CAPÍTULO TERCERO

1

El capitán Walter Gresham, de Homicidios, tenía una cara como una pala. No es que fuera un hombre feo; en realidad, aunque de forma algo angulosa, era bastante guapo. Pero todo su rostro se inclinaba hacia delante, todos sus marcados rasgos señalaban hacia abajo, hacia la punta de la barbilla, de modo que se parecía a una pala de jardín.

Llegó al hotel unos minutos antes de las doce y se encontró con Jack y Rebecca a la entrada del ascensor de la planta dieciséis, al lado de una ventana que daba a la Quinta Avenida.

—Lo que se nos está preparando es una buena guerra de bandas —dijo Gresham—. Nunca ha sucedido nada semejante en mis tiempos. Es como algo salido de los años veinte. ¡Dios mío! A pesar de que se estén matando a un montón de gamberros y mafiosos, no me gusta. No lo toleraré en absoluto en mi jurisdicción. Hablé con el Comisario antes de venir y está totalmente de acuerdo conmigo: no podemos continuar tratando este asunto como si fuera una investigación normal de Homicidios; tenemos que presionarlos. Vamos a constituir una brigada especial. Vamos a acondicionar dos salas de interrogatorios para alojar la sede central de una brigada especial, instalando teléfonos especiales y todo.

—¿Quiere decir que a Jack y a mi nos retiran del caso?

—No, no —contestó Gresham—. Os pongo al mando de la brigada especial. Quiero que volváis a la oficina, preparéis un plan de ataque, una estrategia, y todo lo que vais a necesitar. ¿Cuántos hombres, policías uniformados y detectives vais a necesitar? ¿Cuánta gente para las oficinas? ¿Cuántos vehículos? Estableced contactos de emergencia con la ciudad, el Estado, y las agencias federales de narcóticos, de modo que no tengamos tanta burocracia que resolver cada vez que necesitemos información. Nos reuniremos en mi despacho a las cinco.

—Todavía tenemos trabajo aquí —dijo Jack.

—Se pueden ocupar otros —dijo Gresham—. Y por cierto, tengo algunas respuestas a tus preguntas acerca de Lavelle.

—¿La compañía telefónica? —preguntó Jack.

—Esa es una de ellas. No tienen ningún número, ni público ni privado, a nombre de Baba Lavelle. En el transcurso de este último año, sólo ha habido dos nuevos clientes llamados Lavelle. He mandado un hombre esta mañana a hablar con ambos. Ninguno de los dos es negro, como el Lavelle que tú investigas. Ninguno de los dos conoce a nadie llamado Baba. Y ninguno de los dos levantó la más mínima sospecha.

A causa de una fuerte ráfaga de viento, la nieve arañó la ventana como si fuera arena. Abajo, la Quinta Avenida desapareció brevemente bajo el remolino de copos.

—¿Y la compañía eléctrica? —preguntó Jack.

—Lo mismo —contestó Gresham—. Ningún Baba Lavelle.

—Puede haber utilizado el nombre de un amigo para darse de alta.

Gresham negó con la cabeza.

—También contestaron los del Departamento de Inmigración. Nadie con el nombre de Lavelle —ni Baba ni otra cosa— ha pedido un permiso de residencia, ni a corto ni a largo plazo.

—De modo que está en el país ilegalmente —dijo Jack.

—O no está aquí —dijo Rebecca.

Ambos la miraron extrañados.

—No estoy convencida de que haya un Baba Lavelle —se explicó.

—Claro que lo hay —dijo Jack.

—Hemos oído hablar mucho de él —replicó ella—, y hemos visto un poco de humo… Pero a la hora de encontrar una prueba física de su existencia, estamos con las manos vacías.

Gresham se mostró realmente interesado, y su interés desanimó a Jack.

—¿Crees que Lavelle puede ser sólo un pretexto? ¿Una especie de hombre de paja tras el cual se esconde el asesino o los asesinos de verdad?

—Podría ser —dijo Rebecca.

—Una pista falsa —dijo Gresham, claramente intrigado—. En realidad, quizá sea otra de las familias de la Mafia intentando atacar a los Carramazza y eliminar a los capitostes.

—Lavelle existe —dijo Jack.

—Pareces estar muy seguro. ¿Por qué? —preguntó Gresham.

—Realmente no lo sé. —Jack observó las torres batidas por la nieve de Manhattan—. No fingiré tener buenas razones. Es sólo… instinto. Lo siento en los huesos. Lavelle existe. Está en algún lugar, allí fuera… y creo que es el hijo de puta más depravado y peligroso que podamos encontrar jamás.

2

En la escuela Wellton, cuando las clases del tercer piso descansaron para comer, Penny Dawson no tenía hambre. Ni siquiera se molestó en ir al armario nuevo que le habían asignado a buscar su comida. Se quedó ante el pupitre y apoyó la cabeza sobre sus brazos, con los ojos cerrados, fingiendo dormir. Una plomiza y agria bola descansaba en el fondo de su estómago. Estaba enferma, pero no era ningún virus. Lo que tenía era un miedo atroz.

No le había contado a nadie lo de las criaturas con ojos plateados que había visto en el sótano. Nadie creería que las había visto. Y, con toda seguridad, nadie creería que las criaturas finalmente intentarían matarla.

Pero ella sabía lo que iba a ocurrir. No sabía por qué le estaba ocurriendo a ella en concreto. Ni sabía exactamente como ni cuándo iba a suceder. No sabía de dónde venían las criaturas. Ni si tenía posibilidades de escapar; quizá no hubiera escapatoria. Pero sí sabía cuáles eran sus intenciones. ¡Oh, sí!

No sólo le preocupaba su propio destino. Temía también por la vida de Davey. Si las criaturas la querían a ella, quizá también le quisieran a él.

Se sentía responsable de Davey, especialmente desde la muerte de su madre. Al fin y al cabo, era su hermana mayor. Una hermana mayor tenía la obligación de proteger a un hermano pequeño, aunque en ocasiones resultara ser una pesadez.

En este momento, Davey estaba en la segunda planta con sus compañeros de clase y los profesores. Por ahora, al menos, estaba a salvo. Seguro que las criaturas no aparecerían con mucha gente alrededor; parecían ser muy sigilosas.

Pero ¿y más tarde? ¿Qué pasaría cuando se acabaran las clases y fuera la hora de irse a casa?

No veía de qué forma podía proteger a Davey y a sí misma.

Con la cabeza apoyada sobre los brazos y los ojos cerrados, fingiendo dormir, recitó una oración silenciosamente. Pero no creyó que sirviera de nada.

3

En la recepción del hotel, Jack y Rebecca se detuvieron en los teléfonos públicos. Jack intentó ponerse en contacto con Nayva Rooney. A causa de la brigada especial, no podría recoger a los niños del colegio, como había planeado, y esperaba que Nayva estuviera libre para recogerlos y tenerlos un rato en su casa. No contestaba el teléfono, y pensó que quizás estuviera todavía en el apartamento, limpiando, de modo que llamó también a su casa, pero no hubo suerte.

De mala gana llamó a Faye Jamison, su cuñada, la única hermana de Linda. Faye había querido a Linda casi tanto como Jack. Por eso razón le tenía bastante afecto, aunque no siempre era fácil tenerle cariño. Estaba convencida de que nadie podía organizarse bien la vida sin el beneficio de sus consejos. Sus intenciones eran buenas. Sus consejos gratuitos se fundamentaban en una verdadera preocupación por los demás, y los repartía con una voz suave y maternal aunque el objeto de sus afanes le doblara la edad. Sin embargo, a pesar de sus buenas intenciones, a veces llegaba a ser irritante, y en ocasiones su suave tono de voz le resultaba a Jack más penetrante que una sirena de Policía.

Como ahora, al teléfono, después de que le preguntara si podía ir a recoger a los niños al colegio por la tarde, ella dijo:

—Claro, Jack, será un placer, pero si esperan que vayas tú y después no te presentas, se llevarán una desilusión, y si esto ocurre con mucha frecuencia, se van a sentir algo más que desilusionados; se van a sentir abandonados.

—Faye…

—Los psicólogos dicen que cuando los niños han perdido uno de los padres, necesitan…

—Faye, lo siento, pero ahora no tengo tiempo de escuchar lo que dicen los psicólogos. Tengo…

—Pero tendrías que encontrar tiempo para este tipo de cosas.

—Quizá tengas razón —suspiró.

—Todo padre moderno tendría que estar bien versado en psicología infantil.

Jack miró a Rebecca, que estaba esperando impacientemente al lado de los teléfonos. Arqueó las cejas y se encogió de hombros mientras Faye seguía hablando.

—Eres un padre anticuado, querido. Crees que lo puedes resolver todo con cariño y galletas. Claro que el cariño y las galletas son parte del asunto, pero ser padre supone mucho más…

—Faye, escucha, nueve de cada diez veces, estoy con los chicos cuando se lo he prometido. Pero a veces es imposible. Este trabajo no tiene horario fijo. Un detective de Homicidios no puede marcharse cuando está siguiendo una buena pista sólo porque ha terminado su turno. Además, tenemos problemas aquí. Problemas serios. ¿Recogerás o no a los niños?

—Claro, querido —dijo, con voz algo molesta.

—Te lo agradezco, Faye.

—No es nada.

—Lo siento si te he contestado un poco mal.

—No te preocupes. ¿Se quedarán Davey y Penny a cenar?

—Si a ti no te importa…

—Claro que no. Sabes que nos gusta mucho que vengan. Ya lo sabes. ¿Cenarás tú con nosotros?

—No sé si estaré libre.

—No te saltes demasiadas cenas con los niños, querido.

—No tengo intención de hacerlo.

—La hora de la cena es un ritual importante, una oportunidad para que la familia comparta los acontecimientos del día.

—Ya lo sé.

—Los niños necesitan esa tranquilidad, esa sensación de estar juntos, al final de cada día.

—Ya lo sé. Haré todo lo posible por llegar a tiempo. Casi nunca me pierdo la cena.

—¿Se quedarán a dormir?

—No creo que llegue tan tarde. Escucha, muchas gracias, Faye. No sé qué haría si no os tuviera a ti y a Keith para echarme una mano de vez en cuando; realmente, no lo sé. Pero me tengo que ir corriendo. Hasta luego.

Antes de que Faye pudiera contestar con más consejos, Jack colgó el teléfono, sintiéndose culpable y aliviado a la vez.

Un fuerte y gélido viento se cernía al Oeste. Inundaba a ráfagas la fría y gris ciudad, llevándose la nieve por delante.

Al salir del hotel, Rebecca y Jack se subieron los cuellos de sus abrigos, se cubrieron la barbilla y con cuidado atravesaron la resbaladiza y nevada acera.

Al llegar al coche, se les acercó un extraño. Era alto, moreno e iba bien vestido.

—¿Teniente Chandler? ¿Teniente Daveson? Mi jefe quiere hablar con ustedes.

—¿Quién es su jefe? —preguntó Rebecca.

En vez de contestar, el hombre señaló un «Mercedes» negro aparcado al otro lado de la entrada del hotel. Empezó a dirigirse hacia el coche, dando por hecho que iban a seguirle sin más preguntas.

Después de vacilar unos segundos, le siguieron, y cuando llegaron a la limusina, la opaca ventanilla trasera estaba abierta. Jack en seguida reconoció al pasajero, y vio que Rebecca también sabía quién era ese hombre: Don Gennaro Carramazza, patriarca de la familia más poderosa de la Mafia de Nueva York.

El hombre alto se sentó en el asiento delantero con el chófer, y Carramazza, solo en la parte trasera, abrió la puerta e hizo un gesto para que Jack y Rebecca se reunieran con él.

—¿Qué quiere? —preguntó Rebecca, sin entrar en el coche.

—Tener una pequeña conversación —contestó Carramazza, con un dejo muy ligero de acento siciliano. Tenia una voz sorprendentemente culta.

—Pues hable —dijo ella.

—Así no, hace demasiado frío —replicó Carramazza. Los copos de nieve se dirigían al interior del coche—. Estaremos más cómodos…

—Yo ya estoy cómoda —dijo.

—Pues yo no —contestó Carramazza. Frunció el ceño—. Escuchen, tengo una información extremadamente valiosa. He decidido dársela yo mismo. Yo. ¿No les da eso una idea de la importancia del asunto? Pero no voy a hablar en la calle, en público, por el amor de Dios.

—Entra. Rebecca —dijo Jack.

Con cara de disgusto, hizo lo que le pedían.

Jack entró en el coche tras ella. Se sentaron en los dos asientos que rodeaban el bar empotrado y el aparato de televisión, mirando la parte trasera de la limusina y de cara a Carramazza.

Delante, Rudy apretó un botón, y un grueso vidrio de plexiglás aisló la parte trasera del coche.

Carramazza cogió un maletín y se lo colocó sobre el regazo, pero no lo abrió. Observaba a Jack y a Rebecca con astucia.

El viejo parecía un lagarto. Sus ojos estaban cubiertos por unos párpados pesados y granulosos. Estaba casi completamente calvo. Su rostro ajado y correoso tenía unos rasgos angulosos y amplios y un fino labia superior. Se movía también como un lagarto: muy quieto a ratos y de pronto con grandes despliegues de actividad, rápidos movimientos y revoloteos de la cabeza.

A Jack no le habría cogido por sorpresa que una larga y bífida lengua hubiera aparecido entre los resecos labios de Carramazza.

Carramazza se volvió hacia Rebecca.

—No tiene por qué tenerme miedo, ¿sabe?

—¿Miedo? Pero si yo no… —se sorprendió ella.

—Cuando no quiso entrar en el coche, pensé…

—Oh, eso no era miedo —dijo fríamente—. Temía que la tintorería no pudiera eliminar el olor de mi uniforme.

Los pequeños ojos de Carramazza se entornaron.

Jack suspiró suavemente.

—No veo por qué no podemos ser civilizados, especialmente cuando los intereses son mutuos —dijo el viejo.

No parecía un rufián, sino más bien un banquero.

—¿De verdad? —dijo Rebecca—. ¿No ve razón alguna? Por favor, permítame que se lo explique.

—Eh, Rebecca… —interrumpió Jack.

—Es usted un matón, un ladrón, un asesino, un traficante de drogas, un chulo. ¿Le resulta suficiente la explicación? —le soltó a Carramazza.

—Rebecca…

—No te preocupes, Jack. No le he insultado. No se puede insultar a un cerdo simplemente llamándolo cerdo.

—Recuerda —dijo Jack— que ha perdido a un sobrino y a un hermano hoy.

—Y ambos eran traficantes de drogas, matones y asesinos —contestó ella.

La ferocidad de Rebecca había dejado mudo a Carramazza.

Rebecca le miró fijamente y dijo:

—No parece particularmente apenado por la pérdida de su hermano. ¿Te parece que está realmente acongojado, Jack?

—En la fratellanza, los hombre sicilianos no lloran —explicó Carramazza sin ningún indicio de ira ni excitación en su voz.

Viniendo de un viejo arrugado, esta declaración de macho resultaba realmente ridícula.

Sin aparente animosidad, continuó utilizando el tono de voz suave de un banquero.

—Pero sí que tenemos sentimientos. Y nos vengamos —añadió.

Rebecca le estudió con evidente asco.

Sus manos de reptil permanecían perfectamente quietas encima del maletín. Dirigió sus ojos de cobra hacia Jack.

—Teniente Dawson, quizá debería tratar este asunto con usted. No parece compartir los prejuicios del teniente Chandler.

Jack negó con la cabeza.

—Ahí es donde se equivoca. Estoy de acuerdo con todo lo que ha dicho. Simplemente, yo no lo hubiera dicho.

Miró a Rebecca.

Ella le sonrió, complacida por el apoyo que le estaba prestando.

Mirándola a ella pero hablando con Carramazza, Jack dijo:

—En algunas ocasiones, el celo y la agresividad de mi compañera son excesivos y contraproducentes, una lección que parece ser incapaz de aprender.

La sonrisa se desvaneció.

—¿Qué es esto? ¿Un par de tipos honrados y santones? —preguntó Carramazza con evidente sarcasmo—. Supongo que nunca han aceptado un soborno, ni siquiera cuando eran policías uniformados pateándose la calle y no ganaban lo suficiente para pagar el alquiler.

Jack se enfrentó con los ojos duros y astutos del viejo.

—Exactamente. Nunca he aceptado un soborno.

—Ni siquiera una gratificación…

—No.

—… ni siquiera se ha revolcado en la paja con una prostituta que no quería ir a la cárcel o…

—No.

—… un poco de cocaína, quizás un poco de hierba regalada por un camello que no quería ser visto.

—No.

—Una botella de licor o un billete de veinte dólares por Navidad.

—No.

Carramazza les observó unos momentos en silencio, mientras una nube de nieve rodeaba el coche y oscurecía la ciudad. Finalmente dijo:

—De modo que tengo que tratar con un par de monstruos. —Escupió la palabra «monstruos» con tal desprecio que quedaba claro que el mero hecho de pensar en un oficial de Policía honesto le producía verdadero asco.

—No, se equivoca —dijo Jack—. No somos nada especiales. No somos monstruos. No todos los polis son corruptos. En realidad, ni siquiera lo son la mayoría.

—La mayoría lo son —discrepó Carramazza.

—No —insistió Jack—. Hay manzanas podridas, evidentemente, y hermanas débiles. Pero generalmente, puedo estar orgulloso de la gente con la que trabajo.

—La mayoría aceptan una cosa u otra —dijo Carramazza.

—Eso simplemente no es verdad.

—No vale la pena discutir, Jack —dijo Rebecca—. Tiene que creer que todos los demás son corruptos. Así puede justificar las cosas que él hace.

El viejo suspiró. Abrió el maletín que tenía sobre el regazo, sacó un sobre y se lo dio a Jack.

—Esto quizá pueda resultarle útil.

Jack lo cogió con recelo.

—¿De qué se trata?

—Tranquilo —dijo Carramazza—. No es un soborno. Es información. Todo lo que sabemos de ese hombre que se hace llamar Baba Lavelle. La última dirección conocida. Los restaurantes que frecuentaba antes de empezar esta guerra y esconderse. Los nombres y direcciones de todos los camellos que han distribuido su mercancía el último par de meses… aunque hay algunos que ya no podrá interrogar.

—¿Porque usted ha mandado matarlos? —dijo Rebecca.

—Quizás hayan salido de la ciudad.

—Claro.

—En cualquier caso, está todo aquí —dijo Carramazza—. Puede que tengan toda esta información; puede que no; yo creo que no.

—¿Por qué nos lo da a nosotros? —preguntó Jack.

—¿No le parece obvio? —preguntó el viejo, abriendo un poco más los ojos—. Quiero que encuentren a Lavelle, quiero que le detengan.

Con el sobre de 10 por 12 en una mano, golpeándose la rodilla, Jack dijo:

—Hubiera dicho que usted tendría muchas más probabilidades de encontrarlo que nosotros. Es un traficante de drogas. Es parte de su mundo. Usted tiene todas las fuentes, todos los contactos…

—Las fuentes habituales y los contactos son de poca o ninguna ayuda en este caso —contestó el viejo—. Este Lavelle… es un solitario. Peor que eso. Es como si… como si fuera… humo.

—¿Está realmente seguro de que existe? —preguntó Rebecca—. Quizá sea solamente un hombre de paja. Quizá sus enemigos de verdad lo inventaran como tapadera.

—Existe —contestó Carramazza con fuerza—. Entró en el país ilegalmente la primavera pasada. Llegó procedente de Jamaica vía Puerto Rico. Hay una fotografía de él en el sobre.

Jack abrió rápidamente el sobre, revolvió el contenido y extrajo una fotografía de 10 por 12.

—Es una ampliación de una fotografía tomada en un restaurante poco después de que Lavelle empezara a operar en un territorio que ha sido tradicionalmente nuestro —explicó Carramazza.

Un territorio tradicionalmente nuestro. ¡Dios mío!, pensó Jack, ¡ni que fuera un duque inglés, quejándose de los cazadores furtivos que invaden sus cotos!

La foto era un poco borrosa, pero el rostro de Lavelle se distinguía lo suficiente como para que, de ahora en adelante, Jack pudiera reconocerle si le viera por la calle. El hombre era muy negro, guapo y sorprendentemente atractivo, con una frente ancha, ojos profundos, pómulos altos y una boca grande. En la fotografía aparecía sonriéndole a alguien que quedaba fuera de la foto. Tenía una sonrisa encantadora.

Jack le pasó la fotografía a Rebecca.

—Lavelle quiere arrebatarme el negocio —continuó Carramazza—, destrozar mi reputación entre la fratellanza, y hacer que parezca un débil y un incompetente. A mí. A mí, ¡que he controlado la organización con mano dura durante los últimos veintiocho años! ¡A mí!

Por fin había un poco de emoción en su voz: una ira fría y dura. Continuó, escupiendo las palabras como si tuvieran mal gusto.

—Pero esto no es lo peor. No. Verán, en realidad no quiere el negocio. En cuanto lo tenga, lo abandonará, dejará que otras familias se lo repartan entre ellas. Simplemente no quiere que lo tenga yo ni nadie con el nombre de Carramazza. No se trata de luchar por el territorio ni por el control de éste. Para Lavelle, se trata simplemente de una venganza. Quiere verme sufrir de todas las formas posibles. Tiene intención de aislarme y espera que me quiebre robándome el imperio y matando a mis sobrinos y a mis hijos. Sí, a todos, uno por uno. Amenaza con asesinar a mis mejores amigos, a todos aquellos que han significado algo para mí. Promete eliminar a mis cinco preciosos nietos. ¿Se lo pueden creer? ¡Amenazar a bebés! Ninguna venganza, por justificada que pueda estar, tiene derecho a implicar a niños inocentes.

—¿De verdad le ha dicho que va a hacer todas esas cosas? —preguntó Rebecca—. ¿Cuándo? ¿Cuándo se lo dijo?

—En varias ocasiones.

—¿Se han encontrado cara a cara?

—No. No sobreviviría a un encuentro cara a cara.

Había desaparecido la imagen de banquero. Se había esfumado la capa de buena educación. Cada vez se parecía más a un reptil. Como una serpiente enfadada en un traje de mil dólares. Una serpiente muy venenosa.

—Esta basura de Lavelle me dijo esas cosas por teléfono —dijo—. Utilizando mi número privado. Me cambio el número continuamente, pero ese monstruo se entera siempre, casi en seguida. Me dice… dice… que después de eliminar a mis amigos, sobrinos, hijos, nietos, entonces… dice que va a… dice que va a…

Durante unos segundos, al acordarse de las arrogantes amenazas de Lavelle, Carramazza no pudo hablar; la ira le paralizaba las mandíbulas; tenía los dientes apretados, y le sobresalían los músculos del cuello y las mejillas. Sus ojos oscuros, siempre tan inquietantes, brillaban con una ira tan intensa e inhumana que Jack podía percibirla, poniéndole la piel de gallina.

Finalmente, Carramazza recuperó el control. No obstante, al continuar su voz era tan sólo un helado y feroz susurro:

—Esta basura, este negro hijo de puta, esta mierda… dice que degollará a mi mujer, a mi Nina. Degollar es la palabra que utilizó. Y cuando haya acabado con ella, dice, me quitará también a mi hija. —La voz del viejo se suavizó al hablar de su hija—. Mi Rosie. Mi bella Rosie, la luz de mi vida. Veintisiete años, pero parece que tenga diecisiete. Inteligente, además, Estudiante de Medicina. Va a ser médico. Este año entra de médico residente. Tiene una piel de porcelana. Y los ojos más bonitos que jamás se han visto. —Se quedó un momento callado, recordando la imagen de Rosie, y entonces el susurro se volvió de nuevo áspero—. Lavelle dice que violará a mi hija y que la cortará a trocitos, la desmembrará… delante mío. ¡Tiene los cojones de decirme cosas como éstas! —Con aquella última declaración, Carramazza salpicó el abrigo de Jack con saliva. Durante unos segundos el hombre no dijo nada más; respiró profundamente y tembló. Cerro los puños y los abrió repetidas veces. Entonces añadió—. Quiero que detengan a este hijo de puta.

—¿Ha movilizado a toda su gente? —preguntó Jack—. ¿Ha utilizado todas sus fuentes?

—Sí.

—Y aun así no lo ha encontrado.

Noooo —contestó Carramazza, y al pronunciar de esta manera la palabra, manifestó una frustración casi tan grande como su ira—. Ha abandonado la vivienda del Village, y se ha escondido. Por eso les estoy dando esta información a ustedes. Pueden iniciar una búsqueda ahora que tienen la fotografía. Así todos los policías de la ciudad podrán buscarlo, y eso significa muchos más hombres de los que tengo yo. Incluso pueden mostrar la foto por televisión, en los periódicos y así toda la maldita ciudad estará al tanto. Si yo no puedo encontrarlo, quiero que por lo menos ustedes lo encuentren y lo retiren de la circulación. Una vez esté entre rejas…

—Encontrará la manera de llegar hasta él cuando esté en la prisión —dijo Rebecca, acabando el pensamiento que Carramazza no se atrevía a pronunciar—. Si lo arrestamos, nunca se celebrará el juicio. Lo matarán en la cárcel.

Carramazza no quiso confirmar lo que ella había dicho, pero todos sabían que era verdad.

—Nos ha dicho que Lavelle se mueve por venganza —continuó Jack—. ¿Pero de qué se está vengando? ¿Qué le ha hecho usted para que él quiera exterminar a toda su familia, incluyendo a sus nietos?

—Eso no se lo diré. No puedo decírselo porque, si lo hiciera, me estaría comprometiendo a mi mismo.

—Quiere decir que se estaría implicando a sí mismo —dijo Rebecca.

Jack volvió a colocar la fotografía de Lavelle en el sobre.

—Me he estado preguntando algunas cosas acerca de su hermano Dominick.

Gennaro Carramazza pareció encogerse y envejecer al mencionar a su difunto hermano.

—Quiero decir que aparentemente estaba escondido allí en el hotel, cuando Lavelle le atacó —continuó Jack—. Pero si sabía que iban a por él, ¿por qué no se escondió en su propia casa? ¿Por qué no le pidió protección a usted? En estas circunstancias, ningún lugar de la ciudad es más seguro que su propia casa. Con todos sus negocios, seguro que tiene una fortaleza allí en Brooklyn Heights.

—Es una fortaleza —dijo el viejo—. Mi casa es una fortaleza. —Parpadeó un par de veces, con ojos lentos como los de un lagarto—. Una fortaleza, pero no es segura. Lavelle ya ha actuado en mi propia casa, a pesar de las fuertes medidas de seguridad.

—Quiere decir que ya ha matado en su propia casa…

—Sí.

—¿A quién?

—A Ginger y a Pepper.

—¿Quiénes son?

—Mis perritos. Un par de cockers.

—Ah.

—Perros pequeños, ya sabe.

—No estoy seguro de saber cómo son —dijo Jack.

—Cockers enanos —dijo Rebecca—. Con un pelo largo y sedoso.

—Sí, sí. Muy juguetones —añadió Carramazza—. Siempre estaban jugando y corriendo, queriendo que se les mimara.

—Y los mataron en su casa.

Carramazza levantó la vista.

—Anoche. Los hicieron pedazos. De alguna manera, todavía no sabemos cómo, Lavelle o uno de sus hombres debió entrar, matar a mis queridos perros, y salir sin que nadie los viera. —Golpeó el maletín con una mano huesuda—. ¡Maldita sea, es imposible! ¡La casa está sellada! ¡Vigilada por un pequeño ejército! —Parpadeó más rápidamente que antes y le falló la voz—. Ginger y Pepper eran tan cariñosos… no morderían a nadie. Nunca. Casi ni ladraban. No se merecían esa brutalidad. Dos criaturas inocentes.

Jack se quedó de una pieza. Este asesino, este viejo traficante de drogas, este antiguo chantajista, este peligroso y venenoso lagarto, que había sido incapaz de derramar una lágrima por la muerte de su hermano, ahora parecía estar al borde de una crisis por el asesinato de sus perros.

Jack miró a Rebecca. Ella observaba a Carramazza, medio sorprendida, como alguien que observa a una criatura particularmente odiosa que sale arrastrándose de debajo de una piedra.

—Después de todo, no eran perros guardianes —siguió el viejo—. No eran perros de ataque. No eran un peligro. Sólo un par de adorables cockers enanos.

Sin saber muy bien cómo manejar a un lloroso jefe de la Mafia, Jack intentó cambiar de tema antes de que el viejo alcanzara ese vergonzoso y patético estado en el que estaba a punto de caer.

—Se dice por la calle que Lavelle está practicando el vudú contra usted.

—Eso es lo que se dice —asintió Carramazza.

—¿Cree que es verdad?

—Parece decirlo en serio.

—¿Pero cree que lo del vudú es posible?

Carramazza no contestó. Miró por la ventana los remolinos de nieve que caían alrededor de la limusina aparcada.

A pesar de que Jack era consciente de la desaprobación de Rebecca, continuó con el tema.

—¿Cree que lo del vudú es serio?

Carramazza apartó la vista de la ventana.

—¿Quiere decir que si creo que funciona? Hace un mes, si alguien me hubiera preguntado lo mismo, me hubiera echado a reír, pero ahora…

—Ahora se pregunta si quizá… —dijo Jack.

—Sí. Si quizá…

Jack vio que los ojos del hombre habían cambiado. Seguían siendo duros, fríos y astutos, pero ahora se veía algo nuevo. Miedo. Era un sentimiento al que no estaba acostumbrado este viejo hijo de puta.

—Encuéntrenlo —dijo Carramazza.

—Lo intentaremos —contestó Jack.

—Porque es nuestro trabajo —añadió Rebecca rápidamente, como si quisiera disipar la posibilidad de que lo hacían preocupados por Gennaro Carramazza y por su familia sedienta de sangre.

—Deténganle —dijo Carramazza, y su tono de voz era el de alguien que le pedía algo casi «por favor» a un oficial de la Policía.

La limusina se separó del bordillo y se alejó de la entrada del hotel, dejando huellas sobre la nieve que ahora cubría toda la calle.

Durante unos segundos, Jack y Rebecca se quedaron de pie en la acera, observando el coche.

El viento había amainado. Continuaba nevando, incluso más que antes, pero ahora sin las ráfagas de viento; los perezosos remolinos de nieve le recordaron a Jack esos pisapapeles de fantasía en los que se podía provocar una ordenada tempestad de nieve cada vez que se agitaban.

—Será mejor que volvamos a la sede central —dijo Rebecca.

Jack sacó del sobre la fotografía de Lavelle que le había dado Carramazza y se la metió en el abrigo.

—¿Qué haces? —preguntó Rebecca.

Le dio el sobre.

—Estaré en la central dentro de una hora.

—¿Qué dices?

—A las dos a más tardar.

—¿Dónde vas?

—Hay algo que quiero comprobar.

—Jack, tenemos que organizar la brigada especial, preparar un…

—Empieza tú.

—Hay demasiado trabajo para una sola persona.

—Estaré allí a las dos, a las dos y cuarto como máximo.

—Maldita sea, Jack.

—Te las puedes arreglar sola un rato.

—¿Vas a Harlem, verdad?

—Escucha, Rebecca…

—A aquella maldita tienda de vudú.

No le contestó.

—Ya lo sabía —dijo ella—. Te vas corriendo a ver a Carver Hampton otra vez. Ese charlatán. Ese impostor.

—No es un impostor. Cree en lo que hace. Le dije que volvería hoy.

—Es una locura.

—¿Ah, sí? Lavelle existe. Ahora tenemos una fotografía.

—¿O sea que existe? Bueno, pero eso no quiere decir que funcione el vudú.

—Ya lo sé.

—Si te vas, ¿cómo se supone que vuelvo a la oficina?

—Puedes coger el coche. Le pediré a uno de los agentes que me acompañe.

—Jack, maldita sea.

—Tengo un presentimiento, Rebecca.

—Demonios.

—Tengo el presentimiento de que… de alguna manera… la subcultura vudú… quizá no lo que tiene de cierto y sobrenatural, pero la subcultura en sí está relacionada con todo esto. Tengo el presentimiento de que el caso se resolverá por este camino.

—Jesús.

—Un policía inteligente hace caso a sus intuiciones.

—¿Y si no vuelves a la hora prometida? ¿Y si me quedo toda la tarde sola, preparándolo todo yo sola? ¿Y si tengo que enfrentarme con Gresham con…?

—Estaré de vuelta a las dos y cuarto, como máximo a las dos y media.

—Esto no te lo perdono, Jack.

La miró fijamente, dudó un momento, y después dijo:

—Quizá pudiera no ir a ver a Carver Hampton hasta mañana si…

—¿Si qué?

—Si supiera que me dedicarías media hora, o quince minutos, para sentarte y hablar conmigo de lo que pasó entre nosotros ayer por la noche. ¿A dónde vamos ahora?

—No tenemos tiempo para estas cosas ahora —dijo, apartando la mirada.

—Rebecca…

—¡Hay mucho trabajo, Jack!

—Tienes razón —asintió—. Tú tienes que empezar a organizar la brigada especial y yo tengo que ir a ver a Carver Hampton.

Se alejó de ella, dirigiéndose hacia los agentes que estaban de pie al lado de los coches patrulla.

—¡No llegues más tarde de las dos! —gritó ella.

—Volveré cuanto antes —contestó.

Volvió a soplar el viento con grandes rugidos.

4

La nieve había alisado y suavizado la calle. El barrio seguía siendo desastroso, sucio, lleno de porquería y desagradable, pero no tenía ni de lejos el mismo mal aspecto que ayer, sin nieve.

El establecimiento de Carver Hampton estaba cerca de la esquina. Flanqueada por una tienda de bebidas alcohólicas con barrotes de hierro permanentemente colocados sobre el escaparate y por una maltrecha tienda de muebles también protegida por barrotes. El local de Hampton era el único negocio de la calle que parecía próspero y que no tenía barrotes en las ventanas.

En el letrero colocado encima de la puerta podía leerse una sola palabra: Rada. Jack le había preguntado ayer a Hampton qué significaba el nombre, y se enteró de que existían tres grandes ritos o divisiones espirituales que regían el vudú. Dos de ellos estaban formados por dioses del mal y se llamaban Congo y Pétro. El panteón de los dioses benévolos se llamaba Rada. Dado que Hampton comerciaba sólo con las sustancias, los utensilios y las telas ceremoniales necesarias para la práctica de la magia blanca (buena), esa única palabra era todo lo que necesitaba para atraer exactamente el tipo de clientela que buscaba aquellos caribeños y sus descendientes que, al trasladarse a la ciudad de Nueva York, se habían traído consigo la religión.

Jack abrió la puerta. Una campanilla anunció su llegada, y entró dentro, cerrando la puerta para que no entrara el viento frío de diciembre.

La tienda era pequeña, de unos 2,40 metros de ancho por unos 3 de largo. En el centro se encontraban mesas sobre las que se veían cuchillos, báculos, campanas, cuencos, otros utensilios, y prendas de ropa que se utilizaban en los distintos ritos. A la derecha, unos pequeños armarios se apoyaban contra las paredes; Jack no tenía ni idea de su contenido. En la pared opuesta, a la izquierda de la puerta, había estanterías que llegaban casi hasta el techo, y éstas estaban llenas de botellas de todos los tamaños y formas imaginables, azules, amarillas, verdes, rojas, naranjas, marrones y transparentes, cada una de ellas cuidadosamente etiquetada y repleta de hierbas, raíces exóticas o encantos y hechizos, la fermentación de las pociones mágicas.

Por la parte trasera de la tienda, en respuesta al sonido de la campanilla, apareció Carver Hampton a través de una cortina verde de cuentas. Pareció sorprenderse.

—¡Detective Dawson! ¡Qué alegría verle de nuevo! Pero no esperaba que volviera por aquí, especialmente con este tiempo tan horroroso. Pensé que simplemente llamaría para ver si le había encontrado algo.

Jack se dirigió a la parte trasera de la tienda, y se dieron la mano por encima del mostrador.

Carver Hampton era alto, ancho de hombros y con una caja torácica inmensa, pesaba unos veinte kilos de más pero era formidable; parecía un futbolista que no se hubiera entrenado durante seis meses. No era un hombre guapo. Su frente en forma de losa era excesivamente huesuda, y tenía una cara demasiado redonda para poder aparecer en las páginas del Gentleman’s Quarterly; además, la nariz, rota más de una vez, aparecía ahora totalmente chafada. Pero a pesar de no ser guapo, era tremendamente simpático, un gigante bondadoso, un perfecto Santa Claus negro.

—Siento que haya venido hasta aquí para nada —dijo.

—¿Entonces no ha descubierto nada desde ayer? —preguntó Jack.

—No mucho. Hice correr la voz. Sigo preguntando aquí y allá, curioseando. Hasta ahora, todo lo que me han dicho es que efectivamente si que hay alguien por aquí que se hace llamar Baba Lavelle y dice que es un Bocor.

—¿Un Bocor? Es decir, un cura que practica la magia negra, ¿verdad?

—Exactamente. Magia negra. Eso es todo lo que sé: que existe, cosa de la que no estaba usted seguro ayer. Espero que esto le resulte de alguna utilidad. Pero si me hubiera telefoneado…

—Bueno, en realidad, vine a enseñarle algo que quizá me ayude. Una fotografía de Baba Lavelle.

—¿De verdad?

—Sí.

—De modo que ya sabe que existe. ¿Me la enseña, por favor? Resultaría útil poder hacer una descripción del hombre.

Jack extrajo la fotografía del bolsillo de su abrigo y se la tendió.

La cara de Hampton se transformó en cuanto vio la foto de Lavelle. Si un hombre negro puede empalidecer, entonces eso es lo que le ocurrió. No es que le cambiara el color de la piel sino que le desapareció el brillo y la vitalidad; de repente dejó de parecer piel y se convirtió en papel marrón oscuro, seco y sin vida. Apretó los labios. Y los ojos se le transformaron quedando ahora fantasmagóricos.

—¡Este hombre! —exclamó.

—¿Qué? —preguntó Jack.

La fotografía osciló en la mano de Hampton mientras éste se la devolvía a Jack. Se la lanzó como si estuviera desesperado por deshacerse de ella, como si tocar la imagen de Lavelle; pudiera contaminarle. Sus enormes manazas temblaban.

—¿Qué ocurre? ¿Qué ha visto? —preguntó Jack.

—Le conozco —contestó Hampton—. Le he visto. Simplemente no sabía cómo se llamaba.

—¿Dónde le ha visto?

—Aquí.

—¿Aquí en la tienda?

—Sí.

—¿Cuándo?

—En setiembre.

—¿Y desde entonces?

—No.

—¿Qué vino a hacer aquí?

—Vino a comprar hierbas, flores en polvo.

—Pero pensaba que aquí sólo había cosas para la magia buena. La Rada.

—Muchas sustancias pueden ser igualmente utilizadas por el Bocor y por el Houngon, obteniéndose resultados muy distintos, para conseguir efectos negativos o positivos. Eran hierbas y flores en polvo poco comunes y no las había podido localizar en ningún otro sitio en Nueva York.

—¿Existen otras tiendas como la suya?

—Hay una tienda algo parecida a ésta, aunque no tan grande. Y después dos Houngon en activo —no son muy fuertes estos dos, poco más que amateurs, ninguno de los dos tiene suficiente fuerza ni los conocimientos para hacer mucho bien—, que venden las sustancias necesarias para la magia en sus apartamentos. Tienen una considerable cantidad de mercancía para abastecer a otros practicantes. Pero estos tres no tienen escrúpulos. Venden indistintamente a los Bocor y a los Houngon. Incluso venden los instrumentos necesarios para los sacrificios de sangre, las hachas ceremoniales, las cucharas-cuchilla que se utilizan para extraer los ojos del cráneo. Son una gente terrible, que venden sus mercancías a cualquiera, a cualquier persona, incluso a las más depravadas y malignas.

—De modo que Lavelle vino aquí cuando no pudo adquirir de ellos todo lo que necesitaba.

—Sí. Me dijo que había encontrado la mayoría de las cosas que necesitaba, pero que mi tienda era la única que tenía un surtido completo de los ingredientes menos utilizados para los hechizos y las encantaciones. Lo cual, por supuesto, es verdad. Estoy orgulloso de mi surtido y de la pureza de mis productos. Pero a diferencia de los otros, me niego a vender la mercancía a los Bocor… si sé que lo son. Generalmente me doy cuenta. También me niego a vender a amateurs con malas intenciones, los que quieren hacer un hechizo de muerte a una suegra o hacer enfermar a algún rival. Me niego a participar en estas cosas. En cualquier caso, este hombre, éste de la fotografía…

—Lavelle —dijo Jack.

—En aquel momento no sabia su nombre. Mientras empaquetaba los artículos seleccionados, descubrí que era un Bocor, y me negué a concluir la venta. Pensó que yo era como los otros comerciantes, que vendía a todo el mundo, y se enfureció cuando me negué a darle lo que quería. Le obligué a salir de la tienda, y pensé que ahí se acabaría todo.

—¿Pero no se acabó? —preguntó Jack.

—No.

—¿Volvió?

—No.

—¿Entonces, qué ocurrió?

Hampton salió de detrás del mostrador. Se dirigió a los estantes donde se almacenaban cientos de botellas, y Jack siguió tras él.

Hampton hablaba en voz baja, con un poco de temor.

—Dos días después de la visita de este Lavelle, mientras estaba solo en la tienda, sentado detrás del mostrador, leyendo… de repente, todas las botellas de estas estanterías cayeron al suelo. En un instante. Una cosa terrible. Se rompieron la mitad, se mezclaron los contenidos y se estropeó todo. Fui corriendo a ver qué había ocurrido, a averiguar la causa del estropicio, y mientras me acercaba, algunas de las hierbas vertidas y los polvos y raíces empezaron a… bueno, a moverse… a unirse… a cobrar vida. De los escombros, compuestos de varias sustancias, surgió… una serpiente negra, de unos veinte centímetros de largo, con ojos amarillos, colmillos y una lengua bífida. Tan real como cualquier serpiente nacida del huevo de su madre.

Jack se quedó mirando al hombre, sin saber qué pensar de él y de su historia. Hasta este momento, había creído que Carver Hampton era sincero en lo que se refería a sus creencias religiosas y que era un hombre sensato, y no menos racional por el hecho de que su religión fuera el vudú y no el catolicismo ni el judaísmo. Sin embargo, una cosa era creer en una doctrina religiosa y en la posibilidad de la magia y los milagros… y otra muy distinta decir que se ha visto un milagro. Los que juraban haber visto un milagro eran histéricos, fanáticos, o mentirosos. ¿No era así? Por otra parte, si eras una persona religiosa —y Jack no era un hombre sin fe— entonces ¿cómo se podía creer en la posibilidad de los milagros y en la existencia de lo oculto sin creer en la afirmación de algunas personas que decían haber sido testigos de actos sobrenaturales? La fe no tenía sustancia si no se aceptaba también la realidad de sus efectos en este mundo. Era un pensamiento que no se le había ocurrido nunca antes, y ahora observaba a Carver Hampton con sentimientos contradictorios, con duda y con cautela.

Rebecca diría que estaba siendo excesivamente abierto.

Mirando fijamente las botellas que ahora estaban en los estantes, Hampton dijo:

—La serpiente se deslizó hacia mí. Retrocedí por la habitación. No había ningún sitio a donde ir. Me arrodillé. Recité oraciones. Eran las oraciones correctas para esta situación, y tuvieron su efecto. O eso… o Lavelle no quería que la serpiente me hiciera daño. Quizá sólo era un aviso para que no me metiera con él, un golpe bajo por la forma en que le había sacado de la tienda. En cualquier caso, la serpiente volvió a disolverse conviniéndose de nuevo en hierbas, polvos y raíces.

—¿Cómo sabe que fue Lavelle el culpable? —preguntó Jack.

—Sonó el teléfono poco después de que la serpiente… se disolviera. Era ese hombre, el que me había negado a servir. Me dijo que estaba en mi derecho de servirle o no, que no tenía nada en contra mío. Pero dijo que no permitía que nadie le pusiera la mano encima como había hecho yo. De modo que como represalia había roto mi colección de hierbas y había conjurado la serpiente. Eso es lo que dijo. Eso es todo lo que dijo. Después colgó.

—No me dijo que le había echado físicamente de la tienda —dijo Jack.

—No lo hice. Simplemente le puse la mano en el hombro y… digamos… que le conduje hasta la puerta. Con firmeza, sí, pero sin ninguna violencia, sin hacerle daño. Sin embargo se enfadó y quiso vengarse.

—¿Todo esto ocurrió en setiembre?

—Sí.

—¿Y no ha regresado nunca?

—No.

—¿No ha llamado nunca por teléfono?

—No. Y tardé casi tres meses en reconstruir mi colección de hierbas y polvos. Muchos de estos productos son muy difíciles de conseguir. No se lo puede llegar a imaginar. Hace muy poco que he vuelto a abastecer los estantes.

—De modo que tiene sus propias razones para querer que detengamos a Lavelle —dijo Jack.

Hammon negó con la cabeza.

—Al contrario.

—¿Qué?

—No quiero tener nada más que ver con este asunto.

—Pero…

—No le puedo prestar más ayuda, teniente.

—No lo entiendo.

—Tendría que estar claro. Si le ayudo, Lavelle me mandará alguna otra cosa. Algo peor que la serpiente. Y esta vez no será un aviso. No, esta vez, con toda seguridad será la muerte.

Jack percibió que Hampton hablaba en serio, y que estaba verdaderamente aterrorizado. El hombre creía en el poder del vudú. Estaba temblando. Incluso Rebecca, viéndole ahora, no podría decir que era un charlatán. Él creía.

—Pero debe tener tantas ganas como yo de verle entre rejas. Querrá verlo abatido después de lo que le hizo —dijo Jack.

—Nunca le meterán en la cárcel.

—Ah, sí.

—Haga lo que haga, nunca le podrán poner la mano encima.

—Le cogeremos.

—Es un Bocor extraordinariamente poderoso, teniente. No es un amateur. No es un medias tintas. Tiene el poder de la oscuridad, la oscuridad de la muerte, la oscuridad del Infierno, la oscuridad del Otro Lado. Es un poder cósmico, que va más allá de la comprensión humana, No sólo está aliado con Satán, el rey de los demonios para los cristianos y los judíos. Eso en sí ya seria peligroso. Pero, verá, él es siervo, también, de todos los dioses del mal de las religiones africanas, que son de gran antigüedad; tiene como apoyo todo el enorme y malévolo panteón. Algunas de esas divinidades son mucho más poderosas e inconmensurablemente más malignas de lo que ha sido jamás Satán. Una enorme legión de seres malignos están al servicio de Lavelle, ansiosos de ayudarle porque así ellos, a su vez, le utilizan a él como puerta de entrada a nuestro mundo. Están ansiosos de cruzar la frontera, para sembrar la sangre, el dolor y el terror entre los seres vivos, porque la entrada a este mundo nuestro les está prohibido por los dioses del bien que nos vigilan.

Hampton se detuvo. Transpiraba en exceso. Le brillaba el sudor en la frente. Se enjugó la cara con las manos y aspiró aire lentamente. Entonces continuó, intentando que su voz sonara tranquila y razonable, con un éxito a medias.

—Lavelle es un hombre peligroso, teniente, infinitamente más peligroso de lo que usted puede llegar a entender. También creo que es muy probable que esté loco, mentalmente enfermo; tenía algo de demente. Ésa es la mejor combinación: una maldad inmensa, la locura, y el poder de un habilidoso Bocor.

—Pero usted es un Houngon, un cura de la magia blanca. ¿No puede utilizar sus poderes contra él?

—Soy un buen Houngon, mejor que muchos. Pero no estoy a la altura de este hombre. Por ejemplo, con un gran esfuerzo, podría llegar a echar una maldición sobre su abastecimiento de hierbas y polvos. Incluso podría llegar a conseguir que se cayeran de los estantes las botellas que tiene —si he visto primero el lugar, claro está. No obstante, no podría causar tanta destrucción como él ni conjurar una serpiente como él hizo. No tengo tanto poder, tanta finura.

—Podría intentarlo.

—No. Rotundamente no. En cualquier concurso de poderes, él me aplastaría. Como a un gusano.

Hampton se dirigió a la puerta y la abrió. Sonó la campanilla. Hampton se hizo a un lado, sosteniendo la puerta abierta.

Jack fingió no entender.

—Escuche, si sigue preguntando…

—No, no le puedo prestar más ayuda, teniente. ¿No puede metérselo en la cabeza?

Un viento huracanado y helado soplaba y aullaba en la puerta, escupiendo a la vez copos de nieve.

—Escuche —dijo Jack—. Lavelle no tiene por qué saber que le está buscando. Él…

—¡Se enteraría! —contestó Hampton, enfadado, con los ojos tan abiertos como la puerta que estaba sosteniendo—. Lo sabe todo… o puede enterarse. De todo.

—Pero…

—Por favor, márchese —dijo Hampton.

—Escúcheme. Yo…

—Váyase.

—Pero…

—Váyase, márchese, salga de aquí ahora mismo, ¡maldita sea! —dijo Hampton en un tono de voz en el que se mezclaba la ira, el terror y el pánico.

La cara del hombre grande inundada de terror empezó a afectar a Jack. Sintió un escalofrío y se dio cuenta de que de repente tenía las manos sudorosas.

—Muy bien, muy bien, señor Hampton —asintió, suspirando—. Pero me hubiera gustado…

—Váyase, maldita sea, ahora —gritó Hampton.

Jack se marchó.

5

La puerta del Rada se cerró de golpe tras él.

En la tranquila calle nevada, el sonido pareció un disparo de rifle.

Jack se volvió y vio a Carver Hampton bajar la persiana que cubría el vidrio de la puerta. Con grandes letras blancas sobre un fondo oscuro, destacaba una sola palabra: CERRADO.

Al cabo de unos instantes se apagaron las luces.

La nieve que cubría la acera tenía ahora un espesor de un centímetro, el doble que cuando había entrado en el establecimiento de Hampton. Seguía cayendo con fuerza de un cielo que estaba más sombrío y más claustrofóbicamente cerca que hacía unos veinte minutos.

Caminando con cuidado sobre la resbaladiza acera, Jack se dirigió hacia el coche patrulla que le estaba esperando en la esquina, de donde provenían bocanadas de humo blanco. Había dado tan sólo tres pasos cuando le detuvo un sonido que le pareció fuera de lugar en esta calle invernal: un teléfono. Miró a su derecha, a su izquierda, y divisó un teléfono público cerca de la esquina, a medio metro del coche patrulla. En la quietud poco urbana de la calle, provocada por la caída de la nieve, el ruido era tan fuerte que parecía originarse a su alrededor.

Miró fijamente el teléfono. No era una cabina. No había muchas cabinas de verdad estos días, de aquellas que tenían puertas plegables, como un pequeño armario y que ofrecían un poco de intimidad; ésas eran demasiado caras, según la compañía telefónica. En este caso era un teléfono enganchado a un poste cubierto por un protector ovalado. A lo largo de los años, había pasado muy pocas veces por delante de teléfonos públicos que sonaran cuando no había nadie esperando cerca para contestarlos; en aquellas ocasiones, no les había prestado la más mínima atención, nunca se había sentido tentado a levantar el auricular para saber quién llamaba; no era asunto suyo. Al igual que esto tampoco era asunto suyo. Sin embargo… esta vez era… diferente. El timbre del teléfono era como un lazo serpenteante que le atraía y atrapaba.

Timbrazo…

Timbrazo…

Insistente…

Atrayente…

Hipnótico…

Timbrazo…

Una extraña y preocupante transformación tuvo lugar alrededor suyo en ese barrio de Harlem. Solamente tres cosas permanecieron sólidas y reales: el teléfono, un trozo estrecho de acera nevada que conducía al teléfono, y Jack mismo. El resto del mundo pareció sumergirse en una bruma que surgía de la nada. Los edificios desaparecieron, disolviéndose como si se tratara de una película en la que se desvanece una escena para dar paso a la siguiente. Los pocos coches que circulaban por la calle nevada empezaron a… evaporarse; en su lugar se extendió progresivamente la bruma, una bruma blanca, muy blanca, como una pantalla de cine fuertemente iluminada pero sin imágenes. Los peatones, cabizbajos, con los hombros encogidos, se abrían paso a través del viento y la nieve; y poco a poco retrocedieron y se desvanecieron, también. Sólo Jack era de verdad. Y un estrecho sendero que conducía al teléfono. Y el teléfono en sí.

Timbrazo…

Se sentía atraído…

Timbrazo…

Atraído hacia el teléfono.

Intentó resistirse.

Timbrazo…

De pronto se dio cuenta de que había dado un paso. Hacia el teléfono.

Y otro.

Un tercer paso.

Parecía como si flotara.

Timbrazo…

Se movía como en sueños o como si tuviera fiebre.

Dio otro paso.

Intentó detenerse. No pudo.

Intentó correr hacia el coche patrulla, No pudo.

El corazón le latía con fuerza.

Estaba mareado, desorientado.

A pesar del viento gélido, tenía la espalda sudada.

Los timbrazos del teléfono eran similares a los movimientos rítmicos y pendulares del reloj de un hipnotizador. El sonido le atraía hacia delante sin cesar, como cuando, en épocas antiguas, las canciones de las sirenas llevaban a la muerte a los marinos de las costas.

Sabía que la llamada era para él. Lo sabía sin comprender muy bien por qué lo sabía.

Levantó el auricular.

—¿Dígame?

—¡Teniente Dawson! Me alegro de tener esta oportunidad de hablar con usted. Buen hombre, hace ya tiempo que deberíamos haber tenido una charla.

La voz era profunda, aunque no la voz de un bajo. Era suave y elegante, y se caracterizaba por un educado acento británico en el que se infiltraba el tono cantarín de las zonas tropicales. Era claramente un acento caribeño.

—¿Lavelle? —preguntó Jack.

—¡Pues claro que sí! ¿Quién si no?

—Pero cómo sabía que…

—¿Que estaba usted ahí? Mi querido amigo, de una forma un tanto laxa, le estoy vigilando.

—Está usted aquí, ¿verdad? En alguna parte de la calle, en uno de los edificios de apartamentos.

—Estoy muy lejos de allí. Harlem no es de mi gusto.

—Me gustaría hablar con usted —dijo Jack.

—Estamos hablando.

—Quiero decir, cara a cara.

—Oh, no creo que eso sea necesario.

—No le arrestaría.

—No podría hacerlo. No tiene pruebas.

—Bueno, entonces…

—Pero con cualquier excusa me retendría un par de días.

—No.

—Y yo no quiero que me retengan. Tengo trabajo.

—Le doy mi palabra que sólo lo retendría un par de horas, sólo para hacerle unas preguntas.

—¿De verdad?

—Puede fiarse de mi palabra. No se la doy a la ligera.

—Por alguna extraña razón, estoy seguro de que es verdad.

—¿Entonces por qué no nos vemos, me contesta unas preguntas, clarificamos las cosas y eliminamos las sospechas?

—Bueno, en realidad, no puedo ayudarle a eliminar las sospechas porque, de hecho, soy culpable —dijo Lavelle. Se rió.

—¿Me está diciendo que es usted el culpable de los asesinatos?

—Exactamente. ¿No es eso lo que todos le han estado diciendo?

—¿Me ha llamado para confesarse?

Lavelle se puso a reír de nuevo. Entonces continuó:

—He llamado para darle un consejo.

—¿Ah, si?

—Lleve este asunto como lo harían en mi Haití natal.

—¿Y cómo lo harían allí?

—No se meterían con un Bocor que tuviera los poderes que tengo yo.

—¿De verdad?

—No se atreverían.

—Estamos en Nueva York, no en Haití. El miedo y la superstición no es algo que nos enseñen en la Academia de Policía.

Jack se mantuvo tranquilo, imperturbable. Pero el corazón continuaba latiéndole con fuerza.

—Además, en Haití, la Policía no querría entrometerse si el objetivo del Bocor fuera una familia tan asquerosa y mierda como los Carramazza —dijo Lavelle—. No me considere un asesino, teniente. Considéreme un exterminador, que está prestando un valioso servicio a la sociedad. Así lo considerarían en Haití.

—Aquí nuestra filosofía es distinta.

—Lo siento.

—Consideramos que los asesinatos están mal sea quien sea la víctima.

—Qué poco sofisticado.

—Creemos en la inviolabilidad de la vida humana.

—Qué tontería. ¿Qué perderá la Humanidad si muere la familia Carramazza? Sólo son unos ladrones, unos asesinos, y unos chulos. Otros ladrones, asesinos y chulos ocuparán su lugar. Yo no, ¿me comprende? Quizá usted me considere igual que ellos, como un asesino, pero yo no formo parte de esa calaña. Yo soy un cura. No quiero dirigir el tráfico de drogas aquí en Nueva York. Sólo quiero quitárselo a Gennaro Carramazza como parte de su castigo. Quiero arruinarle económicamente, arrebatarle el respeto que le tiene su gente, y quitarle a su familia y amigos, asesinarlos y enseñarles lo que es la aflicción. Una vez conseguido este objetivo, cuando esté aislado, solo, asustado, cuando haya sufrido durante algún tiempo y esté totalmente desesperado, me desharé de él también, pero lentamente y con mucha tortura, Entonces me marcharé, volveré a las islas, y nunca más les molestaré. Soy tan sólo un instrumento de la justicia, teniente Dawson.

—¿Necesita realmente la justicia la muerte de los nietos de Carramazza?

—Sí.

—¿Niños inocentes?

—No son inocentes, Llevan su sangre, sus genes. Eso hace que sean tan culpables como él.

Carver Hampton tenía razón: Lavelle estaba loco.

—Ahora bien —dijo Lavelle—, sé que tendrá problemas con sus superiores si no encuentra al culpable de algunos de estos asesinatos. Todo el Departamento de Policía quedará en ridículo ante la Prensa si no se hace algo. Lo comprendo muy bien. De modo que, si quiere, yo lo planearé de forma que aparezcan suficientes pruebas como para inculpar a otra de las familias de la Mafia. Puede culpar a otros indeseables de los asesinatos de la familia Carramazza, meterlos en la cárcel, y deshacerse así de otro grupo de molestos camorristas. Sería un placer para mí resolverle el problema de esta manera.

No eran sólo las circunstancias de esta conversación —el aspecto fantástico de la calle alrededor del teléfono, la sensación de flotar, su estado febril— lo que hacía que todo pareciera tan irreal; la conversación en sí era tan extraña que superaba toda credibilidad, fueran cuales fueran las circunstancias en las que tenía lugar. Jack intentó despertar, pero el mundo no funcionaba como un reloj de pulsera; la realidad no se puso en marcha.

—¿De verdad cree que puedo tomarme en serio su propuesta? —preguntó.

—Las pruebas que le dejaré serán irrefutables. Serán válidas en cualquier juicio. No perderá el caso.

—Eso no es lo que quiero decir —dijo Jack—. ¿De verdad cree que me pondría de acuerdo con usted para acusar a un hombre inocente?

—No serían inocentes. ¡Qué va! Estoy hablando de acusar a otros asesinos, ladrones y chulos.

—Pero en este caso serían inocentes.

—Un simple problema técnico.

—No aparece en mis libros.

Lavelle se quedó un momento callado. Entonces continuó diciendo:

—Es usted un hombre interesante, teniente. Ingenuo. Iluso. Pero interesante.

—Gennaro Carramazza nos ha dicho que usted se mueve por venganza.

—Sí.

—¿De qué se venga?

—¿No se lo ha contado?

—No. ¿Qué pasó?

Silencio.

Jack esperó y casi estuvo a punto de hacerle la pregunta de nuevo.

Entonces Lavelle se puso a hablar, finalmente, en otro tono de voz, duro y amenazador.

—Yo tenía un hermano pequeño. Se llamaba Gregory. En realidad, era un hermanastro. Su apellido era Pontrain. No quiso dedicarse a las antiguas artes de la brujería y la magia. Lo evitaba. No quería tener nada que ver con las viejas religiones africanas. No tenía tiempo para el vudú, no le interesaba. Tenía un alma moderna, un amor por la tecnología. Creía en la ciencia, no en la magia; confiaba en el progreso y la tecnología, y no en los poderes de los dioses antiguos. No aprobaba mi vocación, pero no creía que pudiera hacerle daño a nadie… ni bien tampoco. Me consideraba un excéntrico inofensivo. Sin embargo y a pesar de esta falta de comprensión, yo le quería, y él me quería a mí. Éramos hermanos. Hermanos. Yo hubiera hecho cualquier cosa por él.

—Gregory Pontrain… —dijo Jack pensativamente—. El nombre me resulta familiar.

—Hace años, Gregory emigró legalmente a los Estados Unidos. Trabajó mucho para costearse sus estudios, le dieron una beca. Siempre supo escribir bien, incluso de niño, y creyó saber qué hacer con su talento. Se licenció en periodismo en la Universidad de Columbia. Fue el primero de la clase. Empezó a trabajar en el New York Times. Durante un año no escribió nada, simplemente se dedicaba a verificar la información de los otros periodistas. Poco a poco, llegó a escribir varios trabajos propios. Cosas pequeñas. De poca monta. Lo que podría llamarse de «interés humano». Y entonces…

—Gregory Pontrain —dijo Jack—. Claro. El periodista de sucesos.

—Al cabo de un tiempo, mi hermano escribió sobre algunos asesinatos. Robos. Redadas relacionadas con el narcotráfico. Hizo su trabajo bien. De hecho, empezó a buscar otras historias y a escribir sobre cosas que había descubierto él mismo. Con el tiempo se convirtió en el experto en narcotráfico del Times. Nadie sabía más del tema que él: de la involucración de los Carramazza, la manera en que la organización de Carramazza había sobornado a tantos detectives de la brigada antivicio y a políticos de la ciudad. Nadie sabía más que Gregory, nadie. Publicó esos artículos…

—Los leí. Fue un buen trabajo. Cuatro artículos, creo.

—Sí. Tenía la intención de escribir más, por lo menos media docena más. Se hablaba de darle el Pulitzer, basándose en lo que había escrito hasta entonces. Había recogido suficientes pruebas como para interesar a la Policía y apoyar tres acusaciones del tribunal. Tenía las fuentes, ¿entiende?, gente dentro de la Policía y dentro de la familia Carramazza, gente que confiaba en él. Estaba convencido de que él mismo podría acabar con Dominick Carramazza. El pobre imbécil y valiente de Gregory. Creyó que era su deber luchar contra el mal estuviera donde estuviera. El periodista cruzado. Creyó que él podría cambiar las cosas. No sabia que la única manera de negociar con los poderes del mal es hacer la paz con ellos, acomodarse a ellos como he hecho yo. Una noche, el pasado mes de marzo, él y su mujer, Ona, iban a cenar…

—La bomba en el coche —interrumpió Jack.

—Ambos volaron por los aires. Ona estaba embarazada. Hubiera sido su primer hijo. De modo que Gennaro Carramazza me debe tres vidas: la de Gregory, la de Ona y la del bebé.

—El caso no se resolvió nunca —le recordó Jack—. No pudo probarse que fuera la familia Carramazza.

—Fue Carramazza.

—No puede estar seguro.

—Si, sí que puedo estarlo. Yo también tengo mis fuentes. Incluso mejores que las de Gregory. Tengo los ojos y los oídos del Infierno que trabajan para mí. —Se echó a reír. Tenía una risa musical y atractiva que a Jack le resultó inquietante. Un loco debería tener la risa de un loco y no la risa de tu tío preferido—. El Infierno, teniente. Y no me refiero al Infierno de los criminales, la miserable Cosa Nostra con su orgullo siciliano y un código de honor vacío. El Infierno al que yo me refiero es un lugar mucho más profundo que el lugar que ocupa la Mafia, mucho más profundo y oscuro. Yo tengo los ojos y los oídos de los antiguos, los informes de los demonios y de los ángeles del mal, el testimonio de todas aquellas entidades que lo ven y lo saben todo.

«Un caso de locura —pensó Jack—. A este hombre hay que encerrarlo».

Pero había algo más que locura, había algo más en la voz de Lavelle que removía los instintos de Jack. Cuando Lavelle hablaba de lo sobrenatural, lo hacía con admiración y convicción; sin embargo, cuando hablaba de su hermano, la voz era grasienta y llena de sentimientos hipócritas y poco convincentes. Jack intuyó que la venganza no era el principal motivo de Lavelle y que, de hecho, era muy posible que hubiera odiado a su honesto hermano, que quizás incluso estuviera contento (o al menos se sintiera aliviado) por la muerte de su hermano.

—Su hermano no estaría de acuerdo con esta venganza —dijo Jack.

—Quizá sí. Usted no lo conocía.

—Pero sé lo suficiente acerca de él como para afirmar con toda seguridad que no se parecía en nada a usted. Era un hombre decente. Él no estaría de acuerdo con tanta matanza. Todo esto le daría asco.

Lavelle no dijo nada, pero se podía ver la mala cara que estaba poniendo, su ira silenciosa.

—No estaría de acuerdo con el asesinato de los nietos de nadie, llevando la venganza hasta la tercera generación. No estaba enfermo, como usted. No estaba loco —dijo Jack.

—No importa que estuviera de acuerdo o no —dijo Lavelle con impaciencia.

—Supongo que eso se debe a que su móvil no es realmente la venganza. Al menos no en lo más profundo de su ser.

De nuevo, Lavelle se quedó silencioso.

Intentando sacar la verdad a la luz, Jack dijo:

—Por tanto, dado que su hermano no estaría de acuerdo con una venganza llevada a cabo en su nombre, entonces, ¿por qué…?

—No voy a exterminar a esta chusma en nombre de mi hermano —contestó Lavelle, furioso—. Lo hago en nombre propio. En el mío y en el de nadie más. Esto debe quedar muy claro. Nunca he dicho lo contrario. El honor derivado de estas muertes es mío y no de mi hermano.

—¿Honor? ¿Desde cuándo el asesinato es un honor, una buena referencia, un orgullo? Es una locura.

—No es una locura —contestó Lavelle acaloradamente. La ira le hacía hervir la sangre—. Es el razonamiento de los antiguos, los dioses de Pétro y Congo. Nadie puede matar al hermano de un Bocor y no ser castigado. El asesinato de mi hermano es un insulto para mí. Me desmerece. Es como reírse de mi. No puedo tolerarlo. ¡No lo toleraré! Mis poderes de Bocor quedarían debilitados para siempre si yo no llevo a cabo la venganza. Los antiguos me perderían el respeto, me girarían la espalda, me retirarían su apoyo y sus poderes. —Su discurso era violento ahora, perdía el control—. Debe correr la sangre. Deben abrirse las compuertas de la muerte. Todos aquellos que osaron reírse de mi poniéndole las manos encima a mi hermano serán barridos por los océanos del dolor. Incluso si odiara a Gregory, era de mi familia; nadie puede derramar la sangre de un miembro de la familia de un Bocor y no ser castigado. Si no llevo a cabo una venganza adecuada, los antiguos nunca más me ayudarán; nunca más impondrán mis maldiciones y hechizos. Debo vengar la muerte de mi hermano con, por lo menos, una docena de asesinatos propios si quiero mantener el respeto y el patrocinio de los dioses de Pétro y Congo.

Jack había llegado al fondo de las razones que motivaban al hombre, pero sus esfuerzos no habían sido recompensados. Las verdaderas razones no tenían sentido para él; le parecía sólo otro aspecto de la locura de Lavelle.

—¿Realmente se cree todo esto? —preguntó Jack.

—Es la verdad.

—Es una locura.

—Con el tiempo verá que tengo razón.

—Una locura —repitió Jack.

—Otro consejo —añadió Lavelle.

—Es el único sospechoso que he conocido que me ha ofrecido tantos consejos. Un verdadero Ann Landers.

Sin prestarle atención, Lavelle dijo:

—Retírese de este caso.

—No puede estar hablando en serio.

—Retírese de él.

—Es imposible.

—Pida que le retiren.

—No.

—Lo hará si no quiere perder el pellejo.

—Es usted un hijo de puta arrogante.

—Ya lo sé.

—Soy policía, ¡por el amor de Dios! No puedo hacer que me retiren simplemente porque usted me amenaza. Las amenazas sólo consiguen que me interese más y que haga mi trabajo con más ahínco. La Policía de Haití debe de hacer lo mismo. No puede ser tan diferente. Además, ¿qué conseguiría usted si yo me retirara del caso? Me remplazaría otro. Seguirían buscándole.

—Si, pero el sustituto no sería tan inteligente y lúcido como para considerar la posibilidad de la eficacia del vudú. Se limitaría a los habituales procedimientos policiales, y yo de eso no tengo miedo.

—¿Quiere decir que la única amenaza para usted es mi inteligencia y mi lucidez? —se sorprendió Jack.

Lavelle no respondió a la pregunta.

—Muy bien. Si no quiere retirarse del caso, entonces por lo menos deje de investigar el vudú. Lleve el asunto como quiere llevarlo Rebecca Chandler, como una habitual investigación de homicidios.

—No puedo creer que tenga tanto descaro —dijo Jack.

—Su mente está abierta, aunque sólo sea un resquicio, a la posibilidad de que exista una explicación sobrenatural. No siga por ese camino. Eso es todo lo que le pido.

—¿Ah, o sea que eso es todo?

—Dedíquese a buscar huellas, a hablar con los técnicos del laboratorio, con los expertos habituales, y utilice los procedimientos de siempre. Interrogue a todos los testimonios que quiera…

—Gracias por el permiso…

—… esas cosas no me importan —continuó Lavelle, como si Jack no le hubiera interrumpido—. De esa manera nunca me encontrará. Habré acabado con los Carramazza y estaré de vuelta en las islas antes de que tenga una sola pista. Simplemente olvídese del aspecto vudú.

Sorprendido por la osadía del hombre, Jack dijo:

—¿Y si no quiero olvidarme del vudú?

Se oyó un fuerte silbido por la línea telefónica, y Jack se acordó de la serpiente negra que había mencionado Carver Hampton, y se preguntó si Lavelle podría llegar a mandar una serpiente por el teléfono, o por el auricular para que le mordiera la oreja y la cabeza, o los labios, la nariz y los ojos… Apartó el auricular y lo observó con cuidado, pero se sintió ridículo y se lo volvió a acercar a la cara.

—Si insiste en investigar el vudú, si continúa esa línea de investigación… entonces haré que su hijo y su hija acaben hechos pedazos —amenazó Lavelle.

Por fin, una de sus amenazas afectó a Jack. Se le revolvió el estómago.

—¿Se acuerda del aspecto que tenían Dominick Carramazza y sus guardaespaldas? —preguntó Lavelle.

Y en aquel momento los dos se pusieron a hablar a la vez, Jack gritando, Lavelle manteniendo un tono de voz pausado y tranquilo.

—¡Escucha, monstruoso hijo de puta…

—… allí en el hotel, el viejo Dominick, hecho pedazos…

—… no se acerque a…

—… los ojos arrancados, sangrientos…

—… a mis hijos, o si no…

—Cuando haya acabado con Davey y Penny…

—… le volaré la tapa de los sesos!

—… serán tan sólo carne muerta…

—Le advierto…

—… carne para los perros, basura…

—… le encontraré…

—… e incluso quizá violaré a la niña…

—… asqueroso montón de mierda!

—… porque ella es una pieza tierna y jugosa. A veces me gustan tiernas, muy jóvenes y tiernas, inocentes. Me excita la corrupción.

—Al amenazar a mis hijos, imbécil, acaba de perder las pocas oportunidades que tenía. ¿Quién se cree que es? Dios mío, ¿dónde se cree que está? Esto es América, imbécil. No se pueden hacer esas cosas aquí, amenazar a mis hijos.

—Le concedo el resto del día para que se lo piense. Entonces, si no se retira, cogeré a Davey y a Penny. Y será muy doloroso para ellos.

Lavelle colgó.

—¡Espere! —gritó Jack.

Golpeó insistentemente el teléfono intentando restablecer el contacto y volver así a hablar con Lavelle. Por supuesto, no funcionó.

Sostenía el auricular con tanta fuerza que le dolía la mano y tenía los músculos agarrotados hasta el hombro. Colocó el auricular sobre el teléfono con tanta fuerza que casi se rompió.

Respiraba igual que un toro que hubiera estado durante algún tiempo embistiendo al torero. Era consciente del pulso en las sienes, y sentía el calor que le invadía las mejillas. Los nudos del estómago se habían vuelto todavía más dolorosos.

Al cabo de unos momentos, se apartó del teléfono. Temblaba de ira. Se quedó quieto bajo la nieve, intentando controlarse poco a poco.

No pasaría nada. No había nada de qué preocuparse. Penny y Davey estaban a salvo en el colegio, donde había mucha gente para vigilarles. Era un buen colegio, responsable, y con una seguridad de primera. Y Faye los recogería a las tres y se los llevaría a su casa; Lavelle no podía saber eso. Si decidía hacer daño a los chicos esta noche, esperaría encontrarlos en su apartamento; cuando descubriera que no estaban en casa, no sabría dónde buscarlos. A pesar de lo que había dicho Carver Hampton, Lavelle no podía saberlo y verlo todo. ¿Verdad? Claro que no. No era Dios. Puede que fuera un Bocor, un cura con verdaderos poderes, un hechicero. Pero no era Dios. De modo que los niños estarían a salvo con Faye y Keith. De hecho; quizá fuera una buena idea que se quedaran en el apartamento de los Jamison a dormir. O incluso durante los próximos días, hasta que encontraran a Lavelle. A Faye y a Keith no les importaría; agradecerían la visita, la oportunidad de malcriar a sus únicos sobrinos. Quizás incluso fuera una buena idea no llevarles al colegio hasta que se acabara este asunto. Y hablaría con el capitán Gresham para que les diera protección, un oficial que vigilara el apartamento de los Jamison cuando no estuviera Jack. No había muchas posibilidades de que Lavelle encontrara a los niños. Era poco probable. Pero por si acaso… Y si Gresham no se tomaba en serio la amenaza, si creyera injustificada una vigilancia de veinticuatro horas, entonces se podría llegar a algún acuerdo con los otros detectives; ellos le ayudarían, al igual que él les ayudaría a ellos si les ocurriera algo parecido; todos ellos cederían algunas de sus horas libres para turnarse en la casa de los Jamison; cualquier cosa por un compañero que tenía amenazada la familia; formaba parte de un código. Bueno. Todo se arreglaría.

El mundo, que extrañamente había desaparecido cuando había empezado a sonar el teléfono, volvió a aparecer. Jack oyó ruidos primero: la bocina de un coche, risas por la calle, el sonido de las cadenas de los neumáticos, el aullido del viento. Le rodearon de nuevo los edificios. Un peatón pasó corriendo por su lado, protegiéndose del viento; y ahora se acercaban tres adolescentes negros, riéndose y tirándose bolas de nieve. Había desaparecido la bruma; y ya no se sentía mareado ni desorientado. Se preguntó si realmente había existido la bruma, y decidió que la extraña neblina sólo había existido en su mente, producto de su imaginación. Lo que debía de haber ocurrido era… debía de haber tenido algún tipo de ataque; sí, claro, nada más que eso.

Pero exactamente, ¿qué tipo de ataque? ¿Y por qué le había ocurrido a el? ¿Qué lo había provocado? No era epiléptico. No sufría hipotensión, ni ninguna otra enfermedad, que él supiera. Nunca se había desmayado en la vida ni nada parecido. Gozaba de una salud perfecta. Entonces, ¿por qué?

¿Y cómo había sabido que la llamada era para él?

Se quedó allí quieto unos instantes, pensándolo, mientras caían miles de copos de nieve, rodeándole como si fueran polillas.

Finalmente se percató de que sería mejor llamar a Faye y explicarle la situación, avisaría de que no la siguieran cuando recogiera a los niños de la escuela Wellton. Se volvió hacia el teléfono público, pero se detuvo. No. No llamaría desde allí. No llamaría por el teléfono que había usado Lavelle. Parecía ridículo suponer que el hombre tenía intervenido un teléfono público… pero también le parecía estúpido probarlo.

Más tranquilo —todavía furioso pero menos asustado de lo que había estado— se dirigió hacia el coche patrulla que le estaba esperando.

Había casi dos centímetros de nieve en el suelo. La tormenta se estaba convirtiendo en una verdadera ventisca.

El viento tenía dientes de hielo. Mordía.

6

Lavelle regresó al cobertizo metálico del jardín de su propiedad. En el exterior, el invierno causaba estragos; en el interior, un calor intenso y seco hacía que brotara el sudor sobre la piel color de ébano de Lavelle y que le cayeran gotas por la cara. La reluciente luz de color naranja proyectaba sombras saltarinas sobre las paredes acanaladas. Del agujero en el centro del suelo, surgía un sonido, un susurro escalofriante, como de miles de voces distantes, susurros de ira.

Había traído dos fotografías: una de Davey Dawson, y la otra de Penny Dawson. Las había sacado él mismo, ayer por la tarde, en la calle delante de la escuela Wellton. Se había colocado en su furgoneta, aparcada a casi una manzana de distancia, y había utilizado una «Pentax» de 35 mm con un teleobjetivo. Había revelado la película en su propio laboratorio.

Para echar una maldición a alguien y estar seguro de que se conseguiría el desastre deseado, un Bocor requería un icono de la víctima. Tradicionalmente, el cura preparaba un muñeco, lo fabricaba con trozos de tela de algodón y lo rellenaba con serrín o arena, y después intentaba que la cara del muñeco se asemejara todo lo posible al rostro de la víctima; una vez conseguido esto, se realizaba el ritual en donde el muñeco sustituía a la persona de verdad.

Pero aquello resultaba ser una tarea aburrida que se hacía aún más difícil por el hecho de que a un Bocor normal —que no tuviera el talento y la habilidad de un artista— le era virtualmente imposible hacer que una cara de algodón se pareciese lo bastante al rostro de cualquier persona. De modo que siempre surgía la necesidad de embellecer al muñeco con un mechón de pelo o el trozo de una uña o una gota de sangre de la víctima y obtener estas cosas no resultaba nada fácil. No podías pasarte horas cerca del barbero o la peluquería de la víctima, semana tras semana, esperando que viniera a cortarse el pelo. Tampoco podías pedirle que te guardara unos trozos de uña la próxima vez que se hiciera la manicura. Y casi la única manera de obtener una muestra de sangre de la futura víctima era asaltándole, arriesgándose a que te cogiera la Policía, que era precisamente lo que se intentaba evitar al utilizar la magia y no los puños, un cuchillo o un arma de fuego.

Todas estas dificultades podían evitarse utilizando una buena fotografía en vez de un muñeco. Por lo que sabía Lavelle, él era el único Bocor que había utilizado esta tecnología moderna en la práctica del vudú. La primera vez que la usó, creyó que no funcionaría; sin embargo, seis horas después de finalizar el ritual, la víctima estaba muerta, aplastada bajo las ruedas de un camión que se dio a la fuga. Desde entonces, Lavelle había utilizado fotografías en todas las ceremonias en las que normalmente se hubiera utilizado un muñeco. Obviamente, poseía parte de la sensibilidad moderna y fe en el progreso de su hermano Gregory.

Ahora, de rodillas sobre el suelo de tierra del cobertizo, al lado del hoyo, utilizó un bolígrafo para perforar la parte superior de las fotografías de diez por doce. Entonces pasó una fina cuerda por las dos fotografías. Dos estacas de madera habían sido clavadas en el suelo, cerca del borde del hoyo, una frente a la otra, separadas por el vacío. Lavelle enganchó un extremo de la cuerda a una de las estacas de madera, la pasó por encima del hoyo, y sujetó el otro extremo a la otra estaca. Las fotografías de los chicos colgaban por encima del centro del agujero, iluminadas por el brillo anaranjado que surgía de la misteriosa profundidad.

Pronto tendría que matara los niños. Le estaba concediendo unas horas a Jack Dawson, una última oportunidad para retirarse, pero estaba bastante seguro de que Dawson no cedería.

No le importaba matar niños. Lo esperaba con ilusión. El asesinato de los muy jóvenes resultaba especialmente estimulante.

Se pasó la lengua por los labios.

El sonido que surgía del pozo, los susurros distantes que parecían componerse de miles de voces susurrantes y murmurantes, parecieron hacerse un poco más fuertes cuando Lavelle colgó las fotografías. Y los susurros eran ahora nuevos y amenazadores; no eran sólo de ira; no sólo eran amenazantes, sino que tenían una calidad escurridiza que, de alguna manera, pronosticaban unas necesidades monstruosas, una horrenda voracidad, de sangre y perversión, el sonido de un hambre insaciable y oscura.

Lavelle se quitó la ropa.

Acariciándose los genitales, recitó una corta oración.

Estaba preparado para empezar.

A la izquierda del cobertizo había cinco cuencos grandes de cobre. Cada uno de ellos contenía una sustancia diferente harina blanca, harina de maíz, polvo rojo de ladrillo, carboncillo en polvo, y raíz de tannis en polvo. Recogiendo un puñado de polvo de ladrillo, y dejando que se le escapara de la mano, Lavelle empezó a realizar un diseño complejo sobre el suelo en el flanco norte del hoyo.

Este diseño se llamaba un vévé, y representaba la figura y el poder de una fuerza astral. Los Houngon o los Bocor debían conocer cientos de vévé. Al dibujar varios vévé apropiados antes de iniciar el ritual, el cura obligaba a los dioses a que prestaran atención al Oumphor, el templo donde se llevaban a cabo los ritos. El vévé tenía que dibujarse a pulso, sin la ayuda de una plantilla y naturalmente sin la ayuda de un dibujo preliminar hecho sobre la tierra; a pesar de tener que hacerse a pulso, el vévé tenía que ser simétrico y bien proporcionado si se quería que tuviera efecto. La creación de los vévé requería mucha práctica, una mano ágil y sensible, y unos ojos de lince.

Lavelle recogió un segundo puñado de polvo de ladrillo y continuó con su trabajo. Al cabo de unos minutos había dibujado el vévé que representaba el Simbi Y-An-Kitha, uno de los oscuros dioses de Pétro.

Se frotó la mano con una toalla limpia y seca, haciendo desaparecer la mayor parte del polvillo. Cogió un puñado de harina y empezó a dibujar otro vévé en el flanco sur del hoyo. Este modelo era muy distinto al primero.

Realizó cuatro diseños complejos en total, uno a cada lado del hoyo. El tercero lo hizo con carboncillo y el cuarto con raíz de tannis en polvo.

Entonces, y teniendo cuidado de no alterar los vévé, se agachó, desnudo, al borde del pozo.

Miró hacia abajo fijamente.

Hacia abajo…

El suelo del pozo se movió, hirvió, cambió, se agitó, rezumó, se acercó, latió, retrocedió. Lavelle no había colocado ningún tipo de fuego ni iluminación en el pozo, sin embargo resplandecía y brillaba. En un principio el suelo del pozo estaba sólo a tres metros, tal y como él lo había construido. Pero cuanto más miraba, más profundo parecía hacerse. Ahora tenía treinta metros en vez de tres. Ahora trescientos. Ahora tres kilómetros. Ahora era tan profundo como el mismo centro de la tierra. Y más profundo, todavía más profundo, más profundo que la distancia que nos separa de la luna y las estrellas, más profundo que la que nos separa del borde del universo.

Cuando el fondo del pozo había retrocedido hasta el infinito, Lavelle se puso de pie. Empezó a cantar una canción de cinco notas, un canto repetitivo de destrucción y muerte, e inició el rito orinando sobre las fotografías que había colgado de la cuerda.

7

En el coche patrulla.

El susurro y crujido de la radio de la Policía.

Camino hacia el centro. Hacia el despacho.

Neumáticos con cadenas chirriando sobre la calzada.

Los copos de nieve colisionando silenciosamente con el parabrisas. Los limpiaparabrisas moviéndose con una monotonía metronómica.

Nick Iervolino, el oficial detrás del volante, despertó a Jack de un estado casi de trance:

—No tiene que preocuparse por la forma en que conduzco, teniente.

—Estoy seguro de que no —dijo Jack.

—He conducido un coche patrulla durante doce años y nunca he tenido un accidente.

—¿De verdad?

—Ni siquiera una rascadita en mis coches.

—Enhorabuena.

—Nieve, lluvia, hielo… nada me molesta. Nunca tengo el más mínimo problema con los coches. Es una especie de talento. No sé de dónde me viene. Mi madre no conduce. Mi viejo si, pero es uno de los peores conductores del mundo. Me aterroriza ir con él. Sin embargo yo tengo un don para los coches… O sea que no se preocupe.

—No estoy preocupado —le aseguró Jack.

—Parecía preocupado.

—¿Por qué lo dice?

—Tenía los dientes muy apretados.

—¿De verdad?

—Tenía la sensación de que las muelas se le iban a partir por la mitad.

—No me he dado cuenta. Pero, créame, no estoy preocupado por la forma en que conduce.

Se acercaban a un cruce en donde media docena de coches se encontraban colocados en todas direcciones, con los neumáticos patinando sobre la nieve, intentando reorientarse o por lo menos quitarse de en medio. Nick Iervolino frenó lentamente, con cuidado, hasta que viajaron a paso de tortuga, serpenteando alrededor de los coches parados.

—Si no le preocupa mi forma de conducir, ¿qué es lo que le preocupa? —dijo, al otro lado del cruce.

Jack dudó unos instantes y después le contó lo de la llamada de Lavelle.

Nick escuchaba sin dejar de prestar atención a las traidoras calles. Cuando Jack acabó, Nick dijo:

—¡Dios Santo Todopoderoso!

—Mis mismos sentimientos —dijo Jack.

—¿Cree que puede hacerlo? ¿Hacerles daño a sus hijos? ¿Cree que realmente puede funcionar una maldición?

Jack le devolvió la pregunta:

—¿Tú qué crees?

Nick se quedó pensativo unos momentos. Entonces dijo:

—No lo sé. Vivimos en un mundo extraño, ¿sabe? Platillos volantes, el Triángulo de las Bermudas, el Abominable Hombre de las Nieves, un montón de cosas extrañas pasan por ahí. Me gusta leer ese tipo de cosas. Me fascinan. Hay millones de personas que dicen haber visto cosas realmente extrañas. No todo puede ser mentira, ¿verdad? Quizás en parte. Puede que la mayor parte. Pero no todo. ¿Verdad?

—Quizá no todo —asintió Jack.

—De modo que quizá funcione el vudú.

Jack asintió.

—Claro está, que por su bien y el de los niños, espero por Dios que no funcione —añadió Nick.

Viajaron un rato en silencio.

—Hay una cosa que me preocupa de este Lavelle, de lo que le dijo —dijo Nick.

—¿Qué te preocupa?

—Bueno, supongamos que el vudú funciona.

—De acuerdo.

—Quiero decir, supongamos que es así.

—Entiendo.

—Bueno, si el vudú funciona, y él quiere que se retire del caso, ¿por qué querría utilizar poderes mágicos para matar a sus hijos? ¿Por qué no los utiliza sólo para matarle a usted? Sería mucho más directo.

Jack frunció el ceño.

—Tienes razón.

—Si le asesinara a usted, le asignarían a otro detective el caso, y es poco probable que el nuevo detective considerase el aspecto vudú de este asunto. De modo que la forma más fácil para que Lavelle consiga lo que quiere es eliminándole a usted con una de sus maldiciones. Entonces, ¿por qué no hace eso? Suponiendo que la magia funcione, claro está.

—No lo sé.

—Yo tampoco —dijo Nick—. No me lo explico. Pero creo que esto puede ser importante, teniente. ¿Usted no?

—¿En qué sentido?

—Veamos, aunque el tipo sea un loco, aunque el vudú no funcione y esté tratando simplemente con un loco, por lo menos el resto de la historia, todas esas cosas extrañas que le dijo, tienen su propia lógica. No son un montón de contradicciones. ¿Sabe lo que quiero decir?

—Sí.

—La historia se sostiene, aunque sea una sarta de tonterías. Resulta extrañamente lógica. A excepción de la amenaza hecha contra sus hijos. Eso no encaja. Es ilógico. Se toma demasiado trabajo cuando simplemente podría maldecirle a usted. De modo que si tiene el poder, ¿por qué no lo utiliza contra usted si tiene que hacerlo contra alguien?

—Quizá sepa que no puede asustarme a mí amenazándome de muerte, y que la única forma de asustarme es amenazando a mis hijos.

—Pero si simplemente quisiera destrozarle a usted y hacer que le mordiesen a trocitos como a todos los otros, entonces no tendría necesidad de intimidarle. La intimidación es una cosa torpe. El asesinato es mucho más limpio. ¿Entiende lo que quiero decir?

Jack observó cómo caía la nieve sobre el parabrisas, y consideró lo que Nick le había dicho. Tenía el presentimiento de que era importante.

8

En el cobertizo, Lavelle completó el ritual. Iluminado por la luz naranja respiraba con dificultad, empapado. Las gotas de sudor reflejaban la luz y parecían gotitas de pintura naranja. El blanco de sus ojos estaba también teñido por el mismo resplandor sobrenatural, y sus uñas bien cortadas también desprendían reflejos anaranjados.

Sólo faltaba dar un paso más para asegurarse de la muerte de los niños Dawson. Cuando llegase el momento, cuando concluyera el plazo concedido a Jack Dawson, si éste no se retiraba del caso como quería Lavelle, entonces sólo tendría que coger unas tijeras ceremoniales y cortar ambos extremos de la fina cuerda de donde colgaban las fotografías. Las fotos caerían en el pozo y desaparecerían en el resplandor del horno, y entonces quedarían libres los poderes del mal y la maldición se llevaría a cabo. Penny y Davey Dawson no tendrían ninguna posibilidad de escapar.

Lavelle cerró los ojos y se imaginó que estaba allí de pie al lado de los cuerpos sangrientos y sin vida de los niños. La idea le excitaba.

El asesinato de niños era una tarea peligrosa, una empresa que un Bocor no consideraba a no ser que no tuviera ninguna otra elección. Antes de asesinar a un niño, era conveniente protegerse de la ira de los dioses Rada, los dioses de la magia blanca, ya que se enfurecían con el sacrificio de los niños. Si un Bocor mataba a un niño inocente sin conocer los encantos y hechizos necesarios para protegerse del poder de los Rada, entonces padecería un dolor intolerable durante muchos días y noches. Y cuando finalmente el Rada le quitara la vida, no le importaría morir; de hecho, agradecería poner fin a su sufrimiento.

Lavelle sabía cómo protegerse de los Rada. Había asesinado a otros niños anteriormente, y cada vez había salido airoso. Sin embargo, estaba tenso e intranquilo. Existía siempre la posibilidad de un error. A pesar de sus conocimientos y de su poder, era un plan peligroso.

Por otra parte, si un Bocor utilizaba sus dotes sobrenaturales para matar a un niño, y salía airoso, entonces los dioses de Pétro y Congo se alegraban de tal forma que le otorgaban incluso más poderes. Si Lavelle conseguía destruir a Penny y a Davey Dawson y desviar la ira de los Rada, su maestría de la magia negra sería incluso más impresionante que antes.

Con los párpados cerrados, se imaginaba los cuerpos rasgados y mutilados de los niños Dawson.

Se rió silenciosamente.

En el apartamento de los Dawson, lejos del cobertizo donde Baba Lavelle estaba llevando a cabo su ritual, dos docenas de criaturas con ojos plateados se balanceaban en las sombras, en consonancia con el ritmo de los cánticos y canciones del Bocor. Su voz no podía oírse en el apartamento, claro está. Sin embargo, estos bichos con ojos dementes parecían ser conscientes de la música. Balanceándose, se situaban en la cocina, en el salón… en el oscuro pasillo, donde vigilaban la puerta con gran ansiedad. Cuando Lavelle finalizó el ritual, las pequeñas bestias dejaron de balancearse, exactamente en el mismo momento, en el mismo instante en que Lavelle se quedó silencioso. Las criaturas se pusieron rígidas. En estado de alerta. Preparadas.

En un desagüe debajo de la escuela Wellton, otras criaturas también se balanceaban en la oscuridad, con ojos resplandecientes, siguiendo el ritmo de los cánticos de Lavelle, aunque allí no podían llegar a oírse. Cuando cesaron los cánticos, dejaron de balancearse y se quedaron tan quietas, tan alertas, tan dispuestas a atacar como los invitados del apartamento de los Dawson.

9

El semáforo se puso rojo, y el cruce quedó ocupado por una masa de peatones abrigados, con los rostros ocultos bajo las bufandas y los cuellos de los abrigos. Pasaron resbalándose y caminando con cuidado por delante del coche patrulla.

—Me pregunto… —dijo Nick Iervolino.

—¿Qué? —preguntó Jack.

—Bueno, supongamos que el vudú realmente funciona.

—Ya lo hemos estado suponiendo.

—Sí, pero hipotéticamente.

—Sí, sí. Todo eso ya lo hemos estudiado. Continúa.

—Bueno. ¿Entonces por qué Lavelle amenaza a sus hijos? ¿Por qué no le maldice a usted, le hace desaparecer y se olvida de los niños? Ésa es la pregunta.

—Ésa es la pregunta —reconoció Jack.

—Bueno, quizá, por alguna razón, su magia no funciona con usted.

—¿Qué razón?

—No lo sé.

—Si funciona con otras personas, que en realidad es lo que estamos suponiendo, entonces, ¿por qué no iba a funcionar conmigo?

—No lo sé.

—Si funciona con mis hijos, ¿por qué no iba a funcionar conmigo?

—No lo sé. A no ser que… bueno, quizás usted tenga algo diferente.

—¿Diferente? ¿Cómo qué?

—No lo sé.

—Pareces un disco rayado.

—Ya lo sé.

—No es una gran explicación la que se te ha ocurrido —suspiró Jack.

—¿Se le ocurre otra mejor?

—No.

El semáforo se puso verde. Ya habían cruzado todos los peatones. Nick se dirigió al cruce y giró a la izquierda.

—Diferente, ¿eh? —dijo Jack, al cabo de un rato.

—De alguna manera.

Mientras se dirigían al centro, hacia la oficina, hablaron del tema, intentando averiguar dónde podía estar la diferencia.

10

En la escuela Wellton las clases acababan a las tres de la tarde. A las tres y diez, una masa de niños charlatanes y sonrientes aparecían en la puerta principal, bajando las escaleras, hasta alcanzar la acera, admirándose en la nieve que había convertido el paisaje urbano de Nueva York en un lugar de fantasía. Cubiertos de pies a cabeza con gorros de lana, orejeras, bufandas, jerseys, abrigos, guantes, tejanos y botas altas, caminaban balanceándose ligeramente, con los brazos un poco separados del cuerpo a causa de todas las capas de ropa que llevaban; parecían estar calentitos y bien protegidos, y se parecían de alguna manera a un montón de ositos mágicamente animados.

Algunos de los alumnos vivían cerca y eran suficientemente mayores como para irse solos a casa, y diez de ellos se metieron en un minibús que sus padres habían comprado. Pero a la mayoría de ellos les esperaban un padre o una madre, o un abuelo en el coche de la familia, o a causa de la inclemencia del tiempo, en un taxi.

La señora Shepherd, una de las profesoras, era la encargada de vigilar la salida esta semana. Se paseaba por la acera, vigilándolo todo, asegurándose de que ninguno de los pequeños intentara regresar caminando a casa, que nadie se metiera en un coche con un extraño. Hoy tenía además la tarea de impedir que se iniciaran batallas de bolas de nieve.

A Penny y a Davey les habían dicho que les recogería su tía Faye, en vez de su padre, pero no la veían por ninguna parte cuando bajaron las escaleras, de modo que se colocaron a un lado. Se quedaron de pie delante de la verja de color verde esmeralda que separaba el callejón entre la escuela Wellton y la casa vecina. La verja no estaba al mismo nivel de la fachada de los dos edificios, sino que formaba un hueco de unos ocho o diez centímetros. Intentando protegerse del frío viento que les azotaba cruelmente las mejillas y traspasaba incluso sus pesados abrigos, se apretujaron contra la verja, acurrucándose en el recoveco.

—¿Por qué no viene papá? —preguntó Davey.

—Supongo que debe de tener trabajo.

—¿Por qué?

—Supongo que está resolviendo un caso importante.

—¿Qué caso?

—No lo sé.

—¿No es peligroso, verdad?

—Seguramente no.

—No le dispararán, ¿verdad?

—Claro que no.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Estoy segura —contestó, aunque no estaba segura en absoluto.

—A todas horas matan policías.

—No tan a menudo.

—¿Qué haremos si matan a papá?

Inmediatamente después de la muerte de su madre, Davey aceptó la pérdida bastante bien. Mejor de lo que podía esperarse. De hecho, mejor que Penny. No había necesitado un psiquiatra. Habla llorado, claro está; había llorado mucho, durante unos cuantos días, pero se recuperó pronto. Íntimamente, sin embargo, un año y medio después del funeral, había empezado a abrigar un terrible temor a perder también a su padre. Por lo que Penny sabía, ella era la única que se daba cuenta de lo muy obsesionado que estaba Davey con los peligros —tanto reales como imaginarios— de la profesión de su padre. No había hablado del estado mental de su hermano con su padre, ni con nadie, porque pensó que ella misma podría ayudarle. Al fin y al cabo, era su hermana mayor; él era responsabilidad suya; ella tenía ciertas obligaciones. Durante los meses después de la muerte de su madre, Penny le había fallado a Davey; al menos ella así lo creía. Se había desmoronado. No había estado a su lado cuando él más la necesitaba. Ahora tenía intención de remediarlo.

—¿Qué haríamos si mataran a papá? —preguntó de nuevo.

—No lo van a matar.

—Pero si le mataran, ¿qué haríamos?

—No nos pasará nada.

—¿Tendríamos que ir a un orfanato?

—No, tonto.

—¿A dónde iríamos, entonces? ¿Eh? ¿Penny, a dónde iríamos?

—Seguramente iríamos a vivir con tía Faye y tío Keith.

—¡Uf!

—Se está bien con ellos.

—Preferiría irme a vivir a las cloacas.

—Eso es ridículo.

—Sería divertido vivir en las cloacas.

—Divertido es lo último que sería.

—Podríamos salir por la noche y robar la comida.

—¿De quién? ¿De los vagabundos que duermen en las cloacas?

—Podríamos tener un caimán.

—No hay caimanes en las cloacas.

—Claro que hay —dijo.

—Eso es un mito.

—¿Un qué?

—Un mito. Una invención. Un cuento.

—Estás loca. Los caimanes viven en las cloacas.

—Davey…

—¡Claro que sí! ¿Y si no dónde quieres que vivan?

—En Florida, por ejemplo.

—¿Florida? Qué tontería. ¡Florida!

—Sí, Florida.

—Sólo los viejos ricos y las jóvenes buscadoras de fortuna viven en Florida.

Penny se quedó sorprendida.

—¿Dónde has oído eso?

—La amiga de tía Faye. La señora Dumpy.

—Dumpy.

—Sí. La señora Dumpy estaba hablando con tía Faye, ¿entiendes? El marido de la señora Dumpy quería retirarse a Florida, y se fue allí para buscar un sitio donde vivir, pero nunca regresó porque se escapó con una joven buscadora de fortunas. La señora Dumpy dijo que allí sólo viven viejos y jóvenes buscadoras de fortuna. Ésa es otra razón para no vivir con tía Faye. Sus amigas. Son todas como la señora Dumpy. Siempre quejándose, ¿sabes? Y el tío Keith fuma.

—Mucha gente fuma.

—Le huele la ropa de tanto humo.

—No es tan horroroso.

—¡Y su aliento!

—Tu aliento no siempre huele a flores, ¿sabes?

—¿Quién puede querer un aliento con olor a flores?

—Un abejorro.

—Yo no soy un abejorro.

—Zumbas mucho. Nunca te callas. Siempre estás parloteando.

—No es verdad.

—Parloteando.

—Ten cuidado. Quizá te pique.

—No te atrevas.

—Quizá te dé un buen picotazo.

—Davey, no te atrevas.

—En cualquier caso, tía Faye me vuelve loco.

—Tiene buenas intenciones, Davey.

—Ella… gorjea.

—Los pájaros gorjean, no las personas.

—Gorjea como un pájaro.

Era verdad. Pero a la avanzada edad de casi doce años, Penny había empezado a sentirse solidaria con los adultos. Ahora no le hacia tanta gracia reírse de ellos como le había hecho hacía tan sólo unos meses.

—Y siempre le está preguntando a papá si comemos bien o no —continuó Davey.

—Es que se preocupa por nosotros.

—¿Cree que papá nos mataría de hambre?

—Claro que no.

—¿Entonces por qué está hablando siempre de esto?

—Es simplemente… tía Faye.

—¡Ni que lo digas!

Una ráfaga especialmente fuerte de viento barrió la calle, y azotó el recoveco delante de la verja verde. Penny y Davey estaban ateridos de frío.

—Papá tiene una buena pistola, ¿verdad? —dijo Davey—. A los policías les dan buenas pistolas, ¿no es cierto? No dejarían que un policía saliera a la calle con una pistola de mierda ¿verdad que no?

—No digas «de mierda».

—¿Verdad que no? —repitió.

—No. A los policías les dan las mejores pistolas.

—Y papá dispara bien, ¿verdad?

—Sí.

—¿Muy bien?

—Muy bien.

—Es el mejor, ¿verdad?

—Claro que si —dijo Penny—. Nadie dispara mejor que Papá.

—Entonces de la única manera que pueden hacerle daño es cogiéndole por sorpresa o disparándole por la espalda.

—Eso no va a ocurrir —dijo ella con firmeza.

—Podría ocurrir.

—Ves demasiado la televisión.

Se quedaron unos minutos callados.

Entonces dijo:

—Si alguien mata a papá, yo quiero tener cáncer y morirme también.

—Basta, Davey.

—Cáncer o un ataque de corazón, o algo.

—No lo dices en serio.

Asintió enfáticamente, vigorosamente: sí, sí, sí; lo decía en serio; absolutamente en serio.

—Le he pedido a Dios que pase de esa manera si tiene que ocurrir.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó frunciendo el ceño.

—Cada noche. Cuando rezo. Siempre le pido a Dios que proteja a papá. Y después digo, Bueno, Dios, si por alguna estúpida razón tienes que dejar que le disparen, entonces, por favor, deja que yo tenga cáncer y me muera también. O que me atropelle un camión. Algo.

—Eso es patológico.

No dijo nada más.

Miró fijamente la calzada, sus manos enguantadas, a la señora Shepherd que hacía la vigilancia… a todas partes menos a Penny. Ella le cogió por la barbilla y le miró a la cara. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Estaba intentando reprimírselas, parpadeando y cerrando los ojos.

Era tan pequeño. Sólo tenia siete años y no era muy grande. Tenía un aspecto frágil y desvalido, y Penny quería agarrarle y abrazarle, pero sabía que a él no le gustaría que hiciera eso cuando podían verle otros compañeros de clase.

De pronto ella también se sintió pequeña e indefensa. Pero eso no era bueno. En absoluto. Tenia que ser fuerte para poder ayudar a Davey.

Soltándole la barbilla, dijo:

—Escucha, Davey, tenemos que hablar. De mamá. De la gente que se muere, por qué ocurre, ¿sabes?, de todas esas cosas, como por ejemplo lo que significa. Quizá para ellos no sea el final, sino el principio, allí en el cielo, y nosotros tenemos que seguir, pase lo que pase. Porque tenemos que seguir adelante. Tenemos que hacerlo. Mamá se desilusionaría mucho si no supiéramos seguir adelante. Y si algo le ocurriera a papá, cosa que no va a suceder, pero si por alguna casualidad ocurriera, entonces él querría que siguiéramos adelante, al igual que mamá. Estaría muy triste si…

¡Penny! ¡Davey! ¡Aquí!

Había un taxi amarillo aparcado en el bordillo. La ventanilla de detrás estaba bajada y tía Faye les estaba haciendo señas.

Davey se precipitó hacia ella corriendo, tan ansioso de alejarse de cualquier conversación acerca de la muerte que incluso se alegró de ver a su gorjeante tía Faye.

«¡Maldita sea! He metido la pata —pensó Penny—. He hablado demasiado crudamente».

En aquel mismo instante, antes de seguir a Davey hacia el taxi, antes incluso de dar un paso, un fuerte dolor le atravesó el tobillo izquierdo. Dio un salto y chilló, miró hacia abajo y se quedó paralizada de miedo.

Entre el final de la verja verde y la acera, había un hueco de unos cuatro centímetros. Una mano se había introducido en el resquicio, procedente de la oscura cloaca, y le había agarrado el tobillo.

No podía gritar. Se había quedado sin voz.

No era una mano humana. Quizá doblaba en tamaño la garra de un gato. Pero no era una garra. Era una mano completamente formada —aunque deforme— con dedos y pulgar.

No podía emitir sonido alguno. Tenia la garganta paralizada.

La mano tampoco tenia el color normal de la piel. Era moteada, de un color gris verdoso amarillento, como carne podrida y amoratada. Cubierta de protuberancias y andrajosa.

Respirar era tan difícil como gritar.

Los pequeños dedos de un gris verdoso amarillento se estrechaban y acababan en unas uñas cortantes. Dos de esas uñas habían perforado las botas de goma.

Se acordó del bate de béisbol de plástico.

Anoche. En su habitación. La cosa debajo de la cama.

Se acordó de los ojos resplandecientes en el sótano del colegio.

Y ahora esto.

Dos de las pequeñas zarpas se le habían metido dentro de la bota y estaban arañándola, clavándole las garras y rasgándole la carne.

De pronto le volvió de golpe la respiración. Hizo un esfuerzo por respirar y aspiró una bocanada de aire gélido, que la sacó del trance que hasta ahora la había mantenido paralizada al lado de la verja. Dio un tirón, internándose liberar, y se sorprendió de haberlo conseguido. Se volvió y se dirigió corriendo hacia el taxi. Se metió dentro y cerró la puerta de golpe.

El taxi se alejó de la escuela Wellton.

Tía Faye y Davey hablaban excitadamente de la tormenta de nieve que, como decía Faye, iba a dejar de diez a doce centímetros de nieve antes de que cambiara el tiempo. Ninguno de los dos parecía darse cuenta de que Penny estaba medio muerta de miedo.

Mientras hablaban, Penny se examinó la bota. La goma estaba rota a la altura del tobillo. Colgaba un trozo.

Bajó la cremallera de la bota, metió la mano debajo del calcetín y se palpó la herida del tobillo. Le escocía. Cuando sacó la mano, tenía las puntas de los dedos teñidos de sangre.

Tía Faye lo vio.

—¿Qué te ha pasado, querida?

—No es nada —dijo. Penny.

—Eso es sangre.

—Sólo un arañazo.

Davey palideció al ver la sangre.

Penny intentó tranquilizarlo, aunque temía que su voz pareciera demasiado temblorosa y que su rostro delatara ansiedad.

—No es nada, Davey. Estoy bien.

Tía Faye insistió en cambiarse de sitio con Davey, para poder estar al lado de Penny y ver mejor la herida. Hizo que Penny se quitara la bota y bajó el calcetín, descubriendo una perforación y varios arañazos en el tobillo. Estaba sangrando, pero no demasiado; dentro de unos segundos, incluso sin curarlo, dejaría de sangrar.

—¿Cómo te lo has hecho? —preguntó Faye.

Penny dudó. Más que nada en este mundo, quería contarle a Faye todo lo de las criaturas de ojos resplandecientes. Necesitaba ayuda, protección. Pero sabía que no podía decir ni una palabra. No la creerían. Al fin y al cabo, ella era La Niña Que Había Necesitado Un Psiquiatra. Si empezaba a balbucear y a hablar de pequeñas criaturas con ojos resplandecientes, creerían que estaba sufriendo una recaída; dirían que todavía no se había acostumbrado a la muerte de su madre, y pedirían hora en el psiquiatra. Y mientras ella estuviera con el médico, no habría nadie para proteger a Davey de las criaturas.

—Vamos, vamos —dijo Faye—. Confiesa. ¿Qué estabas haciendo que no debías?

—¿Qué?

—Por eso estás dudando. ¿Qué es lo que estabas haciendo mal hecho?

—Nada —contestó Penny.

—Entonces, ¿cómo te has cortado?

—Me… me enganché la bota en un clavo.

—¿Un clavo? ¿Dónde?

—En la verja.

—¿Qué verja?

—En la escuela, la verja donde te estábamos esperando. Sobresalía un clavo y yo me quedé enganchada.

Faye frunció el entrecejo. A diferencia de su hermana (la madre de Penny), Faye era pelirroja con rasgos angulosos y unos ojos grises que estaban casi descoloridos. En estado de relajación, tenía una cara bastante bonita; sin embargo, cuando quería poner mala cara, conseguía hacer un trabajo de primera. Davey lo llamaba «su mirada de bruja».

—¿Estaba oxidado? —preguntó.

—¿El qué? —dijo Penny.

—El clavo, claro está. ¿Estaba oxidado?

—No lo sé.

—Bueno, tú lo viste, ¿verdad? Si no, ¿cómo puedes saber que era un clavo?

—Sí. Supongo que estaba oxidado —asintió Penny.

—¿Te han puesto la antitetánica?

—Sí.

Tía Faye la miró con desconfianza.

—¿Sabes lo que es la antitetánica?

—Claro que sí.

—¿Cuándo te la pusieron?

—La primera semana de octubre.

—No me hubiera imaginado nunca que tu padre se acordase de cosas como la antitetánica.

—Nos la pusieron en el colegio —dijo Penny.

—¿De verdad? —preguntó Faye, todavía dudosa.

—Nos hacen poner todo tipo de inyecciones en el colegio —añadió Davey—. Llaman a una enfermera, y nos ponen inyecciones todas las semanas. Es horroroso. Al final te sientes como un colador. Inyecciones para las paperas y el sarampión. Una inyección para la gripe. Y otras cosas. Lo odio.

Faye pareció quedarse satisfecha.

—Muy bien. En cualquier caso, cuando lleguemos a casa, lavaremos bien el corte, le pondremos alcohol, un poco de mercromina y un buen esparadrapo.

—Sólo es un arañazo —dijo Penny.

—No queremos arriesgarnos. Ahora vuélvete a poner la bota, querida.

En el momento en que Penny metía el pie en la bota y se subía la cremallera, el taxi pasó por un bache. Todos pegaron mi salto y cayeron hacia delante tan repentinamente y con tanta fuerza que casi se cayeron del asiento.

—Joven —le dijo Faye al conductor a pesar de que tenía unos cuarenta años, su misma edad—, ¿dónde demonios ha aprendido a conducir?

El conductor miró por el retrovisor y dijo:

—Lo siento, señora.

—¿No sabe que las calles están hechas un asco? —preguntó Faye—. Hay que mantener los ojos bien abiertos.

—Lo intento —contestó.

Mientras Faye aconsejaba al conductor cómo tenía que conducir su taxi, Penny se inclinó hacia atrás apoyando la espalda en el asiento, cerró los ojos y pensó en aquella horrenda mano que le había destrozado la bota y el tobillo. Intentó convencerse de que había sido la mano de algún tipo de animal normal: nada extraño: nada del otro mundo. Pero la mayoría de animales tenían patas y no manos. Los monos tenían manos, claro está. Pero no se trataba de un mono. Era imposible. Las ardillas tenían una especie de manos. Y los mapaches. Pero no se trataba de una ardilla ni de un mapache. No se trataba de nada que ella hubiera visto jamás.

¿Había estado intentando matarla? ¿Allí mismo, en la calle?

No. Para conseguir matarla, la criatura, y las otras como ella, las otras con ojos plateados, hubieran tenido que salir de detrás de la verja, al aire libre, donde la señora Shepherd y los demás las hubieran visto. Y Penny estaba bastante segura de que las criaturas no querían ser vistas por nadie más que por ella. Eran misteriosas. No, era evidente que no habían tenido intención de matarla allí en la escuela; sólo habían querido darle un buen susto, hacerle saber que todavía rondaban por allí, esperando el momento adecuado…

¿Pero por qué?

¿Por qué la querían a ella y, probablemente, a Davey, en vez de a cualquiera de los otros chicos?

¿Qué provocaba el enfado de las criaturas? ¿Qué había hecho para que la siguieran de esta manera?

No se le ocurría nada que ella hubiera hecho que pudiera provocar una ira tan terrible; y menos en unas criaturas como éstas.

Perpleja, inquieta y asustada, abrió los ojos y miró por la ventanilla. La nieve se amontonaba por todas partes. En el fondo de su corazón, se sentía tan fría y gélida como las ráfagas de viento que barrían la calle.