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Como por falta de remedio. El rostro no muestra emoción ante la emergencia del valle. Más que piel una escama lo recubre. Ni destino recordaba. La mujer tendida en la cama compone pasos en el sueño. El hombre que cuece el pan sigue las huellas como el gorrión salta de miga en miga. A punto de alcanzar a la mujer un caparazón negro la cubre. Dentro se cuece el pan. Despertó en el vehículo verde y se encontró con la costumbre. Me quiero en la costumbre de los animales desprevenidos. Adelanté el vehículo verde al retenerlo el puente de piedra. A nuestro paso el martín pescador ordenaba la pluma. Ese pájaro descubrió que los colores más brillantes amargan la carne. Al salir del puente rozo el vehículo verde. Me abato sobre él como ven las presas abatirme sobre ellas. Volteo en un golpe del aire. Cruzo ante el vidrio. El hombre que cuece el pan ve pero no cree a los ojos. Le arrebato la visión bajo las alas. Abrí la cola como si deseara taparle el rostro. Me quiero en la sorpresa del hombre que cuece el pan. Con la pista bordeada por los surcos de la escorrentía. Desde que la tormenta cubrió el valle se me desveló la ventaja. La lluvia redujo la altura de la montaña. El agua buscaba el corazón del valle como una sangre sin venas. La crecida del río arrastraba espigas y granos hasta la ladera. La cosecha descansó donde comienza la pendiente. Granos a punto de germinar en panes. El agua los libró del horno. Los entregó a hormigas y pinzones. Nunca germina el grano para mi progenie. Ha de esperar que se convierta en presa. Porque creyó que golpeaba el vidrio detuvo el respirar. Cuando el vehículo verde salta el puente de piedra. Alza la mano para cubrirse. Teme como si lo intimidara una provocación más fuerte que él. Ha durado justo el tiempo que los hombres llaman tentación. Hasta que desaparezco fuera del vidrio. El hombre que cuece el pan se olvida del sueño. Se deshace de la prisa con que desciende desde la pedanía. Antes de permitir a sus ojos comprender. Al otro lado del vidrio vi encenderse una alarma nueva. Ese gesto de atención que sacude al sopor. Me quiero en esa atención.

Volar al lado de los pájaros.

Medir la infinitud del valle.

Vivir por encima de los pedestales.

Cruzar destinos en el aire.

Desde que la tormenta estrechó el valle. Después la niebla liberó la mañana. Al reflejo apenas consiento sospechas. Salté hacia la costumbre. Me quiero en la ventaja. Donde la corriente hacinó la espiga. El pinzón agacha la cabeza. La visión del cielo se agacha con ella. El hambre aplaza la vigilancia. Del bosque emerge el vehículo verde. El pinzón cuenta los tiempos que separan la llegada de ese animal. Mi volar se fragmenta en el ruido impulsado hacia el pinzón. El aire que bato se funde en el reflejo. Mi corazón late fracciones de otros tiempos animales. La montaña me pertenece desde antes de aludirla un hombre. La escarcha de un invierno que no cesa recubre mi garra. Las edades del valle me concluyeron más rápido que el pinzón. Cada día que amanece se me debe una vida. Sin pedirla la tomo.

El viento entrecruza las ramas.

La ladera reúne a los arroyos.

El alcotán hermana al hombre y al pinzón.

Que no haya tiempo para decidir lo decide el alcotán.

Cada mañana. La noche se aparta sabiéndose rechazada. El albor vibra como la desazón del avispero. La luz rosa recorta la montaña. Su filo proclama avisos. Al sol lo fuerza el prodigio. Gracias a la atracción de mis colores se fortalece. El vehículo verde traza su propio arroyo. Cada mañana mana las mismas aguas. El pinzón aguarda la llegada. La rutina de ambos erosiona sus días comunes. Porque no lo dañó. Pasaba sin daño. Cree el pinzón que no lo amenaza el vehículo verde.