CAPÍTULO CUARTO

1

A las cinco y media, Jack y Rebecca entraron en el despacho del capitán Walter Gresham para informarle de los hombres y del equipo que se necesitarían para la brigada especial, así como para discutir la estrategia de la investigación.

A lo largo de la tarde, dos miembros más de la familia Carramazza habían sido asesinados, junto con sus respectivos guardaespaldas. La Prensa ya lo había calificado como la guerra más sangrienta desde la Prohibición. Lo que la Prensa no sabía era que a las víctimas (a excepción de las dos primeras) no se les había disparado, ni agarrotado, ni cosido a puñaladas, ni colgado como a una res muerta en el estilo tradicional de la Cosa Nostra. Hasta ahora, la Policía había decidido no mencionar que todas menos las dos primeras víctimas habían sido salvajemente mordidas hasta matarlas. Cuando los periodistas descubrieran este sorprendente y grotesco hecho, se darían cuenta de que se trataba de uno de los mayores acontecimientos de la década.

—Entonces es cuando la cosa se pondrá mal —dijo Gresham—. Nos atacarán como las pulgas a los perros.

La cosa se estaba complicando e iba a complicarse aún más, y Gresham estaba con los nervios de punta. Jack y Rebecca permanecían sentados delante del escritorio del capitán, pero Gresham no podía estarse quieto. Mientras despachaban, el capitán se paseaba de un lado a otro de la habitación, se dirigía repetidamente a la ventana, encendía un cigarrillo, se fumaba menos de una tercera parte, lo apagaba, se daba cuenta de lo que había hecho, y encendía otro.

Finalmente había llegado el momento de que Jack le contara a Gresham los detalles de su última visita al establecimiento de Carver Hampton y de la llamada de Baba Lavelle. Nunca se había sentido tan incómodo como ahora relatando los acontecimientos bajo la mirada escéptica de Gresham.

Se habría sentido mejor si Rebecca hubiera estado de su parte, pero de nuevo sus puntos de vista eran opuestos. Estaba enfadada porque él no había regresado hasta las tres y diez, y por tanto había tenido que llevar a cabo muchas de las tareas de preparación ella sola. Jack le explicó que las calles nevadas estaban atascadas por el tráfico, pero ella no quiso saber nada. Rebecca escuchó su relato, se enfadó tanto como él por la amenaza hecha a sus hijos, pero no estaba en absoluto convencida de que hubiera experimentado nada ni remotamente sobrenatural. De hecho, se quedó frustrada por su insistencia de que lo que había ocurrido en el teléfono público era totalmente misterioso.

Cuando Jack acabó su relato, el capitán se volvió a Rebecca y dijo:

—¿A ti qué te parece?

—Creo que ahora podemos suponer con toda seguridad que Lavelle es un loco de atar y no otro bandido que quiere ganarse un dinero con el narcotráfico —contestó ella—. No se trata de otra guerra de territorios en los barrios bajos, y cometeríamos un gran error si quisiéramos resolverlo de la misma manera que resolveríamos una honrada guerra de bandos.

—¿Qué más? —preguntó Gresham.

—Bueno —dijo ella—. Creo que deberíamos investigar el pasado de este Carver Hampton y ver lo que encontramos. Quizá Lavelle y él estén metidos en esto juntos.

—No —dijo Jack—. Hampton no hacía comedia cuando me dijo que Lavelle le aterrorizaba.

—¿Y cómo pudo Lavelle saber exactamente en qué momento llamar al teléfono público? —preguntó Rebecca—. ¿Cómo pudo saber exactamente en qué momento ibas a pasar por allí? Una de las respuestas es que estaba en la tienda de Hampton mientras tú estabas allí, en la trastienda, y así pudo saber cuándo salías.

—No estaba allí —dijo Jack—. Hampton no es tan buen actor.

—Es un impostor inteligente —añadió ella—. Y aunque no tenga nada que ver con Lavelle, creo que sería mejor que mandáramos hombres a Harlem esta noche y registrásemos los edificios que rodean el teléfono público, y la manzana al otro lado del cruce. Si Lavelle no estaba en la tienda de Hampton, entonces debía de estar vigilando desde algún edificio al otro lado de la calle. No existe ninguna otra explicación.

A no ser que el vudú realmente funcione, pensó Jack.

—Haced que los detectives registren los apartamentos de esos dos bloques y comprobad si Lavelle se esconde en alguno de ellos —continuó Rebecca—. Distribuid copias de la fotografía de Lavelle. Quizá le haya visto alguien de por allí.

—Me parece bien —dijo Gresham—. Eso haremos.

—Y creo que la amenaza hecha a los hijos de Jack debe también tomarse en serio. Hay que ponerles vigilancia cuando Jack no esté con ellos.

—Estoy de acuerdo —dijo Gresham—. Ahora mismo mandaremos a un hombre.

—Gracias, capitán —dijo Jack—. Pero creo que podemos esperar hasta mañana por la mañana. Los chicos están con mi cuñada ahora, y no creo que Lavelle pueda encontrarlos. Le dije a Faye que se asegurara de que no la seguían cuando los fuera a buscar al colegio. Además, Lavelle me concedió el resto del día para decidirme sobre el vudú, y supongo que se refería también a esta noche.

Gresham estaba sentado en el borde de la silla.

—Si quieres, puedo retirarte del caso. No hay ningún problema.

—Rotundamente no —dijo Jack.

—¿Te tomas en serio la amenaza?

—Sí. Pero también me tomo en serio mi trabajo. Me quedo hasta el final.

Gresham encendió otro cigarrillo y aspiro profundamente.

—Jack, ¿crees realmente que esto del vudú puede ser algo serio?

Consciente de la mirada penetrante de Rebecca. Jack dijo:

—Es un poco insensato creer que esto puede ser algo serio. Pero no puedo descartarlo.

—Yo sí que puedo —dijo Rebecca—. Quizá Lavelle se lo crea, pero eso no hace que sea real.

—¿Y qué me dices de las condiciones en las que hemos encontrado los cadáveres? —preguntó Jack.

—Es evidente —le contestó— que Lavelle está utilizando animales amaestrados.

—Eso es una locura tan grande como el vudú —dijo Gresham.

—En cualquier caso —continuó Jack—, todo esto ya lo hemos hablado. El único animal pequeño y feroz que puede amaestrarse es el hurón. Y todos hemos visto el informe de patología que llegó a las cuatro y media. Las señales de los dientes no son de hurones. Según los de patología, no pertenece a ningún animal que Noé cobijara en su arca.

—Lavelle es del Caribe —dijo Rebecca—. ¿No es posible que esté utilizando un animal procedente de esa parte del mundo, algo que nuestros expertos forenses ni siquiera podrían llegar a imaginarse, algún tipo de lagarto exótico o algo así?

—Ahora te estás cogiendo a un clavo ardiendo —dijo Jack.

—Estoy de acuerdo —añadió Gresham—. Pero vale la pena asegurarse. Muy bien. ¿Alguna otra cosa?

—Sí —dijo Jack—. ¿Me pueden explicar cómo sabía yo que esa llamada de Lavelle era para mí? ¿Por qué me sentí atraído hacia el teléfono público?

El viento golpeó las ventanas.

Detrás del escritorio de Gresham, el sonido del tictac del reloj de pared pareció de pronto aumentar de volumen.

El capitán se encogió de hombros.

—Supongo que ninguno de los dos tenemos respuesta a esa pregunta, Jack.

—No importa. Yo tampoco tengo una respuesta.

Gresham se puso de pie.

—Muy bien, si eso es todo, entonces creo que los dos debéis dar por acabada la jornada, iros a casa y descansad. El día ha sido ya muy largo; la brigada especial está ya en marcha, y puede pasar sin vosotros hasta mañana. Jack, si te esperas unos minutos, te enseñaré una lista de los policías disponibles en cada turno, y podrás así escoger los hombres que quieras que vigilen a tus hijos.

Rebecca había alcanzado ya la puerta y estaba abriéndola. Jack la llamó y ella se volvió.

—Espérame abajo, por favor —dijo.

Puso una cara poco comprometedora y salió.

Desde la ventana a la que se había acercado para observar la calle, Walter Gresham dijo:

—Parece el Polo Norte allí fuera.

2

Una de las cosas que más le gustaban a Penny de la casa de los Jamison era la cocina, que era comparativamente grande para un apartamento de Nueva York, casi el doble de la cocina a la que Penny estaba acostumbrada, y acogedora. El suelo era de baldosas verdes, los armarios blancos con puertas de cristal y manecillas de latón, y las repisas de cerámica verde. Encima del fregadero doble había una ventana formando un recoveco que había sido convertido en invernadero, y en donde se cultivaban todo el año una gran variedad de hierbas aromáticas, incluso durante el invierno. (A la tía Faye le gustaba cocinar con hierbas frescas siempre que podía). En una esquina, junto a la pared, había una pequeña mesa de madera, no exactamente para comer sino mas bien un lugar en el que planificar los mentís y preparar la lista de la compra; alrededor de la mesa había sitio para dos sillas. Ésta era la única habitación de la casa de los Jamison en la que Penny se sentía cómoda.

A las seis y veinte estaba sentada a la mesa, fingiendo leer una de las revistas de Faye; las palabras se le juntaban delante de sus ojos desenfocados. En realidad estaba pensando en un montón de cosas que no quería pensar: en las criaturas, la muerte y en si alguna vez podría volver a dormir.

El tío Keith había vuelto del trabajo hacía casi una hora. Era socio de una prospera compañía de agentes de cambio y bolsa. Alto, delgado, con una cabeza tan calva como un huevo, luciendo un bigote y una perilla, el tío Keith siempre parecía estar distraído. Tenías la sensación de que nunca te dedicaba mas de dos terceras partes de su atención cuando te hablaba. A veces se quedaba sentado en su butaca favorita durante una hora o dos, con las manos cruzadas sobre el regazo, inmóvil, mirando fijamente la pared, sin tan siquiera parpadear, rompiendo este estado de trance tan sólo dos o tres veces cada hora para coger una copa de brandy y darle un pequeño sorbo. En otras ocasiones se quedaba mirando fijamente a través de la ventana, fumando como un carretero. En secreto, Davey llamaba a tío Keith el hombre de la luna, porque siempre parecía estar en la luna. Desde que había regresado, había estado en el salón, sorbiendo lentamente un martini, fumando un cigarrillo tras otro, viendo las noticias en la televisión y al mismo tiempo leyendo el Wall Street Journal.

La tía Faye estaba en la cocina, en el extremo opuesto al de Penny. Había empezado a preparar la cena que tenía previsto servir a las siete y media: pollo al limón, arroz y verduras salteadas. La cocina era el único lugar en el que la tía Faye no se parecía a la tía Faye. Le gustaba cocinar, lo hacía muy bien, y parecía una persona distinta cuando estaba en la cocina; más relajada, más amable que de costumbre.

Davey la estaba ayudando a preparar la cena. Por lo menos eso es lo que ella le dejaba creer. Charlaban mientras trabajaban, no de nada importante, sino de una cosa u otra.

—¡Santo cielo, tengo tanta hambre que me comería un caballo! —dijo Davey.

—No es de muy buena educación decir eso —le aconsejó Faye—. Le trae a uno a la mente una imagen desagradable. Deberías decir «estoy hambriento» o «tengo mucha hambre» o algo por el estilo.

—Bueno, obviamente, me estaba refiriendo a un caballo muerto —dijo Davey, sin entender en absoluto la lección de Faye—. Y uno que ha sido cocinado. No me gustaría comerme un caballo crudo, tía Faye. ¡Qué asco! Pero, vaya, vaya, ahora sí que podría comerme un saco lleno de cualquier cosa.

—Jovencito, tomaste galletas y leche al llegar esta tarde.

—Sólo dos galletas.

—¿Y ya te estás muriendo de hambre? Lo que tú tienes no es un estómago; es un pozo sin fondo.

—Bueno, casi no he comido hoy —dijo Davey—. La señora Shepherd —mi profesora— compartió su comida conmigo, pero eran cosas asquerosas. Todo lo que tenía era yogurt y atún, y a mí no me gustan ninguna de las dos cosas. De modo que lo que hice fue, después de que me diera un poco de cada cosa, mordisquearlo para que no se sintiera ofendida, y después, cuando no estaba mirando, tiré la mayor parte.

—¿Pero no te prepara la comida tu padre? —preguntó Paye, en un tono de voz más agudo.

—Claro que sí. Y cuando no tiene tiempo, lo hace Penny. Pero…

Faye se volvió hacia Penny.

—¿Llevaba tu hermano comida hoy? ¡No debe tener que mendigar la comida!

Penny levantó la vista.

—Yo misma le hice la comida, esta mañana. Llevaba una manzana, un bocadillo de jamón y dos galletas grandes de avena.

—A mi me parece una comida correcta —dijo Faye—. ¿Por qué no te la comiste, Davey?

—Bueno, por las ratas, claro —contestó.

Penny se crispó, sorprendida. Se irguió y miró fijamente a Davey.

—¿Ratas? ¿Qué ratas? —preguntó Paye.

—Vaya, vaya, me olvidé de contártelo —dijo Davey—. Las ratas se deben de haber metido en la bolsa durante las clases de la mañana. Unas horrorosas ratas grandes con dientes amarillos salidas de las cloacas o de algún lado. La comida estaba toda hecha un lío, a trozos y llena de mordiscos. Hoooorrrrible —dijo, pronunciando la palabra con verdadero placer, sin preocuparse por el hecho de que las ratas habían atacado su comida, en realidad hasta divertido, como sólo podía estarlo un chico joven. A su edad, un incidente como éste podía resultar una verdadera aventura.

A Penny se le secó la boca.

—¿Davey? ¿Vistes las ratas?

—No —dijo claramente desilusionado—. Ya se habían marchado cuando fui a buscar la comida.

—¿Dónde tenías la comida? —preguntó Penny.

—En mi armario.

—¿Mordisquearon alguna otra cosa las ratas?

—¿Cómo qué?

—Como los libros u otra cosa.

—¿Por qué iban a querer comerse los libros?

—¿Entonces sólo fue la comida?

—Claro. ¿Qué otra cosa iba a ser?

—¿Tenías cerrada la puerta del armario?

—Yo creo que sí —contestó.

—¿La tenías cerrada con llave?

—Creo que si.

—Y la bolsa de la comida, ¿estaba bien cerrada?

—Debería haberlo estado —dijo, rascándose la cabeza, intentando recordar.

—Pues, obviamente, no lo estaba —dijo Faye—. Las ratas no pueden abrir un cerrojo, abrir una puerta y comerse la comida. Te debes de haber descuidado. Davey, me sorprendes. Me apuesto algo a que te comiste una de las galletas de avena al llegar al colegio, no podías esperar, y después lo cerraste todo mal.

—No es verdad —protestó Davey.

—Tu padre no te está enseñando a ser un chico ordenado —dijo Faye—. Ésas son las cosas que enseña una madre, y tu padre no está cumpliendo con su deber.

Penny iba a contarles que su armario también había aparecido hecho un asco al llegar al colegio esta mañana. Incluso iba a contarles lo de las criaturas en el sótano porque le pareció que lo que le había pasado a Davey añadiría veracidad a su historia.

Pero antes de que Penny pudiese pronunciar palabra, la tía raye se puso a hablar en un tono de indignación moral:

—Lo que me gustaría saber es a qué tipo de colegio os ha mandado vuestro padre. ¿Qué clase de sucio agujero es esta escuela Wellton?

—Es un buen colegio —dijo Penny, a la defensiva.

—¿Con ratas? —preguntó Faye—. Ningún colegio bueno tiene ratas. Y ningún colegio medianamente decente tiene ratas. ¿Y si hubieran estado en el armario cuando Davey fue a buscar la comida? Podrían haberle mordido. Las ratas son asquerosas. Transmiten todo tipo de enfermedades. Son espantosas. Simplemente no puedo imaginarme que un colegio esté abierto cuando tienen ratas. Hay que hablar con Sanidad a primera hora de la mañana. Tu padre va a tener que resolver esta situación inmediatamente. No permitiré que se ande con dilaciones. No en lo que se refiere a vuestra salud. Vuestra madre estada horrorizada de una escuela en donde salen ratas por las paredes. ¡Ratas! ¡Dios mío, las ratas transmiten todo tipo de enfermedades, desde la rabia hasta la peste!

Faye continuó murmurando y quejándose.

Penny dejó de escucharla.

No tenía ningún sentido contarles lo de su propio armario y las criaturas de ojos plateados que había encontrado en el sótano. Faye insistiría en que también eran ratas. Cuando a esa mujer se le metía una cosa en la cabeza, no había forma humana de que cambiara de opinión. Faye tenía ganas de enfrentarse con su padre por lo de las ratas; le encantaba la idea de acusarle de haber llevado a los niños a un colegio infestado de ratas, y no querría escuchar nada que pudiera decirle Penny, ninguna explicación ni nada que hiciera que las ratas perdieran importancia.

«Incluso si le digo lo de la mano —pensó Penny—, la pequeña mano que apareció por debajo de la verja verde, seguirá diciendo que eran ratas. Dirá que yo estaba asustada y que me he equivocado. Dirá que en realidad no era una mano, sino una rata, una asquerosa rata que me ha mordido la bota. Le dará la vuelta a todo. Lo aprovechará para darle mayor importancia a la historia que ella quiere creer, y acabarán siendo más argumentos para utilizar en contra de papá. Maldita sea, tía Faye, ¿por qué eres tan terca?».

Faye hablaba de la necesidad que existe de que los padres investiguen bien un colegio antes de matricular a los niños.

Penny se preguntó cuándo vendría su padre a recogerlos, y rogó que no fuera demasiado tarde. Quería que llegara antes de la hora de acostarse. No quería estar sola, ella sola con Davey, en la habitación oscura, aunque fuera la habitación de invitados de tía Faye, lejos, muy lejos de su propio apartamento. Estaba bastante segura de que las criaturas podrían encontrarla, incluso allí. Había decidido hablar a solas con su padre y contarle todo. Al principio no querría creerla. Pena ahora tenía que considerar lo de la comida de Davey. Y si ella volvía al apartamento con su padre y le enseñaba los agujeros en el bate de béisbol de Davey, quizá podría convencerle. Papá era un adulto, como tía Faye, es verdad, pero no era obstinado, y él escuchaba a los niños como lo hacían pocos adultos.

—Con todo el dinero que recibió del seguro de tu madre del acuerdo con el hospital, podría mandaros a un colegio mejor —dijo Faye—. No puedo imaginarme por qué escogió este antro de Wellton.

Penny se mordió el labio y no dijo nada.

Miró fijamente la revista. Las fotos y las palabras bailaban por la página desenfocadas.

Lo peor era que ahora sabía con certeza que las criaturas no sólo la perseguían a ella. Querían a Davey también.

3

Rebecca no había esperado a Jack, a pesar de que él se lo había pedido. Mientras estaba con el capitán Gresham, resolviendo los detalles de la protección que se les proporcionaría a Davey y a Penny, Rebecca evidentemente se había puesto el abrigo y se había marchado a casa.

Cuando Jack descubrió que se había marchado, suspiró y dijo en voz baja:

—No eres una mujer fácil.

Sobre su escritorio había dos libros sobre vudú, que había pedido prestados a la biblioteca el día anterior. Se los quedó mirando un largo rato y decidió que tenía que ampliar más sus conocimientos acerca de los Bocor y los Houngon antes del día siguiente. Se puso el abrigo y los guantes, recogió los libros, se los colocó bajo el brazo, y bajó al garaje subterráneo.

Dado que él y Rebecca estaban a cargo de la brigada especial, tenían derecho a ciertos privilegios que estaban fuera del alcance de los detectives normales de Homicidios, incluyendo el uso durante veinticuatro horas del día de un coche sin identificación policial para cada uno de ellos, y no sólo durante las horas de trabajo. El coche que le habían asignado a Jack tenía un año, era un «Chevrolet» de color verde manzana que tenía varias abolladuras y más de unas cuantas rascadas. Era un modelo normal, sin lujos ni accesorios de ningún tipo, simplemente un coche corriente, no un coche de carreras. Los mecánicos del garaje le habían puesto incluso las cadenas. El coche estaba a punto.

Salió del aparcamiento marcha atrás, se dirigió a la rampa y a la salida que daba a la calle. Se detuvo y esperó mientras un camión municipal, equipado con un quitanieves, sal y muchas luces, se abría paso entre la oscuridad.

Además del camión, sólo había otros dos vehículos en la calle. La tormenta había convertido la ciudad en un lugar solitario. Sin embargo, cuando desapareció el camión y el camino quedó libre, Jack siguió dudando.

Puso en marcha el limpiaparabrisas.

Para ir hacía el apartamento de Rebecca, tendría que girar a la izquierda.

Para ir hacia casa de los Jamison, debería girar a la derecha.

El limpiaparabrisas iba de un lado a otro, de izquierda a derecha, de izquierda a derecha.

Estaba ansioso por ver a Penny y a Davey, tenía ganas de abrazarles, de verles resguardados, vivos y sonrientes.

Derecha, izquierda, derecha.

De hecho, de momento no corrían peligro. Incluso si Lavelle hablaba en serio cuando los amenazó, no actuaría tan pronto, y no sabría dónde encontrarles aunque quisiera actuar.

Izquierda, derecha, izquierda.

Estaban completamente a salvo con Faye y Keith. Además, Jack le había dicho a Faye que seguramente no llegaría a cenar; ella ya se imaginaba que llegaría tarde.

El limpiaparabrisas se movía al ritmo de su indecisión.

Finalmente dejó de pisar el freno, salió a la calle, y giró a la izquierda.

Tenía que hablar con Rebecca acerca de lo que había ocurrido entre ellos la noche anterior. Ella había evitado el tema todo el día. No podía permitir que lo siguiera evitando. Tendría que enfrentarse a los cambios que los acontecimientos de anoche habían producido en sus vidas, grandes cambios que él recibía con ilusión pero que a ella le parecían dejar, en el mejor de los casos, ambivalente.

En los bordes de la carrocería del coche, el viento aullaba a través del metal, con un sonido frío y triste.

Agazapada en las profundas sombras de la salida del garaje, la cosa observaba la salida de Jack Dawson en el coche de la Policía.

Sus brillantes ojos plateados no parpadearon ni una sola vez.

Entonces, volviendo a las sombras, regresó al desierto y silencioso garaje.

Susurró. Murmuró algo. Susurraba sonidos con voz ronca y fantasmagórica.

Buscando la protección de la oscuridad y las sombras en todos los lugares que visitaba —incluso donde unos momentos antes no parecían haber habido sombras— la cosa fue de coche en coche, rodeándolos y pasando por debajo de ellos, hasta que llegó al desagüe del suelo del garaje. Desde allí descendió a las regiones profundas de la medianoche.

4

Lavelle estaba nervioso.

Sin encender ninguna de las lámparas, se paseaba inquietamente por la casa, arriba y abajo y de un lado a otro, sin buscar nada en concreto. Simplemente no podía estarse quieto. Se movía siempre en la profunda oscuridad sin tropezar nunca con los muebles o las puertas, caminando con tanta rapidez y seguridad como si las habitaciones estuvieran brillantemente iluminadas. No estaba ciego en la oscuridad, nunca se encontraba desorientado. De hecho, se sentía a gusto entre las sombras. La oscuridad era, a pesar de todo, parte de su ser.

Normalmente, tanto en la oscuridad como en la claridad, se sentía verdaderamente seguro. Pero ahora, cada hora que pasaba, su seguridad en sí mismo iba desvaneciéndose.

Su nerviosismo le creaba más inquietud. Y de la inquietud había surgido el miedo. No estaba acostumbrado al miedo. No sabia muy bien qué hacer. De modo que el miedo le puso todavía más nervioso.

Estaba preocupado por Jack Dawson. Quizás había sido un grave error permitir que Dawson considerara las cosas. Un hombre como el detective podría utilizar bien este lapso de tiempo.

«Si intuye que tengo el más mínimo temor —pensó Lavelle—, y si aprende algo más sobre el vudú, entonces podría llegar a comprender las razones que tengo para temerle».

Si Dawson descubría la naturaleza de sus propios poderes, y aprendía a utilizar este poder, encontraría y detendría a Lavelle. Dawson era uno de esos escasos individuos, uno entre diez mil, que podían luchar contra el Bocor más poderoso y tener bastantes posibilidades de ganar. Si el detective descubría el secreto de sí mismo, entonces acosaría a Lavelle, bien armado y temible.

Quizá debería actuar ahora. Destruir a los niños esta misma noche. Acabar con el asunto. Sus muertes podrían causar a Dawson un colapso emocional. Amaba mucho a sus hijos, era viudo, y soportaba ya una buena carga de dolor; quizás el asesinato de Penny y Davey acabaría con él. Si la pérdida de sus hijos no le destrozaba, era muy probable que le provocase una terrible depresión que ofuscaría sus pensamientos e interferiría en su trabajo durante muchas semanas. En el peor de los casos, Dawson tendría que abandonar la investigación durante unos días para preparar los funerales, y aquellos pocos días le darían un pequeño respiro a Lavelle.

Por otra parte, ¿qué pasaría si Dawson era uno de aquellos hombres que sacaban fuerzas de flaqueza y no se derrumbaba ante las adversidades? ¿Qué ocurriría si el asesinato y la mutilación de sus hijos sólo sirviese para aumentar su determinación de encontrar y destruir a Lavelle?

Para Lavelle, ésta era una posibilidad enervante.

Indeciso, el Bocor se paseaba por las oscuras habitaciones como si fuera un fantasma.

Finalmente, entendió que debía consultar a los dioses y solicitarles humildemente el beneficio de su sabiduría.

Fue a la cocina y encendió la luz que colgaba del techo.

Del interior de un armario, sacó un tarro lleno de harina.

Había una radio sobre una de las repisas. La trasladó al centro de la mesa de la cocina.

Utilizando la harina, dibujó un detallado vévé sobre la mesa, alrededor del aparato de radio.

Encendió la radio.

Se oyó una vieja canción de los Beatles: Eleanor Rigby.

Giró el dial pasando por una docena de emisoras que tocaban todo tipo de música, desde pop hasta rock, «country» clásica o jazz. Se detuvo en una frecuencia poco utilizada, en donde no había ninguna interferencia de las otras emisoras.

El crujido y murmullo de las ondas inundaba la habitación y parecía el lejano suspiro de la resaca del mar.

Cogió otro puñado de harina y con mucho cuidado dibujó un pequeño y sencillo vévé sobre la radio misma.

Se lavó las manos en el fregadero y a continuación se dirigió al frigorífico y cogió una pequeña botella de sangre.

Era sangre de gato que se utilizaba en distintas ceremonias. Una vez por semana, siempre en un establecimiento de animales domésticos distinto, compraba o «adoptaba» un gato, se lo llevaba a casa, lo mataba y le drenaba la sangre. De esta forma tenía siempre una provisión de sangre fresca.

Regresó de nuevo a la mesa y se sentó delante de la radio. Mojándose los dedos con la sangre de gato, dibujó ciertas runas sobre la mesa y, al final de todo, sobre el plástico que cubría el dial de la radio.

Pronunció unos cánticos durante un rato, esperó, escuchó y cantó un poco más, hasta que percibió un pequeño pero claro cambio en el sonido de la frecuencia. Hacía unos minutos no podía oírse nada. Sólo ondas muertas, sonidos sin sentido. Ahora estaban vivos. Todavía era el susurro crujiente de un sonido sedoso y estático. Pero de alguna manera era distinto del de hacía unos segundos. Algo estaba utilizando la frecuencia, desde el más allá.

Mirando fijamente la radio pero sin verla realmente, Lavelle dijo:

—¿Hay alguien allí?

Era una voz polvorienta de restos momificados.

Espero.

La voz sonaba como un papel seco, arena o astillas, una voz de edad infinita, gélida como la noche entre las estrellas, dentada, susurrante y llena de maldad.

Podía ser cualquiera de los cien mil demonios, o un dios de pleno derecho de una de las antiguas religiones africanas, o el espíritu de un muerto condenado al Infierno. No había forma de saber con seguridad cuál de ellos era, y Lavelle no tenía poder para obligarle a pronunciar su nombre. Fuera quien fuera, podría responder a sus preguntas.

Espero.

—¿Sabes cuáles son mis asuntos aquí?

Síííí.

—El asunto de la familia Carramazza.

Síííí.

Si Dios hubiera otorgado a las serpientes el don de la palabra, éste hubiera sido su tono de voz.

—¿Conoces al detective, a ese tal Dawson?

Síííí.

—¿Pedirá a sus superiores que le retiren del caso?

Nunca.

—¿Continuará investigando el vudú?

Síííí.

—Le he aconsejado que lo deje.

No lo hará.

La cocina se había vuelto extremadamente fría a pesar de la calefacción de la casa, que seguía funcionando y emanaba aire caliente a través de las rejillas de la pared. El ambiente también parecía espeso y aceitoso.

—¿Qué puedo hacer para mantener a raya a Dawson?

Lo sabes.

—Dímelo.

Lo sabes.

Lavelle se pasó la lengua por los labios y se aclaró la garganta.

Lo sabes.

—¿Debería asesinar a sus hijos ahora, esta noche, sin retrasarlo más? —preguntó Lavelle.

5

Rebecca abrió la puerta.

—Me imaginé que serías tú —dijo.

Jack estaba en el rellano, temblando.

—Tenemos una buena tormenta allí fuera.

Ella llevaba puesta una bata de color azul claro y unas zapatillas.

Tenia el pelo rubio de color miel. Estaba preciosa. No dijo nada. Simplemente se le quedó mirando.

—Sí, señor, la tormenta del siglo es lo que es —dijo Jack—. Quizás incluso el principio de una nueva Edad de Hielo. El fin del mundo. Me pregunté a mí mismo con quién me gustaría estar si de hecho fuera el fin del mundo…

—Y decidiste que era yo.

—No exactamente.

—¿Ah?

—Simplemente no sabía dónde encontrar a Jacqueline Bisset.

—O sea que me elegiste a mí en segundo lugar.

—Tampoco sabía la dirección de Raquel Welch.

—La tercera, entonces.

—De cuatro billones de habitantes que hay en la tierra, el tercer lugar no está mal.

Ella medio le sonrió.

—¿Puedo pasar? —preguntó Jack—. Ya me he quitado las botas, ¿ves? No te ensuciaré la alfombra. Y soy muy bien educado. Nunca eructo ni me rasco el culo en público… por lo menos, no intencionadamente.

Ella le franqueó la entrada.

Entró.

—Estaba a punto de preparar algo de comer. ¿Tienes hambre? —dijo ella, cerrando la puerta.

—¿Qué me ofreces?

—La gente que llega sin avisar no puede elegir.

Entraron en la cocina, y él colgó su abrigo en el respaldo, de una silla.

—Bocadillos de roast beef y sopa —le informó Rebecca.

—¿Qué tipo de sopa?

—Minestrone.

—¿Casera?

—De lata.

—Bien.

—¿Bien?

—Odio la minestrone casera.

—¿Por qué?

—La sopa casera tiene demasiadas vitaminas.

—¿Pueden haber demasiadas vitaminas?

—Claro que sí. Me ponen nervioso y me llenan de energía.

—Ah.

—Y tiene demasiado gusto la sopa casera —añadió.

—Abruma el paladar.

—¡Lo has entendido! Prefiero la de lata.

—La de lata no tiene excesivo sabor.

—Es buena y suave, fácil de digerir.

—Pondré la mesa y prepararé la sopa.

—Buena idea.

—Tú corta la carne.

—Muy bien.

—Está en el frigorífico, envuelta en papel de plata. En el segundo estante, creo. Ten cuidado.

—¿Por qué? ¿Está viva?

—El frigorífico está bastante lleno. Si no tienes cuidado sacando las cosas, puedes llegar a provocar un alud.

Abrió la puerta del frigorífico. En cada estante había dos o tres filas de alimentos, unos encima de los otros. Los estantes de la puerta estaban abarrotados de botellas, latas y botes.

—¿Tienes miedo a que el Gobierno declare ilegales lo alimentos? —preguntó.

—Me gusta tener muchas cosas a mano.

—Me he dado cuenta.

—Por si acaso.

—Por si la Filarmónica de Nueva York decide hacerte una visita.

Ella no contestó.

—La mayoría de supermercados no tienen tantas cosas almacenadas —dijo Jack.

Ella parecía sentirse molesta y Jack decidió cambiar de tema.

Pero era muy extraño. El caos reinaba en el frigorífico, mientras que cada centímetro de su apartamento estaba ordenado, limpio e incluso espartanamente decorado.

Encontró el roast beef detrás de un plato de huevos en vinagre. Encima había un pastel de manzana en una caja, debajo un queso suizo, encajado entre dos cazuelas de restos por un lado y un bote de pepinillos en vinagre por el otro, y delante tres botes de mermelada.

Durante un rato trabajaron en silencio.

Una vez a solas, había creído que sería fácil hablar de lo que había ocurrido entre ellos anoche. Ahora se sentía incómodo. No sabia cómo empezar, qué decir. Un planteamiento directo sería lo mejor, claro está. Debería decir, Rebecca, ¿qué hacemos ahora? O quizá, Rebecca, ¿no significó para ti lo mismo que para mi? O incluso, Rebecca, te quiero. Pero todas estas posibilidades le parecían, o una tontería o demasiado directas o simplemente una estupidez.

El silencio se hizo más largo.

Colocó sobre la mesa el mantel, los platos, los cubiertos.

Él cortó la carne y después un tomate grande.

Ella abrió dos latas de sopa.

Cogió de la nevera pepinillos, mostaza, mayonesa, y dos clases diferentes de queso. El pan estaba en la panera.

Se dirigió a Rebecca y le preguntó cómo quería el bocadillo.

Ella estaba de pie al lado de los fogones y de espaldas a él, removiendo la sopa en el cazo. Su cabello brillaba suavemente en contraste con la bata azul.

Jack sintió un estremecimiento de deseo. Se sorprendió de la diferencia que existía entre cómo estaba ahora y cómo había estado la última vez que la había visto en el despacho, hacía tan sólo una hora. Ya no era la dama de hielo. Ya no era la mujer vikinga. Parecía más pequeña, no particularmente más baja pero sí más estrecha de hombros, las muñecas más delgadas, mucho más esbelta, más frágil, más aniñada que antes.

Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, se acercó a ella, se situó detrás suyo y le puso las manos sobre los hombros.

Ella no se sobresaltó. Había intuido que se acercaba. Quizás incluso había deseado que se acercara.

Al principio tenía los hombros rígidos bajo la presión de sus manos, su cuerpo entero estaba en tensión.

Jack le apartó el cabello y la besó en el cuello, una cadena de besos sobre la suave y dulce piel.

Ella se relajó, se emblandeció y se inclinó hacia atrás apoyándose en él.

Él deslizó las manos hasta llegar a sus caderas.

Ella suspiró, pero no dijo nada.

Le besó en la oreja.

Colocó una mano encima de su pecho.

Ella apagó el gas que calentaba la sopa.

Ahora la abrazaba, ambas manos sobre su liso estómago.

Jack se inclinó sobre su hombro y le besó el cuello. A través de los labios, colocados sobre su piel flexible, sintió cómo una de sus arterias latía con fuerza; con un pulso rápido; cada vez más rápido.

Ella pareció derretirse y fundirse con él.

Ninguna mujer, a excepción de su difunta esposa, le había parecido tan cálida.

Ella se apretó contra él.

Tenía una erección tan fuerte que le dolía.

Ella emitió sin palabras un sonido felino.

Sus manos no podían estarse quietas, y exploraban su cuerpo lenta y suavemente.

Ella se volvió hacia él.

Se besaron.

Su cálida lengua era rápida, pero el beso fue largo y sosegado.

Cuando se separaron, tan sólo unos centímetros, para respirar, sus ojos se encontraron, y los de ella eran de un color verde tan intenso que no parecían de verdad, y sin embargo percibió en ellos un verdadero deseo.

Otro beso. Éste fue más ardiente que el primero, más hambriento.

Entonces ella se separó de él. Le cogió de la mano.

Salieron de la cocina hacia el salón.

Hacia la habitación.

Encendió una pequeña lámpara con una pantalla de vidrio color ámbar. No era una luz fuerte. Las sombras retrocedieron ligeramente pero no desaparecieron.

Se quitó la bata. No llevaba nada debajo.

Parecía hecha de miel, mantequilla y nata.

Le desvistió a él.

Muchos minutos después, en la cama, cuando finalmente la penetró, pronunció su nombre con ligera sorpresa, y ella pronunció el suyo. Eran las primeras palabras que se dirigían desde que él le había puesto las manos sobre los hombros, en la cocina.

Encontraron un suave, sedoso y satisfactorio ritmo y se dieron placer el uno al otro sobre las frescas y limpias sábanas.

6

Lavelle continuaba sentado a la mesa de la cocina, mirando fijamente la radio.

El viento azotaba la vieja casa.

Dirigiéndose a la presencia invisible que utilizaba la radio como punto de contacto con este mundo, Lavelle dijo:

—¿Debería asesinar a sus hijos ahora, esta noche, sin más dilaciones?

Síííí.

—Pero si asesino a sus hijos, ¿no podría ser que Dawson quisiera más que nunca encontrarme?

Asesínalos.

—¿Quieres decir que asesinándolos quizá consiga hundir a Dawson?

Síííí.

—¿Ayudaría con ello a que sufriera un colapso mental y emocional?

Síííí.

—¿A destruirlo?

Síííí.

—¿No hay ninguna duda?

Los quiereee muchchchísssimo.

—¿Y no hay ninguna duda de lo que le provocaría a él? —insistió Lavelle.

Mátalos.

—Quiero estar seguro.

Mátalos. Brutalmente. Debe ser de forma essssspecccialmente brutal.

—Entiendo. La brutalidad del asunto es lo que hará que Dawson pierda el equilibrio. ¿Verdad?

Síííí.

—Haré cualquier cosa para apartarle de mi camino, pero quiero estar absolutamente seguro de que funcionará como yo quiero que funcione.

Mátalos. Desssstrózzzalos. Rómpeles los huessssosss y arráncales los ojosssss. Arráncales la lengua. Destrípalos commmmmo si fueran dos cerdossssss que van al matttadero.

7

La habitación de Rebecca.

Espículas de nieve rozaban el cristal de la ventana.

Estaban boca arriba, el uno al lado del otro, cogidos de la mano, iluminados por la luz de color ámbar.

—No pensé que volvería a ocurrir —dijo Rebecca.

—¿El qué?

—Esto.

—Oh.

—Anoche me pareció una… aberración.

—¿De verdad?

—Estaba segura de que no haríamos el amor nunca más.

—Pero lo hemos hecho.

—Cierto.

—¡Y cómo!

Ella se quedó silenciosa.

—¿Te arrepientes? —preguntó él.

—No.

—¿No creerás que ésta es la última vez?

—No.

—No puede ser la última. No con lo bien que estamos juntos.

—Y estamos tan bien juntos.

—Tú puedes ser tan suave.

—Y tú puedes ser tan duro.

—Tan bruto.

—Pero sincero.

Una pausa.

Entonces ella dijo:

—¿Qué nos ha ocurrido?

—¿No está claro?

—No del todo.

—Nos hemos enamorado.

—¿Pero cómo puede haber ocurrido tan rápidamente?

—No ha sido rápidamente.

—Todo este tiempo, tan sólo policías, compañeros…

—Más que compañeros.

—… y entonces de repente… ¡zas!

—No fue de repente. Yo me empecé a enamorar hace mucho tiempo.

—¿De verdad?

—Desde hace ya un par de meses.

—No me había dado cuenta.

—Un enamoramiento largo, largo y lento.

—¿Por qué no me habré dado cuenta?

—Te has dado cuenta. Inconscientemente.

—Quizá.

—Lo que me pregunto yo es por qué te resististe con tanta fuerza.

Ella no contestó.

—Pensé que quizá me encontrabas repelente —dijo él.

—Te encuentro irresistible.

—Entonces, ¿por qué te resististe?

—Me da miedo.

—¿Qué es lo que te da miedo?

—La posibilidad de perderte.

—Pero eso es una tontería.

—No lo es.

—Hay que arriesgarse a perder las cosas…

—Ya lo sé.

—… ya que de otra manera no se pueden tener nunca.

—Quizá sea mejor así.

—¿No teniéndolas nunca?

—Sí.

—Esa filosofía lleva a una vida muy solitaria.

—Me sigue dando miedo.

—No podemos echarlo todo a perder, Rebecca.

—Nada dura para siempre.

—A eso no se le puede llamar una actitud positiva.

—Nada lo es.

—Si otros hombres te han hecho daño…

—No es eso.

—¿Entonces qué es?

Eludió la pregunta.

—Bésame.

Él la besó. Una y otra vez.

No eran besos apasionados. Eran tiernos. Dulces.

—Te quiero —dijo él, al cabo de un rato.

—No digas eso.

—No lo digo. Lo afirmo.

—Simplemente no lo digas.

—No soy el tipo de persona que dice las cosas por decirlas.

—Ya lo sé.

—Y no las digo antes de estar seguro.

Ella no quería mirarle.

—Estoy seguro, Rebecca, te quiero.

—Te he pedido que no lo digas.

—No te pido que me lo digas tú a mí.

Ella se mordió el labio.

—No te estoy pidiendo que te comprometas —dijo Jack.

—Jack…

—Sólo dime que no me odias.

—Déjalo, por favor…

—¿No puedes simplemente decir que no me odias?

—No te odio —suspiró.

Él sonrió.

—Simplemente dime que no me aborreces demasiado.

—No te aborrezco demasiado.

—Sólo dime que te gusto un poco.

—Me gustas un poco.

—Quizás algo más que un poco.

—Quizás algo más que un poco.

—Muy bien. De momento puedo vivir con eso.

—Bueno.

—Mientras tanto, yo te quiero.

—¡Maldita sea, Jack!

Se apartó de él.

Se cubrió con la sábana hasta la barbilla.

—No te portes así conmigo, Rebecca.

—No estoy haciendo nada.

—No me trates como me has tratado durante todo el día.

Le miró a los ojos.

—He estado pensando todo el día que te sabía mal lo de anoche —dijo él.

Ella lo negó con la cabeza.

—Me ha herido la forma en que me has tratado hoy —dijo—. Pensé que estabas asqueada conmigo, contigo misma, por lo que habíamos hecho.

—No, eso nunca.

—Eso lo sé ahora, pero ahora estás apartándote de mí, manteniéndome a distancia. ¿Qué ocurre?

Se mordió el dedo pulgar. Como una niña pequeña.

—¿Rebecca?

—No sé cómo decirlo. No sé cómo explicarlo. Nunca he tenido que expresarlo en palabras.

—Sé escuchar.

—Necesito un poco más de tiempo para pensar.

—Tórnate el tiempo que necesites.

Se quedó mirando fijamente el techo, pensando.

Jack se metió debajo de la sábana y tapó a los dos con la manta.

Se quedaron un rato en silencio.

En el exterior, el viento interpretaba una serenata a dos notas.

—Mi padre murió cuando yo tenía seis años —dijo ella.

—Lo siento. Es terrible. Nunca tuviste una verdadera oportunidad de conocerlo entonces.

—Es verdad. Y sin embargo, por extraño que parezca, todavía a veces le echo mucho de menos, ¿sabes?, incluso después de tantos años… a un padre que nunca conocí realmente y del que casi no me acuerdo. De todas formas, le echo de menos.

Jack se acordó de su pequeño Davey, que no había cumplido seis años cuando murió su madre.

Le dio a Rebecca un pequeño apretón de manos.

—Pero el que mi padre muriera cuando tenía seis años… de alguna manera, eso no fue lo peor del caso —dijo ella—. Lo peor fue que le vi morir. Estaba presente cuando ocurrió.

—Dios. ¿Cómo… cómo ocurrió?

—Bueno… él y mamá eran propietarios de una tienda de bocadillos. Un lugar pequeño con cuatro mesas. La mayoría de las cosas eran para llevar. Bocadillos, ensalada de patatas, ensalada de macarrones, algunos postres. Es difícil ganar dinero en ese negocio a no ser que tengas dos cosas desde el principio: un capital suficiente para cubrir las pérdidas durante los primeros años, y un buen emplazamiento por el cual pase mucha gente de a pie o que haya oficinas en el vecindario. Pero mis padres eran muy pobres. Tenían muy poco capital. No podían pagar los altos alquileres de las zonas buenas. Empezaron en mal sitio y se iban trasladando cuando podían, tres veces en tres años, cada vez a un lugar un poco mejor. Trabajaron mucho, mucho… Al mismo tiempo mi padre tenía otro trabajo. Era conserje por la noche, después de cerrar la tienda, hasta un poco antes del amanecer. Después regresaba a casa, dormía cuatro o cinco horas y abría la tienda a la hora de almorzar. Mi madre preparaba gran parte de la comida que servían, y trabajaba también detrás del mostrador. Además limpiaba algunas casas para ganar unos pocos dólares más. Finalmente empezaron a ganar dinero en la tienda. Mi padre dejó el trabajo de conserje y mi madre no volvió a hacer trabajos domésticos. De hecho, el negocio empezó a ir tan bien que contrataron el primer empleado; ya no podían llevarlo todo ellos dos solos. El futuro parecía bueno. Y entonces… una tarde… en la hora baja entre la comida y la cena, cuando mi madre había salido a hacer un recado y yo estaba sola en la tienda con mi padre… entró ese tipo… con una pistola…

—Mierda —dijo Jack. Ya conocía los detalles. Lo había visto antes, muchas veces. Dueños muertos, tendidos sobre su propia sangre, al lado de la caja vacía.

—Ese desgraciado era algo extraño —dijo Rebecca—. A pesar de que tenia sólo seis años, supe que le pasaba algo en el momento en que entró en la tienda. Me fui a la cocina y le espié a través de la cortina. Estaba nervioso… pálido… tenía una mirada extraña.

—¿Un drogadicto?

—Resultó serlo. Si cierro los ojos ahora, todavía veo su rostro pálido y la forma en que movía la boca. Lo más horrendo es que… lo veo con más claridad que la cara de mi propio padre. Esos ojos terribles.

Se estremeció.

—No tienes por qué continuar —le dijo Jack.

—Sí. Tengo que hacerlo. Tengo que contártelo. Para que comprendas por qué… por qué a veces me comporto de esta manera.

—Bueno. Si estás segura…

—Estoy segura.

—Entonces… ¿se negó tu padre a darle el dinero a ese hijo de puta? ¿Qué pasó?

—No. Mi padre le dio el dinero. Todo el dinero.

—¿No se resistió?

—No.

—Pero no salvó la vida.

—No. Ese yonqui tenía malas pulgas, una imperiosa necesidad. Su necesidad era como algo horroroso que le corroía la mente, supongo, y le hacía estar enfadado e irritado con el mundo. Ya sabes cómo se ponen. De modo que creo que tenía incluso más ganas de matar a alguien que de conseguir dinero. O sea que… simplemente… disparó.

Jack la abrazó con fuerza.

—Dos disparos —continuó ella—. Y el hijo de puta se marchó corriendo. Sólo un disparo alcanzó a mi padre. Pero… le dio… en la cara.

—Dios mío —dijo Jack en voz baja, pensando en la Rebecca de seis años escondida detrás de la cortina en la cocina de la tienda, viendo cómo explotaba la cara de su padre.

—Era una «45» —dijo.

Jack se estremeció al recordar la potencia de la pistola.

—Balas huecas —dijo.

—Dios.

—A quemarropa. No había salvación posible.

—No te tortures con…

—Le voló la cabeza —dijo.

—No pienses más en ello ahora —dijo Jack.

—El tejido cerebral…

—Olvídate ahora…

—… trozos de cráneo…

—Hace mucho tiempo.

—… sangre por las paredes.

—Basta ahora. ¡Basta!

—Todavía hay más que contar.

—No tienes que contarlo todo a la vez.

—Quiero que lo entiendas.

—Tómate el tiempo que quieras. Yo estaré aquí. Esperaré. Tómate el tiempo que necesites.

8

En el cobertizo metálico, inclinado sobre el pozo y utilizando dos pares de tijeras ceremoniales con mangos de malaquita, Lavelle cortó simultáneamente los dos extremos del cordón.

Las fotografías de Penny y Davey Dawson cayeron en el agujero y desaparecieron en la luz naranja.

Un estridente grito inhumano surgió de las profundidades.

—Mátalos —ordenó Lavelle.

9

Continuaban en la cama de Rebecca.

Seguían abrazados.

—La Policía sólo pudo trabajar con la descripción que yo les hice del asesino —dijo ella.

—Un niño de seis años no es el mejor testigo del mundo.

—Se lo tomaron en serio, intentando encontrar una pista del monstruo que había asesinado a mi padre. Se lo tomaron muy en serio.

—¿Llegaron a cogerlo?

—Sí. Pero fue demasiado tarde. Demasiado tarde.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Verás, consiguió doscientos pavos al robar la tienda.

—¿Y?

—De eso hace más de veintidós años.

—¿Si?

—Doscientos dólares era mucho dinero en aquella época. No una fortuna. Pero mucho más de lo que es ahora.

—Sigo sin entender lo que me quieres decir.

—Le pareció un lugar fácil para robar.

—No tan fácil. Mató a un hombre.

—Pero no había sido necesario. Quería matar a alguien aquel día.

—Muy bien. De acuerdo. O sea que, loco como estaba, decidió que era un lugar fácil.

—Pasaron seis meses…

—¿Y los policías no sabían nada de él?

—No. De modo que le parecía cada vez más fácil.

Un terrible horror invadió a Jack. Se le revolvió el estómago.

—¿Quieres decir que…? —dijo.

—Sí.

—Volvió.

—Con una pistola. La misma pistola.

—¡Pero tenía que estar loco!

—Todos los yonquis están locos.

Jack esperó. No quería oír el final, pero sabía que ella se lo contaría; tenía que contárselo; se sentía obligada a hacerlo.

—Mi madre estaba al lado de la caja —continuó.

—No —dijo suavemente, como si la protesta pudiera alterar la trágica historia de su familia.

—Le disparó.

—Rebecca…

—Le disparó cinco tiros.

—¿No lo viste… esta vez?

—No. Ese día yo no estaba.

—Gracias a Dios.

—Esta vez lo cogieron.

—Demasiado tarde para ti.

—Demasiado tarde. Pero después de eso supe lo que quería ser cuando fuera mayor. Quería ser policía, para poder impedir que gente como ese yonqui matara a los padres y a las madres de otros niños. En aquella época no había mujeres policías, ¿sabes? Por lo menos no policías de verdad, sólo secretarias en las Comisarías, ese tipo de cosas. No tenía ningún modelo a quien emular. Pero sabía que algún día lo conseguiría. Estaba completamente decidida. En ningún momento durante toda mi adolescencia dudé de la decisión tomada. Ni siquiera llegué a considerar la posibilidad de casarme, de ser una esposa, de tener hijos, de ser madre, porque sabía que vendría alguien y mataría a mi marido, me quitaría a mis hijos o dejaría a mis hijos sin madre. De modo que no tenía sentido. Sería un policía. Nada más. Un policía. Y en eso me convertí. Creo que me siento culpable del asesinato de mi padre. Creo que siempre he pensado que debería haber hecho algo para salvarle la vida. Y sé que me siento culpable de la muerte de mi madre. Me odié a mí misma por no haber sido capaz de proporcionarle a la Policía una descripción mejor del hombre que mató a mi padre, me odié a mí misma por haber sido tan estúpida e inútil, porque si yo hubiera conseguido ser de más ayuda, quizás habrían atrapado al hombre antes de que matara a mi mamá. Siendo policía, impidiendo que otros monstruos como ese yonqui mataran, era una forma de atenuar mi culpabilidad. Quizá sea psicología barata. Pero creo que no me equivoco mucho. Estoy segura de que esto me motiva en gran parte.

—Pero no tienes por qué sentirte culpable —le tranquilizó Jack—. Hiciste todo lo que pudiste. Sólo tenías seis años.

—Ya lo sé. Y lo comprendo. Sin embargo, el sentimiento de culpabilidad sigue estando allí. En algunas ocasiones aparece con fuerza. Supongo que siempre lo tendré, un poco menos cada año, pero nunca se disipará del todo.

Por fin Jack empezaba a comprender a Rebecca Chandler, su forma de ser. Incluso entendió por qué tenía la nevera tan llena; después de una infancia tan llena de malas noticias, de sorpresas desagradables e inestabilidad, el tener una despensa llena era una manera de conseguir un poco de seguridad, de sentirse mejor. Estos conocimientos aumentaron el respeto y el afecto que ya tenía por ella. Era una mujer muy especial.

Tenía la sensación de que esta noche era una de las más importantes de su vida. La larga soledad después de la muerte de Linda estaba tocando a su fin. Aquí, con Rebecca, estaba empezando de nuevo. Y era un buen comienzo. Pocos hombres tenían la suerte de encontrar dos mujeres buenas y de tener dos oportunidades de alcanzar la felicidad en la vida. Era muy afortunado, y lo sabía, y ese conocimiento le alegraba infinitamente. A pesar de que había sido un día lleno de sangre, cuerpos mutilados y amenazas de muerte, intuyó un futuro dorado. Todo se iba a solucionar, al fin y al cabo. Nada podía ir mal. Nada podía ir mal ahora.

10

—Mátalos, mátalos —dijo Lavelle.

Su voz resonaba en el pozo, cada vez más y más profunda, como si se estuviera transmitiendo por un conducto.

El confuso, movedizo y amorfo suelo del pozo empezó a activarse de repente. Burbujeaba y se revolvía. De una sustancia similar a la lava —que podía estar a poca distancia o a miles de kilómetros— algo empezó a formarse.

Algo monstruoso.

11

—Cuando murió tu madre, sólo tenías…

—Siete años. Cumplí siete años un mes antes de su muerte.

—¿Quién te educó después de todo esto?

—Fui a vivir con mis abuelos, los padres de mi madre.

—¿Funcionó?

—Ellos me querían. De modo que todo fue bien durante algún tiempo.

—¿Sólo durante algún tiempo?

—Murió mi abuelo.

—¿Otra muerte?

—Siempre hay otra.

—¿De qué murió?

—De cáncer. Ya estaba acostumbrada a la muerte repentina. Ahora tenía que acostumbrarme a la muerte lenta.

—¿Cuánto tardó en morirse?

—Dos años desde que le diagnosticaron el cáncer hasta que acabó con él. Se fue desgastando, adelgazó treinta kilos antes del final, perdió todo el cabello a causa del tratamiento. Parecía una persona distinta durante aquellas últimas semanas. Fue algo horroroso.

—¿Cuántos años tenías cuando murió tu abuelo?

—Once y medio.

—Entonces te quedaste sola con tu abuela.

—Durante unos cuantos años. Entonces ella murió cuando yo tenía quince años. Del corazón. No fue de repente. Pero tampoco fue una muerte lenta. Después pasé a Protección de Menores. Durante los tres años siguientes, hasta que cumplí los dieciocho, viví con una serie de familias adoptivas. Cuatro en total. Nunca me encariñé con mis padres adoptivos; nunca me permití a mí misma el lujo de intimar con ellos. Siempre pedía que me trasladaran. Porque ya en aquella época, y a pesar de lo joven que era, me di cuenta de que amar a la gente, depender de ellos, necesitarlos, es demasiado peligroso. El amor es la manera de caer en el precipicio. Es la alfombra que te quitan de debajo justo en el momento que crees que todo va a ir bien. Somos todos tan efímeros. Tan frágiles. Y la vida es tan impredecible.

—Pero eso no es razón para querer enfrentarte sola a la vida —dijo Jack—. En realidad ésa es la razón por la cual debemos encontrar personas a quien amar, personas con las cuales podamos compartir nuestra vida, en las cuales podamos confiar, de las cuales podamos depender, personas que dependerán de nosotros cuando necesiten saber que no están solos. Cuidar de tus amigos y de tu familia, sabiendo que ellos cuidan de ti. Eso es lo que impide que no nos volvamos locos pensando en el vacío que nos espera. Amando y dejando que nos amen, conseguimos dar sentido e importancia a nuestras vidas; eso es lo que nos diferencia de otras especies animales que se arrastran para sobrevivir. Por lo menos durante un tiempo, a través del amor, podemos olvidar la maldita oscuridad que nos espera al final del camino.

Cuando finalizó estaba casi sin aliento, sorprendido por lo que había dicho, asombrado de la comprensión que yacía en su interior.

Ella extendió un brazo sobre su pecho. Le abrazó.

—Tienes razón —dijo—. Una parte de mí sabe que lo que has dicho es verdad.

—Eso está bien.

—Pero hay otra parte de mí que tiene miedo de amar o ser amada, que no podría soportar otra pérdida. Una parte que cree que es preferible la soledad que esa pérdida y ese dolor.

—Pero mira, ahí está. El amor dado y el amor recibido nunca se pierden —le dijo abrazándola—. Una vez has amado a alguien, el amor siempre perdura, incluso después de que las personas hayan desaparecido. El amor es lo único que perdura. Las montañas se derrumban, se levantan y vuelven a derrumbarse a lo largo de millones y millones de años. Los mares se secan. Los desiertos dejan paso a nuevos mares. El tiempo destruye todos los edificios construidos por los hombres. Las grandes ideas resultan ser falacias y caen, como los castillos y los templos. Pero el amor es una fuerza, una energía, un poder. Asumiendo el riesgo de parecer una tarjeta postal, diría que el amor es como un rayo de sol, que viaja por la eternidad a través del espacio, adentrándose cada vez más en el infinito; como ese rayo de luz, nunca deja de existir. El amor perdura. Es una fuerza unificadora en el universo, al igual que lo es una molécula o la fuerza de la gravedad. Sin la fuerza de cohesión de las moléculas, sin la gravedad, sin el amor, sería el caos. Existimos para amar y ser amados, porque creo que el amor es la única cosa que pone orden y da sentido a nuestra existencia. Y debe de ser verdad. Porque si no es verdad, ¿qué sentido tiene la vida? Si no es verdad… ¡que Dios nos ayude!

Durante algunos minutos yacieron juntos en silencio.

Jack estaba exhausto a causa del torrente de palabras y sentimientos que le habían brotado, casi sin pensarlo.

Quería desesperadamente que Rebecca se quedara con él para el resto de su vida. Le aterrorizaba la idea de perderla.

Pero no dijo nada más. La decisión era de ella.

Al cabo de un rato dijo ella:

—Por primera vez en mi vida, no tengo tanto miedo de amar y perder; me asusta más la posibilidad de no poder amar.

El corazón de Jack se alegró.

—No me trates nunca más como lo has hecho esta mañana —dijo.

—No será fácil aprender a ser más abierta.

—Tú puedes hacerlo.

—Estoy segura de que tendré fallos de vez en cuando, que en ocasiones volveré a ser introvertida. Tendrás que tener paciencia conmigo.

—Puedo tener paciencia.

—¡Dios mío, ya lo sé! Eres el hombre paciente más irritante que conozco.

—¿Irritante?

—Ha habido veces, en el trabajo, que he estado de un humor de perros, y lo sabía, no quería estar así pero no podía evitarlo. Entonces deseaba a veces que me contestaras mal, que te irritaras. Pero cuando por fin contestabas, eras tan razonable, estabas tan tranquilo y tenías tanta paciencia…

—Parezco un santo.

—Eres un buen hombre, Jack Dawson. Un hombre bueno. Verdaderamente bueno.

—Ya lo sé, a ti te parezco perfecto —dijo riéndose de sí mismo—. Pero lo creas o no, incluso yo, santo como soy, tengo algunos defectos.

—¡No me digas! —contestó ella haciéndose la sorprendida.

—Es verdad.

—Dime uno.

—En realidad me gusta escuchar a Barry Manilow.

—¡No!

—Ya sé que su música es acicalada, demasiado hortera, medio plastificada. Pero de todas formas suena bien. A mí me gusta. Y otra cosa. No me gusta Alan Alda.

A todo el mundo le gusta Alan Alda.

—Me parece un hipócrita.

—¡Monstruo asqueroso!

—Y me gustan los bocadillos de crema de cacahuetes con cebolla.

—¡Qué asco! Alan Alda nunca se comería un bocadillo de crema de cacahuetes con cebolla.

—Pero tengo una gran virtud que compensa todos estos terribles defectos —dijo.

Ella sonrió.

—¿Cuál es?

—Que te quiero.

Esta vez no le pidió que no lo dijera.

Le besó.

Sus manos le acariciaron el cuerpo.

—Hazme el amor otra vez —dijo.

12

En general, e independientemente de la hora que Davey se iba a la cama, Penny podía siempre quedarse levantada una hora más. Este era un privilegio justo gracias al hecho de que le llevaba cuatro años. Luchaba con tenacidad y coraje cuando veía que existía la posibilidad de que le negaran este precioso e inalienable derecho. Esa noche, sin embargo, cuando tía Faye, a las nueve, sugirió a Davey que se lavara los dientes y se metiera en la cama, Penny fingió tener sueño y dijo que ella también se retiraba.

No podía dejar a Davey solo en la oscura habitación donde podían atacarle las criaturas. Tendría que mantenerse despierta, vigilándole, hasta que llegara su padre. Entonces le contaría a papá todo lo de las criaturas, con la esperanza de que le escuchara hasta el final y no llamara a los hombres de las camisas de fuerza.

Ella y Davey habían venido a la casa de los Jamison sin un cambio de ropa, pero no tuvieron ningún problema en prepararse para ir a la cama. Como ocasionalmente pasaban la noche con Faye y Keith cuando su padre tenía que trabajar hasta tarde, guardaban un cepillo de dientes y unos pijamas en su casa. Y en el armario de la habitación de invitados tenían un recambio de ropa, de modo que no tendrían que ponerse la misma ropa al día siguiente. En diez minutos estaban cómodamente instalados en la cama, debajo de las mantas.

Tía Faye les deseó felices sueños, apagó la luz y cerró la puerta.

La oscuridad era espesa y asfixiante.

Penny intentó defenderse de un ataque de claustrofobia.

Davey estuvo un rato en silencio. Entonces dijo:

—¿Penny?

—¿Qué?

—¿Estás ahí?

—¿Quién te crees que dijo «qué»?

—¿Dónde está papá?

—Trabajando.

—Quiero decir… de verdad.

—De verdad que está trabajando.

—¿Y si está herido?

—No está herido.

—¿Y si le han disparado?

—No le han disparado. Nos lo habrían dicho si le hubieran disparado. Seguramente incluso nos habrían llevado al hospital a visitarlo.

—No nos llevarían. Intentan proteger a los niños y no les quieren dar malas noticias como éstas.

—¿Quieres dejar de preocuparte, por el amor de Dios? A papá no le ha pasado nada. Si le hubieran disparado, tía Faye y tío Keith lo sabrían.

—Pero quizá lo saben.

—Si ellos lo supieran nosotros también lo sabríamos.

—¿Cómo?

—Se les notaría, aunque intentaran disimularlo.

¿Cómo se les notaría?

—Nos tratarían de otra manera. Habrían estado extraños.

Siempre están extraños.

—Quiero decir que actuarían de forma diferente. Habrían estado especialmente amables. Nos habrían mimado porque les habríamos dado pena. ¿Y tú crees que Faye habría criticado a papá toda la noche, como ha hecho, si hubiera sabido que estaba herido en algún hospital?

—Bueno… no. Supongo que no. Debes de tener razón. Ni siquiera la tía Paye haría una cosa así.

Se quedaron en silencio.

Penny tenia la cabeza incorporada sobre la almohada, escuchando.

No se oía nada. Sólo las ráfagas de viento en el exterior. Y a lo lejos el ronroneo de un quitanieves.

Miró la ventana, un rectángulo de luminosidad.

¿Entrarían las criaturas por la ventana?

¿Por la puerta?

Quizás aparecerían por las grietas del parquet, entrarían en forma de humo y después se solidificarían cuando hubieran penetrado del todo en la habitación. Los vampiros hacían ése tipo de cosas. Lo había visto en una vieja película de Drácula.

O quizá saldrían del armario.

Miró el rincón más oscuro de la habitación, donde estaba el armario. No lo distinguía; sólo había oscuridad.

Quizás había un túnel mágico e invisible detrás del armario, un túnel que sólo podían ver y utilizar las criaturas.

Todo eso era ridículo. ¿O no? También era ridícula la idea de las criaturas; y sin embargo estaban allí fuera; ella las había visto.

La respiración de Davey se hizo más profunda y lenta, más rítmica. Estaba dormido.

Penny le envidiaba. Sabía que ella nunca más dormiría.

Pasaba el tiempo lentamente.

Observaba detenidamente la habitación oscura. La ventana. La puerta. El armario. La ventana de nuevo.

No sabía de dónde saldrían las criaturas, pero estaba segura de que vendrían.

13

Lavelle estaba sentado en su habitación oscura.

Los otros asesinos habían salido del pozo y habían desaparecido en la oscuridad de la noche. Se habían adentrado en la ciudad azotada por la tormenta. Muy pronto los dos niños Dawson serian víctimas de una carnicería, y quedarían reducidos a un montón de carne muerta.

La idea agradaba y excitaba a Lavelle. Incluso le provocó una erección.

Los rituales le habían dejado agotado. No física ni mentalmente. Se sentía despierto, vivo, fuerte. Pero sus poderes de Bocor se habían extinguido, y era hora de reponerlos. En este momento, era sólo un Bocor de nombre; agotado como estaba, era simplemente un hombre… y a él no le gustaba ser simplemente un hombre.

Abrigado por la oscuridad, se elevó con la mente, a través del techo, a través del tejado de la casa, a través del aire nivoso, hasta alcanzar los ríos de energía maligna que fluían por la gran ciudad. Esquivó cuidadosamente las corrientes de energía benigna que también surgían de la noche, y que no le eran de ninguna utilidad; de hecho, incluso podían resultarle peligrosas. Se adentró en las aguas más oscuras y asquerosas, y dejó que le inundaran, hasta que hubo abastecido de nuevo sus propios embalses.

Al cabo de unos minutos había renacido. Ahora era algo más que un hombre. Menos que un dios, sí. Pero mucho, mucho más que un simple hombre.

Tenía otro hechizo que llevar a cabo aquella noche y esperaba el momento con gran ilusión. Iba a humillar a Jack Dawson. Finalmente iba a demostrarle a Jack Dawson cuán impresionante era el poder de un Bocor habilidoso. Entonces, cuando hubieran sido exterminados los hijos de Dawson, el detective comprenderla lo imbécil que había sido exponiéndolos a tantos riesgos, enfrentándose a un Bocor. Se daría cuenta de lo fácil que habría sido salvarles la vida, simplemente tragándose el orgullo y retirándose de la investigación. Entonces el detective tendría claro que él mismo había firmado las sentencias de muerte, y aquel terrible conocimiento le destrozaría.

14

Penny se incorporó en la cama y casi llamó chillando a tía Faye.

Había oído algo. Un grito extraño y agudo que no era humano. Débil. Lejano. Quizás en otro apartamento, algunas plantas más abajo. El grito parecía haberle llegado a través del conducto de la calefacción.

Esperó tensa. Un minuto. Dos minutos. Tres.

El grito no se repitió. Tampoco se oía ningún otro ruido extraño.

Pero ella sabía qué era lo que había oído y qué significaba. Venían a por Davey y a por ella. Estaban en camino. Pronto habrían llegado.

15

Esta vez hicieron el amor lenta, perezosa y tiernamente, con muchas caricias suaves y ronroneos. Una serie de sensaciones de ensueño: una sensación como si flotaran, como si estuvieran compuestos sólo de rayos de sol y otras energías, una ingravidez excitante. Esta vez, no fue tanto un acto sexual como un acto de unión psíquica, una promesa espiritual hecha con la carne. Y cuando, al final, Jack inundó su profunda cavidad aterciopelada, sintió como si se estuviera fusionando con ella, derritiéndose en su cuerpo, convirtiéndose en una parte de ella, e intuyó que ella estaba sintiendo lo mismo.

—Ha sido maravilloso.

—Perfecto.

—¿Mejor que un bocadillo de crema de cacahuetes con cebolla?

—Casi.

—Hijo de puta.

—Oye, los bocadillos de crema de cacahuetes con cebolla son bastante maravillosos.

—Te quiero —dijo Rebecca.

—Me alegro —contestó.

Eso estaba mejor.

Ella todavía no había conseguido decirle que le quería. No obstante eso no le molestaba demasiado. Sabía que le quería.

Estaba sentado al borde de la cama, vistiéndose.

Ella estaba de pie al otro lado de la cama, poniéndose la bata azul.

A ambos les sorprendió un repentino movimiento violento. Un cartel enmarcado de una exposición de Jasper Johns se desprendió del marco y cayó de la pared. Era un cartel grande, de 1 x 2 metros, enmarcado y con vidrio. Pareció quedar unos momentos suspendido en el aire, vibrando, y después cayó al suelo, al pie de la cama, produciendo un gran estruendo.

—¡Qué demonios! —exclamó Jack.

—¿Cómo puede haber ocurrido una cosa así?

La puerta corrediza del armario se abrió de golpe con gran estrépito, se volvió a cerrar y se abrió de nuevo.

La cómoda de seis cajones se separó de la pared y se precipitó hacia Jack. Este se apartó de un salto y el mueble cayó al suelo produciendo un sonido similar a la explosión de una bomba.

Rebecca se apoyó contra la pared y se quedó quieta, tensa y con los ojos abiertos como platos, los puños apretados.

El aire era frío. El viento soplaba en la habitación. No era una corriente de aire, sino un viento casi tan fuerte como el que soplaba en las calles de la ciudad. Sin embargo, el viento no podía proceder de ningún sitio; la puerta y la ventana estaban bien cerradas.

Y ahora, en la ventana, parecía como si unas manos invisibles agarraran las cortinas y las arrancaran del riel que las sostenía. Las cortinas cayeron en un montón, y entonces el riel mismo saltó de la pared y cayó a un lado.

Los cajones se separaron de las mesitas de noche y cayeron al suelo derramando todo su contenido.

Varias tiras de papel pintado empezaron a desprenderse en jirones de la pared, empezando por la parte superior y deslizándose hacia abajo.

Jack miraba de un lado a otro, asustado, confuso, y no muy seguro de lo que debía hacer.

El espejo del tocador se rompió dibujando una tela de araña.

La presencia invisible apartó la manta de la cama y la lanzó sobre la cómoda.

¡Basta! —dijo Rebecca dirigiéndose al vacío—. ¡Basta!

El intruso invisible no la obedeció.

La sábana encimera fue apartada de la cama. Voló por los aires, como si tuviera vida propia y pudiera volar; fue flotando hasta una esquina de la habitación, donde se derrumbó, de nuevo sin vida.

La sábana de abajo se rasgó por dos esquinas.

Jack la asió.

Se rasgó por las otras dos esquinas.

Jack intentó que la sábana no se moviera de su sitio. Era inútil enfrentarse a los poderes que estaban destrozando la habitación, pero era lo único que se le ocurrió, y simplemente tenía que hacer algo. La sábana le fue arrebatada de las manos con tanta fuerza que perdió el equilibrio. Tropezó y cayó de rodillas.

Sobre un carrito en una esquina, la televisión portátil se encendió sola, a un volumen fortísimo. Una mujer gorda estaba bailando el cha-cha-cha con un gato, y un potente coro anunciaba las maravillas de una comida de gato.

Jack se puso rápidamente de pie.

La funda del colchón también se separó de la cama, voló por los aires y convertida en una pelota de tela se lanzó contra Rebecca.

En la televisión, George Plimpton describía a voz en grito cuáles eran las virtudes de la Intelivisión.

El colchón estaba ahora desnudo. Sobre la tela con hoyuelos apareció un rasgón. La tela se partió por la mitad, de arriba abajo, y el relleno surgió junto con algunos muelles que se izaban como serpientes encantadas.

Se desprendió más papel pintado de la pared.

En la televisión sin pregonero de los Consumidores Americanos de Carne hablaba de las ventajas de comer carne, mientras que un cocinero invisible trinchaba un asado ante las cámaras.

La puerta del armario se cerró con tal fuerza que se desencajó y empezó a repiquetear.

La pantalla del televisor explotó. Simultáneamente se oyó el ruido de vidrios rotos y salió una breve llamarada dentro del aparato y después un poco de humo.

Silencio.

Calma.

Jack miró a Rebecca.

Ella estaba desconcertada. Y aterrorizada.

Sonó el teléfono.

En cuanto Jack oyó el teléfono, supo quién llamaba. Arrebató el auricular y se lo acercó a la oreja, pero no dijo nada.

—Jadea como un perro, detective Dawson —dijo Lavelle—. ¿Se divierte? Evidentemente, esta pequeña demostración le ha, encantado.

Jack temblaba tan incontroladamente que no se fiaba de Su voz. No respondió porque no quería que Lavelle viera lo asustado que estaba.

Además, a Lavelle no parecía interesarle nada de lo que Jack pudiera decirle; no esperó lo suficiente como para recibir una respuesta en el caso de que Dawson se la hubiera ofrecido. El Bocor continuó diciendo:

—Cuando vea a sus hijos… muertos, mutilados, sin ojos, con los labios mordidos, y los dedos sin carne… recuerde que usted podría haberlos salvado. Recuerde que ha sido usted quien ha firmado las sentencias de muerte. Usted es el responsable de sus muertes, tan responsable como si les hubiera visto cruzar delante de un tren y ni siquiera les hubiera avisado del peligro. Ha tirado sus vidas como si no fueran más que basura para usted.

Un torrente de palabras surgieron de la boca de Jack antes de que pudiera darse cuenta de que iba a hablar:

—Monstruoso hijo de puta, ¡será mejor que no les toques ni un pelo! ¡Será mejor que…!

Lavelle había colgado.

—¿Quién…? —dijo Rebecca.

—Lavelle.

—Quieres decir… ¿todo esto?

—¿Te crees ahora lo de la magia negra? ¿Los hechizos? ¿El vudú?

—¡Oh, Dios uno! Y tanto que me lo creo ahora.

Observó la habitación destrozada, moviendo la cabeza de un lado a otro, intentando sin ningún éxito negar la evidencia que tenía ante sus ojos.

Jack recordó su propio escepticismo cuando Carver Hampton le había contado la caída de las botellas y la aparición de la serpiente negra. Ahora no había escepticismo. Sólo terror.

Pensó en los cadáveres que había visto esta mañana y esta tarde, aquellos cadáveres horrorosamente mutilados.

Su corazón empezó a latir violentamente. Estaba sin aliento. Tuvo ganas de vomitar.

Seguía con el auricular en la mano. Marcó un número.

—¿A quién llamas? —preguntó Rebecca.

—A Faye. Tiene que sacar a los niños de allí, en seguida.

—Pero Lavelle no sabe dónde están.

—Tampoco sabía dónde estaba yo. No le dije a nadie que te venía a ver. Nadie me siguió; estoy seguro. No podía saber dónde encontrarme… pero lo sabia. De modo que es muy probable que sepa también dónde están los niños. Maldita sea, ¿por qué no suena el teléfono?

Golpeó el teléfono y volvió a marcar el número de Faye. Esta vez un contestador automático le dijo que ese número de teléfono no funcionaba. No era verdad, por supuesto.

—De alguna manera, Lavelle ha desconectado el teléfono de Faye —dijo, soltando el auricular—. Tenemos que ir allí corriendo. ¡Dios mío, tenemos que sacar a los niños de allí!

Rebecca se había quitado la bata y cogido unos tejanos y un jersey del armario. Estaba ya medio vestida.

—No te preocupes —dijo—. No pasará nada. Llegaremos antes que Lavelle.

Pero Jack tenía la horrible sensación de que ya era demasiado tarde.