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Hasta la playa del río caen los hayucos verdes. El trepador de dorso azul los abre a picotazos. Hinca el hayuco entre los resquicios de las cortezas. Que desnudan el fruto. Pica fuerte como si se defendiera. La cáscara parte. Los trozos de hayuco vuelan al gusto del aire. Ruedan sobre la arena después de caer. Lamen el río los que llegan más lejos. A los pollos del trepador adormece el curso de agua. El trepador anida junto a los ribazos de arena que el río descubrió con el paso de las estaciones. Entra al nido como la abeja en la piquera de la colmena. Otro pájaro excavó el agujero que penetra en el árbol. Mientras ahondaba el agujero la astilla caía a la playa como si la amontonara una ola. En las crecidas del cauce la playa se cubre y el nido del trepador se asoma al agua. La caída del viejo en el arenal alegró a algunos. Los villanos se partieron entre la indiferencia y el desprecio. Nunca al viejo de la cara rota atrajo asomarse al agujero del árbol. De cada pájaro su agujero. Cada cual su forma de cavar. Siempre entendió el viejo que más ligera la arena cuanto más seca. Y más seca cuanto más alta en el ribazo. Aunque más dura. La pala partió. La punta quedó libre. El metal afilado por el roce con la arena. Que rompe los terrones como el trepador parte los hayucos verdes. El daño de la caída fue después del derrumbe. La pared de arena se desplomó cuando la pala abría la vertiente hueca. El dolor del daño fue después del grito. Afilada como el borde de la hoja de hierba. La pala entraba en la pierna. Como un picotazo. Que empujó el peso de la arena. Cayó sin eco sobre el fondo del arenal. Como cáscaras de hayuco hacia la playa. El agua del río no cambió su curso. Ni el pez. Al viejo se le cegó la media mirada. La mejilla manchada de blanco. El dolor nacía bajo la arena. El trepador voló antes del silencio. Su canto no previene riesgos. El viejo de la cara rota teje la red en el guindo. A veces se refriega la pierna. Ata los nudos como si hubiera culpa en las ramas del árbol.

La red hermana hilos finos.

Se anuda a ramas jóvenes.

Tensa la malla el nudo del cordel.

Del resorte oscila un balance.

Recuerda el balance una rama seca. Del resorte pende. El viento lo tienta meciéndolo. Le saca sombras de rama seca. La pieza augura un chasquido. El ruido de rama que no pertenece al árbol. Que alerte al viejo de la cara rota. La red se tejía en el guindo como una trampa de araña. Para verla hubiera faltado un sol más. El viejo de la cara rota se aparta del guindo. Porque acaba con gusto prende otro cigarro. El cajón de madera cuelga de la diestra. El cigarro humea en la otra. Se va entre los tallos de puerro. Parece que canta. En la frescura de los tilos que bordean la tapia se sienta. Lo calma la compañía de nadie. La sola experiencia de esperarme lo entretiene. Con la media mirada a ratos medio mira hacia el guindo. Por detrás de los tilos la veleta del campanario parte una nube con forma de hayuco. Desde la altura el cernícalo ve la red con otra media mirada. Al guindo cubre de lado a lado una mirada entera.

Coro: El pájaro cazador se sirve de la misma paciencia que esconde al cazador humano. Ambos se apostan como junco entre los juncos. Se pliegan al paso del tiempo sin notárseles la figura. El momento de matar llega como llega el reflejo que devuelve la mirada.

Apenas se delata la malla pues imita la levedad de las hojas. Su pobreza coopera en disimularla. Que recuerda las de otros guindos. Con el color de una mañana de siempre. Hasta el resorte se descuelga como si nunca hubiera faltado. Nada nuevo en el valle parece. De siempre lo recuerdo ya.

Engaña como una fantasía.

Como el vidrio que aparenta cielo.

Todas las trampas ocultan al pájaro sus redes.

Todas las redes se urden en pesadillas de pájaros.