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Recibió el golpe como si viniera de una coz. La ventisca le descargó el peso arrastrado desde sus orígenes. El leñador anticipa caer. Lo levanta otro golpe de viento devolviéndonos dentro. Aunque el cauce nos sigue la casa ofrece su refugio. El alivio semeja la salvación. El leñador gira para enfrentarse de espaldas. La fuerza del abrazo llega hasta la jaula. Sale. El agua nos sacude. El cauce crece más arriba de la cuerda. El niño inclina la cabeza. Recibe el frío sin que el abrazo le consienta rechazarlo. En un instante confirma que también acepta enfrentarse a la tormenta. Olvida llorar. Una vez fuera el leñador se gira hacia el puente. Llueve tanto que ni la lluvia se ve. El valle entero huele a pozo.

Van como llama al viento.

Como vapor en la amanecida.

Como ruina frente al invierno.

Como una vida pendiente de nacer.

El agua que bajaba las laderas derribó el último trecho de cerca. El leñador opone a la corriente el costado. A veces se detiene cediéndole el paso. La lluvia les araña el rostro. Donde se levantaba la cerca el agua se arremolina entre lajas amontonadas. Superado el pozo se endurece el cauce en un barro frío. Las piernas del niño no asoman. A pesar de apretarme entre ambos la espuma salpica la jaula de alambre. La cuerda mantiene una curva tensa por encima de la avenida. Delataba una ondulación violenta el lugar donde el arroyo cortaba el paso. Y la respiración de animal amenazado. Y la desnudez de la piel implume. Y el miedo de las hojas perennes a caer sobre el fuego. Antes de nacer ya nadé en una gota de sangre. No era mía sino donación del valle. Otros escribanos se sirvieron de su calor. Justo después de aprender a volar olvidé cómo se nadaba.

Coro: Nuestra única fe se sostiene en la puntualidad de las estaciones. La puesta de nuestro huevo aguarda la hora cálida. A punto de nacer nos apunta el rayo del sol. En la roja sombra una porción amarillea. Esa señal es para nosotros una llamada. Ese justo lugar de la cáscara delata la fragilidad reservada para nacer. Donde clarea la oscuridad rompemos la piel que nos protege del aire.

Guardaba el llanto para no respirar agua. Mientras el leñador resiste el niño aprieta la jaula contra el pecho. La corriente gira ocupando el vacío tras los dos cuerpos. Como si intentara arrebatárselo el peso del agua levanta el peso del niño. El leñador cierra el abrazo al descubrir la intención de la corriente. Inesperado emergió un animal muerto. Surgió del agua como si buscara respirar. Volteó enfrentándonos el vientre. Desafiaba al leñador apuntándolo con las pezuñas. La cuerda que dirigía al puente trabó el cadáver. Pesaba tanto que la arrastraba consigo. Detrás iba arrastrado el leñador. El barro bajo las botas no lo afirma. La corriente tensa la cuerda hasta que el cadáver se desenlaza. Vuelve a hundirse cuando el rayo lo descubre corriente abajo. La distancia cubierta de agua se desvela tan grande como el desamparo. El leñador vacila. Sospecha que el valle no existe. Y una rama segada a golpes de viento. Y un cauce que desemboca en la desgracia. Y la oscuridad donde no se respiran los colores. El leñador no resistió el empuje de la rama. Volcó el costado. La corriente le arrancó la cuerda. En el fondo de la crecida cruzaba un camino. Bajo el agua no se escucha el caer de la lluvia.

Cuando las tormentas cantan.

Cuando las tormentas sangran.

Aquella sangre de la que nacimos.

No nos enseñó a respirar el agua.

El niño cerró la boca. El leñador abrió los ojos. Vieron la noche bajo el agua antes de arañarlos la tierra. El tiempo que sigue no se cuenta en cantidades. Lo que tarda una vida en rendirse ningún animal vivo lo cuenta. Ni pez ni rama pero nadaba. Como un rayo de sol bajo el agua le rozó. Y la roja sangre clarea. Y el leñador golpea la cáscara del agua hasta abrirse paso hacia el lado del aire. Y cuando emergen los cuerpos el cauce se aparta. La cuerda vuelve a atarlos a la vida. Llueve esta vez para lavarlos. Se aprietan la cara. El abrazo corta la fuerza de la corriente. El alambre retiene el barro.