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Los de caras iguales miran con ojos de garduña. También son iguales las alturas y la voz. Se mueven con gestos fragmentados. Respiran prestos a huir. Como a la garduña los delata el continuo celar de los animales que habitan en los desvanes. El otro calza botas sin cordones pero corre más rápido que ellos. El libro que les desveló el nombre de los pájaros pintaba con raspaduras de lápiz un tocón de encina. Posado en él arroja el gesto un esmerejón de dorso gris. El pico gancho adelanta la cabeza vuelta. Tan estrecha la pupila que hasta hiere. En la página enfrentada le desdeña la amenaza un totovía. De la ventaja disfruta mientras se sabe estampa de libro. Se asea el pico contra la rama de un brezo que el lápiz adornó con apuntes de espinas. Hasta ahí el acecho del esmerejón no lo alcanza. Solo lo intimida una mancha de humedad sobre el papel. A vuelta de página se decían mi figura y mi nombre. El libro ocupó durante años el estante sin que nadie acogiera su promesa. Los nuevos cazadores se aventajaron con esas armas de ruido llamadas armas de fuego. Pero las trampas del libro que nombra a los pájaros se sirven de cercos inaudibles. Hilos que el aire oculta. Cantos de cañas en celo. Noches sin luna. Brea negra. El niño de las botas sin cordones lo descubre en uno de esos impulsos que parten la edad animal en edades humanas. Cuando toda atención arrastra visos de pregunta. Parecía condenado al olvido. Tanto tiempo sin abrirse a una llamada. Con el libro abierto sobre las rodillas los tres niños compartieron la eternidad que guardan las alegrías únicas. Las láminas tendieron caminos donde avanzar en la conquista del mundo. El color de los pájaros coronó la pobreza. Los nombres de los pájaros educaron la infancia. Y el libro sustituyó al tiempo. Las últimas páginas dicen oficios de tramperos. Los niños escuchan juegos que nacieron del hambre.

Coro: El pájaro evita morir a la vista de otro animal. Se explica que el disparo nos hiera con su ruido antes de alcanzarnos. El valle entero suspende el reposo para volverse hacia el estallido. Al menos el trampero nos pretende con silencio de fiera montuna. Y si el trampero caza sin ruido el esparto hiere sin sangre. Las estaciones embellecen las plumas. La vejez guía nuestro vuelo lejos de los caminos. Hasta el valle se pregunta dónde mueren los pájaros viejos. Nada le responde porque el cementerio de los pájaros no se fundó en el valle. De todas las trampas la vejez espera con el silencio más paciente.

El libro de los pájaros cae como una lluvia fina sobre los tres niños. Según pasan las páginas nombres y colores los empapan. Pronto nada queda del tiempo anterior. La coincidencia entre las láminas del libro y los pájaros del valle se revela como un sentimiento. El zorzal en el barbecho. El bisbita vuela y canta a la vez. El avefría camina sobre la grama del invierno sin rozar la escarcha. Páginas que el valle confirma. Pájaros para siempre apresados en la memoria. Pero mi figura junto a la charca no halla coincidencia. Ninguna sed anticipó esta lámina. Sombra y sombra y sombra. Otro color no me cubre ya. O el cielo desaparecía o su azul se tornó negro.

Coro: La vida repudia el anuncio de la muerte. Más que la muerte al valle denigra la agonía del animal herido. Si no se le presta huida la presa agradece el golpe certero. Aunque inmediatas la agonía y la muerte no nacieron hermanas.