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Era el verano en que el precio de una barra de pan alcanzó el millón de rublos.

Era el verano del tercer año consecutivo de fracaso en la cosecha de trigo y el segundo de hiperinflación.

Era el verano en que los primeros rusos empezaban a morir de desnutrición en los callejones de las ciudades más remotas del país. Era el verano en que el presidente se desplomó en su limusina y un viejo hombre de la limpieza robó un documento secreto. Después de aquello nada volvería a ser igual.

Era el verano de 1999.

Hacía calor aquella tarde, muchísimo calor, y la bocina hubo de sonar varias veces para que el portero saliese de su garita y abriera con esfuerzo las grandes puertas de madera de la sede del gobierno.

El guardaespaldas presidencial bajó su ventanilla para gritarle al hombre que espabilara mientras el largo Mercedes 600 negro pasaba bajo la arcada y salía a Staraya Ploschad. El agobiado portero se esmeró en esbozar un saludo en el momento en que el segundo coche, un Chaika ruso con cuatro guardaespaldas más seguía a la limusina. Los coches se alejaron.

El presidente Cherkassov iba sentado a solas en el asiento posterior del Mercedes, sumido en sus pensamientos. Delante iban su chófer de la milicia y, el guarda espaldas que había sido especialmente trasladado del Grupo Alfa para escoltarlo.

El estado de ánimo del presidente ruso a medida que los tristes barrios periféricos de Moscú daban paso al campo era de profundo pesimismo, y no le faltaban motivos. Llevaba tres años en el cargo tras sustituir al enfermo Boris Yeltsin, los tres años más desgraciados de su vida teniendo que ver cómo su país caía en la indigencia.

En un primer momento, el presidente Cherkassov pareció entrar con buen pie. Contaba con los buenos deseos de Occidente, y aún más, con sus créditos para mantener la economía rusa más o menos a flote.

La cosa empezó a torcerse muy pronto. Las causas eran, por un lado, que los estragos de la mafia rusa acabaron siendo demasiado onerosos para la economía nacional y, por el otro, una nueva e imprudente aventura militar. A finales de 1997 Siberia, donde está concentrado el noventa por ciento de la riqueza rusa, amenazó con la secesión.

Siberia seguía siendo la menos domesticada de las provincias rusas. Pero bajo sus perpetuos y apenas inexplotados hielos seguía habiendo yacimientos de petróleo y gas para dejar en ridículo incluso a Arabia Saudí. A eso había que añadir oro, diamantes, bauxita, manganeso, tungsteno, níquel y platino. A finales de los noventa, Siberia era todavía la última frontera del planeta.

A Moscú empezaron a llegar informes de que emisarios de la yakuza japonesa y sobre todo surcoreana circulaban por Siberia instando a la secesión.

El presidente Cherkassov, mal asesorado por su círculo de aduladores y sin recordar, por lo visto, los errores de su predecesor en Chechenia, envió al ejército hacia el este. La campaña provocó una doble catástrofe. Pasados doce meses sin una solución militar, Cherkassov hubo de negociar un pacto que concedía a los siberianos más autonomía y control sobre el producto de sus riquezas de los que habían tenido jamás. Por otro lado, la aventura militar disparó la hiperinflación.

El gobierno trató de salir del aprieto imprimiendo más papel moneda. En verano de 1999 los días del dólar a 5.000 rublos habían pasado a la historia. La cosecha de trigo en la región del Kuban había fracasado dos veces, en 1997 y 1998, y la cosecha en Siberia hubo de aplazarse hasta que se pudrió porque los guerrilleros volaron las vías del tren. En las ciudades el precio del pan subió vertiginosamente. El presidente Cherkassov se aferraba al cargo, pero era evidente que ya no detentaba el poder.

En el campo, donde se suponía que la población podía producir lo suficiente para alimentarse a sí misma, las condiciones eran pésimas. Las granjas, infradotadas, escasas de personal y con unas infraestructuras colapsadas, estaban ociosas; su productivo suelo sólo daba maleza. Detenidos en cualquier apeadero, los trenes eran asediados por campesinos, casi siempre viejos, que ofrecían muebles, ropa y cachivaches a los ocupantes de los vagones a cambio de dinero o, mejor aún, comida. Pocos viajeros aceptaban el trueque.

En Moscú, capital y escaparate de la nación, los indigentes dormían al raso en los muelles que bordean el Moscova y en los callejones más recónditos. La policía —llamada milicia en Rusia—, prácticamente abandonada la lucha contra el crimen, intentaba meterlos en trenes con destino a sus lugares de origen. Pero siempre llegaban más, buscando comida, trabajo, socorro. Muchos de ellos se verían reducidos a mendigar y morir en las calles de Moscú.

En abril de 1999 las potencias occidentales optaron finalmente por no echar más subvenciones en saco roto, y los inversores extranjeros, incluso aquellos asociados con la mafia, se retiraron. La economía rusa, como una refugiada de guerra víctima de sucesivas violaciones, quedó tumbada en la cuneta y murió de desesperación.

Esta era la lóbrega perspectiva sobre la que meditaba el presidente Cherkassov mientras se dirigía aquel caluroso día de verano hacia su retiro finisemanal.

El chófer conocía el camino hasta la dacha, pasado Usovo a orillas del río Moscova, donde los árboles refrescaban el aire. Años atrás, los peces gordos del Politburó soviético habían tenido sus dachas en los bosques que bordean ese tramo del río. Mu­chas cosas habían cambiado en Rusia, pero no tantas.

La circulación era escasa porque el precio de la gasolina estaba por las nubes, y los camiones que adelantaban despedían densos penachos de humo negro. Cruzaron el puente después de Arkangelskoye y torcieron por la carretera paralela al río, que fluía mansamente en la bruma estival hacia la ciudad que habían dejado atrás.

Cinco minutos después el presidente notó que le faltaba el resuello. Aunque el aire acondicionado funcionaba al máximo, Cherkassov pulsó el mando para bajar la ventanilla de su lado y dejar que el aire fresco le diese en la cara. Era aún más sofocante, y de poco le sirvió para respirar mejor. Tras la mampara de separación ni el chófer ni el guardaespaldas habían advertido nada. El desvío a Peredelkino apareció a mano derecha. Al cabo de un momento, el presidente de Rusia se inclinó sobre su izquierda y cayó de lado sobre el asiento.

Lo primero que notó el chófer fue que la cabeza del presidente había desaparecido del retrovisor. Le dijo algo al guardaespaldas, el cual giró el torso mirando hacia atrás. Instantes después el Mercedes se arrimaba al arcén.

El Chaika que les seguía hizo otro tanto. El jefe del destacamento de seguridad, un ex coronel de la Spetsnaz, saltó del asiento delantero derecho y corrió hacia la limusina. Los otros empuñaron sus armas y formaron un cordón protector. Nadie sabía qué había pasado.

El coronel llegó al Mercedes. El guardaespaldas del presidente había abierto la puerta de atrás y estaba inclinado sobre el asiento. El coronel lo apartó con brusquedad. El presidente yacía medio de espaldas, medio de lado, las manos sobre el pecho, cerrados los ojos y respirando a gruñidos breves.

El hospital más cercano con unidad de cuidados intensivos provista de instrumental moderno era la Clínica Estatal Número Uno en las colinas Sparrow. El coronel montó en el asiento de atrás junto al presidente y ordenó al chófer que hiciera un giro de 180 grados y se dirigiera hacia el cinturón de circunvalación. Lívido y asustado, el chófer obedeció. Utilizando su teléfono móvil, el coronel llamó a la clínica y ordenó que una ambulancia se reuniera con ellos a mitad de camino.

El encuentro tuvo lugar media hora después en mitad de la autovía. Unos enfermeros trasladaron al presidente de la limusina a la ambulancia y pusieron manos a la obra mientras el convoy de tres vehículos corría hacia la clínica.

Una vez allí, el presidente Cherkassov quedó al cuidado del jefe de cardiología y fue llevado sin tardanza a la UCI. Utilizaron lo que tenían, lo mejor, pero era demasiado tarde. La línea de la pantalla del monitor se negó a oscilar, quedando en una larga línea recta y un pitido agudo. A las cuatro y diez el cirujano se enderezó, meneando la cabeza. El hombre que empuñaba el desfibrilador se apartó.

El coronel tecleó unos números en su portátil. Alguien respondió a la tercera señal. El coronel dijo:

—Póngame con el despacho del primer ministro.

Unas seis horas después, en las Indias Occidentales, sobre la ondulante superficie del océano, el Foxy Lady puso rumbo a casa. En la cubierta de popa el barquero Julius recogió los sedales y guardó las cañas. El barco estaba alquilado para todo el día, y la pesca había sido buena.

Mientras Julius enrollaba los alambres con sus cebos de plástico en pulcras circunferencias a fin de depositarlos en la caja de los aparejos, los dos americanos abrieron un par de latas de cerveza y se sentaron tranquilamente bajo la toldilla a apagar su sed.

En el cajón del pescado había tres enormes wahoos que debían de pesar unos quince kilos cada uno, y media docena de grandes lampugas que unas horas antes habían estado ocultas bajo unas algas a diez millas de allí.

El patrón verificó el rumbo hacia las islas y dio gas para pasar de velocidad de pesca a velocidad de crucero. Calculaba que llegarían a Turtle Cove en menos de una hora.

El Foxy Lady parecía saber que su trabajo había terminado y que su amarradero en el muelle del Tiki Hut le estaba ya esperando. El barco levantó la proa y el casco en forma de V empezó a cortar las azules aguas caribeñas. Julius hundió un balde en el agua y remojó una vez más la cubierta de popa.

Cuando Zhirinovsky era el líder de los democrataliberales, la sede central del partido estaba en un tugurio del pasaje del Pescado, a un paso de la calle Strenka. Los visitantes que desconocían las extrañas maneras de Vlad el Loco se sorprendían al descubrir el lugar. El yeso se caía a trozos y las ventanas exhibían dos gastados carteles del demagogo; aquel sitio no había visto un trapo húmedo en diez años. Al otro lado de la desconchada puerta negra, los visitantes encontraban un lúgubre vestíbulo donde había un puesto de venta de camisetas con la efigie del líder y unos percheros con la obligatoria cazadora de cuero negro que lucían sus partidarios.

En lo alto de la escalera sin alfombrar y pintado de un tenebroso tono marrón, estaba el primer rellano, con una ventana enrejada donde un hosco guardián preguntaba al visitante el objeto de su visita. Sólo si éste era satisfactorio podía el visitante subir a las feas habitaciones donde Zhirinovsky daba audiencia cuando estaba en la ciudad. Por todo el edificio sonaba música de rock duro a todo volumen. Así era como el excéntrico fascista gustaba de tener su cuartel general, pensando que de este modo daba una imagen de hombre del pueblo y no de poderoso. Pero Zhirinovsky ya no contaba y el Partido Democrático Liberal se había coaligado con los demás partidos ultraderechistas y neofascistas en la Unión de Fuerzas Patrióticas.

Su líder indiscutible, Igor Komárov, era un hombre completamente diferente. No obstante, comprendiendo el interés de demostrar a los pobres y los desposeídos, cuyos votos quería recabar, que la Unión de Fuerzas Patrióticas no cedía ante lujos ni excesos, Komárov mantenía el edificio del pasaje del Pescado, pero tenía sus oficinas privadas en otro sitio.

Diplomado en ingeniería, había trabajado bajo el comunismo pero no para él hasta que, durante el período Yeltsin, decidió me­terse en política. Eligió para ello el Partido Democrático Liberal, y aunque interiormente despreciaba a Zhirinovsky por sus excesos etílicos y sus constantes insinuaciones sexuales, su callado trabajo de zapa le había llevado hasta el Politburó, el órgano rector del partido. Desde aquí, tras una serie de reuniones secretas con líderes de otros grupos de extrema derecha, había planeado la alianza de todos los elementos derechistas rusos en la UFP. Ante aquel hecho consumado, Zhirinovsky hubo de aceptar a regañadientes la existencia de la coalición, cayendo en la trampa de presidir su primer pleno.

Ese pleno aprobó una resolución exigiendo la dimisión de Zhirinovsky. Komárov declinó tomar la jefatura, pero se aseguró de que ésta fuera a manos de una nulidad, un hombre sin carisma y con escaso talento organizador. Un año después le fue fácil explotar la sensación de fracaso en el consejo directivo de la Unión, deshacerse de la tapadera y hacerse con la jefatura. La carrera po­lítica de Vladimir Zhirinovsky había llegado a su fin.

Antes de dos años los criptocomunistas empezaron poco a poco a desaparecer. Sus adeptos habían sido predominantemente personas de mediana edad cerca de la tercera. Recabar fondos era un problema. Sin el soporte de los grandes bancos las cuotas de los afiliados ya no bastaban. La Unión Socialista se empobreció y fue perdiendo empuje.

En 1998 Komárov era el líder indiscutible de la extrema derecha y estaba en una situación excelente para sacar partido de la creciente desesperación del pueblo ruso.

Sin embargo, entre la pobreza y la indigencia generalizadas había también una ostentosa riqueza que nada podía soslayar. Los que tenían dinero lo tenían a montones, gran parte del mismo en moneda extranjera. Se paseaban por la calle en largas limusinas americanas o alemanas, pues la factoría Zil había dejado de producir, escoltados a menudo por motoristas que despejaban el camino y normalmente seguidos de un segundo coche con guardaespaldas.

En el vestíbulo del Bolshoi, en los bares y salones de banquetes del Metropol y del Nacional, podía vérselos cada tarde con sus prostitutas arrastrando martas y visones, dejando a su paso el aroma de fragancias parisinas y el relumbrón de los diamantes. Los peces gordos eran más gordos que nunca.

En la Duma los delegados gritaban, agitaban órdenes del día y aprobaban resoluciones. «Me recuerda —comentaba un corresponsal británico— todo lo que he oído contar sobre los últimos días de la República de Weimar».

El único hombre que parecía ofrecer un posible rayo de esperanza era Igor Komárov. En los dos años que llevaba al man­do del partido de la derecha, Komárov había sorprendido a la mayoría de los observadores, tanto dentro como fuera de Rusia. Si se hubiera contentado con seguir como magnífico organiza­dor político, habría sido un apparatchik más. Pero Komárov cambió. O eso opinaban los observadores. Probablemente disponía de un talento que se había esforzado en mantener escondido.

Komárov se distinguía por ser un apasionado y carismático orador. Cuando estaba en el podio, quienes recordaban a aquel individuo tranquilo, dulce, meticuloso y reservado no salían de su asombro. Parecía transformarse. Su voz adquiría la profundidad de un barítono arrollador, valiéndose con gran efecto de las numerosísimas expresiones e inflexiones del idioma ruso. Podía bajar la voz hasta casi un susurro de modo que incluso con micrófono el público tuviera que esforzarse por captar sus palabras, para luego pasar a una vibrante perorata que enardecía a las multitudes y arrancaba vítores hasta de los más escépticos.

No tardó en dominar lo que era su especialidad: los discursos en directo. Evitaba la charla televisada junto al hogar o la entrevista formal en televisión, consciente de que por más que esas cosas pudiesen funcionar en Occidente, en Rusia no valían. Los rusos raramente invitan a gente a sus casas, no digamos ya a toda la nación.

Tampoco le interesaba ser sorprendido con preguntas hostiles. Todos sus discursos estaban perfectamente orquestados, pero funcionaban. Dirigía sus alocuciones únicamente a los incondicionales del partido, con las cámaras bajo control de su propio equipo de filmación dirigido por el joven y brillante realizador Litvínov. Convenientemente montadas, estas filmaciones eran distribuidas para su emisión televisada a nivel nacional, completas y sin abreviar. Esto se lo podía permitir Komárov comprando tiempo de emisión en lugar de confiar en los caprichos de los locutores.

Su tema era siempre el mismo y siempre popular: Rusia, Rusia y nada más que Rusia. Vituperaba a los extranjeros cuyas conspiraciones internacionales habían doblegado a Rusia. Clamaba por la expulsión de todos los «negros», como popularmente se alude en Rusia a armenios, georgianos, azeríes y otros pueblos del sur. Exigía justicia para el empobrecido y pisoteado pueblo ruso que un día se levantaría, conducido por él, para restaurar las glorias del pasado y acabar con la basura que obstruía las calles de la madre patria.

Lo prometía todo y a todos. A los parados, empleo, sueldos justos, comida en la mesa y otra vez dignidad. A aquellos cuyos ahorros se habían consumido, una moneda decente y algo que ahorrar para una vejez confortable. A aquellos que vestían el uniforme de la rodina, la antigua patria, el renacer del orgullo para poder borrar las humillaciones sufridas por culpa de los cobardes que el capital extranjero había puesto en los cargos importantes.

Y la gente le escuchaba. Le escuchaba en las grandes estepas por radio y por televisión. Le escuchaban los soldados del antaño gran ejército ruso, arracimados bajo lonas, expulsados de Afganistán, Alemania del Este, Checoslovaquia, Hungría, Polonia, Letonia, Lituania y Estonia en una serie interminable de renuncias al imperio. Le escuchaban los campesinos en sus izbas, des­perdigados por el vasto paisaje. Le escuchaban las arruinadas clases medias entre los pocos muebles que no habían empeñado para tener algo que poner en la mesa y en el hogar. Le escuchaban incluso los industriales, soñando con que algún día sus hornos volverían a rugir. Y cuando les prometía que el ángel de la muer­te caminaría entre los corruptos y los gángsters que habían violado a la Madre Rusia, todos le querían.

En la primavera de 1999, a sugerencia de su asesor de propaganda, un joven muy inteligente graduado en una universidad americana de la Ivy League, Igor Komárov concedió una serie de entrevistas privadas. El joven Boris Kuznetsov supo escoger bien a los candidatos, básicamente senadores, diputados y periodistas de ideología conservadora, tanto americanos como europeos. El propósito de la recepción era apaciguar sus temores.

Como campaña, la cosa funcionó muy bien. Muchos llegaban esperando encontrar lo que les habían dicho que encontrarían: un frenético demagogo ultraderechista tildado de neofascista o racista, cuando no ambas cosas.

Pero se encontraron hablando con un hombre reflexivo, educado y sobriamente vestido. Como Komárov no sabía palabra de inglés, fue su asesor de propaganda quien hizo las veces de moderador e intérprete. Cuando su adorado líder decía algo que según él podía ser malinterpretado en Occidente, Kuznetsov traducía en inglés alguna cosa más aceptable. Nadie lo notó, pues Kuznetsov se había asegurado de que ninguno de los visitantes entendía el ruso.

Así, Komárov pudo explicar que, como políticos en activo, todos tenemos nuestras circunscripciones y no hay motivo para ofenderlas si deseamos ser elegidos. Así, en ocasiones tenemos que decir lo que sabemos que quieren escuchar, aunque conseguirlo sea más difícil de lo que pretendemos. Y los senadores asintieron con la cabeza.

Explicó que en las viejas democracias occidentales la gente entendía que la disciplina social empezaba por uno mismo, de modo que la disciplina impuesta desde el exterior —léase por el Estado— podía ser más liviana. Pero donde todas las formas de autodisciplina se habían venido abajo, el Estado tenía que ser más firme de lo aceptable en Occidente. Y los congresistas asintieron con la cabeza.

A los periodistas conservadores les explicó que la recuperación de una moneda firme no podía ser alcanzada sin ciertas medidas draconianas contra el crimen y la corrupción a corto plazo. Los periodistas escribieron que Igor Komárov era un hombre que se avendría a razones en temas económicos y políticos tales como la cooperación con Occidente. Tal vez resultase demasiado derechista para ser aceptado en una democracia a la europea, y su demagogia demasiado áspera para el paladar occidental, pero tal vez era el hombre idóneo para una Rusia en crisis. En cualquier caso, ganaría casi con seguridad las elecciones presidenciales de junio del 2000. Así lo mostraban los sondeos. Los previsores harían bien en apoyarle.

En las cancillerías, embajadas, ministerios y salas de juntas de Occidente, el humo de los cigarros subió hacia el techo y las cabezas asintieron.

En el sector norte del centro de Moscú, dentro ya de la carretera de circunvalación y a mitad de camino del bulevar Kiselny, hay una calle secundaria. Justo en el centro del lado oeste hay un pequeño parque de unos doscientos metros cuadrados. En tres de sus caras hay bloques sin ventanas, y en la parte frontal está protegido por chapas verdes de acero de tres metros de alto por encima de las cuales pueden verse apenas las puntas de una hilera de coníferas. Practicada en el muro de acero hay una verja doble, también de acero.

El parque es de hecho el jardín de una soberbia mansión anterior a la revolución y exquisitamente restaurada a mediados de los años ochenta. Aunque el interior es moderno y funcional, la fachada clásica está pintada en tonos pastel y el yeso que corona puertas y ventanas destaca en blanco. Aquí tenía Igor Komárov su verdadero cuartel general.

Un visitante que llegase a la entrada principal quedaba totalmente a la vista de una cámara situada en lo alto del muro y se anunciaba a través del interfono. Estaba hablando al guardia de una caseta situada detrás de la verja, quien verificaba los datos con la oficina interior de seguridad de la casa.

Si la verja se abría, un coche podía avanzar una decena de metros hasta detenerse frente a una hilera de púas. La verja de acero, deslizándose lateralmente sobre unas ruedas, se cerraba automáticamente. El guardia salía entonces para examinar los papeles de identificación. Si estaban en orden, volvía a su caseta y pulsaba un control eléctrico. Las púas retrocedían y el coche podía avanzar hasta el patio de grava donde otros guardias estaban ya esperando.

Desde cada lado de la casa partían vallas de cadena que iban hasta los márgenes del recinto, empernadas firmemente a los muros circundantes. Detrás de las cadenas estaban los perros. Había dos grupos y cada uno respondía a un único cuidador. Al anochecer se abrían las puertas de la valla de cadena y los perros se hacían dueños del recinto. El guardia de la verja se quedaba en su caseta y si llegaba un visitante de última hora se ponía en contacto con el cuidador de turno para que sujetara a los perros.

A fin de que el personal no resultara diezmado por los perros, en la parte trasera había un pasadizo subterráneo que conducía a una callejuela que a su vez salía al bulevar Kiselny. Este pasadizo tenía tres puertas con teclado numérico: una dentro de la casa, otra a mitad de camino —por aquí entraban y salían los paquetes y el personal— y una ya en la calle.

De noche, cuando la plantilla de empleados políticos abandonaba la casa y los perros campaban a sus anchas, dos hombres de seguridad permanecían en el interior del edificio. Disponían de un cuarto para ellos solos con televisor y mueble bar, pero sin cama pues se suponía que no debían dormir. Se turnaban para hacer la ronda por los tres pisos de la casa hasta ser relevados por el turno de día a la hora del desayuno. Komárov llegaba más tarde.

Pero el polvo y las telarañas no entienden de cargos políticos y cada noche, a excepción del domingo, cuando sonaba el timbre de la callejuela uno de los guardias dejaba entrar al hombre de la limpieza.

En Moscú casi todos los limpiadores son mujeres, pero Komárov prefería rodearse de un entorno totalmente masculino, incluido el hombre de la limpieza, un inofensivo y viejo soldado de nombre Leonid Zaitsev. El apellido significa «liebre» o «conejo grande» en ruso, y debido a su aspecto desvalido, a su raído sobretodo —excedente del ejército— que llevaba invierno y verano y a los tres dientes de acero inoxidable que centelleaban en la parte delantera de su boca —los dentistas del Ejército Rojo eran bastante primarios—, los guardias de la casa le llamaban simplemente Conejo. La noche en que murió el presidente le abrieron como de costumbre a las diez de la noche.

Era la una de la madrugada cuando, armado de cubo y bayeta y tirando del aspirador, el hombre de la limpieza llegó al des­pacho de N. I. Akópov, secretario personal de Komárov. Conejo sólo le había visto una vez, hacía un año, cuando al entrar se había encontrado a miembros importantes del partido trabajando a altas horas de la noche. El hombre había sido muy grosero con él, echándolo del despacho con una sarta de invectivas. Desde entonces Conejo se tomaba ocasionales venganzas sentándose en la estupenda butaca giratoria de Akópov.

Como sabía que los guardias estaban abajo, Conejo se sentaba en la butaca giratoria y se deleitaba en el lujoso confort del cuero. Jamás había tenido una silla como aquélla ni jamás la tendría. Sobre el cartapacio había un documento, unas cuarenta páginas escritas a máquina, encuadernadas en el margen mediante un espiral y con cubiertas, anterior y posterior, de cartulina.

Conejo se preguntó por qué lo habrían dejado sobre la mesa. Habitualmente Akópov lo metía todo en la caja fuerte. Debía de hacerlo, pues Conejo nunca había visto un documento y los cajones del escritorio siempre estaban cerrados con llave. Abrió la cubierta negra y miró el título. Luego abrió el documento al azar.

No era un buen lector, pero se las arreglaba. Su madre adoptiva le había enseñado a leer hacía muchos años, luego los maestros de la escuela estatal y por último un amable oficial en el ejército.

Lo que vio le preocupó. Leyó un solo párrafo varias veces; algunas palabras eran demasiado largas y complicadas, pero entendía su significado. Sus manos artríticas temblaban al ir pasando las páginas. ¿Por qué Komárov decía aquellas cosas? Y precisamente sobre personas como su madre adoptiva, a la que tanto había querido. No lo entendía del todo, pero le preocupó. ¿Y si lo consultaba con los guardias? No, porque le pegarían en la cabeza y le dirían que se limitara a hacer su trabajo.

Transcurrió una hora. Los guardias tenían que estar de ronda pero estaban pegados al televisor, viendo el programa informativo especial que había comunicado a la nación que el primer ministro, de acuerdo con el artículo 59 de la constitución rusa, había asumido las funciones de presidente interino durante los tres meses que fija la ley.

Conejo leyó una y otra vez los mismos párrafos hasta que comprendió su significado obvio, pero no acababa de captar el que se escondía detrás. Komárov era un gran hombre. Seguro que sería el próximo presidente de Rusia. Entonces ¿por qué decía esas cosas sobre la madre adoptiva de Conejo si ella había muerto muchos años atrás?

A las dos de la madrugada Conejo se metió los papeles debajo de la camisa, terminó de limpiar y pidió que le abrieran. Los guardias abandonaron de mala gana el televisor para abrir las puertas, y Conejo desapareció en la noche. Era un poco más temprano de lo habitual, pero a los guardias no les importó.

Zaitsev pensó en irse a casa, pero decidió no hacerlo. Demasiado temprano. Autobuses, tranvías y metro no funcionaban, como era habitual. Siempre tenía que volver andando, a veces bajo la lluvia, pero necesitaba ese empleo. Tardaba una hora a pie. Si iba a casa ahora podía despertar a su hija y al hijo de ésta. Y ella se enfadaría. De modo que vagó por las calles sin saber qué hacer.

Hacia las dos y media se encontró en el muelle de Kemlevskaya, al pie de las paredes meridionales del Kremlin. Había vagabundos y pordioseros durmiendo a lo largo del muelle, pero Conejo encontró un banco libre, se sentó y contempló la otra orilla.

Como ocurría todas las tardes, el mar se había calmado a medida que se acercaban a la isla, como anunciando a pescadores y marinos que la competición había terminado y que el océano proponía una tregua hasta el día siguiente. A derecha e izquierda el patrón vio otros barcos que se dirigían a Wheeland Cut, la brecha noroccidental en el arrecife que daba acceso desde mar abierto a la laguna.

A ocho nudos más que el Foxy Lady pasó a estribor el Silver Deep de Arthur Dean. El isleño saludó con el brazo y el patrón norteamericano le devolvió el saludo. Vio a dos buceadores en la popa del Silver Deep y supuso que habían estado explorando los corales frente a la costa de Northwest Point. Esta noche habría langosta en casa de los Dean.

Redujo la marcha del Foxy Lady para maniobrar por la brecha, pues a ambos lados los afiladísimos corales estaban a sólo unos centímetros bajo la superficie, y una vez franqueada la entrada se dispusieron a bordear la costa durante unos diez minutos hasta Turtle Cove.

El patrón tenía verdadera pasión por su barco, a la vez su sustento y su amor. El Foxy Lady era un Bertram Moppie —llamado así originalmente por la esposa del diseñador Dick Bertram— de diez años y 9,3 metros de eslora, y aunque no era el más lujoso ni el más grande de los barcos de alquiler fondeados en Turtle Cove, su propietario y patrón lo habría hecho competir con cual­quier mar o cualquier pez. Al mudarse a las islas cinco años atrás, lo había comprado de segunda mano a través de un pequeño anuncio en el Boat Trade, una revista del ramo, y luego trabajó día y noche hasta convertirlo en el barco más coqueto del archipiélago. No lamentaba haber gastado dinero en él, pese a que aún estaba pagando a la financiera.

Una vez en el puerto, introdujo el Bertram en su plaza, dos más abajo del Sakitumi de su compatriota Bob Collins, apagó el motor y bajó a preguntar a sus clientes si lo habían pasado bien. Ellos se lo aseguraron, pagándole su tarifa con una generosa gratificación para él y para Julius. Cuando se fueron él le guiñó el ojo a Julius, le regaló toda la propina y el pescado, cogió su gorra y se mesó sus revueltos y rubios cabellos.

Luego dejó al sonriente isleño acabando de limpiar el barco, enjuagando con agua dulce todas las cañas y carretes y dejando el Foxy Lady en perfecto orden hasta el día siguiente. El volvería a cerrarlo antes de irse a casa. De pronto sintió ganas de tomar un daiquiri con lima, así que se encaminó por el entablado hasta el Banana Boat, devolviendo el saludo a todos los que le saludaban al pasar.