De nuevo, sentado a solas en la oscura habitación, iluminado sólo por la luz fosforescente de la tormenta de nieve que perforaba las ventanas, Lavelle se concentró en los caudales de energía maligna que fluían a través de la noche envolviendo la ciudad.
Sus poderes de brujo no sólo habían quedado agotados en esta ocasión, sino que estaban completamente extinguidos. El hecho de preparar una experiencia personal y controlarla —como había hecho él con Jack Dawson hacía unos minutos— era uno de los rituales más agotadores de la magia negra.
Desafortunadamente, no era posible utilizar estas experiencia para acabar con los enemigos personales. Los espíritus chocantes eran simplemente traviesos —en el peor de los casos, espíritus desagradables—; no eran malignos. Si un Bocor conjuraba un espíritu así, e intentaba utilizarlo para asesinar a alguien, este espíritu podría liberarse del hechizo que lo dominaba y utilizar a su vez las energías contra el Bocor.
No obstante, si se utilizaba como herramienta para la exhibición de los poderes del Bocor, un espíritu chocante conseguía unos resultados impresionantes. Los escépticos se convertían en creyentes. Los atrevidos se debilitaban. Después de presenciar las aptitudes de un espíritu, aquellos que ya creían en el vudú y en lo sobrenatural quedaban humillados, asustados y reducidos a siervos obedientes, penosamente ansiosos de hacer cualquier cosa que les exigiera un Bocor.
La mecedora de Lavelle chirriaba en la silenciosa habitación.
En la oscuridad, él sonreía y sonreía.
La energía maligna fluía del cielo nocturno.
Lavelle, el receptor, pronto quedaría desbordado de energía.
Suspiró, porque había renacido.
Dentro de poco, empezaría la diversión.
La matanza.
Penny estaba sentada en el borde de la cama, escuchando.
Se volvieron a oír los ruidos. Arañazos, susurros. Un golpe, un ligero tintineo, y de nuevo un golpe. Un lejano susurro tintineante.
Lejano, pero acercándose.
Encendió la lamparilla. El pequeño círculo de luz le resultó cálido y acogedor.
Davey seguía durmiendo sin inquietarse por los extraños ruidos. Decidió dejarle seguir durmiendo de momento. Si fuera necesario podría despertarlo rápidamente, y un solo grito haría que aparecieran la tía Faye y el tío Keith.
El chillido raspeante se oyó de nuevo, débil, aunque quizá no tanto como anteriormente.
Penny se levantó de la cama y se acercó al tocador que quedaba oculto entre las sombras, más allá del círculo de luz que proyectaba la lamparilla. En la pared encima del tocador, aproximadamente a un metro del techo, había un conducto para los sistemas de la calefacción y el aire acondicionado. Levantó la cabeza, intentando distinguir los lejanos y furtivos ruidos, y se convenció de que procedían de los conductos de la ventilación situados en las paredes.
Se encaramó al tocador, pero la rejilla seguía todavía demasiado alta. Se bajó. Cogió la almohada de su cama y la colocó encima del tocador. Alcanzó también los espesos cojines de las dos butacas que flanqueaban la ventana y los apiló encima de la almohada. Se sintió muy inteligente y capaz. Una vez se hubo subido de nuevo al tocador, se puso de puntillas, y pudo colocar la oreja sobre la rejilla del conducto de la ventilación.
Había creído que las criaturas estaban en otros apartamentos o en los pasillos, o en los pisos inferiores del edificio; había pensado que los conductos sólo transmitían el sonido. Ahora, sorprendida, se dio cuenta de que los conductos no sólo transmitían los sonidos de las criaturas sino que transportaban a las criaturas mismas. Así era como pensaban entrar en la habitación, no por la puerta ni por la ventana, ni por ningún túnel imaginario situado detrás del armario. Se encontraban en la red de ventilación, subiendo por el edificio, dando vueltas y vueltas, deslizándose y arrastrándose, precipitándose por encima de los conductos horizontales, escalando trabajosamente las secciones verticales del sistema, ascendiendo poco a poco y acercándose al igual que el aire cálido que procedía de la caldera.
Temblando y dominada por un terror ante el cual se negaba a sucumbir, Penny se acercó más a la rejilla y observó el conducto a través de las ranuras. La oscuridad allí era tan profunda, negra y uniforme como la de una tumba.
Jack, encorvado sobre el volante, miraba de reojo la calle invernal que tenía delante.
El parabrisas se estaba congelando. Una capa fina y delgada de hielo se había formado alrededor de los bordes y empezaba a invadirlo todo. Los limpiaparabrisas estaban repletos de nieve que se hacía cada vez más compacta convirtiéndose en trozos de hielo.
—¿Está esa maldita calefacción puesta a tope? —preguntó, a pesar de que podía percibir las oleadas de calor que le llegaban a la cara.
Rebecca se inclinó hacia delante y comprobó los mandos de la calefacción.
—Está a tope —afirmó.
—Sí que ha bajado la temperatura.
—Debemos de estar a diez grados bajo cero allí fuera. Y mucho más si se tiene en cuenta el factor viento.
Filas de quitanieves se abrían paso por las principales avenidas, pero estaban teniendo dificultades en controlar la ventisca. La nieve caía en espesas capas, de tal modo que impedía la visibilidad más allá de unos metros. Y lo que era peor, el fuerte viento apilaba la nieve y empezaban a formarse montones que invadían la acera pocos minutos después de que hubieran pasado las máquinas quitanieves.
Jack había contado con hacer un viaje rápido al apartamento de los Jamison. En las calles no había casi tráfico que impidiera su avance. Además, aunque su coche no llevaba ningún distintivo de la Policía, sí tenía una sirena. Colocó la sirena de emergencia en el borde del techo del coche, asegurándose así el ceda el paso ante todo el tráfico que pudiera encontrar. Había tenido la esperanza de tener a Davey y a Penny en sus brazos en menos de diez minutos. Ahora quedaba claro que tardarían el doble en realizar el viaje.
Cada vez que intentaba acelerar, el coche patinaba, a pesar de tener puestas las cadenas.
—Iríamos más rápido andando —dijo Jack, irritado.
—Llegaremos a tiempo —contestó Rebecca.
—¿Qué pasará si ya ha llegado Lavelle?
—No habrá llegado. Claro que no.
Y entonces le vino un pensamiento horrible que no quería pronunciar, no obstante no pudo evitarlo:
—¿Y si la llamada la ha hecho desde la casa de los Jamison?
—No fue desde allí —contestó Rebecca.
Pero Jack de pronto se obsesionó con esa horrenda posibilidad, y no pudo controlar el impulso morboso de decirlo en voz alta, a pesar de que las palabras le invocaban imágenes macabras.
—Y si los ha asesinado a todos…
(Cuerpos destrozados).
—… si ha asesinado a Davey y Penny…
(Con los ojos arrancados).
—… asesinado a Faye y a Keith…
(Las gargantas abiertas a mordiscos).
—… Y después hubiera llamado desde allí mismo…
(Sin dedos).
—… si hubiera llamado desde el apartamento, por el amor de Dios…
(Los labios destrozados, las orejas colgando de la cabeza).
—… ¡mientras se deleitaba observando sus cuerpos!
Ella había estado intentando interrumpirle. Ahora le gritó:
—¡Deja de torturarte, Jack! Llegaremos a tiempo.
—¿Cómo demonios sabes que llegaremos a tiempo? —preguntó enojado, sin saber muy bien por qué se había enfadado con ella, simplemente gritándole porque era lo único que tenía delante, porque no podía gritarle a Lavelle o al mal tiempo que estaba impidiendo que avanzaran con más celeridad, y porque era totalmente necesario gritarle a alguien, a algo, o se volvería completamente loco por el exceso de tensión que se le estaba acumulando, como la corriente eléctrica en una batería cargada—. ¡No puedes saberlo!
—Lo sé —insistió tranquilamente—. Sigue conduciendo.
—¡Maldita sea, deja de protegerme!
—Jack…
—¡Tiene a mis hijos!
Aceleró con brusquedad y el coche inmediatamente empezó a deslizarse hacia la izquierda.
Intentó corregir el curso forzando el volante, en vez de dejar que el coche se deslizara, y antes de darse cuenta de su error el coche empezó a dar vueltas, y durante unos segundos viajaron ladeados —Jack tuvo la sensación de que iban a chocar contra el bordillo a gran velocidad y volcar— pero mientras continuaban deslizándose fueron dando vueltas alrededor de su eje, hasta que quedaron completamente al revés de como habían estado, a ciento ochenta grados, la mitad de la circunferencia de un círculo. Ahora se deslizaban hacia atrás por la calle, observando por el helado parabrisas el lugar de donde procedían en vez del lugar a donde se dirigían, y siguieron dando vueltas, como un tiovivo, hasta que el coche se detuvo.
Con un temblor generado por la imagen mental de lo que hubiera podido ocurrirles, pero siendo consciente de que no podía perder tiempo pensando en lo que había pasado, Jack puso de nuevo el coche en marcha. Manejó el volante incluso con más cuidado que antes, y apretó el acelerador ligeramente y con suavidad.
Ni él ni Rebecca dijeron una sola palabra durante el accidente, ni siquiera emitieron un grito de sorpresa ni de temor, y ninguno de los dos abrió la boca hasta llegar a la siguiente esquina.
Entonces dijo él:
—Lo siento.
—No lo sientas.
—No tendría que haberte gritado de esa forma.
—Lo entiendo. Estabas terriblemente preocupado.
—Sigo estándolo. No tengo excusa. Fue una tontería. No podré ayudar a los niños si nos matamos nosotros antes de llegar a casa de Faye.
—Entiendo lo que te ocurre —dijo de nuevo, con más suavidad que antes—. No te preocupes. Todo irá bien.
El sabía que ella entendía los complejos pensamientos y emociones que le asediaban y que le estaban haciendo enloquecer. Le entendía mejor de lo que hubiera podido hacerlo un simple amigo, mejor que una amante. Eran algo más que compatibles. En sus pensamientos, percepciones y sentimientos existía un entendimiento perfecto, estaban física y psicológicamente sincronizados. Hacía mucho tiempo que no intimaba tanto con nadie, que nadie le resultaba tan cercano. En realidad desde hacía dieciocho meses. Desde la muerte de Linda. Quizá no era tanto tiempo. Teniendo en cuenta que jamás había esperado que eso le ocurriera de nuevo. Era agradable no volver a estar solo.
—Casi hemos llegado, ¿verdad? —preguntó ella.
—Dentro de dos o tres minutos —contestó inclinándose por encima del volante y observando nervioso la calle nevada y resbaladiza.
Los limpiaparabrisas repletos de hielo hacían un terrible ruido, y cada vez conseguían apartar menos nieve del parabrisas.
Lavelle se levantó de su mecedora.
Había llegado el momento de establecer una unión psíquica con los pequeños asesinos que habían surgido del pozo y que estaban ahora amenazando a los niños Dawson.
Sin encender ninguna luz, Lavelle se dirigió a la cómoda, abrió uno de los primeros cajones y sacó un manojo de cintas de seda. Fue hacia la cama, depositó las cintas y se desvistió. Desnudo, se sentó en el borde de la cama y se ató una cinta morada al tobillo derecho y una blanca al izquierdo. Incluso en la oscuridad, no tuvo problemas para distinguir los colores. Se colocó la cinta de color escarlata alrededor del pecho, justo encima del corazón. La amarilla alrededor de la frente. La verde en la muñeca derecha y la negra en la izquierda. Las cintas eran lazos simbólicos que le ayudarían a ponerse en contacto intimo con los asesinos del pozo, en cuanto acabara el ritual que ahora había iniciado.
No tenía intención de controlar a esos seres endemoniados y dirigir sus movimientos; no habría podido hacerlo, aunque ése hubiera sido su deseo. Una vez se les había convocado y ordenado atacar a sus víctimas, los asesinos seguían sus propios antojos y estrategias hasta haberse ocupado de la presa; entonces, una vez llevado a cabo el asesinato, estaban obligados a regresar al pozo. Aquél era el único control que tenía sobre ellos.
El rito de las cintas era simplemente para que Lavelle pudiera participar, directamente, de la emoción de la matanza. Una vez estuviera psíquicamente unido a los asesinos, podría ver a través de sus ojos, oír con sus oídos y sentir con sus asquerosos cuerpos. Cuando sus garras afiladas como hojas de afeitar despedazaran a Davey Dawson, Lavelle sentiría cómo se abría la carne del chico en sus propias manos. Cuando las criaturas hincaran sus dientes en la yugular de Penny, Lavelle también sentiría la cálida sangre de la niña sobre sus propios labios y saborearía la dulzura cobriza de su sangre.
Este pensamiento le hizo estremecerse de excitación.
Y si Lavelle lo había organizado todo bien, Jack Dawson habría llegado ya al apartamento de los Jamison cuando sus hijos empezaran a ser descuartizados. El detective llegaría justo a tiempo para ver cómo la horda descendía sobre Penny y Davey. Aunque intentara salvarlos, descubriría que los pequeños asesinos no podían ser abatidos. Se vería obligado a hacer de espectador mientras la preciosa sangre de sus hijos le cubría por completo.
Aquélla era la mejor parte.
Sí. Ah, sí.
Lavelle suspiró.
Se estremeció de excitación.
La pequeña botella de sangre de gato estaba sobre la mesilla de noche. Se mojó la punta de dos dedos y se dibujó una mancha de color carmesí sobre las mejillas. Se volvió a untar los dedos y se cubrió de sangre los labios. A continuación, utilizando todavía la sangre, se dibujó un sencillo vévé sobre el pecho desnudo.
Se estiró sobre la cama, boca arriba.
Mirando el techo fijamente, empezó a cantar en voz baja.
Casi en seguida, su cuerpo y su mente fueron transportados. La verdadera unión psíquica, simbolizada por las cintas, se consiguió con éxito, y rápidamente se encontró con los seres endemoniados en el sistema de ventilación del apartamento de los Jamison. Las criaturas estaban a sólo dos curvas y a unos veinte metros del final del conducto, que acababa en la rejilla situada en la pared del cuarto de huéspedes.
Los niños estaban cerca.
La niña es la que estaba más cerca de los dos.
Al igual que los pequeños asesinos, Lavelle intuía su presencia. Cerca. Muy cerca. Sólo otra curva, después recto, hasta el último tramo.
Cerca.
Había llegado la hora.
De pie sobre el tocador, mirando el conducto, Penny oyó una voz que la llamaba desde el interior de la pared, desde el otro lado del sistema de ventilación, pero bastante cerca ahora. Era una voz quebradiza, susurrante, fría y ronca que le heló la sangre en las venas.
—¿Penny? ¿Penny? —decía.
Casi se cayó al bajar aceleradamente del tocador.
Corrió hacia Davey, le cogió y agitó.
—¡Despierta! ¡Davey, despierta!
Hacía poco que se había dormido, no habían pasado más de quince minutos, y no obstante estaba atontado.
—¿Qué? ¿Qué?
—Que vienen —dijo—. Vienen. Tenemos que vestirnos y salir de aquí. Rápido. ¡Que vienen!
Llamó a tía Faye a gritos.
El apartamento de los Jamison estaba en un edificio de doce plantas situado en el cruce de una calle por la cual todavía no había pasado el quitanieves. La calle estaba cubierta por una capa de seis centímetros de nieve. Jack condujo lentamente y no tuvo ningún problema durante unos quince metros, pero entonces los neumáticos se hundieron en un montón de nieve que había cubierto completamente un bache de la calle. Durante unos segundos creyó que estaban atascados, pero introdujo la marcha atrás y después la primera, y de nuevo la marcha atrás y la primera, haciendo que el coche se balanceara hasta salir del bache. Después de recorrer dos terceras partes de la manzana, tocó ligeramente los frenos y el coche se detuvo delante del edificio en cuestión.
Abrió la puerta de golpe y salió precipitadamente del coche. Un viento polar le azotó la cara con la fuerza de una almádana. Inclinó la cabeza y pasó tambaleándose por delante del coche hasta alcanzar la acera, casi sin poder ver a causa de los cristales de nieve que le lanzaba el viento a la cara.
Cuando Jack subió las escaleras y abrió las puertas de vidrio de la entrada, Rebecca ya estaba allí. Mientras enseñaba su placa y foto de identificación al portero, dijo:
—Policía.
Era un hombre grueso, de unos cincuenta años, con el pelo tan blanco como la nieve que caía. Estaba sentado detrás de una mesa Sheraton al lado de un par de ascensores, bebiendo café y resguardándose de la tormenta. Debía de ser el portero del turno de día, sustituyendo al portero del turno de noche (o quizás era nuevo) porque Jack nunca le había visto las noches que había venido a recoger a los niños.
—¿Qué ocurre? —preguntó el portero—. ¿Qué pasa?
No era el tipo de edificio en el que la gente estuviera acostumbrada a que ocurrieran cosas; eran unos apartamentos de primera, y la más mínima perspectiva de que hubiera algún problema era suficiente como para que el portero se pusiera tan blanco como su propio cabello.
Jack apretó el botón de llamada del ascensor y dijo:
—Vamos al apartamento de los Jamison. Planta once.
—Ya sé en qué planta viven —contestó el portero, nervioso y levantándose tan aceleradamente que se golpeó con la mesa casi derrumbando la taza de café—. Pero ¿por qué…?
Se abrieron las puertas de un ascensor.
Jack y Rebecca entraron.
Jack le dijo gritando al portero:
—¡Traiga una llave maestra! Espero por la Virgen que no la necesitemos.
Porque si la necesitamos, pensó, querrá decir que no queda nadie vivo en el apartamento para abrirnos la puerta.
Se cerraron las puertas del ascensor. Empezó a subir.
Jack metió la mano en el abrigo y sacó su revólver.
Rebecca sacó también el suyo.
En la parte superior de la puerta, el panel de números iluminados indicaba que habían llegado al tercer piso.
—Las armas no le resultaron de ninguna ayuda a Dominick Carramazza —dijo Jack temblando y mirando fijamente la «Smith & Wesson» que sostenía en la mano.
Planta cuarta.
—En cualquier caso no necesitaremos las pistolas —dijo Rebecca—. Hemos llegado antes que Lavelle. Lo sé. Pero su voz había perdido convicción.
Jack sabía por qué. El trayecto desde su apartamento había sido larguísimo. Cada vez parecía menos probable que llegaran a tiempo.
Planta sexta.
—¿Por qué van tan lentos los ascensores en este edificio? —preguntó Jack.
Planta séptima.
Octava.
Novena.
—¡Más rápido, maldita sea! —le gritó a la maquinaria del ascensor, como si dando esa orden pudiera conseguir que acelerara sus movimientos.
Planta décima.
Undécima.
Finalmente se abrieron las puertas y Jack salió precipitadamente.
Rebecca siguió tras él.
La planta undécima estaba tan tranquila y parecía tan normal que Jack cayó en la tentación de tener alguna esperanza.
Por favor, Dios mío, por favor.
Había siete apartamentos en aquella planta. Los Jamison tenían uno de los dos que daban a la parte delantera del edificio.
Jack se dirigió a la entrada del apartamento y se situó a un lado. Su brazo derecho estaba doblado y pegado a su costado, con el revólver en la mano, muy cerca de la cara, con la boca del arma apuntando el techo de momento, pero preparado para ponerla en acción en cualquier instante.
Rebecca estaba al otro lado, justo delante de él, en una postura similar.
Que estén vivos. Por favor. Por favor.
Se cruzaron sus miradas. Ella asintió. Preparados.
Jack golpeó fuertemente la puerta.
En la habitación llena de sombras, estirado encima de la cama, Lavelle respiraba profunda y rápidamente, jadeando como un animal.
Tenía las manos apretadas a los lados, y los dedos en forma de gancho y tensos, como si fueran garras. Las manos estaban quietas, pero de vez en cuando se movían repentina y violentamente, golpeando el vacío o arañando frenéticamente las sábanas.
Temblaba casi continuamente. A veces, se retorcía como si le recorriera una corriente eléctrica; en estas ocasiones, su cuerpo entero se elevaba sobre la cama y volvía a caer de golpe haciendo que el colchón y los muelles chirriaran a modo de protesta.
Profundamente en trance, no se daba cuenta de esos espasmos.
Miraba fijamente hacia arriba, con los ojos bien abiertos, casi sin pestañear, pero no veía el techo ni ninguno de los objetos de la habitación. Tenía visiones de otros lugares, en otra parte de la ciudad, donde su mirada quedaba atrapada por la horda de pequeños y ansiosos asesinos con los que había establecido el contacto psíquico.
Susurraba.
Gemía.
Le rechinaban los dientes.
Se estremecía y se retorcía.
Entonces se quedaba quieto, silencioso.
Después arañaba las sábanas.
Silbaba con tanta fuerza que pulverizaba el aire de saliva.
De pronto tenía las piernas poseídas. Golpeaba furiosamente el colchón con los talones.
Un gruñido profundo le salió del fondo de la garganta.
Se quedó unos momentos silencioso.
Entonces empezó a jadear. A aspirar. A susurrar.
Ya olía a la chica. Penny Dawson. Su aroma era maravilloso. Dulce. Joven. Fresca. Tierna.
La deseaba.
Faye abrió la puerta, vio el revólver de Jack y le miró sorprendida.
—Dios mío, ¿para qué es eso? ¿Qué haces? Ya sabes que odio las armas. Guarda eso.
Por el comportamiento de Faye al franquearle la puerta, Jack supo que los niños estaban bien, y se relajó un poco, aliviado.
—¿Dónde está Penny? ¿Dónde está Davey? ¿Están bien? —preguntó.
Faye miró a Rebecca y empezó a sonreír. Entonces se dio cuenta de lo que Jack le preguntaba, frunció el entrecejo y dijo:
—¿Bien? Pues claro que sí, claro que están bien. Están perfectamente. Puede que no tenga hijos propios, pero sé muy bien cómo cuidar niños: ¿Crees que dejaría que les ocurriera algo a esos pequeños? Por Dios, Jack, yo no…
—¿Intentó seguirte alguien de vuelta de la escuela? —preguntó urgentemente.
—¿Y qué eran todas aquellas tonterías? —preguntó Faye.
—No eran tonterías. Pensé que había quedado bien claro. ¿Te siguió alguien? ¿Tuviste cuidado, tal como te dije?
—Claro, claro. Me fijé. Nadie intentó seguirme. Y no creo…
Habían pasado del recibidor al salón mientras hablaban. Jack miró a su alrededor y no vio a los niños.
—Faye, ¿dónde demonios están? —preguntó.
—No me hables en ese tono de voz, por el amor de Dios. ¿Qué estás…?
—¡Faye, maldita sea!
Se echó hacia atrás.
—Están en la habitación de huéspedes. Con Keith —dijo rápida e irritadamente—. Los acosté alrededor de las nueve y cuarto, tal como debe ser, y creímos que estaban a punto de dormirse cuando de pronto Penny se puso a gritar…
—¿A gritar?
—… y dijo que había ratas en la habitación. Bueno, es evidente que no tenemos…
—¡Ratas!
Jack cruzó la habitación de un salto y, cruzando rápidamente el pasillo, entró de golpe en la habitación de huéspedes.
Las lamparillas al lado de las camas, la lámpara de pie y la luz del techo estaban todas encendidas.
Penny y Davey estaban de pie al lado de una de las camas, todavía con el pijama puesto. Cuando vieron a Jack, gritaron contentos:
—¡Papá! ¡Papá! —Se precipitaron corriendo sobre él, abrazándole.
Jack se sintió tan feliz al ver que estaban vivos y sanos, tan agradecido, que durante algunos segundos no pudo pronunciar palabra. Simplemente los agarró y los abrazó con fuerza.
A pesar de que todas las luces de la habitación estaban encendidas, Keith Jamison tenía una linterna en la mano. Se encontraba al lado del tocador, sosteniendo la linterna hacia arriba, dirigiendo la luz hacia la oscuridad más allá de la rejilla que cubría el conducto de la ventilación. Se volvió hacia Jack, frunciendo el ceño, y dijo:
—Aquí está pasando algo extraño. Yo…
—¡Las criaturas! —dijo Penny, asiendo fuertemente a Jack—. ¡Están en camino, papá, nos quieren coger a mí y a Davey! ¡No dejes que lo hagan, no dejes que nos cojan, por favor! Los he estado esperando, esperando y esperando, asustada, ¡y ahora casi han llegado! —habló rápida y entrecortadamente, y a continuación se puso a llorar.
—Ya está —dijo Jack, sosteniéndola con fuerza y acariciándole el pelo—. Tranquila. Tranquila.
Faye y Rebecca habían seguido a Jack del salón a la habitación.
Rebecca volvió a asumir su papel de mujer fría y eficaz. Se dirigió al armario de la habitación y empezó a descolgar la ropa de los niños.
—Primero Penny gritó diciendo que había ratas en la habitación —dijo Paye—, y a continuación empezó a hablar de unas criaturas, casi histérica. Intenté decirle que sólo era una pesadilla…
—¡No era una pesadilla! —chilló Penny.
—Claro que lo era —dijo Faye.
—Me han estado vigilando todo el día —continuó Penny—. Y había uno en nuestra habitación ayer por la noche, papá. Y en el sótano del colegio hoy, un montón de criaturas. Se comieron la comida de Davey. Y mis libros, también. No sé qué quieren, pero nos persiguen, y son criaturas, criaturas de verdad. Te lo juro.
—Muy bien —dijo Jack—. Quiero que me lo cuentes todo, todos los detalles. Pero más tarde. Ahora nos tenemos que marchar.
Rebecca trajo la ropa.
—Vestiros —les ordenó Jack—. No hace falta que os quitéis el pijama. Poneos la ropa encima.
—¿Qué demonios…? —preguntó Faye.
—Tenemos que sacar a los niños de aquí —contestó Jack—. Rápido.
—Pero te estás comportando como si realmente te creyeras lo de las criaturas —exclamó Faye, sorprendida.
—Yo sí que no me creo lo de las criaturas, pero estoy totalmente seguro de que tenemos ratas —añadió Keith.
—No, no, no —exclamó Faye, escandalizada—. No es posible. En este edificio, no.
—En el conducto de la ventilación —replicó Keith—. Las he oído yo mismo. Por eso estaba intentando iluminar el conducto con la linterna cuando entraste de golpe, Jack.
—Silencio —dijo Rebecca—. Escuchad.
Los niños continuaron vistiéndose, pero nadie dijo nada.
Al principio Jack no oyó nada. Entonces… unos extraños susurros, murmullos y gruñidos.
Eso no es ninguna maldita rata, pensó.
Al otro lado de la pared se oyó un tintineo. A continuación un ruido de arañazos y gruñidos furiosos. El ruido de criaturas trabajadoras: un tintineo, unos golpes, unos arañazos y más golpes.
—Dios mío —dijo Faye.
Jack le cogió la linterna a Keith, se dirigió al tocador e iluminó el conducto. La luz era fuerte y estaba bien enfocada, pero resultó ser insuficiente para disipar la oscuridad que inundaba el espacio más allá de las ranuras de la rejilla.
Otro golpe en la pared.
Más susurros y gruñidos.
Jack sintió que se le ponía la piel de gallina.
Entonces, increíblemente, se oyó una voz en el conducto. Era una voz ronca, susurrante y completamente inhumana, llena de amenazas:
¿Penny? ¿Davey? ¿Penny?
Faye chilló y retrocedió unos pasos.
Incluso Keith, que era un hombre bastante grande y fuerte, empalideció y se apartó de la rejilla.
—¿Qué demonios ha sido eso?
—¿Dónde están los abrigos y las botas de los niños? ¿Y los guantes? —preguntó Jack, dirigiéndose a Faye.
—En… en… en la cocina. S-secándose.
—Ve a buscarlos.
Faye asintió pero no se movió.
Jack la cogió por un hombro.
—Ve a buscar sus abrigos, botas y guantes y nos encontraremos en la puerta principal.
No podía apartar la vista de la rejilla.
Le dio un golpe.
—¡Faye! ¡De prisa!
Pegó un salto como si le hubieran dado un cachete y, volviéndose, salió corriendo de la habitación.
Penny estaba casi vestida, resistiendo sorprendentemente bien, asustada pero serena. Davey estaba sentado en el borde de la cama, intentando no llorar pero llorando, limpiándose las lágrimas de la cara, pidiendo disculpas a Penny con la mirada y mordiéndose el labio intentando con todas sus fuerzas seguir su ejemplo; las piernas le colgaban por un lado de la cama y Rebecca estaba atándole los zapatos a toda prisa.
—¿Davey? ¿Penny? —se oía desde el conducto.
—Jack, por el amor de Dios, ¿qué está ocurriendo aquí? —preguntó Keith.
Sin molestarse en contestar, no teniendo tiempo ni paciencia para preguntas y respuestas en ese momento, Jack iluminó de nuevo la rejilla y observó los movimientos que estaban teniendo lugar en el conducto. Había algo plateado allí dentro; brillaba y resplandecía como un fuego blanco. A continuación parpadeó y desapareció. En su lugar apareció algo oscuro, que se movió y empujó la rejilla un momento, como si intentara abrirla con todas sus fuerzas. Después se retiró al ver que la rejilla no se movía. Jack no pudo distinguir suficientemente a la criatura para hacerse una clara idea de su aspecto general.
—Jack. El tornillo de la rejilla —dijo Keith.
Jack ya lo había visto. El tornillo daba vueltas lentamente separándose del borde de la rejilla. La criatura estaba dando vueltas al tornillo desde dentro del conducto, aflojándolo de la base de la rejilla. La criatura murmuraba, susurraba y gruñía en voz baja mientras llevaba a cabo el trabajo.
—Vámonos —dijo Jack, intentando mantener la voz tranquila—. Vamos, vamos. Salgamos de aquí ahora mismo.
El tornillo se aflojó por completo. La rejilla se abrió, separándose de la pared y colgando del único tornillo restante.
Rebecca se llevó a los niños hacia la puerta.
Una pesadilla salió del conducto. Colgaba de la pared, haciendo caso omiso de las fuerzas de la gravedad, como si sus garras tuvieran ventosas, aunque no parecían estar provistas de una cosa así.
—Dios —dijo Keith, estupefacto.
Jack se estremeció al pensar que esa asquerosa bestia pudiera llegar a tocar a Davey o a Penny.
La criatura era del tamaño de una rata. La forma, por lo menos, se parecía a la de una rata: baja, de flancos largos y con hombros y caderas particularmente grandes y musculosas para un animal de su tamaño. Pero aquí acababa todo parecido, y empezaba la pesadilla. Esa cosa no tenía pelo. Su piel resbaladiza era oscura con manchas grises, verdes y amarillas y se parecía más a un hongo viscoso que a la carne de un animal. La cola no se parecía en nada a la cola de una rata; era de unos seis u ocho centímetros de larga con una base de un centímetro de ancho, segmentada al igual que la cola de un escorpión, estrechándose y rizándose en el aire por encima de las patas traseras, aunque sin aguijón. Los pies eran completamente distintos a los de una rata: eran demasiado grandes en comparación con el animal en sí; los largos dedos estaban triplemente articulados, nudosos; las garras curvadas eran excesivamente grandes para los pies; una espuela como una hoja de afeitar cubría los talones. La cabeza era de un aspecto aún más terrorífico que los pies; estaba colocada encima de un cráneo plano que tenía muchos ángulos afilados, convexidades y concavidades innecesarias, como si hubiera sido moldeado por un escultor inexperto. El hocico era alargado y puntiagudo, un extraño cruce entre el morro de un lobo y el de un cocodrilo. Este pequeño monstruo abrió la boca y susurró, enseñando demasiados dientes afilados que apuntaban en todas direcciones por encima de la mandíbula. Una sorprendente lengua negra apareció en la boca que brillaba como una tira de hígado crudo; la punta era bífida y se movía continuamente.
Pero lo que más le asustó a Jack fueron los ojos. No parecían ser ojos en absoluto; no tenían ni pupilas ni iris, no se veía ningún tejido sólido. Eran simples huecos vacíos colocados en el cráneo malformado de la criatura, agujeros crudos de los cuales irradiaba una fuerte y brillante luz. El brillo intenso parecía proceder de un enorme fuego en el interior del cráneo mutante de la bestia. Cosa que era imposible. Pero que allí estaba. Y la cosa tampoco estaba ciega, como hubiera tenido que ser; no había duda de que veía, pues fijó esos ardientes «ojos» en Jack, y él pudo sentir su mirada endemoniada al igual que hubiera sentido un cuchillo clavado en el pecho. Ésa era otra cosa que le atemorizaba, el peor aspecto de aquellos ojos rabiosos: el sentimiento de muerte-frialdad, odio-calor, de fulminadores de almas que impartían cuando uno se atrevía a mirarlos. Al estudiar los ojos de las bestias, Jack se sintió física y espiritualmente enfermo.
Con la ingravidez de un insecto, la bestia se deslizó lentamente por la pared, alejándose del conducto.
En la entrada del conducto apareció una segunda criatura. Ésta no se parecía en absoluto a la primera. Tenía la forma de un hombre pequeño, de unos diez centímetros de altura, agazapado en la abertura del conducto. A pesar de que se parecía algo a un hombre, no tenía nada de humano. Sus pies y sus manos se parecían a los de la primera criatura, con peligrosas garras y espuelas en forma de lengüeta. Su carne era viscosa, resbaladiza, aunque menos verde, y más amarilla y gris. Tenía círculos negros alrededor de los ojos y trozos de carne podrida alrededor de los orificios de la nariz. Su cabeza estaba mal formada, con una boca llena de dientes que iban de oreja a oreja. Y tenía los mismos ojos horribles, aunque eran más pequeños que los del otro animal.
Jack vio que la bestia semihumana llevaba un arma. Se parecía a una lanza en miniatura. La punta estaba bien afilada y al alcanzar la luz, el filo cortante quedó iluminado.
Jack se acordó de las dos primeras víctimas de la cruzada de Lavelle contra la familia Carramazza. Ambas habían sido acuchilladas cientos de veces con un arma del tamaño de una navaja de bolsillo, pero que no era una navaja de bolsillo. El forense se había quedado perplejo, al igual que los técnicos del laboratorio. Pero, claro está, no se les habría ocurrido pensar en la posibilidad de que estos asesinatos eran la obra de unos demonios del vudú de diez centímetros de altura que llevaban unas lanzas en miniatura.
¿Demonios del vudú? ¿Duendes? ¿Qué es lo que eran exactamente?
¿Los moldeaba Lavelle con barro y después les inculcaba ideas perversas y malignas?
¿O eran conjurados mediante la ayuda de pentagramas y sacrificios y cánticos arcanos, como se suponía que los satánicos llamaban a los demonios? ¿Eran demonios?
La criatura con forma humana no se deslizó por la pared detrás de la primera bestia. En vez de eso, pegó un salto y aterrizó encima del tocador, cayendo de pie, ágil y rápido.
—¿Penny? ¿Davey? —dijo, sin mirar a Jack ni a Keith.
Jack empujó a Keith y éste cruzó el umbral saliendo al pasillo. A continuación le siguió y cerró la puerta tras ellos.
Un instante después, una de las criaturas —seguramente la que tenía forma humana— se lanzó contra la puerta y empezó a arañarla frenéticamente.
Los niños ya habían pasado del pasillo al salón.
Jack y Keith les siguieron precipitadamente.
—¡Jack! ¡Rápido! ¡Vienen por el conducto de aquí! —gritó Faye.
—Intentan cortarnos la salida —dijo Jack.
Dios, no vamos a conseguirlo, están por todas partes, el maldito edificio está plagado, nos tienen sitiados…
En la mente, Jack rápidamente apartó aquellos terribles pensamientos. Los puso a un lado y se dijo a sí mismo que sus peores enemigos eran el pesimismo y el miedo, que podrían llegar a debilitarles y paralizarles.
En el salón, Faye y Rebecca estaban ayudando a los niños a ponerse los abrigos y las botas.
Susurros, gruñidos y un murmullo sin palabras se oyeron detrás de la rejilla situada en la pared encima del sofá. Detrás de las ranuras brillaban en la oscuridad unos ojos plateados. Estaban aflojando uno de los tornillos por la parte de dentro.
Davey sólo tenía una bota puesta, pero se había acabado el tiempo.
Jack cogió al chico en brazos.
—Faye, trae la otra bota y vámonos —dijo.
Keith ya estaba en el recibidor. Había ido al armario para coger abrigos para él y para Faye. Sin detenerse a ponérselo, cogió a Faye del brazo y salió precipitadamente del apartamento.
Penny chilló.
Jack se volvió hacía el salón, agachándose instintivamente y sosteniendo a Davey con más fuerza.
Habían abierto la rejilla del conducto encima del sofá. Algo empezaba a salir de la oscuridad.
Pero ésa no había sido la razón del chillido de Penny. Otro horrendo intruso había salido de la cocina, y aquello era lo que le había llamado la atención. Había cruzado dos terceras partes del comedor, acercándose al arco del salón, dirigiéndose directamente a ellos. Su coloración era diferente al de las otras criaturas, aunque igualmente asquerosa; era de un color blanco amarillento enfermizo cubierto de manchas cancerosas verdinegras, y al igual que las otras bestias que había mandado Lavelle, ésta parecía ser babosa y resbaladiza. Era además mucho mayor que las anteriores, casi tres veces mayor que la rata de la habitación. Se parecía un poco a una iguana, aunque con un cuerpo más delgado que el de una iguana. Este engendro de pesadilla medía más o menos un metro de largo, y tenía cola, cabeza y rostro de lagarto. Sin embargo, y a diferencia de una iguana, el pequeño monstruo tenía ojos de fuego, seis patas, y un cuerpo tan maleable que parecía capaz de atarse en nudos; era esta maleabilidad y flexibilidad lo que hacía posible que una criatura de este tamaño entrara por el conducto de la ventilación. Además, tenía un par de alas de murciélago atrofiadas que seguramente no servían para nada, pero que se agitaban y batían produciendo un efecto terrorífico.
La cosa irrumpió en el salón, agitando la cola de un lado a otro. Abrió la boca, emitiendo un gélido chillido de triunfo al caer sobre ellos.
Rebecca apoyó una rodilla en el suelo y disparó su revólver. Era un disparo a bocajarro; no podía fallar y no falló. La bala alcanzó de lleno su objetivo. El disparo levantó a la bestia del suelo y la lanzó hacia atrás como si fuera un montón de trapos. Aterrizó con fuerza, más allá del arco del comedor.
Debería de haber quedado destrozada. Pero no fue así.
El suelo y las paredes tendrían que estar llenas de sangre, o fuera lo que fuera lo que corría por las venas de estas criaturas. Pero no había pasado nada en absoluto.
La cosa se desplomó y se retorció por el suelo durante unos segundos. A continuación se dio la vuelta y volvió a ponerse de pie, tambaleándose hacia un lado. Estaba desorientada y atontada, pero ilesa. Empezó a dar vueltas dibujando un círculo, persiguiéndose su propia cola.
Mientras tanto, la mirada de Jack se había quedado fija en la cosa repulsiva que había salido del conducto encima del sofá. Colgaba de la pared, maullando. Tenía aproximadamente el tamaño de una rata pero sin parecerse nada a un roedor. Más que nada, se parecía a un pájaro desplumado. Tenía una cabeza en forma de huevo colocada sobre un cuello largo y delgado que podría haber sido el de un avestruz pequeño, y un pico puntiagudo con el que iba azotando el aire. Sin embargo, sus ojos de fuego no eran como los de ningún pájaro, y ningún pájaro del mundo tenía tentáculos rechonchos como éstos en vez de patas. La bestia era una abominación, un horror mutante; con sólo verla Jack se ponía enfermo. Y ahora, detrás suyo, otra criatura similar aunque no idéntica salía del conducto.
—Las pistolas no sirven para nada contra estas malditas cosas —dijo Jack.
La monstruosidad con forma de iguana empezaba a estar menos desorientada. Dentro de un momento recuperaría el sentido e intentaría atacarles de nuevo.
Dos criaturas más aparecieron al otro extremo del comedor, deslizándose con rapidez desde la cocina.
Un chillido al otro lado del salón le llamó la atención a Jack, en el lugar donde el pasillo daba a la habitación y al baño. La criatura en forma de hombre estaba allí, chillando y sosteniendo la lanza por encima de la cabeza. Se precipitó contra ellos, cruzando la alfombra con gran rapidez.
Detrás suyo venía una horda de pequeñas pero peligrosas criaturas, figuras grotescas como reptiles, serpientes, perros, gatos, insectos, roedores y arañas. En aquel momento, Jack se dio cuenta de que eran, en realidad, criaturas nacidas en el Infierno; eran seres endemoniados surgidos de las profundidades de los Infiernos gracias a la brujería de Lavelle. Aquélla tenía que ser la respuesta, por descabellada que pudiera parecer, ya que unas criaturas tan monstruosas no podían venir de otro sitio. Susurrando, gruñendo y murmurando, se caían y revolcaban las unas por encima de las otras en su afán por llegar hasta Penny y Davey. Cada una era diferente de la que venía detrás, aunque todas compartían por lo menos dos rasgos: los ojos de fuego blanco plateado, como las mirillas de una caldera, y los pequeños dientes asesinos. Era como si se hubieran abierto las puertas del Infierno.
Jack empujó a Penny hacia el recibidor. Llevando a Davey en brazos siguió a su hija por la puerta principal hasta llegar al pasillo de la planta undécima. Fue corriendo hacia Keith y Faye, que estaban con el portero de cabellos canos en uno de los ascensores, sosteniendo la puerta abierta.
Detrás de Jack, Rebecca disparó tres veces.
Jack se detuvo, volviéndose. Quería retroceder en su ayuda, pero no estaba seguro de cómo podía hacerlo sin dejar de proteger a Davey.
—¡Papá! ¡Date prisa! —gritó Penny desde donde estaba, medio dentro y medio fuera del ascensor.
—Papá, vamos, vamos —dijo Davey, abrazando fuertemente a su padre.
Con gran alivio de Jack, Rebecca salió del apartamento, ilesa. Disparó un tiro en el recibidor del apartamento de los Jamison y cerró con fuerza la puerta.
Cuando Jack llegó a los ascensores, Rebecca estaba ya detrás de él. Respirando con dificultad, puso a Davey en el suelo, y los siete, incluso el portero, se metieron en la cabina del ascensor, y Keith accionó el botón que indicaba la PLANTA BAJA.
Las puertas no se cerraron inmediatamente.
—Van a entrar, van a entrar —exclamó Davey, haciéndose eco de los temores presentes en la mente de todos.
Keith volvió a apretar el botón de PLANTA sin quitar el dedo de encima.
Finalmente se cerraron las puertas.
Pero Jack no se sintió mejor ni más protegido en el ascensor.
Ahora que estaban encerrados en la cabina del ascensor, se preguntó si no habría sido mejor bajar por las escaleras. ¿Qué ocurriría si los demonios conseguían estropear el ascensor, haciendo que se detuviera entre dos plantas? ¿Qué pasaría si se metían en la caja del ascensor y les atacaban? ¿Y si una horda monstruosa conseguía entrar? Cielo santo, ¿y si…?
El ascensor empezó a bajar.
Jack miró el techo de la cabina. Había una salida de emergencia. Una salida. Y una entrada. Este lado de la rejilla no tema ningún rasgo en particular: no había goznes ni manecillas. Aparentemente, se podía empujar y retirar, o se podía levantar por el otro lado en el caso de que los pasajeros tuvieran que ser rescatados. Habría una manecilla al otro lado del techo, que facilitaría las cosas a los demonios, si venían. Pero como no había una manecilla en la parte interior, la rejilla no podía sostenerse desde dentro; la entrada forzosa de esas criaturas no podría resistirse, si venían.
Dios, por favor, no dejes que vengan.
El ascensor bajaba tan lentamente como había subido. Planta décima… novena…
Penny le había cogido a Faye la bota de Davey. Estaba ayudando a su hermano a ponérsela.
Planta octava.
Con una voz fantasmagórica que se quebró más de una vez, pero continuando con su familiar tono vigoroso, Faye preguntó:
—¿Qué eran esas cosas, Jack? ¿Qué eran esas cosas que había en los conductos?
—Vudú —contestó Jack, manteniendo la vista fija sobre el indicador de las plantas, situado encima de las puertas del ascensor.
Planta séptima.
—¿Es una especie de chiste? —preguntó el portero.
—Demonios del vudú, creo —le dijo Jack a Faye—, pero no me preguntes cómo han llegado hasta aquí ni nada.
Destrozada como estaba, y a pesar de lo que había oído y visto en el apartamento, Faye dijo:
—¿Te has vuelto loco?
—Casi lo preferiría.
Planta sexta.
—No existen los demonios del vudú —dijo Faye—. No hay…
—Cállate —le ordenó Keith—. Tú no lo viste. Saliste de la habitación de huéspedes antes de que las criaturas salieran por el conducto.
Planta quinta.
—Y habías abandonado el apartamento antes de que empezaran a salir por el conducto del salón, tía Faye —dijo Penny—. Simplemente no las viste. Si no te lo creerías.
Planta cuarta.
—¿Señora Jamison, conoce bien a esta gente? ¿Son…? —preguntó el portero.
Ignorándole e interrumpiéndole, Rebecca se dirigió a Keith y Faye:
—Jack y yo hemos estado trabajando en un caso muy extraño. Un asesino psicópata. Dice que mata a sus víctimas utilizando el arte del vudú.
Planta tercera.
Quizá lo consigamos, pensó Jack. Quizá no nos detendremos entre dos plantas. Quizá salgamos de aquí con vida. Y quizá no.
—Tú no crees en el vudú —dijo Faye, dirigiéndose a Rebecca.
—No creía —dijo Rebecca—. Pero ahora… sí.
Con una sorpresa desagradable, Jack cayó en la cuenta de que la entrada bien podía estar plagada de estas pequeñas y viciosas criaturas. Cuando se abrieran las puertas del ascensor, la horda podría caer sobre ellos.
—Si es un chiste, yo no lo entiendo —dijo el portero.
Planta segunda.
De pronto Jack no quería llegar a la planta baja, no quería que se abrieran las puertas del ascensor. De repente quería seguir bajando en paz, hora tras hora, hasta la eternidad.
La planta baja.
¡Por favor, no!
Se abrieron las puertas.
La entrada estaba desierta.
Salieron del ascensor.
—¿Dónde vamos? —preguntó Faye.
—Rebecca y yo tenemos un coche… —contestó Jack.
—¿Con este tiempo?
—Con cadenas —contesto Jack, cortándola—. Cogeremos el coche y sacaremos a los niños de aquí. Estaremos en continuo movimiento, hasta que se me ocurra qué podemos hacer.
—Iremos contigo —dijo Keith.
—No —replicó Jack, llevándose a los niños hasta la puerta de entrada—. Estar con nosotros seguramente es peligroso.
—No podemos volver a subir —dijo Keith—. No con aquellos… aquellos demonios o diablos o lo que sean…
—Ratas —dijo Faye, habiendo decidido que podía soportar mejor lo ordinario que lo sobrenatural—. Sólo unas ratas. Claro que volveremos. Tarde o temprano tendremos que volver, atraparlas y exterminarlas. De hecho, cuanto antes lo hagamos, mejor.
Haciendo caso omiso de Faye y continuando con la conversación, Jack dijo:
—No creo que esas malditas cosas os hagan daño a ti y a Faye. Por lo menos siempre y cuando no os interpongáis entre ellos y los niños. Seguramente matarán a todos aquellos que quieran proteger a los niños. Por eso me los llevo de aquí. Sin embargo, yo no volvería al apartamento esta noche. Alguno de ellos puede que se quede por allí.
—Esta noche no volvería ni borracho —le aseguró Keith.
—Tonterías —dijo Faye—. Por unas ratas…
—Maldita sea —dijo Keith—, no era una rata lo que llamó a Davey y a Penny por el conducto.
Faye ya estaba pálida. Cuando Keith le recordó la voz que salía del conducto de la ventilación, se puso completamente blanca.
Todos se detuvieron al lado de la puerta principal, y Rebecca dijo:
—Keith, ¿te puedes quedar con alguien esta noche?
—Claro que sí —contestó Keith—. Uno de mis socios, Anson Dorset, vive en esta misma manzana. Al otro lado de la calle. Cerca de la avenida. Podemos pasar la noche allí, con Anson y Francine.
Jack abrió la puerta. El viento intentó cerrarla de nuevo, y casi lo consiguió. La nieve irrumpió en la entrada. Luchando contra el viento, y apartando la cara de los cristales helados, Jack sostuvo la puerta abierta para que los otros salieran delante suyo. Rebecca salió primero, a continuación Penny y Davey, y finalmente Keith y Faye.
El único que quedaba era el portero. Se estaba rascando la cabeza y frunciéndole el ceño a Jack.
—Oiga, un momento. ¿Qué pasa conmigo?
—¿Usted? Usted no corre peligro —dijo Jack, dirigiéndose hacia la puerta, detrás de los otros.
—¿Y todos esos disparos allí arriba?
Volviéndose de nuevo al hombre, Jack dijo:
—No se preocupe. Ya comprobó nuestra identificación cuando llegamos, ¿verdad? Somos policías.
—Sí. Pero ¿a quién le han disparado?
—A nadie —contestó Jack.
—¿Entonces quién disparaba?
—Nadie.
Jack se adentró en la tormenta, dejando que la puerta se cerrara tras él.
El hombre se quedó en la entrada, con la cara pegada a las puertas de cristal, mirándoles, como si fuera un colegial gordo y poco popular al que no le dejan participar en el juego.
El viento golpeaba como un martillo.
Los copos de nieve eran como clavos.
La tormenta estaba muy ocupada construyendo grandes montones de nieve.
Cuando Jack llegó al pie de las escaleras del edificio de apartamentos, Keith y Faye estaban ya cruzando la calle, dirigiéndose a la avenida donde vivían sus amigos. Paso a paso, iban desapareciendo gradualmente bajo las cortinas de nieve fosforescente.
Rebecca y los niños estaban de pie al lado del coche.
Levantando la voz por encima del ruido que producía el viento, Jack dijo:
—Vamos, vamos. Meteos en el coche. Salgamos de aquí.
Entonces se dio cuenta de que algo no iba bien.
Rebecca tenia una mano en la manecilla de la puerta, pero no abría la puerta. Estaba mirando fijamente el coche, traspuesta.
Jack se acercó a ella, miró por la ventanilla y vio lo que vio. Dos de las criaturas. Ambas en el asiento trasero. Estaban envueltas por las sombras, y era imposible saber exactamente qué aspecto tenían, pero los brillantes ojos plateados no dejaban lugar a dudas de que eran parientes de los monstruos asesinos que habían salido del conducto. Si Rebecca hubiera abierto la puerta sin mirar en el interior, si no se hubiera fijado en las bestias que esperaban dentro, podrían haberla atacado. Podrían haberle abierto la garganta, sacado los ojos, haberla asesinado antes incluso de que Jack hubiera percibido el peligro, antes de haberla podido ayudar.
—Atrás —dijo.
Los cuatro se apartaron del coche, amontonándose en la acera, conscientes de la oscuridad que les rodeaba.
Eran las únicas personas en la calle en esa noche invernal. Faye y Keith se habían perdido de vista. No había máquinas quitanieve, ni coches, ni peatones. Ni siquiera el portero les estaba mirando.
Es extraño, pensó Jack, sentirse tan aislado y solo en el corazón de Manhattan.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Rebecca apremiante, sin apartar los ojos del coche, con una mano sobre Davey y la otra dentro del bolsillo del abrigo donde seguramente tenía el revólver.
—Vámonos —dijo Jack, insatisfecho por su respuesta, pero demasiado sorprendido y asustado para pensar en nada mejor.
Que no cunda el pánico.
—¿A dónde vamos? —preguntó Rebecca.
—Hacia la avenida —contestó.
Calma. Tranquilo. El pánico acabará con nosotros.
—¿Tomamos el camino que cogió Keith? —preguntó Rebecca.
—No. La otra avenida. La Tercera. Está más cerca.
—Espero que haya gente por allí —dijo.
—Quizás incluso un coche patrulla.
—Creo que estaremos más a salvo con gente alrededor, en un lugar abierto —añadió Penny.
—Yo también lo creo, cariño —dijo Jack—. O sea que vayámonos. Y no os separéis.
Penny le cogió la mano a Davey.
El ataque tuvo lugar de repente. La cosa salió precipitadamente de debajo del coche. Aullando. Susurrando. Con los ojos despidiendo una luz plateada. Oscura en contraste con la nieve. Rápida y ágil. Demasiado rápida. Como un lagarto. Jack observó todo aquello bajo el brillo tormentoso de las farolas y asió el revólver, pero recordó que las balas no podían acabar con estos bichos. También se dio cuenta de que estaban en un lugar demasiado cerrado para arriesgarse a utilizar un arma. Por entonces, la cosa ya estaba entre ellos, gruñendo y escupiendo. Todo esto en un solo segundo. Tic, quizá incluso menos. Davey chilló e intentó apartarse de la cosa. No pudo evitarlo. La bestia saltó sobre la bota del chico. Davey le dio una patada. La cosa se agarró a él. Jack levantó a Penny apartándola. La colocó contra la pared del edificio de apartamentos. Se quedó allí agazapada, jadeando. Mientras tanto, el lagarto había empezado a escalar la pierna de Davey. El chico intentó sacudírselo. Tropezó. Se tambaleó hacia atrás. Pidiendo ayuda a gritos, resbaló y cayó. Todo esto en sólo un segundo más, quizá dos —tic, tic— y Jack tuvo la sensación de estar soñando febrilmente, con el tiempo distorsionado como sólo ocurre en los sueños. Fue a por el niño, pero parecía moverse a través de un ambiente tan espeso como el jarabe. El lagarto estaba ahora sobre el pecho de Davey y agitaba la cola de un lado a otro, clavando las garras con fuerza en el pesado abrigo, intentando rasgar el abrigo para poder entonces desgarrarle el estómago al chico. Tenía la boca abierta, con el morro rozando la cara del chico —¡no!— pero Rebecca llegó antes que Jack. Tic. Le arrancó a Davey el asqueroso bicho del pecho. Gimió. Le mordió la mano. Ella gritó a causa del dolor que le había provocado el mordisco. Arrojó el lagarto al suelo. Penny estaba gritando:
—¡Davey, Davey, Davey!
Tic. Davey había recobrado el equilibrio. El lagarto le atacó de nuevo. Esta vez fue Jack quien agarró la cosa. Con las manos desnudas. Al subir al apartamento de los Jamison, se había quitado los guantes para poder manejar mejor el revólver. Ahora, estremeciéndose a causa del contacto con el monstruo, lo apartó de Davey. Sintió cómo se hacía trizas el abrigo entre sus garras. Lo sostuvo a una cierta distancia. Tic. La criatura que Jack tenía en la mano era fría y grasienta, aunque él por alguna razón había pensado que estaría caliente, quizá por el fuego que llevaba dentro y por el resplandor plateado que procedía de los agujeros donde hubieran tenido que estar los ojos del demonio. La bestia se retorció. Tic. Intentó liberarse. Era fuerte, pero Jack era más fuerte. Tic. Daba patadas: en el aire con sus maliciosas garras. Tic. Tic. Tic. Tic, tic, tic…
—¿Por que no intenta morderte a ti? —preguntó Rebecca.
—No lo sé —contestó jadeando.
—¿Qué tienes tú de diferente?
—No lo sé.
Pero recordó la conversación que había tenido con Nick Iervolino en el coche patrulla, anteriormente, de vuelta al despacho después de visitar el establecimiento de Carver Hampton en Harlem. Y se preguntó si…
El lagarto tenía una segunda boca, que se encontraba en el estómago y estaba también repleta de pequeños dientes afilados. Se abrió y cerró, pero tenía las mismas pocas ganas de morderle que la boca situada en la cabeza del lagarto.
—¿Davey, estás bien? —preguntó Jack.
—Mátalo, papá —dijo el chico. Parecía estar aterrorizado pero estaba ileso—. Por favor, mátalo. Por favor.
—Ya me gustaría —dijo Jack.
El pequeño monstruo se retorció, y se agitó, intentando liberarse de las manos de Jack. El contacto con el bicho le revolvía el estómago, pero lo asió aún con más fuerza que antes, clavando los dedos en el grasiento pellejo.
—¿Rebecca, cómo está tu mano?
—No es nada —contestó.
—¿Penny?
—Estoy… estoy bien.
—Entonces marchaos los tres. Id a la avenida.
—¿Y tú qué? —preguntó Rebecca.
—Yo me quedaré con esto hasta que les saquéis un poco de ventaja. —El lagarto se retorcía con fuerza—. Cuando hayáis avanzado un poco lo tiraré lo más lejos posible y os seguiré.
—No podemos dejarte solo —dijo Penny, desesperadamente.
—Sólo serán un par de minutos —dijo Jack—. Os alcanzaré. Yo puedo correr más rápidamente que vosotros tres. Os alcanzaré. Marchaos antes de que otra de estas malditas cosas aparezca por algún sitio. ¡Id!
Salieron corriendo, los niños delante de Rebecca, levantando la nieve al pasar.
El lagarto se puso a susurrar.
Jack observó sus ojos de fuego.
Dentro del cráneo malformado del lagarto las llamas se retorcían, brillaban y resplandecían sin flaquear jamás. Eran brillantes e intensas, de tonos blancos y plateados, pero de alguna manera el fuego no parecía un fuego caliente; era más bien frío.
Jack se preguntó qué ocurriría si metía un dedo en uno de esos agujeros, en el fuego. ¿Encontraría realmente fuego? ¿O era una ilusión óptica? Si realmente había fuego en el cráneo, ¿llegaría a quemarse? ¿O descubriría que las llamas eran tan frías como parecían ser?
Llamas blancas. Chisporroteantes.
Llamas frías. Susurrantes.
Las dos bocas del lagarto mordisqueaban el aire nocturno.
Jack quería estudiar en profundidad el extraño fuego.
Se acercó la criatura a la cara.
Observó fijamente los agujeros vacíos.
Un torbellino de llamas.
Un remolino.
Tenía la sensación de que había algo más allá del fuego, algo asombroso, impresionante, que casi se podía entrever entre toda esa centelleante pirotecnia.
Acercó aún más el lagarto.
Ahora tenía la cara a pocos centímetros del morro.
Notaba que la luz de sus ojos le iluminaba.
Era una luz terriblemente fría.
Incandescente.
Fascinante.
Observó intensamente el fuego.
Las llamas se medio separaron y casi le permitieron ver lo que había más allá.
Entrecerró los ojos, intentando ver algo más.
Quería comprender el gran misterio.
El misterio que encerraba ese velo de fuego.
Quería, necesitaba, tenía que entenderlo.
Llamas blancas.
Llamas de nieve, de hielo.
Llamas que contenían un secreto demoledor.
Llamas que atraían…
Atraían…
Apenas oyó la puerta del coche que se abría detrás suyo. Los «ojos» del lagarto se habían apoderado de él y le habían medio hipnotizado. Su visión de la calle nevada se había borrado. Dentro de unos segundos, habría estado perdido. Pero calcularon mal; abrieron la puerta del coche demasiado pronto, y él lo oyó. Se volvió y arrojó el lagarto lo más lejos posible en la oscuridad.
No esperó a ver dónde caía, no se paró a ver lo que salía del coche.
Simplemente se puso a correr.
Delante suyo, Rebecca y los niños habían llegado a la avenida. Giraron a la izquierda y desaparecieron de su vista.
Jack se abrió camino entre la nieve que en algunos lugares así le cubría las botas, el corazón latiéndole con fuerza y la respiración entrecortada formando grandes nubes blancas. Resbaló, casi se cayó, pero recobró el equilibrio. Corrió, corrió, tuvo la sensación de que no lo hacía por una calle de verdad, que esta era tan sólo la calle de un sueño, una pesadilla de la que no había escapatoria posible.
En el ascensor, subiendo a la planta catorce donde vivían Anson y Francine Dorset, Faye dijo:
—Ni una palabra acerca del vudú y todas esas tonterías. ¿Me has oído? Pensarán que estás loco.
—Bueno, no sé muy bien lo del vudú. Pero con toda seguridad vi algo muy extraño —dijo Keith.
—No te atrevas a hablar de esto con Anson y Francine. Él es tu socio, por el amor de Dios. Tienes que seguir trabajando con ese hombre. Y eso va a resultar muy difícil si cree que eres un loco supersticioso. Un agente de cambio y bolsa tiene que dar una imagen de estabilidad. Los banqueros y los agentes de cambio y bolsa. La gente quiere encontrar hombres conservadores y estables en una empresa que se dedica a las inversiones antes de confiarles su dinero. No puedes permitirte el lujo de jugar con tu reputación. Además, sólo eran ratas.
—No eran ratas —dijo—. Yo vi…
—Unas ratas.
—Yo sé lo que vi.
—Ratas —insistió ella—. Pero no vamos a decirles a Anson y Francine que tenemos ratas. ¿Qué pensarán de nosotros? No quiero que sepan que vivimos en un edificio que tiene ratas. Con lo despectivamente que me mira Francine; mira así a todo el mundo; se cree que viene de una familia tan aristocrática. No quiero darle la oportunidad de que me desprecie más. Y le juro que no se la daré. Ni una palabra de lo de las ratas. Les diremos que había un escape de gas. Desde su apartamento no se ve nuestro edificio y no van a salir una noche como ésta, de modo que les diremos que nos hemos tenido que marchar por un escape de gas.
—Faye…
—Y mañana por la mañana —continuó con determinación—, empezaré a buscar una casa nueva.
—Pero…
—No voy a vivir en un edificio que tenga ratas. Simplemente no lo haré, y tú no puedes obligarme a ello. También tú tendrías que tener ganas de marcharte.
—Pero no eran…
—Venderemos el apartamento. Puede que ya sea hora de que nos vayamos de esta sucia ciudad de una vez por todas. Hace años que me quiero marchar. Ya lo sabes. Quizá sea el momento de buscar una casa en Connecticut. Ya sé que no es muy agradable hacer un trayecto tan largo para ir a trabajar, pero lo del tren no está tan mal, y piensa en todas las ventajas. Aire limpio. Una casa más grande por el mismo dinero. Una piscina propia. ¿No te gustaría? Quizá Penny y Davey podrían quedarse con nosotros todo el verano. No es bueno que se pasen toda la infancia en la ciudad. No es sano. Sí, está decidido. Mañana empezaré a buscar.
—Faye, para empezar, mañana todo estará cerrado a causa de la tormenta…
—Eso no me detendrá. Ya verás. Es lo primero que haré mañana por la mañana.
Se abrieron las puertas del ascensor.
En el pasillo de la planta catorce, Keith preguntó:
—¿No estas preocupada por Penny y Davey? Quiero decir, les hemos dejado…
—No les pasará nada —dijo, y pareció creérselo—. Sólo eran unas ratas. ¿No pensarás que unas ratas les van a seguir por toda la ciudad? No corren ningún peligro. Lo que más me preocupa es ese padre que tienen, hablándoles del vudú, asustándoles de esa manera, llenándoles la cabeza de tonterías. ¿Qué le pasa a ese hombre? Es posible que tenga que detener a un psicótico, pero el vudú no tiene nada que ver con eso. No parece racional. De verdad, no lo entiendo: por mucho que lo intente, no lo entiendo.
Habían llegado a la puerta del apartamento de los Dorset. Keith tocó el timbre.
—Acuérdate, ni una palabra —dijo Faye.
Anson Dorset debía haber estado esperando con la mano en el cerrojo desde que llamaron por el interfono de abajo, ya que abrió justo en el momento en que Faye advertía a Keith.
—¿Ni una palabra sobre qué? —preguntó.
—Ratas —contestó Keith—. De repente parece que nuestro edificio está plagado de ratas.
Faye le dirigió una mirada asesina.
No le importaba. No iba a inventarse una larga historia acerca de un escape de gas. Era una mentira fácil de descubrir y entonces quedarían como dos tontos. De modo que les explicó a Anson y a Francine lo de la plaga de ratas sin mencionar el vudú y sin decir ni una palabra de las extrañas criaturas que habían salido del conducto de la ventilación en la habitación de huéspedes. En ese punto Faye tenía toda la razón: un agente de cambio y bolsa tema que mantener siempre la imagen de un hombre conservador, estable y sensato o se arriesgaba a la ruina.
Pero se preguntó cuánto tardaría en olvidar lo que había visto.
Mucho tiempo.
Mucho, mucho tiempo.
Quizá no lo olvidaría nunca.
Resbalando un poco y atravesando montones de nieve que se le metía por las botas, Jack giró en la esquina, saliendo a la avenida. No se volvió porque temía descubrir a las criaturas —como las llamaba Penny— pisándole los talones.
Rebecca y los niños estaban tan sólo a cincuenta metros de él. Se apresuró a alcanzarlos.
Con consternación comprobó que eran las únicas personas que paseaban por la ancha avenida. Sólo había unos cuantos coches, todos ellos desiertos y abandonados después de haberse quedado atrapados en la nieve. Ningún viandante. ¿Y quién en su sano juicio estaría paseando en una noche de vientos huracanados y tormenta de nieve? A casi dos manzanas, unas luces piloto y una baliza roja de emergencia resplandecían y parpadeaban, prácticamente invisibles a causa de las cortinas de nieve. Era una fila de máquinas quitanieves, pero iban en dirección contraria.
Alcanzó a Rebecca y a los niños. No fue difícil llegar hasta ellos. Ya no se movían con tanta rapidez, Davey y Penny empezaban a estar cansados. Atravesar la espesa nieve era como correr con pesos de plomo en los pies; la continua resistencia estaba empezando a agotarles.
Jack se volvió a observar el camino recorrido. No se veían a las criaturas por ninguna parte. Pero esas bestias con ojos como linternas aparecerían, y pronto. No podían creerse que hubieran desistido tan fácilmente.
Cuando finalmente llegaran, encontrarían una presa fácil. Dentro de un minuto o dos los chicos empezarían a caminar lenta y pesadamente.
Jack tampoco se sentía particularmente activo. El corazón le latía con tanta fuerza y rapidez que parecía como si fuera a desprenderse de su cuerpo. Le dolía la cara a causa del frío y el cortante viento que también le hacía llorar los ojos. Tenía además las manos algo insensibles porque no había tenido tiempo de volver a ponerse los guantes. Respiraba con dificultad y el viento polar le resquebrajaba la garganta y haría que le doliera el pecho. La nieve que le había entrado en las botas le estaba congelando los pies. No estaba en condiciones de proporcionar a los niños una protección eficaz, y esta idea le irritó y asustó, ya que él y Rebecca eran las únicas personas que podían interponerse entre ellos y la muerte.
Como si le excitara la idea de una matanza, el viento rugió cada vez más fuerte, casi con regocijo.
Los árboles desnudos, que surgían de los bordes de la acera, agitaban sus miembros al viento. Era el sonido de un esqueleto animado.
Jack miró a su alrededor buscando un lugar para esconderse. Justo delante suyo, cinco edificios de apartamentos, cada uno de ellos de cuatro plantas, estaban encajados entre otras estructuras algo más altas y modernas (aunque menos atractivas).
—Tenemos que desaparecer —dijo, dirigiéndose a Rebecca, y les apartó a todos de la acera, indicándoles que subieran los escalones cubiertos de nieve y atravesaran la puerta principal de vidrio, hasta llegar a la portería de la primera casa.
La calefacción de la portería era insuficiente; no obstante, comparado con el frío de la noche, parecía casi un lugar tropical. También estaba limpia y era bastante elegante, con buzones de latón y un techo de madera abovedado, aunque no había portero. El complejo suelo de mosaico —que representaba una viña, hojas verdes y flores amarillas descoloridas en un fondo de color marfil— estaba extremadamente bien pulido, y no faltaba ni un adoquín.
Sin embargo, a pesar de lo agradable que era, no podían quedarse allí. La portería estaba también brillantemente iluminada. Se les vería fácilmente desde la calle.
La puerta interior era igualmente de vidrio. Atravesándola se llegaba al recibidor del primer piso, los ascensores y las escaleras. Pero la puerta estaba cerrada y sólo podía abrirse con una llave o mediante el interfono de uno de los apartamentos.
En total había dieciséis apartamentos, cuatro por planta. Jack se dirigió a uno de los buzones de latón y apretó el timbre de un tal señor y señora Evans en el cuarto piso.
Una voz de mujer se oyó por encima del buzón.
—¿Quién es?
—¿El apartamento de los Grofeld? —preguntó Jack, sabiendo perfectamente que no lo era.
—No —contestó la mujer, invisible—. Se ha equivocado de timbre. El buzón de los Grofeld está al lado del nuestro.
—Lo siento —dijo en el momento que la señora Grofeld colgaba.
Miró la puerta principal y la calle nevada que se extendía más allá.
Nieve. Árboles desnudos y oscuros agitándose al viento. El resplandor fantasmagórico de las farolas.
Pero no se veía nada peor que eso. Nada que tuviera ojos plateados, ni pequeños dientes afilados.
Todavía no.
Tocó el timbre de los Grofeld y preguntó si era el apartamento de los Santini, y le informaron secamente que el buzón los Santini era el siguiente.
Tocó el timbre de los Santini y estaba a punto de preguntar si era el apartamento de los Porterfield. Pero aparentemente los Santini esperaban a alguien y tuvieron muchas menos precauciones que sus vecinos, ya que le abrieron la puerta interior sin preguntar quién era.
Rebecca hizo pasar a los niños y Jack les siguió rápidamente, cerrando la puerta detrás suyo.
Podría haber utilizado su placa de policía pero hubiera tardado demasiado tiempo. Con el aumento de la tasa de criminalidad, la mayoría de las personas eran ahora más cautas de lo que habían sido en el pasado. Si hubiera sido más directo con la señora Evans, al principio, ella no se hubiera creído que fuera policía. Habría querido bajar —lo que hubiera resultado correcto— para verificar su identificación a través del panel de vidrio de la puerta interior. Para entonces, uno de los asesinos de Lavelle podría haber pasado por delante del edificio y haberlos reconocido.
Además, Jack era reacio a involucrar a otras personas, ya que podría poner en peligro sus vidas si las criaturas aparecían de pronto.
Rebecca parecía compartir esta preocupación ya que aconsejó a los niños que estuvieran especialmente callados mientras los conducía a un oscuro recoveco debajo de las escaleras, a la derecha de la puerta principal.
Jack se apretujó en el escondrijo con ellos, lejos de la puerta. No se les podía ver desde la calle ni desde las escaleras, ni siquiera si alguien se inclinaba por encima de la barandilla y miraba hacia abajo.
Al cabo de menos de un minuto, se abrió una puerta unos cuantos pisos más arriba. Pisadas. A continuación alguien, aparentemente el señor Santini, dijo:
—¿Ales? ¿Eres tú?
Debajo de las escaleras, permanecieron quietos y en silencio.
El señor Santini esperó.
En el exterior rugía el viento.
El señor Santini bajó las escaleras.
—¿Hay alguien ahí?
Vete, pensó Jack. No tienes ni idea de dónde te estás metiendo. Vete.
Como si tuviera telepatía y hubiera recibido el consejo de Jack, el hombre regresó al apartamento y cerró la puerta.
Jack suspiró.
Finalmente, hablando con voz trémula, Penny dijo:
—¿Cuándo sabremos que podemos salir sin correr peligro?
—Esperaremos un poco más y cuando nos parezca el momento… saldré y echaré una ojeada —dijo Jack en voz baja.
Davey estaba temblando como si hiciera más frío allí dentro que fuera en la calle. Se limpió los mocos con la manga del abrigo y dijo:
—¿Cuánto tiempo esperaremos?
—Cinco minutos —contestó Rebecca, hablando también en voz baja—. Diez a lo sumo. Entonces ya se habrán marchado.
—¿De verdad?
—Claro que sí. Quizá se hayan marchado ya.
—¿De verdad lo crees? —preguntó Davey—. ¿Ya?
—Claro que si —dijo Rebecca—. Existe una gran probabilidad de que no nos hayan seguido. Pero incluso si nos han seguido, no van a pasarse toda la noche por aquí.
—¿No? —preguntó Penny dudosamente.
—No, no, no —dijo Rebecca—. Claro que no. Incluso las criaturas se aburren.
—¿Es eso lo que son? —preguntó Davey—. ¿Criaturas? ¿De verdad?
—Bueno, es difícil saber exactamente cómo llamarles —dijo Rebecca.
—Criaturas es la única palabra que se me ocurrió cuando las vi —dijo Penny—. Es lo primero que me vino a la mente.
—Y una palabra muy buena —le aseguró Rebecca—. En lo que a mi se refiere, no se te podría haber ocurrido nada mejor. Y, ¿sabes?, si piensas en todos los cuentos que has oído, las criaturas siempre ladran más que muerden. Lo único que realmente hacen es asustar a la gente. De modo que si tenemos paciencia y cuidado, mucho cuidado, todo saldrá bien.
Jack admiraba y agradecía la manera en que Rebecca manejaba a los niños, intentando aliviar su ansiedad. Su tono de voz era tranquilizante. Mientras les hablaba les tocaba continuamente, acariciándoles suavemente.
Jack se subió la manga y miró el reloj.
Las diez y catorce minutos.
Se acurrucaron en las sombras bajo las escaleras, esperando. Esperando.