La mano me recoge con cuidado aunque no le cabe provocar daño. Un desconcierto solo humano la obliga a temblar. Como la del corazón de los libros escritos con desesperación mi tinta brota roja. La mano se le mancha. El niño de las botas sin cordones contempla la pluma y la sangre. El instante dura una vida entera. Todo sabe a una culpa para la que no encuentra sabor. Pisa mi corazón tan rápido que el tiempo no lo percibe. Bajo la bota sin cordón mi cola deshace el abanico de plumas. No tarda en arrepentirse de la torpeza. El niño de las botas sin cordones aprende el valor de cuanto nada valía antes. Los de caras iguales se miran. De la villa trae el viento una campanada. A la vez que el tañido les vienen las preguntas. El viento agita las páginas del libro que dice el nombre de los pájaros. La hierba se inclina hacia las letras. El viento corre y la lámina pasa. La charca señala el último de los lugares donde esconderse. La infancia les muere como muere un copo de nieve. Se funde en un inesperado fuego y desaparece. La consistencia verde de las nubes confirma al valle la tormenta.
El vuelo se apaga.
El valle siente la herida.
La tierra recoge la pluma.
Canta cómo fue.
Una sola vara de esparto ha bastado. La sed aún me guía. El agua sabe a tierra. Rozo la brea. La sospecha y el miedo acuden a la vez. Luego el deseo de huir. Alzo el vuelo pero la orilla me retiene. Del herbazal vino el grito de los niños. La tierra retumbaba como al paso de una avalancha de potros. Las sombras de los niños también parecían gritos. El niño de las botas sin cordones me arroja la mano. La piel le huele a hierba. Pasa tan cerca que su pensamiento me daña. Al verme recuerda la lámina donde antes me conoció. A punto de tropezar se le tornaba imborrable el nombre. El niño de las botas sin cordones padece esa ambición que desprecian los animales mansos. Un paso tiende para llegar. Se cree caer. Lo evito a pesar del esparto que arrastro. El vuelo se muda en sueño. Los niños iguales se entorpecen. Tumbo esparto nuevo. Al esquivar la otra mano del niño entro en el agua. La charca refleja la distancia que me aparta del cielo. Me volví una desprevenida infancia más. Al salir encuentro el lugar que espera la bota sin cordón. Me duele el peso del niño hasta que muero.
Coro: El dolor de la lavandera no afecta al valle. Los lectores de este libro penetran en un lugar creado sólo para las palabras. Entre sus laderas nuestros huevos se preservan en nidos de signos. En este valle no se teme la palabra miedo. La palabra ceniza no recuerda el fuego. El paso de las estaciones se cumple por mandamiento del autor. Los valles verdaderos confirman ciclos y sucesiones. El vuelo de la lavandera se alza en otra lavandera cuando muere.
La lluvia cae con decisión y el valle no se opone. Una avanzada ola me lamió la sangre y el barro y la brea. Cuanto no adquirió una luz gris se ha tornado sucio. Al principio la lluvia caía con la misma lentitud con que crecen los árboles. El agua había tomado ese cuerpo denso de los jugos dulces. Mucho antes de invadirme la charca los niños corrieron hacia la villa. Quedó un pesado desconcierto. Tampoco tardó en cubrir el libro de los pájaros. Las láminas destilaron aguas de colores. La lluvia lo hunde en la tierra. Trepador. Colirrojo. Collalba. Al estornino le parece azul la pluma negra. Llueve sobre la lámina donde posa el pardillo. Las luces de las estrellas viven en la pluma de los pájaros. Una infancia bastó a cada niño para descubrirlo. Todo se olvidaría mientras padecieran la madurez. Antes de correr el niño de las botas sin cordones me liberó sobre la arena.
Al lector de libros cubren estrellas de una noche blanca.
Los paisajes de los libros se detienen en una única estación.
Los hombres creen que el valle es el mismo todos los días.
A lo dicho en los libros el tiempo niega.