He roto la escena de caza. Alzaron la mirada que llamaba a los pájaros. Los tres niños no esperaban mi sed. Los pardillos se apartaron. Se alejaban de la charca con una decisión que no traían cuando llegaron. Luego rocé el esparto. Una página sin número canta en el libro de los pájaros.
Coro: Los valles que los mapas describen se toman por ciertos cuando una palabra los señala. Nuestro valle carece de nombre. Nace con la esperanza de la lluvia que cae sobre el lago. Se extiende por el tiempo que le dedica el lector. Mientras cantamos lo configura una visión. Los pájaros mantenemos este canto para que permanezca en el lector. Pero cuanto podamos crear los pájaros apenas tiene importancia para el valle. Las páginas limitan nuestra existencia. Los sucesos surgen con el imperativo de las letras. Fuera del libro no se evocan para nosotros las estaciones. El valle desaparece al rozarlo el deseo de existir. Que la lavandera cante lo que sucede en el valle.
He roto la escena de caza. Aliviaba mi sed cuando rocé el esparto. No es cierto que la brea queme. Pero su roce turba como el viento que recorre el valle por primera vez. Noté el roce en la pluma. La sospecha me retiró de la orilla. Decidí volar aunque en el reflejo del agua nada se mudara. Y esa sospecha. Porque el agua no repite mi agitación me agito. Esa sospecha ocurre. El aspa de esparto se descompone. Arrastro una vara conmigo. Se desprende de la orilla una parte de barro y brea. Temo el ala manchada para siempre. Aún no sé que quedó inútil. Me obligo a volar. Aún no sé qué lo impide.
Coro: A los pájaros que vuelan en los libros anima un corazón inerte. Aunque los colores imitan nuestra pluma apenas se aspira en ellos nuestro reflejo. Les falta el hálito de la luz. Carecen de las volutas que el brillo retuerce. Porque cada uno de nosotros siente como el valle entero. Cuanto obra la lavandera lo confirma el valle que en ella se extiende. En breve su canto renace porque nuestros valles comparten los mismos latidos.
He roto la escena de caza y los niños aprietan la boca. La distancia no les impide recogerme la queja. La sorpresa tampoco los detiene. Tumban la hierba que ocultaba los cuerpos tendidos. El ruido de la carrera suena áspero al pisar la arena. Quedo inmóvil sintiendo llegarme el retumbo de la tierra. En el cielo el tiempo pasa porque la nube alcanza el sol. Ese tiempo se mide en el valle como el paso que oculta la luz. A la vez llegan hasta la orilla los niños y la sombra. El cordel. El trapo de lana. El retal de cuero. Envuelto en el retal se guarda esparto sin clavar. Con el ímpetu los niños olvidan sobre la hierba el libro de los pájaros. Tardes de atrás lo compartían con el sol. El libro les decía y ellos escuchaban. Las últimas láminas prometían el canto del pájaro como una luz doméstica. Cumplo las secuencias del juego como una predicción. Decía el libro que la brea se adhiere a la pluma. El pájaro pierde su ventaja. El esparto impide que abandone la escena. Rueda a falta de volar. Termina el juego prometiendo al pardillo. También se decía del jilguero y del verderón. El nombre de la lavandera no se dice. Me evita el juego de caza pues mi vida no cabe en la vida humana. Tengo por fuentes los carámbanos con que despierta el invierno. Jamás alimento una bandada de pájaros porque ninguno fue hermano en mi nido. Mi distinción abruma a los pétalos. Mi canto se llena de una sola melodía. La discreción en el paisaje sólo otra lavandera repite. La soledad me busca por entre el prado. Sólo a la desconfianza dejo que me encuentre. Hasta que el juego no termine soy el pájaro más vivo del valle.
Igual cantaba el arrendajo.
Después de voltear la corteza.
A punto de devorar la lombriz.
Igual cantaba hasta que lo alcanzó el azor.