían.

Los soldados dejaron de hablar y se lo quedaron mirando. Uno de ellos dijo:

—Vaya, vaya. Mira lo que tenemos aquí. Un pijotero ruso. Qué tal, Iván.

Él no comprendió nada. Llevaba una metralleta al hombro, pero ellos no parecían temerle. Todo lo contrario. Había dos que llevaban boinas negras con relucientes insignias de latón y detrás de ellas un puñado de plumas blancas y rojas. Zaitsev no lo sabía, pero estaba contemplando las plumas del uniforme de los fusileros reales.

Uno de los que estaban de píe se apartó de la carrocería y se acercó a él. Leonid pensó que se orinaría en los pantalones. El soldado también era joven, pelirrojo y muy pecoso. Sonrió a Zaitsev y le tendió una botella de cerveza.

—Vamos, hombre. Bébete una.

Leonid sintió el contacto del frío cristal en la mano. El soldado extranjero le animó con un gesto de la cabeza. Seguro que estaba envenenada. Se llevó la botella a los labios y la inclinó. El frío líquido cayó en su garganta. Era más fuerte que la cerveza rusa y mejor, pero le hizo toser. El pelirrojo rió.

—Venga. Bebétela —dijo.

Para Zaitsev era sólo una voz haciendo sonidos. Asombrado, vio cómo el extranjero se volvía tranquilamente hacia su vehículo. El soldado no le tenía miedo. Él estaba armado y era del Ejército Rojo, pero los extranjeros sonreían y bromeaban entre ellos.

Se quedó junto a los árboles, bebiendo la cerveza fría y preguntándose qué pensaría el coronel Nikoláiev si lo viese. Era el que mandaba su escuadrón. Sólo tenía treinta años pero era un héroe de guerra con medalla y todo. Una vez se había detenido para preguntar a Zaitsev por sus antecedentes, dónde se había criado. El soldado raso se lo dijo: en un orfanato. El coronel le había palmeado la espalda y le había dicho que ahora tenía un hogar. El adoraba al coronel Nikoláiev.

Estaba demasiado asustado para arrojarles la botella y, además, era muy buena, por más veneno que pudiera contener. Así que se la bebió. Al cabo de diez minutos los que se habían apeado montaron en la trasera del jeep y se pusieron sus boinas. El conductor arrancó y se alejaron. Sin prisas, sin temor. El del pelo rojo se giró para saludar. Eran el enemigo, se disponían a invadir Rusia, pero le saludaban a él.

Cuando se hubieron marchado arrojó la botella hacia los árboles y corrió por el bosque hasta que por fin divisó un camión ruso que lo devolvió al campamento. El sargento le puso una semana de faena por perderse, pero él no le contó a nadie el episodio de los extranjeros y la cerveza.

Antes de que el vehículo arrancara había reparado en que llevaba una especie de insignia de regimiento en la aleta frontal derecha y una larga antena en la parte trasera. En la antena había una bandera de unos treinta centímetros cuadrados. Tenía cruces; una vertical de color rojo y dos diagonales, rojas y blancas. Todo ello sobre un fondo azul. Una curiosa bandera roja, blanca y azul.

Cuarenta y cuatro años después allí estaba de nuevo, ondeando en lo alto de un edificio de la otra orilla. Conejo había resuelto su problema. Sabía que no debía haberle robado el documento a Akópov, pero ahora no podía devolverlo. Quizá nadie notara su ausencia. Así que se lo daría a la gente de la bandera curiosa que te invitaba a cerveza. Ellos sabrían qué hacer con los papeles.

Se levantó del banco y echó a andar río abajo hacia el puente de Piedra para cruzar el Moscova hacia el puente de Sofía.

Nairobi, 1983

Cuando el niño empezó a tener dolor de cabeza y un poco de fiebre su madre creyó que sería un catarro veraniego. Pero al caer la noche el pequeño de cinco años gritaba de dolor y sus padres pasaron la noche en vela. Por la mañana sus vecinos del recinto diplomático soviético, que tampoco habían dormido bien porque las paredes eran delgadas y las ventanas estaban abiertas por el calor, preguntaron qué pasaba.

Esa misma mañana la madre llevó a su hijo al médico. Ninguna embajada de los países del Telón de Acero tenía médico propio, sino que compartían uno. El doctor Svoboda estaba en la embajada checa pero atendía a toda la comunidad comunista. Era un hombre bueno y concienzudo, y tardó apenas unos momentos en asegurar a la madre rusa que su hijo tenía malaria. Le administró la dosis apropiada de una de las variantes de la paludrina que la medicina rusa empleaba en esa época, además de unas tabletas que debía tomar cada día.

El niño no reaccionó. En dos días su estado empeoró considerablemente. Aumentaron la temperatura y los temblores y el niño gritaba de dolor de cabeza. El embajador no dudó en conceder el permiso para una visita al Hospital General de Nairobi. Como la madre no sabía inglés, su marido, el por entonces segundo secretario comercial, Nikolai Ilyich Turkin, la acompañó.

El doctor Winston Moi también era un buen médico, y probablemente conocía mejor que el checo las enfermedades tropicales. Realizó un diagnóstico completo y miró a los padres con una sonrisa.

—Plasmodium falciparum —decretó. El padre del enfermo lo miró desconcertado. Su inglés era bueno, pero no tanto—. Es una variante de la malaria, pero por desgracia resistente a todas las sustancias cloroquinadas como las que le ha recetado mi colega el doctor Svoboda.

El doctor Moi le administró una inyección intravenosa de un fuerte antibiótico de amplio espectro. Al principio pareció funcionar. Una semana después, al cesar el efecto de la droga, la enfermedad despertó otra vez. La madre se puso histérica. Criticando toda forma de medicina occidental, insistió en que ella y su hijo fuesen enviados a Moscú, y el embajador accedió.

Ya en Rusia, el niño fue ingresado en una de las clínicas exclusivas del KGB en Moscú. Esto fue posible porque el segundo secretario comercial Nikolai Turkin era en realidad el mayor Turkin del Primer Directorio del KGB.

La clínica era buena, y tenía un buen departamento de medicina tropical porque los hombres del KGB podían ser enviados a cualquier parte del mundo. Dada la insoluble naturaleza de la enfermedad, el caso fue directamente al jefe del departamento, el profesor Glazunov.

Tras leer los dos informes de Nairobi, Glazunov ordenó una serie de tacs y resonancias magnéticas, entonces el último grito en tecnología sanitaria y prácticamente imposibles de realizar en ningún otro punto de la URSS.

Los análisis le preocuparon seriamente. Al parecer el niño había desarrollado una serie de abscesos internos en varias vísceras. Cuando llamó a la señora Turkin a su despacho, el hombre estaba muy serio.

—Sé cuál es el problema, al menos estoy seguro de eso, pero no hay tratamiento posible. Con dosis masivas de antibióticos, su hijo podrá sobrevivir un mes pero no mucho más. Lo lamento.

La madre fue acompañada por una auxiliar compasiva, quien le explicó lo que habían descubierto. Era una extraña enfermedad llamada melioidosis, muy poco frecuente en África pero común en el Sudeste Asiático. Los norteamericanos la habían identificado durante la guerra de Vietnam.

Los primeros en padecer los síntomas de la nueva y mortal enfermedad fueron los pilotos de helicóptero. La investigación descubrió que las paletas de los rotores, al sobrevolar los arrozales vietnamitas, levantaban un fino aerosol de agua de arroz que algunos de esos pilotos habían respirado. El bacilo, resistente a todos los antibióticos conocidos, estaba en esa agua. Los rusos lo sabían porque, aunque no compartían por entonces ninguno de sus hallazgos, absorbían los conocimientos de Occidente como una esponja. El profesor Glazunov recibía regularmente toda publicación técnica occidental de su especialidad.

En una larga conversación telefónica interrumpida por los sollozos, la señora Turkin explicó a su marido que su hijo se estaba muriendo de melioidosis. El mayor Turkin lo anotó. Después fue a ver a su superior, el jefe de la estación del KGB, coronel Kuliev. El hombre fue compasivo pero inflexible.

—¿Mediar con los norteamericanos? ¿Se ha vuelto loco?

—Camarada coronel, si los yanquis han identificado la enfermedad, y de eso hace siete años, puede que tengan algún medicamento eficaz.

—Sí, pero no podemos pedirlo —objetó el coronel—. Hay en juego una cuestión de prestigio nacional.

—¡Lo que está en juego es la vida de mi hijo! —exclamó el comandante.

—Basta. Considérese destituido.

Turkin asumió su cese y fue a ver al embajador. El diplomático no era un hombre cruel pero tampoco hubo forma de convencerlo.

—Los contactos entre nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores y el Departamento de Estado son raros y siempre por asuntos de Estado —le dijo al joven oficial—. Por cierto, ¿sabe el coronel Kuliev que está usted aquí?

—No, camarada embajador.

—Entonces, por el bien de su futuro no se lo diré. Y usted tampoco. De todos modos la respuesta es no.

—Si yo fuese miembro del Politburó… —protestó Turkin.

—Pero no lo es. Es un militar de treinta y dos años que sirve a su país en el centro de Kenia. Lo siento por su hijo, pero no po­demos hacer nada.

Mientras bajaba las escaleras Nikolai Turkin se dijo amargamente que al primer secretario del Partido, Yuri Andrópov, se le mantenía diariamente con vida con medicamentos llegados por vía aérea desde Londres. Luego fue a emborracharse.

Entrar en la embajada británica no era nada fácil. Desde la calzada al otro lado del muelle Zaitsev podía ver la gran mansión de color ocre e incluso la parte alta del pórtico que protegía las enormes puertas de madera tallada. Pero no había manera de colarse.

De punta a punta de la fachada del edificio había un muro de acero, con dos amplias puertas para coches, una de entrada y otra de salida. También de acero acanalado, eran accionadas eléctricamente y cerraban perfectamente.

A mano derecha había una entrada para peatones, pero tenía dos rejas. Al nivel de la calle dos milicianos rusos investigaban a todo el que pretendía entrar a pie. Conejo no tenía ninguna intención de vérselas con ellos. Pasada la primera reja había incluso un pasadizo y una segunda verja. Entre las dos se hallaba la caseta de seguridad de la embajada, a cargo de dos guardias rusos contratados por los británicos. Su tarea consistía en preguntar qué querían a los que entraban, y luego comprobarlo dentro. Demasiada gente en busca de un visado había conseguido colarse en la embajada por aquella puerta.

Zaitsev fue paseando hasta la parte de atrás donde, en una es­trecha calle, estaba la entrada a la sección de visados. Como eran las siete de la mañana, la puerta no abriría hasta tres horas después, pero ya había una cola de un centenar de metros. Muchos debían haber esperado toda la noche allí. Ponerse a la cola en ese momento habría supuesto casi dos días de espera. Volvió lentamente a la parte delantera. Esta vez los milicianos lo miraron inquisitivamente. Intimidado, Zaitsev se marchó arrastrando los pies por el muelle a esperar que abriera la embajada y empezaran a llegar diplomáticos.

Justo antes de las diez fueron apareciendo los primeros británicos. Venían en coches. Los vehículos pararon en la pesada puerta de entrada, que retumbó para dar paso a un coche tras otro antes de cerrarse de nuevo. Zaitsev, que observaba desde el muelle, pensó en acercarse a uno, pero todos los coches llevaban las ventanillas subidas y los milicianos estaban sólo a unos metros. Seguro que lo arrestarían. La policía averiguaría lo que había hecho y se lo diría a Akópov.

Leonid no estaba acostumbrado a problemas tan complejos. Se sentía desconcertado pero también decidido. Sólo quería entregar sus papeles a la gente de la bandera curiosa. Y durante toda la mañana permaneció a la espera, observando.

Nairobi, 1983

Como todo diplomático soviético, Nikolai Turkin disponía de unos recursos limitados en divisa extranjera, lo que incluía la moneda keniana. El Ibis Grill, el Alan Bobbe’s Bistro y el Carnivore eran demasiado caros para su bolsillo. Se dirigió al Thorn Tree Gafe del hotel New Stanlev en Kimathi Street, buscó una mesa en la terraza no lejos de la gran acacia, pidió un vodka y una cerveza y se dejó llevar por la desesperación.

Media hora después, un hombre de su misma edad que había estado bebiendo cerveza en la barra se bajó del taburete y se le acercó. Turkin oyó cómo una voz le decía en inglés:

—Ánimo, hombre, la cosa no será tan grave.

El ruso levantó los ojos. Reconocía vagamente al norteamericano. Era de la embajada. Turkin trabajaba en el directorio K integrado en el Primer Directorio, sección de contraespionaje. Su trabajo consistía no sólo en controlar a todos los diplomáticos soviéticos y proteger al KGB local de toda penetración, sino también en mantener los ojos abiertos por si algún occidental podía ser reclutado. De ahí que tuviera la libertad de mezclarse con otros diplomáticos, incluidos los occidentales, algo que le era negado a cualquier ruso «normal» de la delegación.

La CIA, precisamente por la libertad de que gozaba, sospechaba lo que Turkin hacía en realidad, y le tenía más o menos vigilado. Pero no había por donde agarrarlo. Aquel hombre era un buen hijo del régimen soviético.

Por su parte, Turkin sospechaba que el norteamericano podía ser de la CIA, pero le habían enseñado que todos los diplomáticos norteamericanos probablemente lo eran; una indulgente ilusión, pero un error en lo que respecta a la cautela.

El norteamericano tomó asiento y le tendió la mano.

—Jason Monk. Usted es Nik Turkin, ¿verdad? Le vi la semana pasada en la fiesta de los británicos. Por la cara que pone se diría que lo destinan a Groenlandia.

Turkin lo estudió. Tenía un mechón de pelo color maíz que le caía sobre la frente y una sonrisa contagiosa. Su cara no expresaba astucia; tal vez no era de la CIA. Parecía una persona con la que se podía hablar. Cualquier otro día Nikolai Turkin habría hecho valer sus muchos años de adiestramiento y se habría mostrado cortés pero sin comprometerse. Pero aquél no era un día cualquiera. Necesitaba hablar con alguien. Todo fue empezar y abrirle su corazón. El norteamericano mostró desasosiego. Anotó la palabra melioidosis en un posavasos. Se despidieron al anochecer. El ruso volvió al recinto vigilado y Monk a su apartamento en Harry Thuku Road.

Celia Stone tenía veintiséis años, era delgada, morena y guapa. También era subagregada de prensa en la embajada británica en Moscú, su primer destino en el extranjero desde que fuera aceptada en el Foreign Office dos años atrás después de graduarse en ruso por el Girton College, Cambridge. Y también disfrutaba de la vida.

Aquel 16 de julio salió por la maciza puerta delantera de la embajada y miró hacia el aparcamiento donde había dejado su pequeño pero práctico Rover.

Desde dentro del recinto pudo ver lo que Zaitsev no podía, debido a la pared de acero. Se paró en lo alto de los cinco peldaños que bajaban a la zona asfaltada de aparcamiento, con su césped bien recortado, sus pequeños árboles, arbustos y macizos de flores. Mirando por encima de la pared, pudo ver al otro lado del río la enorme mole del Kremlin, verde pastel, ocre, amarilla y blanca con las relucientes cúpulas doradas de las catedrales que sobresalían del almenado muro de piedra roja que circundaba la fortaleza. Era una magnífica vista.

A ambos lados de donde se encontraba se llegaba a la entrada por dos rampas de acceso, por las que sólo el embajador tenía autorización para circular. Los mortales de menor categoría aparcaban abajo y esperaban. En una ocasión un joven diplomático había arruinado su carrera metiendo su Volkswagen «escarabajo» por aquella rampa bajo una cortina de lluvia y aparcando al pie del pórtico. Minutos después el embajador, al llegar y ver que le habían bloqueado el paso, tuvo que salir de su Rolls Royce y caminar hasta la entrada. Llegó empapado y de muy mal humor.

Celia Stone bajó los cinco peldaños, saludó con la cabeza al portero, subió al Rover rojo chillón y arrancó. Cuando llegó a la puerta de salida las hojas de acero estaban ya cerrándose otra vez. Torció a la izquierda hacia el puente de Piedra para almorzar con un periodista de Sevodnva. No reparó en un viejo desaliñado que había echado a correr detrás de ella como un loco. Tampoco se fijó en que el suyo era el primer coche que salía esa mañana de la embajada.

El Kamenny Most o puente de Piedra es el más antiguo de los puentes fijos que cruzan el río. Antiguamente se utilizaban pontones que se colocaban en primavera y se desmontaban en invierno, cuando el hielo se endurecía lo bastante para pasar por encima.

Debido a sus dimensiones, no sólo se extiende sobre el río sino que alcanza también el puente de Sofía. Para acceder al puente desde el muelle en coche, el conductor ha de girar de nuevo a la izquierda durante un centenar de metros hasta que el puente llega al nivel de la calle, y luego dar un giro de 180 grados y remontar la cuesta del puente. Pero el que va a pie puede subir las escaleras directamente desde el muelle hasta lo alto del puente. Y eso hizo Conejo.

Se encontraba en la calzada del puente de Piedra cuando pasó el Rover rojo. Agitó los brazos, la mujer del coche lo miró sobresaltada y siguió adelante. Zaitsev se aprestó a perseguirla. Pero se había fijado en la matrícula rusa, y vio que al llegar al lado norte del puente el coche se desviaba a la izquierda integrándose al tráfico de la plaza Borovitskaya.

El destino de Celia Stone era el Rosy O’Grady’s Pub en la ca­lle Znamenka. Esta contradictoria taberna moscovita es en realidad irlandesa, y el lugar de descanso donde uno puede encontrar al embajador de Irlanda por Nochevieja si es que puede escaparse de las atestadas fiestas del circuito diplomático. También sirven comidas. Celia Stone había escogido ese local para reunirse con el periodista ruso.

Encontró aparcamiento sin dificultad —cada vez eran menos los rusos que podían comprar coches o combustible para hacerlos funcionar— a la vuelta de la esquina y regresó andando. Como siempre que alguien con aspecto de forastero se acercaba a un restaurante, los mendigos salían de sus portales para interceptarlo y pedirle comida.

Como joven diplomática, ella había sido instruida en el Foreign Office antes de partir para su destino, pero la realidad siempre la sorprendía. Había visto mendigos en el metro de Londres y en las callejuelas de Nueva York, gente que de un modo u otro había ido descendiendo en la escala social hasta establecerse en los peldaños inferiores. Pero en general se trataba de personas que habían optado por una vida de mendicidad teniendo la ayuda de la beneficencia a unas calles de allí.

En Moscú, la capital de un país que experimentaba la arremetida de una hambruna real, los infelices que tendían la mano pidiendo dinero o comida habían sido en otro tiempo, y no hacía mucho de eso, agricultores, soldados, oficinistas y tenderos. El panorama le recordó los documentales sobre el Tercer Mundo que había visto en la televisión.

Vadim, el gigantesco portero del Rosey O’Grady, la vio a varios metros de distancia y corrió hacia ella, apartando sin miramientos a varios compatriotas rusos a fin de franquear el paso a un importante cliente del local de sus patronos.

Ofendida por el espectáculo de la humillación de los mendigos a manos de otro ruso, Celia protestó débilmente, pero Vadim se limitó a poner un largo y musculoso brazo entre ella y la hilera de manos extendidas, abrir la puerta del restaurante y hacerla pasar.

El contraste fue inmediato entre la calle polvorienta y los hambrientos y la animada charla de unas cincuenta personas que podían permitirse carne y pescado para almorzar. Como era una chica de buen corazón, a Celia siempre le ocasionaba remordimientos de conciencia comer o cenar fuera, verse obligada a reconciliar lo que tenía en el plato con el hambre de las calles. El afable periodista ruso que le hizo señas desde una mesa no tenía ese problema. Estaba examinando la lista de los entrantes y se decidió por unas gambas.

Zaitsev, perseverando aún en su búsqueda, registró la plaza Borovitskaya en busca del Rover rojo, pero el coche no estaba. Miró en todas las calles que partían de allí a derecha e izquierda, pero no encontró ningún destello de pintura roja. Finalmente optó por la avenida principal al otro extremo de la plaza. Para su asombro y alegría, vio el Rover a unos doscientos metros de allí, justo en la esquina del pub.

Como uno más de los que esperaban con la paciencia de los vencidos, Zaitsev tomó posiciones cerca del Rover y se dispuso a esperar otra vez.

Nairobi, 1983

Habían pasado once años desde que Jason Monk se matriculara en la Universidad de Virginia, y había perdido contacto con muchos de los estudiantes que allí había conocido. Pero aún se acordaba de Norman Stein. La suya había sido una extraña amistad, el no muy alto pero musculoso jugador de fútbol norteamericano oriundo del campo y el nada atlético hijo de un médico judío oriundo de Fredericksburg. Lo que había facilitado su amistad era el burlón sentido del humor que ambos compartían. Si Monk había destacado en los idiomas, Stein era casi el genio de la facultad de biología.

Se había graduado cum laude un año antes que Monk y había entrado en la facultad de medicina. El contacto lo mantenían de la forma acostumbrada, mediante felicitaciones de Navidad. Dos años atrás, en un restaurante de Washington, poco antes de ser destinado a Kenia, Jason Monk había visto a su amigo de la época universitaria almorzando a solas. Habían estado media hora juntos antes de que apareciera el compañero de almuerzo del doctor Stein. Eso les permitió ponerse al día sobre las respectivas novedades, aunque Monk tuvo que mentir diciendo que trabajaba para el Departamento de Estado.

Terminados sus estudios, Stein se había doctorado en medicina tropical y todavía disfrutaba de un puesto en el laboratorio de investigación del hospital militar Walter Reed. En su piso de Nairobi, Jason Monk consultó su agenda e hizo una llamada. Una voz borrosa respondió a la décima señal.

—Sí.

—Hola, Norm. Soy Jason Monk. —Pausa.

—Qué bien. ¿Dónde estás?

—En Nairobi.

—Estupendo. Nairobi. Claro. ¿Y qué hora es ahí? Monk se lo dijo.

—Mediodía.

—Pues aquí son las cinco de la puta madrugada y tengo el despertador puesto a las siete. He estado despierto mucho rato por culpa del bebé. Está echando los dientes, ya ves tú. Muchas gracias, hombre.

—Tranquilo, Norm. Dime una cosa, ¿has oído hablar de una cosa llamada melioidosis?

Hubo una pausa. La voz que sonó a continuación había perdido todo rastro de sueño.

—¿Por qué me lo preguntas?

Monk se inventó una historia. Nada de diplomáticos rusos. Dijo que un conocido suyo tenía un hijo de cinco años que al parecer estaba a punto de palmarla. Le sonaba que el Tío Sam había hecho ciertos progresos con esa enfermedad.

—Dame tu número —dijo Stein—. He de hacer unas llamadas. Luego te telefonearé.

El teléfono de Monk sonó a las cinco de la tarde.

—Puede que haya algo —dijo el epidemiólogo—. Escucha, se trata de una cosa completamente revolucionaria, está en fase experimental. Hemos hecho algunas pruebas y de momento parecen satisfactorias. Pero aún no ha sido sometido a la FDA. Por ahora seguimos haciendo pruebas.

En Estados Unidos la FDA (Fodd and Drug Administration) tiene competencia para aprobar cualquier medicamento antes de su lanzamiento al mercado. Lo que el doctor Stein le estaba describiendo era un primitivo antibiótico de cefalosporina que no tenía nombre en 1983. A finales de aquella década llegaría al público bajo el nombre de Ceftazidime. Entonces se le llamaba simplemente CZ-1. En la actualidad es el tratamiento clásico de la melioidosis.

—Puede que tenga efectos secundarios —dijo Stein—. No lo sabemos.

—¿Cuánto tardarían en aparecer esos efectos secundarios?

—Ni idea.

—Bueno, si el crío va a morir dentro de tres semanas, ¿qué podemos perder?

Stein suspiró ruidosamente.

—No lo sé. Va contra toda normativa.

—Te juro que nadie se enterará. Vamos, Norm, hazlo por to­das las tías que te proporcioné.

Oyó claramente la carcajada procedente de Chevy Chase, Maryland.

—Si se lo cuentas a Becky, te mato —dijo el doctor Stein, y la línea enmudeció.

Cuarenta y ocho horas después llegaba a la embajada un paquete para Monk, a través de una empresa internacional de envíos urgentes. En el paquete había un termo con hielo seco. Una breve nota sin firmar decía que el hielo contenía dos pequeños frascos. Monk telefoneó a la embajada soviética y dejó un mensaje en la sección comercial para el segundo secretario Turkin. «No olvide nuestra cerveza a las seis», dijo. El mensaje fue transmitido al coronel Kuliev.

—¿Quién es ese Monk? —le preguntó a Turkin.

—Un diplomático norteamericano. Parece decepcionado de la política exterior americana en África. Estoy intentando desarrollarlo como fuente.

Kuliev asintió con vehemencia. Era una buena noticia, esas cosas funcionaban muy bien en el informe a Yazenevo.

En el Thorn Tree Cafe, Monk le hizo entrega del paquete. Turkin parecía nervioso de que alguien de su embajada los viese. El paquete podía contener dinero.

—¿Qué es? —preguntó.

Monk se lo dijo.

—Tal vez no resulte, pero no puede hacer ningún daño. Es todo lo que hay.

El ruso se puso rígido, fría la mirada.

—¿Y qué quiere a cambio de este… regalo? —Era obvio que habría una compensación.

—¿Lo de su hijo iba en serio o estaba fingiendo?

—No fingía. Esta vez no. La gente como usted y como yo siempre está fingiendo. Pero esta vez no.

De hecho Monk ya lo había verificado en el hospital de Nairobi. El doctor Winston Moi le había confirmado lo básico. Era duro, pero así era el mundo, pensó. Según las reglas habría debido chantajear a aquel hombre para que le pasara algún secreto. Pero sabía que la historia del hijo enfermo no era un timo, no esta vez. Si hubiera cumplido siempre las normas, igual podría haberse dedicado a barrendero en las calles del Bronx.

—Cójalo, amigo. Espero que funcione. Es gratis.

Cuando ya se disponía a salir una voz le llamó.

—Señor Monk, ¿entiende usted ruso?

Monk asintió:

—Un poco.

—Me lo imaginaba. Entonces seguro que conoce la palabra Spassibo.

Celia salió del Rosy O’Grady a las dos y se acercó al coche por el lado del conductor. El Rover tiene cierre centralizado. Al abrir la puerta del conductor, la otra se abrió también. Se había puesto ya el cinturón de seguridad y tenía el motor en marcha cuando la puerta del acompañante se abrió. Levantó la vista, sobresaltada, y vio a un hombre inclinado sobre la puerta. Raído abrigo del ejército, cuatro sucias medallas prendidas a la solapa, barba de dos días. Cuando abrió la boca aparecieron tres dientes de acero brillante. El hombre le lanzó una carpeta al regazo. Ella entendía suficiente ruso para repetir más tarde lo que le había dicho el hombre.

—Por favor, déselo al señor embajador. Por la cerveza.

La imagen de aquel sujeto la asustó. Era evidente que estaba loco, esquizofrénico tal vez. Esa gente puede ser muy peligrosa. Lívida, Celia Stone aceleró con la puerta todavía abierta, hasta que el impulso del coche la cerró. Arrojó la ridícula solicitud, o lo que fuera, al suelo de la parte del acompañante y regresó a la embajada.