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La tarde transcurría adormecida. A través del vidrio entra una claridad de color ocre. Los filos de ese color engrosan los alambres. La araña rayada asoma porque el recelo no la detiene. Renuncia al nido en el cerco y sale al centro de la red. Allí tensa hilos del mismo color ocre que extiende el atardecer. Anochece desde el lado contrario al roquedo. Sin salir de la red va la araña hasta el cuerpo de la cochinilla. Comienza a desatar la presa. Se demoró el tiempo justo que confirma a la amenaza su ocasión. Desenvolvía el cuerpo de la cochinilla como si el valle mirara a otra parte. Esta vez la araña rayada no estiró el tiempo. El reyezuelo saltó de detrás de la nada. Ni toca la red ni el cuerpo de la cochinilla. Se distingue en la luz ocre que la red vibra vacía. La araña siente que no siente. Cuando vuelve a la higuera el reyezuelo frota satisfecho el pico contra la rama. Se gira sin volar. Alza la cola peinándola. Vuela lejos. En vuelo hacia el bosque cantaba del sabor de la araña. El reyezuelo la salvó de morir en la crecida. Nos avisaba el olor de la tierra cuando la tierra huele el agua. A intervalos acudía de fuera del valle un ruido como el de la nieve pisada por el animal humano. Solo asomó nítida la amenaza cuando el aire adquirió el espesor de la espuma. Para entonces la luz pasó de ocre a turbio. Desde fuera del valle las nubes superaron la montaña. El viento cargaba consigo la tormenta. La oscuridad que ha penetrado en la casa hace añorar la mañana. Los portones de la leñera golpean los cercos. El niño tiende las manos al fuego extinguido. A la tarde retorna la rigidez del alba. Al poco de empezar a llover los zorzales abandonaron la búsqueda de los caracoles. Desaparecieron en la ventana antes de desaparecer en el hayedo. Y todo calla como si todo esperara. Y el niño se abraza con el frío recién llegado. Y nos protege de la tormenta una cerca de lajas. Los perros ladraron para anunciar el regreso.

La lluvia primera huele a urgencia.

La última quiere ser camino.

Antes de anochecer.

Los colores del valle desaparecen entre los del viento.

El milpiés rodeaba la piedra en el campo de trigo. El lirio a punto de florecer se tiende hacia su sombra. El milpiés y el trigo y el lirio y el tiempo de las tardes que bordeaban el soto. No falta la misma calma. El lirio se mece sin rozar otros lirios. Las hojas vencidas me permiten seguir al milpiés. Una brecha en la tierra lo devuelve hacia mi lado. Ya no le cabe más que descubrirse. El soto comenzaba a silenciarse. Aquellos lugares eran alguna parte alguna vez antes de la jaula de alambre. Y una voz humana llamó a nadie. Y el milpiés escapó al escucharse la voz. Y la calma respondió que dejaba aquellos lugares. Los tallos del trigo se impulsan para elevarse. Para caer. Para cerrarse al peso de la voz que vuelve a llamar. Creo mías las plumas de la tórtola que bate contra el hilo. Otra ya es libre porque la red se abre en un desgarro. La primera quiere volar pero el hilo se lo impide. Quiero seguirla pero el hilo me lo impide también. La sombra nos tapa el sol de afuera. De pronto huele a brecina recién cortada. El trampero ya no voceaba. La tórtola intentó volar entre sus manos. El milpiés encontró refugio bajo la piedra. La red se tendió junto a las jaulas. Quedé del lado en que caen las tardes. Aquella se inclinaba hacia el silencio como si el silencio trajera consigo la noche. Las tórtolas se apretaban en cajones de mimbre. Plumas de azul y gris se desprendían hacia el viento. La agitación de las tórtolas parecía tan desesperada como una desesperación humana. Por su espanto entendí que tampoco ellas nacieron para anidar entre mimbres. Luego cayó la lona como si acabara la vida. El trampero evitaba los desniveles del camino. Cantaba al son de los ejes. El vidrio se asemeja a un panal de semillas transparentes. Algunas gotas resbalan hacia el cerco de la ventana arrastrando el agua de gotas más pequeñas. Afuera crece un batir de ráfagas. El viento baja por la chimenea y alborota la ceniza. El niño no duda en cederse al miedo. Mientras vuelve el silencio la casa se ocupa con un instante turbio. Los perros ladran al regresar. Entorpece a los sonidos el peso del agua al llover. El primer rayo al final del valle nos iluminó.

No arde llama más corta que la de la tormenta.

No bulle peor espuma que la del agua sin cauce.

No consiente ninguna espera el viento del mar en tierra.

Enemigos de los que el árbol avisaba.

Entró con un golpe sobre la puerta. Lo acompañó la ventisca. La lluvia empapaba el cabello del leñador. Y se le hermanaban gotas de agua y sudor en los brazos aún desnudos. Y los pasos marcaron sobre las tablas un rastro de barro. Y el niño deshizo hacia él la distancia. A pesar del abrazo la casa se oscurece.