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Al mosquitero se le debe el canto más limpio del hayedo. A pesar de su voluntad fugitiva enuncia rasgos de invitación. Quienes lo escuchan olvidan el cansancio. No pocos ingenuos penetran en el hayedo tras un encuentro imposible. Frágil como el polvo de yeso jamás se muestra. El mosquitero guarda para sí el acto de cantar. Hasta el chasquido de una espina lo calla. El hayedo ganó el provecho de acogerlo. Retorcidas por el tiempo las ramas del haya extienden una provisión de refugios. La torpeza impide al hombre apreciar que el mosquitero calla para que el hayedo escuche sus pasos.

Coro: Como una señal se propaga el silencio en el bosque.

Cuando el niño trepaba al castaño viajó la señal. El mosquitero cesó de cantar. La alarma se extendió a través del hayedo y llegó a la vega. Luego la vida contuvo el pulso. Solo el instante que la vida se fija en su propia intención.

La sed del niño nunca se calma.

Temprano le nace la sed.

Sediento de lo que nunca ha bebido.

Trepa el árbol como si lo calmara el trepar.

La mañana llega al valle mucho después de amanecer el nuevo día. La vega se tiende como si la tormenta hubiera dormido sobre los cultivos. Los caminos reflejan el cielo en las encharcadas. Desde las laderas bajan cauces nacidos durante la noche. Sin oposición los acoge el río que se hunde en el propio lecho. De la tierra se asomaban los pozos para respirar. El abejaruco rondaba la orilla de los charcos nacidos con la tormenta.

Coro: La abubilla repite un perjuicio ya acometido. Aunque lo cante como obra reciente no logra dolernos. Las tormentas que recorren el valle son inevitables para el valle. Contra sus vientos nada puede sino esperar que lo venza el propio cansancio. A su paso la lluvia vuelca los nidos. La bandada pierde su guía. Pero la pobreza de la palabra escrita impide a este canto liberar lamentos verdaderos. El pájaro al que sorprende la tormenta prefiere no enfrentarla. Espera la escampada para volver a cantar.

El niño afirma el pie. El barro tapa las escamas de corteza. Desde la cruz de ramas el nieto se asoma al vacío. Pues necesita ambas manos protege en el bolsillo la figura de plomo. El estandarte se marca entre pliegues de tela. La veleta nos apuntó obligada por el viento. Una campanada se atrevía a entrar en el castaño. Con ella llegaba el humo de los fogones desde la casona. Lo envolvían voces de mujeres que tropezaban por los pasillos. La ausencia del niño las apresuraba. El abuelo dormía la noche que concilió al llegar la mañana. Ni el coro de pájaros puede explicar que soñando iguales destinos los mismos sueños se distancien. Porque el niño trepa el castaño como si regresara. La frente se le enrojece. Las manos calientan la corteza. Trata en la enramada sintiéndose el hilo de la red. Como escalones el niño trepa una rama más. El castaño finge que no le pesa. Animales menos ajenos que él hubieran estremecido sus hojas. Pues no lo inquieta demuestra que el castaño compartió antes ese ascenso. Del abuelo quedó una huella en las venas del castaño. Solo la entraña del árbol reconoce ahora el mismo latido. La rama y el niño tejieron un abrazo como el de una sola familia. Franjas verdes contradecían la blancura de la ropa. Vida y vacío igualaban el peligro.

Coro: La caída amenaza a pájaros y niños. En el primer vuelo la madurez aún no se anuncia. Aprender a volar compite con la indefensión. Hasta entonces los nidos que sostienen los árboles se ocultan como frutos prohibidos.

Nacidos en la oscuridad mis pollos vieron la luna después de volar. El nieto se asoma a la oquedad. La sonrisa lo delata. Las estaciones resplandecen en el abanderado. El uniforme revive los colores de otro dominio. Entre algún pliegue estalla el brillo del esmalte. El instante que dura el hallazgo no encuentra testigos. El niño ha roto el abrazo para llegar a la pieza de plomo. Al quebrarse la rama truena. El golpe contra la piedra tardó en volver al nido. La sangre empapaba la tierra mojada desde el amanecer. En el cielo permanecía un rebaño de nubes inofensivas. El abejaruco agitó el reflejo de los charcos. Se le avivaron los colores al atrapar la abeja. El resto del enjambre buscaba entre los restos que la tormenta consintió. Satisfecho del silencio el canto del mosquitero regresó al valle. El hayedo se iluminaba. El azul brilla en el cielo como el azul de mañana.