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Apoyó la espalda en el guindo. Cruzó la cara para mirarme. El único ojo en la media cara desaguaba. Donde la carne vuelve roja el agua de los párpados humanos. Miró el puño. Que se le plegaban como nidos de arrugas. Plumones de cubrir le asoman entre los dedos. Su temblor envejece mi pecho rosa. Al lado del guindo se tendía la red que desató.

Coro: Aprendimos a imitar la quietud del carrizo. A seguir la lentitud de la sombra. La postura como un silencio hasta que el acecho mira hacia otro lado. Sin vivir hasta el momento en que se huye para luego afirmar que se vive. Se nos enseñó a huir para afirmar la vida. Los pájaros anhelamos un valle al que alumbre más de un sol. Un lugar donde ninguno duerma con los ojos abiertos. Que no se parta la noche en despertares. Vivir siempre la misma mañana de la única estación. Cantan nuestras leyendas de aquel pájaro que abría las redes de metal. Ni lo conocemos ni canta entre nosotros.

El guindo cedía la sombra. De azúcar se llenaba el aire. El cernícalo miraba hacia el soto. Una abeja llegó hasta nosotros. La detuvo una guinda reventada. Cuanto quiso moró sobre la piel roja. Al viejo de la cara rota lo aturdió encontrarla. El agua del ojo se le transparenta. El frío de la piel desnuda no le corresponde con la templanza del mirar. Como si lo entorpeciera el escrúpulo que el cazador se aparta antes del disparo. Al viejo de la cara rota lo detiene una duda que nunca se sospechó. Le asomó la luna en el ojo para aclararle la noche.

Nunca pregunta la abeja.

Toda flor le es propia.

La primera guinda que madure.

Tampoco el camachuelo preguntó.

Como si el cernícalo cantara con la voz de la alondra. La emoción que padece el viejo de la cara rota la siente de otra existencia. Satisfecha la abeja se eleva con un zumbido que nos devuelve al curso de la hora. Hacia donde crece la correhuela. Vuela al colmenar. El guindo reservaba una porción de miel. El viejo observa la huida de la abeja. Aunque se acuerda del colmenero no se siente robado por él. La media mirada encuentra las cornisas del campanario. Como si el cernícalo picara en los granos de polen. La mano del viejo afloja. Nunca el cazador mira a los ojos de la presa. Tampoco el viejo vuelve a mirarse en mi ojo negro. Se detiene en mi pecho rosa. Una mano de diez alas se abre.

Coro: Dos corazones comparten el pulso si los hermana el desamparo.

Como abandonado en el nido del cernícalo. La mano del viejo se mantuvo abierta. Un instante el miedo me impide volar. En las manos del viejo. Aquel frío de su desnuda piel se apartó. Del soto a la vega. De la vega al soto. Setenta veces el guindo se colma de fruta en primavera. Una estirpe de pájaros de plumón rosa y dorso gris pica la guinda. En el sueño de los camachuelos llueve agua dulce sobre el guindal. Esa primavera nunca cedía. Me posaba en la mano que poda y riega el árbol. Arrugada por faltarle pluma. Tan insegura que no parecía sino que huyera. En el sueño del viejo un hombre de paja sin mirada recobra la vida antes de alcanzarlo el rayo. La tormenta no lo perdonó. Como si temiera arder se abre la mano entera. El rosa de mi pluma imita los velos que cubren el valle al atardecer. Anido en la confusión del viejo como esperando aprender a volar de nuevo. La esperanza de los pájaros crece en la admiración hacia los colores. Recupero la fuerza para volar. El cielo me impulsa desde arriba. Bajo la sombra del guindo el viejo de la cara rota se mira de lado la mano vacía. La media mirada se eleva buscándome. Setenta estaciones la guinda nos calmó la gana de comer.