Habían estado interrogando a la amiga de Vince Vastagliano durante más de quince minutos. Nevetski tenía razón. Era una hija de puta difícil.
Sentado al borde de una silla Reina Ana, Jack Dawson se inclinó hacia delante y finalmente pronunció el nombre que Darl Coleson le había dicho ayer.
—¿Conoces a un hombre llamado Baba Lavelle?
Shelly Parker levantó la vista, y después rápidamente se miró las manos, que sostenían un vaso de whisky, pero en ese instante de desprotección, Jack pudo leer la respuesta en sus ojos.
—No conozco a nadie con el nombre de Lavelle —mintió.
Rebecca ocupaba otra silla Reina Ana. Con las piernas cruzadas, los brazos apoyados y un aspecto relajado, parecía segura de si misma e infinitamente más serena que Shelly Parker.
—Quizá no conozcas a Lavelle, pero puede que hayas oído hablar de él. ¿Es posible? —dijo.
—No —contestó Shelly.
—Mire, Srta. Parker, sabemos que Vince traficaba con drogas, y posiblemente podamos colgarle a usted una acusación relacionada con… —dijo Jack.
—¡No tuve nada que ver con eso!
—… pero no tenemos intención de acusarle de nada…
—¡No pueden!
—… si coopera con nosotros.
—No me pueden acusar de nada —dijo.
—Podemos complicarle mucho la vida.
—Y los Carramazza también. No voy a hablar de ellos.
—No le pedimos que nos hable de ellos —dijo Rebecca—. Solamente queremos que nos diga algo de este Lavelle.
Shelly no dijo nada. Se mordía pensativamente el labio inferior.
—Es un haitiano —dijo Jack, animándola.
Shelly dejó de morderse el labio y se colocó bien en el sofá blanco, intentando parecer indiferente sin conseguirlo.
—¿Qué tipo de «ito» es?
Jack la observó sorprendido.
—¿Qué?
—¿Qué tipo de «ito» es este Lavelle? —repitió—. ¿Japonesito, chinito, vietnamita…? Dijo que era asiático.
—Haitiano. Es de Haití.
—¡Ah! Entonces no es ningún tipo de «ito».
—Ningún «ito» en absoluto —confirmó Rebecca.
Aparentemente Shelly intuyó el desprecio en la voz de Rebecca, porque se acomodó inquieta, pero no parecía entender exactamente lo que había provocado aquel desprecio.
—¿Es un petimetre negro?
—Sí —contestó Jack—, como muy bien sabe.
—No suelo pasearme con petimetres negros —dijo Shelly, y levantando la cabeza, se irguió y asumió el papel de insultada.
—Nos han dicho que Lavelle quiere controlar el narcotráfico —dijo Rebecca.
—Yo no puedo saber nada de todo esto.
—¿Cree en el vudú, Srta. Parker? —dijo Jack.
Rebecca suspiró cansinamente.
Jack la miró y le dijo:
—Aguanta conmigo.
—No tiene ningún sentido.
—Prometo no ser excesivamente abierto —dijo Jack, sonriendo. Dirigiéndose a Shelly Parker, dijo—: ¿Cree en el poder del vudú?
—Claro que no.
—Pensé que quizás ésa fuera la razón por la cual no quería hablar de Lavelle… porque teme que le eche el mal de ojo o algo parecido.
—Todo eso es una sandez.
—¿De verdad?
—Todo eso del vudú… una mierda.
—¿Pero sí ha oído hablar de Baba Lavelle? —preguntó Jack.
—No, acabo de decírselo…
—Si no sabía nada acerca de Lavelle —dijo Jack—, le hubiera sorprendido que mencionara algo tan extravagante como el vudú. Me hubiera preguntado qué tenía que ver el vudú con todo esto. Pero no se ha sorprendido, lo cual quiere decir que sabe algo acerca de Lavelle.
Shelly se acercó la mano a la boca, se colocó una uña entre los dientes y casi empezó a mordisqueársela, pero se dio cuenta, y decidió que el alivio que le proporcionaba no merecía estropear una manicura de cuarenta dólares.
—Muy bien, muy bien. Conozco a Lavelle —dijo.
Jack le guiñó un ojo a Rebecca.
—¿Lo ves?
—No está mal —admitió Rebecca.
—Inteligente técnica de interrogatorio —dijo Jack—: la imaginación.
—¿Puedo tomar otro whisky? —preguntó Shelly.
—Espere a que hayamos acabado el interrogatorio —dijo Rebecca.
—No estoy borracha —protestó Shelly.
—No he dicho que lo estuviera —contestó Rebecca.
—Nunca me entrompo —dijo Shelly—, no soy una borracha.
Se levantó del sofá, fue hacia el mueble bar y, cogiendo una botella de cristal de Waterford, se sirvió otro whisky.
Rebecca miró a Jack, levantando las cejas.
Shelly regresó y se sentó. Colocó el vaso de whisky sobre la mesita auxiliar sin tan siquiera beber un sorbo, decidida a demostrar que tenía toda la voluntad necesaria.
Jack observó la mirada que Shelly le dirigía a Rebecca, y casi se asustó. Estaba como un gato con las uñas afiladas, dispuesta a entablar una pelea.
Esta vez el antagonismo que se respiraba en el ambiente no era realmente culpa de Rebecca. No había sido tan fría ni tan cortante con Shelly como era capaz de ser. De hecho, había estado casi agradable hasta que Shelly empezó con la cosa de los «itos». Aparentemente, sin embargo, Shelly se había estado comparando con Rebecca y había empezado a pensar que ésta era mejor que ella. Esto era lo que había creado este antagonismo.
Al igual que Rebecca, Shelly Parker era una rubia atractiva. Pero ahí se acababan todos los parecidos. Los rasgos exquisitamente formados y armoniosamente proporcionados de Rebecca traslucían sensibilidad, clase y educación. Shelly, en cambio, era una parodia de la seducción. Llevaba el pelo cuidadosamente cortado y estilizado para intentar dar una imagen despreocupada y libre. Tenía unos pómulos planos y anchos, un labio superior corto, y una constante expresión de puchero. Llevaba demasiado maquillaje. Sus ojos eran azules, aunque ligeramente turbios, soñadores; no eran tan transparentes como los de Rebecca. Tenía un tipo demasiado bien desarrollado; era algo así como un espléndido pastel francés preparado con excesiva mantequilla, demasiados huevos, montones de nata y azúcar; demasiado rico y blando. Pero vestida con aquellos estrechos pantalones negros y aquel jersey morado, era sin duda alguna atractiva.
Llevaba muchas joyas: un reloj caro, dos pulseras, dos anillos; dos pequeños colgantes que pendían de sendas cadenas de oro, uno con un diamante, y el otro con lo que parecía ser una esmeralda del tamaño de un guisante grande. Sólo tenía veintidós años, y aunque no había sido tratada con gentileza, pasarían todavía unos cuantos años antes de que los hombres dejaran de comprarle joyas.
Jack creyó saber por qué Rebecca le había caído tan mal. Shelly era el tipo de mujer que muchos hombres deseaban y que despertaba fantasías. Rebecca, en cambio, era el tipo de mujer que los hombres deseaban, que despertaba fantasías y con la que además los hombres se casaban.
Podía imaginarse una semana tórrida en las Bahamas con Shelly Parker; ¡ah!, sí. Pero sólo una semana. Al final de la semana, a pesar de su energía sexual y sus indudables proezas, estaría sin duda aburrido de su compañía. Al final de la semana, una conversación con Shelly seguramente gratificaría menos que una conversación con una pared de piedra. Rebecca, sin embargo, nunca aburriría; era una mujer de infinitas facetas y constantes revelaciones. Después de veinte años de matrimonio, Rebecca sin duda le seguiría pareciendo fascinante.
¿Matrimonio? ¿Veinte años?
¡Dios mío, que estoy diciendo!, pensó, sorprendido. ¿Me han cogido?
Dirigiéndose a Shelly, dijo:
—¿Entonces qué sabes de Baba Lavelle?
Ella suspiró.
—No voy a decir nada de los Carramazza.
—No queremos saber nada de ellos. Sólo de Lavelle.
—Olvídense de mí. Me marcho de aquí. Que no se me detenga como testigo material.
—No fue testigo de los asesinatos. Simplemente díganos lo que sabe acerca de Lavelle, y podrá marcharse.
—Muy bien. Apareció de la nada hace un par de meses y empezó a traficar con cocaína y crac. Y no me refiero a pequeñas cantidades. Al cabo de un mes, tenía ya una organización de unos veinte traficantes callejeros, los había abastecido, y había dejado bien sentado que tenía intención de ampliar el negocio. Al menos eso es lo que me dijo Vince. No es información de primera mano porque yo no he participado nunca en el tráfico de drogas.
—Claro que no.
—Ahora nadie, pero que nadie, trafica en esta ciudad sin haber llegado a un acuerdo con el tío de Vince. Al menos esto es lo que tengo entendido.
—Yo tengo entendido lo mismo —contestó Jack, secamente.
—De modo que los chicos de Carramazza le dieron el recado a Lavelle de que dejara de traficar hasta que no llegara a un acuerdo con la familia. Un consejo amistoso.
—Como la Sra. Francis —dijo Jack.
—Si —dijo Shelly. Ni siquiera sonrió—. Pero no siguió los consejos tal como le habían advertido. En vez de eso, ese negro loco le mandó un recado a Carramazza, ofreciéndole dividir el negocio de Nueva York al cincuenta por ciento, la mitad para cada uno, a pesar de que Carramazza ya lo tiene todo.
—Resulta una gran audacia por parte del Sr. Lavelle —dijo Rebecca.
—No, una imbecilidad, eso es lo que fue —dijo Shelly—. Quiero decir, Lavelle es un don nadie. No se sabía nada de él antes de todo esto. Según Vince, el viejo Carramazza se imaginó que Lavelle simplemente no había entendido el primer mensaje, de modo que mandó a un par de chicos a que se lo aclararan.
—¿Le iban a romper las piernas a Lavelle? —preguntó Jack.
—O peor —contestó Shelly.
—Siempre hay algo peor.
—Pero algo les sucedió a los mensajeros —dijo Shelly.
—¿Muertos?
—No estoy segura. A Vince le pareció que simplemente nunca más volvieron.
—Eso significa muertos —dijo Jack.
—Seguramente. En cualquier caso, Lavelle advirtió a Carramazza de que era un brujo del vudú y que ni siquiera la familia podía luchar contra él. Claro que todos se rieron de eso. Y Carramazza envió a cinco de los mejores, cinco grandes hijos de puta que saben esperar y vigilar hasta encontrar el momento exacto.
—¿Y algo les ocurrió a ellos también? —preguntó Rebecca.
—Sí. Cuatro de ellos no volvieron nunca.
—¿Y qué pasó con el quinto? —preguntó Jack.
—Lo dejaron en la acera delante de la casa de Gennaro Carramazza en Brooklyn Heights. Vivo. Maltrecho, golpeado, herido… pero vivo. El problema era que mejor hubiera estado muerto.
—¿Y por qué?
—Estaba loco como una cabra.
—¿Qué?
—Loco. Completa y absolutamente loco —dijo Shelly, dando vueltas al vaso de whisky que sostenía entre sus largos dedos—. Tal como se lo contaron a Vince, el tipo debió de haber visto lo que les ocurrió a los otros cuatro, y fuera lo que fuera, hizo que se volviera completamente loco, loco como una cabra.
—¿Cómo se llamaba?
—Vince no me lo dijo.
—¿Dónde está ahora?
—Supongo que Don Carramazza lo tiene en algún sitio.
—¿Y todavía está… loco?
—Supongo.
—¿Mandó Carramazza un tercer equipo de matones?
—Que yo sepa, no. Supongo que después de todo esto, Lavelle mandó un mensaje al viejo Carramazza: «Si quieres guerra, la tendrás». Y aconsejó a la familia que no subestimara el poder del vudú.
—Nadie se lo tomó a broma esta vez —dijo Jack.
—Nadie —confirmó Shelly.
Estuvieron unos momentos en silencio.
Jack observó los ojos bajos de Shelly Parker. No estaban rojos. La piel a su alrededor no estaba hinchada. No existía indicio alguno de que hubiera derramado una sola lágrima por Vince Vastagliano, su amante.
Oía cómo soplaba el viento en el exterior.
Miró las ventanas. Los copos de nieve golpeaban los cristales.
—Srta. Parker, ¿cree usted que todo esto se ha hecho a través… del vudú o algo por el estilo?
—No. Quizá. Demonios, no lo sé. Después de todo lo que ha ocurrido estos últimos días, ¿quién sabe? Pero sí que creo una cosa con toda seguridad: creo que este Baba Lavelle es un petimetre inteligente, horripilante y malvado.
—El hermano de otra de las víctimas nos contó parte de esta historia ayer —dijo Rebecca—, pero no con el mismo detalle que usted nos ha proporcionado. No parecía saber dónde podíamos encontrar a Lavelle. ¿Usted lo sabe?
—Solía tener un lugar en el Village —dijo Shelly—. Pero ya no está allí. Desde que empezó a ocurrir todo esto, nadie puede encontrarle. Sus traficantes callejeros siguen trabajando para él, siguen recibiendo suministros, o al menos eso dijo Vince, pero nadie sabe dónde se ha metido Lavelle.
—El sitio en el Village donde solía estar —dijo Jack—. ¿Sabe por casualidad la dirección?
—No. Ya se lo dije, yo no estoy metida en el negocio de las drogas. Palabra de honor, no lo sé. Tan sólo sé lo que me dijo Vince.
Jack miró a Rebecca.
—¿Algo más?
—No.
—Ya se puede marchar —le dijo a Shelly.
Por fin bebió un poco de whisky, dejó el vaso sobre la mesa, y se levantó arreglándose el jersey.
—Dios, lo juro, ya está bien de polis. Basta de polis. Las cosas siempre acaban mal con los polis.
Rebecca la miró con la boca abierta, y Jack percibió un destello de ira en sus ojos, y entonces ella dijo:
—Me han dicho que algunos de estos «itos», son bastante simpáticos.
Shelly hizo una mueca y negó con la cabeza.
—¿«Itos»? En mi opinión no. Son tipos pequeñajos, ¿verdad?
—Bueno —dijo Rebecca con sarcasmo—, hasta ahora ha descartado a los negros, a los franceses, y a los «itos», de todo tipo. Es usted una chica muy exigente.
Jack vio como el sarcasmo pasaba directamente por encima de la cabeza de Shelly.
Esta le sonrió a Rebecca con indecisión, sin comprender, creyendo ver una chispa de hermandad.
—¡Ah! sí. Mira, aunque lo diga yo misma, no soy el tipo de chica corriente, tengo muchos puntos buenos. Puedo permitirme el lujo de ser exigente —dijo.
—Cuidado con los españoles, también —dijo Rebecca.
—¿Ah, si? —dijo Shelly—. Nunca he tenido un amigo español. ¿Son malos?
—Los sherpas son peores —contestó Rebecca.
Jack tosió para encubrir la risa.
Cogiendo el abrigo, Shelly frunció el ceño.
—¿Los sherpas? ¿Quiénes son ésos?
—Vienen del Nepal —dijo Rebecca.
—¿Dónde está eso?
—En el Himalaya.
Shelly se detuvo a medio ponerse el abrigo.
—¿Aquellas montañas?
—Aquellas montañas —confirmó Rebecca.
—Eso está al otro lado del mundo, ¿verdad?
—Al otro lado del mundo.
Los ojos de Shelly se abrieron como platos. Acabó de ponerse el abrigo.
—¿Ha viajado mucho?
Jack temía hacerse sangre si seguía mordiéndose el labio con tanta fuerza.
—He dado algunas vueltas —dijo Rebecca.
Shelly suspiró, mientras se abotonaba.
—Yo no he viajado mucho. No he estado más que en Miami y en Las Vegas, una vez. No he visto nunca a un sherpa y menos acostarme con uno.
—Bueno —dijo Rebecca—, si por casualidad te encuentras con uno, será mejor que te alejes rápidamente. Nadie te romperá el corazón con más rapidez y en más trozos que un sherpa. Y, por cierto, supongo que sabes que no debes abandonar la ciudad sin avisarnos primero.
—No me voy a ir a ninguna parte —les aseguró Shelly.
Sacó una larga bufanda de lana blanca del bolsillo del abrigo y se la colocó alrededor del cuello mientras salía de la habitación. En el umbral de la puerta, se volvió hacia Rebecca.
—Eh… um… Teniente Chandler, lo siento si he sido un poco mal educada.
—No se preocupe.
—Y gracias por los consejos.
—Nosotras las chicas tenemos que ayudarnos —dijo Rebecca.
—¡Ni que lo diga! —contestó Shelly.
Salió de la habitación.
Oyeron sus pasos alejándose por el pasillo.
—¡Jesús, qué hija de puta tan egoísta, imbécil y racista! —dijo Rebecca.
Jack se echó a reír y cayó sentado de nuevo sobre la silla Reina Ana.
—Pareces Nevetski.
Imitando la voz de Shelly Parker, Rebecca dijo:
—«Aunque lo diga yo misma, no soy el tipo de chica corriente. Tengo muchos puntos buenos». ¡Jesús, Jack! ¡Los únicos puntos buenos que le vi a esa chica eran los dos que tenía en el pecho!
Jack se echó hacia atrás en la silla, riéndose todavía más.
Rebecca se quedó de pie a su lado, mirándole y sonriendo.
—Ya vi cómo te caía la baba mirándola.
—A mí no —consiguió decir entre grandes carcajadas.
—Sí, a ti. Realmente se te caía la baba. Pero será mejor que la olvides, Jack. No te aceptaría.
—¿Cómo?
—Bueno, tienes un poco de sangre irlandesa. ¿No es verdad? Tu abuela era irlandesa, ¿verdad? —Imitando de nuevo la voz de Shelly Parker, dijo—: «Oh, no existe nada peor que esos malditos buenos chicos engullidores de patatas de irlandeses».
Jack se reía a carcajadas.
Rebecca se sentó en el sofá. También se reía.
—Y también tienes un poco de sangre inglesa, si no recuerdo mal.
—Ah, sí —dijo, haciendo esfuerzos por respirar—. Soy un sucio bebedor de té inglés.
—Peores son los sherpas —dijo ella.
Estaban en medio de un ataque de risa cuando uno de los policías uniformados abrió la puerta del pasillo.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó.
Ninguno de los dos pudo dejar de reír para contárselo.
—Bueno, un poco de respeto, ¿eh? —dijo—. Tenemos dos hombres muertos aquí.
Perversamente, aquella amonestación hizo que todo pareciera incluso más gracioso.
El policía les miró con mala cara y se marchó.
Jack sabía que era precisamente a causa de la presencia de la muerte que la conversación de Shelly Parker con Rebecca les había parecido tan increíblemente graciosa. Después de haber encontrado cuatro cadáveres horriblemente mutilados en el mismo número de días, necesitaban desesperadamente reírse.
Poco a poco, fueron recobrando la compostura y se secaron las lágrimas de los ojos. Rebecca se puso de pie, se acercó a la ventana y observó la caída de la nieve. Durante un par de minutos, compartieron un silencio de compañerismo, disfrutando del transitorio alivio de tensión que les había proporcionado el ataque de risa.
Estos momentos eran los que Jack no pudo explicarles a sus compañeros de póker la semana pasada, cuando estuvieron criticando a Rebecca. En momentos como éstos, cuando aparecía la otra Rebecca —la Rebecca que tenía un agudo sentido del humor y un buen ojo para los absurdos de la vida— Jack sentía una gran afinidad hacia ella. Aunque eran pocos, ésos eran los momentos que hacían posible que trabajaran juntos —y él esperaba que poco a poco aquella Rebecca secreta se hiciera más visible. Quizás, algún día, si tenía paciencia, la otra Rebecca podría incluso sustituir por completo a la dama de hielo.
No obstante, como siempre, la transformación duró poco. Se apartó de la ventana y dijo:
—Será mejor que vayamos a hablar con el forense y veamos qué ha descubierto.
—Sí —dijo Jack—. Intentemos ponernos serios de ahora en adelante, Chandler. Demostremos que realmente respetamos a los muertos.
Ella le sonrió, pero ahora era sólo una sonrisa fugaz.
Salió de la habitación.
Él la siguió.
Al salir Nayva Rooney al pasillo, cerró tras suyo la puerta de la habitación de los niños, para que la rata —o lo que fuera— no pudiera volver a deslizarse en su interior.
Buscó al intruso en la habitación de Jack Dawson, pero no encontró nada, y cerró también la puerta.
Inspeccionó cuidadosamente la cocina, mirando incluso en los armarios. No había ninguna rata. La cocina tenía dos puertas; una daba al recibidor, la otra al comedor. Cerró ambas, impidiendo así que el bicho entrara en aquella estancia.
Ahora la rata tenía simplemente que estar escondida en el comedor o en el salón.
Pero no lo estaba.
Nayva miró por todas partes, pero no la encontraba.
En varias ocasiones abandonó la búsqueda y contuvo la respiración para poder escuchar. Escuchó… No se oía ni un sonido.
Durante la inspección que llevó a acabo en todas las habitaciones, no buscaba simplemente el bicho escurridizo en sí, sino también algún agujero en el tabique o en el parquet, una abertura lo suficientemente grande como para permitir la entrada de una rata grande. Pero no encontró nada en absoluto.
Finalmente, se quedó quieta bajo el arco, entre el salón y el recibidor. Todas las lámparas y las luces estaban encendidas. Miró a su alrededor, frunciendo el entrecejo desconcertada.
¿Dónde se había metido? Tenía que seguir ahí.
Sí. Estaba segura de ello. La cosa seguía allí.
Tuvo la extraña sensación de que la estaban observando.
El forense que se ocupaba del caso era Ira Goldbloom, que parecía más sueco que judío. Era alto, de piel blanca, con un pelo tan rubio que era casi blanco; tenía los ojos azules llenos de motas grises.
Jack y Rebecca lo encontraron en el segundo piso, en la habitación principal. Había concluido su examen del cadáver del guardaespaldas en la cocina, le había echado una ojeada a Vince Vastagliano, y estaba sacando varios instrumentos de un maletín negro de cuero.
—Para ser como soy un hombre con el estómago débil —dijo—, me he equivocado de trabajo.
Jack vio que Goldbloom parecía estar más pálido que de costumbre.
—Suponemos que estos dos están relacionados con el homicidio de Charlie Novello del domingo y el de Coleson de ayer —dijo Rebecca—. ¿Puedes darnos algún dato que tengan en común?
—Quizá.
—¿Sólo quizá?
—Bueno, sí, existe la posibilidad de que podamos relacionarlos —dijo Goldbloom—, el número de heridas… el factor mutilación… hay varias similitudes. Pero esperemos el informe de la autopsia.
Jack se sorprendió.
—¿Pero qué me dices de las heridas? ¿No es un dato suficientemente importante como para establecer una relación?
—El número, sí. Pero no el tipo. ¿Te has fijado en estas heridas?
—A simple vista —dijo Jack—, parecen algún tipo de mordedura. Mordeduras de rata, pensamos.
—Pero creímos que simplemente encubrían las heridas de verdad, las puñaladas —dijo Rebecca.
—Es obvio que las ratas llegaron después de la muerte de los dos hombres. ¿No es así? —añadió Jack.
—No —contestó Goldbloom—. Por lo que se puede deducir después de un examen preliminar, no hay puñaladas en ninguna de las víctimas. Quizá la bisección del tejido muestre ese tipo de heridas debajo de las mordeduras, pero lo dudo. Vastagliano y su guardaespaldas fueron mordidos salvajemente. Murieron desangrados. El guardaespaldas acabó con heridas en al menos tres arterias o vasos principales: la carótida externa, la branquial izquierda, y la arteria femoral del muslo izquierdo. A Vastagliano parece que le hayan mordido todavía más.
—Pero las ratas no son tan agresivas, maldita sea —dijo Jack—. Es imposible que una manada de ratas le ataquen a uno en su propia casa.
—No creo que fueran ratas —comentó Goldbloom—. Quiero decir que he visto mordeduras de ratas anteriormente. De vez en cuando, un borrachín que está bebiendo en un callejón, tiene un ataque de corazón o una apoplejía, justo detrás de un cubo de basura, donde nadie le encuentra hasta quizá dos días después. Mientras tanto, le atacan las ratas. Por tanto sé qué aspecto tiene una mordedura de rata, y esto simplemente no concuerda en muchos puntos.
—¿Pueden haber sido… perros? —preguntó Rebecca.
—No. Las mordeduras resultan demasiado pequeñas. Creo que también podemos descartar los gatos.
—¿Tienes alguna idea? —preguntó Jack.
—No. Es muy extraño. Quizá la autopsia nos lo aclare todo.
—¿Sabías que la puerta del cuarto de baño estaba cerrada con llave cuando llegó la Policía? —dijo Rebecca—. Tuvieron que echarla abajo.
—Ya me lo han dicho. El misterio de la habitación cerrada —concluyó Goldbloom.
—Quizá no sea una cosa tan misteriosa —dijo Rebecca, pensativamente—. Si Vastagliano fue asesinado por algún tipo de animal, entonces es posible que fuera lo suficientemente pequeño como para colarse por debajo de la puerta.
Goldbloom negó con la cabeza.
—Tendría que haber sido realmente pequeño para conseguir eso. No. Era más grande. Bastante más grande que la ranura bajo la puerta.
—¿Más o menos de qué tamaño?
—El tamaño de una rata grande.
Rebecca se quedó pensativa.
—Hay una salida del conducto de la calefacción. Quizá la cosa pasara por el conducto —dijo.
—Pero el conducto está tapado con una rejilla —dijo Jack—. Y las aberturas de la rejilla son más estrechas que el espacio debajo de la puerta.
Rebecca dio dos pasos hacia el cuarto de baño, se apoyó en el marco de la puerta y miró a su alrededor, estirando el cuello. Regresó y dijo:
—Tienes razón. Y la rejilla está bien sujeta.
—Y la ventana pequeña está cerrada —dijo Jack.
—Cerrada con llave —agregó Goldbloom.
Rebecca se apartó de la frente un brillante mechón de pelo.
—¿Y los desagües? ¿Puede pasar una rata por el desagüe de la bañera?
—No —contestó Goldbloom—. No con la fontanería moderna.
—¿Por el inodoro?
—Es poco probable.
—¿Pero posible?
—Concebible, supongo. Pero, verás, estoy seguro de que no era sólo un animal.
—¿Cuántos? —preguntó Rebecca.
—Es imposible decir un número exacto. Pero… yo diría que, fueran los que fueran, tendrían que haber sido por lo menos una docena.
—¡Cielo santo! —exclamó Jack.
—Quizá dos docenas. Puede que más.
—¿Cómo lo sabes?
—Bueno —dijo Goldbloom—, Vastagliano era un hombre grande, fuerte. Podría defenderse de uno, dos o tres animales del tamaño de una rata. De hecho, es muy probable que pudiera defenderse de media docena de ellos. Claro que acabaría con algunas mordeduras, pero podría cuidar de sí mismo. Quizá no consiguiera matarlas todas, pero sí mataría algunas y mantendría a las otras alejadas. De modo que me parece a mí que había tantas cosas de estas, una manada de ellas, que simplemente le desbordaron.
Igual que los rápidos pies de un insecto, un escalofrío se extendió por la espalda de Jack. Se imaginó a Vastagliano estirado en el suelo del cuarto de baño bajo una manada de ratas chillonas… o quizás algo peor que ratas. Pensó en el hombre acosado por todos los flancos, lleno de mordeduras, desgarrado y arañado, atacado por todas partes de tal forma que no tuvo la presencia de ánimo como para defenderse eficazmente; con los brazos inmovilizados por el peso de sus adversarios, y sin reflejos a causa de un terror paralizante. Una muerte dolorosa, sangrienta y solitaria. Jack se estremeció.
—Y Ross, el guardaespaldas —dijo Rebecca—. ¿Crees que a él también le atacaron muchas cosas?
—Sí —contestó Goldbloom—. Se puede utilizar el mismo razonamiento.
Rebecca suspiró con los dientes apretados expresando así su frustración.
—Esto hace que sea aún más difícil de entender lo del cuarto de baño cerrado. Por lo que he visto, parece que Vastagliano y su guardaespaldas estaban en la cocina, preparándose un bocado. El ataque se inició allí, evidentemente. Ross quedó rápidamente desbordado. Vastagliano salió corriendo. Le persiguieron, no pudo llegar hasta la puerta principal porque se lo impidieron, de modo que subió corriendo las escaleras y se encerró en el cuarto de baño. Por tanto, las ratas —o lo que sea— no estaban allí cuando él cerró la puerta, con lo cual me gustaría saber ¿cómo llegaron a entrar?
—Y a salir otra vez —le recordó Goldbloom.
—Tiene que ser por los desagües, el inodoro.
—Rechacé esa idea por la cantidad que debía de haber —dijo Goldbloom—. Aunque no existieran trampas para detener a las ratas, y aunque aguantaran la respiración y atravesaran todas las barreras de agua que hay, simplemente no me parece convincente esta explicación. Porque de lo que se trata aquí es de una manada de criaturas deslizándose por ahí, una detrás de la otra, como un comando. ¡Por el amor de Dios! Las ratas no son ni tan listas ni tan… decididas. Ningún animal lo es. No tiene sentido.
La idea de Vastagliano envuelto en una capa de pululantes ratas hizo que la boca de Jack se agriara y resecara. Tuvo que segregar saliva para despegarse la lengua. Finalmente dijo:
—Otra cosa. Incluso suponiendo que Vastagliano y su guardaespaldas se hubieran encontrado desbordados por docenas de estas… estas cosas, hubieran podido matar a unas cuantas, ¿no es verdad?, pero no hemos encontrado ni una sola rata muerta ni ninguna otra cosa muerta, exceptuando, claro está, los cadáveres.
—Y ningún excremento —dijo Goldbloom.
—¿Ningún qué?
—Excrementos. Heces. Si se trata de docenas de animales, seguro que tendrían que haber excrementos, por lo menos unos pocos, quizá montones de ellos.
—Si encuentras pelos de animales…
—Con toda seguridad los buscaremos —dijo Goldbloom—. Pasaremos la aspiradora por el suelo alrededor de los cadáveres, claro está, y analizaremos lo recogido. Si pudiéramos encontrar algún pelo, eso aclararía un poco el misterio.
El ayudante del forense se pasó una mano por la cara, como si pudiera arrancar y enterrar la tensión y el asco. Se frotó con tanta fuerza que le aparecieron manchas de color en las mejillas, pero seguía con la mirada angustiada.
—Hay otra cosa que también me preocupa. No se comieron a las víctimas. Les mordieron, les hincaron los dientes… y todo eso… pero por lo que puedo ver, no consumieron ni un gramo de carne humana. Las ratas se habrían comido las partes tiernas: los ojos, la nariz, los lóbulos de la oreja, los testículos… Habrían atacado las cavidades corporales para poder llegar hasta los órganos blandos. Lo mismo habría hecho cualquier otro predador. Pero no hay nada que se le parezca en este caso. Estas cosas asesinaron metódicamente, con determinación y eficacia… y después desaparecieron sin devorar a la presa. No es normal. Es muy misterioso. ¿Qué motivo o razón podían tener? ¿Y por qué?
Después de hablar con Ira Goldbloom, Jack y Rebecca decidieron interrogar a los vecinos. Quizás alguno de ellos hubieran oído o visto algo importante la noche pasada.
Al salir de la casa de Vastagliano, se quedaron un momento parados en la acera, con las manos metidas en los bolsillos del abrigo.
El cielo estaba más opresivo que hacía una hora, y también más oscuro. Las nubes grises se intercalaban con otras de color hollín.
Caían copos de nieve, no muchos; descendían perezosamente, excepto cuando soplaba el viento, y parecían fragmentos de cielo quemado, trocitos de ceniza fría.
—Me temo que nos apartarán de este caso —dijo Rebecca.
—¿Quieres decir… que nos apartarán de estos dos asesinatos, o de todo el asunto?
—Sólo de estos dos. Dirán que no están relacionados.
—Sí que están relacionados —dijo Jack.
—Ya lo sé. Pero dirán que Vastagliano y Ross no están relacionados con el caso de Novello y Coleson.
—Creo que Goldbloom podrá relacionarlos.
Ella estaba de mal humor.
—Odio que me aparten de un caso, maldita sea. Me gusta acabar lo que empiezo.
—No nos apartarán.
—¿Pero no lo ves? Si lo hizo algún tipo de animal…
—¿Sí?
—¿Entonces cómo pueden considerarlo un asesinato?
—Es un asesinato —dijo contundentemente.
—Pero a un animal no se le puede acusar de homicidio. Él asintió.
—Ahora entiendo lo que quieres decir.
—Maldita sea.
—Escucha, si a estos animales se les ha entrenado para matar, entonces sigue siendo un homicidio; el entrenador es el asesino.
—Si Vastagliano y Ross hubieran muerto a causa de mordeduras de perro —dijo Rebecca—, entonces quizá te aceptara esa teoría. ¿Pero a qué animal —del tamaño de lo que se supone que eran estas cosas— se le puede enseñar a matar, o a obedecer órdenes? ¿Ratas? No. ¿Gatos? No. ¿Cerdos? ¡Por el amor de Dios!
—Bueno, hay quien domestica hurones —dijo Jack—. A veces los utilizan para cazar. No en la caza de animales, sino sólo como deporte, porque la presa acaba hecha un asco cuando el hurón acaba con ella.
—¿Hurones, eh? Me gustaría verte convencer al capitán Gresham de que alguien se está paseando por la ciudad con una manada de hurones matones para que le hagan los trabajitos sucios.
—Es un poco exagerado —admitió Jack.
—Exagerado es poco.
—¿Qué nos queda, entonces?
Ella encogió los hombros.
Jack pensó en Baba Lavelle.
—¿El vudú?
No. No podía ser. Una cosa era proponer que Lavelle estaba consiguiendo hacer que los asesinatos parecieran extraños para así asustar a sus adversarios con la amenaza de maldiciones del vudú, y otra cosa completamente distinta era imaginar que las maldiciones funcionaran.
Por otra parte… ¿Y lo del cuarto de baño cerrado con llave? ¿Y el hecho de que ni Vastagliano ni Ross hubieran podido matar ni a un solo atacante? ¿Y que no hubiera ni un solo excremento?
Rebecca debió de adivinar lo que estaba pensando, porque frunció el entrecejo y dijo:
—Vamos. Hablemos con los vecinos.
De repente el viento se despertó, respiró y se enfureció. Escupiendo copos de nieve, se extendió a lo largo de la calle como si fuera una bestia viva, un viento muy frío y furioso.
La señora Quillen, la profesora de Penny en la escuela Wellton, no lograba entender por qué un vándalo había querido destruir sólo un armario.
—Tal vez tenía la intención de destrozarlos todos pero se lo pensó mejor. O quizás empezó con el tuvo, Penny querida, y después oyó algún ruido extraño, pensó que venía alguien, se asustó y se marchó. Pero la escuela está cerrada a cal y canto por la noche, claro está, y hay también un sistema de alarma. ¿Cómo pudo entrar y salir?
Penny sabía que no había sido un vándalo. Sabía que era algo muchísimo más extraño. Sabía que el armario destrozado estaba de alguna manera relacionado con la fantasmagórica experiencia de la noche anterior en su habitación. Pero no sabía cómo explicar todo esto sin que pensaran que era un bebé que le asustaban los fantasmas, de modo que no intentó explicarle a la señora Quillen esas cosas que, en realidad, ni ella misma entendía.
Después de una corta discusión, mucho compadecimiento, e incluso un poco más de extrañeza, la señora Quillen mandó a Penny al sótano donde el material y los libros de texto se guardaba ordenadamente sobre los estantes.
—Coge repuestos de todo lo que ha quedado destrozado, Penny. Todos los libros, lápices nuevos, una carpeta y hojas de recambio, y un bloc nuevo. Y no te entretengas, por favor. Empezaremos la clase de matemáticas dentro de unos minutos, y sabes que ésa es la asignatura que tienes más floja.
Penny descendió las escaleras hasta la planta baja, se detuvo unos segundos en la puerta principal para observar los remolinos de nieve por los ventanales, después cruzó precipitadamente el recibidor hasta llegar a la parte trasera del edificio, pasó por el gimnasio desierto y por el aula de música donde estaba a punto de comenzar una clase.
La puerta del sótano se hallaba al final del pasillo. La abrió y encontró el interruptor de la luz. De allí descendían unas largas y estrechas escaleras.
El pasillo de la planta baja que acababa de atravesar olía a polvo de tiza que procedía de las aulas, a cera del suelo perfumada y al calor seco de las estufas de aire. Pero mientras descendía las angostas escaleras observó que los olores del sótano eran diferentes a los de arriba. Percibió el suave olor a cal del polvo de cemento. Los insecticidas le daban un olor acre al aire; sabía que fumigaban el sótano cada mes para evitar que los lepismas se comieran los libros allí almacenados. Y, por encima de todo esto, había un ligero olor a humedad, una sutil pero desagradable mohosidad.
Llegó al final de las escaleras. Se oían fuertemente las pisadas sobre el suelo de cemento y el eco vacío que se reproducía en el rincón opuesto.
El sótano se extendía por debajo de todo el edificio y estaba dividido en dos ámbitos. En el extremo opuesto de las escaleras estaban las calderas, tras una pesada puerta de metal que se mantenía siempre cerrada. Una mesa de trabajo ocupaba el centro de la otra habitación, más amplia, y unos estantes de metal cubrían las paredes, llenos de libros y material escolar.
Penny cogió una cestilla plegable de uno de los estantes, la abrió, y empezó a recoger los objetos que necesitaba. Acababa de encontrar el último de los libros de texto cuando oyó un extraño ruido detrás suyo. Aquel sonido. El mismo murmullo susurrante que había oído la noche anterior en su habitación.
Se volvió.
Por lo que se veía, estaba sola.
El problema era que no podía verlo todo. Había sombras profundas bajo las escaleras. En un rincón de la habitación, al lado de la puerta de incendios, se había fundido una bombilla. Aquella zona también estaba en sombras. Además, cada uno de los estantes metálicos se apoyaba sobre unas patas de ocho centímetros, y el espacio entre el último estante y el suelo quedaba sumido en la más absoluta oscuridad. Había muchos lugares en donde una cosa pequeña y rápida podía esconderse.
Se quedó quieta, paralizada, escuchando. Pasaron diez largos segundos, después quince, veinte, y no se volvió a oír el ruido, de modo que se preguntó si realmente lo había oído o eran simples imaginaciones suyas. Transcurrieron unos segundos más, lentos como minutos, y entonces oyó un golpe por encima suyo, al principio de las escaleras: la puerta del sótano.
Ella había dejado la puerta abierta.
Con la cesta de libros y el material en una mano, Penny se acercó al pie de las escaleras, pero se detuvo en seco cuando oyó otros ruidos en el descansillo. Susurros. Rugidos. Murmullos. Arañazos.
Ayer por la noche había intentado convencerse de que la cosa en su habitación no había estado realmente allí, que había sido tan sólo el recuerdo de una pesadilla. Ahora sabía que era algo más. ¿Pero qué era? ¿Un fantasma? ¿El fantasma de quién? No era el fantasma de su madre. No le hubiera importado que su madre estuviera por ahí, vigilándola. Sí, aquello hubiera estado bien. Pero, en el mejor de los casos, éste era un espíritu maligno; y en el peor, un espíritu peligroso. El fantasma de su madre no seria nunca maligno como éste, ni por casualidad. Además, un fantasma no te seguía de un sitio a otro. No, no funcionaban así. Las personas no estaban encantadas. Las casas estaban encantadas, y los fantasmas estaban ligados a un lugar hasta que sus almas encontraban finalmente su descanso; no podían abandonar ese lugar especial, no podían pasearse por la ciudad, siguiendo a una determinada joven.
Aun así se había cerrado la puerta del sótano.
Quizás a causa de una corriente de aire.
Quizá. Pero algo se movía en el descansillo, justo donde ella no podía verlo. No era una corriente de aire. Era algo extraño.
Un producto de su imaginación.
¿Ah, sí?
Estaba de pie junto a las escaleras, mirando hacia arriba, intentando entender, y sosteniendo una conversación urgente consigo misma.
—Bueno, y si no es un fantasma, ¿qué es?
—Algo malo.
—No necesariamente.
—Algo muy, muy malo.
—¡Basta! Deja de asustarte. No intentó agredirte anoche.
—No.
—Ya está. No pasa nada.
—Pero ahora ha vuelto.
Un nuevo ruido interrumpió su monólogo interior. Otro porrazo. Pero era distinto al ruido que había hecho la puerta al cerrarse. Y de nuevo otro porrazo. Otra vez. Era como si algo se estuviera lanzando contra la pared al principio de las escaleras, chocando inconscientemente como una polilla de verano contra una ventana.
Otro porrazo.
Se apagaron las luces.
Penny se quedó boquiabierta.
En la repentina oscuridad, los extraños y ansiosos ruidos animales se alzaron alrededor de Penny. No procedían sólo del descansillo, pues detectó algunos movimientos en la claustrofóbica oscuridad. No había sólo una criatura desconocida en el sótano, sino muchas.
Pero ¿qué eran?
Algo le rozó el pie, y después se adentró corriendo en la subterránea oscuridad.
Gritó. Gritó fuerte pero no lo suficiente. El grito no había traspasado el sótano.
En ese mismo momento, la señora March, la profesora de música, empezó a golpear el piano en el aula de música que se encontraba justo encima. Los niños empezaron a cantar El hombre de las nieves. Estaban ensayando una obra de Navidad que todo el colegio representaría para los padres justo antes de las vacaciones navideñas.
Ahora, aunque Penny consiguiera emitir un grito más fuerte, nadie podría oírla.
Igualmente, a causa de la música y los cantos, ella ya no podía oír las cosas que se movían en la oscuridad a su alrededor. Pero seguían allí. No dudaba ni un momento de que estuvieran allí.
Respiró profundamente. Estaba decidida a no perder la cabeza. No era un bebé.
No me harán daño, pensó.
Pero no lograba convencerse.
Se deslizó cuidadosamente hacia el pie de la escalera, la cestilla en una mano, y la otra mano extendida hacia delante, palpando el camino como si estuviera ciega, que muy bien podría haber sido el caso.
El sótano tenía dos ventanas, pero eran pequeños rectángulos situados a una cierta altura en la pared, al nivel de la calle, y no tenían más de un metro cuadrado de vidrio. Además, estaban sucios por la parte de afuera; incluso en días soleados, estos pequeños recuadros iluminaban poco el sótano. En un día nublado como hoy, con una tormenta a punto de estallar, las ventanas sólo proporcionaban una fina luz lechosa que cubría pocos centímetros del sótano.
Llegó al pie de la escalera y miró hacia arriba. Una profunda, profunda oscuridad.
La señora March seguía golpeando el piano, y los niños continuaban cantando la canción del hombre de las nieves que había cobrado vida.
Penny levantó un pie y encontró el primer escalón.
Por encima de ella, al principio de la escalera, aparecieron un par de ojos a unos pocos centímetros de distancia del descansillo, como si estuvieran separados del cuerpo, como si flotaran en el aire, aunque debían ser de un animal más o menos del tamaño de un gato. No era un gato, por supuesto. Le hubiera gustado que lo fuera. Los ojos eran del tamaño de los de un gato, y muy brillantes, no sólo pensativos como los de un gato, sino extrañamente resplandecientes como dos pequeñas linternas. El color también era extraño: blancos, pálidos como la luna, con pequeños trazos de azul plateado. Esos fríos ojos la observaban.
Apartó el pie del primer escalón.
La criatura se deslizó escaleras abajo, acercándose.
Penny retrocedió.
La cosa descendió dos escalones más, y sólo sus centelleantes ojos permitían percibir su avance. La oscuridad encubría su forma.
Respirando con dificultad y con el corazón latiéndole más fuerte que la música de arriba, retrocedió hasta que chocó con un estante metálico. No había ningún sitio a donde ir, ningún sitio para esconderse.
La cosa había bajado una tercera parte de las escaleras y seguía avanzando.
Penny sintió la necesidad de hacer pis. Se apoyó en los estantes y apretó con fuerza los muslos.
La cosa estaba en mitad de la escalera. Se movía cada vez más rápidamente.
Arriba, en la clase de música, habían entrado en el espíritu de El hombre de las nieves cantando melódicamente con lo que la señora March siempre llamaba «gusto».
Por el rabillo del ojo, Penny percibió algo en el sótano, a la derecha: un guiño de suave luz, un destello, un brillo, un movimiento. Atreviéndose a apartar la mirada de la criatura que descendía las escaleras, echó un vistazo a la oscura sala… e inmediatamente deseó no haberlo hecho.
Ojos.
Ojos blancos plateados.
La oscuridad estaba repleta. Dos ojos brillaban en el suelo, a menos de un metro de distancia, observándola con frío deseo. Había otros dos unos centímetros detrás de los primeros. Otros cuatro destellaban heladamente a un metro del suelo, en el centro de la habitación, y por unos instantes creyó que se había equivocado al calcular la altura de estas criaturas, pero entonces se dio cuenta de que se habían subido encima de la mesa de trabajo. Dos, cuatro, seis pares de ojos la observaban malévolamente desde los estantes de la pared opuesta. Había tres pares más a ras de suelo cerca de la puerta de incendios que daba a la sala de calderas. Algunos estaban perfectamente quietos; otros se movían inquietamente de un lado a otro y otros se arrastraban lentamente hacia ella. Ninguno parpadeaba. Otros salían del espacio debajo de las escaleras. Había unos veinte; cuarenta ojos destellantes, sobrenaturales y perversos.
Temblando y gimoteando, Penny apartó la mirada de la honda demoníaca del sótano y volvió a examinar las escaleras.
La bestia solitaria que había empezado a deslizarse desde el descansillo hacía tan sólo unos minutos se encontraba ahora al final. Estaba en el último escalón.
Tanto al Este como al Oeste de la casa de Vince Vastagliano, los vecinos vivían en casas igualmente grandes, cómodas y elegantemente amuebladas, que podrían haber sido casas solariegas aisladas en vez de viviendas urbanas. La ciudad no se inmiscuía en estos majestuosos lugares, y ninguno de los ocupantes habían visto u oído nada extraño durante la noche del asesinato sangriento.
En menos de media hora, Jack y Rebecca habían acabado con la lista de vecinos y habían regresado a la acera. Mantenían la cabeza agachada para protegerse del viento, cuya fuerza había ido en aumento. Ahora era como un látigo helado que removía la basura de las cloacas y la lanzaba por los aires, agitando los árboles desnudos con una violencia capaz de quebrar las frágiles ramas, dejándolos sesgados y en carne viva.
La nieve caía ahora más copiosamente. Dentro de muy poco sería tal su espesor que llegaría a cubrir la ciudad. La calle todavía era de asfalto negro, pero pronto presumiría de tener una piel blanca y fresca.
Jack y Rebecca se dirigieron a la casa de Vastagliano y casi habían llegado cuando alguien les llamó. Jack se giró y vio a Harry Ulbeck, el joven oficial de policía que había estado anteriormente vigilando la entrada de la casa de Vastagliano; Harry se asomaba de uno de los coches patrulla aparcados en el bordillo. Dijo alguna cosa, pero el viento convirtió sus palabras en sonidos incomprensibles. Jack se acercó al coche, se agachó hasta la ventanilla abierta.
—Lo siento, Harry, no he podido oír lo que has dicho —dijo, mientras su aliento se convertía en humo, como frías plumas blancas.
—Acaban de informarnos por radio —dijo Harry—. Os necesitan en seguida. A ti y al detective Chandler.
—¿Para qué nos necesitan?
—Parece que tiene que ver con el caso en el que estáis trabajando. Han habido más asesinatos, como éste de aquí. Quizás incluso peores… más sangrientos.
Sus ojos no eran unos ojos corrientes. Se parecían a las ranuras de la rejilla de un horno, por donde se atisba el fuego de dentro. Un fuego blanco plateado. Estos ojos no tenían iris, ni pupilas como los ojos humanos y animales. Sólo ese brillo intenso, una destellante y blanquecina luz interior.
La criatura de las escaleras descendió el último escalón hasta llegar al suelo del sótano. Se arrastró hacia Penny, entonces se detuvo y se la quedó mirando.
Ella no podía retroceder ni un centímetro más. Uno de los estantes metálicos se le clavaba dolorosamente en los omóplatos.
De repente se dio cuenta de que la música había cesado. El sótano estaba silencioso. Hacía un rato que estaba en silencio. Quizá medio minuto o más. Paralizada de terror, no había reaccionado inmediatamente cuando hubo concluido El hombre de las nieves.
Tardíamente abrió la boca para pedir ayuda gritando, pero de nuevo se oyó el piano. Esta vez era la música de Rudolph, el reno de la nariz roja, que cantaban aún más fuerte que la canción anterior.
La cosa al pie de las escaleras continuaba observándola, y a pesar de que sus ojos eran completamente distintos a los de un tigre, por alguna razón recordó la fotografía de uno que había visto en una revista. Los ojos de aquella fotografía y estos extraños ojos no se parecían en nada, sin embargo tenían algo en común: eran los ojos de un predador.
A pesar de que sus ojos empezaban a adaptarse a la oscuridad, Penny seguía sin distinguir el aspecto que tenían las criaturas, no sabía si estaban bien provistas de dientes y garras. Lo único que veía eran esos ojos amenazadores que contenían una llama blanca.
Por el brillo plateado de los ojos, sabía que se estaban bajando de un brinco de los estantes en los que habían estado encaramados.
Vienen a por mí.
Las dos criaturas que estaban encima de la mesa de trabajo saltaron al suelo.
Penny gritó con todas sus fuerzas.
La música no se interrumpió. Ni siquiera perdió un compás.
Nadie la había oído.
Todas las criaturas, excepto la que estaba al pie de las escaleras, se habían agrupado. Sus destellantes ojos parecían diamantes colocados sobre terciopelo negro.
No avanzó ninguna. Esperaban.
Al cabo de unos instantes, Penny se volvió de nuevo hacia, las escaleras.
Ahora, la bestia al pie de las escaleras también se movió. Pero no se acercó a ella. Se lanzo hacia el sótano y se reunió con las otras.
Las escaleras estaban vacías, aunque oscuras.
Es una trampa.
Por lo que veía, nada le impedía subir las escaleras a toda velocidad.
Es una trampa.
Pero no tenían necesidad de ponerle una trampa. Ya estaba atrapada. Podrían haberse lanzado sobre ella en cualquier momento. Hubieran podido asesinarla si así lo hubieran deseado.
Los parpadeantes ojos de color blanco hielo la observaban.
La señora March continuaba golpeando el piano.
Los chicos cantaban.
Penny se apartó de los estantes, se lanzó hacia las escaleras y empezó a subir a gatas. En cada escalón esperaba que las cosas le mordieran los tobillos, se agarraran a ella o la atacaran. Tropezó una vez, y retrocedió casi hasta el pie de las escaleras, pero con la mano libre se agarró a la barandilla y continuó ascendiendo. El último escalón. El descansillo. Buscó a tientas el pomo de la puerta y lo encontró. El pasillo. Luz. Estaba a salvo. Cerró la puerta de golpe y se apoyó en ella, jadeante.
En el aula de música continuaban cantando Rudolph, el reno de la nariz roja.
No había nadie en el pasillo.
Mareada, con las piernas débiles, Penny se deslizó y se quedó sentada en el suelo, apoyada en la puerta. Soltó la cestilla. La había tenido agarrada con tanta fuerza que el asa le había dejado una marca en la palma de la mano y le dolía.
Finalizó la canción.
Empezaron a cantar otra: Campanas plateadas.
Poco a poco, Penny recuperó las fuerzas, se tranquilizó y pudo pensar con claridad. ¿Qué eran esas horribles cosas? ¿De dónde venían? ¿Qué querían de ella?
No le ayudaba nada pensar con claridad. No se le ocurría ninguna respuesta aceptable.
Sin embargo, se le ocurrían muchas respuestas tontas: duendes, enanos, ogros… ¡Caramba! No podía ser una cosa de ésas. Se trataba de la vida real, no de un cuento de hadas.
¿Cómo podía contarle a alguien lo de su experiencia en el sótano sin que pensaran que se comportaba de una forma pueril o, lo que es todavía peor, que estaba un poco loca? Por supuesto, a los mayores no les gustaba usar el término «loco» al referirse a los niños. Podías estar más loca que una cabra, subirte por las paredes, morder los muebles, prender fuego a los gatos, o hablar con las paredes, que mientras fueras todavía un niño, lo peor que dirían de ti —por lo menos en público— es que tenías «problemas emocionales», aunque lo que realmente querían decir es que estabas «loca». Si le contaba al señor Quillen o a su padre o a cualquier otro adulto las cosas que había visto en el sótano del colegio, todos pensarían que estaba intentando llamar la atención y que buscaba compasión; creerían que no se había adaptado todavía a la muerte de su madre. Durante unos meses después de su defunción, Penny había estado mal, confusa, enfadada, asustada. Había sido un problema para su padre y para sí misma. Durante un tiempo había necesitado ayuda. Ahora, si les hablaba de las cosas del sótano, pensarían que volvía a necesitar ayuda. La mandarían a ver a un «consejero», que en realidad seria un psicólogo u otro tipo de medico de la cabeza, y harían todo lo que pudieran por ella, la cubrirían de atenciones y compasión, pero simplemente no la creerían, no hasta que, con sus propios ojos, vieran las cosas que ella había visto.
O hasta que fuera demasiado tarde para ella.
Sí, entonces la creerían… cuando estuviera muerta.
No tenía la menor duda de que las cosas de ojos brillantes intentarían matarla, tarde o temprano. No sabía por qué querían quitarle la vida, pero intuía sus malvadas intenciones, su odio. Todavía no le habían hecho daño, es verdad, pero cada vez se atrevían a más. Anoche, el de su habitación no había dañado nada excepto el bate de béisbol de plástico. Pero esta mañana, ya se habían atrevido a destruir el contenido de su armario. Y ahora, aún más atrevidas, se habían puesto al descubierto y la habían amenazado.
¿Qué pasaría ahora?
Algo mucho peor.
Disfrutaban de su terror; se regodeaban en ello. Pero al igual que un gato o un ratón, pronto se cansarían del juego. Y entonces…
Se estremeció.
¿Qué voy a hacer?, se preguntó aterrorizada. ¿Qué voy a hacer?
El hotel, uno de los mejores de la ciudad, daba a Central Park. Era el mismo hotel en el que Jack y Linda habían pasado su luna de miel, hacía ya trece años. No se habían podido costear un viaje a las Bahamas o a Florida, ni siquiera a los Catskills. En vez de eso, permanecieron en la ciudad y se pasaron tres días en aquel viejo lugar, e incluso aquello había sido una extravagancia. Su luna de miel resulto inolvidable, tres días repletos de risas y buena conversación, planes para el futuro y mucho amor. Se prometieron a sí mismos un viaje a las Bahamas al cumplir el décimo aniversario de boda, una ilusión para el futuro. Pero cuando se cumplió aquella fecha, tenían dos hijos en los que pensar y un apartamento nuevo que organizar, y renegociaron la promesa, fijando la fecha del viaje para su decimoquinto aniversario. Poco más de un año después, Linda había muerto. Durante los dieciocho meses que habían transcurrido desde su funeral, Jack se había acordado mucho de las Bahamas, pero ya no le hacían ninguna ilusión, al igual que este hotel.
Los asesinatos se habían cometido en el piso dieciséis, donde se encontraban ahora dos oficiales uniformados —Yeager y Tufton— estacionados a la entrada del ascensor. No dejaban pasar a nadie excepto a aquellos con identificación policial o a los que podían probar que eran huéspedes de aquella planta.
—¿Quiénes eran las víctimas? —Rebecca le preguntó a Yeager—. ¿Civiles?
—No —contestó Yeager. Era un hombre larguirucho con enormes dientes amarillos. Cada vez que hacía una pausa, se hurgaba los dientes con la lengua y se los lamía—. Dos de ellos eran obviamente culturistas profesionales.
—Ya conoce el tipo —dijo Tufton mientras Yeager se hurgaba de nuevo los dientes—. Altos, manos grandes, brazos gruesos; se les podría romper el mango de un hacha en el cuello, y simplemente creerían que es una suave brisa.
—El tercero —dijo Yeager—, era uno de los Carramazza. —Hizo una pausa; arqueó la lengua por encima de la dentadura superior, moviéndola de un lado al otro—. Un pariente cercano, además. —Se pasó la lengua por encima de los dientes inferiores—. De hecho… —se hurgó de nuevo— …es Dominick Carramazza.
—¡Mierda! —dijo Jack—. ¿El hermano de Gennaro?
—Sí, el hermano pequeño del padrino, su hermano preferido, su mano derecha —añadió Tufton rápidamente, antes de que Yeager pudiera contestar. Tufton era un hombre de respuestas rápidas, con una cara astuta, un cuerpo angular, movimientos ágiles y gestos enérgicos y eficaces. La lentitud de Yeager le debía resultar una constante irritación, pensó Jack—. Y no sólo le asesinaron. Le dejaron hecho trizas. No existe ningún empresario de pompas fúnebres que sea capaz de reconstruir a Dominick para que se pueda llevar a cabo un funeral de cuerpo presente, y ya sabes lo importante que son los funerales para estos sicilianos.
—Ahora se derramará sangre en las calles —dijo Jack cansinamente.
—Una guerra de bandas como la que no hemos visto en años —añadió Tufton.
—¿Dominick…? ¿No es el que ha sido noticia todo el verano? —dijo Rebecca.
—Sí —contestó Yeager—. El fiscal del distrito creía que lo tenía cogido por…
Cuando Yeager hizo una pausa para lamerse los dientes amarillos con su enorme lengua rosa. Tufton añadió rápidamente:
—Por tráfico de narcóticos. Está a cargo de toda la operación Carramazza. Hace veinte años o más que intentan meterle en chirona, pero es un zorro. Los tribunales siempre le dejan en libertad.
—¿Qué hacía aquí en el hotel? —se preguntó Jack en voz alta.
—Creo que se estaba escondiendo —contestó Tufton.
—Registrado con nombre falso —dijo Yeager.
—Encerrado aquí con esos dos gorilas para protegerle —añadió Tufton—. Debían de saber que estaba amenazado, pero de todas formas consiguieron encontrarlo.
—¿Encontrarlo? —dijo Yeager con ironía. Se detuvo para ocuparse de sus dientes e hizo un desagradable ruido al aspirar. Entonces continuó—: Maldita sea, hicieron algo más que encontrarlo. Esto es una devastación completa. Es una locura, una completa locura, esto es lo que es. ¡Dios mío! Si no fuera porque no soy tonto, diría que a estos tres se los habían comido, comido y masticado.
La escena del crimen era una suite de dos habitaciones. Los primeros oficiales en llegar habían tirado la puerta abajo. Un forense, un fotógrafo de la Policía, y un par de técnicos de laboratorio estaban trabajando en ambas habitaciones.
El recibidor, decorado completamente con colores beige y azul, tenía estilo y una elegante mezcla de muebles regionales franceses y otros sutilmente modernos. La habitación hubiera resultado cálida y acogedora de no hallarse completamente salpicada de sangre.
El primer cadáver estaba extendido en el suelo del recibidor, boca arriba, al lado de una mesa de café de forma ovalada. Era un hombre de unos treinta años. Alto y fuerte. Sus pantalones oscuros estaban desgarrados. Su camisa blanca también estaba rota y gran parte de ella teñida de color carmesí. Tenía el mismo aspecto que Vastagliano y Ross: salvajemente mordido y mutilado.
La alfombra alrededor del cadáver estaba empapada de sangre, pero la batalla no se había limitado a aquel pequeño trozo de habitación. Un reguero de sangre, confuso y errático, iba de un lado a otro del recibidor; se trataba de la ruta que había seguido la víctima aterrorizada en su inútil intento de escapar y deshacerse de sus atacantes.
Jack se sintió indispuesto.
—Es un maldito matadero —dijo Rebecca.
El muerto tenía una pistola. Su pistolera estaba vacía junto a una pistola del calibre 38 con silenciador.
Jack interrumpió a uno de los técnicos del laboratorio que se movía lentamente por el recibidor, recogiendo muestras de sangre de las manchas.
—¿No has tocado la pistola?
—Claro que no —dijo el técnico—. Nos la llevaremos al laboratorio en una bolsa de plástico, a ver si encontramos alguna huella.
—Me pregunto si la han disparado —dijo Jack.
—Bueno, casi seguro que sí. Hemos encontrado cuatro casquillos de bala usados.
—¿Del mismo calibre que el arma?
—Sí.
—¿Has encontrado las balas? —preguntó Rebecca.
—Las cuatro —contestó el técnico. Señaló—: Dos en aquella pared, una en el marco de la puerta, y una ha atravesado el botón de la tapicería del respaldo de aquel sillón.
—De modo que parece que no pudo alcanzar el blanco —dijo Rebecca.
—Seguramente no. Cuatro casquillos, cuatro balas. Todo cuadra.
—¿Cómo puede ser que fallara cuatro veces en un espacio tan reducido? —se preguntó Jack.
—Maldita sea si lo sé —dijo el técnico. Se encogió de hombros y continuó con su trabajo.
La habitación estaba aún más llena de sangre que el recibidor. La compartían dos cadáveres.
La ocupaban también dos hombres vivos. Un fotógrafo de la Policía estaba retratando los cadáveres desde todos los ángulos. Un ayudante del forense llamado Brendan Mulgrew, un hombre alto y delgado con una nuez prominente, estudiaba la posición de los cuerpos.
Una de las víctimas estaba sobre la cama de matrimonio, colocado al revés, con los pies descalzos señalando la cabecera, una mano reposando sobre el cuello desgarrado, y la otra a un lado, con la palma hacia arriba, abierta. Llevaba una bata bañada en sangre.
—Dominick Carramazza —dijo Jack.
Observando la cara destrozada, Rebecca dijo:
—¿Cómo lo sabes?
—Por casualidad.
El otro cadáver estaba en el suelo, boca abajo, con la cabeza a un lado y la cara hecha trizas. Vestía igual que el matón del recibidor: una camisa blanca abierta al cuello, pantalones Oscuros y una pistolera.
Jack se aparto de toda esa destrozada y rezumante carne humana. Se le había agriado el estómago; una acidez le subía desde el intestino hasta el corazón. Buscó a tientas un paquete de antiácidos en el bolsillo.
Las dos víctimas de la habitación habían estado armadas. Pero las pistolas les habían prestado la misma ayuda que al hombre del recibidor.
El cadáver del suelo seguía asiendo una pistola con silenciador, que era tan ilegal como llevar un obús a una conferencia de prensa presidencial. La pistola era igual que la del recibidor.
El hombre de la cama no había podido sostener su arma. Ésta se encontraba entre las desordenadas sábanas y mantas.
—Una «Smith & Wesson 357 Magnum» —dijo Jack—. Son lo suficientemente potentes como para hacer un agujero del tamaño de un puño en cualquiera que se ponga delante.
Al ser un revólver y no una pistola, no llevaba silenciador, y Rebecca dijo:
—Disparada en el interior de una habitación, debió parecer un cañón. La hubieran oído de punta a punta del edificio.
Dirigiéndose a Mulgrew, Jack dijo:
—¿Crees que se han disparado las dos armas?
El forense asintió.
—Sí. A juzgar por los casquillos, la recámara de la pistola estaba completamente vacía. Diez balas. El tipo con la «357 Magnum» consiguió disparar cinco tiros.
—Y no alcanzó al atacante —dijo Rebecca.
—Parece que no —contestó Mulgrew—, aunque estamos recogiendo muestras de sangre de todos los rincones de la suite, y esperamos que aparezca alguna que no pertenezca a una de las tres víctimas.
Tuvieron que apartarse para dejar paso al fotógrafo. Jack observó dos enormes agujeros en la pared situada a la izquierda de la cama.
—¿Son del «357»?
—Sí —dijo Mulgrew. Tragó saliva; le subió y bajó la nuez—. Ambas balas traspasaron la pared y entraron en la habitación contigua.
—¡Dios mío! ¿Ha habido algún herido?
—No. Pero por pura casualidad. El tipo de la habitación está enfadadísimo.
—No me extraña —dijo Jack.
—¿Le ha interrogado alguien? —preguntó Rebecca.
—Quizás haya hablado con los policías uniformados —contestó Mulgrew—, pero no creo que los detectives le hayan interrogado formalmente.
Rebecca miró a Jack.
—Vayamos a verle mientras todavía lo tiene todo claro.
—Bueno. Un momento. —Dirigiéndose a Mulgrew, Jack dijo—: Estas tres víctimas… ¿las mordieron hasta matarlas?
—Así parece.
—¿Mordeduras de ratas?
—Preferiría esperar los resultados del laboratorio, la autopsia…
—Sólo te pido una opinión extraoficial —dijo Jack.
—Bueno… extraoficialmente… no son ratas.
—¿Perros? ¿Gatos?
—Es poco probable.
—¿Has encontrado excrementos?
Mulgrew se sorprendió.
—Se me ocurrió, pero me extraña que se te haya ocurrido a ti. He mirado por todas partes pero no he encontrado rastro de excrementos.
—¿Alguna otra cosa extraña?
—¿Te has fijado en la puerta?
—Además de eso.
—¿No te parece suficiente? —dijo Mulgrew, sorprendido—. Escucha, los dos primeros hombres que llegaron a la escena del crimen tuvieron que tirar la puerta abajo para entrar. La suite estaba completamente cerrada… por dentro. Las ventanas también se cierran por dentro, y además de eso, creo que son ventanas falsas. De modo que… tanto si son animales como hombres, ¿cómo se escaparon? Tienes entre manos el misterio de la habitación cerrada. Me parece bastante extraño, ¿no crees?
Jack suspiró.
—En realidad, lo extraño empieza a ser una cosa bastante, normal.
Ted Gernsby, un empleado de la compañía telefónica, estaba trabajando en el empalme de un desagüe a poca distancia del colegio Wellton. Estaba rodeado de lámparas de trabajo que él y Andy Carnes hablan bajado de la camioneta, y las luces enfocaban la caja de empalme; por lo demás, la tubería del desagüe estaba sumida en una oscuridad fría y estanca.
Las luces desprendían algo de calor, y el ambiente era naturalmente mas cálido en el subterráneo que en la calle barrida por el viento, aunque no mucho más cálido. Ted tembló de frío. Como el trabajo era delicado, se había quitado los guantes y ahora las manos se le estaban paralizando a causa del frío.
A pesar de que los desagües no estaban conectados al sistema de alcantarillado, y que los conductos de cemento estaban relativamente secos después de varias semanas sin precipitaciones, a Ted le llegaba ocasionalmente una bocanada de aire que olía a podrido, y dependiendo de la intensidad del olor, a veces hacía muecas y otras sentía náuseas. Deseaba que Andy se diera prisa en regresar con el tablero de circuitos que necesitaba para finalizar el trabajo.
Soltó los alicates finos, ahuecó las manos delante de la boca, e intentó calentárselas con el aliento. Se inclinó por delante de las lámparas para observar la parte no iluminada del túnel.
Vio una linterna en la oscuridad, que venía hacia él. Era Andy, por fin.
Pero ¿por qué estaba corriendo?
Andy Carnes salió de las tinieblas, respirando con rapidez. Tenía veinti y pocos años, unos veinte menos que Ted; hacía tan sólo una semana que trabajaban juntos. Andy era un chico fuerte de pelo rubio, casi blanco, con un aspecto sano y pecas que eran como manchas de agua sobre la arena seca y cálida. Se hubiera sentido más en su ambiente en Miami o California; aquí en Nueva York, parecía estar fuera de lugar. No obstante, ahora estaba tan pálido que, por contraste, las pecas parecían agujeros oscuros en su cara. Tenía los ojos desorbitados. Estaba temblando.
—¿Qué pasa? —preguntó Ted.
—Allí detrás —dijo Andy, temblando—. En la desviación del túnel. A este lado de la boca.
—¿Hay algo allí? ¿El qué?
Andy echó una mirada detrás suyo.
—No me siguieron. ¡Gracias a Dios! Temía que me estuvieran persiguiendo.
Ted Gernsby frunció el entrecejo.
—¿De qué estás hablando?
Andy empezó a hablar, pero dudó, y negó con la cabeza. Avergonzado, aunque todavía aterrorizado, dijo:
—No te lo creerías. Ni en un millón de años. Yo no me lo creo, y fui yo quien lo vio.
Con impaciencia, Ted desenganchó su propia linterna del cinturón de herramientas que llevaba. Se dirigió a la desviación del túnel.
—¡Espera! —dijo Andy—. Podría ser… peligroso volver allí.
—¿Por qué? —preguntó Ted, perdiendo la paciencia.
—Ojos —contestó Andy, temblando—. Eso es lo primero que vi. Muchos ojos brillando en la oscuridad, ahí, en la boca de la desviación del túnel.
—¿Eso es todo? Escucha, has visto unas cuantas ratas. Nada de qué preocuparse. Cuando hayas hecho este trabajo algún tiempo, te acostumbrarás a ellas.
—No eran ratas —dijo Andy, inflexiblemente—. Las ratas tienen los ojos rojos, ¿no es verdad? Estos ojos eran blancos, O… medio plateados. Ojos blanco plateados. Muy brillantes. No es que reflejaran la luz de la linterna. No. Ni siquiera los estaba iluminando cuando los observé. Eran resplandecientes. Unos ojos que brillaban con luz propia. Quiero decir… como linternas. Pequeñas manchas de fuego, parpadeantes. De modo que las iluminé con mi linterna, y estaban allí mismo, a una distancia de menos de tres metros, las cosas más increíbles. ¡Allí mismo!
—¿El qué? —preguntó Ted—. Todavía no me has dicho lo que viste.
Con voz trémula. Andy se lo contó.
Era la historia más extraña que Ted hubiera oído jamás, pero la escucho sin hacer ningún comentario, y aunque estaba seguro de que no podía ser verdad, se estremeció de miedo. Después, y a pesar de las protestas de Andy, regresó a la desviación del túnel para asegurarse él mismo. No encontró nada en absoluto, y menos los monstruos que le había descrito Andy. Incluso se adentró una pequeña distancia, iluminando el espacio con su linterna. No había nada.
Volvió al lugar del trabajo.
Andy le esperaba bajo el círculo de luz que proyectaban las lámparas, observando a su alrededor con suspicacia. Seguía pálido.
—No hay nada —dijo Ted.
—Hace un minuto, sí que lo había.
Ted apagó la linterna y se la volvió a colocar en el cinturón. Hundió las manos en los bolsillos forrados de piel de su chaqueta acolchada.
—Ésta es la primera vez que estás en un subterráneo conmigo —dijo.
—¿Y…?
—¿Has estado alguna vez en un sitio como este?
—¿Quieres decir en una cloaca? —dijo Andy.
—No es una cloaca. Es tina alcantarilla. ¿Has estado en un subterráneo alguna vez?
—No. ¿Y eso qué tiene que ver?
—¿Alguna vez has estado en un teatro abarrotado y te has sentido de repente… encerrado?
—No tengo claustrofobia —dijo Andy a la defensiva.
—No es nada de que avergonzarse. Lo he visto en otras ocasiones. Una persona se encuentra un poco incómodo en habitaciones pequeñas, ascensores, lugares llenos de gente, aunque no lo suficientemente incómodo como para decir que es claustrofóbico. Entonces baja aquí para hacer una reparación por primera vez, y se empieza a sentir encerrado, empieza a temblar, le falta la respiración, siente que las paredes le oprimen, empieza a oír cosas, a imaginar cosas. Si eso es lo que te ocurre a ti, no te preocupes. No quiere decir que te vayan a despedir ni nada por el estilo. ¡Demonios, no! Simplemente se asegurarán de no volver a asignarte a un subterráneo; eso es todo.
—Yo vi aquello, Ted.
—No hay nada.
—Yo lo vi.
La habitación contigua a la suite de Dominick Carramazza era una estancia grande y agradable, con una gran cama de matrimonio, un escritorio, una mesa, una cómoda y dos sillas. Los colores que se habían utilizado en la decoración eran una combinación de coral con toques turquesas.
Burt Wicke, el ocupante, tenía unos cuarenta y pico años. Media casi uno noventa, y había sido un hombre sólido y fuerte, pero ahora todos sus músculos estaban recubiertos de grasa. Tenía los hombros anchos pero redondos, el pecho amplio, y la barriga le colgaba por encima del cinturón. Al sentarse al borde de la cama, los pantalones le comprimían sus gruesos muslos. A Jack le resultó difícil decidir si Burt había sido alguna vez guapo. Un exceso de alimentación, de alcohol, de tabaco, un exceso de todo le habían dejado una cara que parecía semiderretida. Tenía los ojos un poco saltones e inyectados en sangre. En aquella habitación de color coral y turquesa, Wicke parecía un sapo encima de un pastel de cumpleaños.
Su voz era sorprendente, un tono más alta de lo que Jack esperaba. Había pensado que Burt Wicke se movería lentamente, que hablaría despacio, y que seria un hombre cansado y sedentario, pero Wicke charlaba nerviosamente con considerable energía. Tampoco se podía estar quieto. Se levantó de la cama, se paseó por la habitación, se sentó en una silla, se incorporó en seguida, y continuó paseándose, hablando sin parar, contestando preguntas… y quejándose. Era todo un quejica.
—¿No tardarán mucho? Ya he tenido que anular una reunión de negocios. Si esto se prolonga, tendré que anular otra.
—No tardaremos mucho —dijo Jack.
—Desayuné aquí en la habitación. No fue un desayuno muy bueno. El zumo de naranja estaba demasiado caliente, y el café no lo bastante. Pedí los huevos pasados por agua y me los mandaron fritos. Uno diría que en un hotel de este tipo, un hotel con esta reputación y tan caro, serían capaces de servirle a uno un desayuno decente. En cualquier caso, me afeité y me vestí. Estaba de pie en el cuarto de baño, peinándome, cuando oí que alguien gritaba. Después se puso a chillar. Salí del cuarto de baño y me paré a escuchar, y estoy bastante seguro de que procedía de allí al lado. Era más de una voz.
—¿Qué gritaban? —preguntó Rebecca.
—Parecía como si estuvieran asombrados, sorprendidos. Asustados. Asustados de verdad.
—No, lo que quiero decir es, ¿se acuerda de si pronunciaron alguna palabra?
—No, no eran palabras.
—O quizá nombres.
—No gritaban palabras ni nombres; nada de eso.
—¿Qué gritaban?
—Bueno, quizá fueran palabras y nombres o ambas cosas, pero no se oían claramente a través de la pared. Era sólo un ruido. Y yo pensé: Dios mío, otra cosa que va mal; ha sido un viaje completamente horroroso.
Wicke no era tan sólo un quejica; era un llorón. Su voz tenía la capacidad de ponerle a Jack la piel de gallina.
—¿Y entonces qué ocurrió? —preguntó Rebecca.
—Bueno, los gritos no duraron mucho. Casi en seguida empezó el tiroteo.
—¿Esas dos balas atravesaron la pared? —preguntó Jack señalando los agujeros.
—No en aquel momento. Quizás unos minutos después. ¿Y con qué demonios está construido este lugar si las paredes no pueden detener una bala?
—Era una «Magnum 357» —dijo Jack—. No se detiene ante nada.
—Estas paredes son de papel —contestó Wicke, no queriendo escuchar nada que pudiera contribuir a exculpar al hotel. Se dirigió al teléfono que estaba en la mesilla de noche al lado de la cama, y puso la mano sobre el auricular—. En cuanto empezó el tiroteo, me dirigí aquí, llamé a la recepcionista del hotel y le dije que llamara a la Policía. Tardaron mucho tiempo en llegar. ¿Siempre tardan tanto en esta ciudad cuando alguien necesita ayuda?
—Hacemos lo que podemos —dijo Jack.
—Colgué el teléfono y dudé, sin saber muy bien qué hacer. Me quedé quieto escuchando los gritos y chillidos, y entonces me di cuenta de que quizás estaba en la línea de fuego, de modo que me dirigí al cuarto de baño, con la idea de encerrarme allí hasta que todo acabara y, de repente, ¡Dios!, estaba en la línea de fuego. El primer disparo atravesó la pared y me pasó a unos ocho centímetros de la cara. El segundo pasó aún más cerca. Me tiré al suelo y me agarré a la alfombra, pero aquéllos fueron los dos últimos disparos, y unos segundos más tarde se detuvieron también los gritos.
—¿Y después qué ocurrió? —preguntó Jack.
—Después esperé a la Policía.
—¿No salió al pasillo?
—¿Por qué iba a hacer una cosa así?
—Para ver qué había ocurrido.
—¿Está usted loco? ¿Cómo iba a saber quién estaba ahí fuera? Quizá me encontrara a uno de ellos con una pistola.
—De modo que no vio a nadie ni oyó ningún nombre.
—Ya se lo he dicho. No.
A Jack no se le ocurrió ninguna otra pregunta. Miro a Rebecca, que también parecía estar molesta. Otro callejón sin salida.
Se levantaron de sus respectivas sillas, y Burt Wicke, inquieto y quejoso, dijo:
—Ha sido un viaje horroroso desde el principio, absolutamente horroroso. Primero tengo que hacer el vuelo entero desde Chicago, al lado de una viejecita de Peoria que no calló durante todo el viaje. Una vieja aburrida. Y a continuación el avión topa con una tormenta increíble. Después, ayer, se van al traste dos negocios, y me entero que hay ratas en mi hotel, un hotel tan caro como éste…
—¿Ratas? —preguntó Jack.
—¿Qué?
—Ha dicho que había ratas en el hotel.
—Las hay.
—¿Las ha visto? —preguntó Rebecca.
—Es una vergüenza —dijo Wicke—. Un lugar como éste, con tanta reputación, y lleno de ratas.
—¿Las ha visto? —repitió Rebecca.
Wicke inclinó la cabeza y frunciendo el ceño preguntó:
—¿Por qué les interesan tanto las ratas? Esto no tiene nada que ver con los asesinatos.
—¿Las has visto? —repitió Rebecca con voz más dura.
—No exactamente. Pero las he oído. En las paredes.
—¿Ha oído ratas en las paredes?
—Bueno, en realidad era en el sistema de calefacción. Parecían estar cerca, como si estuvieran metidas en las paredes, pero ya saben cómo se transmiten los ruidos por esos conductos huecos de la calefacción. Las ratas podrían haber estado en otra planta, incluso en otra ala, pero parecían estar cerca. Me puse de pie sobre el escritorio y acerque la oreja al respiradero, y juro que debían de estar a pocos centímetros de aquí. Chillando. Un chillido un poco extraño. Un ruido como un susurro o un murmullo. Por los sonidos diría que quizás había media docena de ratas. Se oía cómo las garras arañaban el metal… un repiqueteo que me puso la piel de gallina. Me quejé, pero la dirección de este hotel no se molesta en investigar las reclamaciones. Por la forma en que tratan a los huéspedes, no se diría nunca que tiene fama de ser uno de los mejores hoteles de la ciudad.
Jack se imaginó que Burt Wicke había presentado un montón de pequeñas e insignificantes quejas antes de oír las ratas. Para entonces, la dirección le habría clasificado de neurótico imposible o de un tramposo que buscaba excusas para no tener que pagar la cuenta.
Acercándose a la ventana, Wicke observó el cielo invernal y la calle abajo.
—Y ahora está nevando. Para colmo, se ha estropeado el tiempo. No es justo.
A Jack el hombre ya no le parecía un sapo. Ahora parecía un bebé gordo y peludo de metro noventa.
—¿Cuándo oyó las ratas? —preguntó Rebecca.
—Esta mañana. Después de terminar el desayuno, llamé a recepción para decirles lo horrible que era la comida del servicio de habitaciones. Tras una conversación altamente insatisfactoria con el empleado de servicio, colgué el teléfono y fue en ese momento cuando oí las ratas. Después de escucharlas unos instantes y de asegurarme de que efectivamente eran ratas, llamé al director en persona para quejarme, de nuevo sin ningún resultado satisfactorio, En aquel momento decidí ducharme, vestirme, hacer las maletas y buscar otro hotel antes de la primera reunión del día.
—¿Se acuerda de qué hora era cuando oyó las ratas?
—No exactamente. Pero debían de ser las ocho y media.
—Una hora antes de que empezara la matanza de al lado —dijo Jack mirando a Rebecca.
Ella parecía estar preocupada.
—Cada vez es más extraño —respondió.
En la suite de la muerte, los tres cuerpos destrozados seguían en el lugar donde habían sido abatidos.
Los hombres del laboratorio no habían acabado de trabajar. En la sala uno de ellos estaba aspirando la alfombra alrededor del cadáver. Los restos serían analizados más tarde.
Jack y Rebecca se acercaron al conducto de la ventilación más cercano, una placa rectangular de 1 x 0,10 cm. empotrada en la pared, unos cuantos centímetros por debajo del techo. Jack acercó una silla, se subió e inspeccionó la rejilla.
—El final del conducto está rodeado por un collarín. Los tornillos atraviesan los bordes de la rejilla y el collarín —señaló.
—Desde aquí —dijo Rebecca— veo las cabezas de dos tornillos.
—Eso es todo lo que hay. Pero cualquier cosa intentando salir por el conducto tendría que retirar por lo menos uno de los tornillos para soltar la rejilla.
—Y no existe ninguna rata tan lista —dijo.
—Aunque fuera una rata lista, como ninguna otra rata creada por Dios, un verdadero Albert Einstein del reino de las ratas, no hubiera podido conseguirlo. Desde el interior del conducto, tendría que trabajar con el revés de la tuerca. Es imposible asirla y girarla sólo con las garras.
—Ni con los dientes, tampoco.
—No. El trabajo requiere dedos.
El conducto era, por supuesto, demasiado pequeño para que un hombre —o incluso un niño— pudiera pasar.
—Supongamos que un montón de ratas, varias docenas de ellas, se apretujaran las unas contra las otras en el conducto, todas ellas intentando salir a través de la rejilla de la ventilación. Si una verdadera manada de ellas presionara suficientemente al otro lado de la rejilla, ¿podrían hacer saltar los tornillos a través del collarín y después meter la rejilla en la habitación para dejarse el camino libre?
—Quizá —contestó Jack dudando bastante—. Incluso eso me parece demasiado inteligente para una rata. Pero supongo que si los agujeros del collarín fueran mucho más grandes que los tornillos que las atraviesan, las roscas no asirían nada y podría desplazarse la rejilla por la fuerza.
Hizo la prueba con la rejilla que había estado examinando. Se movía ligeramente de un lado para otro, de arriba abajo, pero no mucho.
—Ésta de aquí está bastante dura —dijo.
—Puede que alguna de las otras esté más suelta.
Jack se bajó de la silla y la colocó en su sitio.
Pasearon por la suite hasta que encontraron todos los conductos de la calefacción: dos en la sala, uno en la habitación, otro en el cuarto de baño. Todas las rejillas estaban bien colocadas en su sitio.
—No puede haber entrado nada en la suite por el conducto de la calefacción —concluyó Jack—. Quizá pueda llegar a creerme que las ratas se pueden aglomerar y forzar la rejilla, pero nunca en la vida me creeré que se marcharon por el mismo conducto y que consiguieron volver a colocar la rejilla. Ninguna rata, ningún animal imaginable, puede ser tan habilidoso.
—No. Claro que no. Es ridículo.
—Así es —dijo él.
—Así es —suspiró ella—. De modo que sólo te parece una extraña coincidencia que los hombres fueran aparentemente mordidos poco después de que Wicke oyera ratas en las paredes.
—No me gustan las coincidencias —dijo.
—A mi tampoco.
—Normalmente acaban no siendo coincidencias.
—Exactamente.
—Pero sigue siendo lo mas probable. Que sea una coincidencia, quiero decir. A no ser que…
—¿A no ser qué? —preguntó ella.
—A no ser que quieras considerar el vudú, la magia negra…
—No, gracias.
—… demonios que se deslizan por las paredes…
—¡Jack, por el amor de Dios!
—… que aparecen y matan, y después vuelven a introducirse en las paredes, desapareciendo.
—No quiero escuchar más.
—Solo estoy bromeando, Rebecca —sonrió Jack.
—No es verdad. Quizá pienses que no crees en estas tonterías, pero muy en el fondo, hay una parte de ti que…
—Que es excesivamente abierta —acabó diciendo él.
—Si insistes en tomártelo en broma…
—Insisto.
—Pero es igualmente verdad lo que digo.
—Quizá sea excesivamente abierto, si eso es posible.
—Lo es.
—… pero por lo menos no soy inflexible.
—Yo tampoco.
—Ni rígido.
—Yo tampoco.
—Ni estoy asustado.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Tú misma.
—¿Estás diciendo que yo estoy asustada?
—¿No lo estás, Rebecca?
—¿De qué?
—De lo de anoche, para empezar.
—No seas absurdo.
—Entonces hablemos de ello.
—Ahora no.
—Las once y veinte —dijo Jack, mirando el reloj—. A las doce descansaremos para comer. Prometiste que hablaríamos a la hora de comer.
—Dije que lo haría si teníamos tiempo para comer.
—Tendremos tiempo.
—Hay mucho que hacer aquí.
—Podemos hacerlo después de comer.
—Hay que interrogar a la gente.
—Podemos interrogarla después de comer.
—Eres imposible, Jack.
—Infatigable.
—Terco.
—Pertinaz.
—Maldita sea.
—También soy encantador —dijo.
Era evidente que no estaba de acuerdo con él, pues se apartó. Daba la impresión de que prefería mirar a uno de los cadáveres mutilados.
Por la ventana se veía cómo caía copiosamente la nieve. El cielo estaba gris. Aunque todavía no era el mediodía, parecía el crepúsculo.
Lavelle salió por la puerta trasera de su casa. Fue hasta el final del porche, bajando tres escalones. Se detuvo al borde de la hierba muerta y observó el caótico remolino de copos de nieve.
Nunca había visto la nieve. En fotos sí, claro está. Pero no la nieve de verdad. Hasta la primavera pasada, se había pasado toda la vida —treinta años— en Haití, la República Dominicana, Jamaica, y en algunas otras islas caribeñas.
Se había imaginado que el invierno en Nueva York sería incómodo, incluso difícil, para alguien tan poco acostumbrado al frío como él. Sin embargo y sorprendentemente, la experiencia había resultado divertida y positiva hasta ahora. Puede que sólo fuera la novedad del invierno lo que le atraía, y que se sintiera de forma distinta cuando se acabara la novedad, pero mientras tanto, los vientos vigorosos y el aire frío le resultaban estimulantes.
Además, en esta gran ciudad había descubierto una enorme reserva de poder de la que dependía para llevar a cabo su trabajo: el poder infinitamente útil del mal. El mal florecía por todas partes, claro está, también en el campo y en los suburbios y no sólo dentro de los límites de la ciudad de Nueva York. El mal no escaseaba en el Caribe, donde él había sido un Bocor —un cura vudú especializado en el uso de la magia negra— desde los veintidós años. Pero aquí donde una o dos veintenas de asesinatos se cometían cada semana, aquí donde los asaltos, violaciones, robos y atracos ascendían a miles —incluso a cientos de miles— cada año, aquí donde se encontraba un ejército de tramposos buscando algún negocio, legiones de timadores, psicóticos de todo tipo, pervertidos, punkies, maridos que maltrataban a sus mujeres, e incontables gamberros… aquí era donde el aire quedaba inundado por las corrientes del mal que podían verse, olerse y sentirse si, como Lavelle, eras sensible a ello. Con cada acto malvado, surgían de las ánimas corruptas efluvios de maldad, que se unían a las crujientes corrientes en el aire, fortaleciéndolas y haciéndolas potencialmente más destructivas. Por encima y a través de la metrópolis, enormes y tenebrosos ríos de maldad surgían y se agitaban. Ríos etéreos, sí. Sin sustancia. Pero la energía de la que estaban compuestos era de verdad, letal, el tipo de material con el que Lavelle podía virtualmente conseguir cualquier resultado. Podía hacer uso de esas mareas de medianoche y de esos arroyos crepusculares de malévolo poder; podía utilizarlos para llevar a cabo los hechizos, maldiciones y encantos más ambiciosos y difíciles.
En la ciudad también se entrecruzaban otras corrientes de naturaleza benigna, compuestas por los efluvios de las almas buenas dedicadas a la práctica del bien. Eran ríos de esperanza, amor, valor, caridad, inocencia, amabilidad, amistad, honestidad y dignidad. Esa también era una energía poderosa, pero de ninguna utilidad para Lavelle. Un Houngon, un cura especializado en la magia blanca, podría aprovechar esta energía benigna para curar, hacer hechizos y milagros. Pero Lavelle era un Bocor, y no un Houngon. Se había dedicado a la magia negra, a los ritos Congo y Pétro, y no a los ritos Rada, de magia blanca. Y dedicarse a la magia negra suponía limitarse a ella.
A pesar de su larga relación con el mal no tenía un aspecto triste ni apesadumbrado; era un hombre feliz. Sonreía ampliamente mientras estaba allí de pie en la parte trasera de la casa, al borde de la hierba muerta, mirando los remolinos de nieve. Se sentía fuerte, relajado, contento, casi insoportablemente complacido consigo mismo.
Era alto, de un metro noventa y uno. Parecía incluso más alto con aquellos pantalones negros y estrechos y el abrigo largo y bien cortado de cachemira. Era extraordinariamente delgado aunque de aspecto fuerte a pesar de la falta de grasas. Ni siquiera una persona poco observadora podría confundirle con un hombre débil. Irradiaba confianza y tenía unos ojos que te hacían apartarte apresuradamente de su camino. Tenia unas manos anchas y unas muñecas grandes y huesudas. Su cara era noble y con un cierto parecido al actor Sidney Poitier. Su tez era excepcionalmente oscura, muy negra, con un fondo casi morado, algo así como la piel de una berenjena madura. Los copos de nieve se le derretían en la cara y se le pegaban a las cejas cubriendo su rizado pelo negro.
La casa de la que había salido era un edificio de tres pisos de ladrillo, seudovictoriana, con una torre falsa, un tejado de pizarra, y con muchos adornos recargados y de mal gusto, pero en mal estado y mugrienta. Se había construido a principios de siglo, y en aquella época había formado parte de una zona residencial. Después de la Segunda Guerra Mundial seguía siendo de clase media (aunque empezaba a perder prestigio) y a finales de los años setenta era ya claramente de clase media baja. La mayoría de las casas de la calle se habían convertido en apartamentos. Esta no, pero estaba en el mismo mal estado que todas las demás. No era el lugar donde Lavelle quería vivir; era donde tenía que vivir hasta acabar satisfactoriamente con esta pequeña guerra: su escondite.
A ambos lados de la calle se veían otras casas de ladrillo, exactamente iguales que ésta y adosadas. Todas ellas daban a un pequeño jardín: una parcela de 2 por 4 de hierba fina, ahora aletargada por la llegada del duro invierno. Al final del jardín estaba el garaje, y más allá un callejón lleno de basura.
En una esquina de la propiedad de Lavelle, adosado a la pared del garaje, había un cobertizo de hierro estriado con una capa de pintura blanca y puertas verdes metálicas. Lo había comprado en Sears, y los trabajadores lo habían construido hacía un mes. Ahora, cansado de ver caer la nieve, se dirigió al cobertizo, abrió una de las puertas y entró.
Le invadió una ola de calor. A pesar de que el cobertizo no estaba equipado con sistema de calefacción, y las paredes ni siquiera estaban aisladas, la pequeña construcción —de 1,20 por 2,40— resultaba extremadamente caliente. En cuanto Lavelle entró y cerró la puerta, se vio obligado a quitarse el abrigo de novecientos dólares para poder así respirar cómodamente.
Un peculiar olor a azufre impregnaba el ambiente. A la mayoría de las personas les hubiera resultado desagradable, pero Lavelle aspiró, respiró profundamente, y sonrió. Saboreó el hedor. A él le parecía una dulce fragancia porque era el olor de la venganza.
Había empezado a sudar.
Se quitó la camisa.
Cantaba en un idioma extraño.
Se quitó los zapatos, los pantalones, la ropa interior.
Desnudo, se arrodilló sobre el suelo de tierra.
Empezó a cantar suavemente. La melodía era pura, apremiante, y la llevaba bien. Cantaba en voz baja y el sonido no podía ir más allá de los límites de su propiedad.
Sudaba copiosamente. Su cuerpo negro brillaba.
Mientras cantaba se balanceaba suavemente. Al poco rato estaba casi en trance.
Las frases que cantaba eran cadenas de palabras melódicas y rítmicas en una mezcla complicada pero meliflua de francés, inglés, swahili y bantú. Era en parte un dialecto de Haití, un dialecto de Jamaica, un canto juju africano: el rico «lenguaje» del vudú.
El tema de sus cantos era la venganza. La muerte. La sangre de sus enemigos. Pedía la destrucción de la familia Carramazza, uno por uno, según una lista que él había confeccionado.
Finalmente cantó acerca de la muerte de los dos hijos del policía, que podría llegar a ser necesaria en cualquier momento.
La idea de matar niños no le preocupaba. De hecho, la posibilidad le excitaba.
Le brillaban los ojos.
Sus manos de largos dedos subían y bajaban por su delgado cuerpo en una especie de caricia sensual.
Respiraba trabajosamente a medida que aspiraba el aire cálido y exhalaba un vapor aún más cálido y pesado.
Las gotas de sudor sobre su piel color ébano brillaban con un reflejo de luz anaranjada.
Aunque no había encendido la luz al entrar, el interior del cobertizo no estaba totalmente a oscuras. El perímetro de la pequeña habitación sin ventanas estaba lleno de sombras, pero un resplandor naranja surgía del suelo en el centro de la estancia. Procedía de un agujero de unos 70 centímetros de diámetro. Lo había cavado Lavelle mientras llevaba a cabo un complicado ritual de seis horas, en las que había hablado con muchos de los dioses del mal —Congo Savanna, Congo Maussai, Congo Moudongue— y los ángeles malos como los Zandor, los Ibos «je rouge», los Pétro Maman Pemba, y Ti Jean Pie Fin.
La excavación tenia la forma de un cráter de meteorito. Las paredes se inclinaban hacia dentro para formar una depresión, cuyo centro sólo tenía 40 centímetros de profundidad. No obstante, si se observaba fijamente durante un largo rato, poco a poco acababa pareciendo muchísimo más profunda. De forma misteriosa, cuando se miraba la llama durante un par de minutos y cuando se intentaba descubrir su fuente, la perspectiva de pronto cambiaba drásticamente, y se veía que el final del pozo estaba a cientos o a miles de metros. No era simplemente un agujero en el suelo del cobertizo; ya no lo era; de repente y de forma mágica, era una puerta en el corazón de la tierra. Pero, con un parpadeo, se volvía a convertir en una depresión poco profunda.
Ahora, todavía cantando, Lavelle se inclinó hacia delante.
Observó la extraña y llameante luz anaranjada.
Miró dentro del agujero.
Hacia abajo.
Abajo…
Abajo…
En las profundidades.
El Infierno.
Poco antes del mediodía, Nayva Rooney había finalizado la limpieza del apartamento de los Dawson.
No había vuelto a ver ni a oír a la rata —o lo que fuera— que había perseguido por todas las habitaciones a primera hora de la mañana. Había desaparecido.
Escribió una nota a Jack Dawson, pidiéndole que le llamara por la noche. Había que decirle lo de la rata, para que pudiera hablar con el portero del edificio y contratar a un exterminador. Colocó la nota sobre la puerta de la nevera con la mariposa de plástico con imán que se solía utilizar para la lista de la compra.
A continuación se puso las botas de goma, el abrigo, la bufanda y los guantes, y apagó la luz del pasillo. Ahora, el apartamento quedaba tan sólo iluminado por un hilo de luz gris que apenas podía atravesar las ventanas. El recibidor, que no tenía ventanas, estaba casi a oscuras. Se quedó totalmente quieta al lado de la puerta principal durante más de un minuto… escuchando.
El apartamento estaba silencioso como una tumba.
Finalmente, salió de la casa y cerró la puerta con llave.
Pocos minutos después de que se hubiera marchado Nayva Rooney, se oyó un movimiento en el apartamento.
Algo salió de la habitación de Penny y Davey y se adentró por el oscuro pasillo. Se fundió entre las sombras. Si Nayva hubiera estado allí, sólo habría visto sus brillantes y fieros ojos blancos. El bicho se detuvo un momento al lado de la puerta por la que acababa de salir, y después se dirigió por el pasillo hasta el comedor, con las garras repiqueteando sobre el suelo de madera; al avanzar hacia un ruido seco y amenazador.
Una segunda criatura salió de la habitación de los chicos. También quedaba camuflada por la oscuridad del apartamento. Sólo una sombra entre las sombras… con la excepción de los ojos brillantes.
Apareció otra bestia pequeña y oscura.
Una cuarta.
Una quinta.
Otra. Y después otra…
Poco después estaban por todo el apartamento: escondidas por todos los rincones; encima de los muebles o moviéndose por debajo de ellos; escalando las paredes con la habilidad de los insectos; escondiéndose detrás de las cortinas; aspirando y susurrando; corriendo inquietamente de una habitación a otra; gruñendo sin cesar en lo que parecía ser un gutural idioma extranjero; la mayor parte del tiempo, permanecían entre las sombras, como si la pálida luz invernal que entraba por las ventanas fuera demasiado fuerte para ellas.
De pronto, dejaron de moverse y se quedaron quietas, como si les hubiera llegado una orden. Poco a poco empezaron a balancearse de un lado a otro, mientras sus pequeños y brillantes ojos dibujaban arcos en la oscuridad. Sus movimientos metronómicos seguían el ritmo de la canción que cantaba Baba Lavelle en otra y lejana parte de la ciudad.
Finalmente, dejaron de balancearse.
No volvieron a agitarse.
Esperaron en las sombras, inmóviles, con los ojos brillantes.
Pronto, podrían recibir la orden de matar.
Estaban preparadas. Y ansiosas.