Aceptó que no podría encender el fuego porque se lo dictaba el olor de la ceniza mojada. Escoge la manta que cree más espesa. Al cubrirse golpea la puerta abierta. Se vuelve para medir el temor del niño. Como no imagina remedio decide salir. El viento sale cuando sale el leñador. Despegó del rostro las hojas arrancadas a la higuera. Maldijo el agua de dentro y fuera de las botas. Supuso bajo la balsa de espuma el camino hasta la leñera. Al verlo acudir los perros gimieron como solo los perros gimen. Y por encima de las nubes lucían las estrellas. Y la tierra apagaba su calor bajo el agua. Y el valle se rendía a la tormenta como la paloma enferma se cede al azor. Un relámpago descubre la azada en la mano. Los perros ladran de nuevo temiéndose solos. Junto a la cerca el agua alcanza las rodillas del leñador. Hunde el astil en el agua y tienta. Al apartarse la lluvia de los ojos el viento le arranca la manta. Como si le sobrara sigue tentando. Hasta que el cuerpo desvelado se hunde hacia el agua. La presa de lajas cedió al peso del leñador. El agua embalsada huyó como agua de cascada. La nueva corriente lo sacudía. Volcaba al camino la broza retenida. El arroyo alcanzó sus remolinos y los arrastró consigo. En la leñera los perros callaron ante el rayo que se deslizó por la roca de la montaña. Al niño ilumina la cara un azul de luz pura.
Uno entre los del bosque.
Uno entre todos los árboles.
Cuando el rayo lo alcanza.
Alcanza al pájaro que anida en el árbol.
Y llora. Y el llanto sigue a la luz. Y el trueno clama como el eco del llanto. El frío que retiene al niño empieza en los pies. Le sube tan frío que se cree abandonado sobre el agua. Le cunde como al animal que nace bajo la lluvia. Le crece el miedo porque el agua empieza a crecer. Ninguna tormenta pasa en vano. Cuanto sucede fuera de la casa le llega como un fragor de agua. El niño oye el encuentro de las ramas con la lluvia. Lo envuelve el descenso de los arroyos por las gargantas del valle. El cauce del río le llega como un sobresaltado despertar. De lo que oye nada suena lejos. Todo vuelve en la oscuridad como un ruido cercano. Pero el llanto se le detiene al oírlo regresar. Lo que el leñador oculta sólo él lo ha visto. Viene a tiempo para descubrir que el agua alcanza los tobillos del niño. Quedo más cerca de morir si canto lo que sigue después.
Coro: Lo que sigue no ha de llevarte lejos. Ya quedó vivido para el canto.
El leñador no siente el peso cuando levanta el niño hasta la mesa. Lo cubre con un gabán como si el gabán lo ocultara a la tormenta. Lo sujeta por los hombros para enfrentar las caras. Su voz se oye por encima del viento y el agua. Las palabras suenan a advertencia. Otro relámpago nos aturde aun su instante de luz. El leñador tienta en la oscuridad que sigue. Ha dado con el arcón y con la cuerda que guarda. Sale. Esta vez sale sin volverse a mirarlo.
Como si el rayo no la prendiera.
Como si el agua no la pudriera.
Como si el viento no la cortara.
A todas las tormentas los hombres oponen una cuerda.
Coro: Porque su misterio engendra ruido y luz la tormenta torna escenarios a los valles. Noches indeseables se padecieron. Por prudencia todo lo vivo abandonó la idea de enmudecer al trueno. En la luz del rayo dio prueba de transparentarse el fuego. Cuando el valle no lo espera el último viento arrastra la peor agua. Los poetas lo llaman tragedia y los pájaros lo olvidamos antes de cantarlo. En la lengua de los pájaros no existen palabras que canten lo que el hombre llama destino. El pájaro padece por fuerza cuanto padece. Este canto no libera lamentos. La paloma no culpa al azor si el azor cae sobre ella.
Y el barro se diluye en la sangre de todos los que habitamos el valle. Y nada más perecer late por mí el corazón de otra vida. Y nada opone nada. Se escuchaba ladrar a los perros del leñador cuando el trueno consentía escuchar.