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Penetró la espesura del ramaje. Repetía el temblor del sol. Al principio lo cerraba un anillo de luz. Desde otra rama el fulgor se dispersó en haces de color. Brillaba como una gota de fuego que estallara contra el agua. La comparación con el suceso no guarda fidelidad. Sabéis de la torpeza del canto que aspira a describir la verdad. Pues cuando entré en la oquedad comprobé que brillaba más que el fuego y el agua. De cerca ya era irresistible a la mirada. El sol parecía buscarlo entre las ramas del castaño. La sombra rebajó el brillo pero obró para volver reales los colores. Nunca antes prendí ese color que los hombres llaman oro. Los botones se apartan con la simetría de las flores más exactas. Negros al servicio de la noche envidian los correajes negros. Aturde por innatural el rojo de la casaca bajo el esmalte. Desprende la atracción de la fruta madura. Un brillar de piel húmeda le conserva el fuego que descubrí desde la rama. Aquí vale la comparación. Nunca antes mi nido entretejió una filigrana igual. Sin voluntad acogí un recuerdo. Que fuera abanderado de un dominio ajeno. Que perteneciera al nido de otra infancia. A mi vista convenció el reflejo del esmalte. Le consentí habitar en la oquedad. Hizo parte de mi propio nido. El abanderado llegó hasta el castaño sin otra intervención que la del juego. Que cante el coro de pájaros si es cierto que la abubilla robó al abuelo la memoria.

Coro: En cualquier paraje del valle el canto de los pájaros jóvenes se eleva sobre el canto de los pájaros viejos. La última emoción que somos capaces de evocar perdura en nuestro canto como descendencia exacta de la primera. Enfrentamos el nuevo día como si nunca hubiéramos amanecido en otro. Nada nos obliga a reconocer en los actos humanos un acto de la memoria humana. Se acepta la atracción de la abubilla por la luz como prolongación de la voluntad del valle. Para que brillen los colores arde el sol.

Las armas apuntaban contra un fortín de porcelanas. Emboscadas entre cojines se aprestaban figuras con la rodilla apoyada en el plomo. Los caballeros dominaban la montura. El descuido derribó al del estandarte. La enseña se deslizó sobre la losa. Más que la postura inerme lo delató haber perdido la dirección de la batalla. El niño abuelo comparó la vicisitud del abanderado con una derrota que olvidar lejos de la infancia. Días atrás dejó ya de medir comparaciones. Sostiene una humanidad tan frágil que se demuestra incapaz de sentirla. No lo entretiene la historia de la resina que gotea. Ni anticipa a voces el viaje de las nubes. A la hora convenida repite junto al nieto el asueto de las tardes. Como del calor aún se espera aviso los sientan fuera de la sombra. La galería les cubre la espalda. El humo del tazón asciende. El niño la clavó en el hojaldre. La enseña de plomo ondeaba aunque la brisa se hacía esperar. El abuelo dormía abrazado al bastón. La tercera muesca señala la altura a la que se inclinan las espigas. El nieto masticaba. El silencio sabía a cereal. Los ojos del niño ganaron cuanto perdió la mirada del abuelo. Aunque le crecía la ambición de la sangre añoraba el juego por descubrir. Desclava el estandarte y se lo muestra al sol. Los matices se le encienden. Cuanto más sol más lo admira. Hasta que el reflejo blanco en el fondo del color adquiere la misma condición real del lecho bajo el agua. Cuando el niño acerca la mirada el esmalte refleja un valle. De fruto a fruto el reino le pertenece. La enseña de plomo se enfrenta a las tormentas enemigas de las cosechas.

El hombre se atribuye la memoria.

El pájaro elige la rama.

El árbol consiente la nieve.

El valle reparte el color.

La estación giró en un vértice del que ningún animal tuvo presentimiento. La brisa aparta las espigas en los campos de centeno. A su estela siguen avisos de cambio. Traen consigo una distancia de días. Las hojas del castaño giran con una mayor fragilidad. Entre todos los verdes algunos oscurecen. El abejaruco voló hasta la verja. El abuelo despertó. Miraba hacia la villa. Detrás hacia los farallones donde el río se inquieta. Detrás al final del valle. Inclinó la cabeza como el pájaro que teme el vuelo de otro pájaro más grande. Mira al cielo después. El recuerdo le combinaba los colores que anuncian a las tormentas. En los bordes que asoman se aprietan espumas de color morado. Por encima se crispa en briznas anaranjadas. Más atrás carga los matices oscuros desde el negro hasta el más negro. El abuelo cerró los ojos. Se dejó caer sobre el respaldo. Recordó las tormentas que hundieron los campos de centeno.