CAPÍTULO PRIMERO

1

A la mañana siguiente, lo primero que Rebecca le dijo a Jack Dawson fue:

—Tenemos dos fiambres.

—¿Qué?

—Dos cadáveres.

—Ya sé lo que son fiambres —dijo.

—Acabamos de recibir la llamada.

—¿Encargaste dos fiambres?

—Ponte serio.

—Yo no encargué dos fiambres.

—Los oficiales uniformados ya están en la escena del crimen —dijo.

—Nuestro turno no empieza hasta dentro de siete minutos.

—¿Quieres decir que no iremos hacia allí sólo porque fue muy poco considerado por su parte morir tan pronto por la mañana?

—¿Es que no hay siquiera tiempo para tener una charla amistosa? —preguntó.

—No.

—Mira, debería ser así… Tú me dices, «Buenos días, Detective Dawson». Y entonces yo digo, «Buenos días, Detective Chandler».

2

Harry Ulbeck, un oficial uniformado conocido de Jack, estaba de pie en las escaleras, delante de la bella casa de ladrillo de estilo georgiano donde habían ocurrido los asesinatos. Llevaba puesto el abrigo azul marino de reglamento, una bufanda de lana y guantes, pero seguía tiritando.

Por la mirada de la cara de Harry, Jack percibió que no era por el frío. Harry Ulbeck estaba temblando por lo que había visto dentro de la casa.

—¿Un mal caso? —preguntó Rebecca.

Harry asintió con la cabeza.

—El peor, teniente.

Tenia tan sólo veintitrés o veinticuatro años, pero en este momento parecía mucho mayor; estaba pálido y ojeroso.

—¿Quiénes son los muertos? —preguntó Jack.

—Un hombre llamado Vince Vastagliano y su guardaespaldas, Ross Morrant.

Jack se encogió de hombros y escondió la cabeza mientras una ráfaga de viento azotaba la calle.

—Un vecindario rico —dijo.

—Espera a ver lo que hay dentro —dijo Harry—. Es como una tienda de antigüedades de la Quinta Avenida.

—¿Quién encontró los cuerpos? —preguntó Rebecca.

—Una mujer llamada Shelly Parker. Es verdaderamente atractiva. La amiga de Vastagliano, creo.

—¿Está aquí ahora?

—Dentro. Pero dudo de que te sea de gran ayuda. Sacarás más hablando con Nevetski y Blaine.

De pie, azotada por el viento y con el abrigo desabrochado, Rebecca dijo:

—¿Nevetski y Blaine? ¿Quiénes son?

—Narcotraficantes —dijo Harry—. Estaban vigilando a este Vastagliano.

—¿Y le mataron delante de sus narices? —preguntó Rebecca.

—Mejor que no lo digas así cuando hables con ellos —aconsejó Harry—. Están muy molestos con todo el asunto. Quiero decir que no estaban sólo los dos. Tenían a su cargo a un equipo de seis hombres vigilando todas las entradas de la casa. Tenían el lugar cercado. Pero de alguna manera alguien consiguió entrar, asesinó a Vastagliano y a su guardaespaldas, y volvió a salir sin que nadie le viera. Cualquiera diría que Nevetski y Blaine estaban durmiendo.

Jack se compadeció de ellos.

Rebecca no:

—Pues a mí no me dan ninguna pena. Parece que estaban haciendo el tonto —dijo.

—No creo —dijo Harry Ulbeck—. Se quedaron realmente conmocionados. Juran que tenían la casa rodeada.

—¿Qué esperabas que dijeran? —preguntó Rebecca, agriamente.

—Dale siempre el beneficio de la duda a un compañero —le advirtió Jack.

—¿Ah, sí? —dijo—. Un carajo. No creo en la lealtad ciega. No la espero de nadie ni la practico. He conocido buenos polis, más de unos cuantos, y si sé que son buenos, haré cualquier cosa para ayudarles. Pero también he conocido verdaderos imbéciles que ni siquiera eran capaces de ponerse los pantalones con la bragueta delante.

Harry la miró asombrado.

—No me sorprendería que Nevetski y Blaine fueran tipos así, de los que se pasean con las cremalleras en el culo —continuó ella.

Jack suspiró.

Harry observaba a Rebecca atónito.

Una furgoneta oscura y sin distintivos aparcó en el bordillo y se bajaron tres hombres. Uno llevaba una bolsa con una cámara fotográfica y los otros dos pequeños maletines.

—Han llegado los del laboratorio —dijo Harry.

Los recién llegados se apresuraron por la acera hacia la casa. Algo en sus afiladas caras y ojos entrecerrados les hacía parecer un trío de pájaros zancos precipitándose ávidamente sobre una nueva pieza de carroña.

Jack Dawson se estremeció.

El viento volvió a arreciar. Por la calle, las ramas desnudas de los árboles se agitaron unas contra otras. Aquel sonido le trajo a la memoria una imagen de carnaval en donde unos esqueletos animados practicaban un baile macabro.

3

El ayudante del médico forense y otros dos hombres del laboratorio de Patología estaban en la cocina, donde Ross Morrant, el guardaespaldas, había caído derribado y se encontraba cubierto de sangre, mayonesa, mostaza y salami. Había sido asesinado mientras preparaba un bocado de medianoche.

En el segundo piso de la casa, en el cuarto de baño principal, la sangre cubría todas las superficies y decoraba todas las esquinas: chorros, manchas y gotas de sangre; huellas sangrientas en la pared y en el borde de la bañera.

Jack y Rebecca se quedaron en el umbral de la puerta mirando sin tocar nada. Todo debía permanecer intacto hasta que hubieran acabado los hombres del laboratorio.

Vince Vastagliano, completamente vestido, estaba aprisionado entre la bañera y el lavabo, y su cabeza descansaba sobre la base del inodoro. Había sido un hombre grande, algo fláccido, de pelo oscuro y cejas pobladas. Tenía los pantalones y la camisa empapados de sangre. Le habían arrancado un ojo y el otro estaba completamente abierto y sin visión. Tenía una mano con el puño cerrado y la otra abierta, relajada. La cara, el cuello y las manos estaban cubiertas de docenas de pequeñas heridas. Sus ropas estaban desgarradas en al menos cincuenta o sesenta lugares, y a través de estos estrechos cortes en la tela, podían verse otras oscuras y sangrientas heridas.

—Éste es peor que los otros tres —dijo Rebecca.

—Mucho peor.

Éste era el cuarto cadáver horrorosamente desfigurado que habían visto en los últimos cuatro días. Seguramente Rebecca tenía razón: había un psicópata suelto.

Pero no se trataba meramente de un asesino loco que mataba en un ataque de amnesia o de locura psicótica. Este loco iba mucho más allá. Parecía ser un psicópata con un objetivo concreto, quizás incluso un cruzado, ya que sus cuatro víctimas habían estado de alguna manera relacionadas con el tráfico ilegal de estupefacientes.

Circulaban rumores que apuntaban el inicio de una guerra de bandas, una disputa de territorios, pero Jack no confiaba mucho en esta explicación. Por una parte, los rumores eran… extraños. Además, era distinto a las matanzas entre bandas. Con toda seguridad no se trataba de un asesino profesional; no tenían nada de limpio ni profesional. Eran matanzas salvajes, producto de una personalidad oscura y retorcida.

En realidad, Jack hubiera preferido perseguir a un matón. Esto iba a resultar mucho más difícil. Pocos criminales eran tan astutos, inteligentes, atrevidos, o difíciles de atrapar como un maníaco con una misión que cumplir.

—El número de heridas sigue el mismo patrón —dijo Jack.

—Pero no son del mismo tipo que las que hemos visto hasta ahora. Aquéllas eran puñaladas. Estas, sin duda alguna, no. Son demasiado desiguales. Por tanto, quizás el autor no sea la misma persona.

—Lo es —dijo.

—Es demasiado pronto para asegurarlo.

—Es el mismo caso —insistió.

—Pareces estar muy seguro.

—Lo intuyo.

—No te me pongas místico como ayer.

—Nunca lo hago.

—Sí que lo haces.

—Ayer sólo seguíamos pistas viables.

—En una tienda de vudú que vende sangre de cabra y amuletos mágicos.

—¿Y qué? Seguía siendo una pista viable —dijo. Observaron los cadáveres en silencio.

—Parece como si algo le hubiera mordido unas cien veces. Parece… masticado —dijo Rebecca.

—Sí. Por algo pequeño —contestó.

—¿Ratas?

—Estamos en un vecindario elegante.

—Sí, claro, pero sigue siendo una gran ciudad feliz, Jack. Los vecindarios buenos y los malos comparten las mismas calles, las mismas alcantarillas, las mismas ratas. Es la democracia en acción.

—Si son mordeduras de ratas, entonces esos malditos animales empezaron a mordisquearlo después de muerto; les debe haber atraído el olor a sangre. Las ratas se alimentan básicamente de carroña. No son atrevidas, ni agresivas. A la gente no les suele atacar montones de ratas en sus propios hogares. ¿Has visto que ocurriera eso alguna vez?

—No —admitió ella—. O sea que las ratas llegaron después de su muerte, y le mordisquearon. Pero eran tan solo ratas. No intentes convertirlo en algo místico.

—¿He dicho alguna cosa?

—Ayer realmente me molestaste.

—Sólo seguíamos unas pistas viables.

—Hablando con un brujo —dijo con desdén.

—El hombre no era un brujo. Era…

—Un loco. Eso es lo que era. Un loco. Y tú te quedaste ahí escuchándolo durante más de media hora.

Jack suspiró.

—Esto son mordeduras de rata —dijo—, y disimulan las heridas de verdad. Tendremos que esperar hasta la autopsia para conocer las verdaderas causas de la muerte.

—Estoy seguro de que serán exactamente iguales que las otras. Pequeñas puñaladas bajo las mordeduras.

—Seguramente tienes razón —respondió ella.

Mareado, Jack se apartó del muerto.

Rebecca continuó observándolo.

El marco de la puerta del cuarto de baño estaba astillado, y el cerrojo de la puerta roto.

Mientras Jack examinaba los daños, hablaba con un policía grueso y rubicundo que se encontraba cerca.

—¿Encontró la puerta así?

—No, no, teniente. Estaba cerrada con llave cuando llegamos.

Sorprendido, Jack dejó de mirar la puerta dañada.

¿Qué?

Rebecca se volvió hacia el policía.

—¿Cerrada con llave?

—Vean, esta mujer Parker… uh, quiero decir, la señorita Parker… tenía una llave —dijo el oficial—. Entró en la casa, llamó a Vastagliano y pensando que seguía durmiendo, subió arriba a despertarlo. Encontró la puerta del cuarto de baño cerrada con llave, no obtuvo respuesta y pensó que había tenido un ataque de corazón. Miró por debajo de la puerta y le vio la mano medio abierta y toda esa sangre. Telefoneó en seguida al 911. Yo y Tony —mi compañero— fuimos los primeros en llegar, y derribamos la puerta por si el hombre seguía vivo, pero con un solo vistazo comprobamos que no lo estaba. Después encontramos al otro en la cocina.

—¿La puerta del cuarto de baño estaba cerrada por dentro? —preguntó Jack.

El policía se rascó su cuadrada barbilla.

—Bueno, claro. Claro, estaba cerrada por dentro. Si no, no hubiésemos tenido que tirar la puerta abajo, ¿verdad? ¿Y ven? ¿Ven cómo funciona? Es lo que los cerrajeros llaman un «cerrojo privado». No puede cerrarse desde fuera.

Rebecca frunció el entrecejo.

—¿O sea que es imposible que el asesino lo cerrara después de haber acabado con Vastagliano?

—Exactamente —dijo Jack, examinando mas cuidadosamente el cerrojo roto—. Me parece que la víctima se encerró para evitar a sus perseguidores.

—En cualquier caso perdió la vida —dijo Rebecca.

—Sí.

—En una habitación cerrada.

—Sí.

—Donde la ventana más grande es tan sólo una estrecha abertura.

—Sí.

—Demasiado estrecha para que escapara el asesino.

—Eso es. Demasiado estrecha.

—¿Y cómo ocurrió?

—Maldita sea si lo sé —contestó Jack.

Ella frunció el entrecejo.

—No te pongas místico —dijo.

—Yo nunca me pongo místico —replicó él.

—Tiene que haber una explicación.

—Estoy seguro de que la hay.

—Y nosotros la encontraremos.

—Seguro que sí.

—Una explicación lógica.

—Claro que sí.

4

Aquella mañana, algo desagradable le sucedió a Penny Dawson en el colegio.

La escuela Wellton, una institución privada, se encontraba en un edificio grande y restaurado de cuatro plantas en una calle limpia y bordeada de árboles de un vecindario bastante respetable. La planta baja había sido remodelada para acomodar un aula de música acústicamente perfecta y un pequeño gimnasio. En la segunda planta se encontraban las aulas del primer al tercer curso, mientras que las clases del cuarto al sexto curso se impartían en la tercera. Las oficinas estaban situadas en la cuarta planta.

Penny, en el sexto curso, asistía a clases en la tercera planta. Fue allí, en el bullicioso y caluroso guardarropa, donde sucedió.

A esa hora, poco antes de que empezaran las clases, el guardarropa estaba lleno de chiquillos parlanchines quitándose los pesados abrigos y las botas de agua. Aunque esa mañana no nevaba, la previsión meteorológica anunciaba precipitaciones para media tarde, y todo el mundo se había vestido de acuerdo con ello.

¡Nieve! Sería la primera nieve del año. A pesar de que los niños de ciudad no tenían prados, colinas o bosques para disfrutar de los juegos de invierno, la primera nieve de la temporada no dejaba de ser un acontecimiento mágico. La esperanza de tormenta aumentaba la habitual excitación matutina. Se oían muchas risitas, nombres, bromas, comentarios sobre programas de televisión o los deberes, chistes, adivinanzas, exageraciones acerca de la cantidad de nieve que iba a caer, y conspiraciones secretas, el susurro de los abrigos, el impacto de los libros cayendo sobre los bancos, y el ruido metálico de las fiambreras.

De espaldas a la oleada de actividad y mientras se quitaba los guantes y su larga bufanda de lana, Penny vio que la puerta de su alto y estrecho armario metálico estaba abollada en la parte inferior y ligeramente curvada en un borde, como si alguien hubiera utilizado una palanca. Al observarla más detenidamente, vio que el candado también estaba roto.

Frunciendo el ceño, abrió la puerta y pegó un salto de sorpresa hacia atrás mientras caía a sus pies un alud de papel. Había dejado el contenido de su armario colocado ordenadamente. Ahora, todo estaba revuelto y hecho un amasijo. Y lo que era peor, todos sus libros aparecían destrozados y con las páginas arrancadas; algunas estaban hechas trizas, otras arrugadas. Su bloc de papel amarillo había quedado hecho confeti. Los lápices eran ahora trocitos de madera.

Su calculadora de bolsillo estaba destrozada.

Otros chicos estaban lo suficientemente cerca para ver lo que había caído de su armario. La escena de tanta destrucción les sorprendió y todos quedaron en silencio.

Paralizada, Penny se agachó, introdujo el brazo en la parte inferior del armario, y apartó parte del material destrozado, hasta que descubrió la funda de su clarinete. Anoche no se había llevado a casa el instrumento porque tenía que escribir un largo informe y no hubiera tenido tiempo de tocar. Los cierres de la funda negra estaban rotos.

Tenía miedo de abrirlo.

Sally Wrather, la mejor amiga de Penny, se agachó junto a ella.

—¿Qué ha ocurrido?

—No lo sé.

—¿No lo has hecho tú?

—Claro que no. Yo… me temo que mi clarinete está roto.

—¿Quién puede haber hecho una cosa así? Es algo claramente cruel.

Chris Howe, un chico de sexto que siempre estaba haciendo el payaso y que, a veces, podía llegar a ser infantil, odioso y completamente imposible —pero que también podía resultar gracioso porque se parecía un poco a Scott Baio— se agachó junto a Penny. No se dio cuenta de que pasaba algo.

—Vaya, Dawson, no sabía que fueras tan desordenada —dijo.

—Ella no… —dijo Sally.

—Apostaría a que tienes una familia de grandes cucarachas negras ahí dentro, Dawson —continuó Chris.

—Vete a paseo, Chris —dijo Sally.

Se quedó totalmente sorprendido porque Sally era una pequeña y casi frágil pelirroja que normalmente era muy dulce hablando. No obstante, cuando era cuestión de defender a sus amigos, Sally podía ser un tigre. Chris la miró y dijo:

—¿Eh? ¿Qué has dicho?

—Que metas la cabeza en el wáter y tires de la cadena —contestó Sally—. No nos hacen falta tus bromas estúpidas. Alguien ha destrozado el armario de Penny. No tiene gracia.

Chris observó los destrozos más atentamente.

—Uh. No me había dado cuenta. Lo siento, Penny.

De mala gana, Penny abrió la dañada funda del clarinete. Habían arrancado la llave plateada y el instrumento también estaba partido por la mitad.

Sally apoyó su mano sobre el hombro de Penny.

—¿Quién ha sido? —preguntó Chris.

—No lo sabemos —respondió Sally.

Penny miró fijamente el clarinete, queriendo llorar, no porque estuviera roto (aunque eso en sí era una desgracia), sino porque se preguntaba si alguien lo había hecho para darle a entender que no formaba parte de aquel lugar.

En la escuela Wellton, ella y Davey eran los únicos niños que tenían un padre policía. Los otros chicos eran hijos de abogados, médicos, hombres de negocios, dentistas, agentes de bolsa o ejecutivos del mundo de la publicidad. Al haber adoptado de sus padres ciertas actitudes esnobs, había algunos alumnos que pensaban que un hijo de policía no estaba a la altura de una escuela privada como la Wellton. Afortunadamente, no eran muchos. A la mayoría de los chicos no les importaba cómo Jack Dawson se ganaba la vida, e incluso había algunos que pensaban que era especial, divertido e incluso mejor ser el hijo de un policía que tener un padre banquero o contable.

A estas alturas, todos los presentes se habían dado cuenta de que algo serio había ocurrido, y permanecían en silencio.

Penny se levantó, se dio la vuelta, y los observó a todos.

Divisó a dos de las más sospechosas —un par de chicas del sexto curso, Sissy Johansen y Cara Wallace— y de pronto quiso agarrarlas, zarandearlas, gritarles, decirles cuál era su situación, hacerles comprender.

No fue idea mía venir a esta escuela. Mi padre sólo se lo puede permitir porque cobró el seguro de mi madre y cierta cantidad acordada con el hospital que la mató. ¿Creéis que quería ver muerta a mi madre sólo para venir a Wellton? ¡Dios mío! ¿No os parece que dejaría Wellton al instante si me devolvieran a mi madre? ¡Estúpidas imbéciles! ¿Creéis que me gusta no tener madre? ¡Por el amor de Dios! ¡Imbéciles! ¿Qué os pasa?

Pero no les gritó.

Tampoco lloró.

Se tragó el nudo que tenía en la garganta y, mordiéndose el labio, se controló, decidida a no actuar de forma infantil.

Al cabo de unos segundos se alegró de no haberles gritado, porque se empezó a dar cuenta de que incluso Sissy y Cara, por muy esnobs que pudieran ser a veces, no eran capaces de hacer algo tan atrevido y horroroso como destrozar su armario y romper su clarinete. No. No habían sido ni Sissy ni Cara ni ninguno de los otros esnobs.

Pero si no habían sido ellos… ¿quién había sido?

Chris Howe, que había permanecido agachado delante del armario de Penny observando los restos, se puso de pie, sosteniendo un montón de páginas destrozadas de los libros de texto.

—Eh, mirad esto. No está sólo roto. Parece como si lo hubieran masticado —dijo.

—¿Masticado? —preguntó Sally Wrather.

—¿Ves estas pequeñas señales de dientes? —preguntó Chris.

Penny las vio.

—¿Quién masticaría un montón de libros? —dijo Sally.

Señales de dientes, pensó Penny.

—Ratas —dijo Chris.

Como las señales en el bate de plástico de béisbol de Davey.

—¿Ratas? —dijo Sally, haciendo una mueca—. ¡Oh, qué asco!

Anoche. La cosa debajo de la cama.

—Ratas…

—… ratas…

—… ratas.

El rumor se extendió por toda la habitación.

Un par de niñas chillaron.

Varios alumnos salieron del guardarropa para informar a los profesores del suceso.

Ratas.

Pero Penny sabía que no había sido una rata lo que le había arrancado el bate de béisbol de la mano. Había sido… otra cosa.

Al igual que no había sido una rata la culpable de su clarinete destrozado. Era otra cosa.

Otra cosa.

Pero ¿qué?

5

Jack y Rebecca encontraron a Nevetski y a Blaine abajo, en el estudio de Vince Vastagliano. Estaban inspeccionando los cajones y los compartimientos de un escritorio Sheraton y una pared repleta de bellos armarios de roble.

Roy Nevetski se parecía a un profesor inglés de escuela secundaria de mediados de los años cincuenta, con su camisa blanca, pajarita, jersey gris de cuello abierto.

En contraste, el compañero de Nevetski, Carl Blaine, parecía un delincuente. Nevetski era más bien delgado, y Blaine grueso, ancho de hombros y con un cuello de toro. El rostro de Nevetski irradiaba inteligencia y sensibilidad mientras que Blaine parecía tener la sensibilidad de un gorila.

A juzgar por el aspecto de Nevetski, Jack supuso que éste llevaría a cabo un registro ordenado, sin dejar huellas; asimismo, creyó que Blaine sería un patán que iría dejando una estela de restos y huellas sucias. En realidad, resultó ser completamente al revés. Cuando Roy Nevetski acababa de inspeccionar un cajón, el suelo a sus pies quedaba repleto de papeles, mientras que Carl Blaine estudiaba cada objeto con cuidado y después lo colocaba en su sitio, tal y como lo había encontrado.

—No os metáis por medio —dijo Nevetski con irritación—. Vamos a inspeccionar todos y cada uno de los rincones de este maldito lugar. No nos iremos hasta que encontremos lo que buscamos. —Tenía una voz sorprendentemente dura, de notas bajas y tonos metálicos, como una pieza de maquinaria rota—. O sea que apartaos.

—En realidad —dijo Rebecca—, ahora que Vastagliano está muerto, eso queda fuera de vuestra jurisdicción.

Jack se sorprendió de su claridad y frialdad tan familiares.

—Ahora es un caso de homicidio —dijo Rebecca—. Ya no es un asunto de narcóticos.

—¿Habéis oído hablar alguna vez de la cooperación interdepartamental? —preguntó Nevetski.

—¿Has oído tú hablar alguna vez de la cortesía? —replicó Rebecca.

—Esperad, esperad —dijo Jack rápida y aplacadoramente—. Hay sitio para todos. Claro que lo hay.

Rebecca le dirigió una mirada malévola.

Fingió no verla. Sabía fingir muy bien que no veía las miradas que ella le dirigía. Tenía mucha práctica.

Dirigiéndose a Nevetski, Rebecca dijo:

—No hay razón para dejar el lugar como una cuadra.

—Vastagliano está demasiado muerto como para que le importe —contestó Nevetski.

—Simplemente nos lo pones mas difícil a Jack y a mi para cuando tengamos que registrar todo esto nosotros.

—Escucha —dijo Nevetski—. Tengo prisa. Además, cuando yo llevo a cabo un registro de este tipo, no hay ninguna maldita razón para que nadie lo compruebe. Nunca se me pasa nada por alto.

—Tendréis que perdonar a Roy —dijo Carl Blaine, adoptando el tono y los gestos aplacadores de Jack.

—Un carajo —dijo Nevetski.

—No quiere decir nada con todo esto —dijo Blaine.

—Un carajo —respondió Nevetski.

—Está extraordinariamente tenso esta mañana —dijo Blaine. A pesar de la cara de bruto que tenía, su voz era suave, culta y meliflua—. Extraordinariamente tenso.

—Por la forma en que actúa —dijo Rebecca—, hubiera dicho que era su día del mes.

Nevetski la miró con odio.

No hay nada tan alentador como la camaradería policial, pensó Jack.

—Resulta que simplemente estábamos vigilando estrechamente a Vastagliano cuando lo asesinaron —dijo Blaine.

—No debe de haber sido una vigilancia muy estrecha —contestó Rebecca.

—Nos pasa a los mejores —dijo Jack, deseando que ella se callara.

—De alguna manera —continuó Blaine—, el asesino se coló tanto al entrar como al salir. No le vimos el pelo.

—No tiene ningún sentido, maldita sea —dijo Nevetski, y cerró el cajón del escritorio con una fuerza salvaje.

—Vimos entrar a esa mujer, Parker, hacia las siete y veinte —dijo Blaine—. Quince minutos después, llegó el primer coche patrulla. Ésa fue la primera noticia que tuvimos del asesinato de Vastagliano. Resultó vergonzoso. El capitán no nos tratará con mucho cariño.

—Demonios, el viejo colgará nuestros cojones como decoraciones navideñas.

Blaine asintió.

—Seria útil encontrar los papeles de Vastagliano, los nombres de sus socios y clientes, o quizá recoger suficientes pruebas para poder hacer una detención importante.

—Quizás acabemos siendo héroes —dijo Nevetski—, aunque en este momento me conformaría con levantar la cabeza por encima de la mierda antes de ahogarme.

La cara de Rebecca estaba llena de desaprobación por el incesante uso de lenguaje obsceno.

Jack deseó vehementemente que no criticara a Nevetski por ello.

Se apoyó contra la pared, al lado de lo que parecía ser (al menos a los ojos poco instruidos de Jack) un óleo original de Andrew Wyeth. Era una escena de granja representada de forma detallada y exquisita.

Aparentemente inconsciente de la excepcional belleza del cuadro, Rebecca dijo:

—¿O sea que este Vince Vastagliano se dedicaba al narcotráfico?

—¿McDonald’s vende hamburguesas? —preguntó Nevetski.

—Era miembro de sangre de la familia Carramazza —dijo Blaine.

De las cinco familias que controlaban el juego, la prostitución y otros negocios en Nueva York, los Carramazza eran los más poderosos.

—De hecho —dijo Blaine—, Vastagliano era el sobrino de Gennaro Carramazza. Su tío Gennaro le cedió la ruta Gucci.

—¿La qué? —preguntó Jack.

—Los clientes ricos del narcotráfico —contestó Blaine—. El tipo de gente que tiene veinte pares de zapatos Gucci en el armario.

—Vastagliano no vendía mierda a los niños de colegio —dijo Nevetski—. Su tío no le hubiera dejado hacer algo tan bajo. Vince sólo trataba con tipos de la alta sociedad y del mundo del espectáculo. La élite.

—No es que Vince Vastagliano fuera uno de ellos —añadió rápidamente Blaine—. Él simplemente era un rufián que se movía en los círculos de la gente bien porque les proporcionaba el polvo de nariz que buscaban esos tipos de las limusinas.

—Era un montón de basura —dijo Nevetski—. Esta casa, todas estas antigüedades… Él no era así. Esto sólo era la imagen que quería dar para ser el proveedor de la jet set.

—No sabía distinguir entre una antigüedad y una mesita de café de supermercado —dijo Blaine—. Todos estos libros. Miradlos de cerca. Son libros de texto viejos, enciclopedias antiguas incompletas, obras varias compradas a metros en una librería de viejo, que nunca se van a leer y que sólo sirven de decoración.

Jack se fió de Blaine, pero Rebecca, siendo como era, fue a los estantes para asegurarse.

—Hace tiempo que perseguimos a Vastagliano —dijo Nevetski—. Teníamos un presentimiento. Parecía una conexión débil. El resto de la familia Carramazza es tan disciplinada romo un cuerpo de la Marina. Pero Vince bebía demasiado, dedicaba demasiado a la prostitución, fumaba demasiada hierba, e incluso tomaba cocaína de vez en cuando.

—Pensamos que si le cogíamos con mercancía, con suficientes pruebas para garantizar su encarcelamiento, hablaría y cooperaría en vez de cumplir la sentencia —dijo Blaine—. A través suyo pensábamos atrapar finalmente a algunos de los principales tipos de la organización Carramazza.

—Nos informaron de que Vastagliano contactaría con un vendedor de cocaína sudamericano llamado Rene Oblido —dijo Nevetski.

—Nuestro informador dijo que se reunirían para discutir nuevas fuentes de suministro. La reunión tenía que ser ayer u hoy. No fue ayer…

—Y maldita sea, tampoco será hoy, no ahora que Vastagliano no es más que un montón de basura sangrienta. —Nevetski parecía estar a punto de escupir sobre la alfombra con repugnancia.

—Tienes razón. Se ha fastidiado el plan —dijo Rebecca, apartándose de los estantes—. Se acabó. O sea que ¿por qué no os vais y dejáis que nos ocupemos nosotros?

Nevetski le echó una mirada iracunda.

Incluso Blaine parecía estar a punto de perder los estribos.

—Tomaros el tiempo que queráis —dijo Jack—. Encontrad lo que necesitáis. No nos molestaréis. Tenemos muchas otras cosas que hacer aquí. Vamos, Rebecca. Vamos a ver qué nos dicen los forenses.

Ni siquiera la miró porque sabía que ella le estaba mirando de forma muy similar a la que Blaine y Nevetski le miraban a ella.

De mala gana, Rebecca salió al hall.

Antes de seguirla, Jack se detuvo en la puerta, mirando a Nevetski y a Blaine.

—¿Habéis notado algo raro en este caso? —dijo.

—¿Cómo por ejemplo? —preguntó Nevetski.

—Cualquier cosa —dijo Jack—. Cualquier cosa fuera de lo normal, extraña, misteriosa, inexplicable.

—No me explico cómo entró el asesino —contestó Nevetski casi con irritación—. Eso es bastante extraño.

—¿Alguna otra cosa? —preguntó Jack—. ¿Algo que os hiciera sospechar que se trata de algo más que de un homicidio relacionado con el narcotráfico?

Lo miraron con una expresión vacía.

—Bueno, ¿qué pasa con esa mujer, la amiga de Vastagliano o lo que sea…? —continuó.

—Shelly Parker —dijo Blaine—. Está esperando en el salón si quieres hablar con ella.

—¿Habéis hablado con ella vosotros? —preguntó Jack.

—Un poco —contestó Blaine—. No es muy habladora.

—Una cursi rematada, eso es lo que es —dijo Nevetski.

—Reticente —dijo Blaine.

—Una cursi reticente.

—Autosuficiente y muy compuesta —dijo Blaine.

—Una puta barata. Pero preciosa.

—¿Mencionó a un haitiano? —preguntó Jack.

—¿Un qué?

—¿Quieres decir… alguien de Haití? ¿La isla?

—No —dijo Blaine—. No dijo nada de un haitiano.

—¿De qué maldito haitiano estamos hablando? —preguntó Nevetski.

—Un tipo llamado Lavelle. Baba Lavelle —respondió Jack.

—¿Baba? —dijo Blaine.

—Parece un nombre de payaso —dijo Nevetski.

—¿Lo mencionó Shelly Parker?

—No.

—¿En dónde encaja este Lavelle?

Jack no respondió.

—Escucha, ¿dijo Miss Parker algo… bueno… dijo algo que sonara extraño? —insistió Jack.

Nevetski y Blaine le miraron extrañados.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Blaine.

El día anterior habían encontrado a la segunda víctima: un hombre negro llamado Freeman Coleson, un traficante de medio pelo que servía a setenta u ochenta traficantes callejeros de una zona de Manhattan que le había asignado la familia Carramazza, los cuales desde hacía un tiempo se habían convertido en empresarios que practicaban la igualdad de oportunidades en el trabajo, para evitar malos sentimientos y luchas raciales en los barrios bajos de Nueva York. Coleson había aparecido muerto, sangrando con más de cien pequeñas heridas incisivas, igual que la primera víctima del domingo por la noche. Su hermano, Dad Coleson, estaba en un estado tal de pánico y nerviosismo que chorreaba sudor. Les había contado a Jack y a Rebecca una historia de un haitiano que intentaba apoderarse de la distribución de heroína y cocaína. Era la historia más extraña que Jack había oído jamás, pero era evidente que Darl Coleson se la creía por completo.

Si Shelly Parker les hubiese contado una historia similar a Nevetski y Blaine, no la hubieran olvidado. No hubieran tenido necesidad de preguntar a qué se refería cuando dijo «extraño».

Jack dudó, y negó con la cabeza.

—No importa. No es importante.

Si no es importante, ¿por qué lo has mencionado?

Aquélla sería la próxima pregunta de Nevetski. Jack les dio la espalda antes de que Nevetski pudiera decir algo, y se dirigió a la puerta, hasta el hall, donde Rebecca le estaba esperando.

Parecía enfadada.

6

La semana pasada, un jueves por la noche, durante una partida de póker que se celebraba dos veces por mes y a la que había asistido durante más de ocho años, Jack se encontró defendiendo a Rebecca. Durante una pausa, los otros jugadores —tres detectives: Al Dufresne, Witt Yardman y Phil Abrahams— habían hablado mal de ella.

—No sé cómo la aguantas, Jack —dijo Witt.

—Es una mujer fría —dijo Al.

—Una doncella de hielo —dijo Phil.

Mientras se oía el suave susurro de las cartas en las ágiles manos de Al, los tres hombres repartieron insultos:

—Es más fría que la teta de una monja.

—Es tan simpática como un doberman que sufre un terrible dolor de muelas y que padece un caso agudo de estreñimiento.

—Se comporta como si nunca respirara ni meara como el resto de los humanos.

—Una verdadera rompepelotas —dijo Al Dufresne.

—Ah, no está tan mal cuando la conoces —dijo Jack finalmente.

—Una rompepelotas —repitió Al.

—Escucha —dijo Jack—, si fuera un tío, dirías que es un policía duro, e incluso la admirarías por ello. Pero porque es una mujer policía dura, simplemente dices que es una hija de puta fría.

—Reconozco una rompepelotas cuando la veo —dijo Al.

—Una desinflapelotas —dijo Witt.

—Tiene sus virtudes —dijo Jack.

—¿Ah, si? —preguntó Phil Abrahams—. Dime una.

—Es observadora.

—También lo es un buitre.

—Es lista. Es eficaz —dijo Jack.

—También lo era Mussolini. Consiguió que los trenes cumplieran el horario.

—Y nunca abandonaría a un compañero si las cosas se complicaran allí fuera, en la calle —dijo Jack.

—Demonios, ningún policía abandonaría a un compañero —dijo Al.

—Algunos lo harían —dijo Jack.

—Muy pocos. Y si lo hicieran, no serían policías durante mucho tiempo.

—Es una buena trabajadora —dijo Jack—. Es cumplidora.

—Bueno, bueno —dijo Witt—. Quizá cumpla bien con su trabajo. ¿Pero por qué no se comporta también como un ser humano?

—Creo que no la he oído nunca reír —dijo Phil.

—¿Dónde tiene el corazón? ¿O es que no tiene corazón? —dijo Al.

—Claro que lo tiene —dijo Witt—. Un pequeño corazón de piedra.

—Bueno —dijo Jack—, supongo que prefiero tener de compañera a Rebecca que a un payaso como vosotros.

—¿Ah, si?

—Si. Es más sensible de lo que vosotros creéis.

—¡Ah! ¡Sensible!

—¡Ahora se explica todo!

—O sea que no es sólo un problema de caballerosidad.

—Está enamorado de ella.

—Se pondrá tus cojones de collar, amigo.

—Por la cara diría que ya se los ha puesto.

—Cualquier día, llevará un broche fabricado con sus…

—Mirad, chicos, no hay nada entre Rebecca y yo, excepto… —dijo Jack.

—¿Le gustan los látigos y las cadenas, Jack?

—¡Eh, seguro que sí! Botas y collar de perros.

—Quítate la camisa y enséñanos los golpes, Jack.

—Neandertales —contestó Jack.

—¿Lleva sostenes de cuero?

—¿De cuero? Hombre, esa mujer debe llevarlos de acero.

—Cretinos —dijo Jack.

—Ya me parecía que no tenías buena cara estos últimos meses —dijo Al—. Ahora sé lo que te pasa. Estás enamorado, Jack.

—Definitivamente enamorado —dijo Phil.

Jack sabía que no tenía sentido oponerse. Sus protestas solo conseguirían divertirles y animarles. Sonrió y dejó que esta ola de abuso simpático le invadiera, hasta que se cansaron del juego.

Al cabo de un rato, dijo:

—Bueno, chicos, ya os habéis divertido bastante. Sin embargo, no quiero que salga ningún estúpido rumor de aquí. Quiero que entendáis que no hay nada entre Rebecca y yo. Creo que es una persona sensible detrás de toda esa dureza. Bajo esa imagen de fría como un témpano que quiere dar, existe calidez y ternura. Eso es lo que creo, pero no lo sé por experiencia personal. ¿De acuerdo?

—Quizá no haya nada entre vosotros dos —dijo Phil—, pero a juzgar por la forma en que te cuelga la lengua cuando hablas de ella, es obvio que te gustaría que lo hubiera.

—Sí —dijo Al—, cuando hablas de ella, se te cae la baba.

Las bromas empezaron de nuevo, pero esta vez se acercaban mucho más a la verdad que antes. Jack no sabía por experiencia personal que Rebecca fuera sensible y especial, pero lo intuía, y quería acercarse a ella. Hubiera dado cualquier cosa para estar con ella, no sólo cerca de ella —estaba cerca de ella cinco o seis días a la semana, desde hacia casi diez meses— sino realmente con ella, compartiendo esos pensamientos íntimos que guardaba tan celosamente.

La atracción física era fuerte, como el arrullo de las gónadas; no se podía negar. Después de todo, era bastante guapa. Pero no era su belleza lo que más le intrigaba.

Su frialdad, la distancia que establecía entre ella y todos los demás, hacían de ella un reto que ningún hombre podía resistir. Pero tampoco era eso lo que más le intrigaba.

De vez en cuando, pocas veces, no más de una vez por semana, bajaba la guardia, unos segundos, nunca durante más de un minuto, y entonces desaparecía ligeramente la dura coraza, permitiéndole entrever una Rebecca muy distinta, alguien vulnerable y única, alguien que valía la pena conocer y que quizá valía la pena obtener. Aquello era lo que le fascinaba a Jack Dawson: esos breves instantes de calidez y ternura, aquella irradiación que, en cuanto se daba cuenta de que se le había escapado, escondía bajo la máscara de austeridad.

El jueves pasado, durante la partida de póker, pensó que superar las elaboradas defensas psicológicas de Rebecca siempre sería, para él, una fantasía, un sueño inalcanzable. Después de ser su compañero durante diez meses, diez meses de trabajar juntos, confiar el uno en el otro y poner cada uno su vida en las manos del otro, sentía que ella era más misteriosa que nunca…

Ahora, sólo unos días después, Jack sabía qué escondía tras aquella máscara. Lo sabía por experiencia personal. Una experiencia muy personal. Y lo que había encontrado era incluso mejor, más atractivo, más especial que lo que jamás hubiera podido esperar. Era maravillosa.

Pero esta mañana no había señal alguna de aquella Rebecca intima, ni el más mínimo indicio de que existiera algo más que aquella fría y reservada amazona que tan frecuentemente interpretaba.

Era como si la noche anterior no hubiera transcurrido nunca.

En el hall, en la puerta del estudio donde Nevetski y Blaine continuaban buscando pruebas, dijo:

—Oí lo que les preguntaste… acerca del haitiano.

—¿Y?

—¡Por el amor de Dios, Jack!

—Bueno, Baba Lavelle es de momento nuestro único sospechoso.

—No me molesta lo que preguntaste de él —dijo—. Es la manera cómo lo preguntaste.

—¿Lo hice en inglés, verdad?

—Jack…

—¿No fui lo suficientemente educado?

—Jack…

—Simplemente no entiendo lo que quieres decir.

—Sí que lo entiendes. —Le imitó, fingiendo hablar con Nevetski y Blaine—. ¿Habéis visto algo raro en este caso? ¿Algo fuera de lo normal? ¿Algo extraño? ¿Algo misterioso?

—Estaba siguiendo una pista —dijo, a la defensiva.

—Como la seguiste ayer, perdiendo media tarde en la biblioteca leyendo cosas sobre el vudú.

—Estuvimos en la biblioteca menos de una hora.

—Y después yendo a Harlem para hablar con aquel brujo.

—No es un brujo.

—Ese loco.

—Carver Hampton no es un loco —dijo Jack.

—Un verdadero caso de locura —insistió ella.

—Había un artículo sobre él en aquel libro.

—Que hablen de alguien en un libro no le hace automáticamente respetable.

—Es un cura.

—No lo es. Es un impostor.

—Es un sacerdote vudú que sólo practica la magia blanca, la magia buena. Un Houngon. Así se denomina a sí mismo.

—Yo puedo decir que soy un frutal, pero no esperes que me crezcan manzanas en las orejas —dijo ella—. Hampton es un charlatán que acepta dinero de los crédulos.

—Su religión puede parecer exótica…

—Es una tontería. Esa tienda suya. ¡Jesús! Vendiendo hierbas y botellas de sangre de cabra, hechizos, amuletos y todas esas porquerías…

—No son porquerías para él.

—Claro que lo son.

—Él cree en ello.

—Porque es un loco.

—Decídete, Rebecca. ¿Qué es Carver Hampton, un loco o un impostor? No puede ser las dos cosas.

—Bueno, bueno. Quizás este Baba Lavelle sea el asesino de las cuatro personas.

—Por ahora es nuestro único sospechoso.

—Pero no lo hizo con vudú. No existe la magia negra. Los apuñaló, Jack. Tiene las manos manchadas de sangre, igual que cualquier otro asesino.

Sus ojos estaban de un color verde intenso y penetrante, siempre algo más verdes y limpios cuando estaba enfadada o impaciente.

—Nunca dije que los hubiera asesinado con magia —le dijo Jack—. Nunca dije que creyera en el vudú. Pero tú viste los cuerpos. Viste lo extraño…

—Apuñalados —dijo con firmeza—. Mutilados, sí. Salvaje y horrorosamente desfigurados, sí. Apuñalados unas cien veces o más, sí. Pero apuñalados. Con una navaja. Una navaja de verdad. Una navaja normal.

—El forense dice que el arma utilizada en los dos primeros asesinatos no podía ser mayor que una navaja de bolsillo.

—Bueno. Entonces era una navaja de bolsillo.

—Rebecca, eso no tiene sentido.

—El asesinato nunca tiene sentido.

—¿Qué clase de asesino persigue a sus víctimas con una navaja de bolsillo, por Dios?

—Un loco.

—Los asesinos psicóticos suelen preferir armas dramáticas: cuchillos de carnicero, hachas, rifles…

—En el cine, quizá.

—En la realidad también.

—Se trata simplemente de otro psicópata, como todos los psicópatas que crecen como hongos estos días —insistió—. No tiene nada de especial ni de extraño.

—¿Pero cómo les domina? Si sólo les amenaza con una navaja de bolsillo, ¿por qué las víctimas no pueden librarse o escapar?

—Existe una explicación —dijo, obstinadamente—. La encontraremos.

Hacía calor en la casa, cada vez más; Jack se quitó el abrigo.

Rebecca se lo dejó puesto. Ni el calor ni el frío parecían molestarla.

—Y en todos los casos —dijo Jack— la víctima ha luchado con el agresor. Siempre hay rastros de un gran forcejeo. Sin embargo, ninguna de las víctimas parece haber conseguido agredir al asaltante; la única sangre que encontramos pertenece a la víctima. Es endiabladamente extraño. ¿Y qué me dices de Vastagliano, asesinado en un cuarto de baño cerrado?

De pronto le miró pero sin responder.

—Mira, Rebecca, no estoy diciendo que sea vudú ni nada mínimamente sobrenatural. No soy un hombre particularmente supersticioso. Lo que quiero señalar es que estos asesinatos quizá sean obra de alguien que cree en el vudú, que quizá tengan algo de ritual. La condición de los cadáveres apunta en esa dirección. No he dicho que el vudú funcione. Tan sólo sugiero que quizás el asesino crea que funciona, y que sus creencias en el vudú nos lleven hasta él y nos proporcionen algunas de las pruebas que necesitamos para condenarle.

Ella negó con la cabeza.

—Jack, sé que en el fondo eres…

—¿En el fondo soy qué?

—Digamos que en el fondo eres demasiado abierto.

—¿Cómo se puede ser excesivamente abierto? Es como ser demasiado honesto.

—Cuando Darl Coleson explicó que el tal Baba Lavelle estaba apoderándose del narcotráfico mediante cursos de vudú para eliminar a sus competidores, tú escuchaste… bueno… escuchaste como si fueras un niño, extasiado.

—No es verdad.

—Sí que es verdad. Y a continuación lo primero que haces es ir a Harlem a visitar una tienda de vudú.

—Si este Baba Lavelle está realmente interesado en el vudú, entonces tiene sentido suponer que alguien como Carver Hampton quizá tenga información sobre él o que al menos pueda enterarse de algo.

—Un loco como Hampton no nos será de ninguna utilidad. ¿Te acuerdas del caso Holderbeck?

—¿Qué tiene eso que ver con…?

—La viejecita que fue asesinada durante la sesión de espiritismo.

—Emily Holderbeck. Ya me acuerdo.

—Ese caso te fascinó —dijo.

—Nunca dije que hubiera nada sobrenatural.

—Absolutamente fascinado.

—Bueno, fue un asesinato increíble. El asesino era tan atrevido. La habitación estaba a oscuras, si, pero había ocho personas presentes cuando disparó.

—Pero no fueron los hechos lo que más te fascinó —dijo Rebecca—. Fue el médium lo que más te interesó. Aquella señora Donatella con su bola de cristal. No podías dejar de escuchar sus historias de fantasmas, sus llamadas experiencias psíquicas.

—¿Y?

—¿Crees en los fantasmas, Jack?

—¿Quieres decir, si creo en otra vida?

—En fantasmas.

—No lo sé. Quizá. Quizá no. ¿Quién sabe?

—Yo lo sé. No creo en fantasmas. Pero tu postura ambigua me da la razón.

—Rebecca, existen millones de personas perfectamente cuerdas, respetables, inteligentes y normales que creen en la vida después de la muerte.

—Un detective se parece mucho a un científico —dijo—. Tiene que ser lógico.

—¡No tiene por qué ser ateo, por Dios!

Sin prestarle atención, dijo:

—La lógica es la mejor herramienta a nuestro alcance.

—Lo único que quiero decir es que tenemos algo extraño entre manos. Y dado que el hermano de una de las víctimas cree que tiene que ver con el vudú…

—Un buen detective tiene que ser razonable, metódico.

—… deberíamos seguir la pista aunque parezca ridícula.

—Un buen detective tiene que ser duro, realista.

—Un buen detective también tiene que ser imaginativo y flexible —respondió. Cambiando de pronto de tema, dijo—: Rebecca, y de anoche, ¿qué?

Se sonrojó.

—Hablemos con esa mujer Parker —respondió, y empezó a alejarse de él.

La cogió por el brazo y la detuvo.

—Creí que algo muy especial había ocurrido anoche.

Ella no dijo nada.

—¿Sólo me lo imaginé? —preguntó.

—No hablemos de esto ahora.

—¿Fue tan horroroso para ti?

—Más tarde —contestó.

—¿Por qué me tratas así?

No le miraba a los ojos y eso no era habitual en ella.

—Es complicado, Jack.

—Creo que tenemos que hablar.

—Más tarde —dijo—, por favor.

—¿Cuándo?

—Cuando tengamos tiempo.

—¿Cuándo será eso?

—Si tenemos tiempo para comer, podemos hablar entonces.

—Encontraremos tiempo.

—Ya veremos.

—Lo encontraremos.

—Ahora tenemos trabajo —dijo, apartándose de él.

Esta vez la dejó ir.

Se dirigió al salón, donde esperaba Shelly Parker.

Él la siguió, preguntándose en dónde se había metido al liarse íntimamente con esta mujer exasperante. Quizá también ella estuviera loca. Quizá no valiera la pena la irritación que le causaba. Quizá le proporcionaría sólo dolor y llegaría a lamentar el día en que la había conocido. A veces parecía realmente neurótica. Mejor sería alejarse de ella. Lo más inteligente que podía hacer era poner fin al asunto. Podría pedir un compañero nuevo, o incluso un traslado del Departamento de Homicidios; de todas formas, estaba cansado de tanta muerte. Él y Rebecca deberían dejarlo correr, seguir cada uno su propio camino tanto profesional como personalmente, antes de que se complicaran las cosas. Sí, eso era lo mejor. Eso era lo que deberían hacer.

Pero, como diría Nevetski: Un canijo.

No iba a pedir un nuevo compañero.

Nunca se rendía.

Además pensó que quizás estuviera enamorado.

7

A sus cincuenta y ocho años, Nayva Rooney parecía una abuela pero se movía como un estibador. Su pelo canoso estaba marcado en apretados rizos. Su rostro redondo, rosado y simpático, presentaba unos rasgos más atrevidos que delicados, y sus alegres ojos azules nunca eran evasivos, siempre cariñosos. Era una mujer robusta pero no gorda. Sus manos no eran suaves sino fuertes, rápidas y eficaces, sin rastro de una vida fácil ni de artritis, pero con algunas durezas. Cuando Nayva caminaba, parecía como si nada ni nadie pudiera interponerse en su camino, ni siquiera una pared de ladrillos: su paso no tenía nada de delicado, ni era elegante ni particularmente femenino; daba grandes zancadas de un lugar a otro como un sargento severo.

Nayva limpiaba el apartamento de Jack Dawson desde poco después de la muerte de Linda Dawson. Venía una vez por semana, cada miércoles. También le cuidaba los niños ocasionalmente; de hecho, había estado allí ayer por la noche, cuidando de Penny y Davey, mientras Jack acudía a una cita.

Esa mañana, entró con la llave que Jack le había dado, y fue directamente a la cocina. Preparó café, se sirvió una taza y se bebió la mitad antes de quitarse el abrigo. El día era glacial y a pesar de que en el apartamento hacia calor, le resultaba difícil quitarse de encima el frío que se le había metido en los huesos recorriendo las seis manzanas desde su apartamento.

Empezó por limpiar la cocina. Nada estaba realmente sucio. Jack y sus dos hijos eran limpios y razonablemente ordenados, no como en otras casas en donde Nayva trabajaba. No obstante, se puso a trabajar diligentemente, fregando y encerando con el mismo vigor y determinación que le ponía a los trabajos más mugrientos, ya que alardeaba de que un lugar resplandecía cuando ella había pasado por allí. Su padre —muerto hacía ya años y en paz descanse— había sido policía uniformado, un policía de a pie, insobornable, que intentaba que su zona fuera lo más segura posible para todos aquellos que vivían o trabajaban en el vecindario. Había estado orgulloso de su trabajo, y le había enseñado a Nayva (entre otras cosas) dos valiosas lecciones acerca del trabajo: en primer lugar, siempre existe satisfacción y estima en una tarea bien hecha, por insignificante que ésta sea; en segundo lugar, si no puedes hacer una cosa bien, entonces es mejor no hacerla.

Al principio, aparte de los ruidos que hacía Nayva al limpiar, los únicos sonidos que se oían en el apartamento eran los del motor del frigorífico, algunos golpes y susurros de alguien que trasladaba muebles en el apartamento de arriba, y el gemido del viento invernal contra las ventanas.

De pronto, mientras descansaba para servirse un poco más de café, oyó un extraño ruido procedente del salón. Un chillido breve y agudo. Un sonido de animal. Dejó la cafetera sobre la mesa.

¿Sería un gato? ¿Un perro?

No parecía ninguna de las dos cosas; no resultaba conocido. Además, los Dawson no tenían animales domésticos.

Cruzó la cocina, hacia la puerta del comedor y el salón.

El ruido se oyó de nuevo e hizo que se detuviera. Se quedó helada, y de pronto se inquietó. Era un sonido feo, irritante y débil, de corta duración pero penetrante y de alguna forma amenazador. Esta vez se parecía menos al sonido de un animal.

Tampoco parecía humano, pero dijo:

—¿Hay alguien ahí?

El apartamento se quedó silencioso. Casi demasiado silencioso ahora. Como si alguien estuviera escuchando, esperando que ella diera un paso.

Nayva no era una persona dada a los ataques de nervios y menos a la histeria. Siempre había confiado en que podía cuidar de sí misma perfectamente. Pero de pronto sintió un temor poco propio en ella.

Silencio.

—¿Quién hay ahí? —preguntó.

Se oyó de nuevo el ruido penetrante. Era un sonido odioso.

Nayva se estremeció.

¿Una rata? Las ratas chillaban, pero no de esta manera.

Sintiéndose un poco ridícula, cogió una escoba y la sostuvo como si fuera un arma.

El chillido se oyó de nuevo, desde el salón, como si quisiera provocarla para que fuera a ver lo que era.

Escoba en mano, cruzó la cocina y se detuvo en la puerta, vacilante.

Algo se movía en el salón. No podía verlo, pero oía un susurro entraño, como de papel u hojas secas, y unos raspeos que a veces parecían palabras dichas en voz baja en un idioma extranjero.

Con la osadía que había heredado de su padre, Nayva cruzó el umbral de la puerta de la cocina. Se metió entre las mesas y las sillas, mirando hacia el salón, que se veía a través del arco que lo separaba del comedor. Se detuvo bajo el arco y aguzó el oído, intentando definir el sonido.

De reojo, percibió un movimiento. Las cortinas, de un amarillo pálido, se agitaron, pero no a causa de una brisa. Desde donde estaba no podía ver la mitad inferior de las cortinas, pero quedaba claro que algo se arrastraba por el suelo, rozándolas al pasar.

Nayva entró rápidamente en el salón, más allá del primer sofá, para poder ver la parte inferior de las cortinas. Fuera lo que fuera no se veía nada por ninguna parte. Las cortinas dejaron de agitarse.

Entonces, detrás suyo, oyó un chillido de ira.

Se giró rápidamente, levantando la escoba, dispuesta a golpear.

Nada.

Dio la vuelta al segundo sofá. No encontró nada. Miró también detrás del sillón. Nada. Debajo de las mesillas. Nada. Alrededor de la estantería, a ambos lados de la televisión, debajo del aparador, detrás de las cortinas. Nada de nada.

Entonces el chillido se oyó en el recibidor.

Cuando llego allí, ya no se veía nada. No había encendido la luz al entrar en el apartamento, y allí no había ventanas, de modo que la única iluminación era la que procedía de la cocina y el salón. No obstante, era un pasillo corto, y no había duda de que estaba desierto.

Esperó.

El ruido se oyó de nuevo. Esta vez procedía de la habitación de los niños.

Nayva atravesó el pasillo. La habitación estaba medio oscura. No había una luz central; se tenía que entrar en la habitación y encender una de las lámparas para que desapareciera la oscuridad. Se detuvo un instante en el umbral, estudiando las sombras.

Ni un sonido. Incluso los que transportaban muebles arriba habían dejado de arrastrar cosas de un sitio a otro. El viento había amainado y no azotaba ya las ventanas. Nayva contuvo la respiración y escuchó. Si había alguna cosa ahí, alguna cosa viva, estaba tan quieta y alerta como ella misma.

Finalmente, entró cautelosamente en la habitación, se acerco a la cama de Penny, y encendió la lámpara. No consiguió dispersar todas las sombras, de modo que se dirigió a la cama de Davey, con intención de encender también esa lámpara.

Algo susurró, se movió.

Se quedó boquiabierta.

La cosa salió precipitadamente del armario abierto, a través de las sombras, debajo de la cama de Davey. No pasó por la luz y no pudo verlo con claridad. De hecho, le quedó sólo una vaga impresión: algo pequeño, del tamaño de una rata grande; liso, aerodinámico y resbaladizo como una rata.

Pero los sonidos que emitía no eran los de un roedor. Ahora no chillaba. Susurraba y… farfullaba como si se hablara a si mismo urgentemente en voz baja.

Nayva se apartó de la cama de Davey. Observó la escoba que tenía entre las manos y se preguntó si debería meterla debajo de la cama y asustar al intruso hasta conseguir que saliera fuera, donde ella pudiera ver exactamente lo que era.

Y mientras decidía qué hacer, la cosa salió huyendo por un extremo de la cama, cruzando la parte oscura de la habitación, hacia el pasillo; se movía con rapidez. De nuevo, Nayva no pudo verlo bien.

—Maldita sea —dijo.

Tuvo la sensación de que el endemoniado bicho —fuera lo que fuera— estaba simplemente jugando con ella, bromeando.

Pero eso no tenía sentido. Fuera lo que fuera, sólo era un animal estúpido, un tipo u otro de animal estúpido, y no tendría ni la inteligencia ni el deseo de llevar a cabo una persecución simplemente por diversión.

En otro lugar del apartamento, la cosa chilló, como si la llamara.

Muy bien, pensó Nayva. Bien, bicho asqueroso, seas lo que seas, ten cuidado, porque ahí voy. Puede que seas rápido, y puede que seas listo, pero te encontrare y te descubriré aunque sea la última cosa que haga en esta vida.