CAPÍTULO SÉPTIMO

1

En la Central, el garaje subterráneo estaba escasamente iluminado. Los rincones quedaban sumidos en sombras; unas sombras que se extendían por las paredes como manchas húmedas, estaban al acecho entre filas y filas de coches y otros vehículos, se aferraban a los techos y observaban todo lo que ocurría abajo.

Esa noche a Jack le asustaba el garaje. Esa noche, las omnipresentes sombras parecían estar vivas y, lo que era peor, parecían acercarse con mayor habilidad y cautela.

Era evidente que Rebecca y los niños compartían la misma sensación. Se apiñaban y miraban a su alrededor con preocupación, con sus cuerpos y sus caras tensas.

No pasa nada, se dijo Jack. Las criaturas no pueden haber averiguado a dónde íbamos. Por el momento, han perdido la pista. Por ahora, al menos, estamos a salvo.

Pero no se sentía seguro.

El vigilante nocturno del garaje era Ernie Tewkes. Su espeso pelo negro estaba peinado hacia atrás, apartado de la frente y lucía un fino bigote que resultaba algo extraño sobre su grueso labio superior.

—Pero ya os habéis llevado un coche cada uno de vosotros —dijo Ernie, dándole pequeños golpes a la hoja de salidas.

—Ya lo sé, pero necesitamos dos más —dijo Jack.

—Eso va contra las normas, y yo…

—Al demonio con las normas —dijo Rebecca—. Lo único que tienes que hacer es darnos dos coches más. Ahora mismo.

—¿Y dónde están los otros dos? —preguntó Ernie—. ¿No habréis tenido un accidente?

—Claro que no —contestó Jack—. Están cubiertos de nieve.

—¿Problemas mecánicos?

—No. Atrapados por la nieve —mintió Jack.

Habían descartado la idea de ir a recoger el coche de Rebecca a su apartamento, y también habían decidido que no se atrevían a regresar a la casa de Faye y Keith. Estaban seguros de que los demonios estarían al acecho en ambos lugares.

—¿Atrapados en la nieve? —preguntó Ernie—. ¿Eso es todo? Mandaremos una grúa y sacaremos los coches.

—No podemos perder tiempo —contestó Jack impacientemente, mientras escudriñaba las zonas oscuras del garaje—. Necesitamos dos coches ahora mismo.

—Las normas dicen que…

—Escucha —dijo Rebecca—, ¿no se asignaron una serie de coches a la brigada especial que trabaja en el caso Carramazza?

—Claro —contestó Ernie—. Pero…

—¿Y no están algunos de estos coches todavía aquí en el garaje, sin utilizar?

—Bueno, en este momento nadie los está utilizando —admitió Ernie—. Pero quizá…

—¿Y quién está al mando de la brigada especial? —preguntó Rebecca.

—Bueno… vosotros. Los dos.

—Ésta es una urgencia relacionada con el caso Carramazza y resulta que necesitamos esos coches.

—Pero ya os habéis llevado dos y las normas dicen que hay que rellenar los informes de pérdida o avería antes de que…

—Olvídate de la maldita burocracia —le contestó Rebecca con irritación—. Ve a buscar dos coches ahora, en seguida, o te arrancaré ese estúpido bigote de la cara, cogeré las llaves e iré yo misma a por los vehículos.

Ernie la miró atónito, evidentemente sorprendido por la amenaza y por la vehemencia utilizada.

Esta vez, Jack se alegró de que Rebecca volviera a ser la dura y fría amazona.

—¡Rápido! —dijo, dando un paso hacia Ernie.

Ernie se movió con rapidez.

Mientras esperaban en la caseta a que llegara el primer coche, Penny miraba de una zona de sombras a otra. Una y otra vez, creyó ver cosas que se movían en la penumbra: la oscuridad deslizándose en la oscuridad; un murmullo en las sombras entre dos coches patrulla; una vibración en el circulo de oscuridad detrás de un furgón de la Policía; una forma malévola agazapada en el rincón; una sombra hambrienta escondida entre las otras sombras del rincón; movimientos debajo de la escalera y más movimientos al otro lado de los ascensores y algo que avanzaba cautelosamente por el oscuro techo y…

¡Basta!

Imaginaciones, se dijo a sí misma. Si el lugar estuviera lleno de criaturas, ya nos habrían atacado.

El encargado del garaje regresó con un «Chevrolet» azul algo abollado que no llevaba ningún distintivo de la Policía, aunque sí estaba provisto de una larga antena que servía para la potente radio. A continuación se fue a buscar el otro coche.

Jack y Rebecca registraron los asientos del primer coche para asegurarse de que no hubiera criaturas escondidas allí.

Penny no quería separarse de su padre, a pesar de que sabía que la separación era parte del plan, a pesar de que le habían explicado las razones por las cuales era imprescindible separarse, y a pesar de que había llegado el momento de partir. Ella y Davey se irían con Rebecca y pasarían las próximas horas conduciendo lentamente por las principales avenidas, donde estaban trabajando las máquinas quitanieves y había menos posibilidades de quedarse atrapado; no podían arriesgarse a ser atrapados porque serían una presa fácil si se quedaban demasiado tiempo en un mismo sitio. Sólo estarían a salvo si se movían de un lado a otro porque así las criaturas no podrían tenerlos localizados. Mientras tanto su padre iría hasta Harlem a ver a un hombre llamado Carver Hampton que seguramente podría ayudarle a encontrar a Lavelle. A continuación iría en busca de ese hechicero. Estaba seguro de que no corría ningún peligro. Dijo que, por alguna razón que no acababa de comprender, la magia de Lavelle no le hacía efecto a él. Aseguró que esposar a Lavelle no sería ni más difícil ni más peligroso que esposar a cualquier otro criminal. Lo decía en serio, además. Y Penny quería creer que tenía toda la razón. Pero en el fondo de su corazón estaba segura de que nunca más le volvería a ver.

Sin embargo, no lloró demasiado ni se aferró a él y se metió en el coche con Davey y Rebecca. Mientras subían la rampa de salida, miró hacia atrás. Papá les estaba diciendo adiós. Llegaron hasta la calle y giraron a la derecha y papá desapareció de su vista. A partir de aquel momento para Penny era como si ya hubiera muerto.

2

Unos minutos después de la medianoche, en Harlem, Jack aparcó delante del Rada. Sabía que Hampton vivía encima de su establecimiento, y supuso que habría una entrada privada al apartamento, de modo que dio la vuelta al edificio, y encontró una puerta con un número.

La segunda planta estaba muy iluminada. Todas las ventanas estaban resplandecientes.

De espaldas al viento, Jack tocó el timbre situado al lado de la puerta, pero no se contentó con dar un timbrazo corto; apoyó el pulgar con tanta fuerza que llegó a hacerse un poco de daño. Incluso a través de la puerta cerrada, el sonido del timbre se hizo rápidamente irritante. En el interior, debía resultar cinco o seis veces más fuerte. Si Hampton observaba por la mirilla y al ver quién era decidía no abrir la puerta, entonces sería mejor que tuviera unos buenos tapones para los oídos. Al cabo de cinco minutos el timbre le daría un buen dolor de cabeza. Al cabo de diez sería como un punzón que se le clavaba. No obstante, si eso no daba resultado Jack tenía intención de intensificar la batalla; buscaría un montón de ladrillos sueltos, botellas vacías u otros trozos grandes de basura para lanzarlos a las ventanas de Hampton. No le importaba que le acusaran de abuso de autoridad; no le importaba meterse en un lío y quizá perder su placa. Las cosas ya no estaban como para hacer peticiones bien educadas o tener un debate civilizado.

Con gran sorpresa, en menos de medio minuto se abrió la puerta, y allí estaba Carver Hampton, mucho más grande y formidable de lo que Jack recordaba. No estaba frunciendo el ceño tal como él esperaba sino que sonreía y en vez de estar enfadado parecía encantado.

Antes de que Jack pudiera pronunciar palabra, Hampton dijo:

—¡Está bien! Gracias a Dios. ¡Gracias a Dios! Entre. No sabe cuánto me alegra verle. Entre, entre. —Había un pequeño recibidor y a continuación unas escaleras. Jack entró y Hampton cerró la puerta sin dejar de hablar—. Dios mío. He estado medio muerto de preocupación. ¿Está bien? Parece estarlo. Por el amor de Dios, ¿tendría la amabilidad de decirme que se encuentra bien?

—Estoy bien —dijo Jack—. He estado a punto de no estarlo. Pero hay tantas preguntas que le quiero hacer, tantas…

—Suba —dijo Hampton, franqueándole el paso—. Tiene que contarme lo que ha ocurrido, todo, todos los detalles. Ha sido una noche llena de acontecimientos; lo sé; lo percibo.

Quitándose las botas repletas de nieve y siguiendo a Hampton por las estrechas escaleras, Jack dijo:

—Debo advertirle que he venido a pedir ayuda y tanto si quiere como si no, me la va a brindar.

—Estaré encantado de hacerlo —dijo Hampton, sorprendiendo una vez más a Jack—. Haré todo lo que pueda; cualquier cosa.

Al final de las escaleras llegaron a un salón acogedor y bien amueblado con muchos libros en los estantes que cubrían una de las paredes. Un tapiz oriental colgaba de la pared opuesta, y una preciosa alfombra persa, predominantemente azul y beige, ocupaba la mayor parte del suelo. Cuatro lámparas de vidrio de tonos azulados, verdes y amarillos estaban colocadas con tanto arte que uno se quedaba prendado de su belleza mirara desde donde mirara. Había también dos lámparas de lectura, con un diseño más funcional, situadas a cada lado de los sillones. Todas las luces estaban encendidas. Sin embargo, no conseguían iluminar todos los rincones de la habitación y en esas zonas donde podían producirse pequeñas sombras, Carver había colocado velas, al menos unas cincuenta en total.

Hampton vio que a Jack le sorprendían las velas, porque dijo:

—Esta noche hay dos tipos de oscuridad en la ciudad, teniente. En primer lugar, está la oscuridad producida meramente por la ausencia de luz. Y después está la oscuridad que es la presencia física —la manifestación misma— del Mal satánico. La segunda y maligna forma de oscuridad se alimenta y se esconde en la primera, disfrazándose ingeniosamente. Pero allí está. Por tanto no quiero tener sombras cerca de mí esta noche, si puedo evitarlo, porque nunca se sabe cuándo una pequeña e inocente sombra puede ser mucho más de lo que parece.

Anteriormente a esa investigación, y a pesar de lo muy abierto que había sido siempre, Jack no se habría tomado en serio la advertencia de Carver Hampton. En el mejor de los casos, habría pensado que era un excéntrico; en el peor, que estaba un poco loco. En ese momento, no dudó ni por un instante de la sinceridad o exactitud de la afirmación del Houngon. A diferencia de Hampton, Jack no temía que las sombras se lanzaran de pronto sobre él y le agarraran con oscuras manos letales; sin embargo, después de las cosas que había presenciado esa noche, no se atrevía a descartar aquella extraña posibilidad. En cualquier caso y por lo que pudiera esconderse tras las sombras, él también prefería una luz brillante.

—Parece estar congelado —dijo Hampton—. Deme su abrigo. Lo colocaré encima del radiador para que se seque. Los guantes también. Siéntese y le traeré un brandy.

—No tengo tiempo para un brandy —dijo Jack, dejándose el abrigo abrochado y los guantes puestos—. Tengo que encontrar a Lavelle. Yo…

—Para encontrar y detener a Lavelle —dijo Hampton—, hay que estar bien preparado. Eso requiere un tiempo. Sólo un imbécil volvería a adentrarse en esa tormenta sin una idea concreta de lo que quiere hacer y a dónde tiene que ir. Y usted no es un imbécil, teniente. De modo que será mejor que me dé el abrigo. Yo puedo ayudarle, pero vamos a tardar un poco más de dos minutos.

Jack suspiró, se quitó dificultosamente el pesado abrigo y se lo dio al Houngon.

Minutos después, Jack estaba hundido en uno de los sillones, sosteniendo una copa de «Rémy Martín». Se había quitado los zapatos y calcetines y los había colocado al lado del radiador, porque estaban totalmente empapados a causa de la nieve que se le había metido en las botas mientras caminaba por la calle. Por primera vez en toda la noche, empezó a entrar en calor.

Hampton abrió la llave del gas, introdujo una cerilla larga entre los troncos de cerámica y se elevaron las llamas. Subió el gas al máximo.

—No es tanto por el calor sino para ahuyentar la oscuridad de la chimenea —dijo. Apagó la cerilla y la depositó en un pequeño cubo metálico que estaba en el suelo. Se sentó en el otro sillón, frente a Jack, separado por una mesita de café en donde se veían dos piezas de cristal de Lalique, un jarro transparente en donde unos lagartos verdes hacían la función de asas, y un florero esmerilado alargado con un cuello gracioso—. Si tengo que saber cómo debo proceder, tendrá que decirme todo lo que…

—Primero, quiero hacerle unas preguntas —dijo Jack.

—Muy bien.

—¿Por qué no ha querido ayudarme esta mañana?

—Ya le dije que tenía miedo.

—¿Y ahora no tiene?

—Más que nunca.

—¿Entonces por qué quiere ayudarme ahora?

—Sentimiento de culpabilidad. Estaba avergonzado de mí mismo.

—Hay algo más.

—Bueno, sí. Al ser un Houngon, acostumbro a pedirle a los dioses Rada que realicen alguna hazaña, que escuchen las bendiciones que echo sobre mis clientes y otras personas que deseo ayudar. Y, claro está, son los dioses que hacen que mis pociones mágicas funcionen. A cambio, yo debo resistirme al Mal y luchar contra los agentes del Congo y Pétro cuando me los encuentro. En vez de eso, durante un tiempo, he intentado eludir mis responsabilidades.

—Si se hubiera negado a ayudarme de nuevo… ¿los dioses benignos habrían continuado realizando las hazañas que les pedía o le habrían abandonado, retirándole sus poderes?

—Es poco probable que me hubieran abandonado.

—¿Pero existe la posibilidad?

—Muy remotamente, sí.

—De modo que, por lo menos hasta cierto punto, tiene usted un interés personal. Muy bien. Me gusta así. Me siento más cómodo.

Hampton bajó la vista y se quedó mirando fijamente su brandy durante unos instantes. A continuación volvió a mirar a Jack y dijo:

—Hay otra razón por la cual debo ayudarle. Los riesgos son mayores de lo que yo creía cuando le eché de mi tienda este mediodía. Verá, para deshacerse de los Carramazza, Lavelle ha abierto las Puertas del Infierno y ha liberado a una multitud de seres endemoniados para que lleven a cabo las matanzas. Es un acto de locura, de insensatez y de orgullo haber hecho una cosa así, a pesar de que quizá sea uno de los Bocor más habilidosos del mundo. Podría haber conjurado la esencia espiritual de un demonio y haberlo utilizado para asesinar a los Carramazza; entonces no habría tenido necesidad de abrir las Puertas del Infierno e introducir a estas criaturas odiosas en este mundo dándoles una forma física. ¡Es una locura! Ahora, las Puertas del Infierno están tan sólo entreabiertas, y de momento Lavelle controla la situación. Todo esto puedo intuirlo a través de la cuidadosa aplicación de mis propios poderes. Pero Lavelle está desequilibrado y, en cualquier ataque de locura, se le puede ocurrir abrir las Puertas de par en par, sólo para divertirse un rato. O quizá se cansará y se debilitará; y si se debilita lo suficiente, las fuerzas opuestas reventarán las Puertas en contra de la voluntad de Lavelle. En cualquier caso, aparecerán grandes multitudes de criaturas monstruosas que vendrán a exterminar a los inocentes, a los débiles, a los buenos y a los justos. Sólo sobrevivirán los malvados, pero se encontrarán viviendo en un Infierno sobre la Tierra.

3

Rebecca subió por la Avenida de las Américas, casi hasta Central Park, y giró ilegalmente en redondo por en medio del cruce desierto, volviendo de nuevo hacia el centro de la ciudad, sin tener que preocuparse por otros conductores. De hecho, había un poco de tráfico —las máquinas quitanieves, una ambulancia, incluso dos o tres radio taxis— pero en general no se veía nada más que nieve en las calles. Habían caído nueve o diez centímetros de nieve, y seguía nevando. No podían verse las líneas divisorias de los carriles; incluso cuando pasaban las máquinas quitanieves, no llegaban hasta la calzada. Nadie prestaba ninguna atención a las señales de tráfico, la mayoría de las cuales estaban estropeadas a causa de la tormenta.

El agotamiento de Davey había llegado a superar su temor. Estaba completamente dormido en el asiento trasero del coche.

Penny continuaba despierta, aunque tenía los ojos enrojecidos y acuosos. Se aferraba con determinación al estado de consciencia porque parecía tener una necesidad imperiosa de hablar, como si creyera que una conversación continua pudiese evitar la llegada de las criaturas. También se mantenía despierta porque, de una forma un tanto sinuosa, parecía querer plantear una pregunta importante.

Rebecca no estaba segura de lo que tenía la chica en la cabeza, y cuando por fin Penny lo soltó, a Rebecca le sorprendió la perspicacia de la niña.

—¿Te gusta mi padre?

—Claro —contestó Rebecca—. Somos compañeros.

—Quiero decir, si te gusta más que como compañero.

—Somos amigos. Me gusta mucho.

—¿Más que amigos?

Rebecca apartó la vista de la calle nevada y las dos se miraron.

—¿Por qué lo preguntas?

—Quería saberlo —contestó Penny.

Sin saber muy bien qué decir, Rebecca volvió a mirar la calle.

—¿Y bien? ¿Lo sois? ¿Más que amigos? —continuó Penny.

—¿Te molestaría si lo fuéramos?

—¡No!

—¿De verdad?

—¿Quieres decir que podría molestarme porque pensaría que estás intentando ocupar el lugar de mi madre?

—Bueno, a veces eso es un problema.

—En mi caso no lo es. Yo quería mucho a mi mamá, y nunca la olvidaré, pero sé que le gustaría que yo y Davey estuviéramos contentos, y una de las cosas que más felices nos haría es tener otra madre antes de que seamos demasiado mayores para disfrutarla.

Rebecca casi se echó a reír de placer cuando se percató del tono sofisticado, inocente y dulce que utilizaba la niña para expresarse. Pero se mordió la lengua y se mantuvo seria porque tenía miedo de que Penny pudiera malinterpretar su risa. La niña estaba tan seria.

—Me parecería estupendo… tú y papá. Él necesita a alguien. ¿Sabes?… Alguien… a quien querer —dijo Penny.

—Os quiere mucho a ti y a Davey. Nunca he conocido a un padre que quisiera a sus niños —que los amara— tanto como Jack os quiere y os ama a vosotros dos.

—Eso ya lo sé. Pero necesita algo más aparte de nosotros. —La chica se quedó un momento en silencio y a continuación dijo—: Verás, existen básicamente tres tipos de personas. En primer lugar, tienes a los que les gusta dar, gente que simplemente da y da y que no esperan nada a cambio. No hay muchos de ésos. Supongo que este tipo de persona es el que llega a ser santo ciento cincuenta años después de su muerte. A continuación están los que dan y reciben, que es lo que son la mayoría de personas; yo soy así, me imagino. Y por último están los que sólo reciben, esos tipos asquerosos que sólo cogen y nunca dan nada a cambio. Ahora bien, yo no estoy diciendo que papá sea una persona que sólo da. Ya sé que no es un santo. Pero tampoco se le podría considerar una persona que da y recibe. Se le puede situar en algún lugar intermedio. Da mucho más de lo que recibe. ¿Sabes? Disfruta más dando que recibiendo. Necesita querer a alguien más aparte de Davey y de mí… porque en su corazón tiene mucho más amor. —Suspiró y movió la cabeza en señal de frustración—. ¿Tiene algún sentido para ti todo esto?

—Tiene mucho sentido —contestó Rebecca—. Te entiendo perfectamente, pero me sorprende que me lo diga una niña de once años.

—Tengo casi doce.

—Eres muy madura para tu edad.

—Gracias —dijo Penny, seriamente.

Delante suyo, en el cruce, un fuerte viento barría la calzada de Este a Oeste levantando tanta nieve que casi parecía que la Avenida de las Américas se acabara allí mismo, en una sólida pared blanca. Rebecca aminoró la marcha, puso las luces largas, atravesó la pared y salió al otro lado.

—Quiero a tu padre —le dijo a Penny, y en ese momento se dio cuenta de que todavía no se lo había dicho a Jack. De hecho, ésta era la primera vez en veinte años, la primera vez desde la muerte de su abuelo, que había aceptado la posibilidad de querer a alguien. Pronunciar esas palabras le resultó más fácil de lo que había imaginado—. Le quiero y él me quiere a mí.

—Eso es estupendo —dijo Penny, riendo.

—Es bastante estupendo —sonrió Rebecca.

—¿Os casaréis?

—Sospecho que sí.

—Doblemente estupendo.

—Triplemente.

—Después de la boda, te llamaré mamá en vez de Rebecca, si no te importa.

A Rebecca le sorprendieron las lágrimas que de pronto aparecieron en sus ojos, y tragándose el nudo que tenía en la garganta dijo:

—Me gustaría mucho.

Penny suspiró y se hundió en el asiento.

—Estaba preocupada por papá. Temía que aquel hechicero lo matara. Pero ahora que sé lo que hay entre vosotros dos… bueno, tiene otra razón para seguir viviendo. Creo que le ayudará. Es muy importante que te tenga a ti además de a mí y Davey. Sigo teniendo miedo pero no tanto como antes.

—No le pasará nada —dijo Rebecca—. Ya verás. No le pasará nada. Todos saldremos bien de este asunto.

Unos minutos después, cuando miró a Penny, vio que la niña estaba profundamente dormida.

Continuó conduciendo por entre los remolinos de nieve.

—Vuelve a casa, Jack —dijo en voz baja—. Por Dios, será mejor que vuelvas a mí.

4

Jack le contó todo a Carver Hampton, empezando por la llamada de Lavelle en el teléfono público delante de la tienda, y concluyendo con el rescate de Burt y Leo en su jeep, el viaje al garaje para recoger coches nuevos, y la decisión de dividirse manteniendo a los chicos en movimiento.

Hampton se quedó visiblemente preocupado. Durante la narración se mantuvo quieto y rígido, sin tan siquiera moverse para sorber su brandy. Entonces, cuando Jack hubo acabado, Hampton pestañeó, se estremeció y se bebió la copa entera de «Rémy Martín» de un solo trago.

—De modo que —dijo Jack—, cuando me contó que estas cosas venían del Infierno, quizás otros se habrían reído de usted, pero yo no. A mí no me cuesta nada creerle, aunque no estoy muy seguro de cómo han realizado el viaje.

Después de permanecer inmóvil durante largos minutos, Hampton de pronto no pudo estarse quieto. Se levantó y empezó a pasearse por la habitación.

—Conozco un poco el ritual que debe de haber utilizado. Sólo podría funcionarle a un maestro, a un Bocor de primera categoría. Los dioses no hubieran contestado a un hechicero menos poderoso. Para llevar a cabo esto, el Bocor primero tiene que cavar un hoyo en el suelo. Tiene la forma de un cráter de meteorito, alcanzando una profundidad de uno o dos metros. El Bocor recita ciertos cantos… utiliza ciertas hierbas… Y vierte tres tipos de sangre en el agujero: sangre de gato, de rata y humana. Mientras pronuncia un último y largo cántico, el fondo del pozo se transforma milagrosamente. De alguna manera que es imposible explicar o entender, el pozo se hace cada vez más profundo; es una especie de superficie de contacto con las Puertas del Infierno y se convierte en una autopista entre este mundo y el Infierno. El pozo desprende calor, así como el olor del Infierno, y el fondo parece derretirse. Cuando finalmente el Bocor convoca a los seres que desea, éstos atraviesan las Puertas del Infierno y suben por el fondo del pozo. Por el camino los seres adquieren cuerpos físicos, deformes y compuestos de la tierra por la que pasan; cuerpos de arcilla que no obstante son flexibles y están vivos. Por la descripción que me ha hecho de las criaturas que ha visto esta noche, yo diría que son la encarnación de demonios menores y hombres malvados, que alguna vez fueron mortales y que fueron condenados al Infierno en donde ocupan el lugar más bajo. Los demonios mayores y los dioses tendrían un tamaño considerablemente mayor, serían más poderosos, agresivos y de un aspecto infinitamente más horroroso.

—Estas cosas tenían un aspecto bastante horroroso —le aseguró Jack.

—No obstante, hay muchas criaturas cuya forma física es tan repulsiva que el mero hecho de verlas tiene como resultado la muerte instantánea —dijo Hampton mientras paseaba por la habitación.

Jack sorbió su brandy. Lo necesitaba.

—Además —dijo Hampton—, el pequeño tamaño de estas bestias parecería confirmar mi teoría de que en este momento las Puertas del Infierno sólo están entreabiertas. El espacio es demasiado estrecho para que puedan pasar los demonios mayores y los dioses grandes.

—Gracias a Dios.

—Sí —asintió Carver Hampton—. Gracias a todos los dioses benévolos.

5

Penny y Davey seguían durmiendo. La noche era triste sin la compañía de los niños.

El limpiaparabrisas apartaba la nieve del cristal.

El viento era tan feroz que hacía que el coche se balanceara, obligando a Rebecca a agarrar el volante con más fuerza de la que había ejercido hasta ahora.

Entonces se oyó un ruido bajo el coche. Clonk, clonk. Los golpes en la carrocería eran suficientemente fuertes como para sorprenderla, pero no despertaron a los niños.

Y otra vez. Clonk, clonk.

Miró por el retrovisor, intentando ver si había pisado alguna cosa. Pero la ventanilla trasera estaba parcialmente escarchada, obstruyéndole la visión, y los neumáticos levantaban unas capas de nieve tan espesas que toda la parte trasera del coche quedaba en la oscuridad.

Inquieta examinó los indicadores, pero no se había encendido ninguna de las luces de emergencia. El aceite, la gasolina, la batería… todo parecía estar en orden; no se había encendido ninguna luz roja, y ninguno de los marcadores indicaba nada alarmante. El coche continuó su trayecto a través de la tormenta. Aparentemente, aquel ruido inquietante no estaba relacionado con ningún problema mecánico.

Recorrió media manzana sin que se repitiera el sonido, a continuación una manzana entera, y después otra. Empezó a relajarse.

Bueno, bueno, se dijo a sí misma. No te pongas tan nerviosa. Mantente tranquila y en calma. Eso es lo que exige la situación. Ahora no pasa nada, y no va a pasar nada. Los niños están bien. El coche va bien.

Clonk-clonk-clonk.

6

Las llamas del gas acariciaban los leños de cerámica.

Las lámparas desprendían un suave resplandor, las velas se estremecían y la especial oscuridad de la noche presionaba contra los ventanales.

—¿Por qué no me mordieron a mí esas criaturas? ¿Por qué no pueden afectarme los hechizos de Lavelle?

—Sólo existe una respuesta —dijo Hampton—. Un Bocor no tiene ningún poder sobre un hombre honrado. Los honrados están bien protegidos.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Exactamente lo que he dicho. Usted es honrado, bueno. Usted es un hombre cuya alma sólo lleva las manchas de los pecados más leves.

—Habla en broma.

—No. Por la forma en que ha vivido, es inmune a las fuerzas del Mal, inmune a los hechizos y maldiciones de los brujos como Lavelle. No pueden hacerle daño.

—Eso es una ridiculez —dijo Jack, sintiéndose incómodo en el papel de hombre honrado.

—Si no fuera así, Lavelle ya le habría asesinado.

—Yo no soy ningún ángel.

—No he dicho que lo fuera. Ni un santo, tampoco. Simplemente un hombre honrado. Y eso ya es suficiente.

—Tonterías. No soy honrado ni…

—Si usted se considerara un hombre recto, eso también sería un pecado, un pecado de autosuficiencia. Una presunción, una convicción indestructible de su propia superioridad moral, una ceguera absoluta para ver sus propias faltas, pero ninguna de estas cualidades sirve para describirle a usted.

—Estoy empezando a avergonzarme —dijo Jack.

—¿Lo ve? Ni siquiera peca de tener excesivo orgullo.

Jack levantó la copa de brandy.

—¿Y qué pasa con esto? Yo bebo.

—¿En exceso?

—No. Pero blasfemo y soy mal hablado. Y eso lo practico bastante. Utilizo el nombre del Señor en vano.

—Un pecado menor.

—No voy a la iglesia.

—Ir a la iglesia no tiene nada que ver con ser honrado. Lo único que cuenta es cómo se comporta con sus semejantes. Escuche, aclaremos esto; vamos a ver por qué Lavelle no puede hacerle daño. ¿Ha robado alguna vez?

—No.

—¿Ha estafado alguna vez a alguien en una transacción económica?

—Siempre he protegido mis intereses y he sido agresivo en ese sentido, pero creo que nunca he estafado a nadie.

—¿Siendo policía ha aceptado alguna vez un soborno?

—No. No se puede ser un buen policía si se aceptan sobornos.

—¿Es usted un chismoso o un calumniador?

—No. Pero olvide estas pequeñeces. —Se inclinó hacia delante en el sillón y mirando fijamente a Hampton dijo—: ¿Y el asesinato qué? Yo he matado a dos hombres. ¿Se puede matar a dos hombres y seguir siendo un hombre honrado? A mí me parece que no. Esto echa por tierra su teoría.

Hampton se quedó extrañado sólo por un momento. Parpadeó y dijo:

—Ya entiendo. Quiere decir que los mató en acto de servicio.

—Lo de acto de servicio es una excusa barata. El asesinato es el asesinato. ¿Verdad?

—¿De qué eran culpables estos hombres?

—El primero era un asesino. Había cometido robos en establecimientos de bebidas alcohólicas y siempre disparaba a los empleados. El segundo era un violador. Veintidós violaciones en seis meses.

—Cuando mató a esos hombres, ¿era necesario? ¿Podría haberlos detenido sin tener que utilizar un arma?

—En ambos casos ellos empezaron a disparar primero.

Hampton sonrió y se le suavizaron las duras arrugas de la cara.

—La defensa propia no es un pecado, teniente.

—¿Ah, sí? ¿Entonces por qué me sentí tan sucio después de apretar el gatillo? En los dos casos. Me sentí sucio. Enfermo. De vez en cuando, todavía tengo pesadillas. Veo a esos hombres con los cuerpos destrozados por las balas de mi revólver…

—Sólo un hombre honrado, un hombre muy bueno, se sentiría culpable por la muerte de dos animales como esos hombres contra los que disparó.

Jack negó con la cabeza. Cambió de postura, incómodo con la nueva visión de sí mismo.

—Siempre me he considerado un tipo bastante normal. Ni mejor ni peor que otras personas. Supongo que tengo las mismas posibilidades de caer en la tentación o de corromperme como el de al lado. Y a pesar de todo lo que ha dicho, sigo considerándome así.

—Siempre será así —dijo Hampton—. La humildad es un elemento indispensable en un hombre honrado. Pero la clave está en que, para manejar a Lavelle, no hace falta creer que se es realmente un hombre honrado; simplemente hay que serlo.

—La fornicación —dijo Jack con desesperación—. Eso es un pecado.

—La fornicación sólo es un pecado si se convierte en una obsesión, si se comete adulterio, o si es un acto de violación. Una obsesión es un pecado porque quebranta el precepto moral que dice «Todo con moderación». ¿Está usted obsesionado con el sexo?

—Me gusta mucho.

—¿Obsesionado?

—No.

—El adulterio es un pecado porque quebranta las promesas del matrimonio, es una traición y una crueldad consciente —dijo Hampton—. ¿Cometió alguna vez adulterio en vida de su mujer?

—Claro que no. Estaba enamorado de Linda.

—Antes de su matrimonio o después de la muerte de su mujer, ¿se ha acostado alguna vez con la mujer de otro? ¿No? Entonces no es culpable de ninguna forma de adulterio, y ya sé que es incapaz de violar a nadie.

—Simplemente no puedo creerme esto de la honradez, la idea de que soy uno de los elegidos o algo así. Me pone nervioso. Mire, yo no engañé a Linda, pero mientras estuvimos casados había otras mujeres que me excitaban, y tenía fantasías, las deseaba, aunque no hiciera nada por conseguirlas. Mis pensamientos no eran puros.

—El pecado no está en el pensamiento sino en el acto.

—No soy ningún santurrón —dijo Jack inflexiblemente.

—Como ya le he dicho, para poder encontrar y detener a Lavelle, no hace falta creer, sólo hace falta ser.

7

Rebecca escuchó los ruidos del coche con creciente inquietud. Ahora se oían otros sonidos que procedían de la carrocería. Ya no eran los sonidos de antes sino que también se oían ruidos metálicos y chirriantes. No eran muy fuertes. Pero sí preocupantes.

Sólo estaremos a salvo si continuamos en movimiento.

Contuvo la respiración, esperando que el motor fallara en cualquier momento.

En cambio, cesaron de nuevo los ruidos. Condujo a lo largo de cuatro manzanas oyendo tan sólo los sonidos normales del coche y los gemidos y susurros del viento huracanado.

Pero no se relajó. Sabía que ocurría algo, y estaba segura de que volvería a oír los ruidos de nuevo. De hecho, el silencio y la espera eran casi peores que los extraños sonidos.

8

Todavía unido físicamente a las criaturas asesinas que había convocado del pozo, Lavelle hincaba los talones en el colchón y arañaba la oscuridad. Estaba sudando copiosamente; las sábanas estaban empapadas, pero él no se daba cuenta de nada.

Podía oler a los niños Dawson. Estaban muy cerca.

Había llegado el momento. Faltaban tan sólo unos minutos. Una corta espera. Y a continuación la matanza.

9

Jack se acabó el brandy y, colocando la copa sobre la mesita de café, dijo:

—Hay una gran laguna en su explicación.

—¿Dónde? —preguntó Hampton.

—Si Lavelle no puede hacerme daño porque soy un hombre honrado, cómo es que puede hacer daño a mis hijos. Ellos no son malvados, por el amor de Dios. No son unos pecadores. Son unos chicos muy buenos.

—A los ojos de los dioses, a los niños no se les puede considerar honrados; son sencillamente inocentes. No se nace con la honradez; es un estado de gracia que sólo se obtiene viviendo honradamente durante años. Nos convertimos en personas honradas eligiendo conscientemente el bien y no el mal en miles de situaciones de nuestra vida cotidiana.

—¿Me está diciendo que Dios —o los dioses benévolos, si quiere llamarlos así— protegen a los honrados pero no a los inocentes?

—Sí.

—¿Quiere decir que niños inocentes pueden ser víctimas de un monstruo como Lavelle y yo no? Esto es escandaloso, injusto y erróneo.

—Tiene usted un excesivo sentido de la justicia, tanto real como imaginaria. Eso se debe a que es usted un hombre honrado.

Ahora era Jack quien no podía estarse quieto. Mientras Hampton descansaba alegremente en el sillón, Jack se paseaba de arriba abajo descalzo.

—Discutir con usted resulta condenadamente frustrante.

—Éste es mi terreno y no el suyo. Yo soy un teólogo, y aun sin estar legitimado por un título universitario, tampoco soy un aficionado. Mi padre y mi madre eran católicos devotos. Al buscar mis propias creencias, estudié todas las religiones, grandes y pequeñas, antes de convencerme de la verdad y eficacia del vudú. Es el único credo que siempre se ha acomodado a las otras religiones; de hecho, el vudú absorbe y utiliza elementos de todas las religiones con las que entra en contacto. Es la síntesis de muchas doctrinas que normalmente están reñidas entre ellas, desde el Cristianismo y el Judaísmo hasta la adoración del sol y el panteísmo. Yo soy un experto en religiones, teniente, de modo que es normal que le enrede a usted al hablar de este tema.

—¿Pero y qué pasa con Rebecca, mi compañera? A ella le mordió una de esas criaturas, pero ella no es, por el amor de Dios, una persona malvada ni corrupta.

—Hay grados de bondad, de pureza. Se puede ser una buena persona y no del todo honrada, al igual que se puede ser honrado y no ser un santo. Sólo he visto a la señorita Chandler en una ocasión, ayer. Pero por lo que vi, sospecho que mantiene las distancias, y que, hasta cierto punto, se ha retirado de la vida.

—Tuvo una infancia muy traumática. Durante mucho tiempo, ha tenido miedo de dejarse llevar por los sentimientos.

—Ahí lo tiene —dijo Hampton—. Uno no puede ganarse los favores de los Rada y conseguir inmunidad contra los poderes del mal si uno se retira de la vida y evita trinchas de las situaciones que requieren una elección entre el bien y el mal. Son estas elecciones las que nos permiten conseguir un estado de gracia.

Jack estaba de pie delante de la estufa, calentándose con las llamas del gas, hasta que de repente las llamas le recordaron las cuencas de los ojos de las criaturas. Se apartó del fuego.

—Supongamos que soy un hombre honrado, ¿en qué me ayuda eso a encontrar a Lavelle?

—Tendremos que recitar ciertas oraciones —dijo Hampton—. Y tendrá que someterse a una purificación. Cuando haya llevado a cabo todas estas cosas, los dioses Rada le mostrarán el camino que le conducirá hasta Lavelle.

—Entonces no perdamos más tiempo. Vamos. Empecemos.

Hampton se levantó de la silla, una mole de hombre.

—No se ponga demasiado ansioso ni sea demasiado audaz. Es mejor proceder con cautela.

Jack pensó en Rebecca y en los niños en el coche, moviéndose de un lado a otro para evitar ser atrapados por las criaturas, y dijo:

—¿Qué importa que sea cauteloso o imprudente? Quiero decir, Lavelle no puede hacerme daño.

—Es verdad que los dioses le protegen contra los hechizos y contra los poderes del Mal. La habilidad de Lavelle como Bocor no le será de ninguna utilidad en este caso. Pero eso no quiere decir que usted sea inmortal, ni que sea inmune contra los peligros de este mundo. Si Lavelle esta dispuesto a arriesgarse a pagar por su crimen, dispuesto a que le juzguen, entonces podría muy bien empuñar un arma y pegarle un tiro.

10

Rebecca estaba en la Quinta Avenida cuando empezaron de nuevo los golpes y chirridos. En esta ocasión se oían más fuerte, lo suficiente como para despertar a los niños. Y ahora ya no procedían sólo de debajo suyo; ahora también provenían de la parte delantera del coche y de debajo de la capota.

Davey se incorporó en la parte trasera del coche, agarrándose al asiento delantero, y Penny se irguió limpiándose las legañas de los ojos y dijo:

—¿Eh, qué es ese ruido?

—Me parece que tenemos algún problema mecánico —dijo Rebecca, aunque el coche parecía funcionar perfectamente.

—Son las criaturas —dijo Davey con una voz llena de terror y desespero.

—No puede ser —dijo Rebecca.

—Están debajo de la capota del coche —añadió Penny.

—No —dijo Rebecca—. No hemos dejado de movernos desde que salimos del garaje. No pueden haberse metido en el coche. De ninguna manera.

—Entonces es que estaban en el garaje —dijo Penny.

—No. Nos habrían atacado allí mismo.

—A no ser —dijo Penny— que tuvieran miedo de papá.

—Miedo de que él pudiera detenerlos —añadió Davey.

—Al igual que detuvo al que te atacó a ti —le dijo Penny a su hermano—, el que estaba en la puerta de la casa de tía Faye.

—Sí. De modo que quizá las criaturas decidieron esperar en el coche hasta que estuviéramos solos.

—Hasta que no estuviera papá para protegernos.

Rebecca sabía que tenían razón. No quería admitirlo, pero lo sabía.

Los golpes y los chirridos se fueron incrementando, llegando a ser casi frenéticos.

—Están destrozando todo —dijo Penny.

—Van a conseguir que se detenga el coche —añadió Davey.

—Entrarán —dijo Penny—. Nos atraparán y no habrá forma de detenerlos.

—¡Basta! —dijo Rebecca—. No pasará nada. No nos cogerán.

En el cuadro de mandos se encendió una luz roja. En el centro se veía la palabra ACEITE.

El coche había dejado de ser un santuario.

Ahora era una trampa.

—No nos atacarán. Lo juro —dijo Rebecca de nuevo. Pero lo decía tanto para convencerse a si misma como para tranquilizar a los niños.

Sus posibilidades de sobrevivir eran de pronto tan poco prometedoras como la oscuridad de la noche que les rodeaba.

Delante suyo, a través de las sábanas de nieve, a menos de una manzana de distancia, podía divisarse la catedral de San Patricio, como un gran barco que aparece en el mar en una fría noche de invierno. Era una estructura enorme y ocupaba la totalidad de la manzana.

Rebecca se preguntó si los demonios del vudú se atreverían a entrar en una iglesia. ¿O serían como los vampiros de las novelas y las películas? ¿Se apartarían aterrorizados a la simple vista de un crucifijo?

Se encendió otra luz roja. El motor se estaba calentando en exceso.

A pesar de las señales de peligro, Rebecca pisó el acelerador y el coche se precipitó hacia delante. Cambió de carril y se dirigió hacia la catedral.

El motor empezó a fallar.

La catedral les ofrecía una pequeña esperanza. Quizás una esperanza falsa. Pero era la única esperanza que tenían.

11

La purificación exigía una inmersión total en el agua que había preparado el Houngon.

Jack se desvistió en el cuarto de baño de Hampton. Estaba ligeramente sorprendido por la nueva fe que depositaba en todas esas extrañas prácticas del vudú. Creyó que se sentiría ridículo al inicio de la ceremonia, pero después de haber visto aquellas criaturas infernales no resultó ser así.

La bañera era extraordinariamente larga y profunda. Ocupaba más de la mitad del cuarto de baño. Hampton dijo que la había instalado para estos baños ceremoniales.

Mientras cantaba con una voz misteriosa que parecía demasiado delicada para un hombre de su tamaño, recitando oraciones y ruegos en patois, inglés y otros idiomas africanos, Hampton utilizaba una pastilla de jabón verde —Jack pensó que la marca debía de ser «Primavera Irlandesa»— para dibujar vévés en la parte interior de la bañera. Entonces la llenó con agua caliente. Agregó al agua una serie de sustancias y objetos que había traído de la tienda: pétalos de rosas disecadas; tres manojos de perejil; siete hojas de parra; una onza de horchata, que es un jarabe preparado con chufas, azúcar y flores de azahar; pétalos de orquídeas en polvo; siete gotas de perfume; siete piedras pulidas de siete colores distintos, cada una de ellas de la orilla de distintos tipos de aguas de África; tres monedas; siete onzas de agua de mar recogidas dentro de los límites territoriales de Haití; una pizca de pólvora; una cucharada de sal; aceite de limón; y otros materiales.

Cuando Hampton dio la orden, Jack se sumergió en el baño aromatizado. El agua estaba casi demasiado caliente, pero pudo soportarlo. Con el vapor envolviéndole, se sentó, apartó las monedas, las piedras y los otros objetos y se estiró hasta que sólo tuvo la cabeza fuera del agua.

Hampton pronunció algunos cánticos durante unos segundos, y a continuación dijo:

—Sumérjase totalmente y cuente hasta treinta antes de volver a coger aire.

Jack cerró los ojos, respiró hondo y se sumergió totalmente. Cuando había contado hasta diez empezó a sentir un extraño hormigueo de pies a cabeza. Segundo a segundo, se sintió de alguna manera… más limpio… no sólo de cuerpo sino también de mente y de espíritu. Los malos pensamientos, el temor, la tensión, la ira y la desesperación comenzaron a desaparecer gracias a esa agua especialmente tratada.

Se estaba preparando para enfrentarse a Lavelle.

12

El motor se detuvo.

Apareció una montaña de nieve.

Rebecca apretó el freno. Estaba extremadamente blando, pero seguía funcionando. El coche se deslizó de frente hasta la montaña de nieve, chocando con un crujido, más fuerte de lo que hubiera querido, pero no lo suficiente como para que nadie se hiciera daño.

Silencio.

Estaban delante de la entrada principal de la catedral de San Patricio.

—¡Hay algo en el asiento! ¡Está saliendo! —dijo Davey.

—¿El qué? —preguntó Rebecca, desconcertada por su afirmación, y volviéndose para mirarlo.

Estaba de pie detrás del asiento de Penny, apoyado contra este, pero mirando en la otra dirección, observando el asiento donde había estado sentado hasta hacia unos instantes. Rebecca dirigió la mirada hacia el mismo lugar y vio un movimiento debajo de la tapicería. Oyó también un ruido amortiguado y amenazador.

Una de las criaturas debía de haberse metido en el maletero. Estaba royendo y arañando el asiento, hasta llegar al interior del coche.

—Rápido —dijo Rebecca—. Ven aquí con nosotros, Davey. Saldremos por la puerta de Penny, uno tras otro, muy rápido, y nos dirigiremos directamente a la iglesia.

Emitiendo sonidos desesperados, Davey pasó al asiento delantero, colocándose entre Rebecca y Penny.

En ese mismo momento, Rebecca sintió que algo intentaba traspasar el suelo debajo de sus pies. Una segunda criatura estaba intentando entrar por ahí.

Si sólo había dos bestias, y si ambas estaban ocupadas agujereando el coche, podrían no darse cuenta de inmediato de que su presa estaba intentando escapar. Era por lo menos una esperanza; no mucho, pero algo.

Al recibir la señal de Rebecca. Penny abrió la puerta y salió a la tormenta del exterior.

Con el corazón latiéndole con fuerza, intentando respirar cuando el gélido viento la envolvió, Penny salió del coche, resbaló sobre la acera nevada y casi se cayó, pero levantando los brazos consiguió mantener el equilibrio. Se imaginó que una criatura saldría corriendo de debajo del coche, y que sus afilados dientes le atravesarían las botas hincándose en su tobillo, pero no ocurrió nada de todo esto. Las farolas, envueltas y amortiguadas por la tormenta, producían la iluminación de una pesadilla. La sombra deformada de Penny la precedía al sortear el surco de nieve que habían dejado las máquinas quitanieves. Avanzó con dificultad hasta la parte superior del montón, jadeando, utilizando las manos, las rodillas y los pies, llenándose la cara, los guantes y las botas de nieve. Una vez hubo llegado hasta arriba saltó a la acera, que estaba cubierta por una capa de nieve virgen, y se dirigió a la catedral, sin mirar atrás, temerosa de lo que podía haber detrás suyo, acosada (por lo menos en su imaginación) por todos los monstruos que había visto en el hall de la casa aquella noche. Los escalones que conducían a la catedral estaban camuflados bajo la espesa nieve, pero Penny asió la barandilla de latón y la utilizó a modo de guía. Subió todos los escalones, preguntándose de pronto si las puertas estarían abiertas a esa hora de la noche. ¿No estaban abiertas siempre las catedrales? Si estaba cerrada, morirían. Se dirigió a la puerta central, agarró el pomo y estiró. Pensó por un momento que estaba cerrada y a continuación se dio cuenta de que simplemente era una puerta muy pesada. Cogió el pomo con las dos manos y estirando con más fuerza, abrió la puerta. La mantuvo abierta y finalmente se dio la vuelta para estudiar el camino por donde había venido.

Davey había recorrido dos terceras partes de las escaleras y el aliento le salía en ráfagas de vapor blanco. Parecía tan pequeño y tan frágil.

Rebecca bajaba por el surco de nieve y al llegar a la acera, tropezó y cayó de rodillas.

Detrás suyo, dos criaturas se asomaban por encima del montón de nieve.

—¡Que vienen! ¡Date prisa! —gritó Penny.

Al caer de rodillas Rebecca oyó el grito de Penny, y se levantó en seguida, pero había dado sólo un paso cuando las dos criaturas pasaron corriendo por su lado. Iban a más velocidad que el viento, una con forma de lagarto y la otra con forma de gato, ambas chillando. No la atacaron, ni mordieron, ni siquiera se detuvieron. No estaban interesadas en Rebecca; sólo querían coger a los niños.

Davey había llegado a la puerta de la catedral, junto a Penny, y los dos estaban gritándole a Rebecca.

Las criaturas llegaron hasta la escalinata y subieron la mitad de los escalones en lo que pareció una fracción de segundo, pero de repente se detuvieron, como si se hubieran dado cuenta de que iban hacia un lugar sagrado, aunque ese conocimiento no las detuvo totalmente. Empezaron a subir los escalones lentamente y con cautela, medio hundiéndose en la nieve.

—Meteros en la iglesia y cerrad la puerta —gritó Rebecca a Penny.

Pero Penny dudó, aparentemente esperando que Rebecca pudiera adelantar a las criaturas y ponerse a salvo (si es que la catedral era un lugar seguro), pero incluso a un paso más lento las bestias estaban ya casi arriba del todo. Rebecca gritó de nuevo. Y Penny volvió a dudar. Ahora, moviéndose cada vez más lentamente, las criaturas estaban a un escalón del final, a sólo unos cuantos metros de Penny y Davey… y ahora estaban arriba del todo. Rebecca gritaba frenéticamente, y finalmente Penny metió a Davey en la catedral. Ella siguió a su hermano y se quedó un momento en la puerta, sosteniéndola abierta, mirando fuera. Deslizándose con lentitud, pero deslizándose, las criaturas se dirigían a la puerta. Rebecca se preguntó si quizás estas criaturas podían entrar en un lugar santo cuando se les sostenía abierta la puerta, al igual que (según la leyenda) un vampiro podía entrar en una casa si alguien le invitaba o si se le abría la puerta. Seguramente era una locura pensar que las mismas normas que supuestamente regían en el caso de los míticos vampiros podían aplicarse a estos verdaderos demonios de vudú. No obstante, con renovado terror, Rebecca le gritó a Penny, y empezó a subir corriendo las escaleras porque pensó que quizá la niña no podía oírla a causa del viento.

—¡No te preocupes por mí! —dijo a voz en grito—. ¡Cierra la puerta! ¡Cierra la puerta!

Al final Penny la cerró, aunque contra su voluntad, justo en el momento en que las criaturas llegaban al umbral.

La criatura con forma de lagarto se lanzó contra la puerta, rebotó y volvió a ponerse de pie.

La bestia con forma de gato gemía amenazadoramente.

Ambas criaturas arañaban el portal, pero sin ninguna decisión, como si fueran conscientes de que, para ellos, resultaba una tarea excesivamente ardua. El abrir la puerta de una catedral —el abrir la puerta de cualquier lugar sagrado— exigía un poder mucho mayor que el que ellos poseían.

Con frustración se apartaron de la puerta. Miraron a Rebecca. Sus ardientes ojos parecían más brillantes que los ojos de las otras criaturas que había visto en la casa de los Jamison y en la portería del edifico de apartamentos.

Retrocedió un escalón.

Las criaturas se dirigieron hacia ella.

Descendió los restantes escalones, deteniéndose tan sólo cuando hubo llegado a la acera.

El lagarto y el gato se quedaron quietos al principio de la escalera, observando fijamente a Rebecca.

Torrentes de viento y de nieve recorrían la Quinta Avenida y la nieve caía con tanta fuerza que parecía que ella fuera a ahogarse al igual que se ahogaría en una riada.

Las criaturas bajaron un escalón.

Rebecca retrocedió hasta que chocó con la montaña de nieve depositada en el bordillo.

Las criaturas descendieron un segundo escalón y a continuación un tercero.