CAPÍTULO OCTAVO

1

El baño de purificación duró sólo dos minutos. Jack se secó utilizando tres pequeñas, suaves y absorbentes toallas que llevaban bordadas extrañas runas en las esquinas; eran de un tipo de material que le resultaba muy extraño.

Cuando se hubo vestido, siguió a Carver Hampton al salón y, a las órdenes del Houngon, se colocó en el centro de la habitación, donde la luz brillaba con mayor fuerza.

Hampton inició un largo cántico, sosteniendo un asson por encima de la cabeza de Jack, y moviéndolo lentamente por delante de él, pasándolo a continuación por detrás, subiéndolo por la columna vertebral hasta volver de nuevo a la coronilla.

Hampton le había explicado que un asson —una especie de sonajero hecho con una calabaza cogida de una liana del árbol calebassier courant— era el símbolo de los Houngon. La forma natural de la calabaza proporcionaba un asa muy conveniente. Una vez vacía, el extremo bulboso se llenaba con piedras de ocho colores porque ese número representaba el concepto de la vida eterna. Junto a las piedras se incluían vértebras de serpiente, porque éstas simbolizaban los huesos de los antiguos antepasados que, ahora que habitaban en el mundo de los espíritus, estaban en disposición de ayudar. El asson estaba también recubierto con cuentas coloreadas de porcelana. Las cuentas, las piedras y las vértebras de serpiente producían un sonido extraño pero en absoluto desagradable.

Hampton agitó el sonajero por encima de la cabeza de Jack y a continuación por delante de su cara. Durante casi un minuto, cantando hipnóticamente en un idioma africano hacía tiempo extinguido, agitó el asson por encima del corazón de Jack. Lo utilizó para dibujar figuras en el aire sobre las manos y los pies de Jack.

Poco a poco, Jack empezó a tomar conciencia de los numerosos olores agradables. En primer lugar, percibió el aroma de limones. A continuación de crisantemos. Magnolias. Cada una de las fragancias retenía su atención durante unos segundos, hasta que las corrientes de aire le hacían percibir un nuevo olor. Naranjas. Rosas. Canela. Los aromas se hacían más intensos por segundos. Se combinaban de forma extremadamente armoniosa. Fresas. Chocolate. Hampton no había colocado incienso; no había abierto ninguna botella de perfume o esencia. Los aromas parecían aparecer espontáneamente, sin fuente alguna, sin razón. Nueces. Lilas.

Cuando Hampton acabó de cantar, cuando soltó el asson, Jack le preguntó:

—Esos aromas tan maravillosos, ¿de dónde vienen?

—Son el equivalente, a nivel de olfato, de las apariciones visuales —contestó Hampton.

Jack parpadeó, sin saber si había entendido bien.

—¿Apariciones? ¿Quiere decir… fantasmas?

—Sí. Espíritus. Espíritus benignos.

—Pero no puedo verlos.

—No hay que verlos. Como ya le he dicho, no se han materializado visualmente. Se han manifestado en forma de fragancias, lo cual no es un fenómeno tan extraño.

Menta.

Nuez moscada.

—Espíritus benignos —repitió Hampton, sonriendo—. La habitación está llena de ellos, y ésta es una buena señal. Son mensajeros del Rada. Su llegada aquí, en este momento, significa que los dioses benévolos le apoyan en su lucha contra Lavelle.

—¿Quiere decir que encontraré a Lavelle y podré detenerle? —preguntó Jack—. ¿Significa eso… que al final ganaré yo? ¿Está todo predeterminado?

—No, no —dijo Hampton—. No todo. Esto sólo significa que tiene el apoyo de los Rada. Pero Lavelle tiene el apoyo de los dioses de la oscuridad. Ustedes dos son instrumentos de fuerzas mayores. Uno ganará y el otro perderá; eso es lo único que está predeterminado.

En los rincones de la habitación, las llamas de las velas se encogieron hasta convertirse en sólo unos pequeños destellos. Las sombras surgieron y se retorcieron como si estuvieran vivas. Las ventanas vibraron, y el edificio se agitó a causa de un repentino y tremendo viento. Una pila de libros saltaron de los estantes y cayeron al suelo.

—También hay espíritus malos aquí —dijo Hampton.

Además de los agradables olores que llenaban la habitación, Jack percibió un nuevo aroma. Era el hedor que producía la corrupción, la putrefacción, y la muerte.

2

Las criaturas habían descendido hasta el final de la escalinata de la catedral. Estaban sólo a medio metro de Rebecca.

Ella se volvió y se apartó corriendo de ellos.

Chillaron con lo que pudo haber sido un grito de ira o placer, o ambas cosas, o ninguna. Un grito frío y extraño.

Sin mirar atrás, Rebecca supo que iban tras ella.

Corrió por la acera, con la catedral a su derecha, dirigiéndose hacia la esquina, como si tuviera intención de huir hasta la siguiente manzana, pero aquello era sólo una trampa. Después de haber recorrido unos dos metros, giró bruscamente a la derecha, hacia la catedral, y ascendió los escalones en una carrera frenética.

Las criaturas chillaron.

Se encontraba en mitad de la escalinata cuando la bestia con forma de lagarto se enganchó a su pierna izquierda y hundió las garras a través de sus tejanos clavándoselas en la pantorrilla derecha. El dolor era insoportable.

Ella gritó, tropezó y se cayó por las escaleras. Pero continuó ascendiendo, arrastrándose sobre la barriga y con el lagarto asiéndose a su pierna.

La criatura con forma de gato saltó sobre su espalda. Le arañó el pesado abrigo moviéndose rápidamente hacia el cuello. Intentó morderle la garganta. Sólo consiguió llenarse la boca con el cuello del abrigo y la bufanda de lana.

Había llegado hasta arriba del todo.

Sollozando, cogió a la criatura en forma de gato y se la desenganchó con fuerza.

Le mordió la mano.

Lo apartó.

El lagarto seguía enganchado a su pierna. Le mordió la pantorrilla por encima de la rodilla.

Rebecca se inclinó, lo asió, y acabó con un mordisco en la otra mano. No obstante, consiguió apartar al lagarto y lo lanzó escaleras abajo.

Con los ojos de un blanco plateado brillante, la criatura en forma de gato volvía ya para atacarle de nuevo. Berreaba y mostraba un molinillo de dientes y garras.

Con una energía que procedía de la desesperación, Rebecca agarró la barandilla de latón y consiguió ponerse de pie justo a tiempo para darle una patada al gato. Afortunadamente, la patada fue sólida y la criatura cayó dando volteretas por la nieve.

El lagarto volvió a precipitarse sobre ella.

La batalla no tenía fin. Era imposible defenderse de las dos criaturas. Estaba cansada, débil, mareada y dolorida por las heridas.

Se volvió, intentando con todas sus fuerzas ignorar el dolor que le atravesaba la pierna como una corriente eléctrica, y se precipitó contra la puerta por la que Davey y Penny habían entrado en la catedral.

El lagarto se agarró a la parte inferior de su abrigo y empezó a escalar, pasando por un lado hasta la parte delantera de la prenda, con la clara intención de agredirle ahora la cara.

El demonio con forma de gato había regresado también, asiéndole el pie y enroscándosele por la pierna.

Alcanzó la puerta y se apoyó contra ella.

Había agotado todos los recursos y exhalaba cada bocanada de aire como si arrojara un lingote de hierro.

A esta distancia de la catedral, apoyada contra la pared, las criaturas dejaron de desplegar tanta actividad, tal como había esperado que ocurriera, al igual que hicieron cuando perseguían a Penny y a Davey. El lagarto con las garras clavadas en la parte delantera del abrigo, soltó una mano deforme e intentó golpearle la cara. Pero la criatura ya no desplegaba la misma rapidez. Apartó la cabeza justo a tiempo y sintió que las garras sólo le producían ligeros arañazos en la parte interior de la barbilla. Pudo librarse del lagarto sin que le mordiera; utilizando todas sus fuerzas lo lanzó a la calle lo más lejos posible. También se liberó del gato que tenía enganchado en la pierna y lo tiró lejos.

Volviéndose con rapidez, abrió la puerta de un golpe y entró en la catedral de San Patricio, cerrando la puerta detrás suyo.

Las criaturas aporrearon el portón y a continuación reinó el silencio.

Estaba a salvo. Sorprendentemente a salvo.

Se apartó cojeando de la puerta, saliendo del vestíbulo mal iluminado en donde se encontraba. Pasando por delante de las pilas de mármol llenas de agua bendita, se adentró en la enorme nave abovedada con sus grandiosas columnas y filas y filas de pulidos bancos. Las enormes vidrieras estaban oscuras y sombrías con sólo la noche detrás de ellas, exceptuando en algunos lugares donde la luz de una farola callejera iluminaba un vidrio de azul cobalto o rojo brillante. Todo lo que había dentro de la iglesia era grande y sólido —el enorme órgano con sus miles de tubos de latón elevándose como las agujas de una catedral más pequeña, el gran coro encima de los portales principales, la escalinata de piedra que conducía al altar principal y el baldaquín de cobre que lo cubría— toda esta enormidad contribuía al sentimiento de paz y seguridad que se apoderó de Rebecca.

Penny y Davey estaban en la nave, a mitad de camino del pasillo central, hablando excitadamente con un cura joven y sorprendido. Penny fue la primera en ver a Rebecca y corrió hacia ella. Davey la siguió, llorando de alivio y alegría al verla, y el cura con sotana también se acercó.

Eran las únicas cuatro personas en aquella cámara inmensa, pero ya estaba bien. No necesitaban un ejército. La catedral era una fortaleza inviolable. Nada podría hacerles daño allí. Nada. La catedral era un lugar seguro. Tenia que ser un lugar seguro, ya que era su último refugio.

3

En el coche delante del establecimiento de Carver Hampton, Jack apretó el acelerador, revolucionando el motor intentando calentarlo.

Miró a Hampton de soslayo y dijo:

—¿Está seguro de que realmente quiere acompañarme?

—Es lo último que quiero hacer —dijo el hombre grande—. Yo no comparto su inmunidad. Preferiría quedarme allí arriba en el apartamento, con todas las luces y las velas encendidas.

—Entonces, quédese. No creo que me esté ocultando nada. De verdad creo que ha hecho todo lo que ha podido. Ya no me debe nada.

—Me lo debo a mí mismo. Ir con usted, ayudándole si puedo, eso es lo correcto. El no cometer otra equivocación es algo que me debo a mí mismo.

—Está bien. —Jack metió la marcha pero sostuvo el pie sobre el pedal del freno—. Sigo sin saber muy bien cómo voy a encontrar a Lavelle.

—Simplemente sabrá qué calles coger y dónde girar —dijo Hampton—. Gracias al baño de purificación y a los otros ritos que hemos llevado a cabo, ahora le guía un poder en las alturas.

—Parece mejor que una guía Michelín. Sólo que… no siento que me esté guiando nadie.

—Ya se dará cuenta, teniente. Pero en primer lugar, tenemos que detenernos en una iglesia católica y llenar estos tarros —sostenía en las manos dos pequeños tarros que podrían legar a contener unas ocho onzas cada uno— con agua bendita. Hay una iglesia todo recto, a unas cinco manzanas de aquí.

—Muy bien —dijo Jack—. Pero una cosa.

—¿Qué quiere?

—¿Podría dejar de llamarme teniente? Mi nombre es Jack.

—Puede llamarme Carver, si quiere.

—Me gustaría.

Se sonrieron y Jack quitó el pie del freno, puso en marcha limpiaparabrisas y arrancó.

Entraron juntos en la iglesia.

El vestíbulo estaba oscuro. En la nave desierta había unas cuantas luces débiles, además de tres o cuatro velas que parpadeaban sobre un estante de hierro forjado que estaba a ese lado del altar y a la izquierda del presbiterio. El lugar despedía un olor a incienso y a cera de muebles que obviamente había sido utilizada recientemente para pulir los bancos. Encima del altar, un crucifijo grande surgía de las sombras.

Carver hizo una genuflexión y la señal de la cruz. A pesar de que Jack no era un católico practicante, de pronto sintió un fuerte deseo de seguir el ejemplo del negro, y se dio cuenta de que, como representante de los Rada en esa noche especial, le incumbía a él rendir homenaje a todos los dioses del bien y de la luz, tanto si era un dios judío del Viejo Testamento, como si era Jesucristo, Buda, Mahoma, o cualquier otra deidad. Quizá ésta fuera la primera indicación de «asesoramiento» de la que le había hablado Carver.

La pila de mármol, a este lado del nártex, contenía tan sólo una pequeña cantidad de agua bendita, insuficiente para lo que ellos necesitaban.

—Ni siquiera podremos llenar un tarro —dijo Jack.

—No esté tan seguro —dijo Carver, desenroscando la tapa de uno de los tarros, Le pasó el tarro abierto a Jack—. Inténtelo.

Jack sumergió el tarro en la pila y lo arrastró por encima del mármol, recogiendo un poco de agua. Pensó que no habría recogido más de dos onzas, y se quedó totalmente sorprendido cuando vio que el tarro estaba lleno. Se quedó todavía más asombrado cuando vio que quedaba la misma cantidad de agua en la pila.

Miró a Carver.

El negro sonrió y le guiñó un ojo. Volvió a enroscar la tapa y se puso el tarro en el bolsillo. Abrió el segundo tarro y se lo dio a Jack.

De nuevo Jack pudo llenar el recipiente, y de nuevo la pequeña cantidad de agua que había en la pila permaneció inalterada.

4

Lavelle estaba de pie al lado de la ventana, observando la tormenta.

Ya no estaba en contacto psíquico con los pequeños asesinos. Con un poco mas de tiempo para recuperar sus fuerzas, quizá pudieran llegar a matar a los Dawson, y si lo conseguían sentiría habérselo perdido. Pero se estaba acabando el tiempo.

Jack estaba en camino, y ningún hechizo, por poderoso que fuera, podía detenerle.

Lavelle no estaba muy seguro de cómo habían empezado a ir mal las cosas tan rápida y completamente. Quizás había sido un error atacar a los niños. Los Rada siempre montaban en cólera cuando un Bocor utilizaba sus poderes contra niños, y siempre intentaban destrozarlo si podían. Una vez se seguía este curso, había que tener mucho cuidado. Pero, maldita sea, él había tenido cuidado. No se le ocurría cuál podía haber sido el error cometido. Estaba bien acorazado; estaba protegido por todos los poderes de los dioses de la oscuridad.

No obstante Dawson estaba en camino.

Lavelle se apartó de la ventana.

Atravesó la habitación acercándose al aparador.

Sacó una automática del calibre 32 del primer cajón.

Dawson estaba en camino. Muy bien. Que se atreviera a venir.

5

Rebecca se sentó en la nave lateral de la catedral y se arremangó la pernera derecha del tejano por encima de la rodilla. Las heridas causadas por las garras de las bestias estaban sangrando fuertemente, pero no corría el peligro de morir desangrada. Los tejanos habían resultado ser una buena protección. Los mordiscos eran profundos pero no demasiado. No habían alcanzado ninguna vena o arteria.

El joven cura, el padre Walotsky, se agachó a su lado, horrorizado por las heridas.

—¿Cómo le ha ocurrido esto? ¿Quién se lo ha hecho?

Tanto Penny como Davey dijeron:

Las criaturas —como si se estuvieran cansando de intentar hacerle comprender.

Rebecca se quitó los guantes. En la mano derecha tenía otro mordisco que sangraba, pero no era exactamente una herida; sólo cuatro pequeños pinchazos. Los guantes, al igual que los tejanos, le habían proporcionado una cierta protección. En la mano izquierda tenía otros dos mordiscos; uno sangraba y no parecía ser mucho más serio que el que tenía en la mano derecha, doloroso pero no mortal, mientras que el otro era el mordisco que había recibido delante del edifico de apartamentos de Faye.

—¿Qué es toda esa sangre que tiene en el cuello? —dijo el padre Walotsky.

Posó la mano sobre su cara, apartándole suavemente el brazo para poder examinar bien los arañazos que tenía debajo de la barbilla.

—No es nada —dijo—. Me escuecen, pero no es nada serio.

—Será mejor que se los cure —dijo—. Vamos.

Rebecca se bajó el pantalón del tejano.

El cura la ayudó a ponerse de pie.

—Será mejor que le lleve a la rectoría.

—No —dijo.

—No está lejos.

—Nos quedaremos aquí —insistió Rebecca.

—Pero parecen mordiscos de animales. Hay que curarlo. Puede producir una infección, la rabia… Mire, la rectoría está cerca. Ni siquiera tenemos que salir al exterior. Hay un pasillo subterráneo entre la catedral y…

—No —dijo Rebecca con firmeza—. Nos quedaremos aquí, en la catedral, donde estamos protegidos.

Les hizo un gesto a Penny y a Davey para que se acercaran y se colocaran cada uno a un lado de ella.

El cura les observó uno por uno, examinó sus caras, les miró fijamente a los ojos y su rostro se ensombreció.

—¿De qué tienen miedo?

—¿No se lo han contado ya los niños? —preguntó Rebecca.

—Farfullaban algo acerca de unas criaturas, pero…

—No farfullaban —dijo Rebecca, y le resultó extraño estar defendiendo lo sobrenatural, ella que nunca había querido ni oír hablar de estas cosas. Dudó unos instantes. Y a continuación, resumiendo todo lo posible, le explicó lo de Lavelle, la matanza de los Carramazza, y los demonios del vudú que ahora perseguían a los hijos de Jack Dawson.

Al finalizar la explicación, el cura no dijo nada. No podía mirarla directamente a los ojos. Estudió el suelo durante varios segundos.

—No me cree —añadió ella.

El levantó la vista y pareció estar avergonzado.

—Bueno, no creo que me esté mintiendo… exactamente. Estoy seguro de que usted se cree todo lo que me ha contado. Pero, para mí, el vudú es un engaño, una serie de supersticiones primitivas. Yo soy un representante de la Iglesia Católica, y creo en una sola Verdad, la Verdad de que Nuestro Salvador…

—Cree en el Cielo, ¿verdad? ¿Y en el Infierno?

—Claro que sí. Eso forma parte del Catolicismo…

—Estas criaturas han salido directamente del Infierno, padre. Si le dijera que ha sido un Satánico quien ha convocado a estos demonios, si nunca hubiera pronunciado la palabra vudú, entonces quizá tampoco me hubiera creído, pero no habría descartado la idea con tanta rapidez, porque su religión reconoce a Satán y a los Satánicos.

—Creo que debería…

Davey chilló.

—¡Están aquí! —dijo Penny.

Rebecca se volvió, dejando de respirar y con el corazón deteniéndosele a medio latido.

Más allá del arco en donde la nave central se juntaba con el vestíbulo, había unas sombras, y entre estas sombras se veían unos ojos blanco plateados resplandeciendo. Ojos de fuego. Muchos.

6

Jack condujo por las calles repletas de nieve, y al acercarse a cada uno de los cruces, intuía de alguna manera cuándo debía girar a la derecha y cuándo simplemente debía pasar de largo. No sabía cómo lo intuía; cada vez le invadía una sensación que le resultaba difícil de explicar, de modo que simplemente se dejaba guiar. Era un comportamiento poco ortodoxo para un policía acostumbrado a utilizar técnicas menos exóticas a la hora de buscar a un sospechoso. Era un poco espeluznante y no le acababa de gustar. Pero no tenia ninguna intención de quejarse porque tenía verdadera necesidad de encontrar a Lavelle.

Treinta y cinco minutos después de recoger los dos pequeños tarros de agua bendita, Jack giró a la izquierda entrando en una calle de casas seudovictorianas. Se detuvo delante de la quinta. Era una casa de ladrillo de tres plantas con muchos decorados. Necesitaba algunas reparaciones y una capa de pintura, al igual que todas las casas del vecindario, un hecho que ni siquiera quedaba disimulado por la nieve y la oscuridad. La casa no estaba iluminada. Las ventanas reflejaban una oscuridad total.

—Hemos llegado —le dijo Jack a Carver.

Detuvo el motor y apagó las luces.

7

Cuatro criaturas salieron del vestíbulo, pasando al pasillo central donde la luz, a pesar de no ser muy fuerte, descubría sus grotescas formas con detalles mucho mas escabrosos de los que hubiera deseado Rebecca.

Guiando el conjunto había una criatura con forma humana de unos catorce centímetros con cuatro ojos llenos de fuego, dos de ellos en la frente. La cabeza tenía el tamaño de una manzana, y a pesar de los cuatro ojos, la mayor parte del mal formado cráneo estaba cubierto por una boca repleta de afilados dientes. Tenía también cuatro brazos y llevaba una lanza en una mano de un solo dedo.

Alzó la lanza por encima de la cabeza con un gesto de reto y desafío.

Quizás a causa de la lanza, Rebecca de pronto se sintió poseída por la extraña pero firme convicción de que aquella bestia con forma humana había sido anteriormente —en tiempos muy antiguos— un orgulloso y sanguinario guerrero africano que había sido condenado al Infierno por sus crímenes, y que ahora estaba obligado a soportar la agonía y humillación de tener el alma atrapada en aquel pequeño y deforme cuerpo.

La criatura con forma humana, las tres criaturas espantosas que estaban detrás, y las otras que se deslizaban en la oscuridad (y que ahora sólo se percibían como unos ojos brillantes) se movían lentamente, como si el ambiente dentro de esta casa sagrada fuera, para ellos, un peso enorme que convertía cada paso en un arduo trabajo. Ninguno de ellos susurraba ni gritaba. Simplemente se acercaban silenciosa y pesadamente, pero implacables.

Más allá de las criaturas, las puertas de la calle parecían estar aún cerradas. Habían entrado en la catedral por alguna otra parte, a través de algún conducto o desagüe abierto que les ofrecía una entrada fácil, casi una invitación, el equivalente de la «puerta abierta» que ellos, al igual que los vampiros, probablemente necesitaban para llegar a un lugar donde el mal no era bien recibido.

El padre Walotsky, brevemente hipnotizado por esta primera visión de las criaturas, fue el primero en romper el silencio. Hurgó en el bolsillo de su sotana negra, sacó un rosario y empezó a rezar.

El demonio con forma humana y las tres cosas que le seguían se acercaron poco a poco, por el pasillo central, mientras que otros seres monstruosos empezaron a aparecer por el oscuro vestíbulo y se vieron nuevos ojos iluminando las sombras. Seguían moviéndose demasiado lentamente como para resultar peligrosos.

¿Pero cuánto tiempo durará esto?, se preguntó Rebecca. Quizá de alguna manera se acostumbrarán a la atmósfera de la catedral y poco a poco se volverán más atrevidas y se moverán con más rapidez. ¿Qué ocurrirá entonces?

Llevándose a los niños consigo, Rebecca empezó a retroceder por el pasillo, hacia el altar. El padre Walotsky los acompañó con el rosario bien cogido entre las manos.

8

Jack y Carver se abrieron paso por la nieve hasta llegar al pie de las escaleras que conducían a la puerta principal de la casa de Lavelle.

Jack ya tenía el revólver en la mano. Dirigiéndose a Carver Hampton, dijo:

—Preferiría que me esperara en el coche.

—No.

—Este es un asunto de la Policía.

—Es algo más que eso. Usted sabe que es algo más.

Jack suspiró y asintió con la cabeza.

Subieron los escalones.

Obtener una orden de arresto, golpear la puerta, anunciando su condición de oficial de la Ley… ninguno de estos procedimientos le parecieron necesarios ni útiles. Por lo menos no en esta situación tan extraña. Sin embargo, tampoco le resultaba agradable irrumpir en una residencia privada simplemente.

Carver cogió el pomo de la puerta e intentó girarlo de un lado a otro.

—Está cerrado.

Jack se percató de que estaba cerrado con llave, pero algo le convenció de que lo intentara él mismo. El pomo cedió bajo la presión de su mano, y la puerta se entreabrió.

—Cerrado para mi —dijo Carver—, pero no para usted.

Se adentraron, manteniéndose apartados de la línea de fuego.

Jack alargó el brazo, abrió la puerta de golpe y volvió a esconder la mano.

Pero Lavelle no disparó.

Esperaron diez o quince segundos y la nieve empezó a invadir la estancia. Finalmente, de cuclillas, Jack se acercó a la puerta y cruzó el umbral, sosteniendo la pistola delante suyo.

La casa estaba excepcionalmente oscura. La oscuridad le resultaría ventajosa a Lavelle, ya que él conocía el lugar, mientras que para Jack era un territorio desconocido.

Buscó a tientas el interruptor de la luz y lo encontró.

Se encontraban en un recibidor amplio. A la izquierda se veían unas escaleras de roble con una barandilla recargada. Directamente delante suyo, más allá de las escaleras, el recibidor se estrechaba y daba a la parte trasera de la casa. Un par de metros más adelante y a la derecha, había unos arcos y de nuevo sólo se veía oscuridad.

Jack avanzó con cautela hasta el borde de los arcos. Quedaba ligeramente iluminado por la luz del recibidor pero sólo podía ver un trozo de suelo desnudo. Supuso que sería un salón.

Se deslizó con dificultad, intentando esconder su silueta. Buscó otro interruptor de la luz, lo encontró y lo encendió. El interruptor pertenecía a una lámpara de techo; la habitación quedó completamente iluminada. Pero aquello era todo lo que contenía: luz. No había muebles. Ni cortinas. Una capa de polvo, unas bolas de polvo en los rincones, mucha luz y cuatro paredes desnudas.

Carver se acercó a Jack y dijo en voz baja:

—¿Está seguro de que éste es el lugar?

En el momento en que Jack estaba a punto de abrir la boca para contestar, sintió que algo le pasaba rozando por la cara. Una fracción de segundo después oyó dos fuertes disparos que procedían de detrás suyo. Se tiró al suelo y salió rodando del recibidor hasta llegar al salón.

Carver también se tiró al suelo. Pero los disparos le habían alcanzado. Tenía la cara contorsionada por el dolor. Se agarraba el muslo izquierdo y sus pantalones estaban llenos de sangre.

—Está en las escaleras —dijo Carver con dificultad—. Le he visto.

—Debía de estar arriba y bajó al oírnos.

—Sí.

Jack se apoyó en la pared al lado de los arcos y se quedó agazapado allí.

—¿Está mal herido?

—Bastante mal —dijo Carver—. En cualquier caso no me moriré. Usted preocúpese de cogerle.

Jack se apoyó en el arco y disparó en seguida a las escaleras, sin molestarse en mirar o apuntar primero.

Lavelle estaba ahí. Se encontraba en mitad de la escalera, escondido detrás de la barandilla.

El disparo de Jack había arrancado un trozo de barandilla a veinticinco centímetros de la cabeza del Bocor.

Lavelle devolvió el disparo. Jack se protegió y un trozo de pared cayó al lado de la arcada.

Otro disparo.

Silencio.

Jack volvió a apoyarse en el arco y lanzó tres disparos rápidos, apuntando al lugar en donde había estado Lavelle, pero éste ya estaba subiendo hacia arriba y los tres disparos fallaron. A continuación desapareció.

Deteniéndose para cargar el revólver con las balas sueltas que llevaba en el bolsillo del abrigo, Jack le echó una mirada a Carver y dijo:

—¿Puede llegar hasta el coche sin ayuda?

—No. No puedo caminar con esta pierna. Pero aquí estaré bien. Sólo me ha rozado ligeramente. Usted vaya a buscarle.

—Tendríamos que llamar a una ambulancia.

¡Vaya a por él! —le ordenó Carver.

Jack asintió con la cabeza, pasó por la arcada y se dirigió cautelosamente al pie de las escaleras.

9

Penny, Davey, Rebecca y el padre Walotsky se refugiaron en el presbiterio, detrás del comulgatorio. De hecho, subieron hasta la plataforma del altar, quedándose justo debajo del crucifijo.

Las criaturas se detuvieron al otro lado del comulgatorio. Algunas de ellas se asomaban por entre los adornados barrotes. Otras se subieron a los reclinatorios y se quedaron allí con los ojos parpadeando ávidamente, y pasándose la lengua por los afilados dientes.

Ahora había unas cincuenta o sesenta y seguían apareciendo más por el vestíbulo, al final del pasillo central.

—No llegarán hasta aquí, ¿verdad? —preguntó Penny—. No se acercarán al crucifijo. ¿Verdad?

Rebecca abrazó a la niña y a Davey, les apretó con fuerza.

—Ya veis que se han detenido —dijo—. No pasa nada. No pasa nada ahora. Tienen miedo del altar. Se han detenido.

¿Pero durante cuánto tiempo?, se preguntó a sí misma.

10

Jack subió las escaleras apoyándose contra la pared, desplazándose lateralmente, intentando hacer el menor ruido posible y casi consiguiéndolo. Sostenía el revólver en la mano izquierda, con el brazo rígidamente extendido, apuntando a la parte superior de las escaleras, sin que le temblara el pulso al ascender, de modo que estaba preparado para disparar en cuanto apareciera Lavelle. Alcanzó el descansillo sin que le dispararan. Subió tres escalones más del segundo piso y en aquel momento Lavelle se inclinó por la esquina superior. Ambos dispararon. Lavelle dos veces, Jack una.

Lavelle apretó el gatillo sin detenerse a apuntar, sin saber exactamente dónde estaba Jack. Simplemente probó suerte disparando dos veces hacia el centro de la escalera. Falló los dos disparos.

Por otra parte, el arma de Jack estaba apoyada contra la pared y Lavelle se encontró de lleno en la línea de fuego. La bala explotó contra su brazo justo en el momento en que terminó de disparar su propia pistola. Lanzó un grito, la pistola cayó de sus manos y retrocedió hacia el salón en donde se había estado escondiendo.

Jack subió las escaleras de dos en dos, saltando por encima de la pistola de Lavelle cuando ésta bajó rodando. Llegó al pasillo de la segunda planta justo a tiempo de ver a Lavelle entrar en una habitación cerrando la puerta detrás suyo.

Abajo, Carver estaba estirado en el suelo cubierto de polvo con los ojos cerrados. Estaba demasiado cansado para mantenerlos abiertos. Estaba cada vez más cansado.

No tenía la sensación de estar descansando sobre un suelo duro. Se sentía como si estuviera flotando en una piscina de agua tibia en algún lugar de los trópicos. Se acordaba del disparo, de que se cayó al suelo; sabía que en realidad el suelo estaba allí, debajo suyo, poro no lograba sentirlo.

Se imaginó que estaría desangrándose. La herida no parecía tan mala, pero tal vez era peor de lo que él creía. O quizá sólo era la conmoción que le hacía sentir de esa manera. Sí, debía de ser eso, una conmoción, sólo una conmoción. Después de todo no se estaría desangrando, sólo sufría una conmoción, aunque, claro está, una conmoción también te podía matar.

Fueran cuales fueran las razones, flotaba, inconsciente de su propio dolor, subiendo y bajando, flotando de aquí para allá sobre un suelo que no era duro en absoluto, deslizándose en una lejana marea tropical… hasta que oyó el tiroteo de arriba y un grito que le hizo abrir los ojos. Tuvo una visión a ras de suelo y desenfocada de la habitación. Parpadeó y forzó la vista hasta que logró enfocarla y entonces deseó no haberlo hecho porque vio que ya no estaba solo.

Uno de los habitantes del pozo le acompañaba. Sus ojos resplandecían.

En la planta superior, Jack intentó abrir la puerta por la que había desaparecido Lavelle. Estaba cerrada con llave, pero el cerrojo probablemente no era gran cosa, sólo uno de aquellos artilugios frágiles, porque la gente no quería instalar cerrojos caros y pesados dentro de la casa.

—¿Lavelle? —gritó.

No hubo respuesta alguna.

—Abre. No tiene sentido esconderse allí dentro.

Desde el interior se oyó un ruido de un cristal que se rompía.

—Mierda —dijo Jack.

Se apartó un poco y dio una patada a la puerta, pero el cerrojo resultó ser más fuerte de lo que él había esperado, y tuvo que darle cuatro patadas, con todas sus fuerzas, antes de conseguir abrirla.

Encendió la luz. Parecía una habitación normal. Lavelle no estaba por ninguna parte.

El vidrio de la ventana estaba roto. Las cortinas bailaban a causa de las ráfagas de viento que entraban.

En primer lugar examinó el armario, simplemente para asegurarse de que Lavelle no le estaba engañando. Pero no había nadie en el armario.

Se acercó a la ventana. Gracias a la luz que procedía de la habitación, vio pisadas en la nieve que cubría el tejadillo. Se dirigían hacia el borde. Lavelle había saltado al patio de abajo.

Jack salió por la ventana, rasgándose el abrigo con un trozo de vidrio y se dirigió al tejadillo.

En la catedral, aproximadamente setenta u ochenta criaturas habían salido del vestíbulo. Estaban en fila encima del comulgatorio y entre los barrotes de los reclinatorios. Detrás de éstos, otras bestias se agazapaban a lo largo del pasillo central.

El padre Walotsky estaba de rodillas, rezando, pero no parecía estar teniendo mucho éxito, por lo que veía Rebecca.

De hecho, todos los indicios eran malos. Las criaturas estaban perdiendo su lentitud inicial. Agitaban las colas. Las cabezas mutantes iban de un lado a otro. Y las lenguas se movían más rápidamente que antes.

Rebecca se preguntó si podrían, tan sólo por su gran número, superar los poderes del Bien que existían dentro de la catedral y que, hasta ahora, habían impedido que les atacaran. Cada vez que entraba una criatura, traía consigo su propia dosis de energía maligna. Si la balanza se inclinaba en la otra dirección…

Una de las criaturas susurró. Habían estado completamente silenciosas desde que llegaron a la catedral, pero ahora una de ellas estaba susurrando, y después empezó otra, y tres más, y al cabo de unos segundos todas estaban susurrando con ira.

Otra mala señal.

Carver Hampton.

Cuando vio al ser endemoniado en el vestíbulo, el suelo de pronto le pareció un poco más sólido. El corazón le empezó a latir, y la realidad empezó a envolverle, rescatándole de la alucinación tropical, a pesar de que el mundo real contenía, en esta ocasión, elementos propios de una pesadilla.

La cosa del vestíbulo se deslizó hasta los arcos llegando al salón. Desde donde lo veía Carver, parecía enorme, por lo menos de su mismo tamaño, pero se dio cuenta de que no era tan grande como lo veía desde el suelo. No obstante era suficientemente grande. Sí, señor. Tenía la cabeza del tamaño de un puño. Su cuerpo sinuoso, dividido en segmentos como el de un gusano, era más largo que su brazo. Sus piernas de cangrejo golpeaban contra el suelo de madera. El otro único rasgo visible en la malformada cabeza era una horrorosa boca llena de afilados dientes y aquellos ojos fantasmagóricos que había descrito Jack Dawson, aquellos ojos de fuego blanco plateado.

Carver reunió las fuerzas suficientes para moverse. Se desplazó hacia atrás por el suelo, haciendo muecas de dolor y dejando un reguero de sangre detrás suyo. Chocó con la pared casi en seguida, quedándose sorprendido; creía que la habitación era mucho mayor.

Con un pitido agudo, la criatura en forma de gusano cruzó la arcada y se deslizó hacia él.

Cuando Lavelle saltó del tejadillo, no aterrizó de pie. Patinó sobre la nieve y cayó encima de su brazo herido. La explosión de dolor casi le dejó inconsciente.

No lograba entender cómo se habían torcido las cosas de esta manera. Estaba confuso y enfadado. Se sentía desnudo, sin poder; era un sentimiento nuevo para él. No le gustaba.

Gateó por la nieve durante unos metros antes de recobrar las fuerzas suficientes para ponerse de pie, y cuando finalmente logró incorporarse oyó que Dawson le gritaba desde el borde del tejadillo. No se detuvo, no esperó pasivamente que le capturase, eso no lo haría Baba Lavelle, el gran Bocor. Se dirigió por el jardín trasero hasta el cobertizo.

Su fuente de poder estaba más allá del pozo, con los dioses de la oscuridad al otro lado. Les exigiría que le explicaran por qué todo estaba saliendo mal. Exigiría que le ayudaran.

Dawson disparó una vez, pero debió de ser sólo un aviso porque la bala ni siquiera le rozó.

El viento le azotaba y llenaba la cara de nieve, y con la sangre que brotaba de su brazo herido no le resultaba fácil resistir la tormenta. Sin embargo, se mantuvo derecho, y alcanzando el cobertizo abrió de golpe la puerta. Pegó un grito de terror cuando vio que el pozo había crecido. Ocupaba ahora la totalidad del pequeño edificio, de un extremo al otro de la habitación, y la luz que procedía de allí ya no era de color naranja sino roja como la sangre, hasta el punto de dañarle los ojos.

Ahora sabía por qué sus benefactores malévolos le habían defraudado. Se habían dejado utilizar con tal que ellos a su vez pudieran utilizarle a él. Él les había conducido a este mundo, un medio a través del cual podían llegar a atacar a los vivos; ahora tenían una salida a este plano de la existencia, una salida que de verdad les permitiría abandonar las Tinieblas. Y la tenían gracias a él. Él había entreabierto las Puertas, confiando en que podría mantener a raya esa abertura insignificante, pero sin saberlo había perdido el control, y ahora las Puertas estaban abiertas de par en par. Los Antiguos estaban en camino. Habían iniciado el viaje. Casi habían llegado. Cuando llegaran, el Infierno habría invadido la superficie de la tierra.

Delante suyo, el borde del pozo continuaba derrumbándose, cada vez más rápidamente.

Lavelle se quedó horrorizado al ver latir de odio a la luz que procedía del pozo. Vio algo oscuro en el fondo de aquel intenso brillo. Ondeaba. Era enorme. Y se iba acercando a él.

Jack saltó del tejadillo y aterrizando de pie sobre la nieve se apresuró a perseguir a Lavelle. Había cruzado la mitad del jardín cuando Lavelle abrió la puerta del cobertizo metálico. La brillante y fantasmagórica luz que inundó el jardín bastó para que Jack se detuviera en seco.

Era el pozo, por supuesto, tal como Carver lo había descrito. Sin embargo, no era tan pequeño como le había dicho y la luz no era suave y de color naranja. Los peores temores de Carver se estaban haciendo realidad: las Puertas del Infierno se estaban abriendo de par en par.

Mientras a Jack se le ocurría esta loca idea, el pozo de pronto se hizo mayor que el cobertizo que lo había alojado. Las paredes metálicas se hundieron en el vacío. Ahora sólo había un agujero en el suelo. Como una linterna gigante, los rojos destellos del pozo inundaron el oscuro y tormentoso cielo.

Lavelle retrocedió unos pasos, pero obviamente el terror le impedía ponerse a correr.

La tierra tembló.

Algo rugió dentro del pozo. Tenía una voz que hizo estremecer a la noche.

El aire apestaba a azufre.

Algo surgió de las profundidades. Se parecía a un tentáculo pero no lo era exactamente. Al igual que la pata de un insecto quitinoso estaba fuertemente articulado en varios lugares, siendo a la vez sinuoso como una serpiente. Tenía una altura de cinco metros. El extremo de la cosa estaba equipado con unos largos apéndices en forma de látigos que se retorcían alrededor de una boca babosa y desdentada que por su tamaño podría llegar a tragarse a un hombre entero. Peor aún, de alguna manera quedaba claro que ésta era sólo una característica menor de la enorme bestia que surgía de las profundidades: proporcionalmente era un dedo humano comparado con el cuerpo entero. Quizás era la única cosa que este ser lovecraftiano habla podido extraer de entre las Puertas… este único dedo.

Este miembro gigante y tentacular se inclinó hacia Lavelle. Los apéndices del extremo empezaron a dar latigazos, le envolvieron y le levantaron del suelo integrándole en la luz de color rojo sangre. Lavelle chilló y se retorció, pero no pudo hacer nada para impedir que aquella boca babosa y obscena le engullera. Al cabo de unos instantes había desaparecido.

En la catedral, la última criatura había llegado hasta el comulgatorio. Por lo menos un centenar de ellas dirigieron sus miradas resplandecientes hacia Rebecca, Penny, Davey y el padre Walotsky.

Los susurros se acrecentaban ahora con algún rugido ocasional.

De pronto el demonio humanoide con cuatro ojos y cuatro brazos saltó del comulgatorio al presbiterio. Dio unos pasos indecisos hacia delante mirando de un lado a otro: tenía un aire cansino. A continuación levantó la pequeña lanza, la agitó y chilló.

Inmediatamente todas las otras criaturas también se pusieron a chillar.

Otra criatura se atrevió a entrar en el presbiterio.

Después una tercera. Y a continuación cuatro más.

Rebecca miró la puerta de la sacristía de reojo. En cualquier caso no tenía sentido irse corriendo hacia allí. Lo único que conseguiría es que las criaturas les siguieran. Había llegado al final.

La criatura en forma de gusano había alcanzado el lugar en el que Carver Hampton estaba sentado, apoyado contra la pared. El bicho se incorporó, hasta que la mitad de su asqueroso cuerpo no tocaba ya el suelo.

Observó esos ojos fogosos y sin fondo y supo «que era un Houngon demasiado débil como para protegerse».

A continuación, detrás de la casa, algo rugió; parecía una cosa enorme y muy viva.

La tierra tembló, la casa vibró, y el demonio con forma de gusano pareció perder interés en Carver. Se apartó un poco de él y moviendo la cabeza de un lado a otro, empezó a balancearse al ritmo de una música que Carver no podía percibir.

Con gran pesar, se dio cuenta de qué era lo que temporalmente le había distraído: era el sonido de las otras almas atrapadas en el Infierno que ahora alcanzaban su deseada libertad, el aullido triunfal de los Antiguos que ahora rompían sus ataduras.

Había llegado el final.

Jack avanzó hasta el pozo. El borde se estaba desintegrando y el agujero se iba agrandando por segundos. Tuvo cuidado de no colocarse demasiado cerca de la orilla.

El intenso brillo rojo hizo que los copos de nieve parecieran brasas voladoras. Pero ahora rayos de una brillante luz blanca se mezclaban con la roja, el mismo blanco plateado que el color de los ojos de las criaturas, y Jack estaba seguro de que esto significaba que las Puertas del Infierno se estaban abriendo peligrosamente.

El monstruoso apéndice, medio de insecto y medio tentáculo, se balanceaba amenazadoramente por encima suyo, pero él sabía que no podía tocarle. Por lo menos, no ahora. No podría hacerle daño hasta que las Puertas del Infierno estuvieran completamente abiertas. Por ahora, los dioses benévolos del Rada seguían teniendo algún poder sobre la tierra, y él estaba protegido por ellos.

Sacó el tarro de agua bendita del bolsillo de su abrigo. Le hubiera gustado tener el tarro de Carver también, pero tendría que apañarse con el que tenía. Desenroscó la tapa y la tiró a un lado.

Otra forma amenazadora estaba surgiendo de las profundidades. Podía verla: una presencia oscura que surgía a través de la casi cegadora luz, aullando como mil perros juntos.

Había aceptado la magia negra de Lavelle y la magia blanca de Carver, pero ahora podía hacer algo más que aceptarla; era capaz de entenderla en sus términos exactos, y sabía que ahora las entendía mejor de lo que jamás podrían hacerlo Lavelle o Carver. Miró en el fondo del pozo y lo supo. El Infierno no era un lugar mítico, y los dioses y los demonios no tenían nada de sobrenaturales, de sagrado o profano. El Infierno —y por tanto el Cielo— existían al igual que la tierra; simplemente tenían otras dimensiones, otros planos de existencia física. Normalmente, era imposible que un ser vivo pudiera cruzar de un plano al otro. Pero la religión era una ciencia torpe y rudimentaria que había teorizado sobre las maneras en que podían juntarse los planos, aunque sólo fuera de forma temporal, y la magia era la herramienta de esa ciencia.

Después de llegar a esta conclusión, parecía igual de fácil creer en el vudú, en el Cristianismo o en cualquier otra religión, como creer en la existencia del átomo.

Lanzó el agua bendita, con el tarro y todo, al pozo.

Las criaturas se lanzaron a través del comulgatorio y subieron las escaleras hacia la plataforma del altar.

Los niños gritaron, y el padre Walotsky sostuvo el rosario delante suyo como si éste fuera a protegerle del ataque. Rebecca desenfundó su arma, aunque sabía que no serviría de nada, y apuntó cuidadosamente a la primera manada…

Y el centenar de criaturas se convirtieron en montones de tierra que se desparramó por los escalones del altar.

El demonio-gusano volvió su odiosa cabeza hacia Carver y susurrando le golpeó.

Él chilló.

A continuación jadeó sorprendido ya que no le llovió más que tierra.

El agua bendita desapareció en el pozo.

Los chillidos triunfales, los rugidos de odio, los gritos de júbilo cesaron tan bruscamente como si alguien hubiera desenchufado un aparato de música. El silencio duró tan sólo un segundo, y a continuación la noche se llenó de gritos de ira, frustración y angustia.

La tierra tembló mas violentamente que antes.

Jack perdió el equilibrio, pero cayó hacia atrás, lejos del pozo.

Vio que el borde había dejado de desintegrarse. El agujero no estaba creciendo.

El descomunal apéndice que se elevaba sobre él, como una enorme serpiente de un cuento de hadas, no intentó atacarle tal como había temido. Al contrario, su asquerosa boca aspirando la noche sin cesar desapareció en las profundidades del pozo.

Jack se puso de nuevo en pie. Tenía el abrigo cubierto de nieve.

La tierra continuaba temblando. Se sintió como si estuviera encima de un huevo de cuyo cascarón iba a surgir algo letal. Aparecieron media docena de grietas en el pozo, de unos cuatro, seis e incluso ocho centímetros de ancho y de hasta unos dos metros de largo. Jack se encontró entre las dos brechas más grandes, sobre una inestable y temblorosa isla. La nieve se derretía en los huecos y una luz procedía de las extrañas profundidades. Surgían oleadas de calor como si estuviera abierta la puerta de un horno, y durante un terrible momento pareció como si el mundo entero fuera a quebrarse. A continuación y con mucha rapidez las grietas se cerraron de nuevo, bien selladas, como si nunca hubieran existido.

La luz del pozo empezó a apagarse, cambiando de rojo a naranja por los bordes.

Las voces endemoniadas también se desvanecían.

Poco a poco se iban cerrando las Puertas.

Con un arrebato triunfal, Jack se acercó al borde, observando el agujero, intentando ver algo más de esas monstruosas y fantásticas formas que se retorcían más allá de ese resplandor.

De pronto la intensidad de la luz volvió a incrementarse, sorprendiéndole. Los gritos y aullidos aumentaron de volumen.

Retrocedió.

La intensidad de la luz volvió a decrecer y a continuación se hizo más fuerte, volvió a bajar y aumentó de nuevo. Los seres inmortales más allá de las Puertas intentaban mantenerlas abiertas, forzándolas para que se abrieran de par en par.

El borde del pozo empezó de nuevo a desintegrarse. La tierra se deshacía formando pequeños montoncitos. A continuación se detuvo. Pero volvió a empezar. A intervalos, el pozo iba creciendo de tamaño.

El corazón de Jack parecía latir al ritmo de la desintegración del perímetro del pozo. Cada vez que caía la tierra, su corazón parecía detenerse; cada vez que el borde parecía estabilizarse, su corazón volvía a latir.

Quizá Carver Hampton se había equivocado. Quizá el agua bendita y las buenas intenciones de un hombre honesto no bastarían para poner fin a esta pesadilla. Quizá se había llegado demasiado lejos. Quizá nada pudiera frenar el Armagedón ahora.

Dos apéndices en forma de látigo, segmentados, de color negro brillante, con un centímetro de diámetro cada uno, aparecieron en el pozo delante de Jack y le envolvieron. Uno se enredó alrededor de su pierna izquierda desde el tobillo hasta la ingle. El otro le cubrió el pecho y el brazo izquierdo enroscándose en la muñeca y los dedos. Sintió un tirón en la pierna y cayó despatarrado al suelo intentando sin ningún éxito liberarse de su atacante; se aferraba con tenacidad; no había forma de quitárselo de encima. La bestia a la que pertenecían los tentáculos quedaba escondida en el fondo del pozo, y ahora tiraba de él, arrastrándole hasta el borde como un pescador endemoniado enrollando el sedal. Una columna dentada recorría el largo de cada tentáculo, y los dientes eran afilados; no atravesaron sus ropas directamente pero le hicieron unos cortes profundos en la piel desnuda de la mano y la muñeca.

Nunca había experimentado un dolor tan fuerte.

De pronto temió no ver nunca más a Davey, a Penny o a Rebecca.

Empezó a gritar.

En la catedral de San Patricio, Rebecca dio dos pasos al frente hacia los montones de tierra que hacía tan sólo un momento habían sido unas criaturas vivientes, pero se detuvo cuando la tierra desparramada tembló con una corriente de vida perversa e insoportable. Los montones no estaban del todo muertos. Los granos y grumos de tierra parecían absorber la humedad del aire; se humedecieron; los trozos separados de cada montón empezaron a estremecerse y a juntarse trabajosamente. Aparentemente esta tierra encantada intentaba recuperar su forma previa, luchando por reconstituir de nuevo a las criaturas. Un pequeño grumo de tierra que se encontraba alejado de los otros, empozo a tomar la forma de una malvada pata con garras.

—Muere, maldita sea —dijo Rebecca—. ¡Muere!

Desparramado sobre el borde del pozo, seguro de que iba a caer dentro, con la atención dividida entre el vacío que tenía delante suyo y el terrible dolor de la mano, Jack gritó…

… y en ese mismo instante el tentáculo que le asía el brazo y el pecho le soltó bruscamente. El segundo apéndice endemoniado se deslizó por la pierna izquierda unos segundos después.

Disminuyó la intensidad de la luz del Infierno.

Ahora la bestia de las profundidades aullaba de dolor y tormento. Sus tentáculos azotaban erráticamente la noche que se cernía por encinta del pozo.

En ese momento de caos y crisis, los dioses del Rada debían haberle concedido una revelación a Jack, ya que supo —sin entender por qué lo sabía— que había sido su sangre la causante del abandono de la bestia. En una lucha contra el Mal, quizá la sangre de un hombre honrado actuaba (al igual que el agua bendita) como una sustancia con poderes mágicos. Y tal vez su sangre podía conseguir lo que no se había podido hacer con sólo agua bendita.

El borde del pozo empezó a desintegrarse de nuevo. El agujero creció. Las Puertas volvían a abrirse. La luz que surgía de la tierra pasó una vez más del naranja al rojo.

Jack se incorporó y se arrodilló en el borde. Sentía cómo la tierra lentamente —y después no tan lentamente— se abría bajo sus rodillas. Le brotaba la sangre de la mano herida, goteando de las puntas de los cinco dedos. Se inclinó peligrosamente sobre el pozo, y agitó la mano, dejando que las gotas de sangre cayeran en el centro de la luz.

Abajo, los aullidos aumentaron aún más de volumen. Eran incluso más fuertes que cuando había rociado el pozo con agua bendita. La luz del horno de los demonios fue bajando de intensidad y el perímetro se estabilizó.

Roció el abismo con más sangre y los gritos torturados se desvanecieron pero sólo ligeramente. Observó fijamente el fondo misterioso y movedizo y se inclinó aún más para poder verlo mejor…

… y con una gran oleada de aire caliente, surgió una gran cara, ascendiendo como un globo a través de la resplandeciente luz. Una cara del tamaño de un camión y que ocupaba casi todo el pozo. Era la cara impúdica del Mal. Estaba compuesta de cieno, moho y trozos de cadáveres podridos. Era una cara agrietada, abultada y con cicatrices, una cara oscura, repleta de pústulas, llena de gusanos, y con una asquerosa espuma marrón que se deslizaba por sus putrefactas narices. Los gusanos se retorcían en las órbitas de sus ojos negros y sin embargo podía ver, porque Jack sentía el terrible peso de su odiosa mirada. Abrió la boca —una abertura depravada con el tamaño suficiente como para tragarse a un hombre entero— y un líquido bilioso le resbaló por la barbilla. Su lengua era larga, negra y llena de pequeños pinchos en forma de agujas que perforaban y desgarraban sus propios labios al relamérselos.

Mareado, desanimado y débil a causa del insoportable hedor de muerte que provenía de la boca abierta, Jack agitó la mano herida por encima de la aparición, y una lluvia de sangre se desprendió de su estigma supurante.

—Márchate —le dijo a la cosa, asfixiándose en el apestoso ambiente—. Vete. Vete. Ahora.

La cara retrocedió en el resplandor del horno mientras la sangre caía sobre ella. Al cabo de unos instantes desapareció en el fondo del pozo.

Oyó unos lloriqueos patéticos. Se dio cuenta de que se estaba oyendo a sí mismo.

Y el final todavía no había llegado. En las profundidades volvieron a oírse con fuerza la multitud de voces, la luz volvió a brillar intensamente, y la tierra empezó a desintegrarse una vez más.

Sudando, jadeando y apretando los esfínteres para impedir una evacuación intestinal causada por el terror, Jack quiso escapar corriendo del pozo. Quiso huir, desaparecer en la noche y perderse en la tormenta. Pero sabía que eso no era una solución. Si no lo detenía ahora, el pozo se abriría y le tragaría hiciera lo que hiciera.

Con la mano derecha se abrió trabajosamente las heridas de la mano izquierda hasta que consiguió que fluyera la sangre con mucha más rapidez. El terror le había anestesiado; ya no sentía dolor. Como un cura católico bendiciendo con agua bendita o incienso roció con sangre la boca del Infierno.

La luz se atenuó pero luchaba por mantenerse viva. Jack rezó para que se extinguiera, ya que si esto no funcionaba, sólo existía otra solución: tendría que sacrificarse totalmente a sí mismo; tendría que entrar en el pozo. Y si bajaba allí… sabía que nunca volvería.

Los restos de la energía maléfica parecían haber desaparecido de los montones de tierra que se encontraban en los escalones del altar. La tierra había permanecido quieta durante más de un minuto. Cada segundo que pasaba resultaba más difícil creer que las cosas habían estado vivas alguna vez.

Finalmente, el padre Walotsky recogió un trozo de tierra y lo desmenuzó entre los dedos.

Penny y Davey le miraban fascinados. Entonces la niña se volvió a Rebecca y dijo:

—¿Qué ha ocurrido?

—No estoy segura —contestó—. Pero creo que tu papá ha conseguido lo que se había propuesto. Creo que Lavelle ha muerto. —Observó la inmensa catedral, como si Jack fuera a entrar por el vestíbulo, y dijo en voz baja—: Te quiero, Jack.

La luz se transformó de naranja en amarillo y después en azul.

Jack lo observaba todo en tensión, sin acabar de creerse que finalmente todo había terminado.

Un crujido se oyó en las profundidades como si las enormes Puertas se estuvieran cerrando y tuvieran las bisagras oxidadas. Los débiles aullidos que emergían del pozo habían pasado de ser gritos de ira, odio y triunfo a ser unos quejidos de desesperación.

Y entonces la luz se apagó por completo.

Dejaron de oírse los ruidos.

El ambiente ya no olía a azufre.

No se oía ningún ruido en el pozo.

Ya no era una puerta. Ahora, era simplemente un agujero en el suelo.

La noche seguía siendo fría, pero la tormenta parecía calmarse.

Jack se cogió la mano herida y se la envolvió con nieve para impedir que siguiera sangrando ahora que ya no necesitaba la sangre. A causa de la adrenalina que le recorría el cuerpo no sentía todavía ningún dolor.

El viento ya no soplaba casi, de modo que se sorprendió de que le trajera una voz. Era la voz de Rebecca. No podía ser otra. Y las tres palabras que quería oír:

—Te quiero, Jack.

Se volvió, desconcertado.

No se la veía por ninguna parte, sin embargo había oído su voz justo a su lado.

—Yo también te quiero —contestó, y supo que estuviera donde estuviera, ella le había oído con la misma claridad.

Nevaba con más suavidad. Los copos ya no eran pequeños y duros sino grandes y esponjosos, tal como habían sido al principio de la tormenta. Caían lentamente ahora, formando amplias espirales.

Jack se apartó del pozo y regresó a la casa para llamar una ambulancia que viniera a recoger a Carver Hampton.

Podemos caer en el amor; nunca es demasiado tarde.

¿Y por qué, entonces, dormimos odiando?

Las creencias no requieren puntos suspensivos

para ver que el Infierno es invención nuestra.

Hacemos que el Infierno sea de verdad,

alimentamos sus fuegos.

Y en sus llamas mueren nuestras esperanzas.

El Cielo, también, es simplemente una creación nuestra.

Podemos otorgarnos nuestra propia salvación.

Todo lo que se requiere es imaginación.

EL LIBRO DE LAS LAMENTACIONES