Carga al hombro el cajón de madera. Confirma una decisión nueva. Trata el mismo disimulo. Días antes el viejo de la cara rota quedaba en la casa. Igual disimulo que el cernícalo del campanario. Del mismo frío que retenía a los villanos. Templaba el café con el paso de la mañana. Frotaba la caña de la dulzaina. Pero la huella de los días de atrás se cubrió de tierra ocre. La estación señalaba el camino por donde llegó la costumbre de las horas. En lo alto del sombrero. Hasta el hombre de paja parecía respirar el aire. Que convino en aceptarse posadero de pájaros. La cara desbocada no le consentía disfrutar el dulzor. Las guindas maduraban al sol. El cernícalo peinaba la pluma. La cojera retrasa al viejo. Mira al hombre de paja con desprecio. Echa el cajón a tierra. Sin soltar la diestra del asa se aprieta la pierna con la otra. Pero se le resiste el dolor. Le duele hasta el corazón del hueso. Del que más duele al viejo de la cara rota. Si aprieta espera alivio. Como no se alivia vuelve a levantar el cajón. Tampoco desiste el cernícalo. Las veces que la veleta del campanario queda vacía. Cuando el descuido de los gorriones lo avisa.
Coro: Cuando el cernícalo abandona la veleta los vientos lo extrañan. El cielo se confunde con la tierra. El valle desaparece en un misterio. El tiempo se tensa hasta detenerse. En la mirada del cernícalo entra entonces el gorrión. No tarda entonces en abatirlo. Tras la muerte del gorrión vuelve la vida al valle. De nuevo viajan las nubes. Regresa el verde de los árboles varado en la penumbra. La orden de acatar el silencio se extingue. El cernícalo apunta desde la veleta la dirección de una nueva vigilancia. La mirada más pobre. Porque el ojo del cernícalo ve más distancias que colores.
El viejo lo llama daño y el daño sacia mi sed. La guinda que pico pierde el brillo sin descolgarse del árbol. Al poco la devora el telar de las hormigas. Picar y hasta el hueso. Que vuelve a tejerla bajo la tierra. El cernícalo rodea el campanario. El viento renuncia a recorrer el valle. Con el ruido de la niebla ensordece la luz del sol. El villano pasa tras la tapia. Se detiene cuando la verja. Escupe a la tierra del camino. Luego empieza a cantar. El cántico no impide al viejo de la cara rota. Vence su deseo de no escuchar. Vierte todo interés en cargar el cajón. Una fuerza que no queda en el hombro lo alivia. Hasta le calma la cojera. Del saludo de los pájaros. Maldice que su hombre de paja atesore nuestra amistad.
Coro: Olvidó que el pájaro vuela gracias a confiar en la costumbre.
No cumplió la idea el hombre de paja por carecer de intenciones. Trae en el cajón una nueva confianza. El viejo de la cara rota no se entretiene. Ha tendido en la sombra del guindo el peso del cajón. Algunos los conozco por el uso que se les dio. Los canto como la lavandera canta en los prados. De cortar. De cavar. De podar. De atar con hierro a madera. De prender la broza que malgasta la vega. En el fondo guarda hasta el mal perder. Ya no le importa la fruta. El viejo de la cara rota quiere al pájaro que pica la guinda. Hasta la rama me sube el enojo. La red ocupa el fondo del cajón. Como pieles secas las cuerdas esperan tensarse. La extiende para medirla. Con media mirada al viejo basta para calcular. Setenta veces se da por robado. Sólo imaginarme preso le alivia el dolor.
La red detuvo el paso.
La red atrapó a la madre pájaro.
El huevo quedó sin calor.
El pájaro murió antes de conocer la luz.