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Olvidé lo que temía. Que semejan capullos de oruga. Los dedos del viejo ansían los nudos. Envueltos por los hilos de la red. El temblor no los confunde. Este cuidado repite otro antiguo. El miedo pasaba. En su lugar se extendió el frío que trajo consigo la piel desnuda. De tan desnuda que la traspasaba el color de la sangre. El cuidado de no rasgar la red evita violar mi pluma. El ala me regresa. El pecho recupera la mancha rosa. No queda miedo. Desde que la red me envuelve. Como el nido que ocupaba la madre camachuelo. La atención con que el viejo desanudaba la trampa revivía aquel cuidado. El frío penetraba la red. Aun sin rozarme. Olvidé el sabor de la guinda. Olvidé lo que temía.

Le retira el recuerdo.

Le amarga la fruta.

No le queda miedo al camachuelo.

Nada que le recuerde al cernícalo.

La noche en que nace el viejo de la cara rota el valle enmudece. La primera agua corta mientras se deja caer. La siguiente desciende blanda y pesada. La última agua que cierra la tormenta confunde en uno todos los colores del valle. De una sola luz se ilumina después el alivio de la escampada. El llanto del recién nacido calló. Respetaba el silencio de antes de escampar. Sin pecho que lo incubara. Tan de llama que lo callaba el soplo de la respiración. Durante la mañana no emerge la tierra donde sepultar el cuerpo de la madre. El río ocupa la vega. Las pendientes de la montaña beben en el barro. Más pesados y duros al soto oprimen los murallones de roca. Cada árbol se alivia de las gotas que le tumban la rama. Los nacidos en la tormenta se templan esperando el sol. La vida empieza para ellos en la huida de las nubes.

Vienen a la soledad.

La noche siempre se les avecina.

El peligro nunca duerme.

Chasca y avisa.

Tanto como al cernícalo. La veleta y el pájaro no se cansan de despedir a los vientos. Tan temido como el viejo. El cernícalo rodea su dominio sin batir las alas. Con la cabeza gris hizo más alto el campanario. Hasta el soto alcanza si se vuelve. Tan alzado que habría de temerlo aunque el soto me cubriera. Y ya no lo temo. El frío que siento ablanda su pico curvo. La mano del viejo de la cara rota aparta el miedo al cernícalo. Ha traído consigo el frío de las pieles desnudas. Fría como los inviernos de la tortuga. La mano desenlaza la red mirándola de lado. El rigor de su piel entorpece el aire que busca mi pecho. Habito en su mano. Dentro de ella huele a humo. Clavé las uñas en los dedos. Como el párpado del cárabo. El ojo se le rodeaba de un agua turbia. El viejo de la cara rota vive de noche desde que lo alumbró la tormenta. Tomó cada mañana como una molestia. Sació la sed en el agua de regar. El brillo que curva su único ojo no refleja color.