El viento desprende vellones de lana prendidos entre las espinas de los cardos. A lo largo del sendero se esparcen guijas de colores de resina y de colores de nube. Más adelante se vuelve trocha escusada por el ramaje de los saúcos. El río se aparta hacia la villa. El ribazo detiene el centeno. La trocha asciende hacia el hayedo. En tanto permanece como sendero lo caminan el niño y el abuelo. Una nubecilla de polvo los precede sin molestarlos. Entre las orillas del río y del sendero crece el sauce. Pasaron sin advertirme en la rama. El murmureo del agua se acompasaba con su pisar de guijas. El caudal descendía en la misma dirección. Una rama del sauce cruzaba caída en el sendero. El abuelo la recoge para el niño. Desprende las hojas hasta perfilarse un verdugo. Pues desea tentarle el sonido lo cimbra en el aire. La rama ofrece una nota amarilla como de canto de mosquitero. Esta novedad arranca al nieto una sonrisa. Extiende la mano. El abuelo se la cede. La rama flauta le pertenece. Junto al sauce competían las hojas jóvenes de la espadaña. El río demoraba su descenso para ellas. El agua penetraba la tierra con la serenidad que la montaña no consiente a los arroyos. Alguna espadaña denunciaba en el grueso tallo la inflorescencia próxima. Las sombras del talud conservaban gotas que enrojecían la tierra. Si entre el centeno escasean los caracoles la ribera del río los reúne. El chorlito vence a otros pájaros en la búsqueda del caracol. La pluma con los colores del cereal le otorga ventaja mientras remueve la carricera. Agradezco que solo habite el valle durante el invierno. Llegué al sauce cuando el sol recortaba la montaña contra un fondo de color ambarino. Volví al nido varias veces durante la mañana. En todas cargaba un caracol. Uno de caparazón con el color del amanecer flotaba sobre un manojo de salvinias. Elegí esperar. En la margen opuesta se asoma el chorlito. El caracol no lo ve. La rama caída los entretiene. En la sombra se detienen. La voz del abuelo retrae los ojos del caracol. Contra el aire prueba su destreza el nieto. El verdugo corta el silencio. La enseña de plomo cae al fondo del bolsillo. Alas de mariposa. Al abandonar la rama mis alas se oponen al viento que el sauce templaba. Arcos de franjas blancas y negras. Me guarnece un dibujo de insecto. En cielo abierto mi vuelo los atrae. Vuelo de culebra. Ambos se cubren del sol con la mano cortándoles la frente. El abuelo le confirmó. Como si las palabras no dejaran rastro revela el nido en la oquedad. Alza la mano. Cuenta el orden en la hilera de castaños. Cuenta hasta la mitad y señala. El nieto aprende para siempre que el mundo pertenece a quien mejor lo recuerda. Según llega la mañana el cielo cambia por azul los colores de un caparazón de ámbar.
Nunca volamos donde se hunde el mar.
Cuándo descansa la muerte no nos importa.
Nos urge obedecer a la estación.
Tantos colores posee el valle como matices la sed.
Durante la noche el río navegó sobre el sendero. En su ansia el agua atrapada entre los taludes se deshizo de la orilla. La crecida invadió el sendero como si su destino le perteneciera. Arrastró carrizos y salvinias. De los saúcos desprendió ramas cuajadas de flores blancas. Los frentes del ribazo detuvieron la inundación de los campos de centeno. Pero la tormenta les ahogó la primavera exaltación. Arrancaba tallos y espigas en haces unidos de raíz. Hasta la ladera los arrastró. A la mañana el barro cubre el sendero. El centeno comienza a pudrirse. Vestigios de la orilla se funden entre restos de montaña. Los últimos peces esperan morir en islas de agua. Algunas abejas confunden la maraña de algas con antiguas flores. La alarma entre pasillos lo despertó. El nieto llegó hasta el sauce desprovisto de sentimiento. Más lo confunde el silencio que la desolación en que yace la vega. Pues conserva el alma animal el niño mira sin buscar culpables. Vuelve la espalda hacia la casona blanca como si quisiera recuperar el día de ayer. Un canto de ningún pájaro que hubiera cantado lo asusta. La decisión de regresar hubiera demostrado una madurez todavía implume. Demasiado niño para aturdirlo el accidente que los hombres llaman desgracia. Colmada la curiosidad corre. Al desembocar en el camino de entrada a la casona vacila. Tan reciente el conocimiento de la emoción. Tan denso el silencio del valle que le resulta imposible escapar a la llamada. Tuerce hacia la hilera de castaños. El niño va solo con su bandera.