CAPÍTULO SEXTO

1

Durante unos instantes Lavelle permaneció estirado en el suelo de la oscura habitación, aturdido, respirando con dificultad y entumecido por el dolor. Cuando Rebecca Chandler había disparado a aquellos pequeños asesinos en el apartamento de los Jamison, Lavelle estaba en contacto psíquico con ellos, y había sentido el impacto de las balas sobre su cuerpo. No le habían herido, al igual que no habían herido a los seres endemoniados. No tenía señal alguna sobre la piel, ni estaba sangrando. Por la mañana, no tendría contusiones ni entumecimiento en la piel. Pero el impacto de esas balas había sido real y le había dejado brevemente inconsciente.

Ahora ya no estaba inconsciente. Simplemente desorientado. Cuando el dolor empezó a apaciguarse, se arrastró por la habitación, sin estar muy seguro de lo que buscaba, ni de dónde estaba. Poco a poco fue recuperando los sentidos. Se deslizó hasta la cama, se colocó sobre el colchón y se quedó boca arriba gimiendo.

La oscuridad le envolvía.

La oscuridad le curaba.

La nieve azotaba las ventanas.

La oscuridad le rodeaba.

Los aleros del tejado chirriaban.

La oscuridad le susurraba.

Oscuridad.

Finalmente desapareció el dolor.

Pero la oscuridad perduraba. Le envolvía y le acariciaba. Se nutría de ella. Nada le apaciguaba tan completa y profundamente como la oscuridad.

A pesar de esta experiencia tan dolorosa y perturbadora, deseaba ansiosamente restablecer la unión psíquica con las criaturas que acosaban a los Dawson. Las cintas seguían atadas a sus tobillos, muñecas, pecho y cabeza. Las manchas de sangre de gato seguían sobre sus mejillas. Sus labios continuaban cubiertos de sangre. Y el vévé dibujado con sangre se veía todavía sobre su pecho. Todo lo que tenía que hacer era repetir los cánticos apropiados, cosa que hizo mirando fijamente el tenebroso techo. Lentamente la habitación se desvaneció a su alrededor, y de nuevo se encontró con la horda de ojos plateados, acosando incesantemente a los niños Dawson.

2

Las diez y cuarto.

Las diez y dieciséis minutos.

Mientras estaban acurrucados bajo las escaleras, Jack estudió la herida que Rebecca tenía en la mano izquierda. Tres pequeñas perforaciones se repartían por una zona del tamaño de una moneda de cinco duros, sobre la parte más carnosa de la palma de la mano. Se veía también un pequeño desgarro en la piel, pero el mordisco de la criatura con forma de lagarto no había sido muy profundo. La zona estaba sólo ligeramente hinchada. La herida ya no sangraba; sólo se veía sangre seca.

—¿Te duele?

—Me escuece un poco —contestó.

—¿Eso es todo?

—Se curará. Me pondré el guante; eso impedirá que vuelva a sangrar de nuevo.

—Vigílalo. Si ves que se produce una decoloración, que se hincha, o cualquier cosa extraña, entonces quizá tengamos que ir al hospital.

—Y cuando hable con el médico, ¿qué le digo?

—Dile que te mordió una criatura. ¿Qué otra cosa vas a decirle?

—Quizá valga la pena ver la cara que pone.

Las diez y diecisiete.

Jack examinó el abrigo de Davey, donde el lagarto le había arañado con deseos asesinos. La prenda era fuerte y estaba bien hecha; la tela era buena y resistente. Sin embargo, las garras de la criatura habían conseguido traspasarla por al menos tres sitios, incluido también el forro acolchado.

Era un milagro que Davey estuviera ileso. Aunque las garras habían atravesado el abrigo como si fuera una sencilla estopilla, no habían llegado a desgarrar el jersey o la camisa; no habían dejado ni un arañazo superficial sobre la piel de Davey.

Jack pensó en lo cerca que había estado de perder a Davey y a Penny, y fue consciente de que aún podía perderles antes de cerrar este caso. Posó una mano sobre la frágil cara de su hijo. Una fría premonición de terrible pérdida empezó a aflorar en él, cubriéndole de helados pétalos de terror y desesperación. Se le agarrotó la garganta. Intentó reprimir las lágrimas. No podía llorar. Los niños se desmoronarían si lo hacía. Además, si desesperaba ahora, se estaría rindiendo —de forma imperceptible pero significativa— a Lavelle. Lavelle era malvado, no era un simple criminal más. No sólo era corrupto sino que estaba lleno de maldad, era la esencia y personificación misma del mal, y la maldad se alimentaba de la desesperación. Las mejores armas para luchar contra el mal eran la esperanza, el optimismo, la determinación y la fe. Sus probabilidades de sobrevivir dependían de su capacidad de seguir teniendo esperanza, de creer que la vida (y no la muerte) eran su destino, creer que el bien triunfaría sobre el mal, simplemente creer. No perdería a sus hijos. No permitiría que Lavelle se los arrebatara.

—Bueno —le dijo a Davey—, está demasiado bien ventilado para ser un abrigo de invierno, pero creo que podremos remediarlo. —Se quitó su larga bufanda, y envolvió al chico cubriéndole todos los desgarrones—. Ya está. Creo que funcionará. ¿Estás bien, capitán?

Davey asintió e intentó poner cara de valiente.

—¿Papá, crees que sería necesaria una espada mágica? —dijo.

—¿Una espada mágica? —preguntó Jack.

—Bueno, ¿no es eso lo que hay que tener para matar a un montón de criaturas? —preguntó en serio el chico—. En todas las historias suelen tener una espada mágica o un bastón mágico, o quizá sólo unos polvos mágicos, y eso es lo que siempre consigue acabar con las brujas, las criaturas, o los ogros. Ah, y a veces, lo que tienen es… es una joya mágica, o un anillo de brujo. De modo que ya que tú y Rebecca sois detectives, quizás esta vez sea una pistola para criaturas. ¿Sabes si el Departamento de Policía tiene algo parecido? ¿Una pistola para matar criaturas?

—Realmente no lo sé —contestó Jack solemnemente, deseando abrazar fuertemente al chico—. Pero es una idea excelente, hijo. La estudiaré.

—Y si no tienen una —dijo Davey—, entonces quizá le podrías pedir a un cura que bendijera la tuya, la que ya tienes, y entonces podrías cargarla con muchas balas de plata. Eso es lo que hacen con los hombres lobo.

—Ya lo sé. Y ésa es también una buena idea. Me alegra que estés pensando en formas de combatir a estas criaturas. Estoy muy contento de que no estés pensando en rendirte. Eso es lo importante, no rendirse.

—Claro —dijo Davey, sacando el mentón—. Eso ya lo sé.

Penny observaba a su padre por encima del hombro de Davey. Sonrió y le guiñó un ojo.

Jack le devolvió el guiño.

Las diez y veinte.

Cada minuto que transcurría sin novedad, Jack se sentía más a salvo.

No a salvo. Sólo un poco más a salvo.

Penny le hizo un resumen muy abreviado de su encuentro con las criaturas.

Cuando la chica hubo acabado, Rebecca miró a Jack y dijo:

—Lavelle ha estado vigilándoles. Así podía saber exactamente dónde estaban cuando llegara el momento.

Dirigiéndose a Penny, Jack dijo:

—Dios mío, pequeña, ¿por qué no me despertaste anoche cuando la cosa estaba en tu habitación?

—No pude verla bien…

—Pero la oíste.

—Eso es todo.

—Y el bate de béisbol…

—De todas formas —dijo Penny con una repentina timidez, sin mirarle directamente a los ojos—, tenía miedo de que pensaras que me había vuelto… loca… otra vez.

—¿Qué? ¿Otra vez? —Jack la miró, sorprendido—. ¿Qué quieres decir con otra vez?

—Bueno… ya sabes… como cuando murió mamá, cómo estaba entonces… cuando tuve aquel… problema.

—Pero no estabas loca —dijo Jack—. Sólo necesitabas un poco de ayuda de un consejero; eso es todo, cariño.

—Así es como le llamabas tú —dijo la niña, en voz bajísima—. Un consejero.

—Sí. El doctor Hannaby.

—Tía Faye, tío Keith, todos le llamaban consejero. O a veces doctor.

—Eso es lo que era. Estaba para aconsejarte, para enseñarte a superar el dolor por la muerte de tu madre.

La niña negó con la cabeza.

—Un día, cuando estaba en su despacho, esperándole… y él no llegaba… empecé a leer los títulos universitarios que tenía colgados de la pared.

—¿Y?

Evidentemente incómoda, Penny contestó:

—Me enteré de que era un psiquiatra. Los psiquiatras se ocupan de los locos. En aquel momento me di cuenta de que estaba un poco… loca.

Sorprendido y consternado de que tal error hubiera podido pasarle desapercibido durante tanto tiempo, Jack dijo:

—No, no, no, Cariño, lo has entendido mal.

—Penny, en la mayoría de los casos los psiquiatras se ocupan de personas normales con problemas normales —dijo Rebecca—. Problemas que tenemos todos de vez en cuando a lo largo de la vida. En su mayor parte, problemas emocionales. Eso es lo que tenías tú. Problemas emocionales.

Penny la miró tímidamente. Frunció el entrecejo. Era evidente que quería creerla.

—También se ocupan de algunos problemas mentales —continuó Rebecca—. Pero en sus despachos, entre sus pacientes habituales, casi nunca atienden a alguien que esté verdaderamente loco. Las personas que tienen problemas mentales serios están hospitalizadas o viven en instituciones.

—Claro —dijo Jack. Cogió las manos de Penny y las sostuvo entre las suyas. Eran unos manos pequeñas y delicadas. La fragilidad de sus manos, la vulnerabilidad de una niña de once años que le gustaba pensar que era ya mayor, hicieron que le doliera el corazón. Cariño, nunca estuviste loca. Ni remotamente. Es terrible que te hayas estado preocupando por una cosa así durante tanto tiempo.

La niña miró a Jack y a Rebecca y de nuevo a Jack.

—¿Lo dices en serio? ¿Quieres decir que mucha gente normal va al psiquiatra?

—Claro que sí —dijo—. Cariño, la vida te hizo pasar un mal trago, con la muerte tan prematura de tu madre, y yo estaba tan mal que no te ayudé gran cosa a superarlo. Supongo… que tendría que haber hecho un esfuerzo especial. Pero me sentía tan mal, tan perdido, tan inútil, sentía tanta autocompasión que no podía ayudar a los dos, a ti y a mí. Por eso te mandé al doctor Hannaby cuando empezaste a tener problemas. Y no porque estuvieras loca. Porque necesitabas hablar con alguien que no se pusiera a llorar en cuanto tú te ponías a llorar. ¿Lo entiendes?

—Sí —dijo Penny en voz baja, con los ojos brillantes de lágrimas que quedaban suspendidas sin llegar a caer.

—¿Seguro?

—Sí. De verdad lo entiendo, papá. Ahora sí.

—De modo que anoche tendrías que haber venido a verme cuando descubriste a la criatura en tu habitación. Al menos después de que el bicho hubiera agujereado el bate de béisbol. Yo no habría pensado que estabas loca.

—Ni yo tampoco —dijo Davey—. Yo nunca he pensado que estuvieras loca, Penny. Seguramente eres la persona menos loca que conozco.

Penny se rió, y Jack y Rebecca no pudieron evitar una sonrisa, pero Davey no entendió qué era lo que les hacía tanta gracia.

Jack abrazó a su hija con fuerza. Le besó la cara y el pelo.

—Te quiero, cacahuete —dijo.

Y a continuación abrazó a Davey y también le dijo que le quería.

Después, de mala gana, miró el reloj.

Las diez y veinticuatro minutos.

Habían transcurrido diez minutos desde que llegaron a la casa y se refugiaron en el recoveco bajo las escaleras.

—Parece que no nos han seguido —dijo Rebecca.

—No nos precipitemos —dijo—. Esperemos un par de minutos más.

Las diez y veinticinco.

Las diez y veintiséis minutos.

No le apetecía demasiado salir a la calle para echar un vistazo. Esperó un minuto más.

Las diez y veintisiete.

Ya no podía retrasarlo más. Salió de debajo de la escalera. Dio dos pasos, poso la mano sobre el pomo de latón de la puerta… y se quedó paralizado.

Estaban ahí. Las criaturas.

Una de ellas estaba agarrada al panel de vidrio en el centro de la puerta. Medía casi veinte centímetros y se asemejaba a un gusano, con un cuerpo segmentado y unas dos docenas de patas. La boca se parecía a la de un pescado: ovalada, con los dientes colocados lejos de los labios ventosos. Miraba fijamente a Jack.

Jack apartó rápidamente la mirada, acordándose de cómo los ojos del lagarto casi habían conseguido hipnotizarle.

Más allá del gusano, la portería estaba plagada de otros demonios diferentes, todos ellos pequeños, pero tan increíblemente perversos y grotescos que Jack empezó a temblar y sintió que le bailaban las entrañas. Había algunos parecidos a lagartos de todas las formas y tamaños. Otros semejantes a arañas. A ratas. Dos con forma semihumana, uno de ellos con una cola, el otro con una especie de cresta de gallo en la cabeza y en la espalda. Otros eran como perros, cangrejos, felinos, cucarachas, escorpiones, dragones, con garras y colmillos, con espuelas, púas y cuernos. Quizás unos veinte. No. Más de veinte. Por lo menos treinta. Se arrastraban y deslizaban por el suelo de mosaico, subiéndose tenazmente por las paredes, con las asquerosas lenguas revoloteando sin cesar, los dientes rechinando y los ojos resplandecientes.

Conmocionado y asqueado, Jack apartó la mano del pomo de latón. Se volvió hacia Rebecca y los niños.

—Nos han encontrado. Están aquí. Vámonos. Tenemos que marcharnos. De prisa. Antes de que sea demasiado tarde.

Se apartaron de las escaleras. Vieron a la criatura que se deslizaba por el cristal y la horda más allá, en la portería. Rebecca y Penny miraron la jauría de demonios sin pronunciar palabra, sin ser capaces —o quizá habiendo perdido la habilidad— de gritar. Davey fue el único que gritó. Se aferró al brazo de Jack.

—A estas alturas ya deben de estar en el edificio —dijo Rebecca—. Dentro de las paredes.

Todos dirigieron la mirada a los conductos de la calefacción del pasillo.

—¿Cómo salimos de aquí? —preguntó Penny.

¿Y cómo iban a hacerlo?

Durante un momento estuvieron todos en silencio.

En la portería, las otras criaturas se habían unido a la que se deslizaba por la puerta interior.

—¿Hay una entrada trasera? —se preguntó Rebecca.

—Seguramente —dijo Jack—. Pero si la hay, estas cosas también nos estarán esperando allí.

Otra pausa.

El silencio era sofocante y aterrorizador… como el que se impone antes de que caiga la hoja cortante de la guillotina.

—Entonces estamos atrapados —dijo Penny.

Jack sentía los latidos de su corazón. Se estremeció.

Piensa.

—Papá, no dejes que me atrapen, por favor, no les dejes —dijo Davey llorando.

Jack observó el ascensor, que estaba delante de las escaleras. Se preguntó si los demonios estarían ya en el ascensor. ¿Se abrirían las puertas del ascensor y saldría una horda de criaturas susurrantes y asesinas?

¡Piensa!

Asió la mano de Davey y se dirigió al pie de las escaleras.

Siguiéndole con Penny, Rebecca preguntó:

—¿A dónde vas?

—Por aquí.

Ascendieron las escaleras hacia la segunda planta.

—Pero si han entrado ya en las paredes, estarán por todo el edificio —dijo Penny.

—De prisa —fue la única respuesta de Jack. Les condujo por las escaleras lo más rápidamente posible.

3

En el apartamento de Carver Hampton, situado encima de su establecimiento, en Harlem, estaban encendidas todas las luces. Las del techo, las lámparas de mesa, las lamparillas y las lámparas de pie; no quedaba ninguna habitación en sombra. En aquellos escasos rincones a los que no llegaba la luz, había puesto velas; grupos de velas colocadas sobre platos, cazos y fuentes de cocina.

Carver Hampton estaba sentado a la mesa de la cocina, al lado de la ventana. Sus recias manos sostenían fuertemente una copa de Chivas Regal. Miraba fijamente la nieve que caía y de vez en cuando tomaba un sorbo de whisky.

En la cocina resplandecían los fluorescentes. Estaba encendida la luz situada encima de la cocina de gas y también la del fregadero. Sobre la mesa, a poca distancia, había cajas de cerillas, tres paquetes de velas, y dos linternas, por si la tormenta provocaba un corte en el fluido eléctrico.

No era una noche para estar en la oscuridad.

Había monstruos sueltos por la ciudad.

Se alimentaban de la oscuridad.

A pesar de que la misión de estos asesinos no era atacar a Carver, él podía sentirlos merodeando hambrientos por las calles tempestuosas; irradiaban una maldad palpable, la maldad pura de los Antiguos. Las criaturas sueltas en la tormenta eran unas presencias perversas e innombrables que no podían pasar inadvertidas a un hombre con los poderes de Carver Hampton. Para los dotados con el poder de detectar la presencia de fuerzas sobrenaturales en este mundo, su mera existencia era una intolerable irritación para sus nervios y su alma. Supuso que eran los emisarios infernales de Lavelle, dedicados a la brutal destrucción de la familia Carramazza, pues por lo que él sabía, no existía ningún otro Bocor en la ciudad de Nueva York capaz de convocar a tales criaturas de los Infiernos.

Sorbió el whisky. Quería emborracharse completamente. Pero no era un hombre muy acostumbrado al alcohol. Además, de todas las noches del año, precisamente ésta debía permanecer alerta, totalmente en control de sí mismo. Por tanto, se permitía tan sólo pequeños sorbos de whisky.

Se habían abierto las Puertas. Las Puertas del Infierno. Sólo un poco. El cerrojo se había entreabierto. Y mediante el uso de sus extraordinarios poderes de Bocor, Lavelle estaba sosteniendo las Puertas para que no pudieran deslizarse todos los seres que deseaban pasar al otro lado. Carver podía intuir todas estas cosas a través de las corrientes etéreas, y en las mareas de energías benignas y malignas, invisibles y silenciosas que fluían por encima de la gran metrópolis.

Abrir las Puertas del Infierno era dar un paso extremadamente peligroso. En realidad, pocos Bocor eran capaces de hacerlo. Y de esos pocos, todavía menos se habrían atrevido a hacer tal cosa. Dado que Lavelle era evidentemente uno de los Bocor más poderosos que jamás hubiera dibujado un vévé, había buenas razones para suponer que sería capaz de controlar las Puertas y que, finalmente, cuando se hubiera deshecho de la Carramazza, podría hacer regresar a las criaturas que había permitido salir del Infierno. Pero si perdía el control aunque fuera sólo por un momento…

Entonces que Dios nos ayude, pensó Carver.

Si quiere ayudarnos.

Si puede ayudarnos.

Una ráfaga de viento con la fuerza de un huracán traspasó el edificio y agitó los aleros.

El viento daba tumbos delante de Carver, como si hubiera algo más que eso allí afuera y quisiera entrar a cogerle.

Un remolino de nieve se aplastó contra el vidrio. Increíblemente, aquellos cientos y cientos de pequeños copos de nieve parecían dibujar una cara impúdica que observaba a Hampton. A pesar de que el viento aullaba, formaba remolinos y cambiaba de dirección, aquella insoportable cara no se disolvía ni desaparecía; estaba suspendida allí, al otro lado del vidrio, sin moverse, como si estuviera pintada sobre una tela.

Carver bajó la mirada.

Al cabo de un rato el viento amainó un poco.

Cuando los rugidos del viento llegaron a ser tan sólo gemidos, levantó de nuevo la vista. La cara de nieve había desaparecido.

Sorbió el whisky, pero éste no le hacía entrar en calor. Nada podía hacerlo aquella noche.

El sentimiento de culpabilidad era una de las razones por las cuales quería emborracharse. Se sentía culpable porque se había negado a seguir ayudando al teniente Dawson. Aquello había estado mal. La situación era demasiado extrema como para pensar sólo en si mismo. Después de todo, las Puertas estaban abiertas. El mundo estaba al borde del Armagedón. Y todo porque un Bocor, empujado por su ego, por orgullo y una insaciable sed de sangre, estaba dispuesto a asumir cualquier riesgo, sin importarle la peligrosidad, para llevar a cabo una venganza personal. En un momento como éste, un Houngon tenía ciertas responsabilidades. Ahora era el momento de ser valiente. La culpabilidad le estaba consumiendo porque se acordaba de aquella horrenda serpiente negra que Lavelle le había mandado, y con el tormento de ese recuerdo no encontraba el valor necesario para la tarea que debía llevar a cabo.

Incluso si se atrevía a emborracharse, seguiría teniendo que soportar el peso de esta culpabilidad. Era una carga demasiado pesada —tan inmensa— que no podría desaparecer sólo con el alcohol.

Por tanto, ahora bebía con la esperanza de encontrar el valor necesario. El whisky, tomado con moderación, tenia la virtud de convertir en héroes a hombres que en otras ocasiones no habían sido más que payasos.

Tenía que encontrar el valor para llamar al detective Dawson y decirle: quiero ayudar.

Era muy probable que Lavelle le destruyera por haberse mezclado en el asunto. Y fuera la que fuera la muerte que Lavelle escogiera, no seria una muerte fácil.

Sorbió el whisky.

Miró el teléfono al otro lado de la habitación.

Llama a Dawson, se dijo a sí mismo.

No se movió.

Observó la noche tormentosa.

Se estremeció.

4

Jadeando, Jack, Rebecca y los niños alcanzaron el rellano de la cuarta planta del edificio de apartamentos.

Jack examinó los escalones por los que acababan de subir. Por ahora, nadie les perseguía.

Claro está que algo podía salir de una de las paredes en cualquier momento. Todo el maldito mundo se había convertido en un circo.

Cuatro apartamentos daban al rellano. Jack les condujo a todos por delante de ellos sin tocar ningún timbre.

Ahí no encontrarían ayuda. Esta gente no podía hacer nada para ayudarles. Estaban solos.

Al final del pasillo había una puerta sin nombre. Jack rogó que fuera lo que él creía que era. Asió el pomo de la puerta. Por ese lado, la puerta no estaba cerrada con llave. La abrió con cuidado, temeroso de que las criaturas pudieran estar esperando al otro lado. Oscuridad. No se abalanzó nada sobre él. Buscó el interruptor de la luz, medio esperando tocar algo horrendo. Pero no fue así. No había ninguna criatura. Sólo el interruptor de la luz. Click. Sí, era lo que esperaba que fuera: unos cuantos escalones más, considerablemente más empinados y estrechos que los que ya habían conquistado y que daban a una puerta con barras metálicas.

—Vamos —dijo.

Siguiendo tras él sin dudarlo, Davey, Penny y Rebecca subieron ruidosamente las escaleras, exhaustos pero demasiado asustados para aminorar el paso.

Al final de las escaleras, la puerta estaba cerrada con dos cerrojos y asegurada con una barra de hierro. Ningún ladrón podría entrar en este lugar por el tejado. Jack abrió los cerrojos y levantó la barra colocándola a un lado.

El viento impedía que se abriera la puerta. Jack intentó hacerlo empujándola con el hombro, y entonces el viento cambió de sentido, estirando en vez de empujando, y se abrió con tal fuerza que chocó contra la pared exterior. Cruzó el umbral y salió al terrado.

Aquí arriba, la tormenta era algo viviente. Con la ferocidad de un león, surgía de la noche, cruzando el pretil, rugiendo y aullando. Tiraba del abrigo de Jack. Le ponía los pelos de punta, a continuación se los aplanaba y se los volvía a poner de punta. Exhalaba sobre su cara un aliento gélido e introducía unos dedos helados bajo el cuello de su abrigo.

Se dirigió al borde del terrado para ver cuál era la casa más cercana. El pretil almenado le llegaba hasta la cintura. Se apoyó sobre éste y miró hacia abajo. Tal como esperaba, la distancia entre los dos edificios era de un poco más de medio metro. Rebecca y los niños se reunieron con él.

—Cruzaremos al otro lado —dijo Jack.

—¿Y cómo lo haremos? —preguntó Rebecca.

—Vamos a ver si encontramos unas maderas.

Se volvió y examinó el terrado, que no estaba completamente oscuro; de hecho, había una pálida luminiscencia, gracias a la resplandeciente capa de nieve que lo cubría. Por lo que podía ver no había trozos de madera ni nada que pudiera cubrir la distancia entre los dos edificios. Se dirigió corriendo a la caja del ascensor y miró detrás, y también buscó por las escaleras que daban al terrado, pero no encontró nada. Quizás hubiera algo útil debajo de la nieve, pero no había forma de localizarlo sin quitar primero toda la nieve.

Volvió junto a Rebecca y los niños. Penny y Davey permanecieron agazapados bajo el pretil, refugiándose del lacerante viento, pero Rebecca se acercó a él.

—Tendremos que saltar —dijo Jack.

—¿Qué?

—Tendremos que saltar al otro lado.

—No podemos —dijo ella.

—Hay menos de medio metro.

—Pero no tenemos espacio para coger carrerilla.

—No lo necesitamos. Es poca distancia.

—Tendremos que ponernos de pie encima de esta pared —dijo, señalando el pretil—, y saltar desde aquí.

—Sí.

—Con este viento, por lo menos uno de nosotros perderá el equilibrio incluso antes de que saltemos. Nos cogerá una ráfaga de viento y nos caeremos de la pared.

—Lo conseguiremos —dijo Jack, intentando darse ánimos para llevar a cabo el salto.

Ella negó con la cabeza. El pelo le cubría la cara a causa del viento. Se lo apartó de los ojos.

—Quizá con suerte lo conseguiríamos tú y yo. Quizá. Pero los niños no —dijo.

—Muy bien. Así que uno de nosotros saltará al otro terrado, y el otro se quedará aquí, y nos pasaremos los niños de aquí a allá.

—¿Pasarlos de aquí a allá?

—Sí.

—¿Por encima de casi 8 metros?

—En realidad no es tan peligroso —dijo, deseando creérselo—. Podríamos darnos la mano de un terrado al otro.

—Una cosa es darse la mano. Pero pasar una cosa tan pesada como un niño…

—Me aseguraré de que los tienes bien cogidos antes de soltarlos. Y cuando vayas a subirlos puedes cogerte al pretil. No es muy difícil.

—Penny empieza a ser una niña muy grande.

—No tan grande. No será ningún problema.

—Pero…

—Rebecca, esas criaturas están en este edificio, debajo nuestro, buscándonos en este mismo instante.

Ella asintió con la cabeza.

—¿Quién salta primero?

—Tú.

—Gracias.

—Yo puedo ayudarte a subir a la pared —dijo él—, y puedo sostenerte hasta que vayas a saltar. De esta manera, no hay ninguna posibilidad de que pierdas el equilibrio.

—Pero cuando yo haya saltado y hayamos pasado todos, ¿quién te va a ayudar a ti a subirte a la pared y a no perder el equilibrio?

—Ya me preocuparé de eso cuando llegue el momento —dijo.

Un viento como un tren de mercancías barrió el terrado.

5

La nieve no se aferraba al cobertizo metálico situado en la parte trasera de la casa de Lavelle. Los copos se derretían cuando entraban en contacto con el tejado y las paredes de aquella pequeña estructura. Pequeñas espirales de humo emergían de un lado del tejado; aquellas pálidas serpientes de vapor ascendían hasta que alcanzaban las ráfagas de viento y después desaparecían.

En el interior del cobertizo hacía un calor inaguantable.

A excepción de las sombras no se movía nada. El irregular resplandor anaranjado que surgía del agujero en el suelo era ahora un poco más brillante que antes. El parpadeo hacía que las sombras se estremecieran produciendo una ilusión óptica y dando movimiento a todos los objetos inanimados que cubrían el suelo.

El frío viento nocturno no era lo único que no traspasaba las paredes metálicas. Incluso los aullidos y rugidos de la tormenta eran inaudibles en el interior. El ambiente dentro del cobertizo era antinatural, misterioso e inquietante, como si la habitación no formara parte del paso normal del tiempo y quedara suspendida en el vacío.

El único ruido era el que procedía de las profundidades del pozo. Era un sonido lejano de susurros, murmullos, aullidos y gemidos, como diez mil voces en un lugar remoto, el rugido de una multitud en la distancia. Una multitud enfadada.

De pronto, el ruido se hizo más audible. No mucho más. Sólo un poco.

En ese mismo momento, la luz anaranjada se hizo más resplandeciente que antes. No mucho más. Sólo un poco. Era como si la puerta de una caldera, ya entreabierta, se hubiera abierto un par de centímetros más.

El interior del cobertizo se volvió también un poco más caluroso.

El olor a azufre también se hizo un poco más fuerte.

Y algo extraño le ocurrió al agujero del suelo. De su perímetro, se desprendieron trozos de tierra cayendo en el interior al separarse del borde y desapareciendo en la misteriosa luz que brillaba en el fondo. Al igual que el aumento del resplandor, esta alteración del agujero no fue espectacular; sólo sufrió un pequeño cambio. El diámetro no aumentó más de un centímetro. La tierra dejó de desprenderse. El perímetro se estabilizó. Una vez más, todo el cobertizo quedó inmóvil.

Pero ahora el pozo era mayor.

6

La parte superior del pretil tenía unos diez centímetros de ancho. A Rebecca no le parecía ni mucho mejor ni más estable que una cuerda floja.

Por lo menos no estaba cubierta de hielo. El viento había barrido la nieve de la estrecha superficie, la había mantenido limpia y seca.

Con la ayuda de Jack, Rebecca buscó el equilibrio sobre el muro, medio agachada. El viento la empujaba de un lado a otro y estaba segura de que se habría caído de no ser por la ayuda de Jack.

Intentó olvidarse del viento y de la nieve que le azotaban la cara y del abismo que tenía delante suyo, y concentrar la vista y la mente en el terrado del edificio contiguo. Tenía que saltar lo suficiente como para pasar por encima del pretil y aterrizar en el terrado. Si no calculaba bien y caía encima del pretil, sobre aquel estrecho trozo de pared, perdería momentáneamente el equilibrio, incluso si caía bien. En ese momento de total vulnerabilidad, el viento la empujaría y podría caer, hacia el terrado o hacia el espacio vacío entre los dos edificios. No se atrevió a pensar en aquella posibilidad, y ni siquiera miró hacia abajo.

Tensó los músculos, apretó los brazos contra el cuerpo, y dijo:

—Ahora.

Jack la soltó y ella se lanzó en la oscuridad.

Ya en el aire, supo en seguida que no había saltado con suficiente fuerza. Supo que no iba a llegar al otro terrado, supo que chocaría contra el pretil, supo que caería hacia atrás, supo que iba a morir.

Pero lo que sabía que ocurriría no ocurrió. Salvó el pretil, aterrizó sobre el terrado, perdió el equilibrio y cayó de espaldas, con la suficiente fuerza como para hacerse daño pero no lo bastante como para romperse algún hueso.

Al ponerse en pie, vio el desvencijado palomar. El cuidar un palomar no era un pasatiempo inhabitual en esta ciudad; de hecho, éste era más pequeño que otros de la ciudad, tenia sólo un metro de largo. A primera vista vio que no había sido utilizado durante años. Estaba tan viejo y estropeado que pronto dejaría de ser un palomar y se convertiría en un montón de basura.

Gritó a Jack que estaba observándola desde el otro edificio:

—Creo que he encontrado el puente que necesitamos.

Consciente del poco tiempo que les quedaba, apartó un poco de nieve del techo del palomar y vio que estaba compuesto de una tabla de madera contrachapada. Era incluso mejor de lo que había esperado; ahora no tendrían que utilizar dos o tres maderas sueltas. El contrachapado se había pintado muchas veces a lo largo de los años, y la pintura lo había protegido una vez abandonado; parecía lo suficientemente fuerte como para sostener a los niños e incluso a Jack. Se había soltado por un lado, lo cual resultó ser de gran ayuda. Una vez hubo quitado la nieve del pequeño tejado, asió el borde suelto e intentó arrancarlo. Algunos de los clavos saltaron y otros cayeron porque estaban totalmente oxidados. Al cabo de unos segundos se había desprendido la madera contrachapada.

La llevó arrastrando hasta el pretil. Si intentaba colocarla sobre la pared y empujarla hacia Jack, el fuerte viento se metería debajo, convertiría la madera en una vela y la levantaría. Se la arrancaría de las manos y como una cometa desaparecería en la tormenta. Tuvo que esperar a que calmara. Amainó un poco y rápidamente levantó la madera, la colocó sobre el pretil y se la alcanzó a Jack. Al cabo de unos instantes, cuando el viento volvió a rugir, tenían ya situado el puente. Ahora, sosteniéndolo los dos, podrían mantenerlo fijo aunque soplara un viento feroz.

Penny fue la primera en hacer el corto viaje para demostrarle a Davey lo fácil que era. Se deslizó al otro lado sobre la barriga, sosteniendo los bordes del tablón con las manos y arrastrándose poco a poco. Convencido de que lo lograría, Davey la siguió.

Jack fue el último. En cuanto se colocó sobre el puente, dejó de haber alguien sosteniéndolo en aquel extremo. No obstante, su peso hizo que la madera no se moviera y no se soltó por completo hasta que el viento se hubo calmado un poco. A continuación ayudó a Rebecca a arrastrar el tablón hacia ellos.

—¿Ahora qué? —preguntó ella.

—Un edificio no es suficiente —contestó—. Tenemos que poner más distancia entre ellos y nosotros.

Utilizando el contrachapado, cruzaron la separación entre el segundo y el tercer edificio de apartamentos, del tercero fueron al cuarto y del cuarto al quinto. El siguiente edificio tenía diez o doce plantas más que el último que habían cruzado. Los saltos habían llegado a su fin, lo cual era una suerte, porque les empezaban a doler los brazos de tanto acarrear y levantar el tablón.

Colocada en la parte trasera del edificio, Rebecca se apoyó sobre el pretil y estudió el callejón, cuatro plantas más abajo. Había un poco de luz allí; una farola a cada extremo de la manzana y otra en el centro, además del resplandor que procedía de todas las ventanas de los apartamentos del primer piso. No vio ninguna bestia en el callejón, ni ninguna otra criatura viviente, sólo montones de nieve, nieve que se revolvía como si fuera un tornado pequeño y poco duradero, sábanas de nieve fosforescente que se movían como fantasmas al viento. Quizá las criaturas estuvieran agazapadas en las sombras pero no lo creyó realmente posible porque no se veían aquellos resplandecientes ojos blancos.

En la parte trasera del edificio una escalera de incendios de hierro negra descendía hasta el callejón. Jack bajó primero, deteniéndose en cada rellano para esperar a Penny y Davey; estaba preparado para frenar la caída si resbalaban sobre los escalones cubiertos de hielo.

Rebecca fue la última en bajar. En cada rellano de la escalera de incendios se detenía para escudriñar el callejón y cada vez esperaba ver las extrañas y amenazantes criaturas dirigiéndose por la nieve hasta el pie de las escaleras. Pero no vio nada en ningún momento.

Cuando hubieron alcanzado el callejón, giraron a la derecha, alejándose de los edificios y se dirigieron corriendo hasta el cruce. Cuando llegaron a la calle redujeron la marcha apartándose de la Tercera Avenida, volviendo al centro de la ciudad.

Nadie les perseguía.

No se les apareció nada en los oscuros portales.

De momento parecían estar a salvo. Más que eso… parecían tener toda la metrópolis a su disposición, como si fueran cuatro sobrevivientes del día del juicio final.

Rebecca nunca había visto caer tanta nieve. Era una tormenta tan violenta y lacerante que parecía más propia del Polo Norte que de la ciudad de Nueva York. Tenia la cara paralizada, le lloraban los ojos y le dolían todas las articulaciones y músculos por el esfuerzo que debía realizar para resistirse al viento.

Antes de llegar a la Avenida Lexington, Davey tropezó, se cayó y no tuvo la energía suficiente como para continuar por sí solo. Jack le cogió en brazos.

Por su aspecto, Penny también estaba a punto de agotar sus energías. Pronto Rebecca tendría que coger a Davey para que Jack pudiera llevar a Penny.

¿Y hasta donde y a qué velocidad podrían viajar en aquellas circunstancias? No llegarían muy lejos. Y no muy de prisa. Tendrían que encontrar alguna forma de transporte en los próximos minutos.

Llegaron a la avenida y Jack les condujo a una rejilla grande que estaba sobre la acera y de la que salían nubes de vapor. Era el sistema de ventilación de un túnel, seguramente de uno de los túneles del Metro. Jack soltó a Davey y el chico se mantuvo de pie. Pero era obvio que tendrían que llevarlo en brazos de nuevo. Tenía un aspecto horrible; su pequeña cara estaba cansada y muy pálida a excepción de las enormes ojeras alrededor de los ojos. Rebecca se compadeció de él y hubiera deseado poder hacer algo para que se sintiera mejor, pero ella tampoco se encontraba tan bien.

La noche era demasiado fría y el aire caliente que surgía de la rejilla no era lo suficientemente cálido como para que Rebecca entrara en calor mientras se dejaba invadir por el apestoso vapor del Metro; sin embargo, tenían la impresión de que se calentaban y, aunque no fuera cierto, en aquel momento bastaba cualquier ilusión para retrasar las quejas de todos.

—¿Cómo estás, cariño? —preguntó a Penny.

—Yo estoy bien —contestó la niña, aunque parecía estar exhausta—. Sólo estoy preocupada por Davey.

A Rebecca le sorprendió la resistencia y el valor de la chica.

—Tenemos que encontrar un coche —dijo Jack—. Sólo me sentiré a salvo cuando estemos en un coche, moviéndonos: no podrán alcanzarnos si nos estamos moviendo.

—Y es-es-taremos calentitos en un co-coche —dijo Davey.

Pero los únicos coches de la calle eran los que estaban aparcados en el bordillo, inalcanzables tras el muro de nieve acumulada allí por las quitanieves y que todavía no había sido retirada. Si algún coche había quedado abandonado en medio de la calle ya había sido recogido por las grúas de emergencia.

No había trabajadores a la vista ahora. Tampoco se veían maquinas quitanieves.

—Incluso si encontráramos un coche por aquí —dijo Rebecca—, es poco probable que tuviera las llaves puestas o que llevara cadenas.

—No estaba pensando en estos coches —dijo Jack—. Pero si encontramos un teléfono público y llamamos a la central, podríamos pedirles que nos mandaran un coche.

—¿No es eso un teléfono público? —preguntó Penny, señalando al otro lado de la ancha avenida.

—La nieve es tan espesa que no puedo estar seguro —contestó Jack, mirando el objeto que había llamado la atención de Penny—. Puede que sea un teléfono.

—Vamos a echar un vistazo —dijo Rebecca.

Mientras hablaba, una pequeña mano con garras apareció en la rejilla, entre las dos barras de hierro.

Davey fue el primero en verlo, chilló y se tambaleó hacia atrás, apartándose del vapor.

Era la mano de una de las criaturas.

Salió otra, arañando la bota de Rebecca. Ella le pegó un pisotón y viendo los resplandecientes ojos blanco plateados en la oscuridad debajo de la rejilla, pegó un salto.

Apareció una tercera mano, y una cuarta, y Penny y Jack también se apartaron. De pronto, la rejilla entera empezó a desprenderse, levantándose por un extremo, volviendo a colocarse pero abriéndose otra vez de inmediato, cada vez un centímetro más. Volvió a cerrarse de golpe, produciendo un sonido metálico. La horda estaba intentando salir del túnel.

Aunque la rejilla era grande e inmensamente pesada, Rebecca estaba segura de que las criaturas conseguirían levantarla y surgirían de la oscuridad y el vapor. Jack debió pensar exactamente lo mismo porque cogió en brazos a Davey y se puso a correr. Rebecca agarró la mano de Penny y siguió a Jack, huyendo por la avenida nevada sin la rapidez necesaria, en realidad casi sin moverse. Ninguno de ellos se atrevía a mirar hacia atrás.

Delante de ellos y al otro lado de la calle un jeep apareció en la esquina, girando los neumáticos en la nieve sin apenas ningún esfuerzo. Llevaba la insignia del Departamento de Obras Públicas de la ciudad.

Jack, Rebecca y los niños se dirigían al centro de la ciudad, pero el jeep iba en dirección contraria. Jack se lanzó precipitadamente al centro de la calzada intentando colocarse delante del jeep e impedir que pasara sin verles.

Rebecca y Penny siguieron tras él.

Si el conductor del jeep les había visto, no dio señal alguna de ello. No aminoró la marcha.

Rebecca agitaba los brazos mientras corría y Penny gritaba. Rebecca también empezó a gritar y Jack. Todos ellos gritaban como locos porque el jeep era su única esperanza.

7

Sentado a la mesa de la iluminada cocina encima del establecimiento Rada. Carver Hampton hacía un solitario. Esperaba que el juego le hiciera olvidarse del mal que se paseaba por las calles de aquella noche invernal, y que le ayudara a superar el sentimiento de culpabilidad y de vergüenza que le corroía por no haber hecho nada para impedir que el mal entrara en este mundo. Pero las cartas no le distraían. Continuamente miraba por la ventana, con la sensación de que había algo terrible allí fuera. La culpabilidad iba en aumento; le remordía la conciencia.

Él era un Houngon.

Tenía ciertas responsabilidades.

No podía permitir que continuara una historia tan monstruosa como ésa.

Maldita sea.

Probó de ver la televisión. Daban Quincy. Jack Klugman les estaba gritando a sus estúpidos superiores, haciendo campaña en favor de la Justicia y mostrando mayor compasión social que la de la propia Madre Teresa. Por lo demás se comportaba más como Supermán que como un verdadero médico forense. En Dinastía un montón de gente rica actuaba de forma libertina, perversa y maquiavélica, y Carver se hizo la misma pregunta que se hacía siempre que tenia la mala suerte de ver unos minutos de Dinastía o de Dallas: si la gente rica de verdad en un mundo de verdad se obsesionaba tanto con el sexo, la venganza y las pequeñas envidias, ¿cómo puede haber tenido el tiempo y la inteligencia para haber ganado tanto dinero? Apagó el televisor.

Él era un Houngon.

Tenia ciertas responsabilidades.

Eligió un libro del estante del salón, la nueva novela de Elmore Leonard, y a pesar de ser un entusiasta de éste, y de que nadie escribía novelas que emocionaran más rápidamente que las suyas, no pudo concentrarse. Leyó dos páginas, pero olvidó todo lo que había leído y devolvió el libro al estante.

Él era un Houngon.

Regresó a la cocina y se dirigió al teléfono. Dudó unos instantes con la mano sobre el teléfono.

Observó la ventana. Se estremeció porque la vasta noche parecía estar endiabladamente viva.

Levantó el auricular del teléfono. Escuchó la señal durante unos segundos.

Los números de teléfono del despacho y de la casa del teniente Dawson estaban escritos sobre un trozo de papel al lado del aparato. Finalmente marcó el número.

Sonó varias veces y estaba a punto de colgar cuando descolgaron. Pero nadie dijo nada.

Esperó un par de segundos y dijo:

—¿Oiga?

Nadie respondió.

—¿Hay alguien?

Ninguna respuesta.

Al principio pensó que no había marcado bien el número del teniente Dawson, que la conexión era defectuosa o que la línea estaba desconectada. Pero cuando estaba a punto de colgar le invadió una sensación terrible. Percibió una presencia maligna al otro extremo, un ser sumamente perverso cuya energía invadía la línea telefónica.

Empezó a sudar. Se sintió sucio. El corazón le latía con fuerza. Se le revolvió el estómago.

Colgó de golpe el auricular y se secó las manos con el pantalón. Seguía teniendo la sensación de suciedad, sólo por haber sostenido el teléfono que le había conectado temporalmente con la bestia del apartamento de Dawson. Se fue al lavabo y se lavó las manos a conciencia.

La cosa en el apartamento de Dawson era con toda seguridad uno de los seres que había invocado Lavelle para hacer el trabajo sucio. ¿Pero qué hacía allí? ¿Qué significaba esto? ¿Estaba Lavelle lo suficientemente loco como para soltar a aquellas criaturas en la oscuridad, para que atacasen no sólo a los Carramazza sino además al policía que investigaba el caso?

Si le ocurre algo al teniente Dawson, pensó Hampton, yo soy el responsable, porque me he negado a ayudarle.

Utilizando una toalla de papel se secó el sudor frío de la cara y consideró las posibles opciones, intentando decidir qué debía hacer.

8

Sólo había dos hombres en el jeep, con lo cual había espacio suficiente para Penny, Davey, Rebecca y Jack.

El conductor era un hombre de aspecto alegre, con una cara rubicunda, una nariz aplastada y unas orejas grandes; dijo que se llamaba Burt. Estudió con cuidado la identificación de Jack y, asegurándose de que era genuina, se puso a su disposición. Giró el jeep para acercarles a la Central, donde podrían conseguir otro coche.

El interior del vehículo estaba seco y cálido.

Jack se sintió aliviado cuando se hubieron cerrado todas las puertas y el coche arrancó.

Pero cuando estaban a punto de girar en redondo en medio de la desierta avenida, el compañero de Burt, un joven pecoso llamado Leo, vio algo que se movía por la nieve y que se dirigía hacia ellos.

—Oye, Burt, espera un momento —dijo—. ¿No es un gato?

—¿Y qué si lo es? —preguntó Burt.

—No debería estar allí fuera con este mal tiempo.

—Los gatos van a donde quieren —dijo Burt—. Tú eres el amante de los gatos; deberías saber que son muy independientes.

—Pero se morirá de frío allí fuera —dijo Leo.

Mientras el jeep concluía el giro y Burt aminoraba la marcha para considerar la afirmación de Leo, Jack miró por la ventanilla y vio la oscura figura deslizándose por la nieve; se movía con una gracia felina. Camufladas bajo la tormenta y la nieve podían esconderse otras criaturas; quizá fuera toda la horda que se acercaban a matarles, pero era difícil afirmarlo con seguridad. Sin embargo, la primera criatura, el animal que se parecía a un gato y que había llamado la atención de Leo, estaba sin duda allí afuera, a sólo cinco o seis metros, y se acercaba rápidamente.

—Párate un momento —dijo Leo—. Déjame salir a recoger al pequeño.

—¡No! —ordenó Jack—. Vámonos de aquí. No se trata de un gato.

Sorprendido, Burt se volvió para observar a Jack.

Penny empezó a gritar una y otra vez lo mismo, y Davey se unió a ella:

—¡No los dejes entrar, no los dejes entrar aquí, no los dejes entrar!

Con la cara pegada al vidrio de la ventanilla, Leo dijo:

—Dios mío, tiene razón. No es un gato.

¡Rápido! —ordenó Jack.

La cosa dio un salto y chocó contra el cristal delante de la cara de Leo. El vidrio se rajó pero no se rompió.

Leo chilló, saltó, y se deslizó por el asiento delantero hasta chocar con Burt.

Burt pisó el acelerador y los neumáticos giraron un momento.

La horrorosa criatura felina se aferró al vidrio rajado.

Penny y Davey gritaban. Rebecca intentaba taparles la vista.

La criatura los tanteaba con ojos de fuego.

Jack casi percibía el calor de esa mirada inhumana. Le habría gustado vaciar el revólver, disparar media docena de balas, aunque sabía que no serviría de nada.

Los neumáticos dejaron de dar vueltas y el jeep arrancó de golpe.

Burt sostenía el volante con una mano y utilizaba la otra para apartar a Leo, pero Leo no tenía intención de acercarse ni un centímetro a la rajada ventanilla donde se había colocado la criatura.

La criatura lamía el vidrio con su lengua negra.

El jeep viró hacia la cuneta y empezó a patinar.

—¡Maldita sea, no pierdas el control! —dijo Jack.

—No puedo conducir con Leo encima —contestó Burt.

Le clavó el codo a Leo, con la suficiente fuerza cómo para conseguir lo que con los empujones y los gritos había resultado imposible; Leo se apartó, aunque no mucho.

La criatura felina les sonreía. Le brillaban las dobles filas de afilados y puntiagudos dientes.

Burt logró controlar el vehículo justo antes de que cayera en la cuneta. De nuevo en control, aceleró.

El motor rugió.

La nieve les envolvió.

Leo hacía ruidos ininteligibles, los niños lloraban y por alguna razón Burt empezó a tocar la bocina, como si el sonido de la bocina pudiera asustar a la criatura.

Jack y Rebecca se miraron. El se preguntó si su mirada era tan seria como la de ella.

Finalmente, la criatura perdió el equilibrio, cayó, y desapareció sobre la nevada calle.

—¡Gracias a Dios! —dijo Leo, y volvió a colocarse en su rincón.

Jack se volvió para mirar por la ventanilla trasera. Otras criaturas iban apareciendo a través de la blancura de la tormenta. Persiguieron al jeep, pero no llegaron a alcanzarlo. Poco a poco fueron quedándose atrás.

Desaparecieron.

Pero seguían allí afuera. En algún lugar.

En todas partes.

9

El cobertizo.

El ambiente seco y cálido.

El hedor del Infierno.

De nuevo, la luz anaranjada se hizo bruscamente más brillante, no mucho más, sólo un poco, y en aquel mismo instante aumentó el calor del ambiente. Los sonidos que salían del pozo parecían más fuertes y más iracundos, aunque seguían siendo más susurros que gritos.

De nuevo alrededor del perímetro del pozo, la tierra se desprendió por sí sola, se separó del borde y cayó en el centro del agujero, desapareciendo. El diámetro había incrementado más de cuatro centímetros antes de que volviera a estabilizarse la tierra.

Y el pozo era cada vez mayor.