Miércoles, 8 de diciembre, 1.12 horas
Penny Dawson se despertó y oyó que algo se movía furtivamente en la oscura habitación.
Al principio pensó que el ruido formaba parte de su sueño. Había estado soñando con caballos y con dar largos paseos por el campo, y había sido el sueño más maravilloso y emocionante que jamás había tenido en sus once años y medio repletos de sueños. Cuando empezó a despertarse, se resistió a recuperar el conocimiento, intentando retener el sueño e impedir que se desvaneciera la maravillosa fantasía. Pero oyó un ruido extraño, y se asustó. Se dijo a si misma que tan sólo era el sonido de los caballos o el susurro de la paja en el establo de su sueño. Nada que temer. Pero no pudo convencerse; no logró relacionar el extraño ruido con su sueño, y se desveló por completo.
El extraño ruido procedía del otro extremo de la habitación, de la cama de Davey. Pero no era el ruido normal que, a medianoche, emite un niño de siete años que ha cenado pizza y helado. Era un sonido furtivo. Decididamente furtivo.
¿Qué estaba haciendo? ¿Qué broma quería gastarle esta vez?
Penny se incorporó en la cama. Escudriñó las impenetrables sombras, pero no vio nada. Inclinó la cabeza escuchando con atención.
Un suspiro susurrante rompió el silencio.
Y después cesó.
Contuvo la respiración y escuchó con más atención.
Se oyó un silbido. Y luego un chirrido y un raspeo.
La habitación estaba totalmente oscura, Había una ventana al lado de la cama; pero la cortina estaba corrida, y el callejón de fuera parecía especialmente lúgubre aquella noche, de modo que la ventana no disminuía en absoluto la oscuridad.
La puerta estaba entreabierta. Solían dejarla un poco entornada para que papá pudiera oírles más fácilmente si le llamaban durante la noche. Pero no había luces encendidas en el resto del apartamento, y no entraba luz alguna por la abertura de la puerta.
Penny dijo en voz baja:
—¿Davey?
No respondió.
—Davey, ¿eres tú?
El susurro continuaba.
—Davey, deja de hacer eso.
No hubo ninguna respuesta.
Los niños de siete años eran a veces un tormento. Una verdadera tortura.
—Si esto es una broma estúpida, lo vas a sentir de verdad —dijo.
Y entonces se oyó un ruido seco. Algo similar a una hoja seca crujiendo bajo la pisada de alguien.
El ruido se oía cada vez más cerca.
—Davey, no te hagas el misterioso.
Cada vez más cerca. Algo cruzaba la habitación y se dirigía hacia su cama.
No era Davey. Él tenía la risa floja y a estas alturas ya le habría delatado.
El corazón de Penny empezó a latir con fuerza, y pensó: Quizá sea sólo otro sueño, como el de los caballos, aunque esta vez sea más bien una pesadilla.
Pero sabía que estaba completamente despierta.
Los ojos empezaron a llorarle por su esfuerzo de ver en la oscuridad. Buscó el interruptor de la lámpara en forma de cono que estaba sujeta a la cabecera de su cama. Durante unos terribles instantes, no lo encontró. Tanteó desesperadamente en la oscuridad.
Los sigilosos sonidos procedían ahora de las sombras al lado de su cama. La cosa había llegado hasta ella.
De pronto sus nerviosos dedos encontraron la pantalla metálica de la lámpara y a continuación el interruptor. Un cono de luz iluminó la cama y el suelo.
No había nada espantoso agazapado. La lámpara de la mesilla no alumbraba lo suficiente como para disipar todas las sombras, pero Penny pudo comprobar que no había nada peligroso, amenazador, ni tan siquiera fuera de lugar.
Davey estaba en su cama, al otro lado de la habitación, con las mantas revueltas, durmiendo bajo grandes carteles de Chewbacca el Wookie, de La guerra de las Galaxias, y E.T.
Penny dejó de oír el extraño ruido. Sabía que no se lo había imaginado, y ella no era la clase de chica que podía simplemente apagar las luces, cubrirse con las mantas y olvidar todo el asunto. Su padre siempre decía que tenía una curiosidad insaciable. Retiró las mantas, salió de la cama, y se quedó escuchando muy quieta, descalza y en pijama.
El silencio era absoluto.
Al final se acercó a Davey y le observó más de cerca. La luz de la lámpara no llegaba hasta allí; el chico quedaba entre sombras, pero parecía estar profundamente dormido. Se acercó más, mirándole los párpados, y finalmente decidió que no estaba fingiendo.
El ruido se oyó de nuevo. Detrás suya.
Se dio la vuelta.
Ahora se oía debajo de la cama. Un ruido susurrante, un suave raspeo, no particularmente fuerte, ni tampoco amenazador.
La cosa debajo de la cama sabía que ella era consciente de lo que ocurría. Hacía el ruido a propósito, provocándola, intentando asustarla.
¡No!, pensó. Eso es una tontería.
Además, no era una cosa, no era el coco. Ella ya era demasiado mayor para creer en el coco. Eso más bien era cosa de Davey.
Esto era sólo un… un ratón. ¡Sí! Eso es lo que era. Un ratón, más asustado que ella.
Se sintió algo aliviada. No le gustaban los ratones, ni los quería debajo de su cama, evidentemente, pero al menos un humilde ratón no daba demasiado miedo. Era horroroso, horripilante, pero no era lo suficientemente grande como para comerle la cabeza ni nada por el estilo.
Permaneció quieta, apretando sus pequeños puños, intentando decidir qué hacer a continuación.
Alzó la vista y miró a Scott Baio, que le sonreía desde un cartel que colgaba de la pared detrás de su cama, y deseó que estuviera allí para hacerse cargo de la situación. A Scott Baio no le daría miedo un ratón; nunca en la vida. Scott Baio se metería a gatas debajo de la cama, cogería al miserable roedor por la cola y lo liberaría, ileso, en el callejón detrás del edificio de apartamentos, porque Scott Baio no sólo era valiente, sino que también era bueno, sensible y bondadoso.
Pero Scott no estaba allí, sino en Hollywood, filmando su serie de televisión.
Sólo quedaba papá.
Penny no quería despertar a su padre hasta que estuviera absoluta y totalmente segura de que de verdad había un ratón. Si papá venía a buscar un ratón y ponía la habitación patas arriba, y después no lo encontraba, la trataría como si fuera una criatura. ¡Por Dios! Le faltaban sólo dos meses para cumplir doce años, y no había nada que odiara más en la vida que ser tratada como una criatura.
No lograba ver debajo de la cama porque estaba muy oscuro y las mantas habían caído hacia un lado; colgaban casi hasta el suelo, impidiendo que se viera nada.
La cosa debajo de la cama —¡el ratón debajo de la cama!— susurraba y producía como un gorjeo rasposo. Era casi como una voz. Una vocecilla fría y desagradable que le decía algo en un idioma extranjero.
¿Podía un ratón hacer un ruido como aquél?
Miró a Davey que seguía durmiendo.
Un bate de béisbol de plástico estaba apoyado en la pared al lado de la cama de su hermano. Lo asió por el mango.
Debajo de su cama, continuaba el extraño y desagradable susurro.
Dio unos pasos hacia su cama y se puso a gatas en el suelo. Sosteniendo el bate de plástico con la mano derecha, lo extendió, colocó el otro extremo bajo las mantas caídas, y las apartó, poniéndolas en su sitio sobre la cama.
Seguía sin ver nada allí debajo. Aquel pequeño espacio estaba oscuro como una caverna.
Se habían detenido los ruidos.
Penny tuvo la terrible sensación de que algo la observaba desde aquellas grasientas sombras negras…, algo más que un simple ratón…, peor que un ratón…, algo que sabía que ella tan sólo era una niña indefensa… Algo inteligente, no sólo un animal estúpido sino algo por lo menos tan inteligente como ella, que sabía que podía salir corriendo y tragársela viva si realmente lo deseara.
¡Caramba! No. Eso eran cosas de niños. Tonterías.
Mordiéndose el labio, y decidida a no comportarse como una criatura desvalida, lanzó el extremo grueso del bate de béisbol bajo la cama, intentando así hacer que el ratón chillara o saliera corriendo al exterior.
De pronto, alguien aferró el otro extremo del bate de plástico. Penny intentó que lo soltara, pero no pudo. Forcejeó y peleó. Pero lo agarraba con fuerza.
En aquel momento se lo quitaron. El bate desapareció bajo la cama con un golpe y una sacudida.
Penny cayó de espaldas deslizándose por el suelo, hasta que chocó contra la cama de Davey. Ni siquiera recordaba haberse movido. Hacía un momento estaba a gatas al lado de su propia cama; y unos segundos después se golpeaba la cabeza contra el borde del colchón de Davey.
Su hermano pequeño emitió un quejido y un ronquido, resopló a través de un aliento húmedo, y continuó durmiendo.
No se movía nada debajo de la cama de Penny.
Estaba dispuesta a llamar a su padre a gritos, a arriesgarse a que la considerara una criatura, pero la palabra resonó sólo en su mente: ¡papá, papá, papá! No le salía ningún sonido de la boca. Estaba momentáneamente paralizada.
La luz parpadeó. El cordón se extendía hasta el enchufe eléctrico situado en la pared detrás de la cama. La cosa debajo de la cama intentaba desenchufar la lámpara.
—¡Papá!
Esta vez se le oyó algo, aunque no mucho; la palabra le salió como un susurro ronco.
Y la lámpara se apagó.
En la habitación a oscuras percibió un movimiento. Algo salió de debajo de la cama y empezó a cruzar la habitación.
—¡Papá!
Sólo conseguía emitir un susurro. Tragó saliva, pero le resultó difícil. Tragó saliva de nuevo, intentando recuperar el control de su garganta semiparalizada.
Un chirrido.
Mirando en la oscuridad, Penny se estremeció y lloriqueó.
Entonces se dio cuenta de que era un chirrido conocido. La puerta de la habitación. Las bisagras necesitaban lubricante.
A oscuras, vio cómo se abría la puerta, más bien lo percibió: un trozo de oscuridad que se deslizaba en la oscuridad. La puerta había estado entreabierta. Ahora, con toda seguridad, estaba abierta de par en par. Las bisagras dejaron de chirriar.
El fantasmagórico y extraño susurro se apartaba de ella. A pesar de todo, la cosa no iba a atacarla. Se marchaba.
Ahora estaba en el umbral de la puerta.
Ahora en el pasillo.
Ahora al menos a diez metros de la puerta.
Ahora… se había ido.
Pasaron unos segundos, lentos como minutos.
¿Qué había sido?
No había sido un ratón. Ni un sueño.
¿Entonces qué había sido?
Finalmente, Penny se puso de pie. Sus piernas parecían de goma.
A tientas localizó la lámpara de la cabecera de la cama de Davey. Pulsó el interruptor, y la luz iluminó al niño dormido. Rápidamente apartó de él la pantalla en forma de cono.
Fue hasta la puerta y se detuvo en el umbral, escuchando los sonidos del resto del apartamento. Silencio. Temblando aún, cerró la puerta. El pestillo hizo un ruido suave.
Tenía las palmas de las manos húmedas. Se las secó con el pijama.
Ahora que suficiente luz iluminaba su cama, regresó a ella y miró debajo. No se escondía allí nada amenazador.
Recuperó el bate de béisbol de plástico, que era hueco y muy ligero, y que debía utilizarse con una pelota de plástico. El extremo más grueso, que le fue asido cuando lo introdujo debajo de la cama, estaba abollado por los tres sitios donde lo habían agarrado y apretado. Dos de las abolladuras estaban centradas alrededor de pequeños agujeros. El plástico había sido perforado. Pero… ¿con qué? ¿Con garras?
Penny se metió debajo de la cama para enchufar su lámpara. Después atravesó la habitación y apagó la de Davey.
Sentada al borde de su cama, observó durante un rato la puerta cerrada y finalmente dijo:
—Bueno.
¿Qué había sido?
Cuanto más lo pensaba, más irreal le parecía todo. Quizá simplemente el bate de béisbol se había enganchado de alguna manera en el marco de la cama; quizá los agujeros los habían causado los tornillos que sobresalían del marco. Quizá la puerta la había abierto algo tan poco siniestro como una brisa.
Quizá…
Finalmente, llena de curiosidad, se levantó y salió al pasillo. Encendió la luz, vio que estaba sola, y cerró cuidadosamente la puerta de la habitación tras ella.
Silencio.
La puerta de la habitación de su padre estaba entreabierta, como de costumbre. Se detuvo allí, con la oreja puesta, escuchando. Roncaba. No se oía nada más, ningún susurro extraño.
De nuevo, consideró la posibilidad de despertar a papá. Él era detective de la Policía. El teniente Jack Dawson. Tenía una pistola. Si había algo en el apartamento podía hacerlo añicos. Por otra parte, si le despertaba y no encontraban nada, le haría bromas y la trataría como a una criatura. Uy, peor todavía, como si fuera un bebé. Dudó y entonces suspiró. No. No valía la pena correr el riesgo de que la humillaran.
Con el corazón latiéndole con fuerza, se deslizó hasta la entrada principal. La puerta seguía bien cerrada.
Había un perchero en la pared, al lado de la puerta. De uno de los colgadores cogió un paraguas fuertemente enrollado. La punta metálica era lo suficientemente afilada como para servir de arma.
Abriéndose paso con el paraguas, entró en el salón, encendió todas las luces, y miró por todas partes. Registró también el comedor y la pequeña cocina en forma de L.
Nada.
Salvo la ventana.
Encima del fregadero, la ventana estaba abierta. Un frío viento de diciembre penetraba por la pequeña abertura.
Penny estaba segura de que no se encontraba abierta al irse a la cama. Y si papá la hubiera abierto para tomar el aire, la habría cerrado después; solía ser cuidadoso con estas cosas porque siempre estaba dando ejemplo a Davey, que bien lo necesitaba, pues no tenía cuidado con casi nada.
Arrastró el taburete de la cocina hasta el fregadero, se subió a él, y levantó aún más la ventana, lo suficiente como para asomarse y mirar. Hizo una mueca de desagrado cuando el viento frío le rozó la cara y las ráfagas heladas penetraron por el cuello de su pijama. Había muy poca luz. Cuatro plantas más abajo, el callejón estaba más negro que la más negra oscuridad, y la mayor claridad era de color gris ceniza. El único sonido era el murmullo del viento en el cañón de cemento. Volaron por la acera unos cuantos trozos de papel enrollado y el pelo de Penny se agitó como una bandera; el viento rasgó las heladas plumas de su aliento convirtiéndolas en tiras muy finas. Por lo demás, no había ningún movimiento.
Más allá, cerca de la ventana de su habitación, una escalera de incendios de hierro llegaba hasta el callejón. Pero aquí en la cocina no había ninguna escalera de incendios, ningún alféizar ni modo alguno de que un posible ladrón llegara hasta la ventana, ningún lugar para sostenerse mientras intentaba entrar.
En cualquier caso, no había sido un ladrón. Los ladrones no eran lo suficientemente pequeños como para esconderse bajo la cama de una chica joven.
Cerró la ventana y volvió a poner el taburete en su sitio. Colocó de nuevo el paraguas en el perchero de la entrada, aunque era reacia a abandonar el arma. Fue apagando las luces y negándose a mirar la estela de oscuridad que iba dejando tras ella, regresó a su habitación, se metió en la cama y se cubrió con las mantas.
Davey seguía durmiendo profundamente.
Un viento nocturno azotaba la ventana.
A lo lejos, al otro lado de la ciudad, una ambulancia o la sirena de un coche de Policía emitía un triste sonido.
Durante un rato, Penny permaneció incorporada en la cama, apoyada sobre los almohadones, mientras la lámpara arrojaba alrededor suyo un círculo de luz protector. Tenía sueño, y quería dormir, pero tenía miedo de apagar la luz. Su temor la irritó. ¿No tenia ya casi doce años? ¿Y no era ya demasiado mayor para tener miedo de la oscuridad? ¿No era ahora la mujer de la casa, y no lo había sido durante más de año y medio, desde que murió su madre? Al cabo de diez minutos consiguió avergonzarse de sí misma y apagó la luz.
No era tan fácil desconectar la mente.
¿Qué había sido?
Nada. El resto de un sueño. O una corriente de aire. Tan sólo eso y nada más.
Oscuridad.
Escuchó.
Silencio.
Esperó.
Nada.
Se durmió.
Miércoles, 1.34 horas
Vince Vastagliano estaba en mitad de la escalera cuando oyó un chillido, y después un grito ronco. Era un grito gutural y de sorpresa que de haber estado arriba quizá no hubiera oído en absoluto; no obstante, consiguió transmitirle verdadero terror. Vince se detuvo con una mano sobre la barandilla, muy quieto, con la cabeza ladeada, escuchando atentamente. El corazón le latió de pronto con fuerza, momentáneamente paralizado por la indecisión.
Otro grito.
Ross Morrant, el guardaespaldas de Vince, estaba en la cocina preparando un bocado para los dos. El grito había sido de Morrant. Era imposible confundir la voz.
Se oyeron también ruidos de forcejeo. Un estallido estrepitoso al caerse algo. Un fuerte porrazo. El frágil y poco melódico sonido de cristal roto.
La voz entrecortada y aterrada de Ross Morrant resonaba por el pasillo procedente de la cocina, y entre gruñidos, jadeos y escalofriantes quejidos, se distinguían las palabras:
—¡No… No…, por favor… Dios, no…, ayuda… Que alguien me ayude… Oh, Dios mío, Dios mío, por favor… No!
Vince empezó a sudar.
Morrant era un hijo de puta grande y fuerte. De niño había sido amante de las peleas callejeras. A los dieciocho años, se dejaba contratar como asesino a sueldo y se divertía cobrando por ello. Al cabo de unos años tenía fama de aceptar cualquier trabajo, sin tener en cuenta el peligro o la dificultad, ni lo protegida que estuviera la víctima, atrapándola siempre. Durante los últimos catorce meses había estado trabajando para Vince como recaudador y guardaespaldas; en todo este tiempo, Vince no le había visto nunca asustado. No podía imaginarse a Morrant asustado de nada ni de nadie. Y Morrant implorando clemencia… Bueno, resultaba simplemente inconcebible; incluso ahora, oyendo al guardaespaldas gimotear e implorar, Vince seguía sin podérselo creer; sencillamente no parecía verdad.
Se oyó un chillido. No era Morrant. Era un sonido atroz e inhumano, una aguda y penetrante erupción de odio que parecía formar parte de una película de ciencia ficción, el horrendo grito de alguna criatura de otro mundo.
Hasta ese momento, Vince había supuesto que otras personas estaban golpeando y torturando a Morrant, competidores en el negocio del narcotráfico, que en realidad habían venido a por él para intentar aumentar sus beneficios en el mercado. Pero ahora, mientras escuchaba el extraño aullido que procedía de la cocina, Vince se preguntaba si no habría entrado en un mundo sobrenatural. El frío le llegaba hasta los huesos y se sentía mareado, terriblemente frágil y solo.
Descendió dos escalones más y miró por el pasillo hasta la puerta principal. El camino estaba libre. Seguramente podía bajar los últimos escalones de un salto, cruzar el pasillo corriendo, abrir la puerta de entrada, y salir de la casa antes de que los intrusos abandonaran la cocina y lo vieran. Probablemente. Pero se sentía algo dudoso, y vaciló un par de segundos de más.
En la cocina Morrant aulló más terriblemente que nunca, con un último grito de desesperación y agonía que cesó de golpe.
Vince supo que el repentino silencio de Morrant significaba que el guardaespaldas había muerto.
Entonces se apagaron todas las luces de la casa. Al parecer alguien había desconectado la electricidad abajo en el sótano.
No atreviéndose a vacilar por más tiempo, Vince empezó a bajar las escaleras en la oscuridad, pero percibió en el oscuro pasillo un movimiento que, procedente de la cocina, se dirigía a donde él estaba, y se detuvo nuevamente. No era un ruido normal de pasos que se acercan, sino un extraño susurro o raspeo quejumbroso que le heló la sangre y le puso la piel de gallina. Intuyó que algo monstruoso, algo con pálidos ojos muertos y frías manos pegajosas se acercaba a él. Una idea tan extravagante no era algo característico en Vince Vastagliano, que tenía la imaginación de una piedra pero no conseguía disipar el terror supersticioso que le había invadido.
El miedo le produjo una cierta lasitud en las articulaciones.
Su corazón, que ya latía con rapidez, se aceleró.
Nunca conseguiría llegar con vida a la puerta principal.
Dio media vuelta y subió a gatas las escaleras. Tropezó una vez en la oscuridad, y casi se cayó, pero consiguió recobrar el equilibrio. Cuando llegó a la habitación principal, los ruidos detrás suyo parecían más cercanos, más salvajes, más fuertes… y más hambrientos.
Unos rayos débiles de luz iluminaban las ventanas de la habitación, destellos procedentes de los faroles de la calle, que esmerilaban ligeramente su cama italiana con baldaquino del siglo XVIII, y las otras antigüedades, haciendo resplandecer el cristal biselado de los pisapapeles que estaban expuestos encima del escritorio situado entre las dos ventanas. Si Vince se hubiera vuelto, habría podido ver al menos el perfil de su perseguidor. Pero no lo hizo. Tenía miedo de mirar.
Percibió un olor fétido. ¿Azufre? No exactamente, pero algo parecido.
De una forma totalmente intuitiva, sabía qué era lo que le perseguía. La parte consciente de su mente no podía —o no quería— darle un nombre, pero su inconsciente sabía lo que era, y por eso huía cegado por el pánico, tan aterrorizado y asustado como un estúpido animal reaccionando a la luz de un relámpago.
Atravesó rápidamente las sombras hasta el cuarto de baño principal, que daba a la habitación. En la empalagosa oscuridad chocó fuertemente con la puerta semiabierta. Esta se abrió por completo. Ligeramente aturdido por el impacto, entró tropezando en el amplio cuarto de baño y, a tientas, encontró la puerta y la cerró con llave.
En aquel último momento de vulnerabilidad, al cerrarse la puerta, había visto unos horrendos ojos plateados que resplandecían en la oscuridad. No sólo dos ojos. Una docena de ellos. Quizá más.
Ahora algo golpeaba el otro lado de la puerta. Lo golpeó una y otra vez. Debía de haber varios ahí afuera, no uno sólo. La puerta se movió y el cerrojo tembló, pero no cedió.
Las criaturas que estaban en la habitación chillaron y emitieron silbidos considerablemente más fuertes que los anteriores. A pesar de que sus horrendos gritos eran totalmente extraños, como algo nunca oído, su significado estaba claro: eran berridos de ira y desilusión. Las cosas que le perseguían habían confiado en darle alcance, y no se habían resignado a su fuga.
Cosas. Por extraño que fuera, la mejor palabra para describirlas, la única palabra, era cosas.
Creía que se estaba volviendo loco, aun cuando no podía negar las primeras percepciones y su instintiva interpretación que le estaban destrozando. Cosas. No eran perros que atacaban. No se parecían a ningún animal conocido ni a nada que le hubieran contado. Esto formaba parte de una pesadilla; sólo una pesadilla podía convertir a Ross Morrant en víctima indefensa y quejumbrosa.
Las criaturas arañaban la puerta, arrancaban y hacían astillas la madera. A juzgar por el ruido, sus garras debían ser afiladas. Muy afiladas.
¿Qué demonios eran?
Vince estaba siempre preparado para la violencia porque la violencia era parte integral del mundo en el que se movía. No se podía pretender ser un traficante de drogas y llevar una vida tranquila como la de un maestro de escuela. Pero no había previsto nunca una agresión de este tipo. Un hombre con una pistola… sí. Un hombre con un cuchillo… podría arreglárselas, también. Una bomba conectada a la batería de su coche… entraba dentro de lo posible. Pero esto era una locura.
Mientras las cosas de fuera intentaban morder, arañar y tirar la puerta abajo, Vince se movió a tientas en la oscuridad hasta que encontró el inodoro. Bajó la tapa, se sentó, y alcanzó el teléfono. Cuando tenía doce años, había visto, por primera vez, un teléfono en el cuarto de baño de su tío Gennaro Carramazza, y desde entonces le había parecido que tener un teléfono en el cuarto de baño era el símbolo máximo de la importancia de un hombre, la prueba de que era importante y rico. En cuanto alcanzó la edad de tener un apartamento propio, Vince ordenó que se instalara un teléfono en todas las habitaciones, incluyendo el cuarto de baño, y desde entonces había colocado uno en todos los baños principales de todos los apartamentos y casas que había tenido. En términos de autoestima, el teléfono del cuarto de baño significaba tanto para él como su «Mercedes Benz» blanco. Ahora, se alegraba de tener el teléfono allí porque podía utilizarlo para pedir ayuda.
Pero no daba señal.
Lo golpeó en la oscuridad, intentando que funcionara.
Habían cortado la línea.
Las cosas desconocidas de la habitación continuaban rascando, arañando y golpeando la puerta.
Vince levantó la vista y miró la única ventana. Era excesivamente pequeña para utilizarse como vía de escape. El vidrio era opaco y casi no entraba luz.
No podrán atravesar la puerta, se dijo a sí mismo con desesperación. Al final se cansarán de intentarlo, y se marcharán. Seguro que lo harán. Claro que sí.
Un chirrido metálico le sobresaltó. El ruido provenía de dentro del cuarto de baño. De este lado de la puerta.
Se levantó, se quedó de pie con los puños cerrados, tenso, mirando de un lado a otro en la oscuridad.
Algún tipo de objeto metálico cayó al suelo con fuerza, y Vince dio un brinco y gritó aterrado.
¡El pomo de la puerta! ¡Oh, Dios! De alguna manera habían conseguido quitar el pomo y el cerrojo.
Se arrojó sobre la puerta, decidido a no dejar que se abriera, pero vio que seguía cerrada; el pomo estaba en su sitio y el cerrojo seguro. Con manos temblorosas, tanteó frenéticamente en la oscuridad, buscando las bisagras, pero éstas seguían también perfectamente en su sitio.
¿Entonces qué es lo que había caído al suelo?
Jadeando, se volvió, dando la espalda a la puerta, y parpadeó en la oscura habitación, intentando dar algún sentido a lo que había oído.
Tuvo la sensación de que ya no estaba totalmente solo en el cuarto de baño. Un escalofrío le subió por la espalda.
La rejilla del conducto de la calefacción… eso era lo que había caído al suelo.
Se volvió de nuevo y miró la pared de encima de la puerta. Un par de brillantes ojos plateados le observaban desde la abertura del conducto. Eso era todo lo que veía de la criatura. Unos ojos sin distinción entre el blanco, el iris y las pupilas. Unos ojos que destellaban y brillaban como si fueran de Fuego. Ojos sin rastro de piedad.
¿Sería un ratón?
No. Un ratón no podría haber desplazado la rejilla. Además, los ratones tenían los ojos rojos, ¿no?
La cosa susurró.
—No —dijo Vince en voz baja.
No tenía escapatoria.
La cosa se lanzó y bajando hasta donde él estaba, le dio en la cara. Las garras le perforaron las mejillas, se hundieron profundamente en la boca, le arañaron y se clavaron en sus dientes y encías. El dolor fue instantáneo e intenso.
Tuvo náuseas y casi vomitó de terror y asco, pero sabia que se ahogaría con su propio vómito, de modo que se contuvo.
Los colmillos le rasgaron el cuero cabelludo.
Cayó hacia atrás, agitándose en la oscuridad. El borde del lavabo se le clavaba dolorosamente en la espalda, pero no era nada comparado con las llamas de dolor que le consumían la cara.
No podía estar ocurriéndole esto. Pero le ocurría. No había entrado simplemente en un mundo desconocido; había irrumpido de un salto en el Infierno.
Su grito quedó amortiguado por la cosa innombrable que tenía enganchada a la cabeza, y no podía respirar. Agarró a la bestia. Era fría y grasienta, como un habitante del mar que surgía de las profundidades marinas. Se la desenganchó de la cara y la sostuvo a una cierta distancia. La bestia chilló, silbó y parloteó, se retorció y agitó, le mordió la mano, pero él la aferró con fuerza, temeroso de dejarla suelta, de que se volviera de nuevo contra él y esta vez le agarrara el cuello o los ojos.
¿Qué era? ¿De dónde venía?
Por una parte quería mirarla, tenía que mirarla, necesitaba saber, por Dios, lo que era. Pero por otra, intuía la extrema monstruosidad de la cosa y agradecía la oscuridad.
Algo le mordió el tobillo derecho.
Otra cosa empezó a subirle por la pierna derecha, rasgándole el pantalón a su paso.
Habían salido más criaturas por el conducto de la pared. Mientras la sangre que brotaba de las heridas del cuero cabelludo caía por la frente y le enturbiaba la vista, se dio cuenta de que había muchos pares de ojos plateados en la habitación. Docenas de ellos.
Tenía que ser un sueño. Una pesadilla.
Pero el dolor era real.
Los hambrientos intrusos le trepaban por el pecho y por la espalda, hasta los hombros, todos ellos del tamaño de una rata pero sin ser ratas, arañando y mordiendo. Estaban por todas partes, empujándole hacia el suelo. Cayó de rodillas. Soltó la bestia que tenía en la mano, y con los puños intentó deshacerse de las otras.
Uno de ellos le arrancó de un mordisco parte de la oreja.
Unos malvados dientes afilados se le clavaron en la barbilla.
Se oyó a sí mismo articular las mismas patéticas súplicas que poco antes había pronunciado Ross Morrant. Entonces la oscuridad se hizo más profunda y le envolvió un silencio eterno.