43

La noche en que nace el viejo la veleta apunta a todos los vientos. La tormenta apretaba sus nubes contra la montaña. Del golpe con la roca prendían relámpagos. El agua humeaba de tanto fuego. Cuyo tronar traspasaba la dureza del aire. El hombre retiró el lavamanos. De tanto fuego se tiñó el agua de rojo. La madre del viejo no esperó a que escampara. Tampoco miró la vida que hizo nacer. Media cara se hunde en la cara. Un ojo se oscurece para siempre sin ocasión de ver. El hombre se seca las manos. Aún siente en ellas el calor del nacido. De todos los vientos uno vence a los demás. La tormenta se roza en las paredes del murallón. Vierte desde la ladera el agua enrojecida. El barro arrastra hacia la vega un tesoro de semillas.

Coro: Una de las semillas promete un nuevo guindo. Después de escampar notó llegarle la hora. La semilla se abrió bajo la tierra y la tierra la calentó. El guindo florece como si agradeciera la vida.

Ha vuelto la dulzaina a la noche. El cárabo se giró para recibir el canto de la caña. Subió el párpado transparente. Comprendió ese canto como queja de presa herida por otro animal. El silencio del soto detenía al cárabo. La oscuridad dejaba sitio al silencio. Porque detenía al lirón entre las piedras. Luego la dulzaina del viejo calló y la noche extendió más silencio. La promesa de la trampa recuerda al viejo de la cara rota la alegría del dormir. El sueño duró. Dormía aún cuando el alcaraván comenzó el canto de la amanecida. Convocaba al primer eco. Que despierta a la luz. La mañana devuelve sus verdes y rojos al guindo. Con el sol la trampa del viejo parece otra rama.

Coro: A los pájaros nos eleva el canto. Nos hace dueños de la atención del valle. Al cantar semejamos estrellas. Al volar aliviamos su inmovilidad. Las palabras que este libro nos permite cantar quieren llover sobre el valle como una lluvia limpia. Nos preocupa el orden de la pluma. Nos aturden las manchas del cielo. El pájaro vuela siempre del principio hacia el final. Aprendimos a componer nuestros nidos porque la vida se nos impuso. El camachuelo no distingue la red porque la luz que atraviesa las ramas carece de intención.

El aliento se impregna del sueño reciente. El viejo rasca por debajo del cabello. Arrastra aquella evocación que guardaba de la noche. Ya no recuerda. Creía escuchar un canto que confundió el atardecer con el albor. Con la luz fría. Creía soñar que un alcaraván cantaba al amanecer. Que el valle respira para despertar. Mientras hurga en el oído el viejo de la cara rota se inclina hacia la ventana. A pesar del día aún incompleto da por cerrada la noche. Pone al fuego el café sin recordar que siempre lo desea frío. La desazón le arruina el orden de la mañana. La cerilla le ilumina la media mirada. Para que la prisa calme. El tabaco arde. El viejo se sorprende contando las amanecidas en que soñó el canto del alcaraván. Setenta amaneceres despertó sin comprender el mensaje. Ahora que canto con palabras canto que pienso. En el pensar me siento sin color en la pluma. Enmudecido por el frío. Como si naciera hacia atrás. Enredado en una raíz que quita la vida. La trampa durmió en el guindo. Los hilos se tensan según avanza el amanecer. Como raíces bajo tierra. Las hojas altas de los tilos amarillean. Los jaramagos que cubren el tejado cobran vigor. La vega recomienza la mañana de todos los días. El viejo de la cara rota espera que temple el café.

Los soles nacen con pereza.

Los árboles comparten la niebla.

Las raíces del cielo beben azules.

El camachuelo canta palabras de hombre.