Alcanzaría a tocarme si el asombro no lo venciera. El brazo como rama. La mano como hoja que aguarda la lluvia. Rozaría mis alas con la punta de los dedos. El tacto de las plumas. Que corra por su sangre la fuerza que las une a mi carne. Porque quiero la ventaja en el reflejo del vehículo verde. Tan cerca de esa piel que mi dorso azul se tiñe de verde. El brazo rama. La mano hoja. Pero al hombre que cuece el pan lo paraliza nutrirse de costumbre. Se refugió cuando golpeé el vidrio. Apenas dejé en su mirada la huella de un instante. Esa misma prevención la conocí en otras presas. Siempre tarde para ellas. Como en otros acechos me muestro para que abandone la cautela. Consiento que me encuentre al mirar. Dominé esa mirada. Quise repetirlo después. Me arrojo desde los claros del bosque. Como la hoja desprendida por el viento. Golpeo el vidrio. Le rompo la costumbre. Desde entonces sigue mi volar. Su descenso me pertenece. Si el miedo no lo detuviera saltaría fuera del puente. Me seguiría al vacío. El hombre se sentiría alcotán. Porque me quiero parte del reflejo al final de la pendiente. Cuando el pinzón levante la cabeza. Tan cerca del vehículo verde como la sombra que tiende sobre la pista. La distancia hasta el pinzón se mide en golpes de ala. Desde el cielo mi vista cuenta el grano de la espiga. Entre el barro que la tormenta arrastró. En granos desecha la primavera. El pinzón también esperó que escampara. Albergo la intención de matarlo. Me quiero en la voluntad del hombre aunque nada lo hermana con mi voluntad. Al otro lado del vidrio el rostro del hombre que cuece el pan llama al desprecio. Respira con cansancio como si lo cansara el vivir. La frente se le encoge cuando piensa. Los ojos miran como si aún los cubriera la noche. Como los ojos del animal que come bajo tierra. Esa visión entorpecida también me da su ventaja. No ve en el bosque sino aquello que desea ver. El hombre que cuece el pan levanta el bando de pinzones sin reparar en él. Porque habita en la costumbre ignora los misterios del valle. Nada de cuanto desprende su vida mueve a sentirse.
A los gorriones amparan los ojos de la piedra.
Del alcotán los libran las cornisas.
Con el alcotán nació la ambición de libertades.
Migas de pan sustentan la medianoche del gorrión.
Si acaso esas migas. Antes que la mañana las enfriara los gorriones disputaban por ellas. La lechuza vigilaba desde el cedro. Que volara hacia el gorrión lo impedía prevenirse de la luz. Demasiada mañana para la lechuza. Si acaso esas migas sustentaran mi nido. Animales que escrutan el descuido de otros animales. La piedad nos abandonó estaciones atrás. El vientre guía a cuanto vive. Como el murmullo que se adelanta al agua del arroyo. Antes el pájaro que la estela. El pinzón se levanta al descubrirme sobre él. Los tiempos que faltan ya no le permiten sentir el desgarro. Tan rápido que su pico sostiene aún el grano. Muerto mientras comía. El bando cantó tarde la alarma. El reflejo verde disimuló mi dorso azul. Asciendo hacia el sol que despierta al valle. El pinzón pesa lo que una miga. La pista termina en silencio. Donde encuentra los arenales antiguos. Desde lo alto vuelvo a descubrir el cadáver del erizo. El barro secó entre las púas. El dorso asoma en el derrubio de cañas y hojas. Mientras no regrese la lluvia. La urraca arma contra el cadáver una picada que no encuentra carne. Vuela desengañada buscando un cuerpo menos duro. Pronto ese erizo. Próxima carne que alimenta mi progenie. Porque espero cuando el escarabajo. Después que asome del vientre del erizo. Lo apreso en una mañana por venir. Si acaso algo me hermana con el escarabajo. Lechuza. Gorrión. Erizo. Martín pescador. Pinzón. Con el hombre que cuece el pan. Si acaso nos hermana el hambre. La piedad pasó por el valle sin anidar en sus árboles. Como el rayo que precede al fuego.